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NUEVAS APORTACIONES AL ESTUDIO DE LA JUSTICIA PENAL EN CANARIAS: LA ÉPOCA DE LA RESTAURACIÓN
Belinda Rodríguez Arrocha
INTRODUCCIÓN: EL DERECHO PENAL EN EL PERÍODO DE LA RESTAURACIÓN
Hasta fechas relativamente recientes hemos sido receptores de una visión idealizada de la vida cotidiana de Canarias en el siglo XIX, en la que los lazos de solidaridad comunal eran de tal fuerza que toda disputa violenta o manifestación de conflictividad parecía quedar relegada a la categoría de anécdota excepcional. Si, por una parte, la escasez de trabajos de investigación sobre la aplicación de la justicia penal en las Islas durante el período histórico mencionado contribuyó en buena parte a fraguar dicha imagen, no es menos cierto que las propias obras literarias atribuyeron el carácter pacífico del campesinado canario al paternalismo del régimen caciquil imperante. Sin embargo, el estudio pormenorizado de la documentación judicial de la época, tanto la conservada en nuestros archivos históricos como en las colecciones jurisprudenciales del Tribunal Supremo, posibilita un acercamiento más próximo a la realidad de las relaciones sociales y económicas vigentes durante los años de la Restauración, en las que no siempre regía la sujeción a las normas observadas por la legislación y por el común de la población. El ejercicio de la justicia penal bajo este sistema político es, precisamente, el objeto de investigación abordado por nosostros en este trabajo.
Una vez que fue promulgada la Constitución de 1869, fruto del Sexenio Revolucionario, el Gobierno encomendó a la Comisión General de Codificación la armonización del Código Penal de 1848-1850 a los nuevos principios políticos en materia de derechos y libertades políticas, como la libertad de imprenta, la de culto, la de asociación o la de huelga. La celeridad de su redacción y su rápida aprobación en junio de 1870, unida al aplazamiento de su aplicación hasta el 30 de agosto, motivó que Silvela lo denominase “Código de verano”. En efecto, las Cortes accedieron a su promulgación con carácter “provisional”, dejando pendiente su discusión para el final del estío (debate que en la realidad no se llevaría a cabo). En menos de cuatro años, durante el Sexenio Revolucionario, fueron aprobadas la Constitución, la Ley de Organización de los Tribunales, la reforma del Código Penal, el Código o Ley de Enjuiciamiento Criminal y la Ley de Matrimonio Civil, sin contar con la labor de una Comisión General de Codificación. Bajo la vigencia del texto constitucional de 1869 había cambiado el procedimiento legislativo codificador, ya que el artículo 52 disponía que ningún proyecto de ley pudiera aprobarse por las Cortes sino después de haber sido votado, artículo por artículo, en cada uno de los cuerpos colegisladores, a excepción de los códigos o leyes que debido a su amplia extensión no posibilitaran la discusión por artículos. El precepto planteaba, pues, la reivindicación de la potestad legislativa para las Cortes, pero su segunda mitad posibilitaba la reiteración de delegaciones legislativas o de leyes de autorización en la línea de las aludidas. Al mismo tiempo, la Disposición Transitoria Segunda permitía que el Poder Ejecutivo pudiera dictar disposiciones sobre nombramiento, deposición y ascenso de jueces hasta que fuera promulgada la Ley Orgánica de los Tribunales. Las Cortes constituyentes de 1869 redactarían la Ley de Organización de Tribunales, la primera Ley o Código Procesal penal de 1872, pero no abordaron la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855.1Nuevas aportaciones…
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El texto íntegro del Código Penal de 1870 constaba de 623 artículos ordenados con la misma sistemática del Código Penal de 1848, pareciendo ser una edición revisada de dicho código. En lo concerniente a su contenido, además de suprimir los delitos contra la religión y el orden público, experimentaron una reducción los casos de aplicación de la pena capital y se suprimieron penas como la de argolla. En numerosas ocasiones su lenguaje ha sido destacado por su concisión y elegancia, al igual que ha sido resaltada su perfección técnica. No obstante, también recibió numerosas críticas por no incorporar las recientes doctrinas correccionalistas sobre la pena, así como por la excesiva limitación del arbitrio judicial (al decir de destacados krausistas