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MEMORIA VIVA DE UN OFICIO EN EL OLVIDO: LAS
TALAYERAS DE SANTA BRÍGIDA1
María del Pino Rodríguez Socorro
Antonio Santana Santana
INTRODUCCIÓN
El pago de La Atalaya de Santa Brígida (Gran Canaria) suscitó un gran interés entre los
turistas desde el comienzo mismo de la actividad en el Monte Lentiscal a finales del siglo XIX.
El hábitat troglodita, la elaboración de cerámica mediante la técnica del urdido y la vida
primitiva, más bien miserable, de sus habitantes fueron los tres aspectos que centraron la
atención de estos primeros turistas. El pago y sus habitantes fueron ampliamente descritos en
los abundantes relatos de viajes y mediante fotos con las que se llegaron incluso a realizar
postales turísticas. Las descripciones literarias y las fotos se centran en las cuevas, en la
vestimenta y en el comportamiento de los habitantes, en las técnicas de elaboración de la
cerámica y otros aspectos, pero las referencias a las alfareras son más bien escasas; apenas
unos comentarios al proceso de elaboración de las piezas y a sus costumbres.
A partir de comienzos del siglo XX, escritores y pintores locales recrean la figura de la
mujer, la talayera, que es elevada al rango de símbolo de la mujer canaria, aunque
paradójicamente, a partir de los años ochenta, de la mano de investigadores locales, la figura
de la locera se ve eclipsada por la de Francisco Rodríguez, más conocido por Panchito, “el
último alfarero”, en realidad el único hombre del que existe constancia de que practicara la
alfarería, vinculado a la elaboración de la loza a través de su madre, la Bartola. De este modo,
en las últimas décadas del siglo XX, Panchito se convirtió en paradigma del auténtico alfarero
grancanario. Sin embargo, la verdadera artífice, no solo de la preservación del oficio del barro
sino de la creación de esta sociedad tan peculiar y que tanto interés suscitó a partir de
principios del siglo XIX, fue la mujer, la talayera, responsable de la conservación y de la
transmisión del conocimiento alfarero generación tras generación.
Con este trabajo nos proponemos hacer un recorrido por la evolución de la imagen de la
mujer talayera a través de los textos y la iconografía, y contrastarla con la visión de los
últimos testigos vivos de esta tradición obtenida a partir de entrevistas desarrolladas a lo largo
del mes de enero de 2007. Con ello pretendemos contribuir a recuperar la figura de la alfarera
y, en último extremo, rendir un homenaje a María Guerra, la Quemá, la última auténtica
alfarera en activo.
Nuestro artículo es un avance del resultado de la labor de investigación que se inició en
2004 con la elaboración y defensa de una tesis doctoral2 y que continúa con la publicación de
varios trabajos.3
LA MUJER TALAYERA EN LOS PRIMEROS VIAJEROS
Aunque son muchos los autores decimonónicos que describen el pago y a sus habitantes en
sus textos, las referencias específicas a las mujeres no son muy abundantes y se limitan a unos
pocos comentarios. Una de las primeras referencias específicas es la del germano Hermann
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Schacht que, curiosamente, señala que durante su visita al poblado en 1857 las mujeres
“bobinaban seda” sentadas delante de sus casas (Schacht, 1859: 173). Maximiliano I, que
visita el pago en 1859, ofrece una visión colorista y típica del poblado y de sus habitantes y,
al contrario que otros muchos viajeros de la época, destaca que las mujeres y muchachas
iban “ataviadas con sus coloridos vestidos de los domingos” (en Sarmiento, 2007 [1861]: 213-
214).
El británico Burton Ellis, que visita el pago durante la década de los años setenta del
siglo XIX, en uno de los textos más críticos sobre los habitantes del pago, describe a las
mujeres como “robustas amazonas” (Ellis, 1993 [1885]: 46) y es el único que señala que se le
acercaron “las más jóvenes y más atractivas de su género femenino para intentar obtener de
nosotros pequeñas monedas” (Ellis, 1993 [1885]: 48). Olivia Stone, que dedica un extenso
comentario al pago elaborado tras su visita en 1883, destaca la labor de las viejas alfareras y
resalta su habilidad y la buena calidad de las piezas (Stone, 1995 [1889]: 177-178). También
destaca su labor como vendedoras y su pobre condición (Stone, 1995 [1889]: 179-180).
