ÍDOLOS EUROPEOS, DIVINIDADES ABORÍGENES:
UNA APROXIMACI~N ETNOARQUEOL~GICA
AL CONTACTO RELIGIOSO EN CANARIAS
ENTRE LOS SIGLQS AIV-XXVTI
Pese a que, en términos generales, el mundo aborigen canario reci-bió
del europeo lo que podría denominarse un «archivo» de estereoti-pos
de alteridad, no cabe duda de que las crónicas ofrecen un excelente
testimonio sobre cómo los colonizadores percibieron las religiones lo-cales,
permitiéndonos codificar, no sin ciertas limitaciones, la actitud y
los mecanismos puestos en práctica en los distintos procesos de contac-to
intercultural.
En este sentido, el trabajo que presentamos trata de analizar:
l." Cómo la representación del otro y la de sus creencias, a través
del discurso de los textos europeos (siglos xiv al x v ~y) su contrastación
con materiales arqueológicos, son germen y causa de algunas estrategias
de transculturación religiosa empleadas por los agentes externos en el
marco del encuentro interétnico: nos referimos a la apropiación estraté-gica
y sincrética del ámbito sagrado aborigen (Duverger, 1993) '. Las
distintas imágenes del indígena, preconcebidas desde el primer momen-to,
nos ayudan a inferir mucho de lo que entonces comenzó a suceder.
Estas se inscriben en un amplio proceso cognoscitivo que, como se es-tudiará,
se dirigió no tanto a captar las peculiaridades del autóctono
- e l resultado final fue más una aprehensión de sus comportamientos
que una comprensión de sus significados-, como a la elaboración de
un modelo retórico que justificara el propio proyecto de sociedad.
2." Evaluar correctamente la verdadera incidencia del entorno co-lonial
sobre la transformación del sistema religioso local. En este pun-
3 14 Jesús M. Fernández Rodríguez
to, conviene destacar el carácter selectivo y limitado del proceso de
aculturación previo a la conquista e inmediatamente posterior 2. La
transculturación no es un mecanismo habitual, pues en el proceso de
transformación no suele haber un abandono total del propio contenido
cultural y la adopción de un sistema ajeno. Normalmente, se produce
una transformación parcial, una reinterpretación, que da lugar a una rea-lidad
diferente a la del punto de salida, pero que no tiene por qué pare-cerse
a la cultura que ofrece el préstamo (Alvar, 1990: 24). Tan sólo el
tiempo y la naturaleza impositiva de la colonización, provocarán que los
nuevos significados acaben suplantando a los ancestrales.
Partimos, en definitiva, de la necesidad de profundizar en la visión
e interpretación que los cronistas dieron del universo ideológico indíge-na
preexistente como vía para detectar de qué formas se encauzó el
contacto religioso. Prisioneros de esquemas culturales de los que no
podían escapar fácilmente, proyectaron su utillaje mental, desde puntos
de referencia cristianos, sobre una realidad multiforme que les excedía
en complejidad, transformándola bajo sus propias categorías familiares.
De ahí la ambigüedad y la inadecuación de muchos conceptos. Es ob-vio
que dicha deformación obedeció bien a la propia inercia cultural del
escritor, bien a una distorsión intencionada tendente a justificar algo o
a alguien. En cualquiera de los casos, y como ha sido perfectamente
estudiado en el ámbito americano (Bernand y Gruzinski, 1992), es de
especial importancia destacar cómo las fuentes etnohistóricas emplearon
de manera generalizada la idolatría como herramienta conceptual, que
pasó a representar no sólo la imagen falsificada de la «auténtica» reli-gión,
sino también una forma de vida radicalmente diferente de la del
europeo. Se justificaba así, en especial en los textos más antiguos, la
necesidad de evangelización de estas poblaciones y, por ende, su escla-vitud.
Se tendía, en suma, un lazo vital entre idolatría, el libre arbitrio
y el derecho cristiano de someter a los pueblos infieles y paganos: aver-sión
epidérmica que se confunde con intereses políticos y económicos
(Pérez Voituriez, 1977; Rojas Donat, 1994).
2. «DE LA IDOLATRÍA Y OTRAS COSTUMBRES GENTILÍCEAS))
Frente a la alteridad religiosa que representaban las creencias indíge-nas,
los primeros historiadores (s. XIV-xvrr) pusieron en marcha como
piedru angu!ai- de 1n5hir Gn e!ementn esen&! p ~!iim e ntalidad cris-tiana
de estos siglos: la idolatría como categoría convenida y definitoria
de aquella realidad. El presupuesto teológico de que todos los dioses gen-
ídolos europeos, divinidades aborígenes: una aproximación ... 315
tiles eran demonios, hizo que se describiese el sistema religioso autócto-no
como simple idolatría y como una parodia diabólica. Se trata de un
razonamiento teórico importante que descubre de qué manera fueron
reinterpretadas estas manifestaciones autóctonas y permite, a su vez, un
mayor acercamiento a la cosmovisión aborigen que quedó difusamente
reflejada en los textos, bien por la propia inercia cultural de quien escri-be,
bien por una distorsión intencionada tendente a maquillar o ensalzar
lo que fuere. Con toda seguridad, traducir las concepciones religiosas
indígenas no resultó fácil para unos hombres con unas coordenadas ideo-lógicas
tan distantes de la cosmovisión aborigen, ebrias de prejuicios
consustanciales a sus puntos de vista eurocéntricos. Obligados por la
imposibilidad de aprehender los mecanismos internos de estas socieda-des,
se resolvieron a adecuar los hechos observados a teorías globales y
lugares comunes, a adoptar, consciente o inconscientemente, una perspec-
A'-~. uva reduccionisia dictada por ia fuerza de ia experiencia y de la fe.