como Dorado Montero o Silvela). A los Códigos Penales de 1848 y de 1870 se les ha achacado en ocasiones su falta de humanitarismo ya que aplicaban la “pena del talión”, al decir de varios historiadores del Derecho, al falso testigo, al juez prevaricador o al vigilante que dejase escapar a los presos, además de admitir la trascendencia económico-penal a los herederos o, incluso, contenían disposiciones que conducían en numerosas ocasiones a que el reo acometiera el acto de suicido con el objeto de que sus familiares no perdieran la pensión. Desde la perspectiva de los juristas actuales, los principales retrocesos en el humanitarismo se materializarían en ejemplos como los siguientes:
Los artículos 102 y 103 del Código Penal de 1870 mantenían las condiciones infamantes para la ejecución de la pena capital, ya que prescribían que se ejecutaría en garrote sobre un tablado, con el culpado vestido de ropa negra y conducido al patíbulo en el carruaje o carro destinado al efecto. El artículo 104 del Código determinaba además que el cadáver estuviera expuesto en el patíbulo hasta una hora antes del anochecer, durando por lo general la infamante exposición unas once o doce horas. La publicidad de las ejecuciones fue suprimida, sin embargo, por la Ley Pulido de 9 de abril de 1900.
Subsistía la antigua pena de encadenamiento, al igual que el extrañamiento perpetuo, imposible de aplicar ya que no aparecía vinculada a ningún tipo penal.
El artículo 332 castigaba al que en causa criminal prestara falso testimonio en contra del reo, como consecuencia del cual fuere condenado a la pena de privación de libertad; se le aplicaba la pena inmediatamente inferior si el reo hubiera sido condenado en la causa y hubiese empezado a cumplir la pena de prisión, y a la pena inferior a esta última sanción si por el contrario aún no había comenzado a sufrir su privación de libertad.
El artículo 373 del Código Penal de 1870 castigaba al funcionario público, culpable de connivencia en la evasión de un preso encomendado a su custodia, en la pena inferior en dos grados a la que por ejecutoria estuviera condenado el fugitivo, o en tres grados si todavía no se había dictado sentencia.
El juez prevaricador era sancionado en virtud del artículo 361, que establecía que el juez que a sabiendas dictaba sentencia injusta contra el reo en causa criminal por delito sería sancionado con la pena impuesta por la sentencia del culpado si esta se hubiere ejecutado. Asimismo, el artículo 507 aplicaba el mismo criterio penal, penando a quien amenazare a otro con causar al mismo o a su familia un mal que constituyera delito, con la pena inmediatamente inferior en grado a la señalada por la ley a la acción con que amenazara si el culpable hubiera conseguido su propósito, y con la pena inferior en dos grados si no lo hubiere conseguido.
El Código Penal de 1870 también recibió duras críticas por la represión de algunos derechos, ya que otorgaba amplias facultades a los jueces para limitar la libertad de imprenta XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana
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u ordenar la retirada de determinadas publicaciones, pese a haber suprimido los delitos contra la religión del Estado bajo la inspiración del artículo 21 del texto constitucional de 1869. El capítulo V regulaba, a su vez, las “maquinaciones para alterar el precio de las cosas”, restringiendo las actividades realizadas por los obreros encaminadas a subir sus salarios, ya que su artículo 556 sancionaba con pena de arresto mayor a los que se coaligaran con el fin de encarecer o abaratar abusivamente el precio del trabajo o regular sus condiciones y, en su grado máximo, a los que para asegurar su éxito emplearan violencias o amenazas. No ha de olvidarse que hasta el año 1881 perduró la distinción entre partidos legales e ilegales, ya que los que, en el marco de la Restauración, no aceptaban expresamente la monarquía, quedaban excluidos de la vida política. De igual manera, la Ley de imprenta de 1879, la de reuniones de 1880, la reforma del Código Penal, las leyes sobre administración provincial y municipal y la sustitución de la Ley de Enjuiciamiento Criminal por la compilación de disposiciones vigentes en 1879 tenían el objetivo de restringir las libertades y facilitar el control del gobierno sobre las actividades públicas. Hasta 1887 no se reguló el derecho de asociación previsto por la Constitución de 1876, de manera que durante todos aquellos años los trabajadores vieron prohibido su teórico derecho de organización. El carácter autoritario del régimen, enmascarado tras una Constitución liberal tan solo en apariencia, respondía al interés de las clases dominantes en recuperar la iniciativa política y económica, puesta en duda durante el Sexenio.2
