XXIII Coloquio de Historia Canario-Americana
ISSN 2386-6837, Las Palmas de Gran Canaria. España, (2018), XXIII-003, pp. 1-9
FERROCARRILES EN UN PAISAJE INSULAR: LAS ANTILLAS1
RAILROADS IN AN ISLAND LANDSCAPE: THE CARIBBEAN
Óscar Zanetti Lecuona
Cómo citar este artículo/Citation: Zanetti Lecuona, Ó. (2020). Ferrocarriles en un paisaje insular: Las Antillas. XXIII Coloquio de Historia Canario-Americana (2018), XXIII- 003
http://coloquioscanariasamerica.casadecolon.com/index.php/CHCA/article/view/10398
Resumen: El archipiélago antillano constituye un singular escenario en la historia ferroviaria. La formación de economías exportadoras, en las cuales predominó por mucho tiempo el sistema de plantaciones, propició tanto la acumulación de riquezas como el surgimiento de acuciantes necesidades de transporte que condujeron a una temprana introducción del “camino de hierro”. Sin embargo, las propias características físicas de las Antillas determinaron que el ferrocarril se distribuyese de manera muy desigual, pues varias de las islas menores, dotadas además de una complicada orografía, jamás han dispuesto de ese medio de transporte, mientras que en otras el asentamiento de grandes compañías azucareras y mineras determinó que las vías férreas se tendiesen para satisfacer las necesidades de esas industrias más que para el servicio público. La conferencia revisará ese proceso histórico y adelantará algunas explicaciones sobre las características del transporte ferroviario en las Antillas, determinando tanto rasgos generales como singularidades sobre la base del análisis comparativo.
Palabras clave: Antillas, ferrocarriles, plantaciones, economías exportadoras, servicios de transporte ferroviario.
Abstract: The Caribbean islands are a special scenery regarding railroad history. With the development of exports economies, in the beginning based on a plantation system, the need for transportation grew at the same rhythm as richness; these two factors explain the early railway construction in that region. But the distribution of the railroads was very different among the islands due to their geographical diversity, some were bigger and mainly flat and others small and hilly. As railroads were developed in connection with the needs of sugar plantations and mines, the passenger service has never been a priority. The conference reviews this historical process.
Keywords: Caribbean, railroads, plantations, export economies, railway services.
Segunda región americana en disponer de ferrocarril, las Antillas constituyen un peculiar escenario dentro de la historia ferroviaria. Su condición de archipiélago con singulares características físicas, determinó una distribución muy desigual de ese medio de transporte, pues muchas de las islas menores, dotadas además de una complicada orografía, jamás han dispuesto de vías férreas. Por otra parte, las necesidades de unas economías esencialmente exportadoras, en las cuales predominó por mucho tiempo el sistema de plantaciones, propiciaron un crecimiento inusitado de los ferrocarriles industriales, de manera que las líneas privadas llegaron a ser bastante más extensas que las de servicio público. Incluso entre las Antillas hispanas, donde el transporte ferroviario alcanzó mayor desarrollo —entre las restantes islas solo en Jamaica y en Trinidad el ferrocarril público superó el centenar de kilómetros—, Cuba fue la única que dispuso de una red vial de alcance realmente nacional. Es
Académico de Número de la Academia de la Historia de Cuba. Dirección: Calle 32 No.866, Nuevo Ve-dado, 10600. La Habana, Cuba. Correo electrónico: ozanetti@cubarte.cult.cu
1 El presente texto constituye una versión revisada y abreviada del trabajo «Antillas» incluido en la com-pilación La expansión ferroviaria en América Latina, coordinada por Sandra Kuntz Ficker y publicada por el Colegio de México, México (2015).
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así que tanto por su extensión como por su absoluta primacía, el ferrocarril cubano constituye el protagonista por excelencia de la historia ferroviaria antillana.
Hacia 1830 Cuba aportaba aproximadamente un tercio de todo el azúcar trasegado en el naciente mercado internacional. Tan portentoso crecimiento productivo había exigido un extraordinaria expansión del área de plantaciones, haciéndose más difícil y costoso el transporte del dulce hacia sus puertos de embarque. Tras infructuosos intentos de solución mediante la construcción de caminos, las autoridades coloniales y los hacendados azucareros decidieron experimentar con el ferrocarril, cuyo revolucionario potencial como medio de transporte acababa de probarse exitosamente en Gran Bretaña. Una Junta de Caminos de Hierro presidida por el gobernador Francisco D. Vives, proyectó en 1831 una vía férrea que enlazaría el puerto habanero con el feraz valle azucarero de Güines, pero la ausencia de «espíritu público de empresa» —según testimoniara un miembro de la Junta— dejó la propuesta en suspenso.
