NUEVAS APORTACIONES AL ESTUDIO DE LAS RELACIONES
DE CANARIAS Y AMERICA EN LA PREHISTORIA
JosÉ ALCINA FRANCH
Es indudable que las Islas Canarias, tanto en la actualidad como
en la prehistoria, han jugado un papel de encrucijada. Es por esto por
lo que si, de un lado, hay que considerar a las Canarias, íntima y lar-gamente
ligadas a los fenómenos humanos y culturales del inmediato
continente africano, por otra no se puede olvidar el más o menos inter-mitente
flujo de ideas y de fenómenos socioculturales que proceden del
Mediterráneo, ya sea del Mediterráneo oriental, ya sea del occidental
y au-n de la Península Ibérica. Yero todo esto es io que ias Canarias significan desde ei punto de
vista cultural, como culminación extrema en el Occidente, de fenóme-nos
que tienen su origen en el Viejo Mundo. Pero ¿qué es lo que
significan las Canarias en cuanto al entendimiento de problemas se-mejantes,
planteados en el Nuevo Mundo, al otro lado del Atlántico?
Este, que va a ser el tema central de nuestra ponencia de hoy, y que es
el tema de nuestras preocupaciones científicas desde hace veinte años, no
parece posible abordarlo sin tener en cuenta un planteamiento genera1
de la problemática de los orígenes de las culturas indígenas de América.
En efecto, si tenemos en cuenta que la evidente diversidad y va-riabilidad
racial, lingüística y cultural del indígena americano sólo pue-de
explicarse satisfactoriamente por un diverso origen, se comprenderá
que la búsqueda de esos diferentes orígenes haya constituido, casi des-de
el mismo momento del descubrimiento colombino, e1 mayor esfuer-zo
realizado por multitud de autores, respondiendo a multitud de ten-dencias
y sobre bases metodológicas muy diferentes.
No es éste el momento de plantear íntegramente el problema teó-rico
qüe implica toda rspa serie de estudios; básíenos señalar que,
junto a un espectacular auge de las investigaciones con base en e1
difusionismo, tales como las de Gordon F. Ekholm y Robert Heine-
Geldern, Paul Kirchoff, Betty J. Meggers, Clifford Evans y Emilio Es-trada,
y Paul Tolstoy ', los que los combaten de manera más o menos
1. Heine-Geldern, 1966; Kirchhoff, 1964; Meggers, Evans y Estrada, 1965, y Tolstoy,
1966.
ingeniosa o airada no son POCOSn, i sus argumentaciones desdeñables,
pudiendo decirse que el combate entre los que militan en un campo
y en otro sigue tan virulento como en los mejores tienpos 3.
Sin detenernos en particularizar las teorías mejor o peor fundadas,
que hoy se admiten parcial o totalmente como probables explicaciones
acerca del origen cultural de los muy diversos grupos indígenas de Amé-rica,
podemos decir que la inmensa mayoría de ellas tienen por esce-nario
el ancho Océano Pacífico, o el Estrecho de Bering; en una pa-labra,
que las corrientes de influencia cultural, como la corriente pobla-cional
de América, llega al Nuevo Mundo directamente desde Asia.
Y esto, pese a las enormes dificultades de comunicación que hay que
salvar en aquel Océano, entre las que la dirección de muchas de sus
corrientes marinas, y sobre todo lo dilatado de las distancias, no son
las menores.
Si volvemos la vista al Atlántico, para tratar de hallar en él el cit-mino
de posibles influencias precolombinas, encontraremos un silencio
casi absoluto, y esto a pesar de que, como luego veremos, todo lo que
son dificultades en el Pacífico se tornan aquí reiativas faciiidades: me-nores
distancias y corrientes favorables a la travesía de oriente a occi-dente.
(Cuál es la razón de este silencio en el mundo científico de
hoy? Sin intentar analizar en detalle el problema, lo que nos llevaría
a una larga historia de1 pensamiento europeo acerca del origen del hom-bre
americano desde el siglo XVI al XIX 4, la respuesta se concreta, para
nosotros, en dos aspectos: a) el desmesurado desarrollo de laa :corías
mal fundadas que, durante los primeros siglos, se centraron en torno
a un origen hebreo, fenicio, cartaginés o aun español; y 6) la periódi-camente
renovada teoría del origen en un continente desaparecido: la
Atlántida. Como consecuencia de todo ello, cualquier intento de averi-guar,
sobre bases puramente científicas, las posíbilidades de relaciones
intercontinentales por el lado del Atlántico deben tropezar con un in-mediato
y apriorístico descrédito.
De nuevo, en esta ocasión, tendremos que repetir las palabras del
viejo maestro Paul Rivet en el discurso de apertura del XXVIII Con-greso
Internacional de Americanistas: «. . . acerca de los orígenes ame-ricanos
hay que voiver cada vez más OS ojos no a ia misma América,
sino precisamente a lo que no es América, a Asia, Oceanía y a la mis-ma
Europa y Africa, pues las razones de su poblamiento no se podrán
hallar mientras nos maravillemos de la inconexión y personalidad de
2. Caso, 15%: y 1965; Roiw, 1966.
3. Jett y Carter, 1966.
4. Huddleston, 1967.
414
las civilizaciones americanas, sino estudiando comparativamente las cul-turas
de uno y otro continentes* 5.
Aplicando de un modo total esta idea -lo que el propio Rivet no
hizo- y despojándonos de todo prejuicio anti-trasatlantista, tendremos
que reconocer que ésta es una vía de penetración de tanto o más valor,
con tantas o más posibilidades, que la vía transpacífica tan utilizada
por los investigadores hasta ahora.
Esa idea, que ha sido, como dijimos antes, nuestro caballo de ba-talla
desde hace cerca de veinte años 6, ha venido a coincidir en el
tiempo con la de otros autores ', lo que, junto a las opiniones susten-tadas
anteriormente por otros estudiosos ', permite hoy contemplar el
problema en términos de una mayor seguridad en cuanto a las posibili-dades
de sus resultados, ya que, como decíamos recientemente O, sólo
podemos llegar a una conclusión positiva: «la de que es necesario in-vestigar
con el mayor cuidado, minuciosidad y extensión posible cada
uno de los problemas que implican si queremos responder positiva o
negativamente a ia tesis de una comunicación trasatiántica entre ei
Viejo y el Nuevo Mundo en tiempos prehistóricos. Ahora bien, si que-remos
llegar a una conclusión algo menos conservadora, si que tam-bién
mucho más inquietante, debemos deducir del cúmulo de pruebas
apuntadas que tal comunicación trasatlántica fue posible y bastante
probable, luego estamos en camino de poder decir que fue cierta».
La tesis trasatlantista a la que nos estamos refiriendo, y en la que
las Islas Canarias juegan un papel primordial, puede ser enunciada,
como repetidamente hemos hecho en otras ocasiones, en la forma si-guiente:
«A lo largo del segundo milenio antes de Cristo, una serie
de grupos humanos, reducidos en número y en circunstancias de todo
punto extraordinarias, atraviesan el Atlántico desde las costas de Afri-ca
Noroccidental y de Canarias en dirección a América, portadores de
un amplio conjunto ergológico y animológico de carácter neolítico, cu-yas
huellas culturales podemos observar en una serie bastante abundan-te
de rasgos, pero cuyos rastros antropológicos no existen o son muy
difusos y, consiguientemente, muy confusos -caucasoides y negroides
5. Rivet, 1947.
6. Fue expuesta por primera vez en una comunicación a la Societk des Américanistes
de Paris, el 16 de enero de 1951.