El susodicho texto normativo sería revisado en 1928, durante la dictadura de Primo de Rivera, introduciéndose un mayor rigorismo en las penas, un aumento en la lista de agravantes y en la incorporación de nuevos delitos políticos. Fue derogado durante la II República mediante la promulgación del Código Penal de 1932, que en rigor constituía una adaptación del código anterior a la nueva Constitución republicana, incorporándose nuevos delitos como la usura o los daños en cosa propia de utilidad social, suprimiéndose otros como el duelo, el adulterio o el amancebamiento y eliminándose algunas penas como la capital, las penas perpetuas y la degradación.3
LA APLICACIÓN DE LA JUSTICIA PENAL EN LAS ISLAS CANARIAS
En el título IX de la Constitución de 1876, el concepto de justicia, al igual que en la de 1845, aparecía como una simple administración y no como un poder del Estado, en base al concepto unitario del poder tan característico del pensamiento político canovista. Tanto la Ley Orgánica de 15 de septiembre de 1870 como la Ley Adicional de 14 de octubre de 1882 consideraban a la administración de justicia como “poder judicial”. Si bien era cierto que la Constitución citada no aludía a la participación popular en la administración de la justicia, la institución del jurado sería regulada por el Ministro de Gracia y Justicia Alonso Martínez, y contemplado por la Ley de 20 de abril de 1888. Sin embargo, a partir del año 1907 comenzó a sufrir severas restricciones en su ámbito de actuación. Los artículos 74 a 81 del citado texto constitucional de 1876 establecían los siguientes principios referidos al ejercicio de las jurisdicciones:
a) La unidad legislativa, cuya enunciación condujo efectivamente a importantes reformas legislativas en el Derecho privado español, como la codificación y promulgación del Código de Comercio de 1885 y del Código Civil de 1889.
b) La unidad de fuero y la seguridad procesal civil y penal, promulgándose de manera consiguiente las leyes de Enjuiciamiento Civil de 3 de febrero de 1881 y de Enjuiciamiento Criminal de 11 de febrero de 1881.Nuevas aportaciones…
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c) El principio de exclusividad y delimitación, ordenado y desarrollado por la Ley Orgánica de 1870 y la Adicional de 1882, que atribuía a los tribunales y juzgados la potestad exclusiva de aplicar las leyes en los juicios civiles y criminales.4
d) El principio de inamovilidad y responsabilidad, que prohibía que los jueces y magistrados fueran depuestos, suspendidos y trasladados en circunstancias y bajo formas no comprendidas por la Ley Orgánica de Tribunales de 1870.
Nosotros hemos centrado especialmente el desarrollo de este epígrafe en el estudio de los tipos delictivos más frecuentes en la documentación judicial canaria de la época: los delitos contra la propiedad —siendo los más frecuentes los hurtos y los robos— y los que atentan contra la integridad física. Estas acciones se realizaban en un contexto caracterizado por la conexión establecida entre los intereses de las clases dominantes y sus representantes políticos —que contaban además con el apoyo de los grupos mesocráticos—, la presentación de las concesiones administrativas como beneficiosas para el conjunto de la sociedad, el empleo por los políticos canarios de la cuestión relativa a la división o de la unidad provincial para desviar la atención de los problemas reales de las Islas, el peso de la población rural (perpetuándose en consecuencia el código oligárquico), el crecimiento económico esgrimido por los representantes de los sectores dominantes como fruto de las concesiones administrativas obtenidas (como la construcción de puertos, el amarre de cables telegráficos, etc.), la habilidad de los partidos dinásticos para integrar a gente joven como Leopoldo Matos, Bernardino Valle o Gil Roldán y mantener unas estrechas relaciones entre los políticos canarios en Madrid y sus clientelas políticas en las Islas y, por último, por el notorio protagonismo en la actividad política del Partido Liberal Canario.
