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ANTILLANÍA Y PREVISIÓN EN EL PROYECTO
URBANO CUBANO DE JOSÉ MARTÍ
Luis Toledo Sande
En diciembre de 1882 respondió José Martí la carta en que el director de La
Nación le informó que la primera de sus crónicas para ese diario bonaerense había sido
objeto de censura, de mutilaciones, porque, de publicarse tal como salió de manos del
autor, hubiera parecido que en el periódico “se abría una campaña de denunciation [sic]
contra los Estados Unidos como cuerpo político, como entidad social”.1 Entre otras
afirmaciones de peculiar valor para conocer cómo él concebía y consumaba la escritura,
Martí expresó al dueño de La Nación:
Es mal mío no poder concebir nada en retazos, y querer cargar de esencia los
pequeños moldes, y hacer los artículos de diario como si fueran libros, por lo cual
no escribo con sosiego, ni con mi verdadero modo de escribir, sino cuando siento
que escribo para gentes que han de amarme, y cuando puedo, en pequeñas obras
sucesivas, ir contorneando insensiblemente en lo exterior la obra previa hecha
ya en mí.2
Las señales, y en particular el segmento que he subrayado —en el cual insensi-blemente
pudiera entenderse como sin que se note, no como con indiferencia—, vienen al
recuerdo con la lectura del texto donde Martí hace la que, por lo que se conoce, ha de
tenerse como su primera declaración explícita y pública de conciencia antillana. En El
presidio político en Cuba, publicado en 1871, cuando contaba dieciocho años, y basado en
la experiencia que a los dieciséis había vivido como víctima de esa brutal institución re-presiva,
se dirige a la España colonialista y, después de referirse a la independencia de sus
colonias en la América continental, afirma desde una ostensible insatisfacción: “Las Anti-llas,
las Antillas solas, Cuba sobre todo, se arrastraron a vuestros pies, y posaron sus labios
en vuestras llagas, y lamieron vuestras manos, y cariñosas y solícitas fabricaron una cabe-za
nueva para vuestros maltratados hombros”.3 Lo único positivo que Martí halla en el
sometimiento antillano a la Corona española es que le da pie para reforzar su condena de
la tozudez opresora de esta última.
Dos años más tarde se proclama la primera República española, y Martí, que
tiene razones para no esperar que ella reconozca y acepte el plebiscito decisivo —el mar-tirologio—
con que el pueblo cubano ha expresado su voluntad republicana e independen-tista,
la conjura “a que no infame nunca la conciencia universal de la honra, que no exclu-ye
por cierto la honra patria, pero que exige que la honra patria viva dentro de la honra
universal”. El deportado cubano, que desde la perspectiva de un hijo de colonia puede
sostener revolucionariamente que “el ideal republicano es el universo”, sabe que en Cuba
“la insurrección era consecuencia de una revolución”, cuenta con la posibilidad (o más) de
que “el amor de la mercancía turbe el espíritu”, y lanza retos a la naciente República:
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“Hable en buen hora el soberbio de la honra mancillada,—tristes que no entienden que
sólo hay honra en la satisfacción de la justicia:—defienda en buen hora el comerciante el
venero de riquezas que no escapa a su deseo,—pretenda alguno en buena hora que no
conviene a España la separación de las Antillas”.4
En ambos textos la antillanía del autor, quien no ha rebasado los veinte años
cuando escribe el segundo de ellos, está alimentada de pasado, reciente, pero pasado, y de
contemporaneidad, si bien se le siente con preparación y en camino para emprender, como
todo en él, la marcha hacia el futuro. Salvo algunas salidas dentro y fuera de Cuba, antes
de ser deportado a España el precoz revolucionario había vivido en una ciudad no primada,
pero sí ya entonces, y cada vez más, relevante e incluso primordial en las Antillas. En ella,
para los independentistas, entre quienes desde su infancia halló ambiente, afinidad decisi-va,
amigos y preceptor, la herencia bolivariana —arraigada en hechos como la célebre
conspiración que llevó con el nombre la luz y el fuego del Libertador: Soles y Rayos de
Bolívar— se trenzaba con la insatisfacción por el sometimiento a la Metrópoli soportado
por las tres Antillas de habla española, las mayores del conjunto de islas de la región, y en
particular por Cuba. Tales circunstancias fueron propicias para lo que hacia el final de su
vida Martí llamó la “preparación gloriosa y cruenta” del estallido de la primera guerra
independentista en Cuba: hecho que él asumió como el capítulo insurreccional de inicio
de una revolución.5
De esa realidad le vino a Martí una antillanía objetiva que, desde su temprana
pupila independentista, se asociaba al disgusto y a la desaprobación, pero también a la
esperanza de alcanzar lo que a principios de siglo habían conseguido las colonias españo-las
en la América continental. Esa esperanza, sostenida en la segunda mitad de aquel siglo,
exigiría, y Martí las asimiló, alimentó y condujo ejemplarmente, dos ganancias básicas:
superación y, en consecuencia, previsión. En él fueron inseparables, y debían serlo para
que ambas hallaran vía de fertilidad práctica. Así, la superación tendría la base de la expe-riencia
y la sabiduría acumuladas, y estas últimas se dinamizarían en una actitud y en un
pensamiento que iluminaban y daban consistencia a la previsión.6
En esa productiva intervinculación de aprendizajes y búsquedas le correspondió
en Martí un lugar prominente al conocimiento directo de los Estados Unidos, de sus ten-dencias
políticas predominantes, incluida su actitud con respecto a los otros países de
América y del mundo todo. En 1871, en los inicios de su primera deportación española, y
en el mismo año en que publicó El presidio político en Cuba, esbozó en un cuaderno de
apuntes una temprana comprensión de las diferencias de espíritu e idiosincrasia entre los
Estados Unidos y Cuba, pero en términos y en tono que hacen pensar más bien en la que
pocos años después él llamará nuestra América, y, de algún modo, hasta en la hispanidad
y la latinidad bien entendidas: “Los norteamericanos posponen la utilidad al sentimien-to.—
Nosotros posponemos al sentimiento la utilidad”. Y no se limitó a describir o a carac-terizar,
sino que sostuvo la necesidad de crear y de no consumirse en la imitación: “Nues-tra
vida no se asemeja a la suya, ni debe en muchos puntos asemejarse”.