El proyecto fue retomado en 1833 por la Junta de Fomento, presidida por el criollo conde de Villanueva, quien para financiarlo concertó un empréstito en Londres por 450 000 libras esterlinas con el banquero Alejandro Robertson. La construcción de la vía férrea fue confiada a la firma de ingenieros norteamericanos de Benjamin Wright, que completó el diseño y encargó su ejecución al ingeniero Alfred Kruger. Aunque los obstáculos interpuestos por el Capitán General Miguel Tacón dilataron los trabajos, el primer tramo del ferrocarril, entre La Habana y Bejucal, pudo finalmente inaugurarse en noviembre de 1837; dos años después, con la llegada de los carriles a la villa de Güines, la empresa ferroviaria demostraría ser todo un éxito económico.
Cabe destacar que en las Antillas el ferrocarril no solo encontró un diverso escenario geográfico sino también un complicado medio socioeconómico, dada la extendida presencia de la esclavitud. Particularmente en Cuba la primera vía férrea enfrentó serios problemas con la fuerza de trabajo, pues las tareas constructivas, aunque básicamente manuales y pesadas, requerían una mínima calificación, por lo cual no se creyó posible descansar en la mano de obra esclava para realizarlas. Fue así como se encomendó a los ingenieros constructores estadounidenses contratar personal en su país, los llamados irlandeses, en realidad trabajadores de distintos orígenes nacionales que allí se empleaban en las obras de infraestructura y el tendido de los «caminos de hierro». La imposibilidad de contratar el número de irlandeses necesario y la desconfianza respecto a su adaptación a las condiciones tropicales, determinó que casi simultáneamente se hicieran gestiones para contratar obreros en las islas Canarias, los cuales —en número cercano al millar— constituyeron el primer gran contingente de trabajadores llegados a la isla bajo contrata y terminarían representando el núcleo principal en la fuerza de trabajo de la vía férrea. Los trabajadores canarios eran más fáciles de controlar que los irlandeses —de los cuales un buen número fue devuelto a los EE. UU. debido a sus indisciplinas y los disturbios que ocasionaban—, y resultaban también más baratos, pues descontado el pasaje y otros gastos recibían aproximadamente un tercio del jornal pagado a los irlandeses. Sin embargo, la Comisión del Ferrocarril avizoraba un problema de otra índole con los canarios: las deserciones. Sin barreras culturales y con cientos de coterráneos avecindados en la región, cabía esperar que muchos «isleños» optasen por desertar en busca de mejores condiciones de vida. Para evitarlo se consignaron fuertes multas a pagar por los potenciales desertores y otras medidas coercitivas. Las deserciones finalmente no fueron tantas como se temía, 84 fugados sobre 927 canarios contratados cuando las obras del primer tramo de vía se acercaban a su terminación, pero otro problema imprevisto —una epidemia de cólera— creó mayores dificultades al causar la muerte de más de un centenar de trabajadores canarios. Por ese y otros factores, al término del tendido de la vía férrea apenas quedaba una decena de jornaleros “isleños” en plantilla. En correspondencia con las condiciones de un medio social FERROCARILES EN UN PAISAJE...
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caracterizado por la esclavitud, la mayoría de los trabajadores empleados en las siguientes construcciones ferroviarias cubanas serían esclavos. Canarias ocupa, por obra de sus trabajadores, un espacio importante en el primer capítulo de la historia ferroviaria antillana —y también española, pues dada la condición colonial de Cuba el ferrocarril de Güines también se considera el primero de España—, tema analizado por Manuel Fariña González en una muy enjundiosa contribución a estos coloquios canario-americanos hace ya unos cuantos años.
Poco después de inaugurado el camino de hierro habanero, en 1845, otra isla antillana, Jamaica, instalaba un ferrocarril operado por la Western Jamaica Connecting Railway. El tramo abierto —unos 20 km entre Kingston y Spanish Town— debía completarse con varios ramales, pero la decadencia de la economía jamaicana tras la abolición de la esclavitud paralizó virtualmente el proyecto, del cual solo se construirían otros 18 km en las siguientes dos décadas.
