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CARACAS NO EXISTE. DE LAS CIUDADES CRIOLLAS A LAS CIUDADES UTÓPICAS
CARACAS DOESN’T EXIST. FROM CREOLE CITIES TO UTOPIC CITIES
Tomás Straka
RESUMEN
El presente artículo analiza al fenómeno urbano durante el proceso de la eman-cipación venezolana a través de dos aspectos fundamentales: la crisis de la ciudad criolla, sus valores y sociabili-dades; y el deseo de sustituirlas por ciudades “utópicas”, en un primer lugar construyendo nuevas como asiento para los poderes de los nuevos Estados, y después reconstruyendo las existentes según los modelos europeos de la mo-dernidad.
PALABRAS CLAVE: Historia Urbana, Hispanoamérica, Historia de las Ideas, Hispanoamérica, Ciudad, Utopía.
ABSTRACT
This article analyzes the urban pheno-menon in the process of Venezuelan emancipation, through two key areas: the crisis of the ciudad criolla (Creole city), its values and sociability, and the desire to replace them for “utopian cities”. First trough the construction of new cities as the places for the powers of the new states, and then with re-building existing cities, following the models of European modernity.
KEYWORDS: Urban History, Latin Ame-rica, History of Ideas, Latin America, City, Utopia.
SOBRE CIUDADES Y UTOPÍAS, A MODO DE INTRODUCCIÓN
El artículo 10 de la “Ley fundamental de la unión de los pueblos de Colombia”, promulgada en Cúcuta el 18 de julio de 18211 como documento-base para la integración de las provincias de Venezuela y de la Nueva Granada, dictaminaba la fundación de una nueva capital. La misma tendría como nombre el de Libertador Bolívar, en tanto que “plan y situación, según se lee en el texto, serán determinados por el Congreso, bajo el principio de
Tomás Straka: profesor investigador. Instituto de Investigaciones Históricas “Hermann González Oropeza, sj”. Universidad Católica Andrés Bello. Edificio de Postgrado, planta baja. Montalbán-Caracas. (0212) 407-41-71. tstraka@ucab.edu.ve XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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proporcionarla a las necesidades de su vasto territorio, y a la grandeza a que este país está llamado por la naturaleza”2.
Indistintamente de que sea una imitación a lo que se había hecho con Washington, en la medida también se traslucen tres aspectos fundamentales para entender el pensamiento —y la mentalidad— de quienes fundaron las repúblicas hispanoamericanas a inicios del siglo XIX (y en buena medida de quienes las hemos heredado y seguimos bregándolas doscientos años después): primero, muy importante aunque no central para este trabajo, el culto heroico que ya en vida se le tributó a los grandes líderes de la revolución3, desarrollando una retórica de gran importancia no solo para la configuración del culto a los héroes (el de Bolívar por encima de todos)4 que aún se mantiene, sino también para la legitimación del personalismo. Aunque los constituyentes de Cúcuta actuaron con notable autonomía del Libertador, desecharon su proyecto constitucional e impusieron otro mucho más liberal, y aunque Bolívar, pese a todo su poder, en líneas generales la acató hasta 1828, al mismo tiempo fueron horros en un lenguaje de exaltaciones y ditirambos que se mantendrían como modelo de legitimación para líderes —sobre todo caudillos y dictadores— posteriores5.
Lo segundo está en la convicción de que la naturaleza tenía destinado el país a la “grandeza”. Colombia apenas dura una década, pero la imagen de que el Nuevo Mundo es una oferta ilimitada de riqueza y de inocencia virginal susceptible de hacer realidad cualquier sueño ya venía desde los días en que Cristóbal Colón creyó estar en el Paraíso Terrenal cuando tocó las costas venezolanas, los conquistadores se empeñaron en buscar Eldorado y los misioneros llegaron a la conclusión de que la cristiandad que no había sido posible en Europa sí lo sería en las selvas, las llanuras y los desiertos americanos; y de algún modo se prolonga hasta hoy: si algo le dio confianza a los patriotas hispanoamericanos, y sobre todo a sus simpatizantes europeos (por ejemplo a Jeremías Betham o a Benjamin Constant, hasta que se malcontentan con Bolívar), de que sus proyectos eran posibles fue precisamente esa imagen. La utopía, en las nuevas repúblicas —como escribió Simón Rodríguez—, era asunto echarla a andar con las leyes y la educación correctas6. Por supuesto, cuando la realidad comenzó a desmentir aquellos sueños, no fueron pocos los que se desengañaron y terminan llamando al realismo7 (como Bolívar, por ejemplo, y después todos los conservadores, en realidad liberales-conservadores8), pero hasta la Gran Colombia, que fue lo más cercano a la concreción del deliberadamente antiutópico proyecto bolivariano, tuvo una gran carga utópica en su concepción, como en general lo tuvieron muchas de sus ideas9. ¡Ni quien se declaró enemigo de las “repúblicas aéreas”10 pudo, entonces, librarse de la utopía! Caracas no existe…
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Esto lleva al tercer aspecto: el de fundar una ciudad nueva. De Platón en adelante, todos cuantos han soñado con sociedades ideales lo han hecho también con un espacio que las propiciara. Si algo demuestra lo que la independencia tuvo de utopía es ese deseo de crear “ciudades utópicas”, como las llamaron el historiador José Luis Romero y el filósofo Arturo Ardao11, en dos de sus principales ideólogos, Francisco de Miranda y Simón Bolívar. En el proyecto de gobierno que diseña el primero en 1801, propone para el vasto imperio que quería formar con la América Española una vez que se independizara, una Ciudad Federal a guisa de capital, situada en el istmo de Panamá, y que llevaría el nombre de Colombo. Bolívar, que en esto como en tantas otras cosas se presenta como un heredero del Precursor —o como una suerte de hijo que freudianamente mata al padre y trata de ejecutar lo que el viejo ya no puede12— propone en su famosa “Carta de Jamaica” de 1815 una nueva capital para la república que entonces proyecta con la unión de Venezuela y la Nueva Granada: Las Casas, que habría de construirse La Guajira. A esta tradición, Ardao agrega la Argirópolis que Domingo Faustino Sarmiento planeó para sus soñados Estados Confederados del Río de La Plata en 1850.
Ninguna de las tres ciudades se construyó, obviamente, pero no por eso el sueño, o al menos parte de lo que expresaba, careció de continuadores. Por ejemplo, el ordinal 21, del artículo 161 de la Constitución venezolana de 1830 —a principios de ese año se había consumado la separación de Colombia—, le atribuía a las diputaciones provinciales la tarea de: “Acordar el establecimiento de nuevas poblaciones, y la traslación de las antiguas á lugares más convenientes”13. Para este momento ya los sueños más altos de una república continental o de una nueva capital emergida en parajes remotos habían dado paso a la moderación, a poner los pies en la tierra (tal es el llamado), a evitar audacias que pudieran conducir a explosiones sociales como las ya padecidas durante la guerra y avanzar poco a poco hacia un capitalismo y un Estado liberal con los alcances que fueran posibles. De tal manera que el nuevo deseo de fundar ciudades es de escala más humilde, y responde a un aspecto que, si bien no aparece en la “Ley fundamental”, de algún modo se conecta con todo el proceso que envolvió su promulgación: la guerra de independencia en sí y, con ella, la crisis de la ciudad criolla colonial. Es, como veremos, un tema de grandes implicaciones y consecuencias. Ya no se planteará en sí crear una nueva y fantástica capital, pero sí retomar la urbanización del país para que el sueño republicano e independentista —¿la utopía?— se haga realidad.