Era natural que la raíz y la intención consciente del apunte la ofreciera su expe-riencia
de revolucionario cubano, en fase formativa, pero ya en camino irreversible. El
señalamiento de que los Estados Unidos “vendían mientras nosotros llorábamos”, remite
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al crecimiento económico de una nación que, además de negar sistemáticamente su reco-nocimiento
a la lucha independentista de Cuba, medraba a base de un comercio que in-cluía
seguir vendiendo pertrechos a la Metrópoli que oprimía a la Isla. No es la casualidad,
ni mero antimercantilismo abstracto —ni sólo un refinamiento espiritual que en fin de
cuentas continúa siendo aleccionador—, lo que anima a Martí a desaprobar la metalifica-ción
de los Estados Unidos, y, en general, a maldecir su “prosperidad a tanta costa”. Quien
así habla no es un aldeano vanidoso, sino alguien con la pupila abierta al mundo. En el
mismo apunte atisba: “La Tierra no es todo el Universo. // Hay otros planetas que no
conocemos”.7
En el camino seguido por Martí fue también relevante el hecho de que el primer
país latinoamericano donde se estableció después de escapar de la deportación en España,
fuera México. Al calor del saqueo de su territorio por parte de los Estados Unidos, se había
acuñado —aproximadamente cuando Martí nacía— la expresión destino manifiesto, que
proyectaba, a escala continental, y aun con voracidad mundófaga, la denominada teoría de
la “fruta madura”, que se había formulado en particular para Cuba en 1823. Y allí conoció
el cubano trashumante nuevas amenazas del Norte contra la patria de Juárez. Llegó a
México a inicios de 1875, y no había avanzado mucho el año 1876 cuando escribió: “La
cuestión de México como la cuestión de Cuba, dependen en gran parte en los Estados
Unidos de la imponente y tenaz voluntad de un número no pequeño ni despreciable de
afortunados agiotistas, que son los dueños naturales de un país en que todo se sacrifica al
logro de una riqueza material”.8
Esa orientación política de los Estados Unidos incluía pretensiones (y prácticas)
expansionistas que no se limitarían (no se limitaban) al ámbito de las Américas, y manio-bras
económicas encarnadas en la táctica de una falaz reciprocidad, que en el caso mexica-no
Martí denunció explícitamente desde Nueva York en 1883 y fue otro rostro del diabó-lico
“mesianismo” del destino manifiesto. Los indicios pudo apreciarlos en los propios
Estados Unidos, y en especial tras radicarse allí en agosto de 1881. Una revelación con-centrada
se la propició el Congreso Internacional de Washington, que sesionó en el invier-no
de 1889-1890 y tuvo una derivación también harto significativa en la Comisión Mone-taria
Internacional, celebrada en 1891 y asimismo en la capital del país sede.9
Del Congreso escribió: “Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto
que requiera más sensatez, ni obligue a más vigilancia, ni pida examen más claro y minu-cioso”
que aquel convite hecho por “los Estados Unidos potentes, repletos de productos
invendibles, y determinados a extender sus dominios en América”. Con ese fin llamaban
“a las naciones americanas de menos poder, ligadas por el comercio libre y útil con los
pueblos europeos, para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del
mundo”. Frente al interesado arbitraje comercial propuesto por los Estados Unidos, Martí
convoca: “De la tiranía de España supo salvarse la América española; y ahora, después de
ver con ojos judiciales los antecedentes, causas y factores del convite, urge decir, porque
es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda
independencia”.
Convencido de que, “en cosas de tanto interés, la alarma falsa fuera tan culpable
como el disimulo“, llama claramente a impedir la consumación del plan fraguado por los
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Estados Unidos para “pelear sobre las repúblicas de América sus batallas contra Europa, y
ensayar en pueblos libres su sistema de colonización”. Es a lo que se refiere cuando en esa
misma crónica —central entre las que dedicó al foro— sostiene que era necesario hacer
que los Estados Unidos fracasaran en “la intentona de llevar por América en los tiempos
modernos la civilización ferrocarrilera como Pizarro llevó la fe de la cruz”.