En lo que concierne a los actos contrarios a la preservación de la propiedad privada, destaca la denuncia de pequeños hurtos de alimentos, dinero o madera. En el período estudiado el delito de hurto venía referido como la acción de apoderarse, con ánimo de lucro, de las cosas muebles ajenas contra la voluntad de sus dueños, sin violencia o intimidación en las personas ni fuerza en los propios objetos. Algunos estudios realizados en Canarias sobre la conflictividad en los primeros años de la Restauración han puesto de relieve, en este sentido, la importancia de la sustracción de la leña o efectos vegetales en los desforestados espacios boscosos insulares.5 Mientras que el robo implicaba la violencia como medio y la estafa el engaño, el hurto suponía sólo la habilidad manual para la sustracción o el apoderamiento de las cosas perdidas cuyo dueño era conocido. El Código Penal de 1870 continuó estableciendo la distinción entre hurtos y robos, si bien modificó la penalidad establecida para el delito de hurto disminuyéndola a la mitad en relación con los códigos predecesores, que imponían una pena que iba desde un mes de arresto a doce años de prisión, considerándose circunstancia agravante la reincidencia o el carácter sagrado del lugar donde se había cometido el delito6. El robo aparecía prolijamente regulado en los artículos 515-527 del Código Penal, que contemplaban las modalidades del robo con homicidio, el acompañado de violación, el unido a una mutilación, a las lesiones más graves, a un secuestro, a la retención de la víctima durante más de un día, a lesiones de diferente naturaleza o a actos de violencia o intimidación en diferentes graduaciones, el realizado en despoblado y en cuadrilla, el ejecutado a mano armada en casa habitada, edificio público o iglesia, empleando escalamiento y fuerza en el acceso, el realizado sin armas por la cuantía de más de quinientas pesetas, el inferior a quinientas pesetas, el de frutos, leñas o semillas por valor inferior a 25 pesetas en casa habitada, edificio público o iglesia, escalando el muro exterior, etc. Buena parte de los juristas consideraban que el Código Penal de 1870 desnaturalizaba el concepto de hurto cuando comprendía en sus supuestos el ingreso en heredad ajena, cerrada o cercada, con o sin XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana
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violencia. La ley, caracterizando el delito por el móvil, exigía, como elemento subjetivo, el ánimo de lucro del hurtador, sin el cual, existiendo aún la sustracción, el delito no se perfeccionaba (como las sustracciones acometidas por los bibliófilos, los cleptómanos o los fetichistas). El hurto famélico, según la doctrina, no constituía delito como tal, y lamentaban muchos autores que en el país aún no se hubiera registrado sentencia que excusara de responsabilidad criminal al que “en medio de la opulencia de la gran ciudad, emporio de todos los refinamientos y las superfluidades, hurta un solo panecillo para alargar sus días de existencia insignificante”. Al mismo tiempo, se amparaban en el artículo 8, en el que se hablaba del estado de necesidad como causa justificativa para afirmar la existencia de la eximente de responsabilidad criminal en el daño causado en propiedad ajena, base legal suficiente para la impunidad del hurto famélico. En el precepto concurrirían las condiciones que la ley exigía para considerar la eximente: la realidad del mal que se trataba de evitar, como la muerte por inanición, y la inexistencia de otro medio practicable y menos perjudicial para impedirla.7 El acto del hurto era delito cuando el valor de los bienes hurtados excedía las diez pesetas, o cuando siendo inferior el reo presentara caracteres de temibilidad específica contra la propiedad, como la condena anterior por robo o por hurto, o más de una condena por falta de hurto. La pena oscilaba, según la cuantía del bien, entre el arresto mayor, en sus grados mínimo y medio, y el presidio correccional en sus grados medio y máximo. Sufría una agravación si se trataba de un hurto sacrílego, doméstico o con abuso de confianza y habitual. El hurto se convertía en falta, reprimida con arresto menor, si su cuantía o las circunstancias personales de los reos no lo hacían merecedor de constituir delito, tal y como se contemplaba en los artículos 530, 533, 606 y 607 del Código Penal. Estaban exentos de responsabilidad criminal y sujetos solo a la civil los cónyuges, ascendientes, descendientes y afines en la línea recta respecto a los demandantes, el cónyuge viudo, respecto de las cosas de la pertenencia del consorte difunto, mientras no hayan pasado a poder de otro, y los hermanos y cuñados si vivieren juntos. Esta excepción no era aplicable a los extraños que participaran en la comisión del delito, tal y como se contemplaba en el artículo 580.