Charles Edwardes, como Stone, destaca la labor alfarera de una anciana que contempla
confeccionando una pieza durante su visita en 1887 (Edwardes, 1998 [1888]: 324), señala la
escasa ropa que vestían las mujeres (Edwardes, 1998 [1888]: 323-324) y destaca su mala
reputación entre la población local que “antes se casarían con una negra que con una mujer de
La Atalaya, por lo que desde tiempo inmemorial las gentes de esta localidad han cohabitado
entre ellos” (Edwardes, 1998 [1888]: 324). Por último, Adolf Borgert, que visita el pago en
1902, incide en destacar la mala reputación de las mujeres entre los habitantes de la isla y se
recrea, como hiciera Burton Ellis, en la descripción de una disputa entre dos mujeres (Borgert,
1903: 494-495).
Los grabados y las fotos de la época conservados en que figuran mujeres representan
estampas y composiciones estereotipadas: mujeres, muchas veces con niños, sentadas en la
entrada de la cueva; mujeres sentadas en el suelo exponiendo ante el fotógrafo su producción
cerámica; y mujeres elaborando piezas. Hay que destacar que, salvo en una fotografía
utilizada como postal captada entre 1895 y 1900 [Foto 1], muy al contrario de lo que insisten
los textos, la vestimenta de estas mujeres, y de la población en general, es la normal entre la
población de la época y en ningún caso se las ve semidesnudas, aunque sí resulta normal la
ausencia de calzado. Incluso en dos fotos, una de Luis Ojeda Pérez, fechada en 1890 [Foto 2],
y otra de autor anónimo captada entre 1895 y 1900 [Foto 3], se las ve bien vestidas con ropa
de “domingo”, como destacara Maximiliano I.
Foto 1: autor sin identificar. Los niños de La Atalaya. 1895-1900. Fondo fotográfico de la FEDAC.
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Foto 2: autor Luis Ojeda Pérez. Hornada de La Atalaya. 1890. Fondo fotográfico de la FEDAC.
Foto 3: autor sin identificar. Cuevas y niños. 1895-1900. Fondo fotográfico de la FEDAC.
En cualquier caso, entre los turistas de finales del siglo XIX se impone un estereotipo de
talayera como una alfarera primitiva que elabora piezas de alta calidad a mano, sin empleo de
torno, con escasa ropa, de un comportamiento tosco y con mala reputación entre los
habitantes de la isla.
LA MITIFICACIÓN DE LA MUJER EN LOS TEXTOS Y PINTURAS DE LOS AUTORES CANARIOS DE
PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
Esta imagen inicial elaborada por los viajeros y turistas es reelaborada a partir de
comienzos del siglo XX por autores locales, entre los que destaca Francisco González Díaz
(González, 1900), hasta elevar a la talayera a la categoría de paradigma de la auténtica y
genuina mujer canaria. Francisco González, que asume la idea difundida entre los turistas de
que los habitantes del pago eran descendientes de los antiguos aborígenes canarios, recrea en
un artículo publicado en la prensa local un estereotipo de mujer que, con el tiempo, se
convertirá, en especial a través de la iconografía como él mismo augura, en icono de la
auténtica mujer canaria, de “Líneas duras, pero correctas, de estatuas labradas en granito;
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macizas construcciones sin gracia, pero vistosas. Formas opulentas, colores sanos, recia
musculatura, busto erguido, un escultor podría tomarlas de modelo para representar la
fecundidad y la fuerza triunfante. Fuertes y fecundas son, en efecto, como muy pocas
mujeres”. Hechas tanto a las “mayores inclemencias, como á las miserias mayores”, capaces
de recorrer grandes distancias “á grandes zancadas, resistente y ágil, sin dejarse vencer de la
fatiga”, dotadas de unos pies que han “adquirido consistencia pétrea y grandor exagerado, un
pie fenomenal pero sin forma, semejante á la pata de un dromedario”. Explica su mala
reputación entre la población de la isla de la que se hicieron eco los textos de los viajeros
decimonónicos por la práctica del “amor libre, el amor con alas, pero sin venda, sin
solemnidades y sin sonrojos”, y comenta ampliamente su comportamiento durante sus
disputas.4
Esta visión ruda y varonil de las talayeras recreada por Francisco González tuvo un gran
éxito en su época y se transmitió a la iconografía a través de la obra pictórica y escultórica de
autores locales como Néstor Martín Fernández de la Torre, que la adopta como canon
femenino para representar a las mujeres en su Poema de la Tierra (1919) y, en especial, en el
cuadro titulado Pareja de mujeres con talla [Foto 4], o Santiago Santana que en su cuadro
titulado Alfarera de Gran Canaria, de 1947, la representa caminando con una talla a la
cabeza, vestida con falda, delantal y “zapatos” [Foto 5], en una clara evocación al texto de
Francisco González. Pero, como sucediera con la imagen de la talayera producida por los
primeros turistas, las fotografías conservadas de principios del siglo XX transmiten una
imagen más real, vestida al uso de la época: con falda larga, mantilla, pañuelo y cerámica a la
cabeza, en la foto de Perestrello de finales del siglo XIX [Foto 6]; y con falda hasta la rodilla,
como comienza a ser normal en la década de los años sesenta del siglo XX, y con una cesta de
ropa a la cabeza para llevarla a lavar a la acequia, en una foto de Ramón Dimas [Foto 7].