A los pueblos “de menos poder” en América hizo Martí advertencias —que tam-bién
ofrecen contenidos de gran valor a otros pueblos similares en todo el mundo— para
que buscaran caminos por donde librarse de los designios de las fuerzas hegemónicas que
ya entonces se beneficiaban con el estadio, en ascenso, que hoy suele designarse con los
rótulos de modernidad—e incluso posmodernidad— y globalización. Pero estos comen-tarios
deben ceñirse al sentido de la antillanía en Martí, de la cual habla, entre los sosteni-dos
y fundamentales requerimientos que le expuso a nuestra América en la crónica citada,
una pregunta de especial significado para él: “¿Se entrarán de rodillas, ante el amo nuevo,
las islas del golfo?”10
Para las Antillas, y en especial para las tres mayores, que coincidían con ser de
habla española, se reservaba un peligro aún más grave en los planes estadounidenses.
Aunque por su tarea inmediata como revolucionario cubano, como preparador de la gue-rra
necesaria para independizar a Cuba, Martí se refirió a menudo a su Isla natal, sus
advertencias con respecto al peligro aludido conciernen esencialmente al conjunto antilla-no.
No es fortuito que en texto de 1892 escribiera:
No parece que la seguridad de las Antillas, ojeadas de cerca por la codicia pujan-te,
dependa tanto de la alianza ostentosa y, en lo material, insuficiente, que pro-vocase
reparos y justificara la agresión como de la unión sutil, y manifiesta en
todo, sin el asidero de la provocación confesa, de las islas que han de sostenerse
juntas, o juntas han de desaparecer, en el recuento de los pueblos libres.
Las implicaciones de la situación geográfica y del estado político de esas islas
hacen que Martí las defina como “las tres vigías de la América hospitalaria y durable”. Esa
condición de vigías reclamaba cultivar los vínculos históricos, de tradiciones combativas
incluidas, entre “las tres hermanas que de siglos atrás se vienen cambiando los hijos y
enviándose los libertadores, las tres islas abrazadas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domin-go”.
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El núcleo de sus preocupaciones lo anima el conocimiento de los peligros que
corren Puerto Rico y Cuba por ser todavía colonias de España, y de los cuales no está libre
la República Dominicana, dada la fragilidad de su independencia. Sobresalía la posibilidad
de que terminaran sometidas a los designios yanquis: ya fuera porque los Estados Unidos
compraran Cuba y Puerto Rico a la Corona española, porque la inercia colonial siguiera
propiciando el desplazamiento de esas islas (desplazamiento que el autonomismo y el
anexionismo facilitaban y era apreciable en el plano económico) del dominio español al
estadounidense, o porque una guerra independentista mal preparada le facilitara al Norte
el pretexto para intervenir oportunistamente y apoderarse de ellas. Y, si ese sometimiento
se consumaba, las Antillas constituirían un trampolín desde el cual los Estados Unidos
podrían lanzarse sobre toda nuestra América y viabilizar las pretensiones de hegemonía
mundial que desde sus orígenes ellos cultivaban.
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Esa clarividencia de Martí ocupaba un lugar central en las perspectivas con que
él orientaba el movimiento emancipador de su país. De ahí que, en un artículo de 1894, al
saludar la entrada del Partido Revolucionario Cubano en su tercer año de vida, lo identifi-cara
con “el alma de la Revolución” y se refiriera al “deber de Cuba en América”.12 Pen-sando
en la trama geopolítica que urdían los Estados Unidos, sostuvo:
En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la
guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepa-ra
ya a negarle el poder,—mero fortín de la Roma americana;—y si libres—y
dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora—serían en el
Continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América es-pañola
aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el
desarrollo de su territorio—por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hosti-les—
hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos
menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las
potencias del orbe por el predominio del mundo.—
Desde esa convicción declaraba:
No a mano ligera, sino como con conciencia de siglos, se ha de componer la vida
nueva de las Antillas redimidas. Con augusto temor se ha de entrar en esa grande
responsabilidad humana. Se llegará muy alto, por la nobleza del fin; o se caerá
muy bajo, por no haber sabido comprenderlo. Es un mundo lo que estamos equi-librando:
no son sólo dos islas las que vamos a libertar.
Vivimos tiempos en que hacen fortuna algunos que intentan desacreditar todo
ideal valioso aplicándole, como un estigma, el rótulo de utópico, y no faltan quienes —a
menudo son los mismos-, además, intenten invalidar las utopías, lo que sería paralizante y
hasta suicida, pues únicamente en las grandes utopías parecen las circunstancias imperantes
dejar asidero para el afán de dignificación humana. En tal contexto viene bien recordar
que Martí no era un iluso desentendido de la realidad y de los obstáculos que ella determi-naba.
Hacia finales de 1889, al expresar profundas angustias relacionadas con el Congreso
Internacional de Washington —porque “una vez en Cuba los Estados Unidos ¿quién los
saca de ella?”, escribió en carta de entonces—, extraía de aquel foro una conclusión inape-lable,
basada no sólo en su capacidad de intuición, sino también en quién sabe cuántas
señales conseguidas con una vigilia informativa que todavía puede reservar sorpresas a
los investigadores. Al mismo destinatario de aquella carta escribió poco después:
Sobre nuestra tierra [...] hay otro plan más tenebroso que lo que hasta ahora cono-cemos
y es el inicuo de forzar a la Isla, de precipitarla, a la guerra, para tener
pretexto de intervenir en ella, y con el crédito de mediador y de garantizador,
quedarse con ella. Cosa más cobarde no hay en los anales de los pueblos libres:—
ni maldad más fría.