7. Heyercbh!, 1952; Eiele-mri, 1957 y 19%; Meiinnt, 1954; Carter, !99; Pericet, 1955,
1962 y 1963; Comas, 1956; Jeffreys, 1965; Vivante, 1967, etc.
8. Capitan, 1928: Gaffarel, 1892; Weiner, 1921, entre otros.
9. Alcina, 1969, 58.
en América- y cuyos restos lingüísticos, finalmente, no han sido ob-servados
o estudiados suficientemente hasta ahora» lo.
Como queda indicado, las lslas Canarias, tal vez por su estratégica
posición geográfica, o por Ias circunstancias singulares que concurren
en ellas, ron, para mí, el eslabCn que une, por lo general, una cadena
que suele iniciarse en el Próximo Oriente y que, czsi siempre, termina
en América, aunque en ocasiones se prolonga, según quiere Heyer-dahl
11, hasta la Polinesia. Es por esto por lo que mi interés por la
prehistoria canaria es también muy singular y mi demanda de aclara-ciones
muy perentoria, ya que es aquí donde, en gran parte, se halla fa
solución del enigma planteado.
La primera cuestión a tratar, antes de abordar el problema arqueo-lógico
y etnohistórico de 10s posibles contactos entre los habitantes
primitivos de las Canarias y de América, es ver si existen, como hemos
afirmado, posibilidades físicas o geográficas para que tales contactos se
diesen en la realidad.
Si tenemos en cuenta, en primer lugar, la distancia a que se hallan
ambos continentes, africano y americano, deberemos dejar bien senta-do
desde ei primer momento que, si bien en ei Trópico de Cáncer como
en el de Capricornio supera las 3.500 millas 12, «entre el Cabo de San
Roque y la costa africana, en los 5" S., no hay más que 2.700 millas
sobre el Paralelo. Si la línea astronómica ecuatorial mide aun 3.600
millas de océano, la correspondiente de SO. a NE. entre el saliente de
América del Sur y el del noroeste africano reduce a 1.600 millas la
distancia a vuelo de pájaro entre Natal, en el Brasil, y Freetown, en
Sierra Leona. Y sólo se cuentan 1.500 millas en las grandes derrotas
marítimas, desde San Vicente de Cabo Verde a Natal* 13. Lo reducido
de la distancia entre ambas orillas en los lugares indicados nos lleva a
la consideración de un verdadero estrecho oceánico que separa, en la
practica, ei Htiantico Norte ciei Htihtico Sur. Si comparamos estas
distancias con las del Océano Pacífico, en la zona por donde se supone
que llegaron a América algunos grupos humanos, en las que el salto
más breve -desde la isla de Pascua a las costas chilenas- es de unas
2.000 millas, comprenderemos que las posibilidades mínimas, geogáfi-
10. Alcina. 1969. 10.
11. Heyerdahl, 1952.
12. Vallaux, 1953, 271.
13. Vallaux, 1953, 274.
camente hablando, se dan en el Atlántico en meiores condiciones que
:n el Pacífico 14.
El estudio de las corrientes en el Atlántico medio, zona que
inás nos interesa aquí, viene a corroborar esta primera impresión. hn
efectd, desde la zona de las islas Azores hasta las Antillas, se suceden
una serie de corrientes que conducen directamente desde las costas de
las Islas Canarias a América. La primera de estas corrientes es la 112-
mada Corriente de las Canarias, que enlaza con la Corriente Nordecua-torzal,
sin que entre ambas haya diferencia alguna «ni por su índice
té:mico, ni por la rapidez de propagación* 15, y que camina en direc-ción
Oeste, llegando a mezclarse con las aguas de la Corriente Ecuato-rial
del Sur en las proximidades de las Antillas.
Si tenemos en cuenta ahora la velocidad de propagación de esas
corrientes, podremos marcar dos índices diferentes para el conjunto
del camino que nos interesa: la Corriente de las Canarias, así como
la Nordecuatorial, hasta los 40" O., se desplazan a una velocidad me-dia
de 15 a 17 millas diarias. A partir del límite señalado, la Corriente
Nordecuatorial se acelera hasta adquirir la velocidad normal de 27 a 30
millas diarias, típica de las corrientes ecuatoriales 16. Si tomamos coa0
distancia extrema la que va desde las Canarias a las Antillas, es decir,
unas 3.000 millas, las 1.500 primeras millas podrán superarre en 100
días, mientras la segunda parte del viaje de otras 1.500 millas se podrá
hacer en 50 ó 60 días.
Por consiguiente, aun suponiendo que los posibles navegantes no
tuviesen ningún conocimiento náutico, podrían llegar a América deján-dose
arrastrar por las corrientes oceánicas en seis meses.
Hasta aquí, naturalmente, no hemos tenido en cuenta las posibili-dades
técnicas más o menos desarrolladas -es problema éste que tra-taremos
después- que pudiesen tener los navegantes en cuestión. In-dependientemente
del desarrollo de tales técnicas, debemos tener in
cuenta que tanto los vientos a nivel del mar, en los meses de enero d
junio, como la corriente de los vientos Alisios, coinciden en líneas
generales con lo dicho acerca de las corrientes de Canarias y Nord-ecuatorial.
En los párrafos precedentes hemos intentado ver cuáles ron las po-sibilidades
geográficas para realizar una travesía trasatlántica en tiem-
14. Pericot, 1955, 608-9.
15. Vallaux, 1953, 303.
16. Vallaux, 1953, 303.
pos antiguos. Pero ¿cuáles son las realidades?, (qué evidencias tene-mos
para poder inferir que tal travesía no sólo era posible, sino bas-tante
probable?
Tales probabilidades se ven confirmadas por el hecho mismo del
descubrimiento colombino, o por el descubrimiento del Brasil por Al-varez
Cabra1 en 1500, el cual, dirigiéndose a la India por la costa afri-cana,
fue empujado a las costas americanas, sin que hubiese en ello,
al parecer, intencionalidad alguna.
Hay un pasaje de Gumilla que hemos citado en otra ocasión j7
y que, por lo expresivo, merece reproducirse aquí, en el que nos dice
que «. . . había llegado a su puerto [San José de Oruña, en la Trinidad]
un Barco de Tenerife de Canarias, cargado de vino y en él cinco o seis
hombres rxacilentos y flacos que con pan y vianda para cuatro días, de
Tenerife atravesaban a otra isIa de Ias mismas Canarias; y que arreba-cado
el Barco de un levante furioso, se vieron obligados a dexarse lle-var
de la furia del mar y del viento varios días, hasta que se les aca-baron
aquellos cortos bastimentos que habían prevenido; y en fin, mal
contentos.. . quaíido ya flacos y dcsfa!lecidos esperaban !a merte por
horas, quiso Dios que descubrieron tierra, que fue la Isla de la Trini-dad
de Barlovento* '*.
Aunque no vamos a intentar en este momento hacer un análisis
detallado de las noticias consignadas en las fuentes antiguas acerca del
conocimiento que se tenía en aquella época de las Islas Canarias Ig,
sí debemos destacar el hecho de que, si hasta hace poco tiempo podía-mos
suponer, con Marcy '', «que los romanos de los alrededores de
nuestra Era conocían el Archipiélago Canario por haberlo abordado*,
ahora tenemos una plena seguridad en tanto que hay evidencias arqueo-lógicas
que confirman aquellos informes.