Así las cosas, las distintas variantes de la idolatría, entendida de
forma genérica como la religión fundada en premisas falsas, como un
pecado de superstición (Schmitt, 1993), fueron aplicadas por los cronis-tas
de un modo más o menos explícito según los casos y los intereses.
Es posible observar, de esta manera, desde una concepción de la idola-tría
como desviación y marginalidad, deducida por lo general de su
manifestación material más frecuente: el ídolo, hasta una idolatría de la
que interesa destacar más los aspectos espirituales a los que remite: el
diablo, la magia, el error, etc., que la cristalización material del culto.
Se inspira esta última en un conocimiento global y teorizado del espíri-tu
humano para interpretar el sentido de los gestos y objetos que se
descubren. Es obvio, pues, el desajuste en la ordenación del dato indí-gena
dentro de las categorías culturales de los cronistas. Las facilidades
del lenguaje y el gusto por la analogía y por lo familiar transformaron
los paralelismos en identificaciones. De ahí, la inadecuación en la apli-cación
literal de términos como Dios, el demonio, la inmortalidad o el
infierno entre otros.
3. LA CAPTURA DE LO SAGRADO
Pese a la imposibilidad de hacer aquí un inventario exhaustivo de
tedes !es rasges que curacterizuE red i&!htica pe; ;az=nej =biias.
de espacio, conviene, sin embargo, que retengamos algunos.
En este sentido, los primeros historiadores prestaron especial aten-ción
a aquellas divinidades locales que más cercanía les sugirieron con
316 Jesús M. Fernáridez Rodríguez
el cristianismo (dioses hacedores del mundo), convirtiéndolas en sus ejes
explicativos. Obsesionados por la primacía del monoteísmo original, los
atributos de los diversos Seres Supremos sólo podían mostrar lo que ya
se sabe de lo divino, es decir, que es oculto, severo y omnisciente, y
que toda la vida depende de El -mitos de creación guanches (Espino-sa,
[1980]: 42)-. De este modo, la idea del Dios cristiano fue equipa-rada
con la idea del Ser Superior tribal. Y ello porque los dioses tribales
suelen ser también omnipresentes y universales, misteriosos, imposibles
de localizar, múltiples en su expresión. Poco ligados a formas materia-les
específicas, los grandes espíritus resultan, en consecuencia, difíciles
de definir, de concretar sus propiedades y cualidades aparte de «bue-no
», «omnisciente», «eterno» y otras parecidas (Sahlins, 1972: 161-62):
«(los canarios) Decían que Acoran era Dios solo, eterno, om-nip~
tente,y !e ud~rubuce n idea> (h/rurir! de. Cchls, [!?!E!2: 04).
Los dioses son, en última instancia, una forma que presupone un
modo de ser propio y exclusivo, es decir, irreducible a cualquier mani-festación
celeste o a la experiencia humana: el que lo ve y lo sabe todo
puede y es todo (Eliade, 1981: 80-81). La incomprensibilidad de esta
divinidad es, pues, un fenómeno común en las sociedades tribales que
lo tienen.
Pero además, sobre esta noción de lo divino los cronistas proyecta-ron
uno de los principios metafísicos más importantes del pensamiento
cristiano del siglo XVI: la idea del conocimiento innato y del deseo de
Dios. En efecto, para los eclesiásticos de la época es indiscutible que el
hombre, por su entendimiento, tiende a buscar a Dios, concebido como
entidad superior a toda la Creación, y a adorarlo. Aquel tiene así, en
virtud de la ley natural, un conocimiento bastante confuso de Dios. Dicho
conocimiento permanecerá en la vaguedad y la aproximación mientras
no se apoye en la revelación y la fe, esto es, en la enseñanza de la Igle-sia.
De otro modo Dios sólo se percibiría oscuramente como una causa
que gobierna ei mundo (Bernand y Gruzinski, íS92: 4ij.
«El conocimiento que los naturales -guanches- tenían de Dios
era tan confuso que sólo conocían haberlo» (Espinosa, [1952]: 34).