Aparte de ofrecer esa previsora denuncia de lo que en la poderosa nación del
Norte se fraguaba con respecto a Cuba, expresa otra justificada preocupación: “¿Morir,
para dar pie en que levantarse a estas gentes que nos empujan a la muerte para su benefi-
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cio? Valen más nuestras vidas, y es necesario que la Isla sepa a tiempo esto. ¡Y hay cuba-nos,
cubanos, que sirven, con alardes disimulados de patriotismo, estos intereses!”13
No es necesario esforzarse para hallar en la cita la comprensión de que se estaba
ante escollos que podían ser insalvables. Tratándose de una carta privada, el autor se per-mite
reconocer hasta la posibilidad de que, en lo inmediato, el sacrificio fuera inútil. Pero
no se guiarían por tal reconocimiento el pulso y la visión del revolucionario. Tenía en
cuenta un objetivo aún más elevado y trascendental que la propia victoria en la contienda.
Si la guerra se daba, podía perderse; pero, si no se daba, se perdía, y quién estaría en
condiciones de calcular por cuánto tiempo, la probabilidad de mantener abierto hacia el
futuro el camino para defender la soberanía nacional. Era inesquivable, pues, desatar la
guerra, pero organizada del mejor modo posible.
Esa valoración reforzó en Martí el criterio de que la gesta debía “ser breve y
directa como el rayo”,14 para no dar tiempo a la organización eficaz del Ejército español,
ni pretexto a las maquinaciones intervencionistas de los Estados Unidos. Propósito de
semejante envergadura exigía una adecuada táctica militar, que se manifestó desde el plan
del alzamiento, previsto para que fuera simultáneo en la totalidad o en la mayor cantidad
posible de localidades comprometidas con la insurrección.
El factor sorpresa que debía distinguir el inicio de la confrontación armada fue
hecho fracasar en enero de 1895 por las autoridades estadounidenses en el puerto floridano
de Fernandina. Añádase que las vicisitudes de diversa índole que las fuerzas
independentistas se vieron obligadas a enfrentar desde el inicio de la campaña —contada
señaladamente la prematura e irreparable muerte de Martí— demoraron el desarrollo de la
guerra y exigieron páginas tan heroicas y a la vez tan costosas como la Invasión, en la que
perdió la vida Antonio Maceo.
El que desde su arrancada la guerra no lograra la eficacia con que Martí la había
concebido, explica hechos como la misma necesidad, pero también posibilidad, que el
Gobierno español tuvo de imponer la Reconcentración. Las brutales prácticas represivas,
sin embargo, no dieron el triunfo a la Corona, sino que propiciaron el alargamiento de las
hostilidades y, con ello, abrieron las puertas al peligro mayor que Martí había previsto y
procurado evitar: la intervención de los Estados Unidos.
Ya hemos visto, y seguiremos viendo, que Martí no ignoraba los obstáculos con
que debía contar el movimiento independentista. Y, si bien no podía alimentar en modo
alguno el espíritu derrotista entre las fuerzas que protagonizarían la insurrección patrióti-ca,
ni siquiera se limitó a referirse a dichos obstáculos en su correspondencia privada.
Días antes de saludar en Patria la entrada del Partido Revolucionario Cubano en su tercer
año de vida, lo que aprovechó para insistir en el papel que a las Antillas les venía de
hallarse en el fiel de América, publicó en el mismo periódico otro artículo extraordinario
pero que ha recibido mucha menos atención.15 Ese texto refleja, con particular claridad,
que Martí estaba convencido de que la mayor pérdida que podía cosechar Cuba —y, por
consiguiente, sus hermanas Antillas— no sería la derrota en la lucha, sino el no alzarse en
armas por su independencia, o el no preparar y encaminar bien la guerra necesaria.
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Por ello reprobó la “yerba seca y pedantería” de quienes, “en las cosas de los
pueblos”, confundían la ciencia con “el ahitar el cañón de la pluma de digestos extraños, y
remedios de otras sociedades y países”, en vez de “estudiar, a pecho de hombre, los ele-mentos,
ásperos o lisos, del país, y acomodar al fin humano del bienestar en el decoro los
elementos peculiares de la patria, por métodos que convengan a su estado, y puedan fungir
sin choque dentro de él”. Afincado en la perspectiva en que basaba la enérgica reproba-ción,
y que lo oponía sustancialmente a los resignados y pragmáticos de entonces —como
lo opone a los de hoy—, sostuvo:
De esta ciencia, estricta e implacable—y menos socorrida por más difícil—de
esta ciencia pobre y dolorosa, menos brillante y asequible que la copiadiza e
imitada, surge en Cuba, por la hostilidad incurable y creciente de sus elementos,
y la opresión del elemento propio y apto por el elemento extraño e inepto, la
revolución.
Y remata esa idea con un aserto que recuerda su frecuente inclinación a defender
el deber ser presentándolo como realidad consumada: “Así lo saben todos, y lo confie-san”.
El artículo muestra un constante braceo en la historia mundial, braceo que, entre
otras ganancias, le propicia al autor un esclarecido conocimiento de la propia Metrópoli:
“España misma, si tiene ahora esperanza vaga de renacer, tiénela por sus nacionalidades,
estancadas durante tres siglos”. Como no actuaba guiado por ilusiones, sino por un pro-fundo
estudio de la realidad —de la pasada y de la contemporánea—, y movido por una
resuelta voluntad emancipadora, también afirmó: “En lo que cabe duda es en la posibili-dad
de la revolución.” Y añadió: “Eso es lo de hombres: hacerla posible. Eso es el deber
patrio de hoy, y el verdadero y único deber científico en la sociedad cubana.”