En efecto, entre octubre de 1964 y diciembre del año siguiente se
han encontrado en las playas de Graciosa, Lanzarote y Tenerife hasta
cinco ánforas 21 de tipo «fenicio», que utilizaban las naves romanas ha-cia
los siglos 11 y 111, después de cristo, «para suministro de los mismos
marineros de las naves que las traían» 22. El tipo de ánfora -parecido,
pero no igual, al 33 de la tabla de Dressel-, totalmente diferente del
u:i!izadc eri !us err,!xrcrcimes de t i p comercia!, parece indicar luna
arribada fortuita o accidental, pero en cualquier caso no aminora la
importancia excepcional del hecho.
Alcina, 1955, 878.
Gumilla, 1741, 327-28.
Alvarez. 1945: Marcv. 1962.
semi, 1965-a, 1965-b; Información, 1966; Diego Cuscoy, 1967
Serra, 1965-a, 232.
De tanta trascendencia para la tesis que estamos planteando es el
hallazgo de una cabeza en cerámica de estilo helenístico-romana, fe-chada
hacia el año 200 después de Cristo, bajo dos melos intactos
en un yacimiento de cultura Azteca-Matlatzinca, en Tecaxic-Caixtla-huaca
(Valle de Toluca, México), hallazgo que se remonta a 1933, pero
que no ha sido dado a conocer hasta hace pocos años y con la que
se relacionan otros hallazgos anteriores, para los qu, no tenemos tanta
exactitud estratigráfica. Heine-Geldern supone que la primera de esta
serie de figuritas romanas halladas en México debe proceder de alguna
de las factorías de la costa malaya, que pasaría a China y desde allí lle-garía
a Mesoamérica, junto con otra serie de rasgos culturales típicj-mente
orientales. Ahora bien, si tenemos en cuenta las evidencias ro-manas
halladas en las Canarias, así como el hecho de que el camino
desde la metrópoli a América es mucho más corto por la vía Atlántica,
según llama la atención Pericot 24, tendremos en éste un elemento de
juicio de primerísima importancia para afirmar que navegantes romanos
o mediterráneos, posteriores al siglo 111 de nuestra Era, haciendo gala
de su capacidad náutica, llegaron efectivamente a América, dejando una
huella evidente en México.
Son conocidas las noticias acerca de expediciones árabes hacia Oc-cidente
durante la Edad Media, de las que no se sabe que regresasen
nunca 25, tal, por ejemplo, la del sultán mandingo Muhammad de Gao,
a principios del siglo XIV 26. Basándose en este tipo de datos y las evi-dencias
halladas en América, es como se puede pensar que grupos ne-groides
africanos pasasen en algún momento, quizá antes del año 900,
como suponen Jeffreys y Johnson, al Nuevo Mundo.
De lo que llevamos dicho en 10s párrafos precedentes podemos de-ducir
que las navegaciones antiguas por el Atlántico medio no cólo
eran posibles, sino también probables, ya que las evidencias halladas
hasta ahora así parecen indicarlo. Queda ahora por dilucidar si esta
travesía, siendo posible, se verificó en épocas anteriores a aquellas a
que hemos aludido entre pueblos de cultura primitiva y con mer)i~s,
evidentemente, mucho más rudimentarios.
Llegamos así a tratar uno de los temas más debatidos en relación
con las poblaciones prehispánicas de las Canarias, pero que afecta igual-
23. García Payón, 1961; Heine-Geldern. 1961
24. Pericot. 1962-a. 17. y 1963, 9.
25. Pericot. 1962. 17-18.
26. Pericot, 1963, 8.
mente a los pueblos primitivos de la orilla atlántica de América: el de
su capacidad o incapacidad para la construcción de embarcaciones y
para la navegación. Aunque no es posible abordar el tema en toda su
amplitud en esta ocasión, trataremos de acercanos a su más adecuado
enfoque.
El problema es, evidentemente, muy complejo, dado que, tanto los
pueblos americanos, al menos en la orilla atlántica que nos interesa,
como los pueblos prehispinicos de Canarias, «nunca =ostraron la m<-
nor aptitud para la navegación de altura» 27, al estilo, por ejemplo, de
los Polinesios. Esto, no obstante, no quiere decir que no poseyeran
ningún tipo de embarcación: no de otro modo se pueden explicar las
relaciones a relativamente larga distancia que se establecen desde la
desembocadura dei Amazonas hasta Centroamérica, siguiendo la costa,
o el poblamiento de las Antillas que conectó culturalmente Sudamé-rica
con la Florida. Es preciso mencionar aquí, además, que la expaii-sión
del pueblo Caribe por las Antillas se verificó utilizando un tipo de
canoa monoxila, que difícilmente podemos considerar como una em.
barcación perfecta '*.
Es curioso señalar que, precisamente, el único dato que poseemos
acerca de las embarcaciones canarias prehispánicas se refiere también
a un tipo de embarcación de este género. En efecto, si las fuentes anti-guas,
en general, no hacen referencia a la existencia de ningún tipo ce
embarcación, Torriani nos dice con mucha precisión que «también ha-cían
barcos del árbol drago que cavaban entero y después le ponían
lastre de piedra, y navegaban con remos y con vela de palma alrededor
de las costas de la isla [Gran Canaria] y también tenían por costumbre
pasar a Tenerife y a Fuerteventura y robar. Por esta navegación llega-ron
a parecerse con los demás isleños, tanto en el lenguaje como en
algunas costumbres» 29. El párrafo es suficientemente preciso, variado
y cugestivo, como para que le dedicásemos un amplio comentario. No
obstante, el hecho de que la afirmación de Torriani no quede confir-mada
por otros autores, la hace relativamente dudosa. Pero ello no es,
a nuestro juicio, demasiado importante, ya que, aunque no tuviéramos
en cuenta e! dato de Sorrimi, e1 hecho evidente de qlue determinado
número de rasgos culturales, tanto de carácter ergológico como de tipo
social, sean semejantes en varias islzs del archipiélago, nos está hablan-do
bien a las claras de que las comunicaciones marítimas, si bien no
eran muy frecuentes e intensas, sí eran lo suficientemente importantes
27. Vallaux, 1953, 359.
28. Márquez, 1929.
29. Torriani, 1910, 38-39, y 1959, 102, y 113-14
como para que esas semejanzas culturales se pudiesen dar en el si-glo
xv, ya que, de otro modo, las diferencias serían obviamente mu-cho
mayores.
De otra parte, si damos como buena y en rentido absoluto la afir-mación
de qye los canarios prehisoánicos «ignoraron el arte de la nave-gación
y cuanto a él se refiere» 30, se nos plantea el problema del po-blamiento
de las islas desde Africa, ya que no parece verosímil que un
pueblo navegante perdiese, al paso del tiempo, toda noción del arte
de navegar.
El problema mismo de las comunicaciones entre el Archipiélago y
la costa africana requiere un análisis más a fondo, ya que no existe
acuerdo entre los autores acerca de las condiciones propicias o no para
la navegación entre Cabo Juby y la costa oriental de Fuerteventura, la
más próxima al continente 31, aunque parece obvio el hecho de que el
poblamiento de las islas se debe a inmigrantes procedentes de esa
región.
Por último, la explicación de qUe los primitivos habitantes de Ca-narias
hubiesen llegado «como cómodos pasajeros a bordo de naves de
pueblos marítimos que, desembarcando el pasaje, no se ocuparon más
de las islas así pobladas» ", parece totalmente inverosímil. Por otra
parte, «tampoco podemos olvidar que ya en la Edad de Bronce, auda-ces
navegantes y mercaderes surcaban el Cantábrico en toscas barcas
de cueros cosidos para llevar al Mediterráneo el estaño v el oro atlán-ticos,
ni el hecho de que estas navegaciones alcanzaran las Canarias v la
costa de Africa» 33. Si tales navegaciones se realizaron por mares mu-cho
más peligrosos y en condiciones náuticas ínfimas, no es difícil su-poner
que otros navegantes norteafricanos pudiesen reglizar ;.ni tan
breve travesía hasta las islas.