Ardao identificó en las ciudades utópicas de los próceres cuatro características: ser el centro de un proyecto transformador sobre un área geográficamente vasta; perseguir ideales de integración supranacionales; la deliberada búsqueda de un paraje libre de toda contaminación de expe-XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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riencias urbanas anteriores; un nombre simbólico que definiera la imagen utópica14. Los venezolanos, a partir de 1830, ensayamos cada uno de estos objetivos, aunque en escala nacional, tanto fundando ciudades en cuanto tuvimos el dinero y la capacidad técnica para hacerlo, así como demoliendo y reconstruyendo las ya existentes. Desde las reformas urbanas que em-prende Antonio Guzmán Blanco en 1870, sobre todo para hacer de Caracas el “París Tropical” que le permitiría transformar a toda la nación bajo los dictados del progreso, hasta el Plan Monumental de Caracas, o Plan Rotival, de 1938, que intentó lo mismo, ajustado, claro está, a las nuevas circunstancias15; y desde las decenas de ciudades que a la vera de los campos petroleros se fundaron en el siglo XX, espontáneamente o planeadas por las compañías transnacionales, así como las numerosas fundadas por las misiones que se reemprenden en 1915 para completar la “civilización” (la conquista, podría decirse) de los grupos aborígenes, hasta el gran sueño futurista de Ciudad Guayana, fundada por el Estado en 1960, Colombo y Las Casas parecen seguir teniendo mucho que decir. Baste señalar que la última ciudad fundada por el Estado fue la malhadada Ciudad Sucre, en 1995. Actualmente (escribimos en el 2010) está en construcción una “ciudad socialista” entre La Guaira y Caracas y se habla de transformar las ciudades existentes en “ciudades comunales”: al parecer, nunca la utopía había gozado de tan buena salud.
LA CIUDAD QUE NO EXISTE, LA REPÚBLICA QUE NO EXISTE
Del mismo modo que el sueño de ciudades ideales demuestra el costado utópico —porque no todo lo fue— del pensamiento de la emancipación, el hecho de que no solo no se hayan construido sino de que además las existentes fueran destruidas durante el proceso, dice bastante del alcance que la utopía tuvo, que tal vez toda utopía tiene al final.
Desde la finalización de la guerra de independencia y hasta que las reformas urbanas de Guzmán Blanco lograron darle —o al menos eso creyeron los caraqueños— un barniz parisino, es decir, a lo largo de los primeros cuarenta, cincuenta años de vida republicana, prácticamente todos los que pasaron por ella tuvieron algo que decir de su estatus pueblerino, de su suciedad, de sus fachadas agrietadas, del tedio de aquellas calles tan vacías de gentes como llenas de animales pastando entre las ruinas del terremoto de 1812, que se mantuvieron, solemnes, hasta bien entrado el siglo. Sus testimonios hablan de una ciudad con una inexistente vida social, acaso solo animada de vez en cuando por las fiestas que se dan en las casas —eso sí: son muy bailadores los caraqueños— y por las misas y las proce-siones de su abigarrado santoral. Caracas no existe…
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De todos estos testimonios comencemos con uno que, por la notable circunstancia de no haber sido hecho por un viajero sino por un vecino que se fue de ella a pesar de amarla casi orgánicamente y que, además, no fue un vecino cualquiera sino el más famoso que ha tenido jamás, expresión consumada de la elite que la dirigió y dio sentido por tres siglos. Nos referimos a Simón Bolívar. Aun sabiendo el peligro de caer en esa típica deformación de nuestra Historia Patria de sobrevalorar el testimonio bolivariano por encima de cualquier otro por el simple hecho de su ilustre procedencia, en este solo caso vale la pena arriesgarse ya que se trata de un testimonio de excepción del representante más notable de su clase16. Hablamos de la famosa carta que desde Cuzco le envía a su tío Esteban Palacios el 10 de julio de 1825 y que constituye un documento excep-cionalmente iluminador.
Aunque su descripción de la ciudad es tan dramática como las demás que tenemos de la hora —algunos han llamado a la carta “La elegía de Cuzco”—, en ella se plantean al menos dos tesis que configuran el sentido y el alcance de lo que tanta miseria y ruindad expresaban, en esto sí de forma más aguda que en el resto de sus coetáneos. La primera, el descomunal reto que implica para quienes quieren fundar una república la crisis de la ciudad colonial. En ella ve la cultura, los “tres siglos de cultura” como llama él, y llamaran casi todos sus coetáneos a aquello que a partir de la década de 1850 y por el claro ascendente de Sarmiento, pasará a llamarse civilización. La segunda, lo que socioculturalmente significaba esa crisis: no es algo asociado, o al menos no solo asociado, a unas casas y a unas calles enmon-tadas y derruidas; o al colapso poblacional de una ciudad que para 1810 tenía alrededor de cincuenta mil personas y que para 1821, por el terremoto, por las migraciones de causas políticas —patriotas en 1814, realistas en ese año— y los efectos generales de la guerra, se había reducido a unos diecisiete mil17; es algo asociado a eso que hoy recomiendan algunos geohistoriadores: no una crisis de población, en términos cuantitativos, sino esencialmente de pueblo, en términos cualitativos. Es la crisis de un tipo de vida, una sociabilidad, los valores de un colectivo —el que la habitaba y se diezmó con sus casas— sin los cuales se hace todavía más complejo el modelo de vida que se quiere instituir. Plantea, por lo tanto, el problema como fundamentalmente será entendido por un siglo: la civilización es la ciudad, pero no es un problema de calles y edificios, es un problema de moral. De moral ciudadana. De urbanidad.
El Tío Esteban regresaba a Caracas después de más de treinta años en España, donde, entre otras cosas, había sido diputado en Cádiz y director del Teatro Italiano de Barcelona. Expresándose como miembros de una clase y de unos valores en bancarrota, el poderoso sobrino se atreve a escribirle:
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Mi querido tío, Vd. habrá sentido el sueño de Epiménides: Vd. ha vuelto de entre los muertos a ver los estragos del tiempo inexorable, de la guerra cruel, de los hombres feroces. Vd. se encontrará en Caracas como un duende que viene de la otra vida y observará que nada es lo que fue.
Vd. dejó una dilatada y hermosa familia: ella ha sido segada por una hoz sanguinaria: Vd. dejó una patria naciente que desenvolvía los primeros gérmenes de la creación y los primeros elementos de la sociedad; y Vd. lo encuentra todo en escombros… todo en memorias. Los vivientes han desaparecido: las obras de los hombres, las casas de Dios y hasta los campos han sentido el estrago formidable del estremecimiento de la naturaleza. Vd. se preguntará a sí mismo ¿dónde están mis padres, dónde mis hermanos, dónde mis sobrinos?... los más felices fueron sepultados dentro del asilo de sus mansiones domésticas; y los más desgraciados han cubierto los campos de Venezuela con sus huesos, después de haberlos regado con su sangre… por el solo delito de haber amado la justicia.
