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PUEBLO Y NACIÓN EN LA CRISIS REVOLUCIONARIA DE HISPANOAMERICA (1808-1830)
“THE PEOPLE” AND “THE NATION” IN THE REVOLUTIONARY CRISIS OF HISPANIC-AMERICA (1808-1830)
Joseph Perez
RESUMEN
Este artículo analiza los conceptos de pueblo, patria, nación en el desarrollo del movimiento emancipador de Hispa-noamérica a principios del siglo XIX.
PALABRAS CLAVE: pueblo, nación, patria, emancipación, Hispanoamérica.
ABSTRACT
This article analyzes “the people”, “the nation” and “heritage” as concepts con-sidered in the context of the develop-ment of the Spanish American emanci-patory movement at the beginning of the 19th century.
KEYWORDS: people, nation, heritage, emancipation, Spanish American.
No estará de más empezar por unas aclaraciones previas: ¿qué es lo que se quiere decir cuando se habla de patria, de nación, de pueblo, de Estado? Conviene huir de toda confusión y saber exactamente de qué se trata al examinar la dialéctica entre pueblo y nación en la crisis revolucionaria de las sociedades hispánicas en el período que va desde 1808 hasta 1830. Pierre Vilar, que ha llevado muy lejos la reflexión sobre el concepto de nación, nos da los puntos de partida imprescindibles al definir la nación como una categoría histórica, es decir como algo que es producto de la historia1. Los grupos sociales se identifican primero unos de otros por la lengua que hablan y por el territorio en que residen —sentido primitivo de la palabra patria: la tierra de los padres, el país donde se vive—; los intereses comunes —la
Joseph Perez: Profesor emérito, Universidad de Bordeaux. 57, rue Georges Bizet - F 33400 Talence (Francia). Tel. : + 33556807268 Perez.Joseph@wanadoo.fr
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economía, el mercado— acaban configurando la nación como comunidad distinta y como comunidad de cultura.
El pueblo tiene las mismas características que la nación pero está constituido por las personas que la componen en un momento dado, mientras que el concepto de nación es más amplio, ya que comprende también los muertos, los antepasados, la tradición, y se espera que permanecerá en el fu-turo, después de muertos los que viven actualmente en el territorio nacional.
El Estado es el aparato burocrático y militar de la nación, un instrumento cuyo cometido es arbitrar los conflictos internos y velar por la seguridad de ca-ra a las demás potencias. Cada nación aspira a tener su Estado propio, pero pueden darse naciones sin Estado: caso de Polonia desde mediados del siglo XVIII hasta 1920, o Estados compuestos de varias naciones: caso del Imperio austro-húngaro en el XIX.
En el transcurso de la historia estos conceptos conocen una evolución semántica que merece ser destacada. La Revolución francesa de 1789 provo-ca cambios sustanciales. El grito de ¡Viva la nación! se opone al de ¡Viva el rey! La palabra nación viene así a significar el conjunto de los súbditos por oposición al rey y a un grupo de privilegiados que siguen aferrados a un concepto patrimonial de la monarquía, mientras los patriotas —nótese también el significado nuevo de la palabra patria, considerada ahora como un bien público que hay que defender contra sus enemigos— ven en la na-ción la depositaria de la soberanía.
La misma evolución histórica lleva a una nueva valoración del pueblo, concepto mucho más concreto que el de nación, ya que se compone de la to-talidad de los habitantes, pero con atención preferente a la masa de la pobla-ción, a los desheredados y pobres que quieren participar en la vida pública y mejorar de posición.
Todos estos conceptos de patria, nación y pueblo conocen pues, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, un proceso de evolución que voy a tratar de examinar sobre todo en los territorios americanos del Imperio español. La ruptura del nexo colonial lleva consigo la formación de naciones nuevas en el continente americano, pero ello se realiza en medio de una crisis graví-sima que pone de relieve los distintos matices de los conceptos manejados y las contradicciones que puede haber en los que los usan.