Debemos concluir, pues, que los canarios prehispánicos debieron
conocer un tipo de navegación tan rudimentaria como se quiera. pero
suficiente en primer lugar para haber permitido el poblamiento de to-das
las islas decde Africa, y en segundo término, la intercommicación,
más o menos frecuente, entre Ias islas. Que las embarcaciones nue em-plearan
fuesen semejantes a las de los Zenagas de la Bahía del Galgo 34
o de otro tino, o i d u s o que todo el arte náutico se hubiese olvidqdo
en el momento del contacto con los ecpañoles. no es demasiado imnor-tante
en esta ocasión. Estimamos que es más importante poder llegar a
30. Torriani, 1959, 113, nota de Cioranescu.
31. Diego Cuscoy, 1968, 71, y Schwidetzky, 1963, 19.
32. Serra, 1957, 85: Ga~.rdio, !958, 1-3; niego Cncqr, !q@, 71,
33. Pericot, 1963, 5.
31. Serra, 1957, 89-90.
concluir que en época prehistórica la navegación y la pesca eran prac-ticadas
en aguas de las Canarias 35.
Si, volviendo ahora al texto de Torriani, destacamos el hecho de
que, según este autor, los habitantes de las Canarias utilizaban «vela
de palma» en sus embarcaciones, un supuesto viaje trasatlántico con
este tipo de naves sería considerablemente más breve del que calcu-lamos
al principio, teniendo en cuenta únicamente la velocidad de las
corrientes oceánicas. Son, precisamente, estos inexpertos navegantes, o
pescadores isleños, los que estamos suponiendo que pudieron ser em-pujados
por vientos y corrientes marinas, que en esa región conducen
inevitablemente al continente americano.
Independientemente de las posibilidades o probabilidades de los
contactos o travesías de1 Atlántico medio desde Canarias a América.
e1 problema fundamental que vamos a discutir a continuación es bási-ca,
T,cnte cultural y crolio:~gico, por lo que parece
sible eludir su tratamiento pese a que, recientemente, nos hemos ocu-pado
del mismo con relativa amplitud 36.
Si consideramos, como decíamos al principio, que las Islas Cana-rias
constituyen el eslabón que enlaza, a mi juicio, la Prehistoria del
Viejo Mundo y de América por el Atlántico medio, este carácter de
eslabón viene definido con un tipo determinado de cultura y en una
época precisa. El tipo o nivel cultural al que nos referimos es el que
viene definido en términos generales con el nombre de Neolítico; la
época -punto clave de la cuestión- será aquella en que este nivel
cultural alcance a las Canarias y a América.
Dejando a un lado el muy interesante problema de los crígenes,
distribución e interrelaciones del Neolítico mediterráneo y norteafri-cano,
que se halla hoy en dixusión 37, nos interesa aquí considerar el
hecho de que lo que llama Diego Cuscoy 38 «cultura de sustrato* del
Archipiélago, corresponde a esa cultura neolítica que llega a las islas
procedente del inmediato continente.
La llegada de esta poblacitn neulítica a las islas Canarias puede
situarse «entre el 111 y 11 milenio a. de C., más probablemente alre-dedor
del 2.500 a. de C.», como afirma Diego Cuscoy 39, o «a fines
35. Alvarcz, 1950, 169, y Pericot, 1953, 602.
36. Alcina, 1969, 21-25.
?" m. > -7,
> J . L * I A ~ U G L L , 1965.
38. Diego Cuscoy, 1968, 18.
39. Diego Cuscoy, 1968, 17.
del segundo milenio antes de Cristo, es decir, hacia el año 2000»,
como opina Schwidetzky 40. El tiempo, pues, en que posiblemente se
verificasen el o 10s contactos con América debió ser entre el año 2000
y el 1000 antes de Cristo.
El problema cronológico americano es mucho más complejo y, por
otra parte, sumamente incompleto y en gran manera dudoso todavía.
Si tomamos como base más actualizada el análisis que presenta recien-temente
Ford 41, cobre facies culturales más antiguas, en que aparecen
por primera vez la cerámica en el Nuevo Mundo, observaremos que las
fechas proporcionadas por el análisis radiocarbónico van del 3000 al
1200 a. de C. Así: Valdivia y Puerto Hormiga (3000), Puerto Már-quez
(2440), Purrón (2300), Monagrillo (2140), Machalilla (2000),
Kotosh (1800); Asia, Las Haldas, Guañape y Poverty Point (1200), etc.
Sería extraordinariamente prolijo que analizásemos ahora el proble-ma
de conjunto del Neolítico americano, así como el del origen de !a
agricultura y de la cerámica en el Nuevo Mundo. Al oarecer, los auto-res
r , ~ ha ^ !legad= a ün awerdo acerca de !a Uetcrminaciói, de! focu
originario de tales invenciones para ese continente y aún se hallan en
plena di~cusión tales problemas. Nos interesa destacar aquí únicamente
el hecho fundamental de carácter cronológico de que. si bien la agricul-tura
parece ser bastante más antigua, la cerámica quizá no aparece an-tes
del tercer milenic. antes de Cristo.
Si comparamos ahora esas fechas con las que sirven para fijar la
aparición del Neolítico en el Noroeste de Africa y Canarias. comoro-baremos
que ambas regiones -América y Canarias- se hallan en un
mismo proceio de cambio cultural hacia fechas relativzmente parecidas.
La armazón de Ia tesis que venimos bosquejando se sustenta en una
serie, ya bastante numerosa, de pruebas de carácter arqueoló,W' O, etno-histórico,
antropológico y fitológico ". En esta ocasión vamos a insistir
preferentemente, de un lado, en aquellas pruebas que afectan, a nues-tro
juicio, a las Islas Canarias, y, por otro, a las que, no habiendo sido
suficientemente desarrolladas en trabajos anteriores. pueden servir para
completar la visión dada en aquéllos, y de un modo especial en las de
carácter etnohistórico.
De acuerdo con los principios metodológicos que hemos discutido
4G. Scl.wiletz!q, !!?S, 2:.
41. Ford, 1969, 9-40.
42. Alcina, 1969, 26-57.
en varias ocasiones 43, y sobre los que nos basamos en buena parte para
la presentación de esta tesis, la argumentación más precisa y al mismo
tiempo más segura es de carácter arqueológico, ya que es precisamente
en ese tipo de materiales en los que podemos hallar la necefaria fijri-ción
de orden cronológico indispensable para la determinación de di-rección
en un fenómeno difusivo.
Los primeros estudios que hemos realizado, en el sentido apuntado.
y de los que partimos para la elaboración de esta tesis, han sido los
relativos a las pintadevas o sellos de cerámica -cilíndricos o planos-que,
apareciendo, como es bien sabido, en las Islas Canarias, tienen una
amplia y densa distribución, tanto en América, en torno al Caribe,
como en Euráfrica, en torno al Mediterráneo. Aquellos estudios, esca-lonados
entre 1950 y 1955 44, sirvieron de punto de partida para abrir
nuevos caminos y nuevos análisis de varios elementos culturales de ca-rácter
arqueológico. Los estudios acerca de las vasijas trípodes y polí-podas
45, del vaso con mango-vertedero 46 y de la «figura femenina per-niabierta*
47, nos permitieron comprobar hasta qué punto tales estu-dios
comparativos podían permitir hallar resultados positivos o no.
No vamos a insistir sobre lo dicho en los trabajos mencionados;
auisiéraa-os, sí, completar algunos datos y apuntar algunas nuevas ideas.