En 1881, la Audiencia condenaba a Manuel Eduardo Ojeda y Marrero, un joven de diecinueve años soltero que trabajaba como sirviente, era de buena conducta y no había tenido antecedentes penales, a cuatro meses y un día de arresto mayor, con las penas accesorias correspondientes y al pago de todas las costas, por haber hurtado un candelero de plata propiedad de la madre de su amo, concurriendo la agravante determinada en el párrafo diez del artículo diez del Código Penal, ya que había obrado con abuso de confianza de la ofendida, María Colombo y Bello.8 El Tribunal Supremo estimaba, no obstante, que el hurto debía considerarse doméstico cuando el autor lo cometía durante su permanencia en la casa en que le tenían a su servicio, y que, si no constaba el concepto en que el culpable estuvo o habitó en la casa del demandante, no podía afirmarse que el acto fuera cometido en calidad de sirviente o criado,9 siendo necesario determinar la cuantía del hurto, tomando por base el valor del objeto a juicio de los peritos, para poder imponer la pena correspondiente. Consideraba que cometía grave abuso de confianza la persona que sustraía o daba su consentimiento a la sustracción de objetos ajenos, contrariando la confianza depositada en él para la guarda o custodia de dichos bienes muebles ajenos.
En otros supuestos, sin embargo, se producía el sobreseimiento de las causas por hurto cuando la identidad de los autores no era averiguada en un plazo razonable de tiempo. Por esta razón, en 1881, Antonio Delgado y Castillo, juez de Primera Instancia del Partido de San Cristóbal de La Laguna, ordenaba proceder al sobreseimiento provisional del sumario instruido en averiguación del autor o autores del robo del dinero y otros objetos a Cristóbal Leal, un vecino de Tacoronte de sesenta años, propietario y viudo que sabía leer y escribir. La Nuevas aportaciones…
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denuncia hacía referencia a la desaparición de dos onzas de oro que tenía en una caja cerrada en su domicilio, a una colcha blanca con flecos y adornada con una estrella grande en el centro y con manchitas de color anaranjado, a veinte libras de hilo y estopa hiladas y a dos sábanas de muselina. Presuntamente, los autores del hurto se habrían introducido en la casa a través de una ancha abertura practicada en el tejado, de media vara de largo y siete y media pulgadas de ancho. El demandante, sin embargo, ni podía acreditar la preexistencia de los efectos robados, ni podía sospechar siquiera de la identidad de los posibles autores. Las declaraciones de los testigos tampoco resultaron esclarecedoras para la averiguación de las circunstancias del robo. De igual forma, la búsqueda de los objetos sustraídos resultó infructuosa. El hecho probado en parte, sin embargo, constituía delito de robo en virtud del artículo 521 del Código de 1870. Según la doctrina del Tribunal Supremo era condición precisa e indispensable la comunicación interior para que el robo cometido en dependencia de edificio público o casa habitada, conforme al artículo 523, fuera castigado con arreglo al artículo 521 del Código Penal. Sin embargo no constituía robo en lugar habitado el cometido en un establecimiento en ocasión de hallarse cerrado y ausentes sus dueños. La consumación jurídica del delito de robo tendría lugar con el apoderamiento voluntario y malicioso de cosa mueble, supuesta la fuerza o la intimidación, que se realizaría con la ocupación material. No constituiría elemento esencial del robo el disfrute o aprovechamiento ulterior del bien sustraído, ni su tenencia por un espacio de tiempo determinado.