Dado como era a valorar la importancia de la voluntad, y a cultivarla como nor-ma
de vida, no se desorientaba abrazando un voluntarismo irracional y triunfalista. En
todo caso, había que preparar y encauzar bien la revolución, para que hasta de su probable
revés se extrajeran lecciones ineludibles: “Si se intenta honradamente, y no se puede, bien
está, aunque ruede por tierra el corazón desengañado: pero rodará contento, porque así
tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana”. Esa seguridad de un sentido
particularmente profundo a la declaración que el día antes de morir en combate dejó plas-mada
en su célebre carta póstuma a Manuel Mercado16 con respecto a la posibilidad, re-mota
pero no descartable, de que la Asamblea de representantes del pueblo en armas,
hacia la cual se encaminaba, decidiera para él un destino contrario a su deseo de permane-cer
en la guerra: “En mí, sólo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la
Revolución. Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento ni me agriaría mi os-curidad.—
Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Cada cual con sus ángulos y matices individuales, una resolución combativa como
la procurada e impulsada por Martí en Cuba era la que hubieran querido para Puerto Rico
fundadores como Ramón Emeterio Betances y Eugenio María de Hostos, que no por azar
colaboraron en los preparativos de la lucha cubana, en la que participarían, como comba-tientes,
hijos de aquella otra Isla. Ni fue por azar que Betances ampliara el nombre del
Partido Revolucionario Cubano —que él representaba en París— añadiéndole y Puerto-rriqueño;
ni que, al ver que en Cuba ardía la insurrección, se preguntara, en acto desgarra-
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do, por qué sus compatriotas no se alzaban. También él preveía, y la historia le dio igual-mente
la razón, que la peor y más costosa derrota para Puerto Rico sería la de no levantar-se
en armas por su independencia.
Fundaba su razonamiento en una sabiduría similar a la que pertrechaba a Martí,
quien, tras valorar en el artículo citado la posibilidad de la derrota de la gesta que él
entonces preparaba, concluyó invocando el sacrificio y la búsqueda de la victoria, una
victoria que en lo más cercano abarcaba a las dos islas antillanas. El primer artículo de las
Bases del Partido Revolucionario Cubano, en el que desde los pasos fundadores fue tan
importante la participación de patriotas puertorriqueños, dejaba claramente expresado que
esa organización política había nacido “para lograr [...] la independencia absoluta de la
Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”.17
En el acierto del análisis hecho por Martí, y de sus previsiones, contó el saber
apreciar cuál era la base social del proyecto revolucionario cubano, lo que expresó en
términos que esencialmente pueden aplicarse al ámbito antillano en su conjunto. Estaba
por cumplir dieciséis años cuando se refirió, en enero de 1869, a “esos que llaman sensa-tos
patricios, [...] que sólo tienen de sensato lo que tienen de fría el alma” y “reúnen en sus
casas a ciertos personajes de aquellos que han fijado un ojo en Yara y otro en Madrid”.18
La marcha de la Revolución del 68 en Cuba lo ratificó en una convicción que redondeó
públicamente en enero de 1880: los “verdaderos mantenedores” de esa Revolución habían
sido los humildes, tanto como, en general, “ignoran los déspotas que el pueblo, la masa
adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.19
Cada paso, cada experiencia histórica le alimentaba su orientación democrática:
profunda y sinceramente popular. En un apunte de 1881, en su estancia caraqueña, durante
la cual hizo un balance integrador de su latinoamericanismo, escribió con palabras aplica-bles
a la totalidad de América donde se habían dado revoluciones independentistas: “En
América, la revolución está en su período de iniciación.—Hay que cumplirlo. Se ha hecho
la revolución intelectual de la clase alta: helo aquí todo. Y de esto han venido más males
que bienes”.20
El que todavía Cuba y Puerto Rico no hubieran alcanzado la independencia, pro-vocaba
que a finales de siglo en ninguna de las dos islas pudiera esperarse, ni fuera reco-mendable,
que se repitiera lo que en la América continental se dio en los inicios de la
centuria: que los sectores nativos más enriquecidos aportaran la vanguardia del movi-miento
revolucionario. El temor a la insurgencia popular, a menudo representada en el
astutamente esgrimido fantasma haitiano, llevaba a esos sectores a la resignación autono-mista
o, en último caso —para algunos el primero—, a la aceptación de un cambio de amo
extranjero por otro: lo que tenía un significado bien preciso ante el expansionismo imperia-lista
de los Estados Unidos.
El día antes de caer en combate, cuando aún la guerra apenas había comenzado,
en la misma carta a Manuel Mercado —ya citada—21 en la cual ratificó su preocupación
por una posible componenda entre los gobiernos de España y de los Estados Unidos, Martí
definió su deber principal: “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extien-dan
por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras
de América.”
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Aludiendo a los peligros que acosaban a la causa independentista, peligros obje-tivos
y también subjetivos —como el desconocimiento por parte de no escasos compatrio-tas,
y otros latinoamericanos, de las verdaderas pretensiones yanquis, que tenían cómpli-ces
conscientes—, afirmó que al cumplimiento de aquel deber se orientaba cuanto había
hecho y haría, y que había tenido que actuar “en silencio [...], y como indirectamente”. No
se estaría refiriendo con ello a su ideario antimperialista, que era público y notorio, sino al
hecho de que la guerra que él había preparado y ya estaba en pie se enfilaba, más que a
derrotar el colonialismo español en Cuba, objetivo que él sabía menos complejo, a frenar
la expansión de los Estados Unidos.