En cuanto a los datos, es interesante precizar el hecho de que, en :a
cerámica de Gran Canaria, aunque los fondos son generalmente planos,
los hay también con pies 48 como en una figura de Mogán.
Por otra parte, hay que considerar no sólo otra serie de ejemplares
de «figuras femeninas perniabiertas» 49, :ino el hecho de que tales «ído-los
» aparecen únicamente. hasta ahora. en Gran Canaria 50. Finalmente
no deja de ser importante consignar, teniendo en cuenta las ideas apun-tadas
por Tarradell ", que parecen precisarse bastante las relaciones,
al parecer directas. entre las islas del Mediterráneo occidental -Malta,
Cerdeña- con In cerámica !7 los «ídolos» de Gran Canaria 52.
En cuanto a la aparente ~emejanza entre determinadas temas de los
petroglifos que aparecen en el Viejo Mundo y en América, ha sido seña-lada
en varias ocasiones por Pericot 53. quien nos dice que «durante la
43. Alcina. 1958-a, 203-207, y 1969, 11.
44. Alcina, 1952. 1954, 1955, 1956 y 1958-a.
45. Alcina, 1953.
?h. Alcina, 1958-b y 1958-c.
47. Alcina, 1962.
48. Serra. 1961, 92.
49. Jiménez, 1947, lám. XIV-2; Zeuner, 1960: Jiménez. 1966, 252-53 y láminas.
50. Jiménez, 1966. 251.
51. Tarradell, 1966.
52. Serra, 1961, 94; Bataglia, 1927, etc.
53. Pericot. 1955, 599, y 1963, 8-9.
edad del Bronce aparecen en los países atlánticos, desde Irlanda a la
Península, pasando por las Islas Británicas y Bretaña, un arte del gra-bado
en el que se dan con frecuencia determinados motivos curvilí-neos.
Tales son, por ejemplo, las representaciones de círculos concén-trico~,
la s espirales o dobles espirales, círculos con cruces o con pun-tos,
etc., que aparecen por igual en Galicia, en Irlanda o en Bretaña 54.
La presencia de algunos de estos temas en varios de los numerosos lu-gares
con petroglifos del Archipiélago canario sugiere un cierto tipo de
relaciones entre todas esas regiones, sin olvidar que tanto las espira-les
«como los motivos circulares se hallan en Marrakech, en el Atlas v
en otros lugares del Saharan 55. De ello se puede inferir que 10s petro-glifos
canarios pueden ser el resultado de influencias africanas --idel
Egipto predinástico? 56- o mediterráneas o del Atlántico norte, o de
varias o todas esas direcciones. El camino mediterráneo, desde el Egeo,
Malta o Cerdeña, viene a coincidir con otros rasgos señalados más arri-ba;
la influencia africana, tan inmediata, no se puede descuidar, pero
en este case e! camino desde Uürepo occidenta! parece e! más e i i -
dente 'l.
Lo más importante desde nuestro punto de vista es que tales tipos
y motivos de grabados rupestres se repiten en la costa atlántica del
Nuevo Mundo en una zona relativamente amplia que commende pl
Brasil. las Antillas, Venezuela y Colombia v que requeriría un estudio
detallado v sistemJtico, si bien este tipo de comparaciones no resulta
nunca tan seguro como e1 que se desprende de objetos hallados pn iin
contexto e~tratigráfico5 8.
Otro rasgo cuItura1 que sería muy interesante analizar es el de las
boleadoras. Es bien sabido que ésta es una de las armas más caracte-rísticas
de los pueblos cazadores de las praderas sudamericanas ". Su
distribución en ese continente viene a coincidir. por otra Darte, con la
de la honda. Señalar con detalle esta distribución en el Viejo Mundo,
como en América, podría indicarnos un camino o quizá una mera posi-bilidad.
En éste como en otros casos los abundantes esferoide. aue
aparecen en el Archipiélago canario deben tener su origen en el inme-d
i a t ~m i i t i r iente africano, donde sii distí-ibücióii es muy amplia 'O. X a -
-
54. Para esta cuestión, y con muy abundante bibliografía, véanse, entre otros, los
siguientes estudios: Bosch, 1954; Diego Cuscoy, 1955; Mac White, 1946 y 1951, y Sobri-n..
n- , -1 975 ? - - .
55. Diego Cuscoy, 1955. 22; Schwidetzky, 1963, 21, y Pericot, 1935, 21
56. Mac White, 1951.
57. Dieno Cuscov. 1955. 21.
58, perico:, 1955, 599, nota 38; Roüse, 1949, y T ~ ~ i9;~ó, ~por- ej~emp, lo
59. Métraux, 1949.
60. Clark, 1955.
turalmente la boleadoua, como conjunto de dos o tres esferoides unidos
por tiras de piel o cualquier otro material, es bien diferente de cual-quier
arma en la que el esferoide juegue un papel más o menos impor-tante.
Es por ello por lo que queremos destacar del conjunto señalado
por Clark las boIas de Chuvgold, porque constituyen una auténtica
«boleadora» 61. Para Canarias solamente tenemos el testimonio indi-recto
de Abreu, en el que habla del uso de «tres piedras lisas redon-das
» 62, y la serie, bastante abundante de piedras redondas o esferoides,
algunas «con arista viva en la mitad de :u contorno» 63, de las que me
interesa destacar uno de los ejemplares, conservado en el Museo Cana-rio
64, en el que se observa una acanaladura en su parte ecuatorial. Es
cierto que tal acanaladura no implica que se uniese a otra u otras pie-dras
semejantes, pero, al menos, está señalando un uro parecido al de
la boleadova clásica en Sudamérica.
Pericot ha señalado otro elemento cuva comparación sería muy inte-resante
establecer sobre bases más sólidas. Me refiero a un arma de
combate uti!izx?a p ~ !ers canarics, asi come por los mtiguo:: mexicanm
v nicaraos, conocida en el Archipiélago con los nombres de manado,
magle, amogadac o amodeghe. Consistían estas armas en una especie de
garrotes de madera «armadas muchas veces de tnbonas o pedernales
afilados» 65, CUYO mango tendría una longitud de cerca de tres metros 68.
Aunque las descripciones no coinciden con todo detalle. parece que es-tos
instrumentos fueron utilizados con mucha frecuencia Dor los indí-genas
prehispánicos de las Islas CanariasB7. Pericot señala la extmña
semejanza entre estas armas y el «maquahuitl meiicano, también ar-mado
con lascas de obsidiana y rneior aún, con el de los nicaraos, más
primitivos, que era un garrote con lascas de oSsidiana» ".
Aún cabría me~lcionar otros dos detalles sumamente interesantes, en
especial por la repercusión que pueden tener en el Nuevo Mundo. Las
piezas cerámicas números 596 y 598 del Museo Canario de Las Palmas
presentan, ambas, adornos en el borde de la vasija, o en e1 mango de la
misma, que podrían ponerse en relación con :idornos que currplen una
función semejante en la cerámica de una amnlia área que comprende
-*-e --..+- A- TT*---..-l- p.."-.".."" R'-"":1 ., #la11 paLc uc vciIcAucla, vuayaiiaa, uia>iI ) la? Aiitillas, a d u r n ~íj~iin
61. Clark, 1955, figura.
62. Abreu, 1955, 151.
63. Diego Cu~coy, 1963, 32, y 1968, lám. XII-l.
64. Bosch, 1962, fig. 4.
65. Viera, 1950. 1, 167.
6. Diego Cuscoy, i9ó3, 40.
67. Abreu. 1950, 150: Torriani, 1959, 110: Cedeño. citado por Diego Cuscoy, 1963, etc.
68. Pericot, 1955, 595.
reproducen generalmente cabezas humanas o de animales que contem-plan,
generalmente, el interior de las vasijas.