Foto 4: autor Néstor Fernández de la Torre. Pareja de mujeres con talla. 1919.
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Foto 5: autor Santiago Santana. Alfarera de Gran Canaria. 1947.
Foto 6: autor Jordao da luz Perestrello. Talayeras con cerámica. 1890-1900.
Foto 7: autor Ramón Díaz. Lavanderas de La Atalaya. En De la Torre. C. 1966.
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PANCHITO Y LA OCULTACIÓN DE LA MUJER
Sin embargo, a partir de mediados del siglo XX, la imagen de la talayera como alfarera va
perdiendo protagonismo progresivamente y va siendo oscurecida por la resplandeciente figura
de Panchito, en un proceso que encuentra explicación en el contexto histórico, cultural y
personal que se inicia en la década de los años cuarenta del siglo XX. A partir de este
momento, la sociedad grancanaria comienza a experimentar grandes transformaciones que
vienen determinadas, entre otras causas, por la recuperación económica mundial favorecida
por el final del período bélico, que produce la reactivación del comercio, la recuperación de la
actividad turística en la isla a principios de los años sesenta y la transformación de la sociedad
grancanaria tradicional favorecida por ambos fenómenos, que se desruraliza.
La reactivación del comercio mundial de productos industriales terminó desplazando a la
producción local de cerámicas con fines domésticos, que entran en desuso, y la implantación
de la agricultura de exportación y la recuperación de la actividad turística en las Islas acaban
desarticulando la sociedad rural tradicional que se transforma ante las nuevas demandas de
mano de obra producida por la generalización de los cultivos de plátanos y tomates para la
exportación y por el desarrollo de un turismo de masas. Esto, entre otras razones, motiva que
la producción locera del pago de La Atalaya no encuentre mercado frente al moderno ajuar de
cocina de metal y plástico y la generalización de la cocina de gas butano, y que la población
de La Atalaya abandone progresivamente la elaboración de cerámica y pase a trabajar en la
hostelería, la construcción, la agricultura o el servicio doméstico.
Todas estas circunstancias explican el abandono de la actividad alfarera con fines
domésticos y la desintegración de la estructura socio-familiar articulada en torno a las
ancianas alfareras, las “dueñas” (Ascanio Sánchez, C., 2007: 295), que organizaban la
actividad productiva y comercial y garantizaban la cohesión familiar. Ellas eran hasta
entonces las que mantenían a la familia unida en torno a la actividad productiva, las que
transmitían los conocimientos y las que daban trabajo a aquellas mujeres que no podían
constituir su propio núcleo productivo. Eran las ancianas sobre las que fijaron su atención
Olivia Stone o Charles Edwardes. En la foto de James Anderson de 1891 se aprecian las tres
generaciones de mujeres, abuela, madre y nieta, sobre las que se articulaba el núcleo familiar
hasta este momento [Foto 8].
Foto 8: autor James Anderson. Talayera moliendo almagre. 1891. Fondo fotográfico de la FEDAC.
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El brusco descenso del consumo de cerámicas impulsa a las mujeres a abandonar la
actividad. La segunda generación, las madres, ya no reemplaza a las “dueñas” y la cadena de
transmisión de las técnicas alfareras comienza a desintegrarse. Solo unas pocas mujeres
aprovechan la escasa afluencia de turistas para mantener de forma independiente, sin la
cobertura que confería la estructura familiar tradicional, la producción de souvenires,
miniaturas que imitaban las formas tradicionales, y de macetas para flores, complementando
sus ingresos con la venta de flores. Como augura Pedro Lezcano en 1944, al hilo de
un comentario de una vieja alfarera, “pronto habrá chiquillos —quizá los nietos de las
actuales artesanas— que jueguen a las bolas con las brillantes lisaderas” (Lezcano Montalvo,
P., 1944: 173).