Tal situación contrasta con la expansión ferroviaria en Cuba, pues aún sin concluirse la vía férrea a Güines en otras regiones de la isla comenzaron a formularse proyectos similares. Gracias al apoyo de la Junta de Fomento en unas ocasiones, concertando en otras préstamos con la banca inglesa y, sobre todo, mediante la movilización de capitales locales, las ciudades portuarias de Matanzas, Cárdenas, Sagua, Cienfuegos, Caibarién, Trinidad y Santiago de Cuba se dotaron de vías férreas que las conectaban con sus respectivas zonas productoras, recurso al cual también apelaron algunas villas mediterráneas como Puerto Príncipe, Sancti Spíritus o Guantánamo para buscar una salida al mar. En apenas tres décadas se tendieron en Cuba 1300 kilómetros de vías férreas, las que hacia 1870 representaban una tercera parte de todas las existentes en América latina.
Los primeros ferrocarriles cubanos respondieron principalmente a los intereses azucareros. Aunque la primera vía férrea había sido resultado de una iniciativa estatal, apenas probada su rentabilidad la Junta de Fomento decidió traspasarla mediante subasta a una compañía constituida por un grupo de poderosos hacendados habaneros. Algunos de ellos y otras personalidades de similar perfil constituirían las directivas de la docena de empresas ferroviarias creadas en esos años. Conscientes de la importancia económica del transporte ferroviario, las autoridades coloniales —exceptuado el caso ya apuntado del gobernador Tacón— propiciaron su desarrollo, aunque más que todo mediante el «dejar hacer». El otorgamiento de las concesiones fue una facultad que los gobernadores de la isla ejercieron con liberalidad, incluso después de 1848, cuando España intentó centralizar esa prerrogativa en las Cortes. Aunque la política gubernamental no contempló subvenciones, la Junta de Fomento suscribió acciones —por un total cercano al medio millón de pesos fuertes— en casi todas las empresas ferroviarias constituidas durante la década de 1840. Esas cantidades, sin embargo, no fueron determinantes para el financiamiento de los ferrocarriles, que descansó principalmente en el aporte de inversionistas de las distintas localidades. Solo tras la crisis de 1857, el giro adverso de la coyuntura y el quebranto de la naciente banca insular potenciaron el papel del capital extranjero en las inversiones ferroviarias. Entre 1860 y 1865 seis compañías cubanas concertaron préstamos por un total de casi 9 millones de pesos fuertes con firmas británicas, principalmente la casa de J. H. Schröder & Co. Como por entonces ya se había amortizado sin dificultad el empréstito suscrito para el primer ferrocarril, dichas operaciones no parecían particularmente comprometedoras, salvo el caso del Ferrocarril de la Bahía, que en su marcha hacia Matanzas se endeudó por casi cuatro millones de pesos.
Aún en esos años de precios menos favorables para el azúcar y otras exportaciones cubanas, la relación de gastos e ingresos de la mayoría de las compañías ferroviarias resultaba satisfactoria. Las vías férreas, casi todas con un ancho estándar de 1,45m, se hallaban tendidas en terrenos de escasa pendiente —exceptuado el ferrocarril de Santiago de Cuba—, circunstancia que unida a la relativa uniformidad de una tecnología ajustada a la norma norteamericana abarataba la explotación. ÓSCAR ZANETTI LECUONA
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En Cuba el ferrocarril resultaba un buen negocio. Hacia 1870 la gran Antilla poseía la mayor densidad de vía por habitante en el mundo —0,749 km— , aunque no así de acuerdo a su extensión territorial, pues la distribución del sistema vial resultaba francamente desproporcionada. Mientras la mitad occidental de la isla disponía de 1 128 km de vía, en las extensas regiones centro-orientales solo operaban tres empresas, cuyas carrileras apenas sumaban 150 km. Y es que en aquellas primeras décadas el ferrocarril no se concebía como eje del sistema insular de comunicaciones, de ahí la desigualdad de su trazado. Las vías se había tendido a semejanza de la magra red fluvial de la isla, que a partir del centro desembocaba en alguna de las bahías, en este caso para canalizar la dulce corriente mercantil generada en las plantaciones. Solo la competencia consiguió alterar ese esquema, cuando hizo coincidir los carriles de dos empresas en una misma zona cuya carga ambas aspiraban a controlar de manera independiente.