Los campos regados por el sudor de trescientos años, han sido agostados por una fatal combinación de los meteoros y de los crímenes. ¿Dónde está Caracas? se preguntará Vd. Caracas no existe; pero sus cenizas, sus monumentos, la tierra que tuvo, han quedado resplandecientes de libertad; y están cubiertos de la gloria del martirio. Este consuelo repara todas las pérdidas, a lo menos, este es el mío; y deseo que sea el de Vd.18
Estamos ante la síntesis del problema de la crisis de la ciudad como crisis de la civilización, como desilusión de la república: primero, la necesidad de la búsqueda de un consuelo, el reconocimiento de que todo se ha perdido y de que, a cambio del desastre, solo ha quedado la libertad. Es decir, lo mismo que con “rubor” admite un lustro más tarde, en la hora de su renuncia19. En segundo lugar, la naturaleza de ese rubor: esa suerte de Apocalipsis que arrasó “el sudor de trescientos años” (los tres siglos de cultura y de industria), “los gérmenes de la creación” y “los elementos de la sociedad”. Subrayemos eso de “los elementos de la sociedad” que, como veremos, serán clave. Salvo el terremoto que, sin lugar a dudas, arrasó la ciudad en 181220, el resto parecía ser culpa de la revolución. Y tercero, la identificación de quienes acabaron con esa cultura: los otros que ni estaban en la sociedad, tal como será entendida entonces, ni en la Caracas que ya no existe: los hombres feroces, los desatados, los antropófagos, los primitivos, según los ha llamado en otros documentos. Veamos lo que dice el mismo Bolívar en otro documento, escrito a mes y medio de su muerte (lo que tal Caracas no existe…
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vez matice la severidad de sus juicios: es un hombre enfermo y políticamente derrotado, fuera del poder, por mucho que a veces tenga espasmos de entusiasmo), el 9 de noviembre de 1830. Su destinatario era Juan José Flores:
Vd. sabe que yo he mandado 20 años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1º La América es ingobernable para nosotros. 2º El que sigue una revolución ara en el mar. 3º La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4º Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. 5º Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán de conquistarnos. 6º Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo este sería el último período de América.21
¿Qué pudieron haber entendido el general claudicante —Bolívar— y el emergente —Flores— por todo esto, por este salto de la utopía a la distopía? Para ambos eso de la “multitud desenfrenada”, de la “ferocidad”, de los “tiranuelos de todos los colores y razas” (es decir, no blancos, como ellos) y, sobre todo, de “la vuelta al caos primitivo” les proporcionaba la anatomía de un estado de cosas que ya habían visto —por lo menos en la Venezuela de 1812 a 1814— y del que temen, como todos los criollos del Caribe, desde que oyeron las primeras noticias de Haití: no en vano, de seguidas, en la misma carta Bolívar redondea su tesis:
La primera revolución francesa, hizo degollar las Antillas, y la segunda, causará el mismo efecto en este vasto continente. La súbita reacción de la ideología exagerada va a llenarnos de cuantos males nos faltaban, o más bien los van a completar. Vd. verá que todo el mundo va a entregarse al torrente de la demagogia y ¡desgraciados de los pueblos! Y ¡desgraciados de los Gobiernos!22
¡Así estaba ya de conservador don Simón que la Revolución de Julio lo espanta! Pero lo que a nosotros nos interesa es otra cosa. Nos interesa la referencia que hace a Haití: esa idea de que las masas populares salidas de control por incitación de los “demagogos”, que como un fantasma persigue a su pensamiento y por la que diseña instituciones tan controladoras como el Senado Hereditario o el Areópago, es, a nuestro juicio, el quid de la cuestión, el núcleo del desorden que estaba desesperado por atajar: cuando la multitud —y al hablar de ella es imposible no pensar en el orden colonial, en el que se dividía a la sociedad en los padres de familia, encargados por Dios de su XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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conducción, y el resto, la multitud promiscual23— cuando esa multitud se salía de control, toda la sociedad, toda la civilización lo hacía: era el retorno, como le dice a Flores, al orden primitivo. A pesar de la ayuda que le prestó la nación antillana, de su impronta para convertirlo al abolicionismo, en el que insiste una y otra vez desde 1816, y de las acciones concretas que hizo para atraer a las mayorías de color para su causa, el espectro de la “Guerra de Colores”, como la llama24, y de la rebelión de los llaneros acaudillados por Boves, lo hizo desvelar —a él como a los otros mantuanos— en la posibilidad de que Venezuela (no tanto la Nueva Granada) se convirtieran en un nuevo Haití. Al respecto es notable la proclama que ante la más feroz arremetida que esa multitud haya hecho jamás, la de los llaneros de Boves sobre las ciudades del arco costero-montañoso de Venezuela, un mes antes de que la república allí instalada fuera completamente barrida por ella, el 6 de mayo de 1814:
Terribles días estamos atravesando: la sangre corre a torrentes: han desaparecido los tres siglos de cultura, de ilustración y de industria: por todas partes aparecen ruinas de la naturaleza o de la guerra. Parece que todos los males se han desencadenado sobre nuestros desgraciados pueblos25.
El párrafo es elocuente de lo que palpitaba en el fondo de las ideas de todos aquellos patricios que conducen el ensayo republicano. Por un lado estaban los tres siglos de cultura, es decir, la herencia colonial que ellos representan, y que a su entender era algo sustancialmente superior (de hecho, como lo dice, la cultura), junto a la ilustración y a la industria recientemente habían germinado en su seno, frente a lo que la multitud representaba. Por el otro, estaba el retorno al primitivismo, es decir, los llaneros que embisten a la cultura. Se trata de una dicotomía que se hará esencial en la conciencia de la elite; una dicotomía en la que, vistiéndola con diversos ropajes a lo largo del siglo y de los distintos referentes teóricos que suceden en él, encontrará la explicación para los males de esos proyectos que una y otra vez intentaban, y que siempre les salían mal, o cuando menos muy incompletos. Y es esencial, como veremos, porque contempla una mentalidad, una convicción que está en la base de sus ideas deliberada y conscientemente definidas; una certeza universalmente compartida. A tal punto abundan los testimonios, que solo los de Bolívar ya son prolijos. El 16 de octubre de 1830, por ejemplo, le escribe a Rafael Urdaneta:
Nunca he considerado un peligro tan universal como el que ahora amenaza a los americanos: he dicho mal, la posteridad no vio jamás un cuadro tan espantoso como el que ofrece la América, más Caracas no existe…
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para lo futuro que para lo presente, porque, ¿dónde se ha imaginado nadie que un mundo entero cayera en frenesí y devorase su propia raza como antropófagos?... Esto es único en los anales de los crímenes, y lo que es peor, irremediable26.
De nuevo el temor a la regresión cultural, pero ya completamente identificada con la pérdida de una sociabilidad, de unos valores que permitieran vivir pacífica y ordenadamente, para hacerlo como —creía o al menos metaforiza el Libertador— lo hacen las tribus antropófagas: comiéndonos los unos a los otros. De nuevo, pues, los tres siglos de cultura e ilustración, expresados en unos valores dados, frente al primitivismo, expre-sados en los otros.
Vistas así las cosas, ¿qué, en concreto, podía significar para un criollo como Bolívar eso de que Caracas no existe? ¿Qué es, qué peso tenía en 1825 o 1810 el vocablo Caracas? Caracas era bastante más que una referencia geográfica, que un dato, una trama y una tipología urbanas: era, como en la tradición griega, de la que era heredera, un modelo de vida. Una forma de pensamiento, el pensamiento criollo. Una forma de destino colectivo aceptado y construido por sus miembros. Caracas son los campos regados por tres siglos. Caracas es la familia antes hermosa y ahora destruida. Caracas es toda la clase de la que forma —o formaba— parte esa familia. Una familia que fue noble y rica, y que ahora está reducida a un corro de viudas pobres. En algún grado el destino de esa familia —los Bolívar y Palacios— es el de toda una clase27, el de toda una forma de vivir y el de toda una nación: la quiebra de un orden social sobre el que se quiso erigir una república, y su conversión en otra cosa, inesperada, dramática para quienes la promovieron y muy distinta de sus sueños iniciales. No en vano cuando comienza la revolución, sus adversarios no dudaron en hablar de “la república” o el “sistema” de Caracas28, mientras los caraqueños harán famosa una canción con aquello de “seguir el ejemplo que Caracas dio”29. François-Xavier Guerra habla, al referirse a este tipo de fenómenos, de “repúblicas urbanas” o “ciudades-estado hispanoamericanas”30. La revolución de Caracas será como todas las revoluciones: se comerá a su ciudad y sus portavoces.
“LOS OTROS” Y LA CIUDAD CRIOLLA
Para 1810, Caracas era una ciudad criolla31. Eso le daba un sentido muy específico en el espacio y en la sociedad, si es posible dividir ambas instancias, de su tiempo y su entorno. La ciudad criolla era, efecto, el producto de tres siglos. Hija de las fundadas en el siglo XVI, seguirá siendo el núcleo desde el cual se implanta e irradia la conquista, es decir, la XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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incorporación de un territorio y de unas gentes a Occidente y su logos. En ella se establecen, primero, los españoles, y luego nacen sus hijos, los criollos, esos “europeos segundos”, europeos en las fronteras de Occidente, como los llama el filósofo J. M. Briceño-Guerrero32, que mantuvieron por tres siglos el rol de dominadores. En su famoso estudio sobre la función cultural de la ciudad en Iberoamérica, el investigador Ángel Rama va a la esencia de la ciudad criolla, esa que llama ciudad letrada por su rol de organizadora legal e institucional del territorio y a la que ve también como el núcleo de las repúblicas sociedades latinoamericanas.
