XXII Coloquio de Historia Canario-Americana
ISSN 2386-6837, Las Palmas de Gran Canaria. España, (2017), XXII-182, pp. 1-9
LOS PUERTOS DEL CARIBE Y EL ATLÁNTICO
THE PORTS OF THE CARIBBEAN AND THE ATLANTIC
Rafael Francisco Moya Pons*
Cómo citar este artículo/Citation: Moya Pons, R. F. (2017). Los puertos del Caribe y el Atlántico. XXII Coloquio de Historia Canario-Americana (2016), XXII-182. http://coloquioscanariasmerica.casadecolon.com/index.php/aea/article/view/10109
Resumen: Esta ponencia muestra el desarrollo de los circuitos comerciales que hicieron del Caribe un elemento central en la formación de la economía atlántica, y señala que desde mucho antes de que estallaran las revolucio-nes norteamericana, francesa y haitiana, el Atlántico era ya un complejo económico integrado no sólo por las ciudades-puertos, sino también por sus respectivos hinterlands. Las ciudades-puertos eran a la vez centros con vida propia, pero también pivotes que facilitaban la comunicación y el intercambio entre el corazón de Europa con el corazón de América, y entre estos y el corazón de África. El Atlántico fue el espacio que sirvió de plata-forma inicial para la formación del moderno mercado mundial. En ese proceso las Islas Canarias jugaron un papel protagónico desde el primer viaje de Colón hasta bien entrado el siglo 20.
Palabras clave: Santo Domingo, Caribe, economía atlántica, Atlántico, ciudades-puerto, Islas Canarias, África, esclavos, azúcar, tabaco, corsarios, colonias, Antillas, Cuba, Española, La Habana, Cartagena, comercio libre, libre comercio, plantaciones, puertos neutrales, Gran Bretaña, colonias norteamericanas, Francia, contrabando, Holanda, Dinamarca, Montecristi, Jamaica, melazas, Guerra de los Siete Años, Antillas francesas, Antillas britá-nicas.
Abstract: This presentation shows the development of the commercial circuits that made the Caribbean a central element in the formation of the Atlantic economy, and points out that long before the North American, French and Haitian revolutions broke out, the Atlantic was already an integrated economic complex not only by port cities, but also by their respective hinterlands. The port cities were both centers with their own life, but also pi-vots that facilitated communication and exchange between the heart of Europe with the heart of America, and between them and the heart of Africa. The Atlantic was the space that served as the initial platform for the for-mation of the modern world market. In that process the Canary Islands played a leading role from the first voya-ge of Columbus until well into the 20th century.
Keywords: Santo Domingo, Caribbean, atlantic economy, Atlantic, port cities, Canary Islands, Africa, slaves, sugar, tobacco, corsairs (pirates), colonies, Antilles, Cuba, Hispaniola, Havana, Cartagena, free trade, free trade, plantations, neutral ports, Great Britain, north american colonies, France, smuggling, Holland, Denmark, Monte-cristi, Jamaica, molasses, Seven Years' War, French Antilles, British Antilles.
LA EMERGENCIA DEL MUNDO ATLÁNTICO
Desde antes de la llegada de Colón a América, el Atlántico fue un espacio en construcción. Sin llegar tan lejos hacia atrás como recordar las navegaciones irlandesas y vikingas en las latitudes más septentrionales de este vasto océano, es aceptable decir que quienes iniciaron esa construcción fueron los exploradores náuticos genoveses que se aventuraron en navega-ciones de altura cada vez más hacia el oeste hasta dar con la isla Azores, ocupadas y coloni-zadas más tarde (a partir de 1432) por los portugueses, ocurriendo lo mismo con la isla de
* Doctor en Historia. Miembro de Número de la Academia Dominicana de la Historia. República Domi-nicana. Calle Las Mercedes. Santo Domingo 10210. República Dominicana. Correo electrónico: moyafrank@yahoo.com
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Madeira (a partir de 1420), y con las Islas Canarias, reconocidas como propiedad castellana a partir de 1431 (por el Papa Eugenio IV).