Esa expansión tenía en las propias Antillas, y en otros países de nuestra América,
aliados y servidores entre anexionistas y autonomistas. A los primeros concede él poca o
ninguna importancia efectiva, no porque el pensamiento que sustentaban no fuera
peligrosamente antipatriótico, sino porque los gobernantes del Norte no estaban interesa-dos
en anexarse a Cuba como un Estado en plenitud de “derechos”: aspiraban a sumirla en
su sistema de colonización. Sin embargo, a los segundos, que en apariencia podían ser
menos dañinos para la patria, les atribuye mayor peligrosidad, tanto como los considera
—expresa en esa carta— integrantes de la especie curial, sin cintura ni creación, que por
disfraz cómodo de su complacencia o sumisión a España, le piden sin fe la autonomía de
Cuba, contenta sólo de que haya un amo, yankee o español, que les mantenga, o les cree,
en premio de oficio de celestinos, la posición de prohombres, desdeñosos de la masa pu-jante,—
la masa mestiza, hábil y conmovedora, del país,—la masa inteligente y creadora
de blancos y negros.
En esa posición o ambición clasista se igualaban los cabecillas del autonomismo
y los del anexionismo, y Martí no los impugnaba por un arranque ocasional al calor de la
campaña armada, ni por súbitas preocupaciones que hubiera abrazado ante señales recibi-das
desde el exterior, como las confirmadas en la entrevista que sostuvo con el correspon-sal
de The New York Herald y que tiene en mente al escribirle a Mercado.22 Daba camino
a conceptos, valoraciones y perspectivas que de alguna manera se han esbozado o se esbo-zarán
en estos comentarios, forzados a concisión y agilidad.
No obstante la misión unitaria que conscientemente cumplía, los puntos de vista
sustentados por Martí hallaron espacio, lucidez y justa pasión en fundacionales textos
públicos: entre ellos el discurso conocido como “Con todos, y para el bien de todos”.23 Ahí
la aspiración de fundar para Cuba una República definible con esa máxima titular se asen-tó
en el señalamiento, en la impugnación, de aquéllos que por intereses, prejuicios y vaci-laciones
se autoexcluían del sacrificio necesario para alcanzarla: tal era el caso de los que
metafóricamente en esas páginas llama lindoros, olimpos de pisapapel y alzacolas, inse-parables,
o integrantes, de las filas de aquéllos que propalaban el miedo a la guerra nece-saria
y al negro y al español honrados.
Más directo aún fue en el artículo que el 24 de octubre de 1894 dedicó en Patria
a “Los pobres de la tierra”,24 —con quienes ya en Versos sencillos había declarado la
decisión, que cumplía, de echar su suerte; y a quienes en el artículo recuerda que “el
elegante Ruskin llamaba `los más sagrados de entre nosotros´”. No negó el elogio a ningu-na
contribución dada a los preparativos de la gesta emancipadora, pero enalteció especial-
95
mente el aporte de los obreros, de “los héroes de la miseria”, y reconoció que se estaban
esforzando por “una república invisible y tal vez ingrata”, “por la patria ingrata acaso, que
abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre
ellos”. No es oportunismo lo que en ese texto, que repudia la sombra de “la demagogia y
la venganza”, lo mueve a decirles a sus compatriotas humildes que no trabajan para traido-res”.
Tenía trazada una decisión que se confirma claramente en otro texto de Patria, donde
apareció el 14 de marzo de 1893, dedicado, desde el subtítulo, a Puerto Rico, y alumbrado
por “la fe común” y el “cariño cada día más apretado entre las dos Antillas”. En un pasaje
ya citado parcialmente,25 expresa con absoluta claridad la decisión aludida:
Desde los mismos umbrales de la guerra de independencia, que ha de ser breve y
directa como el rayo, habrá quien muera—¡dígase desde hoy!—por conciliar la
energía de la acción con la pureza de la república. Volverá a haber, en Cuba y en
Puerto Rico, hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defen-sa
del derecho de los demás hombres.
El fundamento estructural de tal resolución/previsión está consignado en “Los
pobres de la tierra”: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las
simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y
lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha
llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”. Grandes serían, en consecuen-cia,
los esfuerzos por acometer y los obstáculos que enfrentar. Y grande se necesitaba que
fuera el optimismo con que se asumiese, sin actitudes de iluso trasnochado, la empresa
liberadora antillana, parte de una lucha que concernía a toda nuestra América y tenía al-cance
mundial, aunque empezara por una Isla relativamente pequeña.
El 25 de marzo de 1895, rumbo a la guerra y en el mismo día en que fechó la
declaración programática bautizada posteriormente, por referencia a su lugar de origen,
con el título de Manifiesto de Montecristi26 —documento cuya mayor raíz de claridad
pudiera localizarse en la precisión con que el autor valoraba el papel de las Antillas en el
afán de salvar el equilibrio del mundo—, escribió varias cartas de despedida. Una de ellas
dedicada a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal,27 a quien le insiste en
una idea que concentraba su atención, y que ahora expresa en términos aún más rotundos
que en su artículo sobre “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”: “Las Antillas
libres salvarán la independencia de nuestra América, y el honor ya dudoso y lastimado de
la América inglesa”. Era plenamente consciente de la magnitud de la misión que asumía,
la cual abarcaba también salvar a los Estados Unidos, y a su pueblo, de las derivaciones
que hacia el interior del país y hacia el resto del mundo tendría el hecho de que esa nación
consiguiera el crecimiento expansionista al cual se encaminaba.