En efecto, “aunque aisladas —dice Rama— dentro de la inmensidad espacial y cultural, ajena y hostil, a las ciudades competía dominar y civilizar su contorno, lo que se llamó primero ‘evangelizar’ y después ‘educar’. El primer verbo fue conjugado por el espíritu religioso y el segundo por el laico y agnóstico, pero en los dos casos se trataba del mismo esfuerzo de transculturación a partir de la lección europea”33. Si reparamos en el atributo de difusoras de un proyecto político en un vasto territorio que Ardao identifica en las “ciudades utópicas” de los próceres, entonces podemos ver lo que de criollas tenían estas ciudades (o lo que de utópicas tenían las criollas). Al principio, esta ciudad española metida dentro de esa nueva España que soñaron los conquistadores erigir en las Indias era una ciudad hidalga, el espacio de la elite (los hidalgos, los conquistadores e inmediatamente después sus hijos, los blancos criollos) que están a la cabeza de la nueva realidad. Es una ciudad completamente volcada a la reproducción de la metrópoli y a la vinculación de esta con la nueva realidad34. Es la ciudad que en la catolicidad35 quiso edificar el primer orden europeo en el Nuevo Mundo: el de la sociedad barroca, que en nombre de Dios y el Rey levantaría acá, antes o al menos mejor que en ningún otro lado, la republica christiana para la salvación, el buen orden como se le llamó entonces, la civilización como la llamarían después. Pero es una ciudad que solamente mira a Europa: aunque lo que tuviera en frente fueran pirámides insólitas, grandes tribus, impresionantes selvas, para ella lo que no es Europa es desierto (tal es el nombre que emplea).
No obstante, con el tiempo la consolidación de los criollos como un nuevo colectivo hizo que cada vez esa ciudad se volcara más hacia una realidad que, sin dejar los valores esenciales europeos, empezó a sentir más suya que la metropolitana36. Así, “algunas ciudades tuvieron bibliotecas y periódicos, pero por casi todas circulaban los libros y las ideas que por entonces sacudían Europa. La ciudad criolla nació bajo el signo de la Ilustración y su filosofía”37, como dice Romero. La ciudad criolla, pues, en esta clave, es hija de la modernidad, de nuestra primera modernidad borbónica y dieciochesca. Es, por ejemplo, la Caracas en la que nacen Simón Bolívar, Francisco de Miranda y Andrés Bello, acaso los tres representantes Caracas no existe…
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más altos del pensamiento criollo de su tiempo. En la que también nace y se cría Simón Rodríguez, tal vez el único pensador de la independencia que merece ser llamado, en estricto sentido, un filósofo. Bolívar fue un descendiente de la vieja clase de los hidalgos y de la sociedad barroca, pero que está abierto a los cambios; los dos segundos son los cambios: hijos de esa, digamos un poco nosotros también estirando el término, “burguesía” que surge entonces, esos subordinados acriollados que serán fundamentales en el desarrollo del proyecto —el padre de Miranda y los abuelos de Bello son inmigrantes canarios; llegaron a inicios del siglo XVIII, se beneficiaron de la expansión económica de entonces; comerciante el uno, pintores, músicos, frailes y abogados se cuentan en la familia del otro— y que como pocos expresarán en su obra el sentido de la ciudad criolla: a la vez rabiosamente americana (he ahí las silvas de Bello; he ahí los proyectos de incanato de Miranda, con su senado romano pero de caciques) y profundamente europea (he ahí el amor por el castellano, el latín, el derecho romano y el catolicismo de Bello; he ahí los sueños románticos y clásicos de Miranda; he ahí el espíritu moderno de los dos).
Así, cuando Bolívar habla de los “tres siglos de cultura, de ilustración y de industria” que podían perderse por las lanzas de Boves o de que “Caracas no existe”, de lo que está hablando, eso que teme que esté perdiéndose es aquello en lo que, precisamente, ve la justificación de la independencia en el más criollo de sus documentos38, la “Carta de Jamaica”: “los viejos usos de la sociedad civil”. La inexistencia de Caracas, por lo tanto, es la inexistencia de los valores y las sociabilidades que los manifiestan, esenciales para la construcción de la república según el visor de la elite. Reponer, entonces, esos valores y sociabilidades será, en Venezuela, como en el resto de Iberoamérica, una de las tareas más urgentes que se impusieron las elites en su afán de reconstruir los mecanismos de control interno en su sociedad. Dice en Jamaica: “Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte; cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil”39.
Esta idea de la sociedad civil es reveladora. Cuando en Angostura, en 1819, Bolívar habla de “nuestras primeras necesidades” y las ubica en la moral y las luces —y eso que en Angostura, como señaló el historiador y sociólogo Augusto Mijares, hay otras necesidades más urgentes40: por ejemplo comida, ya que los virus traídos por los soldados desde el centro del país mataron a los indios de las misiones del Caroní, que la alimentaban; o armas para el ejército, y eso sin contar que las fiebres y la disentería tuvieron a los congresantes más tiempo en sus chinchorros que en sus curules— cuando dice eso, pues, está dándole crédito a las lecciones de la experiencia y poniendo las cosas en el punto que se revelaría más grave con el desarrollo inmediato de los acontecimientos: la guerra, en efecto, se gana en los XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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siguientes años, a pesar del hambre, las fiebres y la carencia de municiones; pero lo que no sería tan fácil fue ganar la paz. Ella había cambiado algunas reglas esenciales y creado un nuevo tipo de hombres; un nuevo “espíritu”, como lo llama, reñido con la regularidad y la civilidad que identifica en una “tradición de la sociedad civil” que venía de la colonia41 y que empezaba su tirante dialéctica en otra que nace entonces: la que llama la “tradición del caudillismo”. Ya en vísperas de Carabobo lo vaticina con aquello de que le teme más a la paz que a la guerra:
No pueden Vds. formarse una idea exacta del espíritu que anima a nuestros militares. Estos no son los que Vds. conocen; son los que Vds. no conocen: hombres que han combatido largo tiempo, que se creen muy beneméritos, y humillados y miserables, y sin esperanza de coger el fruto de las adquisiciones de su lanza. Son llaneros determinados, ignorantes y que nunca se creen iguales a los otros hombres que saben más o parecen mejor. Yo mismo, que siempre he estado a su cabeza, no sé aún de lo que son capaces. Los trato con una consideración suma; y ni aun esta misma consideración es bastante para inspirarles la confianza y la franqueza que debe reinar entre camaradas y conciudadanos. Persuádase, Vd., Gual, que estamos sobre un abismo o más bien sobre un volcán pronto a hacer su explosión. Yo temo más la paz que la guerra, y con esto doy a Vd. la idea de todo lo que no digo, ni puede decirse42.
Sus proyectos del Senado Hereditario o del Poder Moral eran un intento para retomar el control de la sociedad. De formar con esos llaneros una aristocracia de la virtud43, donde los mejores conducirían a la sociedad, donde solo estos serían los ciudadanos de verdad. Porque el detalle es que las condiciones que se pedían para formar parte de esos “mejores”, de esos optimates que reunían el conjunto de valores que se consideraban inherentes a la ciudadanía, solo se encontraban, en términos generales (educación, amor y comprensión por las leyes, el ocio virtuoso de los propietarios, ser padres de familia en el sentido romano, vigente en la legislación colonial; y en suma “los viejos usos de la sociedad civil”), en el primaciado criollo. Con esa propuesta, la reconducción parecía garantizada, solo abriéndose una rendija por la cual, a largo plazo, los otros sectores de la sociedad podrían ir ascendiendo poco a poco (lo cual en modo alguno es desdeñable ni puede considerarse, en su contexto, poco revolucionario: se trataba nada menos que de la demolición del sistema de castas y estamentos, y de la oportunidad, por la vía del dinero o del ascenso político y militar, que todo solía ser uno, de llegar al pináculo social). Mucho se ha insistido en que desde el primer momento el movimiento tuvo por objetivo el perfeccionamiento del control Caracas no existe…
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de las elites citadinas del centro y el oriente del país, y a la sazón se ha invocado el ejemplo de las Ordenanzas de Llanos de 1811. En ellas, el Congreso de la recién nacida república trata de regular el “gobierno y policía de los llanos”, como leemos en su Tratado III44, bajo los criterios de los dueños de los hatos interesados en defender la propiedad privada sobre el suelo y el ganado, y la sujeción de los grupos cimarrones e indígenas que conformaban la base de la población llanera45. Esta condición, así como la práctica generalizada del abigeato y el cuatrerismo, según algunos historiadores asociada a una forma de vida seminómada y más o menos comunitaria, los volvía un ejemplo de incivilización moralmente inaceptable y económicamente opuesta a la prosperidad de la economía de hato. También, como veremos, los volvía una etnia diferenciada a la que había que civilizar (conquistar)46. Pero las cosas marcharon de otro modo. Lo que el historiador Germán Carrera Damas llama “inesperados desarrollos”47 y el investigador Aníbal Romero denomina una “alquimia”, por la cual “aquello que deseamos lograr acaba con frecuencia convertido en lo contrario de lo que aspirábamos”, se tradujo el “naufragio del manutuanismo”48. Politizados por ambos bandos que quisieron su apoyo, en cuanto estalló la guerra y se vinieron abajo las ataduras sociales de la Corona, en 1812 se rebelan los esclavos de las plantaciones del centro y en 1814 los llaneros se encargaron de barrer a aquellos que quisieron sojuzgarlos con sus ordenanzas de buen gobierno.