La limitada perspectiva respecto al aprovechamiento del transporte ferroviario tenía una obvia explicación: el negocio de los ferrocarriles cubanos no era el pasaje sino el transporte del azúcar, producto cuyo flete aportaba el grueso de las recaudaciones de las compañías. Para la economía exportadora, y particularmente para la azucarera, el ferrocarril constituyó un recurso providencial. La inauguración del servicio ferroviario produjo una notable reducción del coste del transporte, pues según testimonios de la época, el transporte de una caja de azúcar desde Güines a La Habana, que en 1830 costaba 4 pesos, con la inauguración de la vía férrea descendió hasta 0,42 centavos, tarifa que tendería a reducirse aún más en las nuevas compañías. Un estimado conservador a partir de la información disponible, permite evaluar entre un 10% y un 20% —según las zonas— la reducción del coste que reportó a los hacendados azucareros la introducción del ferrocarril. En momentos en que el precio del dulce tendía a la baja por la creciente oferta remolachera, el ahorro proporcionado por los ferrocarriles no solo fortaleció la posición mercantil del azúcar cubano, sino que permitió disponer de mayores capitales para la inversión.
El ferrocarril constituyó un indiscutible vehículo de modernización. Es cierto que las compañías ferroviarias utilizaban esclavos, pero ellas introdujeron formas organizativas —la sociedad por acciones— y métodos de gestión que representaron un progreso extraordinario en las prácticas empresariales. Desde el punto de vista de las comunicaciones su impacto resultó, sin dudas, revolucionario, y todavía más si se tiene en cuenta al telégrafo, que no tardó en incorporársele; gracias a los caminos de hierro se facilitó la movilidad de las personas —las libres, claro está— y salieron de su aislamiento los habitantes de algunas zonas por mucho tiempo consideradas remotas, a cuyo alcance se pusieron modernos utensilios, mercaderías y hasta innovaciones. El tendido de las vías férreas favoreció a la fundación de poblados y sobre todo ejerció indiscutible influencia en la distribución geográfica de la actividad económica, contribuyendo a la articulación del mercado interno y con ello a la circulación de ciertas mercancías más allá del estrecho ámbito regional.
La expansión de los ferrocarriles en las Antillas coincide con el período de auge de ese medio de transporte en América Latina. En un lapso de aproximadamente medio siglo, entre las décadas de 1870 y 1920, las vías férreas antillanas crecen hasta superar los 6000 km —en torno a 20000 km, de considerarse también las vías industriales—, una extensión sin dudas considerable en relación con el área insular, pero que representaba una proporción relativamente pequeña de los más de 115000 km que totalizaban las redes ferroviarias del subcontinente. El florecimiento ferrocarrilero antillano se corresponde —y no por casualidad— con el vertiginoso crecimiento de la producción azucarera regional, que hacia 1929 ya rondaba 6,5 millones de toneladas, 80% de la cual se elaboraba en Cuba. Otra característica común de esta etapa lo fue el creciente peso del capital extranjero en las inversiones ferroviarias, hasta llegar a controlar ampliamente dicho sector empresarial. Dentro de esa dilatada fase expansiva es posible diferenciar dos momentos: uno, el último cuarto del FERROCARILES EN UN PAISAJE...
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siglo XIX, en el cual el ferrocarril se difunde y crece a ritmo moderado, y otro, de notable desarrollo, que abarca las primeras décadas del siglo XX.
En la primera mitad del siglo XIX, Puerto Rico experimentó un crecimiento productivo azucarero que —en proporción— resulta tan notable como el cubano. En la pequeña gran Antilla, sin embargo, ese proceso no tuvo un corolario ferrocarrilero, pues las plantaciones boricuas, asentadas en la llanura costera que circunda la isla, se encontraban a distancias generalmente cortas de los puertos de embarque. No fue hasta 1876 que el gobierno español dio a conocer un proyecto de ferrocarril que circunvalaría el territorio insular, cuya concesión fue sacada a subasta en varias oportunidades sin encontrar licitadores, hasta que finalmente se adjudicó en 1888 a la Compañía de los Ferrocarriles de Puerto Rico de Ivo Boch, quien encargó su ejecución a una constructora francesa. Después de un inicio vigoroso que permitió inaugurar el primer tramo de 72 km entre San Juan y Arecibo en 1891, los trabajos perdieron impulso y las obras continuaron en intervalos discontinuos —Aguadilla a Hormigueros y Yauco-Ponce—, de manera que al pasar la isla a manos norteamericanas tras la derrota española en 1898, de los casi 500 km de vía proyectada menos de la mitad se hallaban concluidos.