ESTADO Y NACIÓN
En América lo mismo que en España, la crisis revolucionaria se abre a raíz de la caida de la dinastía reinante: abdicación de Carlos IV y de Fernan-do VII en manos de Napoleón, nombramiento de un rey intruso, José Bona-parte, ocupación de la península por tropas francesas. En todas partes se forman juntas locales y provinciales que organizan la resistencia y que XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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constituyen luego una Junta central. Es lo que Quintana, en la carta segunda a lord Holland, llama el método español de hacer una revolución:
Vos sabeis, milord, el método que tenemos en España para hacer las revoluciones. Luego que el punto central del gobierno falta en su ejercicio o deja de existir, cada provincia toma el partido de formarse una junta que reasume el mando político, civil y militar de su distrito [...]. Entra después la comunicación entre unas y otras para concertar las medidas de interés general; hecho esto, el Es-tado, que al parecer estaba disuelto, anda y obra sin tropiezo y sin desorden. Esto no es más, según algunos, que organizar la anar-quía2.
O sea, en un primer momento, disgregación del cuerpo político —por ejemplo el cantonalismo que se observa en la crisis de 1868 a 1874— y reconstrucción más o menos rápida, más o menos fácil, de un aparato estatal con miras unitarias.
Ahora bien, si esto ocurre en una península que forma un bloque geográfico compacto y que está acostumbrada desde siglos a estar regida por un gobierno central, con todos los matices que se quiera —fueros, autono-mías regionales, etc.—, la situación se complica en América porque allí no existe ningún tipo de cohesión entre los diversos territorios que la compo-nen; el lazo de unión era el monarca y es precisamente la cautividad del monarca legítimo la que provoca la crisis. De ahí que, en América, cada una de las juntas conservadoras de los derechos de Fernando VII se considere más o menos independiente de las demás. Bolívar, en varias ocasiones, comparó la situación a lo que sucedió en Europa cuando se desplomó el imperio romano: Cada desmembración formó entonces una nación indepen-diente, como lo había sido antes de la conquista, con la diferencia de que, en América, es imposible volver a la configuración anterior, ya que la colonia ha sustituido los antiguos estados, cuando los había, por otros tipos de organización política y económica3.
Los partidarios de la Independencia —eran muy escasos en un prin-cipio— aprovechan la oportunidad: “la América —escribe Bolívar— no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente suce-dió, pero había que aprovechar aquella coyuntura feliz”4. Los patriotas —este es el nombre que se dan los partidarios de la emancipación— entran en lucha abierta con los llamados realistas y procuran sentar las bases de naciones nuevas e independientes.
Ahora bien, España había creado en América un imperio colonial centra-lizado pero no unitario. La prohibición del comercio interprovincial y las reformas administrativas del siglo XVIII han contribuido a intensificar la Pueblo y Nación en la crisis…
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diferenciación regional; se han reforzado los lazos comerciales entre España y los distintos territorios americanos pero se ha llegado al mismo tiempo a una fuerte desvinculación de aquellos entre sí. Las particularidades regio-nales, ya notables en tiempo de la conquista, se amplían durante la época colonial a consecuencia de varios factores: el aislamiento mutuo de las regiones, su estricta especialización (unas son de minería, otras de ganadería o plantaciones), las diferencias de estructura social (la presencia o la ausencia de una fuerte población indígena o de masas de esclavos negros), las distintas características administrativas (sede de un Virreinato, de una Audiencia, de una Gobernación, de una Capitanía General...) o particularida-des culturales (existencia de obispados, de universidades, de colegios...)5.
Quince provincias, por ejemplo, constituían en 1810 el reino de Nueva Granada, pero quince provincias muy distintas en cuanto a geografía, clima, recursos naturales, muchas veces aisladas unas de otras por falta de vías de comunicación. Cada una de ellas se considera como prácticamente indepen-diente. Cartagena de Indias se muestra muy reacia a aceptar la capitalidad de Bogotá6. Lo mismo ocurre en Venezuela. Hasta 1777, los distritos que inte-graban la Capitanía General habían vivido independientemente unos de otros, solamente sometidos a las lejanas audiencias de Santa Fe o de Santo Domingo, a lo cual hay que añadir la gran autonomía de que gozaban los cabildos municipales7. Cumaná y Coro, por ejemplo, no muestran ningún entusiasmo en 1810 para acatar las recomendaciones de Caracas que un Bolívar considera como la capital de la nueva nación, pero en la que los distritos ven “la tirana de las [demás] ciudades y la sanguijuela del Estado”. La solución del federalismo, propuesta en aquel momento, no era más que el disfraz de una situación de anarquía: “Cada provincia —escribe Bolívar— se gobernaba independientemente y a ejemplo de éstas, cada ciudad pretendía iguales facultades”8.
