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EL ARENAL DE SEVILLA, PUERTO DE LAS INDIAS
EL ARENAL OF SEVILE, PORT TO THE INDIES
Ramón María Serrera Contreras
RESUMEN
El Arenal de Sevilla se convirtió desde 1503, año
en que se crea la Casa de la Contratación, en puerto
de embarque de todos los pasajeros que se lanzaban
a la aventura americana y punto de partida de las
flotas de Indias. En el texto se analiza la relación
que tuvo el Arenal con la iconografía de la ciudad
de Sevilla, bautizada por su cosmopolitismo como
la Babilonia del Mundo durante los siglos XVI y
XVIII, así como su reflejo en las creaciones
literarias, sobre todos comedias y composiciones
poéticas, de los grandes autores del Siglo de Oro,
en especial Lope de Vega, que le dedicó una
comedia titulada El Arenal de Sevilla.
PALABRAS CLAVE: Sevilla, Arenal de Sevilla,
Siglo de Oro, Lope de Vega, Casa de la
Contratación, flotas de Indias, Torre del Oro,
puente de Barcas, catedral de Sevilla, iconografía,
literatura.
ABSTRACT
El Arenal of Seville became from 1503, the year in
which the House of Trade was created, on, the port
of embarkation for all the passengers who decided
to launch into the American adventure and also the
starting point of the West Indies Fleet. In this work
it is analysed the relation between El Arenal with
the iconography of the city of Seville, baptised
because of its cosmopolitism as the Babylon of the
World between the 16th 18th centuries, and the
reflect on the literary creations, specially comedies
and poetry, of great authors of the Spanish Golden
Age, in particular Lope de Vega, who dedicated
this place a comedy entitled El Arenal de Sevilla.
KEYWORDS: Seville, Arenal of Seville, Spanish
Golden Age, Lope de Vega, House of Trade, West
Indies Fleet, Torre del Oro, Puente de Barcas,
Cathedral of Seville, Iconography, Literature.
Desde la Edad Media se consideraba que el Arenal de Sevilla se extendía, en un sentido lato,
a lo largo de toda la amplia franja ribereña comprendida entre la muralla y el río, y entre la
Torre del Oro y la puerta de la Barqueta o de la Almenilla. Así lo definen algunos estudiosos e
incluso cronistas del siglo XVI, como Alonso de Morgado. Sin embargo, el Arenal en su
acepción más clásica y restringida, el que fuera cantado por poetas y literatos del Siglo de Oro y
plasmado en imágenes por artistas de todas las nacionalidades, ofrecía una configuración
espacial más reducida, extendiéndose entre la Torre del Oro y el puente de barcas frente a la
puerta de Triana, y desde la muralla de la ciudad hasta el Guadalquivir.
Nacido el Arenal como un arrabal o barrio portuario extramuros, entraba en comunicación
con el interior del recinto amurallado a través de dos puertas (las de Triana y el Arenal) y dos
postigos (del Aceite y del Carbón), a los que habría que añadir la puerta del río, es decir, el
puente de barcas. De todas las puertas que se abrían al Arenal, su puerta homónima debió ser,
junto con la de Triana, la más transitada. Al describir la ciudad de Sevilla Lope de Vega en su
obra La más prudente venganza, hace alusión a esta puerta con las siguientes palabras: “ciudad
que no conociera ventaja a la gran Tebas, pues si ella mereció este nombre porque tuvo cien
puertas, por uno solo de sus muros ha entrado y entra al mayor tesoro que consta por memoria
de los hombres haber tenido el mundo”, en clara referencia a nuestra popular puerta. Trabajo
nos cuesta contradecir al Fénix de los Ingenios. Pero no resulta claro que fuera precisamente por
la puerta del Arenal por donde ingresaban en la ciudad los tesoros americanos, ya que eran
conducidos directamente desde el puerto hasta la Casa de la Contratación, situada en el Alcázar,
a través del Postigo del Carbón y el Arquillo de la Plata. No obstante, bajo el arco de la puerta
del Arenal, tan exaltada por viajeros y literatos, transitaron pícaros y rufianes, chamarileros y
prostitutas del cercano Compás de la Laguna, clérigos y beneficiados de la vecina catedral,
Calle Gustavo Bacarisas 1, 5ºB. 41010. Sevilla. España; Teléfono: +34954551440 y +34954284828; Correo
electrónico: rserrera@us.es
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comerciantes e inquisidores, carreteros y vendedores de todo tipo de géneros, soldados y
marineros del puerto relacionados con la Carrera de Indias.