República Dominicana inaugura su primera línea ferrocarrilera en 1887. Dos décadas después de que la “Guerra Restauradora” (1865) le devolviese su independencia, esa nación había alcanzado una relativa estabilidad política bajo la dictadura de Ulises Heureaux. Paralelamente la economía comenzaba a salir de su prolongado letargo mediante el afianzamiento de algunas producciones mercantiles, como los cultivos de tabaco y café en la norteña región del Cibao y la renacida elaboración de azúcar al sur. Ansioso de modernizar el país, el gobierno otorgó una concesión ferroviaria en 1881 al capitalista escocés Alexander Baird, la cual finalmente se materializó en el enlace de la villa de La Vega y el puerto de Sánchez mediante una vía de 79 km, aunque alegando falta de fondos esa empresa renunció a llegar hasta su destino original, Santiago de los Caballeros. Para satisfacer los reclamos de los negociantes de esa localidad, Heureaux concertó un empréstito con la banca holandesa Westendorp, destinado a financiar un ferrocarril entre Santiago y Puerto Plata cuya construcción fue confiada a una compañía franco-belga. Un año después se inauguraba el primer tramo de 18 km, pero para vencer los obstáculos que presentaba la Cordillera Norte, se adoptó un sistema de cremallera que encareció tanto la inversión como la operación de la vía. Inconforme con la solución, la Westendorp traspasó sus derechos a la Santo Domingo Improvement, entidad norteamericana que con el apoyo de su gobierno terminaría por hacerse cargo de todas las deudas del Estado dominicano. Mediante una subsidiaria, la Santo Domingo Railroad, dicha firma concluyó los 64 km restantes del proyecto en 1897, tras lo cual extendió un préstamo adicional para llevar la vía hasta Moca. Aceptada esa oferta, el gobierno dominicano concertó otro empréstito por £ 80 000, para que Baird prolongase su línea desde La Vega a Moca, con lo cual ambas líneas quedaron en contacto, aunque no entroncadas dados sus diferentes anchos de vía. El ferrocarril contribuyó a animar la vida económica en el nordeste del país, pero su operación no resultaba un buen negocio para la Santo Domingo Improvement; en 1908 la compañía forzó su traspaso al estado dominicano que lo asumió añadiendo $1,8 millones a su ya abultada deuda.
Una situación parecida se había presentado treinta años antes en Jamaica, donde el gobierno colonial tuvo que hacerse cargo de la línea ferroviaria de esa isla para salvarla de la quiebra y continuar su construcción, que prolongó hasta unos 100 km. En 1890 un consorcio norteamericano, la West India Improvement, se interesó por el ferrocarril jamaicano para extender sus vías hasta prometedoras zonas bananeras y cacaoteras, pero la operación no rindió las ganancias previstas y la línea —ahora con unos 200 km— regresó diez años después a manos del Estado que continuaría operándola y, a menudo, también subsidiándola. El primer ferrocarril de la isla de Trinidad —25 km entre Port of Spain y Arima— se había ÓSCAR ZANETTI LECUONA
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inaugurado 1876, también gracias al apoyo estatal; para satisfacer las necesidades de la industria azucarera insular, así como de una importante mina de asfalto, sus vías crecerían con cierto vigor hasta superar los 200 km al finalizar el siglo XIX. Paralelamente, aunque con una extensión bastante menor, Barbados pondría en explotación su ferrocarril, una pequeña línea de 12 km entre Bridgetown y Carrington en 1881.