La voluntad y la orientación ética estaban llamadas a cumplir un papel decisivo
en los revolucionarios antillanos: “Vea lo que hacemos, Vd. con sus canas juveniles,—y
yo, a rastras, con mi corazón roto”, le dice al amigo, a quien no cree necesario hablarle de
Santo Domingo: “De Santo Domingo ¿por qué le he hablar? ¿Es eso cosa distinta de
Cuba? ¿Vd. no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Vd.?” A Máximo Gómez, su gran
compañero de aquellos días y de la guerra, a la que ambos llegarán juntos, le dedica esta
frase en la carta citada: “¿Y Gómez, no es cubano?” De sí mismo, que líneas antes dice
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con naturalidad y sin asomo de soberbia: “Yo alzaré el mundo”, escribe: “¿Y yo, qué soy,
y quién me fija suelo?”
Daba riendas sueltas al optimismo reclamado por tareas tan complejas como las
que se echaba a cuestas. Ciñéndonos al ámbito antillano, recordemos el servicio prestado
al imperialismo yanqui, en Cuba y en Puerto Rico, por autonomistas y anexionistas, y, en
general, por otros afortunados portadores de tendencias reformistas opuestas al
independentismo radical. Todo ello se puso de relieve a partir del intervencionismo de los
Estados Unidos en 1898, cuando, a pesar de los gigantescos obstáculos internos y exter-nos,
y de lo que había costado al movimiento independentista cubano el no haber conse-guido
dotar a la guerra, desde los inicios, de la organización y la fortaleza previstos y
procurados por Martí, la contienda llegó a un punto crucial: el punto en que a los Estados
Unidos les resultó ostensible la posibilidad de que, si ellos no intervenían militarmente, el
pueblo cubano alcanzara la emancipación que se constituiría en valladar contra los planes
imperialistas.
Frente a un ordenador, cualquier alumno aventajado en computación y
pragmatismo podría, incluso sin malas intenciones, dictaminar: Eran invencibles los esco-llos
que se oponían al proyecto antillano de Martí, e inútil desafiarlos. Sin necesidad de
muchos recursos tecnológicos ni de una particular erudición histórica, habría que respon-derle
que es incontrastable la lección emanada de las ideas y de los actos de Martí; y que
si hoy la nación cubana existe y continúa defendiendo su soberanía, es porque en 1895 se
puso en marcha el plan insurrecional que él concibió para alcanzar la victoria contra el
colonialismo español y contra la misma potencia imperialista que hoy mantiene a Puerto
Rico en estado colonial, y sigue maniobrando para capitalizar el desequilibrio planetario
que ella comenzó a inclinar en su favor hace cien años.
Queda también en pie la lección dada por Martí con su confianza en los valores
morales, en una eticidad que es necesario entender y abrazar —para serle verdaderamente
fiel— como decisión personal y gustosa, no como condena. En la citada carta a Henríquez
y Carvajal afirmó: “hay que dar respeto y sentido humano y amable, al sacrificio”. Y en el
artículo en que señaló que las Antillas estaban —¿no están ya?— en el fiel de América, el
plan emancipador que él defiende y encarna está expresado con palabras que no pueden
recibirse rectamente desde la superficialidad irresponsable del bocón de barrio, sino desde
la más resuelta y profunda convicción moral y el conocimiento de las fuerzas que rigen el
mundo:
Con reverencia singular se ha de poner mano en problema de tanto alcance, y
honor tanto. Con esa reverencia entra en su tercer año de vida, compasiva y segu-ra,
el Partido Revolucionario Cubano, convencido de que la independencia de
Cuba y Puerto Rico no es sólo el medio único de asegurar el bienestar decoroso
[subráyese el adjetivo] del hombre libre en el trabajo justo a los habitantes de
ambas islas, sino el suceso histórico indispensable para salvar la independencia
amenazada de las Antillas libres, la independencia amenazada de la América li-bre,
y la dignidad de la república norteamericana. ¡Los flojos, respeten: los gran-des,
adelante! Esta es tarea de grandes.
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NOTAS
1 Bartolomé Mitre y Vedia: Carta a José Martí del 26 de septiembre de 1882, Papeles de Martí (Archivo de
Gonzalo de Quesada), La Habana, Academia de la Historia, 1933-1935, t. 3, pp. 83-85.
2 José Martí: Carta a Bartolomé Mitre y Vedia del 19 de diciembre de 1882, Obras completas, La Habana,
Editorial de Ciencias Sociales, 1975 (en lo sucesivo, O.C.), t. 9, pp. 15-18.
3 J.M.: El presidio político en Cuba, O.C., t. 1, p. 51.
4 J.M.: La República española ante la Revolución cubana, O.C., t. 1, pp. 92, 90, 97, 91 y 90, respectiva-mente.
5 J.M.: Manifiesto de Montecristi, O.C., t. 4, p. 93.
6 Sobre el condicionamiento que a Martí le significaban las Antillas, y los nexos de dicho condicionamiento
con el retraso del proyecto independentista de esta parte de América, ver, entre otros, Ricaurte Soler: Idea
y cuestión nacional latinoamericanas. De la independencia a la emergencia del imperialismo, México,
Siglo XXI Editores, S.A., 1980; Paul Estrade: “Remarques sur le caractere tardif, et avancé, de la prise
de conscience dans les Antilles espagnoles”, Cahiers du Monde Hispanique et Luso-Brésilien. Caravalle,
Toulouse, Le Mirail, No. 35, 1980; y Roberto Fernández Retamar: “José Martí, antillano”, Del Caribe,
Santiago de Cuba, a. 1, No. 2, octubre-diciembre de 1983.