Pero desde la puerta del Arenal la vieja muralla continuaba por la antigua calle del Pescado
(actual Arfe) hasta llegar al Postigo del Aceite, también llamado de las Atarazanas por descargar
su flanco meridional en el muro de fondo de los astilleros alfonsíes. El cronista local Fermín
Arana de Valflora nos explicaba en 1766 el origen del nombre más generalizado de este arco al
referir que en el siglo XVI “estaba la puerta del Aceite cerrada lo más del día, y se abría a las dos
de la tarde para que entrase el aceite que venía del Aljarafe”. Junto con la puerta o arco de la
Macarena, este popular Postigo del Aceite es la única puerta que se conserva del antiguo recinto
amurallado de Sevilla. El siguiente postigo era el del Carbón, que, según indicaba el propio
Arana de Valflora, fue en el siglo XVI llamado “puerta del Oro, por el mucho que en dicho
tiempo entraba por ella”.
Pero además de las cuatro puertas ya mencionadas, por las que se comunicaba el Arenal con
la ciudad, existía todavía una quinta (ya que, en verdad, así podríamos considerarla), que servía
no solo para unir las dos orillas del Guadalquivir, sino también para conectar Sevilla con la rica
comarca del Aljarafe. Evidentemente nos estamos refiriendo al puente de barcas mandado
construir en 1171 por el califa Abu Yacub Yusuf. Este puente de madera, tendido sobre
barcazas y fuertemente trabado con cadenas de hierro, arrancaba, por el lado del Arenal, del
final de una calzada empinada que venía desde la puerta de Triana y terminaba, en la orilla
trianera, en la plaza del Altozano, junto al castillo de la Inquisición. Luis de Peraza, que escribe
en el primer tercio del siglo XVI, lo califica de “solemne puente de madera” y afirma que se
sustentaba sobre “once barcos”; Pedro de Medina, a mediados de la misma centuria, nos dice
que se apoyaba en diecisiete barcas, mientras que Alonso de Morgado, para fechas muy
próximas, señala que “estaba construido sobre trece barcas amarradas” en las que se apoyaban
sólidos tablones.
La ribera del río y, más en particular, la zona portuaria constituían el centro neurálgico y
rector del Arenal, ya que, no en vano, los restantes espacios que fueron completando la
fisonomía del barrio surgieron y se desarrollaron al calor de las actividades allí desarrolladas.
Por lo que se refiere a los muelles con que contaba este puerto para que los navíos pudiesen
efectuar las operaciones de carga y descarga, a partir del siglo XV los documentos nos hablan
hasta de un total de cinco repartidos entre las dos orillas, tres en la del Arenal (el de la Catedral
o de la Aduana, el Arenal y el Barranco) y dos en la de Triana (Muelas y Camaroneros),
debiendo destacarse la existencia, junto a la Torre del Oro, de una grúa o ingenio para la carga y
descarga de mercancías pesadas. Por lo demás, existía en el puerto para ello toda una flotilla de
barcas, barcazas y lanchas para el trasbordo de pasajeros entre ambas orillas. Y era también muy
frecuente recurrir al empleo de galeras que, apoyadas en la fuerza de sus remos, remolcaban a
los navíos ayudándoles a remontar el río aguas arriba o bien los alijaban cuando, debido a su
excesivo calado, no podían hacerlo, transportando hasta la Aduana las mercancías más valiosas.