Bien conocidas son también las exploraciones portuguesas a lo largo de la costa atlántica de África durante el siglo 15 bajo la dirección del rey Enrique. Durante un tiempo esas explo-raciones tuvieron como límite el Cabo Bojador hasta que en 1434 los navegantes descubrieron los secretos de la “volta da Mina”, pudiendo aventurarse cada vez más al sur, en busca de oro y esclavos. Podemos decir que el siglo 15 es la época de la construcción del Atlántico africa-no, particularmente a partir del momento en que los marineros pudieron navegar al sur del Cabo Bojador.
En la segunda mitad del siglo se suceden rápidamente los establecimientos portugueses a lo largo de la costa africana: Senegal, Gambia, Guinea, Costa de Oro, Ghana, Sao Jorge da Mina, Congo, Angola, en fin…, hasta que Bartolomé Díaz logró circunnavegar el continente en 1488 y abrir una nueva ruta hacia los fabulosos reinos de Asia.
A diferencia de lo que ocurriría en América a partir de la llegada de Colón, los recién lle-gados no lograron penetrar el continente africano porque “los reinos del litoral supieron hacer frente a los portugueses y arrinconarlos en enclaves costeros. Con ellos comerciaron, propor-cionándoles minerales, especias y otros bienes. La producción de materias primas no cambió de manos. Los africanos fueron incluso los encargados de proveer esclavos a los lusos. Gra-cias a este reparto de papeles entre invasores e invadidos, dice Nicolás Sánchez Albornoz, los africanos consiguieron preservar su organización política, su religión y sus cultura”. (Rumbo a América, p. 22).
Cosa muy distinta ocurrió en el Atlántico occidental, pues allí los invasores y colonizado-res encontraron sociedades menos resistentes (política e inmunológicamente) que las africa-nas, pudiendo en pocos años someterlas a su dominio favorecidos por la destructiva fuerza de las epidemias y por la disponibilidad de armas de fuego, caballos y perros, así como por un espíritu guerrero forjado en la guerra de la Reconquista contra los moros, y alimentado por la codicia de oro, tierras y esclavos.
Los españoles que conquistan las llamadas Indias no se quedan en las costas como sus con-trapartes portugueses hicieron en África, sino que penetran el continente americano, suben a los altiplanos, conquistan allí los imperios y las tribus independientes, y construyen realmente un “Nuevo Mundo”, como no lo hubo en otra parte.
Este nuevo mundo se constituyó al tiempo que se desarrollaba una nueva economía atlánti-ca que hizo complementarios a cada uno de sus componentes. Esa complementaridad se tornó en codependencia, y donde primero se hizo visible fue en la región del Caribe, en el siglo 16, pues fue allí en donde la catástrofe demográfica obligó primero a recurrir a África para com-prar esclavos que sustituyeran a los extinguidos taínos y caribes que perecían por miles en los lavaderos de oro y las haciendas antillanas.
Con el tiempo, la mayoría de los esclavos africanos que llegaron al Caribe fueron utiliza-dos en el cultivo, corte y procesamiento de la caña para fabricar azúcar, así como en el desa-rrollo y explotaciones de plantaciones de productos tropicales. Ello hizo de las Antillas una región sui generis bien diferenciada de las sociedades novo-hispánicas en el continente.
Recordemos que en el siglo 16, España apenas logró colonizar las cuatro Antillas mayores (Cuba, Santo Domingo, Jamaica y Puerto Rico) pues las pequeñas Antillas no tenían oro y fueron consideradas desde temprano como "islas inútiles" por los conquistadores. El interés por el oro y la plata de México y Perú desvió temprano la atención de los españoles hacia el continente. Las Antillas quedaron entonces casi enteramente despobladas, aunque bajo el con-trol de guarniciones militares cuya misión era impedir que Francia, Inglaterra y Holanda pu-dieran ocuparlas de manera permanente.
Hubo sí ocupaciones temporales realizadas por corsarios, como ocurrió en La Habana en 1537 y 1555; en Santiago de Cuba en 1547 y 1554; en Santo Domingo y Cartagena en 1586; y LOS PUERTOS DEL CARIBE Y EL ATLÁNTICO...
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en Puerto Rico en 1598. Jamaica fue la única excepción ya que fue tomada por los ingleses en 1655 y nunca más volvió a cambiar de manos.