Mientras el transporte ferroviario se difunde y extiende sus líneas por las Antillas durante el último tercio del siglo XIX, en Cuba el crecimiento de las vías de servicio público atenuó su ritmo, pues durante esa etapa solo se incrementaron en unos 500 km, lo cual representa algo menos de la mitad de los raíles tendidos en los treinta años precedentes. Diversos factores explican esta curiosa evolución: en primer término las tres guerras de independencia que afectaron las operaciones ferroviarias en la isla y dislocaron su vida económica, a lo cual debe sumarse la tremenda transformación que representó la abolición de la esclavitud y la evolución de la economía azucarera hacia un estadio plenamente industrial. Ese último proceso, la llamada “centralización”, modificó un tanto las relaciones entre el ferrocarril y el negocio azucarero, pues con el desarrollo de los ingenios-centrales y la notable ampliación de sus áreas cañeras, ya no solo se necesitaba del ferrocarril para llevar el azúcar a los puertos, sino también para abastecer a las fábricas de caña. En un principio esa última tarea fue también asumida por las compañías de servicio público, pero estas prefirieron desentenderse de una operación engorrosa y poco remunerativa y dejaron que los centrales se dotasen de ferrocarriles privados para satisfacer sus necesidades internas. Abiertos con unos pocos kilómetros de vía, los ferrocarriles azucareros fueron creciendo al unísono con la producción del dulce, de manera que al concluir el siglo XIX varios centrales cubanos contaban con redes cercanas al centenar de kilómetros.
El desarrollo de los ferrocarriles industriales no fue, desde luego, un fenómeno exclusivamente cubano; de hecho estos aparecieron primero en las colonias francesas de Guadalupe y Martinica, pioneras en el proceso de centralización. En Guadalupe 24 usines-centrales dispondrían de ferrocarriles propios antes de terminar el siglo XIX, generalmente pequeños sistemas viales —en conjunto totalizaban menos de 200 km— de anchos muy distintos que nunca llegarían a articularse en red. Algo parecido ocurrió en Martinica, donde un proyectado ferrocarril público que conectaba Fort-de-France, su capital, con otros poblados costeros no pasó del papel, de modo que las locomotoras solo llegaron a circular por las cortas vías de 20 fábricas de azúcar, igualmente inconexas, las que totalizarían unos 300 km. Fueron también las necesidades de la industria azucarera las que llevaron el ferrocarril a Santa Lucía —4 vías privadas— St. Kitts —dos— y alguna otra de las pequeñas islas, que de tal suerte recibieron los beneficios del proverbial agente del progreso, que en las Bahamas se hizo presente en 1906 para satisfacer las necesidades de una explotación maderera. No obstante la limitada finalidad de estos ferrocarriles industriales, con cierta frecuencia sus líneas fueron autorizadas a brindar servicio público. República Dominicana y Puerto Rico también constituyeron escenarios de proceso parecidos; generalmente de mayor envergadura, aunque en tierras boricuas los ferrocarriles industriales no “despegaron” hasta después que la ocupación de la isla por Estados Unidos dio impulso a su atascada industrialización azucarera.
La expansión ferroviaria antillana, sobre todo durante las primeras décadas del siglo XX, se efectuó bajo el predominio del capital foráneo que también ocupó una posición preponderante en la producción de azúcar y otros renglones de las economías insulares. Ese proceso tiene un preámbulo en Cuba, donde en las décadas finales del siglo XIX las dificultades enfrentadas por varias compañías ferrocarrileras para satisfacer sus obligaciones originaron su progresivo traspaso a manos del capital británico, que terminaría por controlar toda la red centro occidental de la Antilla mayor con una extensión total de casi 2000 km. El traspaso de Puerto Rico a la soberanía norteamericana tuvo consecuencias bastante inmediatas en el terreno ferroviario. Ante la presión de las nuevas autoridades coloniales para concluir el FERROCARILES EN UN PAISAJE...
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ferrocarril de circunvalación, la compañía que lo operaba optó por arrendar vías e instalaciones a una entidad estadounidense creada al efecto, la American Railroad Company of Porto Rico. Esta construyó unos 200 km de vía férrea y extendió sus carriles hasta Guayama, aunque no acometió el tramo correspondiente al este de la isla cuya mayor complejidad topográfica incrementaba tanto los costos de construcción como los de explotación. En Cuba los inversionistas norteños pusieron sus miras en la mitad oriental del país, donde llevaron a cabo el viejo proyecto de tender un ferrocarril central, con cuya construcción el transporte ferroviario devino finalmente un sistema de alcance nacional. Si a este línea construida por la Cuba Company se suman otras redes menores —Cuba Northern, Guantanamo & Western— que esa compañía acabaría por absorber, los restantes 2000 km de la red cubana de servicio público quedaron bajo el control de intereses norteamericanos. Como los capitales extranjeros —en medida variable según las islas— eran también dominantes en la industria azucarera y sus ferrocarriles privados, ese importante sector del transporte terrestre en las Antillas se hallaba mayoritariamente en manos extranjeras.