Un proceso interpretativo análogo es el planteado para algunos gru-pos
indígenas americanos, como el de los chichimecas, quienes adora-ban
con preferencia al sol. Los predicadores jugaron sobre la abstrac-ción,
o no antropomorfización, de los dioses y la preeminencia del culto
ídolos europeos, divinidades aborígenes: una aproximación ... 3 17
solar para intentar sobreponer el culto cristiano. En efecto, los francis-canos
miraron con cierta aquiescencia el hecho de un culto a un dios
abstracto que pasaba por una deidad superior y que era tenido como
germen de toda vida, lo que será observado como una prefiguración del
cristianismo. Esta política de sustitución desplegada en los primeros tiem-pos
de la cristianización, fue concebida a sabiendas como un puente
tendido hacia el mundo autóctono (Duverger, 1993: 201-202). Todo ello
permitía inscribir el nuevo culto en una continuidad histórica, concedién-dole
una legitimidad encubierta.
Estrechamente unido a la idea del Ser supremo, la tradición literaria
reinterpretará otro de los registros sobrenaturales esenciales en la men-talidad
cristiana: el demoníaco, pues la idolatría no existiría sin la inter-vención
del demonio, que explota y desvía la necesidad de Dios que
experimenta el hombre:
«(los canarios) Adoraban ídolos, cada uno al que quería,
apareciaseles mucho el diablo, padre de la idolatría» (López de
Gómara en Martín de Guzmán, 1984: 157).
Conviene notar aquí la insistencia de las crónicas respecto al tema
diabólico. Ciertamente, el espíritu de la sociedad española de este pe-ríodo
con su sensibilidad inquisitorial, imponía la interpretación satánica
del paganismo. Debe tenerse en cuenta, además, que en la religión ca-tólica
la idea de Dios arrastra inexorablemente la del diablo -Simia
Dei-, como imitador en todo de Aquél (Caro Baroja, 1985: 71). Los
teólogos creían que el demonio intervenía en las conciencias para
perturbadas y corromperlas, siempre con acechanzas perpetuas:
«Entiendo que el que con estos canarios hacía semejantes
apuestas era el demonio, para hacerlos despeñar» (Abreu Galindo,
119771: 149).
A ojos de estos hombres de fe, el conocimiento y la práctica mági-ca
pdian ser e! p-odUc;o de üfia i:üsiSn o de una interven-ción
demoníaca. El cristianismo asimiló del mundo romano y del judaís-mo
la hostilidad hacia la magia (Graf, 1994: 49 y SS.). Persiguió los
cultos paganos y la magia que estaba asociada a ellos, e hizo valer la
opinión tomista de que no hay magia sin ayuda demoníaca. La magia
fue considerada además de maléfica como cosa siempre diabólica
(QUiiik, 1989: 49-64; Fajaido, 1992; 32 y 35). Así, vaioraron como uno
de los rasgos característicos de estas sociedades indígenas el hecho de
que ciertos individuos en sus visiones y oráculos se comunicasen con
3 18 Jesús M. Fernández Rodríguez
el demonio. La creencia en la ubicuidad del diablo confirió a estos per-sonajes,
especialistas locales de lo sagrado, una apariencia común tanto
en las crónicas referentes a las antiguas poblaciones de la América andina
como en las de Canarias:
«Había en esta isla (Fuerteventura) dos mujeres que hablaban
con el demonio; la una se decía Tibiabín, y la otra Tamonante*
(Abreu Galindo, [1977]: 59).
Siguiendo los principios de la cosmogonía cristiana, es lógico que
el concepto del demonio, como principio teológico del mal, se personi-ficase
en distintas figuras, según cada isla, y que a partir de la perspec- m
tiva nominalista de los cronistas, que se atuvieron a hacer un uso regu- -
lar de los términos vernaculares, éste fuese individualizado y vestido con E
distintas denominaciones (Hirguan, Iruene, Gaviot, Guaiota o Guayota). O
-. n- Y es que para extirpar con eficacia se requiere antes ideñiificai a1 me- -
m
O migo. Ahora bien, como hemos señalado de forma reiterada, es eviden- E
te que en la culminación del proceso interpretativo se produjo una pér- E
2
E dida sustantiva de la idea original, desconociendo si con estos nombres -
se aludía a un representante máximo de las fuerzas malignas en las creen- =
cias aborígenes o si, por el contrario, se trataba en realidad de una des- -
virtuada referencia a espíritus o seres intermediarios cuyas característi- -
0
m
cas específicas se ignoran. Ejemplo paradigmático de lo expuesto, podría E
ser el carácter demoníaco que algunas fuentes escritas, como el francis- O
cano Abreu Galindo, atribuyeron a la divinidad que tomaba forma de n
cerdo en los rituales propiciatorios de la lluvia de los bimbaches y cuyo a-E
papel benéfico y vitalizador en dichas ceremonias parece claro (Jiménez, l
M. C., 1991: 161). Desde la óptica católica de los siglos que nos ocu- n
n
pan, las imágenes divinas aborígenes correspondientes a los distintos
sectores del cosmos fueron ordenadas según la oposición de Dios en el 3
O
cielo y los diablos en el infierno. De ahí que los cronistas identificaran
automáticamente las imágenes ligadas al mundo de abajo y adentro con
el infierno y el diablo (Szeminski, 1993: 186).