Durante el siglo 17, las pequeñas Antillas fueron ocupadas y colonizadas por Francia, In-glaterra y Holanda para ser convertidas, primero, en colonias productoras de tabaco y, más tarde, en plantaciones azucareras que funcionaban sobre la base de la mano de obra esclava. Así, en 1625, Barbados y San Cristóbal cayeron en manos inglesas, en tanto que Curazao y Aruba fueron ocupadas por holandeses en 1630, de la misma manera que Guadalupe y Marti-nica cayeron en manos francesas en 1635. Más adelante, en el siglo 18, Dinamarca compró a Francia la isla de St. Croix y la convirtió también en una colonia azucarera, conjuntamente con las islas de St. Thomas y St. John.
En los siglos 17 y 18, ingleses, franceses y holandeses se disputaron el control de las pe-queñas Antillas, de tal manera que algunas cambiaron de manos varias veces durante las gue-rras. La historia de esas ocupaciones, desalojos y re-ocupaciones es larga y terminó impri-miendo un sello colonial particular a las islas. Al concluir las guerras napoleónicas en 1814, las Antillas quedaron definitivamente alineadas en distintos bloques coloniales y no volvieron a cambiar de dueño (con excepción de Santo Domingo que retornó brevemente al dominio español entre 1861 y 1865).
Así, en el siglo XIX, Cuba y Puerto Rico quedaron bajo control español. St. Croix, St. Thomas y St, John permanecieron bajo control de Dinamarca. Jamaica, Trinidad, Tobago, Barbados, Dominica, St. Lucia, Grenada y las Grenadinas, St. Kitts, Monserrat, Nevis, Anti-gua, Anguila, Barbuda y Tortola, quedaron bajo dominio británico. Curazao, Aruba, Bonaire, St. Marteen, Saba y St. Eustaquio permanecieron bajo control holandés; en tanto que Guada-lupe y Martinica quedaron bajo dominio francés.
La única excepción en este escenario de colonias caribeñas en ese siglo lo constituyó la isla de Santo Domingo. Esta isla quedó dividida en dos repúblicas independientes, Haití y Re-pública Dominicana, que se formaron sobre las cenizas de la conflagración producida por las revoluciones francesa y haitiana. Haití obtuvo su independencia de Francia en 1804, y Santo Domingo de España en 1821. Sin embargo, los haitianos invadieron la parte española de la isla en 1822 y la dominaron durante 22 años. Por eso la República Dominicana vino a alcan-zar su independencia en 1844. Pero esa historia cae fuera del tema de estas páginas.
Muchas de estas islas-colonias fueron establecimientos con una sola ciudad-puerto, pro-piamente hablando, pues aunque en algunas había otros centros poblados, estos eran casi siempre precarias aldeas con unos pocos cientos de habitantes.
Verdaderas ciudades en el Caribe en los siglos 16, 17 y 18 fueron pocas: Santo Domingo, Puerto Rico, La Habana y Cartagena. Alguien tal vez quisiera incluir a Veracruz entre ellas por estar bien fortificada. Otros centros famosos como Nombre de Dios, a pesar de su impor-tancia logística, no eran otra cosa que asentamientos temporeros que adquirían una gran ani-mación una vez al año con la llegada de la plata del Perú por el istmo de Panamá. La llamada “ciudad” de Nombre de Dios no era tal pues prácticamente desaparecía cuando terminaba la feria por la llegada de la plata y zarpaba la flota rumbo a Cartagena para preparar su retorno a España, vía La Habana. Por su precariedad, Nombre de Dios fue prácticamente abandonada y reemplazada por Portobelo en 1597.
Santiago de Cuba, Matanzas, Trinidad, Baracoa y Puerto Príncipe, en Cuba, funcionaban más bien como centros de producción o acopio de cueros carne salada y víveres y para vender a las flotas procedentes de Veracruz y Cartagena que se congregaban en La Habana. Santiago tenía a su favor su espléndida bahía para ser considerada importante. Durante mucho tiempo su función fue más estratégica que económica en la vida colonial cubana.
En las colonias no hispánicas el puerto principal, que era a la vez el centro administrativo y político, era la única ciudad a considerar. En Jamaica, Port Royal con su excelente bahía era la RAFAEL FRANCISCO MOYA PONS
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puerta de entrada y salida de casi todo su comercio hasta que fue destruida por un terremoto en 1692 y reemplazada por Kingston.