Como hemos estudiado en otra ocasión Antonio García Baquero y el autor de estas líneas, lo
que convertía al Arenal sevillano en uno de los lugares más bulliciosos y pintorescos de la
ciudad no era solo el trajín diario de su puerto, con el constante ir y venir de mercaderes,
cargadores, carretilleros, palanquines, carreteros, maestres de navíos, marineros, etc. Esa
extraordinaria vitalidad que proporcionaba a este espacio el frenético ajetreo de su tráfico
portuario, junto al carácter abierto y semidespoblado que conservó hasta fines del siglo XVIII, así
como su proximidad con el célebre Compás de la Laguna o de la Mancebía, hicieron del Arenal
un ámbito propicio para que por él también campasen por su respeto marginados sociales de
toda calaña y gentes “de mal vivir”. Tanto es así que, como comenta Santiago Montoto, “era
ejecutoria de alta nobleza para los pícaros y truhanes el haberse doctorado en las arenas del
Arenal”. Y no es de extrañar que, con semejantes convecinos, hurtos, riñas y pendencias
estuviesen allí al orden del día, según nos testimonian la novela picaresca, los cronistas y la
documentación municipal de la época. Sin ir más lejos, Vélez de Guevara hace que su Diablo
Cojuelo, al regresar de Triana a Sevilla, promueva dos o tres pendencias al pasar por el Arenal:
“y el Cojuelo madrugó sin dormir, dejando al compañero en Triana, para espiar en Sevilla lo
que pasaba acerca de la causa de los dos, revolviendo de paso dos o tres pendencias en el
Arenal”. Monroy y Silva, en su comedia El más valiente andaluz, hace que el fiero Antón Bravo
El arenal de Sevilla…
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realice “en el ameno Arenal de Sevilla” algunas de sus hazañas. Y también Lope de Vega, en El
Arenal de Sevilla, sitúa aquí la sospecha de un robo cruento: “Se decía que estaba en Sevilla
herido, de cuatro ladrones fieros, quedando de sus aceros, en este Arenal tendido”. En este
mismo escenario se suceden las fechorías de los compadres del protagonista de El gallardo
Escarramán de Salas, señalándose a propósito de una reciente acción criminal: “El robo es tan
sutil, tan ingenioso, que merece vivir y ser famoso. Solo en el Arenal libre y desierto, podía
acometerse tal hazaña”.
No siempre las riñas y pendencias corrían por cuenta de toda esta caterva de pícaros,
ladrones y valentones que habían hecho del Arenal sevillano su particular monipodio. También
la marinería recién desembarcada de los navíos procedentes de Indias solía organizar grandes
trifulcas, motivadas, en no poca medida, por el natural desenfreno a que solían dar lugar meses
de larga y penosa navegación y muchas hambres y lujurias acumuladas. Y aún más
espectaculares que esas algaradas eran las reyertas provocadas por los enfrentamientos con los
soldados de las galeras reales cada vez que fondeaban en el Arenal sevillano para
aprovisionarse. Pero en el Arenal había también venta ambulante, se jugaba, se timaba y, por
supuesto, se robaba. Concretamente, y para estos otros menesteres, dentro del Arenal tenía
fisonomía propia el llamado monte del Baratillo o Malbaratillo, “feria –según expresa Montoto-de
todo el año por la real voluntad de trajinantes, chamarileros, ropavejeros, ladrones y
descuideros, donde vendían los frutos de sus hurtos, robos, mohatras, engaños y cohechos”.
Cervantes llevó allí a Rinconete y a Cortado a vender las camisas que habían robado a un
francés “y dellas hicieron veinte reales”. Y el pícaro Guzmán de Alfarache expresaba a
propósito de este mismo lugar que “la ropa blanca tenia buena salida, por la buena comodidad
que se ofrecía las noches en el Baratillo; ganábase de comer honrosamente y todo salíamos
bien”.
Todo este tipo de sucesos eran corrientes en este singular espacio de la Sevilla áurea y son
los que contribuyeron a consolidar la imagen del Arenal sevillano como zona peligrosa, por la
que resultaba arriesgado aventurarse, sobre todo a partir de determinadas horas, incluso a los
propios representantes de la autoridad. Pero aún así, y como nos advierte el propio Santiago
Montoto, “no se crea que el Arenal era solo refugio de pícaros y malhechores; antes por el
contrario fue también paseo y lugar de esparcimiento que frecuentaban los sevillanos”. En
efecto, ya desde finales del siglo XVI, como bien reflejan los grabados y los lienzos de la época,
los sevillanos se acostumbraron a ir al Arenal a pasear a pie, en coche o a caballo.