Respecto a los delitos contra la integridad física, la mayor parte de las sentencias viene referida al castigo de las lesiones de menor o mayor gravedad. El Código Penal mencionado asumía, al igual que el de 1848, la distinción entre lesiones graves y menos graves. Respecto a las segundas, ofrecía al juez la posibilidad de castigar con el arresto mayor, con el destierro o con una multa que oscilara entre las 125 y las 1.250 pesetas. Solo cuando la lesión menos grave se hubiera producido con intención injuriosa, la pena acumulaba el destierro y la multa. En lo concerniente a las lesiones acontecidas en riña, el legislador sólo castigaba las lesiones graves producidas en esa coyuntura, pero no las leves. Los que aparecieren autores de un acto de violencia sobre el ofendido, aunque no constara la identidad del autor de las lesiones, serían sancionados con la pena inmediatamente inferior a la correspondiente a las causadas, en virtud del artículo 435. El Tribunal Supremo estimaba que las lesiones leves inferidas por el marido a la mujer estaban comprendidas en el artículo 602 y debían perseguirse, aunque la esposa no hubiera presentado reclamación. Sin embargo, no incurría en el delito de lesiones el padre o madre que corrigiera a sus hijos ejercitando la patria potestad, aunque estos sufrieran daños en su persona sobrevenidos con ocasión de la reprensión pero inferidos por tercera persona. También consideraba como faltas y no como delitos las lesiones que solo necesitaran asistencia facultativa durante quince o dieciséis días.
La doctrina solía distinguir en aquellos años entre las lesiones definidas e indefinidas.10 Si las primeras eran la castración (artículo 429), las mutilaciones (artículos 430, 436 y 437) y el aborto (artículos 425 a 428), las indefinidas hacían alusión a los simples golpes (artículo 604.1) y a los maltratos sin lesión (603.2).
Las lesiones leves de primer grado no impedirían al ofendido dedicarse a sus tareas habituales ni exigían asistencia facultativa, según el artículo 603.1. Las de segundo grado, por el contrario, impedirían trabajar al ofendido de uno a siete días o hacían necesaria la asistencia facultativa, por mor del artículo 602.
Las lesiones menos graves conducían a la inasistencia al trabajo durante ocho días o más al igual que la asistencia facultativa durante ese mismo período de tiempo (artículo 433).XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana
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Finalmente, entre las lesiones graves se establecía una diferenciación entre las de primer grado, que producían incapacidad para el trabajo o enfermedad por más de treinta días (artículo 431.4); las de segundo grado, que originaban que la víctima sufriera una grave secuela o que necesitara asistencia médica durante más de noventa días (artículo 431.3); las de tercer grado, que conducían a la pérdida de algún ojo o de otro órgano importante o, en su defecto, a la imposibilidad de seguir realizando los trabajos que venía ejerciendo habitualmente antes de la lesión (artículo 431.2); y, las de cuarto grado, a resultas de las cuales la víctima sufría graves disminuciones en sus capacidades psíquicas, la ceguera o la impotencia (artículo 413.1).
La Audiencia de Las Palmas confirmaba el 5 de septiembre de 1878 una sentencia dada en primera instancia contra Claudio Alejandro Guanche y García, un joven jornalero de dieciocho años que no tenía antecedentes penales y que había lesionado a una mujer llamada María Antonia Peña. El acusado fue condenado a la pena de tres meses de arresto mayor, con las accesorias de suspensión de todo cargo y del derecho de sufragio durante el tiempo de la condena, a satisfacer tres pesetas y cincuenta céntimos a la ofendida y veinticuatro pesetas al Hospital de los Dolores de La Laguna (donde había sido asistida la persona ofendida), por vía de indemnización de perjuicios, y en caso de insolvencia, al apremio personal subsidiario consistente en cinco días de detención y, por último, al pago de las costas procesales y a tres días de arresto menor por razón de una falta incidental.11 De forma similar, la Audiencia mencionada confirmaría otra sentencia dada en primera instancia contra