En cualquier caso, no debe sorprendernos esta asimilación toda vez que
en las creencias cristianas al ser invocado el demonio podía aparecer, en
ciertas ocasiones, en forma de animales, tales como cochinos y perros
(Ruiz, 1993). Dicha imagen se advierte, por ejemplo, en algunas testifica-ciones
inquisitonales hechas en Las Palmas a principios del siglo XVI:
«hacía venir a los diablos, y que los vela como cochinitos e
que les preguntaba ella lo que quería, y que ataba a uno para que
le dijese la verdad» (en Fajardo, 1992: 161-62).
ldolos europeos, divinidades aborfgenes: una aproximación ... 319
Con todo, es necesario prevenir sobre el hecho de que la idea de un
dios o un ser exclusivamente dañino o malo, especializado en el regis-tro
negativo, se deriva de una concepción occidental. Es muy probable
que en el pensamiento autóctono, la idea del mal no existiese con valor
autónomo sino que se expresase por referencia al bien (Duverger, 1993:
95). Se trata de la ambivalencia de lo sagrado: lo que produce la enfer-medad
o la muerte es capaz de sanar, el que tiene el poder de aterrori-zar
es al tiempo capaz de proteger. Lo dicho podría concretarse, por
ejemplo, en el papel que el perro desempeñó en la cosmovisión de una
sociedad de economía ganadera como la guache.
En directa relación con este registro demoníaco, los cronistas am-pliaron
el cuadro de equivalencias al introducir dos nociones consustan-ciales:
la idea del Infierno y la de la presencia de múltiples demonios
que pululan por la tierra. Nuevamente tenemos una transcripción al len-o~
.i..i .Ja .ie d- e- m.. .o - níaco de dos realidades ahorigenes de compleja definición. - - -... -
A tenor de la actividad volcánica del Teide que sefialan las fuentes
etnohistóricas, parece lógico que esta montaña fuese asimilada de for-ma
unánime al concepto medieval cristiano del Infierno (Kapler, 1986:
196), entendido como morada ígnica y subterránea del diablo. Si bien
es cierto que desde la perspectiva indígena, especialmente si atendemos
a ia!o;aciGnes !ingüis:icas &&J a la topani,T,,ia veLTacu!u: c~:: que
se le designaba, el lugar parece que fue considerado como un punto
donde se hallaban ubicadas las fuerzas malignas de la naturaleza -in-vestigadores
como Wolfel o Cuscoy han interpretado la figura de
Guayota como una abstracción del fuego destructor del volcán-, no
debe olvidarse, por otro lado, la verosímil función religiosa del Teide
como Axis Mundi (Tejera, 1988: 19-22), es decir, como punto de unión
de los distintos planos cósmicos, así como el contenido escatológico que
las crónicas confieren a su entorno circundante, Las Cañadas del Teide
(La Orotava), y que la arqueología confirma a través de los distintos
yacimientos sepulcrales localizados en la zona, en los que la práctica
de momificación fue frecuente.
Todo ello permite considerar este área como un lugar de culto, un
territorio sagrado convertido en una traducción espacial de la noción de
centro en su dimensión física y simbólica. Aquí está el eje de unión del
cielo y de la tierra. Probablemente sea este el punto de interferencia y
de comunicación entre el mundo de los dioses, el de los vivos y el de
los muertos; el lugar del impacto de lo invisible sobre la tierra, donde
se realizan los intercambios entre los hombres y la deidad, y donde los
antepasados son más fácilmente evocados o los sacrificios son más efi-caces.
En este contexto, los denominados escondrijos de Las Cañadas
320 Jesús M. Fernández Rodríguez
podrían reinterpretarse como depósitos rituales (Tejera, 1988: 43-46):
como ofrendas a los genios o espíritus protectores de los límites que se
franquea en petición de hospitalidad, fecundidad, protección o como
muestra de gratitud.
Dentro del discurso recurrente de los textos antiguos, los cronistas
aludirán también a la existencia de otros demonios que habitan en el
interior de la tierra donde sufren enormes penalidades:
N(...), conocían hauer demonios que hauitaban en la profun-didad
de la tierra i salían por las vocas de los volcanes y que
allí padecían crueles tormentos» (Sedeño en Morales Padron,
1978: 379).
D
Convergen en esta cita y otras similares, dos creencias cristianas de E
los siglos xvr y XVII que se aplican invariablemente a la cosmogonía O
indigenu: p ~ crn !2&, 11 idel de !a ~xistenciad e un sinfín de demonios n
-
m
secundarios que pueden regresar del infierno y habitan en todas partes, O
E
personajes de la vida cotidiana que aparecen en mil modos diferentes y SE
a cuál más sorprendente, E
«(el demonio) ... se les aparecía muchas veces de noche y de
día, como grandes perros lanudos, y en otras figuras, a las cuales
llamaban tibizenas* (Abreu Galindo, [1977]: 149).