De St. Pierre, en Martinica, puede decirse lo mismo. Aparte de esa pequeña ciudad no hab-ía otra de significación en la isla. Destruida en 1902 por la erupción del volcán Montagne Pel-ée, fue reemplazada por Fort-de-France. Basse-Terre, en Guadalupe competía con St. Pierre, pero dependía de los navíos que iban a este último puerto para mantener activo su comercio. Ambas ciudades eran las únicas que podían llamarse tales, aunque su población no llegase a las mil familias.
Decir Curazao era lo mismo que decir Willemstadt, buen puerto natural y centro por exce-lencia del comercio holandés en todo el Caribe. De Willemstadt dependían las demás peque-ñas posesiones vecinas de Holanda, Aruba y Bonaire. Fredericksburg en Santa Cruz (St. Croix), y los pequeñitos puertos de Basseterre, en St. Kitts; Charlestown, en Nevis; St. Eusta-quio, Saba y St. Martin, en las islas de los mismos nombres, prosperaron mucho en el curso del siglo 18 gracias a que eran activos centro de contrabando y a su papel de abastecedores de melazas para las industria del ron de las colonias norteamericanas. Muy visible en el ejercicio de esas funciones lo fue también Charlotte-Amalie, la ciudad puerto de la islita danesa de St. Thomas que, junto competía con Curazao y St. Eustaquio como la capital del contrabando en el Caribe en el siglo 18.
Por otro lado, Georgetown, en Barbados, centralizaba las operaciones de aquella pequeña, pero muy importante isla inglesa que servía de puerto de llegada a las naves que cruzaban el Atlántico desde Gran Bretaña. Barbados cumplía una función estratégica y logística de primer orden en el funcionamiento del imperio británico en América, pues a los barcos que se dirig-ían hacia las trece colonias norteamericanas se les hacía difícil navegar contra los “westerlies” y contra la Corriente del Golfo.
Para viajar de Inglaterra a Norteamérica en aquella época los barcos debían dirigirse pri-mero hacia el sur de las Islas Canarias para tomar cruzar el Atlántico con el favor de los vien-tos alisios. Luego de casi un mes de navegación, hacían escala en Bridgetown, Barbados, para desde allí entonces enrumbar hacia el noroeste hasta alcanzar la Corriente del Golfo que los impulsaría hacia el norte hasta arribar a sus respectivos destinos en las ciudades atlánticas de Norteamérica. Casi dos meses tomaba ese viaje en los barcos de vela de aquellos años.
EL COMERCIO INTER-COLONIAL ESPAÑOL
Como es bien sabido, en las colonias españolas del Caribe el contrabando nunca pudo ser erradicado por la simple razón de que España no podía abastecer a sus posesiones antillanas y éstas tenían forzosamente que suplirse en las demás colonias en el Caribe. El contrabando en las islas españolas tenía varias vertientes. Una era el contacto directo con los holandeses, quienes dominaban el comercio clandestino en los siglos XVII y XVIII, visitando periódicamente los ríos y las costas de Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico en donde intercambiaban manufacturas europeas por cueros, jengibre, cacao, café, víveres y carne salada. Otras veces eran las mismas balandras y goletas puertorriqueñas y dominicanas las que viajaban a St. Thomas, St. Croix, St. Kitts, St. Eustaquio y St. Martin, cargadas de esos y otros productos de la tierra para intercambiarlos por mercancías a los daneses y holandeses.
Dependiendo de la tolerancia de los gobernadores militares españoles y de la situación política en Europa, los barcos holandeses muchas veces entraban y eran tolerados en los principales puertos de Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico. Allí realizaban sus operaciones abiertamente con toda la población. Las estadísticas de entrada y salida de barcos en los puertos de La Habana, Santo Domingo y San Juan, desde 1700 a 1800, muestran claramente la hegemonía comercial holandesa, aunque en ellas se destaca también un flujo permanente de LOS PUERTOS DEL CARIBE Y EL ATLÁNTICO...
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intercambios entre las mismas Antillas españolas, y entre todas ellas con los puertos de La Guaira, Maracaibo, Coro, Cumaná, Margarita, Cartagena, Santa Marta, Portobelo y Veracruz. Con excepción de Cartagena, estas ciudades-puerto eran pequeños enclaves abastecidos por una agricultura y ganadería precarias, cierta minería, y por un limitado comercio de cabotaje combinado con un activo intercambio comercial inter-colonial de pocos volúmenes y limitado valor.