En este contexto de crisis de la actividad alfarera tradicional, con apenas unas pocas
alfareras en producción, surge en el pago un personaje singular que, con el tiempo, acabará
por convertirse en el “representante autorizado” de la actividad secular de las alfareras:
Panchito. Este personaje era hijo de la Bartola, conocida así por ser la mujer de Bartolo, una
de las viejas dueñas, de la que observa durante su infancia la práctica del oficio. Como
muchos jóvenes de su época ingresó a trabajar en el hotel Santa Brígida como camarero pero,
probablemente a consecuencia del incendio del hotel en la década de los años cuarenta, se
incorpora a la actividad alfarera siendo el único hombre que se dedica de pleno a esta
actividad. En cualquier caso, ya en el año 1944, cuando Pedro Lezcano publica su artículo,
estaba en activo.
Durante su estancia en el hotel, Panchito aprendió a tratar con los turistas y a reconocer el
valor de la cerámica tan admirada por ellos, a lo que se unió su carácter abierto y afable y su
afán innovador, que le permitieron adaptarse a las demandas de los nuevos turistas y la
población local, recreando las formas cerámicas tradicionales al gusto de los turistas.
Incorpora elementos tomados de las cerámicas aborígenes conservadas en El Museo Canario,
elabora piezas por encargo y confecciona miniaturas como regalos de Reyes para niños, pero
mantiene las técnicas manuales de elaboración. Lezcano resalta el afán de Panchito por
hacerse notar y por emular la cerámica aborigen conservada en El Museo Canario, en la que
se inspira para elaborar alguna de sus piezas.
A ello hay que unir un fenómeno que comienza en estas décadas cual fue el interés por el
estudio de la etnografía y las tradiciones que comenzaban a perderse. Como señala C. Ascanio
(2007: 285), a mediados del siglo XX el pago comienza a ser visto con otra mirada, la de los
estudiosos de las tradiciones, de sus gentes y de sus productos y el lugar comienza a adquirir
un nuevo valor. Es entonces cuando, de la mano de Atilio Gaudio (1958), sin duda cautivado
por la personalidad de Panchito, se produce la masculinización definitiva de la actividad. Es él
quien declara a Panchito como el “último de los alfareros” y el que “oculta a las mujeres”
(Ascanio, 2007: 289).
A finales de la década de los años setenta, Alfredo Herrera Piqué, en un artículo publicado
en la revista Aguayro (Herrera, 1979), difunde y autoriza entre los estudiosos locales la visión
elaborada por los turistas y apunta que “no se descarta una procedencia prehispánica de los
antiguos talayeros, que acaso, al igual que ocurrió en otros lugares de Gran Canaria,
conservaron allí el hábitat peculiar de sus antepasados, como también prolongaron la tradición
alfarera del neolítico”. También asume la visión idealizada, aunque atenuada, de las mujeres
elaborada por González Díaz y les reconoce “una remarcable belleza y sus facciones y color
de sus ojos las acercaban a los rasgos que se creyeron característicos de parte de la población
aborigen de la isla”. Por último, siguiendo a A. Gaudio, sentencia que Panchito era el único
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alfarero en activo que quedaba, ocultando la actividad de las mujeres. Sin embargo, en la
década de los años sesenta, según recuerda Juan Ramírez Rivero, uno de los entrevistados por
nosotros, estaban activas trece alfareras: la Bartola (la madre de Panchito), Mariquita Alonso
(la abuela de Antonia Alonso), Luisita Vega, Antonia (la madre de Antoñita la Rubia), Juana
Alonso, Juana Narcisa (que era considerada la mejor), Lola la Priola (la madre de Antoñito el
Perra chica), Cho Pinito Valido, Ana (la abuela de María y Felipe Guerra), Antoñita Perera,
Cho Rosario la Grilla, Cho Dolores Benítez y Mariquita Perera [Fotos 9-11].
Foto 9: autor sin identificar. Luisita Vega. 1955. Fondo fotográfico de la FEDAC.
Foto 10: autor sin identificar. Cho Pinito Valido. 1955-1965. Fondo fotográfico de la FEDAC.