Y por otro, las inevitables penas sensoriales del infierno que según
prescriben los libros piadosos de estos siglos consisten en fuego, azu- n
E fre, así como sufrimientos carnales y espirituales de todas clases (Caro a
Baroja, 1985: 70 y SS.). n
n
n
«Conocen haber de monio y llaman guayote, y que él sólo tie-ne
la pena en la tierra, y en los sitios donde hay volcanes, fuego
y azufre, ... » (Martín de Cubas, [1993]: 220).
Es muy posible que los demonios de las crónicas puedan equiparar-se
a una serie de genios autóctonos funcionalmente similares a los docu-mentados
en el mundo bereber (Tejera, 1988: 43), los conocidos yenun,
cohorte de seres sobrenaturales mal definidos, concebidos de diversas
maneras (antropomorfas, animales, fantásticas, o, como e algunas regio-nes
de la Kabilia argelina, en forma de fuegos fatuos), y que no repre-sentan
otra cosa que los espíritus de los muertos (Servier, 1985). Esta-mos
ante culturas en las que la asociación de los antepasados a los ritmos
de la vida terrestre y a la sociedad posee una singular importancia.
ídolos eurqpeos, divinidades aborígenes: una aproximación ... 32 1
Llegamos en este punto frente a otra de las cifras culturales que atrajo
especialmente la atención de los cronistas: la concepción indígena de la
inmortalidad, probablemente por la imposibilidad para el pensamiento
occidental moderno de entender al ser humano fuera de la dicotomia
alma-cuerpo. Para un cristiano de este período, la inmortalidad del alma
no significaba simplemente que ésta sobreviviese a la muerte, implica-ba
también una moral, la certeza de una recompensa o de un castigo
según las acciones realizadas en la Tierra, la separación neta entre el
bien y el mal, e incluso, la idea de Dios (Bernand y Gruzinski, 1992:
30-31). Con tales parámetros puede entenderse la inadecuación de esta
idea en las estructuras ideológicas aborígenes y, en consecuencia, el
hecho de que en algunos textos se negase su creencia, si bien escritores
como el caballero inglés Edmond Scory (s. XVI) declaran que
Debe anotarse que la suerte de los muertos probablemente no llegó
a ser tenida por los guanches, ni en las islas en general, como una no-ción
dogmática y sistemáticamente pensada. Ahora bien, no cabe duda
que duranre !m años pnsteri_nrer 2 !a c ~ n q ~ i ~sitiri .d es~efidiente&~d i-rían
contar, con toda seguridad, cosas que pudieran haberles comprome-tido,
ya sea para escapar mejor del control de las autoridades religiosas,
aunque no parece que el Santo Oficio mostrase demasiado interés por
el mundo espiritual indígena (Lobo, 1983; Ronquillo, 1991), ya sea para
no revelar aspectos íntimos de su herencia cultural. Olvido fingido o
impuesto, debido también a las transformaciones derivadas del contacto
intercultural a la colonización del imaginario indígena, y a la desvirtua-ción
de la tradición oral:
«Parece que los Maxoreros i Canarios creían, admitían la in-mortalidad
de el alma, que no sabían luego explicar» (Escudero
en Mora!e PadrSn, 1978: 439).
Es este, de forma sintética, el armazón ideológico con el que los
primeros historiadores se decidieron a afrontar el análisis de los fenó-menos
religiosos autóctonos. Aunque no lograron comprender las creen-cias
locales ni traducirlas exactamente, harán del hecho religioso en
nc2rinner un p n t o vital, iin ~hjeted e censtunte refiexiSn. La iddutria
se convierte así en la pieza principal del discurso. Sin embargo, y pese
a que el análisis reposaba globalmente en una división latría/idolatría
como esferas irreconciliables, es necesario establecer una jerarquización
322 Jesús M. Fernández Rodríguez
cronológica y conceptual de ésta dentro de la pluralidad de enfoques de
las crónicas.
En primer lugar, interesa insistir en que es el contexto de la expan-sión
atlántica europea y el conflicto jurídico-político entre Portugal y
Castilla por la conquista de las Islas (s. XIV-xv), etapa de tensión
evangelizadora y depredadora, el que brinda el marco explicativo de las
primeras referencias literarias relativas a Canarias. En efecto, los plan-teamientos
de cruzada, las donaciones pontificias y las empresas misio-neras
que registra la documentación contemporánea, requerían de un
cuadro insular idolátrico que brindase un pretexto político-militar para
legitimar la conquista y colonización. Ello puede constatarse en las dis-tintas
bulas papales de mediados del siglo xrv que recalcan el carácter
idólatra de los habitantes de las Islas, como adoradores de astros, y la
necesidad de su con.v e. rsión a la fe católica. En esta línea se insertarán :~ ai i iviw& u-..,-mi iaa ,pA*r.,.,i,,c, i v i i c a A, AmmoAXn nnnt;f;r;,, UL, U U yviirii~iriu, ~ ~ ~ ~ ~ ~ ~ e:! !2S p e Se ofr!Xr
un panorama de los indígenas como paganos y salvajes peligrosos a fin
de emprender una cruzada bélica de conquista bendecida por la Santa
Sede (Pérez Voituriez, 1977). La interpretación de lo observado se rea-liza
así en términos de incompatibilidad entre sociedades distintas.