También desde fines del siglo XVI, en los años en que reside en Sevilla Lope de Vega, quedó
ya claramente configurada la superficie del Arenal en cuatro zonas: dos espacios (La Resolana y
el Baratillo) y dos barrios (la Carretería y la Cestería). Se puede apreciar con claridad la
evolución de la morfología del barrio en las grandes panorámicas generales de Sevilla
contemplada desde Triana estampadas o pintadas desde mediados del XVI hasta fines del XVIII
por célebres grabadores y artistas europeos, sobre todo flamencos, italianos, alemanes y
franceses. Entre estas vistas, grabadas a buril o plasmadas en lienzo, podemos destacar las de
Pedro de Medina (1548), Antón van den Wyngaerde (1565), Ambrosius Brambilla (1585),
Georg Braum y Frans Hogenber (1572-1617) y Matteo Florimi (1600); las dos versiones en óleo
de la famosa vista de Sevilla injustificadamente atribuidas a Alonso Sánchez Coello propiedad
del Museo del Prado (ca. 1600); el maravilloso grabado de Joannes Janssonius (1617), que
incorpora en la cartela superior la leyenda Qui non ha visto Sevilla non ha vista maravilla; las
estampaciones de Joachim Theodor Coriolanus (1626), Francesco Valerio (1626) y Mathäus
Merian (1638); el lienzo de colección particular de Barcelona con una nueva vista de Sevilla, el
Arenal y su puerto desde Triana, fechable en torno a 1650, hasta no hace mucho atribuido sin
fundamento a Juan Bautista del Mazo; el óleo de autor anónimo con una vista de Triana desde el
Arenal, también de mediados del siglo XVII, conservado en la sevillana colección de pinturas de
la Caja de Ahorros El Monte; los dos cuadro de la Hispanic Society of America, también de la
segunda mitad del XVII; los grabados de Louis Meunier (1668), Vincenzo Maria Coronelli
(1692), Pieter van den Berge (1705) y Peter van der Aa (1720); el espléndido lienzo panorámico
de autor anónimo con el Arenal y la vista general de Sevilla fechada en 1726, propiedad del
Ayuntamiento hispalense; la apaisada representación grabada de Pedro Tortolero (1738) de la
entrada de Felipe V en Sevilla el 3 de febrero de 1729 y un largo etcétera que sería prolijo
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enumerar. Para un análisis más detallado remitimos al lector a los ya clásicos estudios de
Antonio Sancho Corbacho, Javier Portús y Juan Miguel Serrera; o al extenso estudio sobre el
Arenal de Sevilla que publiqué en colaboración con mi gran colega y amigo, también
desgraciadamente desaparecido, el profesor Antonio García-Baquero, dentro de la obra
colectiva titulada La Torre del Oro y Sevilla (Teodoro Falcón, coord.), publicada en el año 2007
por la Fundación Focus-Abengoa.
En estas estampas la Sevilla ideal y la real se confunden, porque la monarquía y la Iglesia se
proyectaban por igual sobre la ciudad, sacralizándola. Es, en efecto, una visión más sacra que
profana de una inmensa ciudad-convento a tenor de la exhaustividad de los datos sobre templos
y edificios religiosos que se relacionan en sus extensas y pormenorizadas cartelas explicativas.
Son las torres de sus parroquias, conventos y monasterios las que definen su perfil, centrado
todo por la mole majestuosa y ascendente de la Giralda. Solo el Arenal, la Torre del Oro y el
Guadalquivir nos hacen recordar que esta gran urbe, considerada en la época como la Nueva
Babilonia, era también por entonces puerto y puerta de las Indias y sede del monopolio del
comercio americano desde que en 1503 se estableciera en las dependencias del Alcázar la Casa
de la Contratación. Si Cervantes llegó a expresar que en Sevilla entraba cada año “el sustento
universal de España”, en fechas no lejanas para nosotros el gran historiador francés Fernand
Braudel dejó dicho que en la capital hispalense latía “el corazón de las riquezas del mundo”.
En ocasiones las vistas de Sevilla que aparecen en estos grabados son casi espectrales,
desprovistas de vida humana en los paisajes urbanos, con frecuencia de trazos muy
simplificados, casi infantiles. Tanto la vista del castillo de San Jorge y el puente de barcas desde
la Torre del Oro, como la vista de Sevilla, el Arenal y en río con Triana desde la actual Chapina
parecen a veces el reflejo gráfico de una ciudad arquitectónica y topográficamente “inventada”,
reproducida como una urbe patéticamente vacía, casi fantasmagórica. En más de una ocasión los
duendes de la imprenta y el desconocimiento de los grabadores le juegan una mala pasada y se
editan las estampas con aberraciones curiosas, pero frecuentes, entre ellas la más habitual: la
imagen invertida en “efecto espejo”. Todo está cambiado, todo está al revés, aunque la cartela
identificativa figure derecha: la catedral aparecerá en donde teóricamente está Triana y el
castillo de San Jorge en Sevilla. Pero no importa. Estas láminas hace mucho que empezaron a
tener vida propia muy alejada de la ciudad representada y, como tal, difundieron la imagen de
Sevilla por el mundo.
Fue así como la imagen de la capital hispalense se fue alejando cada vez más de la realidad.