Al finalizar la década de 1920 —su momento de máxima expansión— las vías férreas de servicio público en las Antillas totalizaban 6 200 km, pero su extensión se acrecentaba hasta unos 25 000 km de tomarse en cuenta las líneas de los ferrocarriles industriales. Dos tercios de esas carrileras se explotaban en Cuba, isla en la cual el ferrocarril había mostrado con mayor plenitud sus posibilidades económicas, puesto que sin su concurso hubiera resultado imposible el portentoso crecimiento experimentado por la economía cubana, cuyo Producto Interno Bruto se quintuplica durante el primer cuarto del siglo XX. El número de empresas ferroviarias en el archipiélago antillano se incrementó durante estas décadas de expansión hasta alcanzar un total de 27 firmas en 1930; si dicha cifra no resultaba mayor es porque simultáneamente se fue verificando un continuo proceso de fusiones que tendía a la concentración vial, de lo cual Cuba resulta un buen ejemplo pues en ese año casi el 90% de la red pública de la isla era explotada por dos compañías.
En Puerto Rico tanto la American Railroad como algunos ferrocarriles industriales que ofrecían servicio público, operaban con una rentabilidad satisfactoria y se hallaban libres de deudas. Sus ingresos aumentaron sustancialmente gracias al sostenido crecimiento de la producción azucarera —en 1925 supera las 600000 t.—, lo cual contribuyó al incremento de la carga general. En República Dominicana los resultados no eran tan halagüeños. A pesar de la pomposa denominación adoptada —Ferrocarril Central Dominicano— la línea Puerto Plata-Moca, junto con su vecina británica hasta Sánchez, solo servían la región nordeste del país sin siquiera articularse. En tales circunstancias el ferrocarril público mostraba una rentabilidad intermitente y su funcionamiento más bien recargó los gastos del Estado. A comienzos del siglo el ferrocarril en Haití consistía en unos pocos kilómetros de vía, todos inactivos, resultados de frustrados proyectos regionales que la Compagnie Nationale des Chemins de Fer —fundada en 1904— intentó desarrollar e integrar en medio de muy serios contratiempos. Para 1910 una primera línea entraba en servicio entre Port-au-Prince y St. Marc, a la cual se sumarian después otras dos pequeñas vías en Gonaives y Cap Haitien, las cuales se mantendrían operando inconexas en medio de insuperables aprietos económicos. La administración estatal del ferrocarril jamaicano había añadido algunos cortos tramos a sus vías para incrementar el tráfico con la carga producida por plantaciones de cítricos y un par de nuevas fábricas de azúcar. Pero el ferrocarril de esa isla no recibiría una fuerte inyección económica hasta la puesta en explotación de las minas de bauxita a mediados del siglo XX, las cuales llegarían a aportar el grueso de la carga ferroviaria. Parejo beneficio, aunque de manera bastante transitoria, reportó el inicio de la explotación petrolera al FC de Trinidad.
En la segunda mitad del siglo XX los ferrocarriles antillanos experimentan una acentuada decadencia bajo los efectos simultáneos de la contracción y estabilización del mercado ÓSCAR ZANETTI LECUONA
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internacional del azúcar y la expansión del transporte automotor. Ha sido este, sin embargo, un proceso muy desigual. En Puerto Rico la American Railroad fue cerrando sucesivamente tramos de vía a lo largo de los años cincuenta, de modo que en la actualidad solo queda como último vestigio del transporte ferroviario boricua una pequeña red suburbana en el área de San Juan. Tras una larga agonía, el ferrocarril público dominicano dejo de operar en 1979, con lo cual solo han quedado en funcionamiento algunas vías azucareras cuya extensión ha disminuido considerablemente. Historias parecidas se repiten en otros espacios antillanos. Barbados se anticipó a desactivar su pequeño ferrocarril en 1937; tres décadas después, y tras inútiles esfuerzos por salvarla, se desmantelaba la más extensa línea ferrocarrilera de la isla de Trinidad. El 1992 tocó su turno al ferrocarril jamaicano, aún operado por el Estado, al cual los 348 km de su red se le hacían insostenibles. Finalizando el siglo XX en el archipiélago solo se mantenían en funcionamiento los ferrocarriles de unos pocos centrales azucareros dominicanos, las líneas empleadas por la minería de bauxita en Jamaica y pequeñas redes para el servicio de pasaje en grandes ciudades, así como algún que otro tramo de vía rescatado para fines turísticos en islas como Saint Kitts o Martinica. Con una excepción: Cuba.