Lo exótico se transcribe rápidamente al lenguaje de los recién lega-dos,
y en las primeras relaciones, que representan recuentos e impresio-nes
debidas a una cultura de la mirada y a una estrategia de evangeli-zación,
se enfatiza en la descripción de los ídolos aborígenes: el piloto
genovés Nicoloso da Recco relata de una expedición portuguesa a Gran
Canaria en el año 1341, entre otras cosas, el hallazgo de una estatua de
piedra que recreaba un hombre desnudo portando una bola en la mano.
La pieza fue sustraida y llevada a Lisboa. Dos siglos más tarde, cronis-tas
de la Conquista como A. Bernáldez, quien describe una "casa de
oración" canaria y la imagen en madera de un apareamiento caprino y
de una mujer desnuda que contenía, llegando a afirmar que «eran idóla-tras
sin ley en la Gran Canaria» (en Morales Padrón, 1978: 510); o López
de Gómara, quien establece que en esta misma isla «adoraban ídolos,
cada uno al que querían, insisten en ofrecer idéntica visión: se glosa a
través del móvil religioso el beneficio de la conquista y de la presencia
castellana.
A tenor de estos textos, la idolatría se deduce de su forma más es-pectacular,
el ídolo, en la medida que reifica lo más pernicioso y es-c
a n d a ! ~qu~e~ e! mo r humano puede tener: la cristalización material de
un culto en perjuicio de lo espiritual. Si por una transferencia debida a
la ignorancia y a la corrupción de la naturaleza la razón se dirige a otros
objetos, a una falsa trascendencia, el hombre cae entonces en el error y
ídolos europeos, divinidades aborígenes: una aproximación ... 323
lo inauténtico. Se abandona así a la veneración de criaturas que no la
merecen, es decir, los ídolos, y se rebaja a rendir culto a los seres re-presentados
por éstos (Bemand y Gruzinski, 1992: 42).
Pero la idea del ídolo no es esencial en la categoría de idolatría,
incluso puede ser accesoria. Se sabe que puede, además, haber idola-trías
sin ídolos, ya que en estos no se agota aquella. Ahora bien, tam-bién
hay ídolos no antropomorfos -pues el concepto de ídolo es más
amplio-, tales como el Sol, la Luna, etc., y el acto de adorarlos es
consecuentemente idolátrico. El viajero veneciano Alvise Cadamosto
(1445) ilustra este aserto cuando en una de las primeras referencias
documentadas acerca de los guanches apunta que
«Son idólatras y adoran el sol, la luna, las estrellas y varios y
diferentes ob-letos» (en Millares Torres, [19771: 112).
En términos similares se expresa el «Roteiro» o «Liuro de Rateara
contenido en el Manuscrito de Valentim Fernándes (1505), en el que
incluso se cuantifica el número de idolatrías -nueve- que practican
los indígenas canarios.
El tiempo transcurre y los intereses y los planteamientos se modifi-can.
El acercamiento a la realidad aborígen ha sido en buena lógica
mucho mayor. En las crónicas de los siglos XVI y XVII ya no interesa
tanto destacar el contenido de la idolatría como marginalidad y desvia-ción
radical. Interesa también mucho menos la materialidad del ídolo que
aquello a lo que remite: la superstición como pecado contra la religión.
La idolatría entra de lleno en los pecados por exceso, y dentro de la
categoría idolátrica se incluirá el culto al demonio y todas las prácticas
mágicas, entre ellas la adivinación. De forma genérica, lo que constitui-rá
la esencia de la idolatría será la creencia indígena en la veracidad de
los oráculos y agüeros, la negación de las causas naturales, la preten-sión
de influir sobre el movimiento de los astros y la regularidad de las
estaciones -como corresponde a sociedades que basan su superviven-cia
en !a prev&iSn-, i&ar e!!as encerradas pma e! p-nsamient~
cristiano en la sabiduría de Dios.
Aún así, ciertos historiadores siguen presentando todavía a los abo-rígenes
como adoradores de ídolos. En este aspecto Leonardo Torriani
([1978]: 41) indica que los nativos de Lanzarote y de Fuerteventura
324 Jesús M. Fernández Rodríguez
veneraban en sus santuarios o efequenes a un ídolo en forma humana.