Casi entrando en el viejo esquema civilización-barbarie de los positivis-tas, y en su resemantización marxista de la dialéctica campo-ciudad (ciudad dominadora, campo dominado49), Jhon Lynch ha definido al caudillo como el hombre de la frontera, el bárbaro que está al margen de la civilización europea de las ciudades criollas, capaz de controlar a las masas no acriolladas —indios, negros, llaneros, gauchos; para el criollo los otros, los bárbaros— que en medio del colapso del Estado colonial se salen del control de las elites de las ciudades de las costas y las serranías. Emerge de la guerra como gran líder militar, en torno a sí estructura los noveles Estados independientes cuando el proceso se sale de las manos de las elites que fundaron las juntas de la primera hora y pasa a los campamentos; y con él deben pactar esas elites disminuidas para tener un mínimo de orden y control sobre sus sociedades. El caudillo prototípico es un José Antonio Páez o un Juan Manuel Rosas50.
No por eso, sin embargo, Lynch dibuja mal el fenómeno, sobre todo con el sentido histórico de cómo se lo vivió entonces. Para las elites de las ciudades de los valles cercanos a las costas de Venezuela, el otro por naturaleza era el llanero. “Determinados, ignorantes y que nunca se creen iguales a los otros hombres que saben más o parecen mejor”, como los llama Bolívar y lo ven el resto de los de su clase, la forma en la que los XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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venezolanos pasamos de percibirlos como una etnia aparte, a considerarlos la más auténtica de nuestras expresiones nacionales, es uno de los ejemplos más acabados de final control y asimilación por la “república de Caracas” a su inmensa e indómita frontera en los siguientes ciento cincuenta años. Es una lástima que no tengamos de ellos un testimonio similar a los de quienes hicieron naufragar. Ajenos al círculo de la ciudad letrada, solo por inter-mediación de sus registros, tenemos algunos datos. Los llaneros, según los describe un hombre que siempre estuvo a medio camino entre la vida criolla y la frontera, y que por eso pudo convertirse en su líder y en la bisagra que los unió a la nueva república, José Antonio Páez, eran especie de seres silvestres y primigenios, frugales, violentos, fuertes y valientes. Leemos en su autobiografía publicada en 1869:
La habitación donde residían estos hombres [los llaneros] era una especie de cabaña cuyo aspecto exterior nada diferente presentaba de las que se encuentran hoy en los mismos lugares. La yerba crecía en torno a su placer, y solo podía indicar el acceso a la vi-vienda la senda tortuosa que se formaba con pisadas o rastro del ganado.
Constituía todo el mueblaje de la solitaria habitación cráneos de caballos y cabezas de caimanes, que servían de asiento al llanero cuando tornaba a su casa cansado de oprimir el lomo del fogoso potro durante las horas del sol; y si quería estender sus miembros para entregarse al sueño, no tenía para hacerlo sino las pieles de las reses ó cueros secos donde reposaba por la noche de las fatigas y trabajos del día, después de haber hecho una sola comida, á las siete de la tarde. ¡Feliz el que alcanzaba el privilejio de poseer una hamaca sobre cuyos hilos pudiera más comodamente restituir al cuerpo su vigor perdido!
(…)
Tal era la vida de aquellos hombres. Distantes de las ciudades, oían hablar de ellas como lugares de difícil acceso, pues estaban situadas más allá del horizonte que alcanzaban con la vista. Jamás llegaban a sus oídos el tañido de la campana que recuerda deberes religiosos, y vivían y morían como hombres a quienes no cupo otro destino que luchar con los elementos y las fieras, limitándose su ambición a llegar un día a ser capataz en el mismo punto donde había servido antes en clase de peón”51.
Admirados y temidos durante el siglo XIX, en torno a los llaneros se estructuró toda la épica de la nacionalidad venezolana. Eran esos bárbaros feroces, que caían sobre las ciudades, pero eran también los hombres Caracas no existe…
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valientes de Páez, aquellos seres incontaminados por los mimos de la vida muelle, que con sus lanzas consiguieron liberar a medio continente. Como se dijo, una etnia distinta a la de las ciudades criollas. Formidables jinetes, y por eso en una época en la que el arte militar venezolano retrogradó a la época anterior a las armas de fuego, su presencia en los campos de batalla siempre era decisoria. Lo que Páez hizo en Carabobo resultaba, al respecto, emblemático. Tal es la imagen que el escritor e historiador romántico Juan Vicente González ofrece a mediados del siglo XIX cuando describe a las tropas de Boves, o la que encontramos Wild Scenes in South America or Life in the Llanos of Venezuela (Nueva York, 1862), de Ramón Páez, el hijo de José Antonio que se crió en los Estados Unidos y regresó a ver el mundo de su padre con ojos de antropólogo anglosajón. Aún en 1881, Eduardo Blanco señala lo de Boves como “la invasión de la llanura sobre la montaña: el desbordamiento de la barbarie sobre la República naciente”52. “Como fieras acosadas por el incendio”, describe a sus hombres53. Dentro del marco de la geografía trizonal que desde Humboldt y durante un siglo definió a la venezolana54, el hombre de las llanuras era otro distinto al de las montañas y valles agrícolas del norte, y una suerte de etnia intermedia entre la civilización casi completa del primero y el salvajismo del “hombre de los bosques”. Discurriendo en esta clave, en 1875 Miguel Tejera, en la sección de etnología de su célebre Venezuela pintoresca e ilustrada, señala que el llanero es “el lazo de unión entre la civilización y la barbarie; entre la ley que sujeta y la libertad sin freno moral”55. Es “enemigo de residir en ciudades (…) amante de la soledad, construye su choza a orillas de los ríos ó de los caños”; “su compañero inseparable es el caballo”, “teniendo por únicas armas una lanza, un sable ó un cuchillo, triunfa de los feroces tigres (…) y aun sin arma de ninguna especie aguarda tranquilamente la acometida del más bravo toro”. Feroz y sanguinario cuando tiene que serlo, enamorado, galante, poeta, cantador de joropos y fandangos, “reúne a la vez las costumbres tártaras y árabes”56. Su solo aspecto manifiesta sus diferencias con la civilización urbana. Mientras “los habitantes de la zona agrícola son amigos de vestir bien” y “las clases alta y media de la sociedad traen el vestido que les indica la moda parisiense”57, él se viste con “una camisa curiosamente rizada que cubre otra interior, con el cuello abierto, calzón a media pierna con piececitas volantes por entre las cuales sale un ancho calzoncillo; las faldas de la camisa por fuera y ajustadas al cinto, alrededor del cuello un rosario de grandes cuentas de oro; desnudo el pie, cubierta la cabeza con un paño de color, anudado de manera que sus puntas quedan flotantes sobre la espalda, y luego un sombrero de anchas alas ya de paja, paño ó castor…”58.
La Silva criolla (1901), de Francisco Lazo Martí; en El llanero, estudio sobre su vida y su poesía (1905), de Víctor Manuel Ovalles; o en esa XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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falsificación —¡otra de las tantas que hizo!— de Rafael Bolívar Coronado, El llanero, estudio de sociología venezolana (1917), que atribuyó al escritor costumbrista Daniel Mendoza, pero que no por eso deja de estar llena de importantes informaciones sobre su vida en el siglo XIX; la zarzuela “Alma Llanera” (1914), con música de Pedro Elías Gutiérrez y letra del mismo falsario Bolívar Coronado, y los muy influyentes ensayos sociológicos de Cesarismo democrático (1919), de Laureano Vallenilla-Lanz, que dentro de la esfera del determinismo geográfico le atribuyó una gran importancia a la llanura para explicar y justificar el cesarismo —el caudillismo— venezolano, ayudaron a “llanerizar”, por decirlo de algún modo, la identidad nacional59. Otro tanto podemos decir de nuestra gran novela nacional, Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos60, que lleva la épica de la confron-tación entre la ciudad y el campo, la civilización y la barbarie, al romance imposible de un doctor de la capital y de una india que sintetiza todos los valores de la fuerza, la violencia, la ilegalidad y el mundo de los valientes. El citadino no sucumbe ante ella —“la devoradora de hombres”— sino que la domeña. Es la aspiración de la república llevada a la ficción y, nuevamente, hecha símbolo nacional.