Rosendo Martín y Domínguez, conocido como “Rosendo Antonio Montero”, que a la sazón era un propietario soltero de cuarenta y un años de edad que desconocía los rudimentos de la lectura y de la escritura y que había sido procesado anteriormente por hurto de trigo en rama y absuelto. En 1880 estaba siendo procesado por un delito de lesiones infligidas a una vecina llamada Francisca Acevedo. La condena que se le impuso consistió en dos meses de arresto mayor con suspensión de todo cargo y del derecho de sufragio durante el tiempo de la condena y a las costas procesales, en el pago a la víctima de siete pesetas y cincuenta céntimos en concepto de indemnización por la pérdida económica que había supuesto para ella la forzosa convalecencia de las lesiones y, por último, en el abono de veinte pesetas al hospital en que había sido atendida Francisca. En caso de insolvencia sufriría el arresto subsidiario a razón de cinco pesetas por día respecto a la indemnización a la víctima y al pago de la estancia en el hospital.12 En numerosas ocasiones en la práctica judicial canaria, a tenor de los hechos acontecidos que habían sido probados, los demandados eran absueltos del delito porque se consideraban que sus acciones habían constituido meras faltas. Así, vemos cómo la Audiencia absolvería en 1878 a Casimiro López e Izquierdo, a Félix López y García, a Pedro Reyes y Valladares y a Marcos Martín y Pérez, jornaleros que habían tenido buena conducta y que hasta el momento no habían sido procesados por ningún delito. Las lesiones recíprocas que se habían infligido no constituían delito, sino falta, así que la causa fue remitida al juez municipal de Tacoronte, localidad en la que se había producido la trifulca y de la que procedían los cuatro acusados.13 De igual manera, al juez municipal de El Rosario le correspondía celebrar el oportuno juicio verbal de faltas a resultas de la lesión inferida por José Antonio Bacallado a Ramón Santos por constituir el acto una simple falta y no un delito de lesiones, según el fallo de la Audiencia de Las Palmas de 30 de abril de 1878.14
En algunas ocasiones, incluso, se producía el sobreseimiento provisional en los juicios por lesiones en el contexto de las riñas tumultuarias, al no poderse determinar la identidad de los autores de las recíprocas lesiones, tal y como estimó el tribunal superior canario en 1877, absolviendo a los procesados Antonio Rodríguez Figueras y a sus hijos Casimiro, María Guadalupe y Catalina Rodríguez Figueras y López.15Nuevas aportaciones…
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Finalizaremos el texto de nuestra comunicación deteniéndonos en un interesante caso de amenazas de lesiones o muerte acontecido en Canarias también en 1877, que llegó ante el Tribunal Supremo a través de un recurso de casación por infracción de ley presentado por Antonio Rodríguez contra la sentencia pronunciada por la Sala de lo Criminal de la Audiencia de Las Palmas. Las amenazas constituían variedades de diferentes delitos, incluyendo algunos supuestos de vulneraciones de la libertad y de la seguridad. Si los artículos 507 y 509 regulaban las amenazas que constituían delito, el artículo 604 regulaba las que meramente eran faltas. Antonio, un arriero de cincuenta y tres años que era un padre de familia de buena conducta y que no había sido procesado anteriormente, había sido denunciado por José Cayetano Acevedo por haberlo amenazado de muerte. En primera instancia, el juez, por mor del artículo 507 y siguientes del Código Penal, lo había condenado a la pena de cuatro meses de arresto mayor y multa de quinientas pesetas, con suspensión de todo cargo y del derecho de sufragio durante el tiempo de la condena, además de al pago de las costas, quedando sujeto en caso de insolvencia a la responsabilidad subsidiaria correspondiente. De las declaraciones prestadas por los testigos se deducía que, en 1875, Rodríguez había sido apuñalado en una ingle por José Cayetano Acevedo. A resultas de esta grave lesión, Antonio había revelado a varias personas el odio que sentía por Acevedo y su propósito de matarlo en un futuro no lejano, manifestando un propósito persistente y no un arrebato producido por la momentánea obcecación.