Este comercio inter-colonial que conectaba todos esos puertos entre sí se realizaba normalmente en balandras, aunque también se utilizaban algunas goletas y bergantines. El volumen de los embarques era generalmente pequeño aunque muy variado, compuesto de cueros crudos y suela, azúcares, cacao, jengibre, sal, maíz, casabe, alguna cañafístola, brea y alquitrán, caballos y mulas, frijoles, cebollas y ajos, aceite y vinagre, y algún tabaco. Este era un intercambio complementario de cargamentos que se enviaban de un sitio a otro para satisfacer deficiencias de la oferta local de provisiones, pues casi todas las colonias españolas en el Caribe producían estos productos en mayor o menor cantidad.
A pesar de su variedad, el comercio inter-colonial en las Antillas españolas durante el siglo XVIII era un intercambio de poca monta que no podía compararse con los altos volúmenes del contrabando en Antillas no hispánicas. Con todo, ese comercio tenía una gran importancia para la supervivencia de las empobrecidas poblaciones rurales de Cuba, Santo Domingo y Puerto Rico, pues con él podían dar salida a sus escasas producciones y recibir, a cambio, víveres y provisiones, y algunas manufacturas, de otras partes del Caribe.
El comercio legal con los extranjeros que aparece registrado en los documentos oficiales españoles se refiere mayormente al intercambio entre los principales puertos, esto es, San Juan, Santo Domingo, Santiago de Cuba y La Habana. En esos registros aparecen mencionados productos de origen norteamericano como harinas, queso y mantequilla, carne salada, jamones y pescado salado, a la vez que artículos llegados ocasionalmente desde España o las Islas Canarias, tales como vino, aceite y vinagre, dulces, conservas y frutas secas.
En Puerto Rico el comercio con los extranjeros contribuyó a sostener la población en una época en que las importaciones españolas habían desaparecido. El contrabando estimuló la agricultura de víveres y la ganadería en Puerto Rico pero nunca fue suficiente para sacar de la pobreza a la mayoría de los habitantes. Aun cuando esta isla tenía una densidad demográfica relativamente mayor que Santo Domingo y Cuba, siempre hubo tierras disponibles en el siglo XVIII. Los cabildos acostumbraban a donar estas tierras a quienes las solicitaban, y hubo numerosos casos de labradores y soldados que recibieron tierras para que las cultivaran.
Debido a ello, la población puertorriqueña fue poco a poco dispersándose por la isla en el curso del siglo XVIII, dedicándose a la ganadería y a una precaria agricultura de víveres cuyo principal mercado eran los plantadores y comerciantes daneses de St. Thomas y St. Croix, y los holandeses de San Eustaquio, Saba, San Martín y Curazao.
De estos mercados, los más importantes eran St. Croix y St. Thomas, en donde trabajaban más de 30,000 esclavos en los ingenios azucareros que necesitaban continuamente carne, caballos, mulas y víveres. Al igual que las otras islas azucareras, St. Croix quedó sometida a un régimen de monocultivo que obligaba a los dueños de ingenios a importar ganado, alimentos, provisiones y bestias de carga y tiro de las islas vecinas y Norteamérica. Los campesinos puertorriqueños suplían a St. Croix tanto directamente como por la vía de St. Thomas, ocasionalmente yendo en sus propias goletas, pero normalmente esperando la llegada de los bergantines daneses, ingleses y holandeses que visitaban los lugares convenidos para el contrabando.
En este comercio con Puerto Rico había una cierta especialización: los ingleses compraban generalmente maderas de campeche y guayacán; los holandeses compraban casi todo el tabaco; y los daneses compraban víveres y café. Todos trataban de comprar la mayor cantidad RAFAEL FRANCISCO MOYA PONS
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de reses, caballos y mulas que fuese posible, pues la demanda por estos animales en las plantaciones azucareras de las Antillas no hispánicas era insaciable.
PUERTOS NEUTRALES
Aun cuando las economías de St. Thomas, Saint-John y St. Croix se sustentaban en sus plantaciones, estas islas funcionaban también como puertos comerciales libres, al igual que lo hacían San Eustaquio y Curazao, que eran entonces los principales centros del comercio neutral en el Caribe. Esto se hizo más evidente durante la Guerra de los Siete Años (1756-1763) cuando el gobierno británico ordenó a las colonias norteamericanas que suspendieran sus relaciones comerciales con las Antillas francesas. Para imponer esta política el gobierno británico ordenó el embargo y la confiscación de los barcos procedentes de Martinica, Guadalupe y Saint-Domingue que generalmente iban a Norteamérica cargados de melazas para abastecer la industria de aguardiente en las colonias norteamericanas. Recuérdese que el ron era un producto clave sobre el que descansaba el negocio de las pieles.