En estas condiciones, más que un sentimiento nacional, lo que existe en los territorios americanos es amor a la patria chica, a la tierra en que se vive9, un localismo exagerado que a duras penas sobrepasa los horizontes fami-liares para elevarse a la conciencia de formar parte de una comunidad nacio-nal auténtica. De ahí la dificultad en la que se encontraron los próceres de la Independencia: querían emancipar a unas naciones que todavía no existían con conciencia de serlo. Simón Rodríguez, el que fue maestro y confidente de Bolívar, subraya la gran diferencia que existe entre las revoluciones nor-teamericana y francesa, por una parte, y la emancipación hispanoamericana, por otra: “En la revolución de los angloamericanos y en la de los franceses, los gobernantes no tuvieron que pensar en crear pueblos, sino en dirigirlos”10.
Crear pueblos; crear naciones, esta fue la tarea de los libertadores, y para ello el instrumento va a ser el Estado, el aparato militar, la guerra contra los españoles y sus aliados. En Hispanoamérica, el Estado precedió a la nación; XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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el Estado se convirtió en el unificador y creador de la conciencia nacional. Esto es lo que expone la Carta de Jamaica (1815) de Bolívar:
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes digni-dades de legisladores, magistrados, administradores del erario, di-plomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con regularidad11.
En la misma carta, Bolívar no se atreve a formar ningún pronóstico sobre el futuro de la experiencia; sólo aventura algunas conjeturas, “dictadas por un deseo racional y no por un raciocinio probable”.
Un deseo racional; no se puede expresar de modo más claro el volun-tarismo de la empresa. El discurso de Angostura (1819) es todavía más explícito. Bolívar explica a los constituyentes reunidos en aquella ciudad que se trata de crear a la vez un Estado y una nación:
Siendo vuestras funciones la creación de un cuerpo político y aun se podría decir la creación de una sociedad entera12.
Este voluntarismo aparece aún más claramente en algunos epígonos de la Independencia, en un Francisco Antonio Zea, por ejemplo, autor, en 1820, de un manifiesto a los pueblos de Colombia:
¿Por qué fatalidad, por qué destino cruel de este país, el primero en el mundo físico, no sólo no es el primero, sino que ni siquiera existe en el mundo político? Porque vosotros no lo habeis querido. Queredlo y está hecho13.
En estas condiciones, la forja de un aparato estatal apareció como la solución más adecuada para obligar a las distintas ciudades y provincias a fundirse en un todo, ya que espontáneamente distaban mucho de quererlo así. El ejército desempeñó un papel esencial y lo iba a conservar durante todo el siglo XIX y parte del XX en muchas de las naciones así creadas por un esfuerzo de voluntad. Es así como Bolívar, en su Manifiesto de Cartagena (1812), explica el fracaso de la primera república venezolana: la Junta de Caracas, por debilidad, por no querer usar de medios violentos y bélicos, toleró la insubordinación de ciudades subalternas —nótese el adjetivo— como Coro que se negaban a reconocer su legitimitad y su capitalidad:
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La Junta Suprema, en lugar de subyugar aquella indefensa ciudad [...] la dejó fortificar [...], fundando la Junta su política en los principios de humanidad mal entendida que no autorizan a ningún gobierno para hacer por la fuerza libres a los pueblos estúpidos que desconocen el valor de sus derechos14.
Generalmente, una nación es una comunidad histórica, compuesta por gentes que se sienten solidarias entre sí y distintas de otras comunidades, y que pretenden además constituirse en Estado independiende. El Estado apa-rece pues como la consecuencia lógica y cronológica de la existencia de una nación. En la América hispánica, a principios del siglo XIX, sucede todo lo contrario. Unos hombres de miras profundas, movidos por un deseo racio-nal, deciden independizar un territorio y luego formar con este territorio una nación, integración que tardará muchos años en realizarse y que supondrá muchos sacrificios, muchas violencias y algunas dictaduras. Esto se debe a la inmadurez del sentimiento nacional en aquellos territorios. La nación, allí, fue en gran parte una nación abstracta, ideada en la mente de quienes creye-ron oportuno aprovechar la oportunidad que les ofrecía la coyuntura política del momento.