Por su parte Fr. Juan de Abreu Galindo ([1977]: 90) refiriéndose a los
bimbaches, señala cómo rendían culto a sus dioses en dos peñascos, los
ídolos, situados en el término de Bentayca. Parte, con toda probabili-dad,
de la consideración de que si el hombre cae en la idolatría es por-que
encuentra en la creación vestigios de la majestad divina. Confunde
así la huella, la semejanza, con lo divino en sí y se atasca en lo erróneo
de la creencia que constituye la idolatría.
Una correcta lectura de los testimonios literarios de este momento
exige tener presente el marco cronológico tardío en el que surgen, lo
que condiciona su propia expresión, afectada en gran medida por la
influencias evangelizadoras. Ciertamente, el intercambio continuo de
elementos culturales en todos los órdenes desde al menos el siglo XIV,
provocó la desaparición a medio y largo plazo de algunos aspectos re-
-. ligiosos seculares o el eclipse camuflado de otros. La cristianización de
las poblaciones indígenas se asemejó a un proceso de dominación fun-dado
en la destrucción de las imágenes del otro, sus ídolos, y la impo-sición
de un orden visual y conceptual nuevo. Esta será la estrategia
seguida por las acciones misioneras desarrolladas en las islas.
Ciñéndonos a la isla de Tenerife, la penetración religiosa europea fue
realizada a partir de la presencia de la imagen gótica de la «Virgen de
Candelaria» en la cueva del Mencey de Güimar, en una fecha no bien
precisada, aunque anterior a la conquista de la isla, así como por la tem-prana
labor de monjes minoritas franciscanos. Lo que aquí se producirá
en un primer momento es un proceso de asimilación formal al contacto
con los esquemas cristianos, en el que la imagen de la Virgen no es sino
una antropomorfización de uno de los Principios Fundamentales
guanches, verosímilmente el Sol (Tejera, 1988: 14-18) 3. En este punto,
el aspecto realmente importante sena reconocer qué dinámica interna
permite integrar un elemento extraño en el sistema propio dentro de un
contexto de aculturación espontánea; y, a su vez, de qué modo la nue-va
inciusión, ai ser aceptada, transforma todo ei sistema y cómo reac-ciona
éste ofreciendo al resto de imágenes y conceptos una nueva posi-bilidad
de significados. En todo caso, no existirá una profunda
transformación de las creencias aborígenes sino una reinterpretación que,
aunque no deja de ser un mecanismo de aculturación, integra los ele-mentos
en la cultura local de acuerdo con sus propios valores y tradi-ciones.
Existen, a este respecto, una serie de factores que impiden hablar
de un cambio ideológico profundo en las poblaciones prehispánicas ca-narias,
tanto en la etapa previa al proceso colonizador como en los
ídolos europeos, divinidades aborígenes: una aproximación ... 325
momentos inmediatamente posteriores (Aznar, 1983, 1990; Aznar y
Tejera, 1994). Tales obstáculos proceden del carácter fuertemente con-servador
de la supraestructura ideológica, poco proclive al cambio ya
que representa la estrategia cultural destinada a preservar el sistema y
darle coherencia en todos sus sentidos; y de la gran distancia entre los
marcos conceptuales indígenas y europeos. Tampoco conviene olvidar
que en situaciones en las que el contacto entraña un determinado grado
de violencia o tensión, suelen generarse mecanismos de contra-acultu-ración,
sobre todo en situaciones de aculturación impuesta en las que se
oponen dos sistemas de valores. La pervivencia de la propia lengua
autóctona años después de la presencia castellana en las islas, tal y como
se registra en distintos documentos (provisiones reales, testamentos,
curadurías, etc.), constituye uno de los síntomas más relevantes del ca-rácter
parcial y moderado de la aculturación, así como un signo de cierta
vitalidad de las culturas locales. Y es que para que se produzca la adap-tación
de un préstamo cultural es necesario que previamente se haya
producido un cambio lingüístico, pues no cabe asumir un sistema reli-gioso
nuevo sin el instrumento básico para la comprensión que es la
lengua (Alvar, 1990: 25).
nA ,y,.,a+:lru l AA1A,, .... ",,;,," A*:,, nohr i -nr l r , 0, Lo,, n.i;rlnntn ni10 1 - UGL ~ L U C GWJ ~~I ILLC.L~C.U LJIAJLUUU JC. L~UC.C. CI IUCI ILC ~ U CIIU
valoración del carácter idolátrico de la sociedad insular, en su fase
epigonal, va a estar condicionada por tal fenómeno de sincretismo, has-ta
el punto de que se ofrecerá una versión edulcorada de la cosmogonía
autóctona. Cronistas como los religiosos Alonso de Espinosa (1594) y
Abreu Galindo (1602) nos brindan así una visión paracristiana que lava
la idolatría:
«fueron gentiles incontaminados, sin ritos, ceremonias, sacrifi-cios
ni adoración de dioses ficticios, ni trato ni conversación con
demonios, como otras naciones» (Espinosa, [ 19521: 52).