El segundo elemento cerámico a destacar como de po~ible interés
para su comparación con réplicas americanas es un tipo de figurita del
que se conservan dos ejemplares casi idénticos en el Museo Canario de
Las Palmas, representando muy probablemente aves. Estos pájaros po-drían
ponerse en relación con otros que adquieren casi siempre la fun-ción
de ocarinas, de Colombia y Venezuela.
Así como las pruebas arqueológicas tienen, con vistas a la argu-mentación
adecuada de nuestra tesis, un valor cronológico de gran
peso, las de carácter etnohistórico, aun no poseyendo esta eficacia, rea-lizan
una reconstrucción mucho más viva y realista del nivel cultural
que tratamos de rastrear con el manejo de los rasgos culturales de
carácter arqueológico, pero que difícilmente pasan más allá de una sim-ple
sugestión o apunte. El hecho, poco frecuente, de poseer descrip-ciones
bastante detalladas, tanto para América como para las Islas
Canarias, nos permite establecer algunas comparaciones entre ambos
grupos, en relación a rasgos culturales de carácter no arqueológico.
Uno de los rasgos culturales más destacables, por lo extraño, que
hay que señalar en relación con los indígenas del Archipiélago canario
es el que se refiere a la existencia del matrimonio entre hermanos en
las Islas. Es bien sabido que la inmensa mayoría de las rociedades
humanas del pasado o del presente prohíben a sus miembros practicar
el matrimonio entre hermanos y consideran la transgresión de esta lev
como un caso de incesto. Hay, sin embargo, algunas pocas excepciones
a esta regla, y éstas; siempre, se concretan a la clase social más elevada
en cada sociedad, que viene a estar constituida, generalmente, por una
familia «reinante».
En relación con el caso de las Canarias, sabemos que este tipo de
incesto era admitido, al menos, en Tenerife y Lanzarote. En efecto, sa-bemos
por varios cronistas que al tratar de los indígenas de Tenerife
destacan el hecho de que «e1 rey siempre casaba con su igual, y si acaso
faltaba, se casaba con su hermana, por no ensuciar su sangre; Dorque
no era permitido casar con gente baja y que no fuese noble» ". Por
otra parte, es bien conocida la historia del último soberano de Lanza-rote,
Guanaveme, quien casó con su hermana Ico ''.
69. Abreu, 1955, 293: Espinosa, 1952, 42; Torriani, 1959, 178.
70. Chil, 1876, 1, 406; Viera, 1950, 1, 172; Schwidetzky, 1963, 22.
Entre los pocos casos de matrimonio entre hermanos que se cono-cen
en el Viejo Mundo hay una serie de ellos que consideramos lig,x-dos
entre sí, y que, posiblemente, representen el origen de esta coc-tumbre
en las Canarias. Nos referimo-, en primer lugar, al caso más co-nocido
del Egipto dinástico que, posiblemente, ha sido el modelo sc-guido
por otra serie de monarquías localizadas en el Alto Nilo, Ugand:~
y Rodesia del Sur, de las que tratamos a continuación.
Los indígenas Funj y Chilluks, del Alto Nilo, que presentan una
organización política estatal de tipo neosudanés, con un fundador de
dinastía al que ?e considera como padre de la tribu, y al que se adora
como divinidad, practican el matrimonio entre hermanos dentro del
círculo de la casa reinante 71. Otro tanto ocurre, más al sur, en la re-gión
de los lagos, en lo que fue el reino de Uganda. Tanto aquí como
en el Alto Nilo, el ~ a p e pl olítico de la esposa del soberano -que es
al mismo tiempo su hermana- o de la reina madre es de una imoor-tancia
nada frecuente y hay que relacionarlo con su papel de hermana-reina
72. Por último, entre los fundadores del reino de Monomotapn,
que incluía a los constructores de la legendaria Zinzbabwé, también se
da la mi~ma asociación de caracteres sociopolíticos: matrimonio real de
hermanos, importancia es~eciald e la soberana v de la reiaa madre, v la
institución de sacerdotisas consaqadas a las que lclego me referiréT3.
Desde mi punto de vista actual. los casos relacionados en el Alto
Nilo. Uganda y Rodesia. así como el de los indígenas prehisnánicoc de
Tenerife v Lanzarote, hay que relacionarlos directa o indirectamente
con el Egipto dinástico, que, en este caso, debe constituir un modelo
que se repite casi literalmente en todos esos lugares.
No hemos podido estudiar con bibliografía moderna y con suficien-te
detalle los datos que apurita W a i t ~en~ el~ r entido de que también
e1 matrimonio entre hermanos se da entre los asirios, en algunos nup-blos
de la India transgangética, aun desnués de la introducción del bu-dismo,
etc Tal vez esta serie esté igualmente relacio~ada con el foco
epjocio antes rrencionado.
Para América. los datos son también miiu escacos. ya que si, oor
una parte. sabemos que las «union:s entre hermanos eran toleradas
únicamente entre la realeza, en torno al Caribe» 15, O se menciona algún
raro ejemplo del Brasil '6, Lowie advierte que la mavor narte de ec-
71 Baumann y Westermann, 1948, 272.
72 Baumann y Westermann, 1948, 216.
73 Baumann y Westermann, 1948, 143.
74 Waitz, 1858, 1. 233, citado por Müller-Lyer. 1930, 56
75 Driver, 1961. 271.
76. Martius, 1867, 1, 116, citado por Brinton, 1946, 53.
tos datos, fuera del área andina, deben ser tratados con escepticismo 17.
En el área andina, e independientemente del caso bien probado de
los zoberanos Incas que casaban tradicionalmente con sus hermanas, ha-llamos
algunos rastros en Colombia. Pérez de Barradas, tomando como
base el mito de Hunzahuá, hace referencia a que los Chibchas practi-caron
este tipo de uniones 78. Ta ~Li é ne n el Valle del Cauca se men-ciona
el hecho entre los Lile, los Carrapa y los indios de la zona dc
Anserma. «De esto se desprende -dice Trimborn- que, en todo caso,
en una parte de las tribus del Cauca -si bien únicamente entre los
caciques- se daban casos de matrimonios con sobrinas e incluso con
hermanas, aunque ambos no constituían la regla general y estos últimos
eran poco frecuentes» 79.
No hay que olvidar, por último, el hecho de que este tipo de ma-trimonio
entre hermanos se dio también entre los miembros de la fa-milia
real de Hawai so.
El hecho que estamos comentando es lo suficientemente extraño e
-i-m-- portante cnmn para *e nns detengumr en mt u r .ir ha!!ur!e Una ex-plicación.
Ya en 1929, Friedirici, interesado en el caso, menciona la
hipótesis de que quizá <<nos hallamos ante una transición hacia el de-recho
patriarcal -en una sociedad matriarcal como podía ser la del
Valle del Cauca- en cuanto que el cacique se casa con su hermana con
el fin de legitimar la sucesión de su hijo, que al propio tiempo es su
.:obrino por parte de la hermana» a'. Este tipo de explicaciones, aun
siendo muy interesantes, nos llevaría por derroteros que no nos inte-resan
en el momento presente.