Lo mismo, pero a mayor escala, se puede decir de la Gran Colombia en la que soñó Bolívar, “aquella nacionalidad de artificio”, como la llamó Laurea-no Vallenilla Lanz15. Si a los venezolanos y neogranadinos les costaba mucho trabajo sentirse compatriotas, miembros de una misma patria, todavía les resultó más duro considerarse unos y otros como conciudadanos de un Estado unificado. Ya en 1818 las rencillas entre granadinos y venezolanos eran frecuentes, según cuenta el general Santander:
Es preciso que nos reunamos en Casanare todos los granadinos para libertar a nuestra patria y para abatir el orgullo de esos malan-drines follones venezolanos16.
Años más tarde, añade el siguiente comentario el mismo Santander:
Yo no podía continuar mandando unos hombres propensos a la rebelión y en un país donde se creía deshonroso que un granadino mandase a un venezolano17.
Otro general, Soublette, confirma el carácter artificial que siempre tuvo la Gran Colombia en opinión de los que tenían que formarla:
El nombre de colombiano entre nosotros es la cosa más destituida de significación, porque nos hemos quedado tan venezolanos, gra-XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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nadinos y quiteños como lo éramos antes y quizás con mayores enconos18.
Creación abstracta, la nación hispanoamericana en los albores del siglo XIX, no reune a la inmensa mayoría opuesta a una minoría de privilegiados, sino casi todo lo contrario: aquí es una élite de políticos ilustrados la que procura imponer un proyecto común a una masa todavía incapaz de elevarse a estas alturas y esto se vuelve más claro aún si se examina la estructura social de aquellos territorios.
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Nada más instructivo, en este aspecto, que el discurso pronunciado por Bolívar ante el Congreso de Angostura el 15 de febrero de 1819, día de su instalación:
¡Dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la soberanía nacional para que ejerza su voluntad absoluta! Yo, pues, me cuento entre los seres más favo-recidos de la Divina Providencia, ya que he tenido el honor de reunir a los representates del pueblo de Venezuela en este augusto congreso, fuente de la autoridad legítima, depósito de la voluntad soberana y árbitro del destino de la nación.
Al transmitir a los representantes del pueblo el poder supremo que se me había confiado, colmo los votos de mi corazón, los de mis conciudadanos y los de nuestras futuras generaciones, que todo lo esperan de vuestra sabiduría, rectitud y prudencia. Cuando cumplo con este dulce deber, me liberto de la inmensa autoridad que me agobiaba, como de la responsabilidad ilimitada que pesaba sobre mis débiles fuerzas. Solamente una necesidad forzosa, unida a la voluntad imperiosa del pueblo, me había sometido al terrible y peligroso encargo de Dictador, jefe supremo de la República. ¡Pero ya respiro devolviéndoos esta autoridad, que con tanto riesgo, dificultad y pena he logrado mantener en medio de las tribula-ciones más horrorosas que pueden afligir a un cuerpo social19.
El Libertador renuncia a la dictadura que le había sido encargada; transmite el poder supremo a los representantes del pueblo, reunido en con-greso constituyente, depositario de la soberanía nacional. Hasta aquí todo está conforme con la estricta doctrina revolucionaria, con la teoría liberal tal como la encontramos expuesta por las mismas fechas en la España de las Cortes de Cádiz. “Por fin, la nación española se va a juntar en Cortes”. Así Pueblo y Nación en la crisis…
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empieza la memoria de Jovellanos en defensa de la Junta Central20 y, en su discurso preliminar a la constitución (1811), Argüelles define de esta forma la composición y la misión de las Cortes:
La Comisión ha llamado a los españoles a representar a la nación sin distinción de clases ni estados. Los nobles y los eclesiásticos de todas las jerarquías pueden ser elegidos en igualdad de derecho con todos los ciudadanos21.
Pero la realidad no siempre se conforma con la teoría. En Angostura, Bolívar está escarmentado por la experiencia de los casi diez años que acaban de transcurrir. Él ha visto cómo “los estólidos pueblos internos”22, los llaneros de Boves, los pardos o mestizos, se han puesto al servicio de los opresores de la nación, de los españoles y sus aliados. Ha visto también cómo parte de la aristocracia criolla se ha opuesto a la independencia por temor a las sublevaciones de pardos y esclavos. Claro que todo ello es, según Bolívar, la herencia de la época colonial: “La ínfima clase se hallaba embru-tecida y pobre; la más elevada era, con pocas excepciones, ignorante y vani-dosa”23. Venezuela formaba en efecto una sociedad heterogénea —son palabras de Bolívar24—.