De nuevo los estereotipos y las idealizaciones iconografías comenzaron a tener vida propia
merced al arte del grabado como si no tuvieran relación alguna con la ciudad representada. Y
esa fue la imagen que Sevilla divulgó durante más de dos siglos por los ámbitos artísticos y
culturales de todo mundo.
Pero en esa Sevilla ideal y estereotipada que se mantuvo casi inalterable a través de los
siglos como un gran Theatro —en la más genuina acepción semántica de la época, es decir,
como representación o exhibición de una realidad física o humana—, el Arenal siempre asume
un protagonismo hegemónico. En la visión más generalizada de la ciudad, en la que el
espectador o el artista se sitúa en visión axonométrica a unos 35 o 45 grados sobre el caserío de
Triana, con la iglesia de Santa Ana bajo sus pies y el castillo de San Jorge a la izquierda de la
representación, el Guadalquivir —por utilizar el símil de un coliseo lírico— sería el foso
orquestal, ese espacio mágico que separa al público del escenario. El Arenal siempre ocuparía
invariablemente el proscenio y Sevilla el escenario de la representación, con la Giralda y las
torres de la ciudad como telón de fondo. Pero hay que destacar un detalle significativo: de los
siete elementos distintivos por antonomasia que identifican a la ciudad en todas sus
representaciones gráficas (la catedral, la Giralda, el Arenal, el Guadalquivir, Triana en primer
término, la Torre del Oro y el puente de barcas) cinco de ellos tienen relación directa con el río
y su actividad portuaria, fijando así un estereotipo que pronto se convertirá en un obligado
cliché iconográfico.
Los grabados y las estampas no hacen más que reflejar la progresiva decadencia de Sevilla
durante el siglo XVII. En los primeros años de la centuria todavía se mantenían las apariencias
de bonanza y esplendor en la capital hispalense. Pero en 1631-40, el volumen general del tráfico
con Indias ya se había reducido en un 50%. A mayor abundamiento, entre 1627 y 1648 se
El arenal de Sevilla…
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registraron hasta un total de 30 quiebras comerciales en Sevilla y, bien entendido, que lo peor
estaba todavía por llegar. Será a partir de mediados de siglo cuando la situación adquiera ya
tonos francamente alarmantes: de una parte, y mientras que el tráfico con Indias continua sin
levantar cabeza, aumenta la rivalidad con Cádiz en la disputa por la capitalidad del monopolio;
de otra, la ciudad se verá azotada por toda una serie de calamidades, entre las que alcanza
singular y triste protagonismo la citada peste de 1649, la más grave crisis epidémica que padeció
Sevilla en toda la Edad Moderna. A tenor de los relatos que de la misma nos han dejado los
cronistas de la época, a diario morían miles de personas, por lo que hubo necesidad de abrir
numerosos carneros (zanjas para sepulturas colectivas) en las afueras de la ciudad. En la época
se hicieron cálculos disparatados que lo mismo elevaban las víctimas a 100.000 que duplicaban
ese número, aunque, según Domínguez Ortiz, la cifra más probable debió oscilar en torno a los
60.000 muertos, es decir, el 46% del total de la población existente en aquellos momentos. Un
golpe durísimo, en suma, para la ciudad, del que ni su población ni su economía lograrían ya
recuperarse, de modo que, como ha escrito Chaunu, a partir de 1649 “Sevilla ya no es Sevilla”.
Pero no fue solo la peste, ya que el trienio siguiente, 1650-52, vino también marcado por todo
un calamitoso rosario de malas cosechas, carestías y hambrunas, cuyos efectos se dejaron sentir
especialmente entre las ya muy castigadas clases populares que exteriorizaron su malestar y
descontento en la famosa asonada conocida con el nombre de motín del Pendón Verde o de la
calle Feria.