«Y no adoraban ídolos, ni tenían otra cosa a quien adorar, sino
a Dios y a su iiidie, aüiiqüe no ieiiiaii oiia iíitdigeiicia de las
cosas de Dios» (Abreu Galindo, [1977]: 301).
A esta idolatría ideal y monoteísta, de evidente corte cristiano, se
adhiere, también en el siglo XVII, la versión de Antonio de Viana ([1991]:
80, 83), quien eleva la religión guanche al rango de gentilidad decente
e inciuso Se recrea -uria <<bueiis ai"aje,,
preludia la formulación filosófica elaborada en la centuria siguiente:
«Idolos no creyeron, ni adoraron
ni respectaron a los falsos dioses
Jesús M. Fernández Rodríguez
con ritos y viciosas ceremonias (...).
Tierra fértil limpia de abrojos, vicios y de espinas, de
falsa idolatría o cerimoniaw.
En cualquier caso, la alusión expresa a la ausencia de ídolos que se
apunta en las fuentes de este momento se adecúa bien al aniconismo que
parece definir, por ejemplo, la religiosidad del mundo guanche, según
se desprende de los datos arqueológicos; salvo que interpretemos como
representaciones de la divinidad, o de ciertos aspectos de ella, las deco-raciones
astrales registradas en el interior de algunos vasos cerámicos y
en estaciones de grabados rupestres (Roque de la Abejera, Roque de
Tmcho, Degollada de Yeje, Los Baldíos y «La Pedrera»), así como los
motivos podomorfos documentados también en este tipo de yacimienos
(el Roquito y el Roque de Bento).
de ;iiIiiiado uiii"ei-so figurativo ha <ie buscarse en ia
tendencia universalista de la religión guanche: la ubicuidad de los dio-ses
supremos en las sociedades tribales hace que estos seres por lo ge-neral
sean imposibles de localizar, difíciles de describir y, por consiguien-te,
estén poco ligados a formas materiales concretas. La divinidad
invisible toma una morada, o se da a conocer a través de signos como
los fenómenos atmosféricos, las fuentes, las montañas o los árboles; todos
ellos no son sino lugares de actuación de lo divino, una esfera de ma-nifestación
y nunca un ente definitorio. Ello plantea de inmediato la
dificultad que entraña toda valoración de figuraciones como las anterjor-mente
indicadas, pues podemos estar ante símbolos que representan a
la divinidad pero que no la limitan a ellos mismos. La interpretación de
lo infinito por lo finito puede desnaturalizar el sentido profundo de la
religiosidad. El símbolo, además, manifiesta como referente clave de lo
sagrado una fluidez, indeterminación y complejidad que obstaculizan la
comprensión del hecho religiosos, aunque es inevitable contar con él en
todo intento de valorar las claves de religiosidad de una formación so-cia!
qüe se nos mUest:a en p l e n ~pm ceso de rnU:aciSn.
ídolos europeos, divinidades aborígenes: una aproximación ... 327
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ídolos europeos, divinidades aborígenes: una aproximación ...
NOTAS
l. Se trata de una política de acción religiosa desarrollada principalmente en las
islas en la que la acción rnisional precedió a la or?ipación mi!itar (Gran Canaria, Tenenfe
y La Palma), aunque no faltan ejemplos en las islas de conquista señorial, tal es el caso
de la trasmutación cristiana de las dos divinidades hereñas, Eraoranzan y Moneyba, que
recogen las crónicas (ABREUG ALINDO[1 977]: 90), o la posible creación de la ermita
de Las Nieves próxima a los túmulos funerarios de los Riscos de Famara (Lanzarote)
(cf. AZNARY TEJERA1, 994: 37 y SS.).
2. Véase, por ejemplo, el caso gomero en NAVARRO1,9 92: 241-243.
3. Es probable que la fusión entre una divinidad guanche de naturaleza femenina y
la Virgen, esté en función de una serie de rasgos que facilitaron la identificación, tales
como su posible carácter materno, o la tendencia de estas deidades a desdoblarse en
personificaciones de validez local y en hipóstasis funcionales. Los roles, en suma, se-guían
siendo los mismos. A ello podría añadirse la formulación cristiana derivada de la
interpretación mariana del paisaje apocalíptico (12,1), en la que se identifica a una «mujer
envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce
estrellas» con la Virgen María. Asimismo, la preponderancia del emplazamiento subte-rráneo
(cuevas, fuentes, etc.) para las idgenes y presencias marianas, o su ubicación
en otros puntos de ingreso a \a naturaleza (árboles y cimas de montañas: contacto con
el cielo), apoyan la idea del papel de María como sucesora de las diosas madres rela-cionadas
con la fertilidad (la madre con el niño es símbolo igualmente del poder creativo
de la naturaleza) (CHRISTIAN19, 90: 32 y SS.).