“Una población escasa y heterogénea, compuesta de blancos, negros e indios y de las castas intermedias [...] sin más lazo de unión que la religión y la lengua, aquélla corrompida, degenerada ésta, no podía ciertamente consi-derarse preparada para hacer buen uso de su soberanía”25, comentaba en 1821 un compañero de Bolívar. La crisis despertó en aquella sociedad y sobre todo en sus capas inferiores esperanzas de igualdad en los pardos o de libertad en los negros que no podían menos que atemorizar a las clases privilegiadas. Ya en 1812 el cabildo de Caracas manifestaba sus recelos ante las actividades de la Sociedad Patriótica, una especie de club jacobino que reunía a gentes muy diversas y debatía de temas candentes:
Abrió sus puertas francamente a todos aquellos hombres que jamás se habían prometido alternar con los que no eran de su clase; una concurrencia extraordinaria de artesanos, de ociosos y de gente de la canalla asistía con la mayor ansia a oir las lecciones incendiarias que aquellos demagogos daban al pueblo [...]. El vulgo ignorante adoptaba ciegamente las ideas de este plan26.
Los criollos procuraban conservar el control de la situación, con algunas concesiones calculadas: abolición de la trata de esclavos, asimilación jurídi-ca de los pardos a los blancos, conforme a lo que Germán Carrera Damas ha llamado el “cambio controlado”27. A pesar de todo, los resultados fueron XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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decepcionantes. El espectro de la anarquía y de la revolución social flotaba en el país. Ya en la Carta de Jamaica (1815), Bolívar apuntaba que “los esta-dos americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra”28 y señalaba los peligros que la democracia absoluta presentaba en una sociedad que carecía de los talentos y virtudes políticas adecuadas:
Las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas, el espíri-tu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas y elec-ciones populares, y estos partidos nos tornaron a la esclavitud29.
Pero es en el discurso de Angostura (1819) en el que el Libertador expre-sa con la mayor claridad sus recelos, su desconfianza y su voluntad de some-ter las masas populares a un poder fuerte. “No aspiremos a lo imposible —dice—, no sea que por elevarnos sobre la región de la Libertad descenda-mos a la región de la tiranía”30, tiranía que ahora sería, no la del opresor español, sino de la plebe venezolana. “Los más de los hombres —añade— desconocen sus verdaderos intereses”31, y esto es válido sobre todo en Venezuela con un “pueblo pervertido; un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”32.
En estas condiciones concretas, es necesario imponer trabas a la voluntad popular para que no se extralimite:
Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura en las elecciones; el pueblo se engaña más fácilmente que la naturaleza perfeccionada por el arte33.
Naturalmente la Constitución mantendrá los rigurosos principios de sobe-ranía, libertad e igualdad entre los ciudadanos, pero con las debidas precau-ciones: habrá división entre ciudadanos activos y pasivos; se pondrán “restricciones justas y prudentes en las asambleas primarias y electorales, para colocar el primer dique a la licencia popular, evitando la concurrencia tumultuaria y ciega que en todos tiempos ha imprimido el desacierto en las elecciones”34. A fin de contener las “olas populares”35, se establecerá un régimen político semejante al de Inglaterra con una cámara de representantes y un senado hereditario y, por encima de todo, habrá un poder ejecutivo fuerte, “encargado de contener el ímpetu del pueblo hacia la licencia”36.
Estas son palabras del discurso de Angostura, pero en carta particular a Santander, unos años después, Bolívar no oculta su verdadero sentimiento; la América independiente necesita una dictadura:
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Estoy penetrado hasta adentro de mis huesos que solamente un hábil despotismo puede regir a la América37.