¿AL RESCATE DE LA UTOPÍA?, A MODO DE CONCLUSIÓN
Para 1830, cuando se reconstituye la república venezolana, los llaneros estaban —y lo estarían por algunos años— más o menos controlados. El liderazgo de Páez, puesto al servicio del proyecto, permite un mínimo de estabilidad: entre esa fecha y 1846, estará constantemente El Centauro sofocando rebeliones, mientras la elites caraqueña, valenciana, cumanesa y, en menor medida la maracaibera y las andinas —reorganizadas con los restos del mantuanaje y los nuevos actores salidos de la guerra o de las oportunidades que abrieron las políticas liberales de Colombia: generales, nuevos ricos, terratenientes gracias a los haberes militares61, comerciantes musiúes62 o venezolanos de origen medio y no siempre blanco, enriquecidos por la apertura económica— se dedicaban a construir un Estado moderno, republicano y liberal.
Para eso, obviamente, hacía falta reconstituir la “sociedad civil”, la vida urbana. Aunque el clima es opuesto a las utopías, rápidamente las imágenes de esa reconstrucción adquieren los tintes de la ciudad ideal, tal como podía entenderla el liberalismo del momento. En 1834, Domingo Briceño y Bri-ceño, uno de los sobrevivientes de la primera hora de la república, en el fa-moso discurso que pronuncia ante la Sociedad Económica de Amigos del País63 hace verdadera síntesis del proyecto de república que la elite tiene en la cabeza al culminar nuestras separaciones de España y Colombia. Lo suyo es una encendida defensa de las reformas liberales y capitalistas. Profetizaba Caracas no existe…
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que en el momento en el que el “espíritu de empresa” que de forma fatal parecía estar ausente en Venezuela logre inocularse en sus ciudadanos, podríamos ver “correr los caudales particulares a colocarse en obras públi-cas, para limpiar los puertos, formar los muelles, construir acueductos, secar ciénagas, excavar canales, allanar caminos, establecer bancos, abrir bazares, formar paseos, iluminar las calles...”64.
El proyecto estaba claro y, por las medidas que en esos momentos estaban tomando, era compartido por su selecta audiencia. Primero, asumiendo los nuevos valores de la elite (la modernidad, el espíritu de empresa, la ética capitalista) que cambiarían el país. Pero, segundo, ese cambio —véase bien lo que enumera Briceño— tendría sus manifestaciones concretas en un paisaje dado, en unas sociabilidades determinadas, en aspectos que hoy en buena medida se resumirían en el urbanismo y la urbanidad: no solo en obras de infraestructura como caminos y muelles, sino también en calles iluminadas y, muy significativamente, en paseos. Nos explicamos: la nación, recuérdese, se funda para que sea posible esa nueva vida. “Si Venezuela —dice el mismo Briceño— , gracias al cielo, tiene ya un gobierno establecido, una Constitución..., o sea, una ley que determina y rige sus actos (...) él es, empero, bastante, para sostener la primera línea de la graduación social, bastante para abrir la marcha a la perfección de la vida civil”65; perfección a la que se llegaría por los nuevos valores como ese del espíritu de empresa “que es la ocupación y alimento que presta a los genios activos, ansiosos e inquietos por la adquisición de cosas nuevas, útiles y grandes...”66 y que en la misma Sociedad Económica otro de los ideólogos de la nueva república, José María Vargas, llamaría la virtud activa67; por una ética, pues, por la que “el mundo marcha a su perfección, y para escalar el solio del poder es preciso subir por la grada del mérito”68. La república, ese nuevo Estado-Nación que recién estaba naciendo entonces, es el marco que permitirá el despliegue de los nuevos valores (que llamaremos modernismo) y esos nuevos procesos sociales (la modernización: bancos, caminos, muelles), necesarios para la nueva forma de vida anhelada: la de la ciudad moderna, sus tertulias, sus caminerías, sus plazas, sus teatros. En fin, lo que un historiador ha llamado el soñado “paraíso criollo”69. A su modo, la ciudad utópica que habría de sustituir a la criolla que “ya no existe”, o que solo existe a medias o a cuartas, o que en todo caso los nuevos dirigentes quieren que ya deje completamente de existir. En los siguientes dos siglos lo hemos intentado. Nada indica que no sigamos intentándolo. Aún parece mucho lo que falta por recorrer. XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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NOTAS
1 Sustituía a la fechada en Angostura el 17 de diciembre de 1819.
2 “Ley fundamental de la unión de los pueblos de Colombia”, Cuerpo de leyes de la repú-blica de Colombia, 1821-1827, Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1961, p. 4.
3 Para un estudio de cómo esto fue así en El Correo del Orinoco, órgano periodístico de los patriotas entre 1818 y 1822, véase: Elías Pino Iturrieta, “Modernidad y utopía. El mensaje revolucionario de El Correo del Orinoco”, Ideas y mentalidades de Venezuela, Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1998, pp. 131-157.
4 Véase: Luis Castro Leiva, “Si mi muerte contribuye…” y “El historicismo político boli-variano”, en De la Patria Boba a la Teología Bolivariana, en Obras, t. I, Caracas: Fun-dación Polar/Universidad Católica Andrés Bello, 2005, pp. 252-315.
5 Elías Pino Iturrieta, Nada sino un hombre. Los orígenes del personalismo en Venezuela, Caracas: Editorial Alfa, 2007.
6 “… si todos saben sus obligaciones, y conocen el interés que tienen en cumplir con ellas, todos vivirán de acuerdo, porque obrarán por principios… no es sueño ni delirio, sino filosofía…; ni el lugar donde esto se haga será imaginario, como el que se figuró el Canciller Tomás Morus: su Utopía será, en realidad, la América”. Simón Rodríguez, Luces y virtudes sociales [1840], Inventamos o erramos, Caracas: Monte Ávila Edito-res, 1992, p. 89.
7 Véase: Rafael Rojas, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución his-panoamericana, México: Taurus, 2009.
8 La categoría la acuñó Charles Hale en su clásico Mexican liberalism in Age of Mora, 1821-1853 (Yale University Press, New Haven, 1968). El historiador José Luis Romero lo describió así: “… hubo otra línea de conservadorismo principista [frente al ultramon-tano], caracterizada por la aceptación de ciertos principios del liberalismo, condiciona-da por una tendencia a moderar lo que consideraba sus excesos y, sobre todo, por la convicción de que solo podían ser traducidos en hechos políticos o institucionales de una manera lenta y progresiva. De esta manera la línea que podría llamarse de conser-vadurismo liberal entró en colisión con el pensamiento constitutivamente conservador, con el ultramontano y también con el liberal, lo cual lo obligó a defender su posición en dos frentes” (“El pensamiento conservador latinoamericano en el siglo XIX”, estudio preliminar a Pensamiento Conservador (1815-1898), Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1986, p. xv).
9 Luis Castro Leiva, La Gran Colombia: una ilusión ilustrada, en Obras, t. I, Caracas: Fundación Polar/Universidad Católica Andrés Bello, 2005, pp. 46-172.
10 “Los códigos que consultaban nuestros magistrados no eran los que podían enseñarles la ciencia práctica del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios, que imaginándose repúblicas aéreas, han procurado alcanzar la perfección política, presu-poniendo la perfectibilidad del linaje humano”. Simón Bolívar, “Memoria dirigida a los ciudadanos de la Nueva Granada por un caraqueño”, convencionalmente conocido co-mo el “Manifiesto de Cartagena” [1812], en Escritos fundamentales, Caracas: Monte Ávila Editores, 1988, p. 2.
11 Arturo Ardao, Las ciudades utópicas de Miranda, Bolívar y Sarmiento (folleto), Cara-cas: Editorial Equinoccio/Universidad Simón Bolívar, 1983, 18 pp.