Finalmente, conviene también recordar que lo que había constituido el principal sostén de la
prosperidad anterior, el comercio con Indias, seguía sin enderezar su rumbo o, cuando menos,
eso es lo que se percibe visto desde la óptica de los intereses estrictamente sevillanos. Según nos
indica Barrionuevo en sus Avisos, en 1654 “muchos hombres ricos de Sevilla y otros puertos se
han metido religiosos, desengañados del mundo, habiendo perdido sus haciendas”; al año
siguiente reseña que “tres maestros de plata, que son los que traen por su cuenta toda cuanta
viene de las Indias, así del rey como de particulares, han quebrado”, y en 1656 las noticias son
aún más alarmantes, al señalar que “en Sevilla han quebrado 97 hombres muy ricos, con que las
iglesias están llenas de retraídos”. A todas esas pérdidas había que sumar, además, las reiteradas
peticiones de donativos y servicios por parte de la Corona y que provocaron una sangría
verdaderamente irrecuperable, sobre todo si tenemos en cuenta que venían a ensanchar un
cauce, ya muy profundo, abierto en el siglo XVI. Para colmo de males, Cádiz intensifica sus
esfuerzos por arrebatar a Sevilla la capitalidad del monopolio, consiguiendo, en 1680, que se
fijase en su puerto la cabecera de las flotas de Indias y pasando, así, a convertirse, de facto, en el
verdadero centro rector de la Carrera de Indias. Este tema de la rivalidad entre Sevilla y Cádiz
por el control de la cabecera de la Carrera de Indias resulta un tema interesante sin duda, pero
no deja de ser de alcance local por cuanto no afectó a la Carrera de Indias misma ni al régimen
mismo de monopolio.
Cádiz pasó con el traslado de la Casa a convertirse en el verdadero “núcleo activo” del
comercio colonial, aunque manteniendo la misma función de intermediación que había tenido
Sevilla. Según un memorial francés de fines del siglo XVII, de los 53 millones de libras de
productos registrados en Cádiz, de 13 a 14 correspondían a los franceses, de 11 a 12 a los
genoveses y holandeses, de 6 a 7 a los ingleses, 4 a los comerciantes de Hamburgo y
únicamente 2,5 (en torno al 5%) a los españoles. Aunque Sevilla conservó aún por algún tiempo
el aparato burocrático de este comercio, lo cierto es que la mayor parte de sus grandes
comerciantes abandonaron la ciudad para instalarse en la bahía. Este proceso culminará en el
año 1717 con el pase definitivo a Cádiz de la Casa de la Contratación, una decisión que no hacía
más que ratificar legalmente una situación ya existente. Y tras la pérdida del monopolio, como
ha señalado Domínguez Ortiz, Sevilla dejará de ser la gran urbe opulenta para llevar la
existencia tranquila y aburrida de una simple capital provinciana. A la trepidante vida de antaño
sucedió una existencia monótona y gris. La etapa áurea, los felices tiempos del monopolio,
habían pasado definitivamente y la pérdida de protagonismo, aunque lenta, sería inexorable, de
modo que Sevilla terminó convirtiéndose en la sombra de su propio pasado.
Un reflejo iconográfico de la nueva situación de decadencia que vivió la ciudad en las dos
primeras décadas del siglo XVIII es un lienzo interesantísimo desde el punto de vista histórico
con una vista general de Sevilla y el Arenal fechada en 1726, de autor anónimo, que se conserva
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en el Ayuntamiento de la capital hispalense, y que tuve la oportunidad de estudiar en
colaboración con Antonio García-Baquero en nuestro trabajo sobre el Arenal de Sevilla. Por su
formato panorámico y por sus dimensiones (108x241 cm), se trata de la última gran vista
panorámica de la ciudad con su puerto y su río, arcaica ya y extemporánea desde el punto de
vista de su tipología iconográfica. Porque, ya desde los años sesenta del siglo XVII las antiguas
vistas panorámicas en las que se muestra la ciudad captada en su totalidad dejan paso a una
visión parcial de la urbe a través de sus conjuntos monumentales más significativos. No es una
obra de calidad ni de fina factura desde el punto de vista pictórico, ni por su pincelada casi
infantil, ni por sus proporciones, ni por sus cambios de escalas, ni por su plana perspectiva. La
morfología arquitectónica de sus edificaciones, tanto civiles como eclesiásticas, es curiosamente
muy flamenca. Parece como si hubiera sido pintada por un artista natural de los Países Bajos.
Esos pináculos y esas techumbres no son, ni mucho menos, sevillanos. Pero, sin embargo, la
vista es un testimonio gráfico de primera categoría, acerca de la realidad de la ciudad por esos
años: una visión desoladora, casi fantasmal, del Arenal y del río, con únicamente cuatro buques
y apenas veinte personas deambulando por su ribera. Estamos muy lejos de los dos óleos del
Museo del Prado de fines del XVI e, incluso, del lienzo de ca. 1660 adquirido por la Fundación
Focus-Abengoa de Sevilla. La visión de la ciudad y de su puerto es detallada y curiosa. Pero nos
interesa más por el aire de desolación y de tristeza que refleja la vista que por la fidelidad
topográfica y arquitectónica con la que son representados sus monumentos y edificios. Es el
retrato de una ciudad que parece muerta. El mismo Guadalquivir parece una charca de aguas
estancadas con solo cuatro buques de difícil caracterización naval, salvo ese galeón que inicia su
singladura hacia el mar delante de la Torre del Oro, tal vez para no regresar a la capital andaluza
nunca más. La época del esplendor de la ciudad ya hacía tiempo que había pasado
definitivamente a la historia.