No puede haber expresión más franca y clara: el pueblo soberano sólo tiene el derecho de obedecer lo que una minoría ilustrada dictamina en su nombre y en su beneficio. Depositario de la soberanía y celebrado como tal, el pueblo se convierte en amenaza en cuanto trata de intervenir directamente en los negocios públicos. Esta es la ambigüedad del liberalismo de principios del siglo XIX y no sólo en América. Leyendo las cartas a lord Holland redactadas por Quintana depués de 1823 observamos las mismas inquie-tudes, los mismos recelos y las mismas preocupaciones. Se exalta “la cos-tumbre de obedecer que tiene entre nosotros la masa general del pueblo”38, mientras el pueblo se limita a delegar sus poderes a hombres cuidadosamente seleccionados, pero al mismo tiempo se nota la falta de educación política de dicho pueblo:
Todos los pueblos son ignorantes y preocupados, y el español por desgracia lo es tanto o más que cualquiera otro de Europa39.
Frente al “alborotador populachero”40, a las “bandas populacheras”, Quin-tana ensalza la función social y el civismo de los auténticos representantes de la nación:
Estos (los parásitos, las bandas populacheras, los aventureros facciosos) no son la porción interesante o inmensa de un estado en quien se reflejan y obran los resultados de estas grandes opera-ciones. No son éstos los que sustentan, los que enriquecen, los que ilustran, los que perfeccionan. El juicio que debe hacerse de tan importantes movimientos y la mayor o menor analogía con los sentimientos generales de un país, han de graduarse [...] por el ensanche que niegan o procuran a la actividad de las clases útiles y productivas41.
En resumidas cuentas, el pueblo sólo merece un juicio favorable cuando se identifica a la nación, es decir a la clase superior ilustrada; cuando no lo hace así, el pueblo degenera en vil populacho, en vulgo, en plebe, en canalla, y es capaz de todos los desmanes, incluso de reclamar despotismo y cadenas. Podemos ahora completar la definición esquemática que dimos al principio de los conceptos de pueblo y nación.
Desde un punto de vista sociológico, nación y pueblo se oponen como lo abstracto y lo concreto. La nación es una idea, mientras el pueblo es algo XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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vivo, un conjunto de hombres y mujeres con sus problemas cotidianos e inmediatos.
Desde un punto de vista político, la distinción nación-pueblo lleva a dos formas posibles de democracia. Si se admite que la nación es una persona jurídica y moral, superior a los individuos que la componen, se pensará que la nación es más que el pueblo, que está por encima de él y que, en ocasiones, puede oponerse a él. Para asegurar la continuidad de la nación, puede que sea necesario sacrificar algunas reivindicaciones inmediatas del pueblo. Esto es lo que proclama la teoría de la soberanía nacional, tal como la adoptó la Asamblea francesa de 1789: la nación es una entidad colectiva. En esta teoría, la facultad de hacer leyes no es ningún derecho, sino una función que sólo pueden cumplir los que están capacitados para ello.
En cambio, otra teoría, la de la soberanía popular, que es la de Rousseau, considera que la soberanía pertenece al pueblo, es decir a todos los ciuda-danos que tienen el derecho estricto de ejercerla a su antojo.
En la crisis revolucionaria que empieza en 1810, la clase dominante de los criollos procuró conservar los privilegios de que gozaba. Lo hizo en nombre de la nación, de la que se consideró como creadora y casi como propietaria. El proyecto nacional se convirtió así en principio de legitimación de la preeminencia social de los criollos. De ahí los mitos que todavía perdu-ran en Hispanoamérica: el culto a los héroes, a los libertadores, creadores de la patria y de la nación. Pero esta nación se construyó históricamente a través de una terrible guerra civil en la que no siempre se tuvo en cuenta los inte-reses concretos e inmediatos del pueblo, únicamente invitado a acatar lo que se hacía en su nombre. Pueblo y Nación en la crisis…
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NOTAS
1 Pierre Vilar: Iniciación al vocabulario del análisis histórico. Barcelona: Crítica, 1980, pp. 159-164.
2 Manuel Quintana: “Cartas a lord Holland”, en Obras completas. Biblioteca de Autores Españoles, t. XIX, p. 541 a.
3 Simón Bolivar: “Carta de Jamaica”, en Pensamiento político de la emancipación (Selec-ción de José Luis Romero y Luis Alberto Romero). Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977, t. II, p. 89.