Creemos en primer lugar, que es importante destacar dos hechos
que juzgamos del mayor interés. Por una parte, el de que el matri-monio
entre hermanos parece ser «el producto de un extremo refina-miento,
más bien que un signo de primitivismo» ". En segundo lugar,
parece que no se ha tenido en cuenta casi nunca el hecho de que este
tipo de uniones se da más bien entre hermanastros que entre verda-deros
hermanos 83, es decir, en sociedades o en clases sociales en las
que se admite la poliginia, con una esposa principal que cubre el papel
de reina o soberana, pero en la que el sucesor no es indiscutiblemente
el primogénito, sino que, por el contrario, es el resultado de un cierto
77. Lowie, 1949, 316.
78. Pérez de Barradas, 1941, 250.
79. Trimborn, 1949, 77.
80. Waitz, 1858. 1, 203, citado por Müller-Lyer, 1930, 56.
81. Fnedirici. 1929. 445. citado por Tnmborn. 1949: 78.
82. Lowie, 1945, 27.
83. Dittmer, 1960, 68.
tipo de elección, por parte del mismo soberano o por parte de un
grupo preeminente de «nobles» o miembros de la casta dirigente.
Junto a estas consideraciones, debemos destacar el hecho de quc
en la mayor parte de los casos mencionados el objetivo que :e pre-tende
conquistar con este tipo de uniones no es otro que la «pureza de
sangre» &. Ello implica una sociedad estratifjcada con una nobleza fuer-te
sobre la cual debe destacarse la «familia real», manteniendo ese or-gullo
de sangre, mediante una «purificación» constante. «Influye aquí
también -como destaca Dittmer- la idea de igualdad de rey y reina,
como hermanos de determinados astros (Luna, Sol, Venus)» 'j.
De todo ello se desprende que el rasgo que estamos examinando
forma parte de un complejo en el que el papel de rey y reina, o her-mano-
hermana, está ligado a la existencia de una clase «noble» de la
que se intenta aislar una «familia» con un fundador-héroe divinizado,
familia poligínica, con una reina-esposa principal, cuyo heredero es
desigado por el soberano o por un consejo elector. En ezta sociedad,
posiblemente muy ordenada desde el punto de vista político-económi-co,
ei cuita solar, o ei c ~ i t oa i fundador dinástico, requiere la separa-ción
de vírgenes dedicadas a él hasta el momento del matrimonio, las
cuales residen en casas especiales, y sirven de esporas a los nobles.
Todo ello, como conjunto, requiere un estudio detallado y profundo
del que estamos ofreciendo solamente un bosquejo o esquema.
Otro tema, ya mencionado más arriba, y al parecer relacionado con
el matrimonio entre hermanos, es el de la existencia de doncellas o
vírgenes recluidas en una especie de monasterios, conventos o escuc-las,
de manera perpetua o temporal y dedicadas al culto divino. Apa-recen
en varios lugares y culturas en torno al Mediterráneo, pero aquí
vamos a destacar únicamente la extraña semejanza observable entre
las instituciones del Perú incaico y de las Canarias prehispánicas.
La descripción que de este tipo de doncellas hace Gómez Eccuder:),
hablando de Gran Canaria es muy expresiva: «Tenían las casas de
las doncellas recogidas, que éstas no salían a parte alguna, salvo a bd-ñarse
y habían de ir solas y había día diputado para eso y así, sa-biéndolo
o no, tenía pena de la vida, el hombre que fuera a verlas,
a encontradas y habiarias: iiamábanlas Pvi"ügua~ o hfaguüdü~. .. Estas
Maguas no salían de sus Monasterios, si no era para pedir a Dios bue-nos
tiempos, si alguna quería salirse fuera debía de ser para casarse» 86.
Difícilmente podría hallarse una descripción más semejante a las que
se refieren a las jóvenes vestales del Imperio de los Incas.
O" T,....... : 9 5 , 27; Di::mer, 196" 68; Trixhort., !%E, 77, etc.
85. Dittmer, 1960, 68.
86. Chil, 1876, 1, 520.
Las casas o monasterios en que residían las maguas eran conoci-dos
con el nombre de «Tamogante en Acorán» o templo de dios 87.
Marín y Cubas precisa que estas doncellas eran «hijas de nobles que
de toda la isla venían allí para aprender como escuela» *'.
Siguiendo la línea mencionada en los párrafos anteriores hay que
señalar igualmente el particular sistema de propiedad de la tierra que
regía en Tenerife y Gran Canaria en época prehispánica, y que tanto
recuerda el ristema inca. Viera y Clavijo es el cronista más explícito
en este aspecto, al decirnos que «en Tenerife eran los reyes señores
y propietarios absolutos de todas las tierras de labor, que repartían
cada año entre sus vasallos atendiendo a la calidad, familia, méritos
y servicios de cada uno, de manera que los guanches no eran más de
unos usufructuarios de las tierras o como unos labradores del Estado,
que no le pagaban pensión» ". Espinosa, Cedeño y Gómez Escudero
precisan algunos extremos, insistiendo en que el reparto de las tierras
se hacía anualmente 'O.
El sistema general de propiedad y reparto de las tierras es sorpren-dentemente
semejante al sistema inca. En el Perú prehispánico, según
la tradición ampliamente difundida por el Inca Garcilaso de la Vega, en
el mes chacra conacui, o «mes del cambio de los campos» se verificaba
cada año el reparto o redistribución de las tierras por medio del cual
los nuevos matrimonios adquirían las tierras necesarias para su man-tenimiento
autónomo.
Hay que destacar también, a este propósito que, tanto los incas,
como los indígenas del archipiélago canario, eran pastores, al mismo
tiempo que agricultores y que el sistema, tan detalladamente estudiado
por Diego Cuscoy, ,de periódicos desplazamientos en busca de pastos,
también fue desarrollado, aunque a escala diferente, por los incas, lo
que podría servir para establecer una serie de paralelos sumamente in-teresantes
91.
Del mismo modo, hay que destacar el hecho de que, tanto para
los incas, como para los indígenas de las Canarias, la nobleza no sólo
era un estado heredable, sino que se podía acceder a ella por propios
méritos, lo que daba a ambas sociedades una gran movilidad 92.
Finalmente, debemos referirnos al caso del lenguaje silbado, tanto
en Canarias como en América, lo que puede representar otro aspecto
87.
88.
89.
90.
Yl.
92.
Torriani, 1959, 95; Abreu, 1955, 156.
Chil. 1876. 1. 526.
Viera, 1950, 1, 143.
Espinosa, 1952, 39; Chil, 1876, 1, 531-32.
Uiego Cuscoy, 1968.
Abrcu, 1955, 150; Viera, 1950, 1, 142-43; Torrimi, 1959, 105-6.
del problema que estamos estudiando. Es bien sabido que la comu-nicación
a grandes distancias mediante el silbido es un rasgo poco
frecuente en el mundo. Ha :ido Hasler quien ha señalado este tipo
de comunicación en una serie de grupos indígenas, del presente o del
pasado, en Méjico, Canarias y Africa, los que no parece dudoso que
deban relacionarse entre sí, aunque para nuestro interés actual no pue-da
desprenderse de esa relación la época en que se estableció.
Espinosa 93 y otros cronistas hacen referencia al hecho de que los
primitivos habitantes de Tenerife «cuando tenían guerra, con ahuma-das
se entendían, y con silbidos que daban de lo más alto, y el que
los oía silbaba al otro y así, de mano en mano, en breve tiempo se
convocaban y juntaban todos» 94. Esta costumbre ha sobrevivido hasta
nosotros entre los habitantes de la Gomera.
. El propio Hasler señala el hecho de que este sistema de comuni-cación
es empIeado por varias tribus negras «por ejemplo los baya del
Camerún Meridional» De otra parte, en México lo emplean los Chi-nantecos
de Oaxaca, los Zapotecos, los cafetaleros blancos de Hua-
: ~ s c a !,m Nah~usd e T!axca!a y de la Euaztec~m eridivna!, los Tono-nacos,
los Mazatecos de Oaxaca y los Tepehuas de Hidalgo y los Oto-míes
96.