Los comerciantes y los colonos norteamericanos no estaban dispuestos a obedecer esta medida que les resultaba tan perjudicial y por ello decidieron buscar una ruta indirecta que les permitiera suplirse de azúcar, melazas y ron de las Antillas francesas. La solución obvia resultó ser el contrabando de productos coloniales francesas a través de las islas danesas y holandesas. Por ello, durante la guerra, St. Eustaquio se convirtió en el centro de acopio y trasbordo más importante de productos franceses en todo el Caribe.
En ese período los franceses enviaban sus productos a St. Eustaquio o a Curazao, en donde eran intercambiados por productos norteamericanos a comerciantes y armadores norteamericanos e irlandeses pues también en Irlanda había una gran necesidad de melazas. A medida que la guerra continuaba, los precios seguían subiendo llegando a niveles exorbitantes. Consecuentemente, el contrabando floreció más que nunca en las Pequeñas Antillas.
Como resultado de esta concurrencia, nuevos puertos neutrales empezaron a ser habilitados en lugares inesperados, como fue el caso de Montecristi, en la frontera de las colonias francesa y española en la isla de Santo Domingo. Montecristi fue descubierto por los comerciantes de Rhode Island en los mismos comienzos de la guerra y ya en 1757 se había convertido en el lugar de reunión de las naves procedentes de Nueva Inglaterra con las goletas y barcazas francesas de Saint-Domingue.
Tolerados por las autoridades españolas, los barcos de Massachussets, Rhode Island, New York, Filadelfia, y hasta Irlanda, anclaban en Monte Cristi con sus cargamentos consignados a comerciantes españoles y recibían de ellos azúcares y melazas supuestamente producidos en la colonia española, pero que habían sido enviados en barcazas y bajeles por los comerciantes de Fort Dauphin y Cap Francais.
Hubo años, como en 1759, en que Montecristi fue visitado por 200 barcos norteamericanos, muchos de los cuales llegaban con pocas mercancías pero con suficiente dinero a comprar azúcares, melazas y ron. A su regreso a Norteamérica, los capitanes mostraban sus papeles que señalaban el origen “neutral” de sus embarques y así lograban burlar o complacer a las condescendientes autoridades aduaneras norteamericanas que sabían que la economía de sus colonias dependía del tráfico con las Antillas.
Las autoridades británicas, sin embargo, no se dejaban engañar con el comercio norteamericano en los llamados puertos neutrales y se dispusieron a liquidar el comercio de Montecristi y St. Eustaquio bloqueando la salida de las naves y apresándolas en alta mar. Cuando los escuadrones navales ingleses apresaban esos barcos los llevaban a Jamaica en donde las cortes militares condenaban a sus dueños y capitanes por traficar con el enemigo y les confiscaban sus cargamentos. LOS PUERTOS DEL CARIBE Y EL ATLÁNTICO...
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En agosto de 1760, el gobierno británico volvió a ordenar a sus gobernadores coloniales que informaran acerca del contrabando y castigaran con las mayores penas a los contrabandistas. Pero las nuevas conexiones en Montecristi y St. Eustaquio, así como los grandes volúmenes de mercancías inglesas y norteamericanas que se vendían, hacían muy difícil que las autoridades coloniales norteamericanas obedecieran las órdenes del gobierno británico.
Las asambleas coloniales antillanas y los comerciantes de Pennsylvania, New York, Connecticut, Rhode Island y Massachussets defendieron el comercio en los puertos neutrales argumentando que era necesario no sólo para las colonias norteamericanas sino también para la industria británica. El gobierno británico continuó ignorando estos argumentos y ordenó a su marina de guerra y autoridades coloniales hacer cumplir la Ley de Melazas de 1733. Tan efectiva fue la represión del contrabando que los británicos lograron obstaculizarlo visiblemente durante los últimos tres años de la Guerra de los Siete Años.