4 Ibid. p. 91.
5 Manfred Kossok: “Revolución, Estado y Nación en la Independencia”, en Problemas de la formación del Estado y de la nación en Hispanoamérica. (Editado por I. Buisson, G. Kahle, H. J. König y H. Pietschmann). Bonn: Inter-Nationes, 1984, pp. 161-171.
6 Javier Ocampo López: El proceso ideológico de la emancipación en Colombia. 3ª ed. Bogotá: Ed. Tercer Mundo, 1983, p. 334.
7 Laureano Vallenilla Lanz: Disgregación e integración. México: UNAM, 1979, pp. 24-25. Fue entonces cuando Cúcuta y Pamplona fueron agregadas a la Capitanía General de Caracas. En 1810 Cartagena de Indias exige que estas dos ciudades vuelvan a formar parte de Nueva Granada (Archivo General de Indias, Santa Fe, leg. 1011).
8 “Manifiesto de Cartagena” (1812), en Pensamiento político de la emancipación, t. I, pp. 132-133.
9 Véase el caso de Chile estudiado por Ricardo Krebs: “Orígenes de la conciencia nacional chilena”, Problemas de la formación del Estado..., ed. citada, pp. 107-125
10 Simón Rodríguez: Defensa de Bolívar. México: UNAM, 1979, p. 9.
11 Carta de Jamaica, ed. citada, p. 91.
12 Discurso de Angostura, ed. citada, p. 197.
13 Pensamiento político de la emancipación, t. II, p. 132. Este voluntarismo parece contra-rio a la idea misma de nación, la cual, como observaba Ortega, “es algo previo a toda voluntad constituyente de sus miembros. Está ahí antes e independiemente de nosotros, sus individuos. Es algo en que nacemos, no es algo que fundamos”. (José Ortega y Gas-set: Meditación de Europa. 2ª ed. Madrid : Revista de Occidente, 1966, pp. 55-56).
14 Manifiesto de Cartagena, p. 131.
15 Disgregación e integración, p. 19. La nación colombiana no fue verdad un solo instante (Ibid.).
16 Carta del general Santander al general Pedro Fortoul, 1818, citada por L. Vallenilla Lanz, op. cit., p. 19 nota.
17 Comentario de 1827 a los acontecimientos de 1818 (L. Vallenilla Lanz, ibid.).
18 Ibid. El mismo carácter de abstracción tuvo la formación del Estado chileno: “Sin tomar en cuenta la realidad social, económica y cultural, se inspiraron [las constituciones de los años 1823-1828) en los modelos clásicos, en esquemas racionales abstractos” (R. Krebs, op. cit., p. 120).
19 Discurso de Angostura, ed. citada, p. 194.
20 Obras de... Jovellanos. Biblioteca de Autores Españoles, t. XLVI, p. 504 b.
21 Gómez Urdañez, José Luis y otros: Textos y documentos de Historia Moderna y Con-temporánea (siglos XVIII-XX). Barcelona: Ed. Labor, 1985, p. 115.
22 Manifiesto de Cartagena, p. 133.
23 Juicio de Baralt, citado por L. Vallenilla Lanz, op. cit., p. 8.
24 Discurso de Angostura, p. 207. XIX Coloquio de Historia Canario-Americana
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25 Comentario del general Daniel Florencio O'Leary en 1821, citado por Germán Carrera Damas: Venezuela: Proyecto nacional y poder social. Barcelona: Crítica, 1986, p. 126 nota.
26 Parecer emitido en 3 de octubre de 1812 (G. Carrera Damas, Venezuela, p. 66). Lo mis-mo opina el cabildo de Cartagena que sólo piensa en una cosa: “precavernos de los horribles extremos del despotismo o de la anarquía” (Archivo General de Indias, Santa Fe, leg. 1011).
27 G. Carrera Damas, Venezuela, p. 119
28 Carta de Jamaica, p. 94
29 Ibid., p. 93.
30 Discurso de Angostura, p. 220.
31 Ibid., p. 212.
32 Ibid., pp. 199-200.
33 Ibid., p. 213
34 Ibid., p. 223.
35 Ibid., p. 212.
36 Ibid., p. 217.
37 Carta a Santander, 8 de julio de 1826 (citada por J. Ocampo, Proceso, p. 316)
38 Quintana, op. cit., p. 536 a.
39 Ibid., p. 547 c.
40 Ibid., p. 535 a.
41 Ibid., p. 544 b.