12 En 1813, en las observaciones que Miguel José Sabz realizó del Proyecto de un Gobier-no Provisional para Venezuela elaborado por Francisco Javier Ustáriz, propuso que Bolívar asumiera las facultades de la Dictadura comisorio que había tenido Francisco de Miranda un año antes. Tal es la base legal —aunque para muchos de sus coetáneos no del todo legítima— del gobierno del Libertador. Demás está decir que tuvo una im-
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portante participación en la detención del Precursor al final de la Primera República. Sobre las complejas relaciones entre los dos, véase: Giovanni Meza Dorta, Miranda y Bolívar. Dos visiones, Caracas: Bid&Co. Editor, 2007.
13 “Constitución de 1830”, en: José Gil Fortoul, Historia constitucional de Venezuela, 5.ª Edición, Caracas: Liberaría Piñango, 1967, p. 382.
14 Ardao, Op. Cit., pp. 6-7.
15 Arturo Almandoz Marte, Urbanismo europeo en Caracas (1870-1940), Caracas: Equi-noccio/USB-Fundarte, 1997.
16 Del Bolívar que pensaba y discurría esencialmente como criollo, ha escrito Elías Pino Iturrieta un trabajo esencial, no exento de alguna polémica: “Una nueva lectura de la Carta de Jamaica”, en Ideas y mentalidades de Venezuela…, pp. 71-110.
17 Cfr. Pedro Cunill Grau, Geografía del Poblamiento venezolano del siglo XIX, Caracas: Presidencia de la República, 1987, t. I, pp. 431 y 463.
18 Simón Bolívar, carta a Esteban Palacios, Cuzco, 10 de julio de 1825, en Cartas del Li-bertador, t. IV, Caracas, Banco de Venezuela/Fundación Vicente Lecuna, 1966, p. 368.
19 “¡Conciudadanos! Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás”. Mensaje al Congreso Constituyente de la República de Colombia, 20 de enero de 1830, en S. Bolívar, Op. Cit., p. 156.
20 Sobre este acontecimiento natural, véase: Rogelio Altez, El desastre de 1812 en Vene-zuela. Sismos, vulnerabilidades y una patria no tan boba, Caracas: Fundación Empre-sas Polar - UCAB, 2006; y 1812. Documentos para el estudio de un desastre, Caracas: Asociación Académica para la Conmemoración de la Independencia, 2009.
21 Carta a Juan José Flores, Barranquilla, 9 de noviembre de 1830, Cartas del Liberta-dor…, t. VII, p. 587.
22 Carta a Juan José Flores, Op. Cit., p. 587.
23 Tal como lo establecían las Constituciones Sinodales de Caracas de 1687, vigentes hasta 1904. Las trabaja con profundidad Elías Pino Iturrieta en Contra lujuria, castidad. His-torias de pecado en el siglo XVIII venezolano, Caracas: Editorial Alfadil, 1992, pp. 28 y ss.
24 “… proclamar los principios odiosos de la guerra de colores (…) es en sustancia lo que ha hecho Piar”, Proclama del 5 de agosto de 1817, en Vicente Lecuna (Comp.), Pro-clamas y discursos del Libertador, Lit. y Tip. del Comercio, 1939, p. 164.
25 Proclama del 6 de mayo de 1814, Proclamas y discursos del Libertador, p. 110.
26 S. Bolívar, carta a Rafael Urdaneta, Soledad, 16 de octubre de 1830, en Cartas del Li-bertador…, t. VII, p. 550.
27 Para una imagen de la devastación de la elite mantuana a través de la familia del Liber-tador, es insustituible el ya clásico de Inés Quintero, La criolla principal. María Anto-nia Bolívar, hermana del Libertador, Caracas: Fundación Bigott, 2003.
28 Cfr. Pedro Urquinaona y Pardo, “Relación documentada del origen y los progresos del trastorno de las provincias de Venezuela” [1820], en Anuario, Instituto de Antropología e Historia de la UCV, tomos IV-V, vol. I, 1969, p. 178.
29 Sobre la canción de Caracas, véase: Óscar Sambrano Urdaneta, “Andrés Bello y la Can-ción de Caracas, Gloria al Bravo Pueblo” en Andrés Bello y la gramática de un nuevo mundo, Memorias de las V Jornadas de Historia y Religión, Caracas: UCAB/Konrad Adenauer Stiftung, 2006, pp. 267-278.
30 François-Xavier Guerra, “La identidad republicana en la época de la Independencia”, en Gonzalo Sánchez Gómez y María Emma Wills, (Comps) Museo, memoria y nación, Bogotá: 2000, pp. 255-283. XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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31 La categoría la tomamos de José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, México: Siglo XXI Editores, 1984, pp. 119 y ss.
32 J. M. Briceño Guerrero, El laberinto de los tres minotauros, Caracas: Monte Ávila Edi-tores Latinoamericana, 1997, pp. 41 y ss.
33 Ibídem, pp. 25-26.
34 Dice al respecto José Luis Romero: “Se fundaba sobre la nada, dice el primero. Sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cul-tura que se daba por inexistente. La ciudad era un reducto europeo en medio de la nada. Dentro de ella debían conservarse celosamente las formas de vida social de los países de origen, la cultura y la religión cristianas y, sobre todo, los designios para los cuales los eu-ropeos cruzaban el mar. Una idea resumió aquella tendencia: crear sobre la nada una nueva Europa [así] Nova Lusitania, Nueva España, Nueva Toledo, Nueva Galicia, Nueva Castilla fueron nombres regionales que denunciaron esa tendencia, como las ciudades se llamaron Valladolid, Córdoba, León, Medellín, La Rioja, Valencia, Carta-gena, Trujillo, Cuenca, o antepusieron el nombre de un santo al viejo nombre indígena: Santiago, San Sebastián, San Pablo, San Antonio, San Marcos, San Juan, San Miguel, San Felipe (...) No solo por su gusto remedaba el fundador lo que dejaba en la penínsu-la. Estaba instruido para que estableciera el sistema político y administrativo de Europa, los usos burocráticos, el estilo arquitectónico, las formas de vida religiosa, las ceremo-nias civiles, de modo que la nueva ciudad comenzara cuanto antes a funcionar como si fuera una ciudad europea, ignorante de su contorno, indiferente al oscuro mundo subor-dinado al que se superponía”. Romero, Op. Cit., p. 67.
35 “Catolicidad no es Catolicismo. Catolicismo es la religión católica manifestada en sus símbolos, en su teología, su institucionalidad eclesiástica y sus exigencias morales, todo ello expresado en sus múltiples modelos de conjunto que se han sucedido en la historia de esta religión. Catolicidad es un concepto más amplio que expresa la constitución de una cultura cimentada sobre un modelo determinado de Catolicismo. La catolicidad es un modelo global de relaciones sociales y políticas en donde el vínculo entre los com-ponentes de la sociedad y la obediencia y sumisión a las autoridades están orientadas por un modo de entender el Catolicismo. Del mismo modo la Catolicidad penetra las costumbres, la moral, la simbología social, la educación y las expectativas sociales. Ca-tolicidad es una sociedad que no solamente profesa el catolicismo sino que se organiza globalmente bajo esa profesión religiosa”. José Virtuoso, La crisis de la catolicidad en los inicios republicanos de Venezuela (1810-1813), Caracas: UCAB, 2001, p. 14.
36 Romero, Op. Cit., p. 120.
37 Ib., pp. 120-121.
38 Pino Iturrieta, “Nueva Lectura de la Carta de Jamaica…”, vid supra.
39 “Contestación de un americano meridional a un caballero de esta isla”, convencional-mente conocida como “Carta de Jamaica” [1815], en Bolívar, Op. Cit., p. 35.
40 Augusto Mijares, “Ideología de la revolución emancipadora”, Historia de la cultura en Venezuela, Caracas: Instituto de Filosofía/Universidad Central de Venezuela, 1955, pp. 111-124.
41 “He llamado de la ‘sociedad civil’ esa tradición republicana y legalista que es a nuestro juicio la fundamental de América, para enlazarla a un juicio del Libertador que fue la primera revelación que tuve de aquella realidad sociológica. ‘Nosotros somos, decía Bolívar en su conocida carta de Jamaica, poseemos un mundo aparte, cercado por dila-tados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil’. Caracas no existe…
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Viejo en los usos de la sociedad civil, esto es, su cultura política y sus tradiciones socia-les se ensalzan a través de España con las más antiguas de la civilización occidental; y para prever su porvenir y su organización definitiva es imprescindible tener en cuenta esa herencia multisecular que lo domina”. Augusto Mijares, La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, [1938], 2.ª edición, Madrid: Afrodisio Aguado, 1952, pp. 51-52.