HACIA EL COMERCIO LIBRE
La Guerra de los Siete Años afectó significativamente el comercio entre las Antillas británicas y las colonias norteamericanas. Después de cuatro años de ocupación inglesa en Guadalupe, las autoridades francesas no podían hacer mucho para eliminar el contrabando pues los colonos antillanos se habían acostumbrados a una atmósfera de mayor libertad comercial. En respuesta a esta realidad, el gobierno francés decretó la creación de varios “puertos libres” en Martinica, Guadalupe y Saint-Domingue.
Este decreto, emitido el 18 de abril de 1763, fue publicado en las colonias el 18 de agosto de ese año. Sus disposiciones comenzaron a ser aplicadas a partir del 1 de noviembre dentro de ciertos límites establecidos para proteger la industria naval francesa. A partir de entonces quedó permitida la libre importación de maderas, alimentos y caballos procedentes de las colonias norteamericanas, siempre y cuando los traficantes de estos productos recibieran en pago azúcares, melazas y ron.
El gobierno danés siguió el ejemplo francés y declaró puertos libres a St. Croix y St. Thomas en 1764. En virtud de este acto, las mercancías europeas importadas por los habitantes de estas islas, solamente pagarían un impuesto de dos por ciento ad valorem, pero tenían que ser transportadas en barcos daneses provistos de la documentación correspondiente. Todos los productos de las colonias norteamericanas podían ser importados libremente en barcos de cualquier nacionalidad. En estas islas los comerciantes podían importar y exportar libremente cualquier tipo de mercancía, excepto el azúcar que estuviese destinado al mercado danés.
En España el gobierno de Carlos III también adoptó su propia política de libre comercio luego de recibir numerosas sugerencias de los pensadores más liberales de la corte. El 16 de octubre de 1765 España autorizó el libre comercio entre las islas de Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Trinidad y Margarita con los puertos españoles de Barcelona, Cartagena, Alicante, Málaga, Cádiz, Sevilla, Santander, La Coruña y Gijón. A partir de entonces los barcos que viajaran entre esos puertos y las Antillas españolas solamente estaban obligados a registrar su ruta y cargamento, y pagar los aranceles correspondientes. Estos impuestos fueron reducidos sustancialmente por el gobierno español, que también eliminó muchas trabas burocráticas que obstaculizaban el comercio.
Al año siguiente, el 1 de noviembre del 1766, la Gran Bretaña creó también varios “puertos libres” en Jamaica. Al igual que puertos franceses y españoles, estos puertos libres británicos comenzaron a operar con ciertas restricciones. Por ejemplo, los comerciantes de Kingston, Savannah La Mar, Santa Lucia y Montego Bay, en Jamaica, fueron autorizados a importar RAFAEL FRANCISCO MOYA PONS
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libremente ganado en pie de otras colonias, pero no les era permitido importar manufacturas extranjeras, ni azúcar, ni tabaco, ni melazas, ni café, ni jengibre. Los puertos libres de Rouseau y Prince Rupert´s Bay, en Dominica, podían importar cualquier cosa de otras colonias en barcos extranjeros siempre que estas naves no pasaran de cierto tonelaje.
Tanto a Dominica como a Jamaica se les permitió re-exportar a otras colonias los esclavos y mercancías norteamericanas que llegaran a sus puertos en barcos británicos. Sin embargo, el gobierno británico impuso un impuesto a cada esclavo importado o re-exportado, así como a las demás mercancías. Como Dominica quedaba muy próxima a Martinica y Guadalupe, las exportaciones desde Dominica hacia Gran Bretaña y Norteamérica fueron consideradas como si tuvieran un origen extranjero, y quedaron sometidas al pago de los correspondientes impuestos.
En el año siguiente, el 29 de julio de 1767, el gobierno francés abrió dos nuevos “puertos libres” para comerciar con los norteamericanos, uno en Carénage, en Santa Lucía, y el otro en la Möle de San Nicolás, en el noroeste de Saint-Domingue. Los comerciantes extranjeros, esto es, los norteamericanos, quedaron autorizados a introducir por estos puertos sus maderas, caballos, resinas, cereales y otros productos pudiendo embarcar, a cambio, melazas, ron y mercaderías francesas, pagando un impuesto ad-valorem de sólo uno por ciento. Cualesquiera otras mercaderías que se comerciaran por estos puntos debían ser transportadas en barcos franceses y debían ser de origen francés.