Tras su nacionalización en 1960, las líneas de servicio público en esa isla se concentraron en una sola empresa, Ferrocarriles de Cuba, mientras que las azucareras, aunque operadas por sus respectivos ingenios, quedaron al igual que estos integrados bajo un ministerio de la Industria Azucarera. La expansión de la producción del dulce hasta la década de 1980 determinó que las antiguas vías férreas privadas de los ingenios se mantuviesen operativas con apropiado mantenimiento, además de incrementarse y renovarse el material rodante utilizado. El ferrocarril de servicio público también fue objeto de un programa de desarrollo que condujo a la remodelación de la vía central entre La Habana y Santiago de Cuba, así como a la construcción de 59 estaciones y otras obras complementarias. Concluida la ejecución de este programa en 1984, el número de pasajeros transportados por el ferrocarril público se elevó desde 14. 3 millones en 1962 hasta 23,4 en 1986, mientras que la carga casi se duplicaba en el mismo plazo hasta superar los 16 M. de toneladas.
La decadencia en el caso cubano sería parte de la crisis en la cual se hundió esa economía insular tras la desaparición de la Unión Soviética. Durante la década de 1990 el volumen de mercancías transportadas se redujo a menos de la mitad y, aunque en menor proporción, también disminuyó el movimiento de pasajeros Transcurrirían así unos tres lustros sin que el ferrocarril recibiese mantenimiento apropiado y casi sin reponer su equipamiento, salvo algún material rodante de segunda mano para sostener el servicio de pasaje. A este panorama de deterioro vendría a sumarse en 2002 la decisión de desmantelar casi un centenar de centrales azucareros, la cual conllevó la desactivación de miles de kilómetros de vías férreas industriales y al abandono de antiguas locomotoras de vapor y carros de caña. Ya iniciado el siglo XXI, cuando la economía cubana experimenta una relativa reanimación, se han abierto para el ferrocarril cubano mejores perspectivas, que comienzan a materializarse con la renovación del material rodante —tanto locomotoras como vagones— y un programa de restauración de la vía central.
El arco que a lo largo de casi 3000 kilómetros forma el archipiélago de las Antillas, en el cual se incluyen desde la extensa isla de Cuba, con sus vastas llanuras y una población superior a los 11 millones de habitantes, hasta la diminuta Saba, con menos de 10 kilómetros cuadrados y apenas un millar de pobladores, proporcionó al ferrocarril escenarios muy distintos, que este debió asumir con variadas soluciones. La pequeñez y el aislamiento impuesto a muchos de los sistemas viales por las dimensiones y el relieve de las islas, se conjugaron con las diferencias tecnológicas derivadas del influjo ejercido en la región por las distintas potencias coloniales para acrecentar tan notable diversidad. Dicha tendencia se vio contrapesada por la comunidad de factores que impulsaron la expansión ferrocarrilera FERROCARILES EN UN PAISAJE...
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ISSN 2386-6837, Las Palmas de Gran Canaria. España, (2018), XXIII-003, pp. 1-9
antillana, derivados casi todos de las necesidades de economías exportadoras para las cuales el ferrocarril comportaba las mayores ventajas.
No cabe duda de que dicha circunstancia limitó en el Caribe algunas de las virtudes que a la revolución ferroviaria se le suelen adjudicar en otros ámbitos, pero no anuló el papel del “camino de hierro” como agente modernizador, por más que este se cumpliese con muy diferente alcance según las islas. Junto a la fundamental tarea de transportar las cargas de fábricas, minas y plantaciones, el ferrocarril también hizo llegar nuevos productos hasta zonas apartadas, propició la movilidad de las personas, agilizó las comunicaciones y contribuyó a difundir los patrones de la modernidad. Devino así factor esencial en la vida de muchos antillanos, al menos hasta que el transporte automotor —más eficaz en pequeños y abruptos territorios— vino a marcar el ritmo de los nuevos tiempos.
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