Pero el Arenal no solo mereció la atención de artistas, pintores y grabadores. Porque todos
los grandes literatos de nuestro Siglo de Oro plasmaron en sus creaciones la opulencia de
Sevilla, una ciudad cuya población se cifraba en 1600 en torno a los 130.000 habitantes entre
vecinos, estantes y transeúntes que esperaban la ocasión propicia, previa licencia de la Casa de
la Contratación, para embarcar a las Indias. Pero nadie superó en expresividad y fuerza
descriptiva a Lope de Vega, quien, en El Arenal de Sevilla, refleja toda la policromía, el
cosmopolitismo y la animación de una ciudad portuaria invadida por una abigarrara
muchedumbre de gente de todos los países del orbe, con el Guadalquivir poblado de naves y con
el Arenal como lugar de encuentro para todos los que marchaban al Nuevo Mundo o retornaban
de la “aventura americana”. Marineros, pilotos, comerciantes, emigrantes, clérigos, nobles y
pícaros daban vida a esta franja ribereña de la capital hispalense por donde “dos veces en un año
se entran las Indias por ella”. Según nuestro gran poeta,
Famoso está el Arenal,
¿cuándo lo dejó de ser?
No tiene, a mi parecer,
todo el mundo vista igual.
Cuanta galera y navío
mucho al Betis engrandece.
Otra Sevilla parece
que está fundada en el río.
Convertida Sevilla en cabecera de la Carrera de Indias y sede del monopolio del tráfico
indiano desde 1503 hasta 1717, el Fénix de los Ingenios describe todo lo que entra y sale de la
capital hispalense, una plaza comercial que, como bien supo expresar, “un mundo en cifra
retrata”. Por ello, no puede dejar de hacer exclamar a sus personajes:
Eso hay en el Arenal?
¡oh, gran máquina Sevilla
¿Esto sólo os maravilla?
El arenal de Sevilla…
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Es a Babilonia igual.
Pues aguardad una flota
y veréis toda esta arena
de carros de plata llena,
que imaginarlo alborota.
Como bien ha sabido expresar Rogelio Reyes Cano al tratar de la visión literaria de la Torre
del Oro, más que este monumento fueron el Guadalquivir y su famoso Arenal los que
merecieron mayor atención por parte de los escritores españoles del Siglo de Oro. El río merece
una doble contemplación: como espacio arcádico imaginado según los modelos literarios del
mundo clásico y como arteria fluvial que ponía de hecho en comunicación la ciudad de Sevilla
con el mundo americano. Era un río, en suma, según el autor citado, convertido en canon
estético por el idealismo literario de Fernando de Herrera, Francisco de Rioja, Juan de
Arguijo… o el mismo Lope de Vega, el cantor por excelencia del río y de su Arenal en su doble
contemplación realista o poetizada.
En la producción de los poetas del Siglo de Oro cada ciudad española podía preciarse de su
monumento más relevante, de su hermosura, de su “artificio”, de sus leyendas o de su cielo.
Pero cuando se trataba de Sevilla, visitada por la mayoría de estos grandes literatos, que
contemplaron su esplendor, solo bastaba recurrir a su punto de encuentro más emblemático: el
Arenal. Bien lo supo expresar con incontenible admiración el Fénix de los Ingenios al poner en
boca de un forastero los siguientes versos:
y de su hermoso Arenal
sólo se precia Sevilla,
que es octava maravilla
y una plaza universal.
El propio Lope describe un embarque de emigrantes a Indias en su comedia La prisión sin
culpa. En el diálogo entre Lireno y Alcino se describen todos los preparativos y los temores que
abrigaban los protagonistas de la aventura: mareos, peligros durante la singladura, el
aprovisionamiento de los alimentos para la travesía (mermeladas, aceitunas, bizcochos, limones,
cebollas, etc.). Y el adiós melancólico que salía de los más profundo del corazón al abandonar,
probablemente ya para siempre, la tierra de origen:
Adiós, albures y ostiones,
hasta que yo os vuelva a ver.
Adiós, puerta de Triana,
Arenal, barquita, adiós.