A pesar de estos cambios, el régimen de los “puertos libres” que se estableció en las Antillas entre 1763 y 1767 no eliminó el sistema mercantilista que amparaba los monopolios coloniales, pues con excepción de las islas danesas y francesas las libertades concedidas sólo eran válidas dentro de los dominios de cada metrópoli. Con todo, el establecimiento de los “puertos libres” fue el comienzo del desmantelamiento legal del exclusivismo comercial europeo en las Antillas. A partir de entonces, la noción de que el comercio libre era más conveniente y productivo para todos fue gradualmente imponiéndose, tanto por obra de los filósofos liberales de la Ilustración como por los efectos del contrabando que continuó siendo la respuesta de todos a los monopolios metropolitanos.
En los años siguientes, España siguió creando nuevos “puertos libres”: Luisiana (Nueva Orléans), en 1768; Yucatán y Campeche, en 1770; Santa Marta y Río del Hacha, en Nueva Granada, en 1776. También fueron declarados puertos libres Santa Cruz de Tenerife, Palma de Mallorca y el Ferrol. En 1778, el gobierno español decretó el “Reglamento y Aranceles para el Comercio Libre de España e Indias” autorizando definitivamente el libre comercio entre doce puertos metropolitanos y veinticuatro puertos coloniales en Hispanoamérica y las Antillas, con excepción de Venezuela y Nueva España. Estas dos regiones tuvieron que esperar hasta 1789 a que se extinguiera el régimen de monopolio de las famosas Compañía Guipuzcoana y la Compañía de Caracas, similares a la Real Compañía de Comercio de La Habana en organización, métodos y controles comerciales.
Señoras y señores, queridos colegas:
La rápida pero densa descripción que hemos hecho del desarrollo de las ciudades-puertos del Caribe y sus interconexiones con ellas mismas y con las ciudades-puertos norteamerica-nas, nos ha consumido casi todo el tiempo asignado a estas palabras. Nos ha faltado tiempo para referirnos a otros puntos muy conocidos de la formación del mundo atlántico como son la interdependencia de todos estos centros con las ciudades-puertos del Atlántico europeo (Cádiz, Liverpool, Bristol, Londres, La Rochelle, El Havre, Bordeaux, Nantes, Brest) y los enclaves de abastecimientos de esclavos africanos para el mundo americano en los siglos 16, 17 y 18.
También hemos dejado de mencionar el papel esencial de las flotas de galeones españoles, los barcos y las compañías negreras, y las naves mercantes de Francia, Gran Bretaña y Holan-LOS PUERTOS DEL CARIBE Y EL ATLÁNTICO...
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da utilizadas para transportar los productos de las plantaciones caribeñas a Europa y Norte-américa, o llevar hacia esas colonias y África las manufacturas europeas que hacían posible el comercio de esclavos y, por ende, la producción azucarera, entre otras. Esas naves eran los vectores a través de los cuales se sostenían esas conexiones.
Por ser esa interdependencia tan conocida, y haber sido tan estudiada a través de la trata de esclavos y la formación del mercado internacional del azúcar, es por lo que la hemos dejado solamente como una mención necesaria para concluir esta exposición. Como ustedes habrán observado, preferimos, en cambio, concentrarnos en aquellos aspectos menos estudiados (que todavía esperan por investigaciones locales y regionales) como son los circuitos comerciales, ya descritos, entre las ciudades-puertos del Caribe para hacer frente a la permanente crisis de desabastecimiento.
Como ya ha llegado la hora de poner fin a esta presentación, permítannos concluir recor-dando que mucho antes de que estallaran las revoluciones norteamericana, francesa y haitiana, el Atlántico era ya un complejo económico integrado no sólo por las ciudades-puertos, sino también por sus respectivos hinterlands. Las ciudades-puertos eran a la vez centros con vida propia, pero también pivotes que facilitaban la comunicación y el intercambio entre el co-razón de Europa con el corazón de América, y entre estos y el corazón de África. El Atlántico fue, como ya han apuntado otros autores, el espacio que sirvió de plataforma inicial para la formación del moderno mercado mundial. En ese proceso las Islas Canarias, como hemos visto en varias ponencias presentadas en estos últimos días, jugaron un papel protagónico desde el primer viaje de Colón hasta bien entrado el siglo 20. Pero ya esa es otra historia….
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