42 Bolívar a Pedro Gual, Guanare, 24 de mayo de 1821, Vicente Lecuna (Comp.), Cartas del Libertador, t. II, Caracas; Lit y Tip. del Comercio, 1929, pp. 348-349.
43 Miguel Hurtado Leña, “Bolívar en la Historia Universal”, Tiempo y Espacio, n.º 30, Centro de Investigaciones Históricas “Mario Briceño Iragorry”, UPEL-IPC, 1998, pp. 63-112.
44 “Ordenanzas de Llanos, de la Provincia de Caracas, hechas de orden y por comisión de su sección legislativa del Congreso, por los diputados firmados a su final” [1811], Do-cumento n.º 28 de Materiales para el estudio de la cuestión agraria en Venezuela (1800-1830), vol. I, Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1964, p. 80.
45 Sobre el tema: Germán Carrera Damas, Boves, aspectos socioeconómicos de la guerra de independencia, 2.ª Edición, Caracas: Monte Ávila Editores, 1991, pp. 196 y ss.; Mi-guel Izard, El miedo a la revolución. La lucha por la libertad en Venezuela (1777-1830), Madrid: Editorial Tecnos, 1979, pp. 132-133.
46 Véase: Miguel Izard, “Ni cuatreros ni montoneros, llaneros” en Boletín Americanista, n.º 31, Universidad de Barcelona, Barcelona 1981, pp. 83-142; “Sin domicilio fijo, sen-da segura ni destino conocido, Los Llaneros de Apure a finales del período colonial”, en Boletín Americanista, n.º 33, 1983, pp. 13-84. “Cimarrones, cuatreros e insurgen-tes”, Tiempo y espacio, n.º 11 / vol. VI, Caracas: UPEL-IPC, 1989, pp. 49-58. También: Pedro Correa, “Entre la necesidad y el miedo: los llaneros en la independencia”, en Isa-ac Nahaón Serfaty y otros, Detrás del mito. La independencia de Venezuela 200 años después, Caracas: Banesco, s/f (c. 2010), pp. 46-65.
47 En la Formulación definitiva del proyecto nacional: 1877-1900, Caracas: Cuadernos Lagoven, 1988, p. 7.
48 Aníbal Romero, “La ilusión y el engaño: la independencia venezolana y el naufragio del mantuanismo”, en Venezuela: historia y política. Tres estudios críticos, 2.ª edición, Ca-racas: Editorial Panapo, 2002, p. 4.
49 Un clásico al respecto: Agustín Blanco Muñoz, Oposición entre campo y ciudad en Ve-nezuela, Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1974.
50 Jhon Lynch, Caudillos en Hispanoamérica, 1800-1850, Madrid: Mapfre, 1993.
51 José Antonio Páez, Autobiografía de José Antonio Páez [1869], Caracas: Colección Li-bros/Revista Bohemia, s/f, t. I, pp. 5-6 y 7.
52 Eduardo Blanco, Venezuela Heroica, [1881] Caracas: EDUVEN, 2000, p. 26. Tal será una constante en la reflexión histórica venezolana. Desde el determinismo geográfico sobre los “pueblos pastores”, hasta la tesis de que “establecer la historia de la oposición entre la ciudad y el campo significa definir la relación entre la riqueza y la pobreza...” (Blanco Muñoz, Oposición entre campo y ciudad, Caracas: Universidad Central de Ve-nezuela, 1974, p. 15), la evidencia del carácter geosocial y geocultural de estas diferen-cias y su impacto en el devenir nacional, ha obligado una y otra vez a analizarla.
53 Eduardo Blanco, Op. Cit., p. 25.
54 José Rojas López, “Una apreciación crítica del modelo trizonal de Humboldt-Codazzi en la geografía de Venezuela”, Procesos Históricos [en línea] 2007, VI (julio) : [fecha de consulta: 13 de octubre de 2010] Disponible en:
http://redalyc.uaemex.mx/redalyc/src/inicio/ArtPdfRed.jsp?iCve=20061204 ISSN 1690-4818. XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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55 Felipe Tejera, Venezuela pintoresca e ilustrada, t. I [1875], edición facsimilar, Caracas: Ediciones Centauro, 1986, p. 6.
56 Ib., pp. 7-10.
57 Ib., p. 25.
58 Ib., p. 26.
59 Al respecto, véase: Gustavo Guerrero, Historia de un encargo: “La Catira” de Camilo José Cela, Caracas: Anagrama, 2008, pp. 113 y ss.
60 Véase: Doris Summer, Ficciones fundacionales. La novelas nacionales de América La-tina, México: Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2004, pp. 333-369.
61 Hablamos del Decreto del 10 de octubre de 1817, por el cual se repartían las tierras de los espa-ñoles y criollos realistas emigrados entre los efectivos del Ejército Libertador, como forma de compensarles por los salarios caídos de varios años. Hay opiniones divididas entre quienes ven en su espíritu algún antecedente de reforma agraria, y quienes los interpretan como un simple pago de deudas laborales con tierras, en vista de la angustiosa escasez de circulante. En lo que nadie duda es en que terminó apuntalando el latifundismo.
62 Modificación de la palabra Monsieur, que sirve en Venezuela para catalogar a los ex-tranjeros de origen europeo, sobre todo los que no son de habla española.
63 Corporación académica, de clara raíz borbónica pero reasumida por la Gran Colombia, que se instala en Caracas en 1829, para orientar la política de la región, que a partir de 1830 tendrá un rol fundamental en el diseño de la república.
64 Domingo Briceño y Briceño, “Discurso pronunciado en la Sociedad Económica de Amigos del País, de la Provincia de Caracas, 30 de marzo de 1834”, Pensamiento con-servador del siglo XIX, Caracas: Monte Ávila Editores, Caracas, 1992, p. 80.
65 Briceño y Briceño, Op. Cit., p. 76.
66 Ib., p. 82.
67 “Siendo esencial de los gobiernos populares que todo poder emane exclusivamente del pueblo, es consiguiente que la fuerza pública representará la suma de la fuerza de los ciudadanos. Mas la capacidad y virtud activa, esto es, el mérito, los servicios y adquisiciones de la industria constituyen sus verdaderos elementos...” (Cursivas T.S.),67 “Discurso del doctor José María Vargas en la Sociedad Económica de Amigos del País de la Provincia de Caracas. Caracas, 3 de febrero de 1833”, Pensamiento conservador del siglo XIX, Caracas: Biblioteca del Pensa-miento Venezolano José Antonio Páez/Monte Ávila Editores, 1992, p. 225.
68 Briceño y Briceño, Op. Cit.., p. 83
69 “Aquellos que de veras están tentados por el demonio de las ideas modernas, deben sentir una necesidad más profunda de encontrar otra palestra para hacer realidad lo que arde en la cabeza. La tertulia y la ropa les importan, pero no son esenciales. Tienen exigencias mayores: la biblio-teca que no existe y que necesitan para continuar leyendo y para escribir con seriedad; el labora-torio para las ciencias prohibidas; lugares públicos que permitan el intercambio civilizado al que pueden aproximarse, sin extremismos, las personas humildes; otras iglesias para la libertad de confesiones; locales para enseñar artes útiles; caminos que acerquen a los hombres y permi-tan el tránsito de las riquezas; plazas para los mercaderes que no han dejado florecer el mal go-bierno; fachadas para colgar el emblema de la insurgencia y la simbología de las virtudes ciu-dadanas; recintos para las asambleas de la república que va a nacer, para tribunales según el modelo anglosajón y para cárceles indulgentes; otra fábrica de hogares para la generación de familias esforzadas que les revolotea en el cerebro; lugares inéditos para el esparcimiento de los futuros patriotas... hasta otro tipo de templos para el culto de los próceres que construirán el pa-raíso criollo”, Elías Pino Iturrieta, “El decoro y el arrabal. Aproximación a nuestras ciudades entrañables”, en Sueños e imágenes de la modernidad. América Latina 1870-1930, CAF, 1998, p. 10.