Como bien sugirió en 1934 don Santiago Montoto en su interesante trabajo sobre el Arenal
de Sevilla, en algún emplazamiento apropiado del mismo debería colocarle una lápida o
monumento dedicado a Lope de Vega como mejor cantor de sus excelencias. Y grabar en algún
lugar de su caserío, como inscripción, este inspiradísimo soneto que nuestro autor pone en boca
de Lope, el protagonista de El Arenal de Sevilla, en una de las escenas del primer acto de la
comedia. Se trata una de las más sublimes composiciones amorosas salidas de su inspiradísima
creación poética:
Sembrando en tu Arenal mis esperanzas,
¡oh, Sevilla!, ¿qué fruto será el mío,
que ni del llanto bastará el rocío,
ni del ligero tiempo las mudanzas?.
¡Oh, tú, que del ocaso al norte alcanzas
pensamiento menor que el desvarío!,
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si en el arena siembras de este río,
tu cosecha será desconfianzas.
Si comparas tu arena con mis males,
tú, ni la Libia, de montañas llena,
tenéis bastante copia de arenales.
¡Oh, principio terrible de mi pena!
Si en él son las arenas desiguales,
¿qué fin espero de sembrar tu arena?
Hay que recordar que al prolífico Lope de Vega, que residió largas temporadas en Sevilla, la
capital hispalense le brindó muchos motivos de inspiración a la hora de escribir sus obras. De su
amplísima relación de títulos, numerosas son las piezas teatrales, novelas o composiciones
poéticas que están ambientadas total o parcialmente en la capital hispalense. Baste con citar El
Arenal de Sevilla, El ruiseñor de Sevilla, La estrella de Sevilla (hoy atribuida mayoritariamente
su paternidad a Lope), La corona merecida, La prisión sin culpa, El amante agradecido, La más
prudente venganza, Enmendar un daño a otro, Los Vargas de Castilla, Amar, servir y esperar,
La carbonera, Audiencias del rey don Pedro, El médico de su honra, Doña Juana de Castro, La
niña de plata, La mayor corona, Servir a señor discreto y un largo etcétera que sería prolijo en
estas breves páginas.
Por llevar el título de nuestro artículo, debemos dedicar unas líneas más en justicia a su
comedia El Arenal de Sevilla, ya citada en varias ocasiones en los párrafos precedentes. Se
imprimió por primera vez en la madrileña imprenta de la viuda de Alonso Martín de Balboa en
el año 1618, formando parte la undécima de las entregas de sus comedias. Pero no fue escrita en
dicho año, sino en el de 1603, durante una de las estancias sevillanas de Lope. Así lo demuestra
de forma incuestionable el investigador Jaime H. Arjona, gran experto en la obra de nuestro
autor. Se basa para ello en la cronología de los hechos relatados en la comedia o en las
circunstancias biográficas de los personajes citados en el texto: el conde de Niebla, el marqués
de Santa Cruz, don Pedro de Toledo, el traslado de la corte de Madrid a Valladolid, etc. Todo
hace referencia a 1603, ya que el 28 de febrero de dicho año fue nombrado capitán general de
las galeras de España don Manuel Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, conde de Niebla; poco
después fue designado don Álvaro de Bazán, segundo marqués de Santa Cruz, para desempeñar
el mando de la escuadra de Nápoles y las galeras de Italia; y don Pedro de Toledo, por su parte,
fue nombrado gobernador de Milán en febrero del mismo año. Son personajes históricos que
fueron designados por Felipe III para desempeñar alguna alta responsabilidad gubernativa o
militar y que delimitan cronológicamente el momento a partir del cual Lope de Vega escribió el
texto de su comedia. El autor arriba citado llega a precisar aún más la información al apuntar
que la redacción hubo de tener lugar entre el 28 de febrero y el 17 de mayo de 1603, ya que en
sus versos no se recogen algunas noticias importantes que se sucedieron después de la segunda
fecha referida y que Lope de Vega tenía que haber conocido por encontrarse en Sevilla, una
ciudad portuaria en la que con prontitud se recibían las novedades de los nombramientos de los
altos cargos de las armadas reales o del gobierno de las principales plazas españolas de
soberanía española del momento. Si a ello se suma que la dedicatoria de la obra fue escrita el 31
de diciembre de 1603, poco margen quedan para la duda con estos referentes cronológicos. En
la obra, son Sevilla y el Arenal los auténticos protagonistas, más que los personajes que dan
vida a su trama argumental.
El arenal de Sevilla…
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