La Audiencia confirmó las penas impuestas en primera instancia y condenó además al procesado a dar caución de no ofender al amenazado, y en su defecto, a la pena de destierro por un período de tres años, sumada a las costas de la segunda instancia. Contra esta sentencia se interpuso el citado recurso de casación por infracción de ley, basándose en el tercer apartado del artículo 798 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, citando como infringidos los artículos 507 y 604 del Código Penal, porque el hecho cometido constituía una falta y no un delito. El Tribunal Supremo estimó, en cambio, la existencia del delito, ya que el propio artículo 507 castigaba al que amenazaba a otro con causarle un mal que constituyera delito (ya que el dar muerte estaba penado por la ley) y consideró que en el número segundo del mismo artículo se establecía que si la amenaza fuere incondicional se impondría al culpable la pena de arresto mayor y una multa de cantidad que oscilaba entre las ciento veinticinco y las mil doscientas cincuenta pesetas. La Audiencia canaria, al imponerle la pena de cuatro meses de arresto mayor y multa de quinientas pesetas, se habría sujeto correctamente a las referidas prescripciones. Según el superior tribunal no habría infringido el artículo 604 del Código Penal, en su número tercero, porque en él se castigaba a los que amenazaban a otra persona de palabra y en el calor de la ira, mientras que las testificaciones conducían a la consideración de que el acto de la amenaza hacia Acevedo era fruto del odio y el resentimiento persistentes de Rodríguez como consecuencia del apuñalamiento inferido. El recurso interpuesto contra la sentencia de la Audiencia de Las Palmas no fue, en conclusión, considerado procedente por el Tribunal con sede en la Villa de Madrid.16
CONCLUSIÓN
El exhaustivo análisis de los autos estudiados posibilita ahondar, por una parte, en el estudio de las desviaciones de la legislación y de los preceptos morales imperantes —consideradas hasta fechas recientes poco significativas debido a la escasa investigación realizada sobre la conflictividad de Canarias— y, por otra, en el mejor conocimiento del funcionamiento de la actividad judicial en relación a las reformas efectuadas en el marco normativo penal, cristalizado en un texto codificado que se erigía como uno de los principales portavoces del sistema ideológico vigente, en cuanto al guardián del orden que debía imperar XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana
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sobre el conjunto de la sociedad española. Es obvio que en la cotidianeidad de aquellos años los miembros de los grupos sociales más desfavorecidos se hallaban en una coyuntura que les compelía a la comisión de pequeños delitos patrimoniales, con los que trataban de aliviar las graves carencias que afectaban a sus propias posibilidades de subsistencia.Nuevas aportaciones…
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NOTAS
1 TOMÁS y VALIENTE, F.: Códigos y Constituciones, Madrid: Ed. Alianza, 1989, pp. 24-26.
2 SOLÉTURA, J.; AJA, E.: Constituciones y períodos constituyentes en España (1808-1936), Madrid: Ed. Siglo XX de España, 1983, pp. 73-74.
3 ALVARADO PLANAS, J.: “La Codificación (I)”, VV.AA., Lecciones de Historia del Derecho y de las Instituciones, Madrid: UNED, vol. II, 2002, pp. 344-349.
4 MERINO MERCHÁN, J. F.: Regímenes históricos españoles, Madrid: Ed. Tecnos, 1988, p. 172.
5 PUERTAS SÁNCHEZ, S.: “La criminalidad en Canarias: delincuencia y sociedad a fines del siglo XIX”, Vector Plus. Miscelánea científico-cultural, núm. 24 (junio-diciembre 2004), pp. 45-52.
6 SAINZ GUERRA, J.: La evolución del Derecho Penal en España, Jaén: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Jaén, 2004, p. 809.
7 QUIRÓS, B.: “Hurto”, VV.AA., Enciclopedia Jurídica Española, Barcelona: Francisco Seix, tomo XVIII, 1911, pp. 372-373.
8 Archivo Histórico Provincial de Santa Cruz de Tenerife (en adelante, AHPSCT), Fondo Antiguo del Juzgado de La Laguna (en adelante, JLL), legajo (en adelante, leg.) 6923.
9 QUIRÓS, B.: “Hurto”, VV.AA. Enciclopedia Jurídica Española, op. cit., pp. 375-407.
10 QUIRÓS, B.: “Lesiones. Derecho Penal”, VV.AA., Enciclopedia Jurídica Española, op. cit., tomo XXI, pp. 286-287.
11 AHPSCT. JLL, leg. 6459.
12 AHPSCT. JLL, leg. 6794.
13 AHPSCT. JLL, leg. 6468.
14 AHPSCT. JLL, leg. 6384.
15 AHPSCT. JLL, leg. 6164.
16 AHPSCT. JLL, leg. 6217.