Este tipo de silbo, por el cual se comunican los tonos de su lengua
normal, ha debido ser «invento de montañeses con idioma tonal» 97.
Ahora bien, cómo y en qué momento ha podido ser trasmitido el zis-tema
del Viejo Mundo a México es cosa que resulta altamente du-doso,
ya que la comunicación con grupos negros africanos se ha prc-ducido
de manera más intensa después de las conquista española y es
en esa época cuando ha podido más probablemente trasmitirce al Nuev~
Continente.
Las pruebas de carácter antropológico que pueden aportarse al es-tudio
comparativo que estamos intentando en esta ocasión, entre las
Canarias y América en tiempos precolombinos han sido mencionadas
en varias ocasiones anteriores por diferentes autores 98, por lo que en
esta ocasión sólo nos referiremos a ellas brevemente. Son éstas, prin-cipalmente,
la trepanación, la momificación y la sífilis.
93. Espinosa, 1952, 42.
94. Abreu, 1955, 296.
95. Hasler. 1960, 35.
96. Hasler, 1960, 23.
97. Hasler, 1960, 35.
98. Heyerdahl, 1952; Pericot, 1955; Alcina, 1969
La t~epanaczón es una práctica de carácter quirúrgico o ritual cuya
distribución mundial presenta una homogeneidad muy característica.
Se pueden distinguir claramente tres áreas: a) Occidental, compren-diendo
Centroeuropa, Francia, Italia, España, Dinamarca, Suecia, Norte
de Africa y Canarias; b) Sudamericana, con focos en Bolivia, Noroeste
argentino, y Perú (Cuzco, Huarochiri y Paracas); y c) Polinesia y Me-lanesia,
pudiendo decirse -pese a los hallazgos aislados, muy dudo-sos-
que no aparece ni en Africa, ni en Asia, ni en Norteamérica ".
«Si tenemos en cuenta que los hallazgos más antiguos del área
occidental pueden fijarse en el 3.000 a. de C., que los más antiguos
ejemplares de Sudamérica pueden ser de en torno al 500 de Cristo
y que para el poblamiento de Oceanía, en términos generales, hay que
pensar en fechas más recientes, la ordenación cronológica de los tres
conjuntos o áreas parece lógicamente que determinan un sentido a la
difusión -si la hay- de oriente a occidente» 'O0.
Todo parece hacer presumir, por consiguiente, que la bien particu-lar
práctica quirúrgica o mágica que es la trepanación prehistórica
puede ser uno de OS argumentos más decisivos en favor de ia tesis
que estamos discutiendo.
El caso de la momificación se plantea en términos parecidos a los
que hemos examinado en los párrafos anteriores, al tratar de la tre-panación.
En efecto, «la momificación se halla igualmente en Egipto,
Canarias, en Sudamérica y en PoIinesia, distribución bastante parecida
a la que señalábamos para la trepanación~ 'O1.
No quiere esto decir que la momificación natural no exista en otras
regiones, o que en otras zonas no se practiquen sistemas diferentes
para momificar los cadáveres, pero en cualquier caso la mayor fre-cuencia
de la momificación se da en las zonas señal~das, siendo Asia
y Norteamérica, regiones en las que, junto con Europa, apenas se en-cuentran
casos de momificación.
Como en el caso de otros rasgos culturales, examinados más arriba,
la relación entre Egipto y el Próximo Oriente con el Norte de Africa
y Canarias, se pone de manifiesto también en el de la momificación 'O2.
Otro tanto podemos decir de esta práctica en el área andina y en
n,:, VLLLUIILI.
El último de los problemas a que vamos a referirnos en esta oca-si&
es el que plantea el origen y difusión de la sífilis en el mundo.
Dificultades muy variadas, principalmente en relación con las descrip-
99. Palop, 1970.
100. Palop, 1970.
101. Pericot, 1955, 595.
102. Schwidetzky, 1963, 21-22.
ciones antiguas de la enfermedad, e incluso la identificación poco clara,
por lo general, de las huellas dejadas en los restos óseos, han permi-tido
que proliferasen las opiniones más contrarias e irreconciliables. A
complicar este panorama han venido después las opiniones en pro y
en contra del origen americano de esta enfermedad, achacando a los
españoles o tratando de evitar su responsabilidad, por haber impor-tado
esa enfermedad en Europa. Todo ello impide que podamos ver
con claridad y brevemente este problema, tan enredado y con tantas
ramificaciones.
«En opinión generalmente admitida- dice Bosch- la sífilis fue
importada en Europa por las tropas de Cristóbal Colón después de su
descubrimiento del Nuevo Mundo. Contrariamente a esta opinión, de
todos conocida, se admite por otros historiadores que aquella enfer-medad
existía en Europa muchos años antes de los correspondientes a
los finales del siglo xv y que si fue mejor conocida en esta época se
debió al estudio más detenido que de ella hicieron los médicos que
por entonces ejercían el arte de curara 'O3.
Lob argu~ncriíos en pro de esta última opinión son numerosos y
variados. Una enfermedad venérea, que se supone fuese la sífilis, es
llamada en la Edad Media mal francés por los italianos, mal de Ná-poles
por los franceses, bubas por los castellanos, mal castellano por
los portugueses y mal portugués por los hindúes a quienes dominaron
éstos '".
Pero las referencias a enfermedades venéreas, que se identifican
como casos de sífilis, son mucho más antiguas: un esqueleto hallado
en La Solutre (Francia) por el abate Ducrost, presentando «en ambas
tibias exóstosis muy manifiestas» 'O5; varios fragmentos óseos con hue-llas
que parecen corresponder a lesiones sifilíticas, además de múltiples
referencias literarias y documentales sobre pueblos clásicos de1 Medite-rráneo,
etc.
Lo que es para nosotros el «eslabón perdido» en este problema,
las Canarias, parecía confirmar la opinión de que la sífilis era conocida
en el Viejo Mundo, antes del descubrimiento de América. En efecto,
ya Verneau había señalado la existencia de 39 cráneos guanches con
lesiones en el fromal, en el parie~al, en ambas regiones y en ei occi-pital,
que parecían de origen sifilítico. Esta opinión fue refrendada por
Boch Millares en 1941. Pero este mismo autor, volviendo sobre el te-ma
recientemente, opina que das lesiones que presentan los cráneos
103. Bosch, 1941, 249.
104. Bosch, 1941, 250-51.
iO5. González, 1954, 21.
antes referidos no corresponden a gomas sifilíticos como cree Ver-neau,
sino que son graduaciones de un proceso de osteitb '%.
Pese a lo inseguro de los materiales, sería posible pensar que la
sífilis hubiese atravesado por dos veces el Atlántico; una primera vez
en tiempos prehistóricos, procediendo del Mediterráneo, Africa y Ca-narias,
hacia América y una segunda vez, en tiempos postcolombinos,
desde América hacia la Europa occidental. Esperemos que el futuro
venga a confirmar o negar definitivamente esta hipótesis.
Si, al tdrmino de nuestra exposición, volvemos al punto de donde
partimos, podremos comprobar cómo, de acuerdo con los datos e hipó-tesis
expuestas, el archipiélago canario durante la Prehistoria, ha de-bido
jugar un papel de encrucijada entre no menos de tres continentes
-Europa, Africa y América- sirviendo de enlace, por el lado atlán-tico,
al indudable entronque de las culturas precolombinas de Améri-ca
Sus cOíiieíTipL~iiedaeS! VidCl
106. Bosch, 1962, 615.
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