7 J.M.: Cuadernos de apuntes, O.C., t. 21, pp. 15-16.
8 J.M.: “México y los Estados Unidos”, Obras completas. Edición crítica, La Habana, Centro de Estudios
Martianos y Casa de las Américas, 1985, t. II, p. 266.
9 La Comisión Monetaria, como desprendimiento de aquel Congreso, obedecía al propósito de imponer a
todas las Américas una moneda única para la cual los artífices de la reunión —a la cual fue también
invitado el reino de Hawai, uno de los objetivos en remojo para el despliegue imperialista que se desen-cadenó
en 1898— se planteaban lograr la venia europea. Esa vez Martí no sólo contó con sus recursos
como periodista, que tanto empleó para combatir el Congreso, sino que pudo participar directa y activa-mente
en el nuevo foro como representante de Uruguay —país del que, así como de Argentina y Para-guay,
era cónsul en Nueva York: evidencia de su creciente reconocimiento en nuestra América—, y
contribuir a que fracasara entonces lo que pocas décadas más tarde comenzaría a visualizarse como el
avasallador predominio mundial del dólar. Además de escribir el Informe que el equipo de trabajo donde
él intervino le confió, y que fue relevante en la derrota de la estratagema yanqui (O.C., t. 6, pp. 149-154),
escribió y publicó con su firma en La Revista Ilustrada de Nueva York, para ratificar su posición personal
ante los planes imperialistas, el artículo “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América”, O.C.,
t. 6, pp. 157-167.
10 J.M.: “Congreso Internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus tendencias”, O.C., t. 6, pp.
46, 57, 59 y 60-61, respectivamente. Acerca de la actitud de Martí con respecto a los patrones de moder-nidad
impuestos por los países hegemónicos, he escrito “Nuestra América y las Europas hacia otro medio
milenio (Seis notas sencillas desde José Martí)”, Revista Cubana de Ciencias Sociales, La Habana, a. 9,
No. 27, enero-junio de 1992.
11 J.M.: “Las Antillas y Baldorioty Castro”, O.C., t. 4, pp. 405-406, respectivamente.
12 J.M.: “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la Revolución, y el deber de Cuba en
América”, O.C., t. 3, pp. 138-143.
13 J.M.: Cartas a Gonzalo de Quesada del 24 de octubre y del 14 de diciembre de 1889, Epistolario, compi-lación,
ordenación cronológica y notas de Luis García Pascual y Enrique H. Moreno Pla, La Habana,
Editorial de Ciencias Sociales, 1993, t. II, pp. 145 y 170. (En O.C., t. 1, p. 251; y t. 6, p. 128, respectiva-mente.)
14 J.M.: “¡Vengo a darte patria!’ Puerto Rico y Cuba”, O.C., t. 2, p. 255.
15 J.M.: “Crece”, O.C., t. 3, pp. 117-121.
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16 J.M.: Carta a Manuel Mercado del 18 de mayo de 1895, Epistolario, cit. (en n. 13), t. V, pp. 250-252. (En
O.C., t. 4, pp. 167-170; y t. 20, pp. 161-164.)
17 J.M.: Bases del Partido Revolucionario Cubano, O.C., t. 1, p. 279.
18 J.M.: Artículo de fondo de El Diablo Cojuelo, O.C., t. 1, p. 32.
19 Las citas son apenas dos de las afirmaciones pilares de su texto oratorio del 24 de enero de 1880 conocido
como Lectura en Steck Hall, O.C., t. 4, pp. 183-211. Le he dedicado, como parte de un ensayo aún
inédito, el estudio “Leer la Lectura”, Universidad de La Habana, La Habana, No. 245, 1995.
20 J.M.: Cuadernos de apuntes, O.C., t. 21, p. 178.
21 Ver nota 16.
22 A esa entrevista, y a la falsificación en el mencionado diario estadounidense del mensaje que Martí le
entregó al mencionado corresponsal, me he referido en “José Martí contra The New York Herald. The
New York Herald contra José Martí”, José Martí, con el remo de proa, La Habana, Centro de Estudios
Martianos y Editorial de Ciencias Sociales, 1990.
23 J.M.: Discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, O.C., t. 4, pp. 269-279.
24 J.M.: “Los pobres de la tierra”, O.C., t. 3, pp. 303-305.
25 Ver nota 14.
26 Su título original fue El Partido Revolucionario Cubano a Cuba. Se lee, en edición innecesariamente
complicada, en O.C., t. 4, pp. 93-101. Una sobresaliente edición facsimilar preparada por el Centro de
Estudios Martianos y publicada por éste y la Editorial de Ciencias Sociales (La Habana, 1985), permite
conocer el documento y su proceso de creación.
27 J.M.: Carta a Federico Henríquez y Carvajal del 25 de marzo de 1895, Epistolario, cit. (en n. 13), t. V, pp.
117-119. (En O.C., t. 4, pp. 110-112.)