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Foto 11: autor sin identificar. Cho Dolores Benítez. Fondo fotográfico de la FEDAC.
Sin duda, en este proceso de ocultación de la mujer influyó tanto el carácter afable de
Panchito como la mayor facilidad de acceso a él de los estudiosos que, en su mayoría, eran de
género masculino. Panchito pues se convirtió en el interlocutor válido y supo aprovechar esta
circunstancia. De este modo, durante la década de los años setenta, las dos últimas alfareras,
Antoñita la Rubia y María Guerra la Quemá, aunque en actividad, se convirtieron a los ojos
de los estudiosos casi en sus ayudantes, pasando a un segundo plano, si no desapareciendo de
la escena [Fotos 12-13].
Foto 12: autor Pedro Socorro Santana. En AA.VV. 1999.
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Foto 13: autor Augusto Valmitjana. María Guerra y Panchito almagrando en su alfar. 1945-1950.
Años más tarde, en el ambiente de recuperación de las tradiciones que caracterizó las
décadas finales del siglo XX, desde la recién creada Escuela de Folklore del Cabildo de Gran
Canaria y desde la Comisión de Arqueología de El Museo Canario se propone la
revitalización de las tradiciones en fase de desaparición (Cuenca Sanabria, J., 1986) a partir
del estudio de las pervivencias. Al mismo tiempo, jóvenes entusiastas en la recuperación de
las tradiciones, en su mayoría varones, se introducen en el pago de la mano de Panchito, que
se ofrece gustosamente a la transmisión de sus conocimientos a los nuevos artesanos.5 De esta
forma, Panchito se convirtió en el confidente de toda una generación de estudiosos y en
maestro de muchos de los actuales alfareros neoartesanos, para los que se convirtió en un
“gurú” y en representante vivo de la tradición alfarera de la isla, mientras que las últimas
alfareras, Antoñita la Rubia y María Guerra la Quemá, quedaron relegadas a un segundo
plano. De esta forma se impone la idea de que la alfarería era cuestión de hombres. Incluso
hoy día, veintidós años después de la muerte de Panchito, la sombra de su figura proyectada a
través de la asociación ALUD, fundada por sus discípulos, y por la continua actividad
desarrollada desde la Casa-Museo-Alfar que lleva su nombre creada en 1999, aún oculta el
trabajo de María Guerra, la Quemá, la última alfarera.
LA MEMORIA VIVA DEL OFICIO
A pesar de ello, los últimos descendientes vivos de la última generación de alfareras aún
conservan algunos recuerdos del pasado inmediato del poblado que nos relatan durante las
entrevistas realizadas en enero de 2007.6 Prácticamente todas las abuelas de estas personas
fueron alfareras, pero en muchos casos sus madres ya no. Aunque fueron iniciadas en el oficio
a una edad muy temprana, a los cinco o seis años, superada la barrera de los treinta muchas de
ellas lo abandonaron ocupándose del servicio doméstico en las viviendas de las familias
acomodadas de Santa Brígida, y muy pocas continúan la actividad, siendo una excepción
María Guerra, la última alfarera, que aún permanece activa produciendo cerámica. Así pues,
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todos ellos fueron testigos de la progresiva desaparición de la producción artesana y del modo
de vida asociado a ella.
Su vida en general, y su infancia en particular, fue dura, pues además de las condiciones
del medio rural, padecieron las penurias propias de la posguerra. Con frecuencia su
escolarización fue irregular pues, como recuerdan, sus abuelas y madres las sacaban de la
escuela para buscar leña o transportar las piezas al horno e incluso para colaborar en la
primera fase de elaboración de las piezas. En otros casos, eran ellas mismas las que evitaban
asistir a la escuela, escondiéndose. Una de ellas recuerda cómo su abuela, en los años treinta
del siglo XX, la obligaba a trabajar: “¡Coge el barro! ¡venga, a empezar! Y me decía pues si
hoy te sale cambao, mañana te sale derecho, porque si estas haciendo y desbaratando, no
aprendes. Las cosas que se hacen se dejan como salen y no hay que estar desbaratándolas,
sino dejarlas. Me dolía el culo y me decía, no te solivies el culo que no te vas a levantar de ahí
hasta que termines y no te vas a almorzar”.
En todos los casos, a los diez u once años se incorporaban al trabajo asalariado o ayudaban
en las labores domésticas. Por lo general, los niños empezaban a trabajar en las labores
habituales del campo: sorribando tierra o cavando, recogida de la cosecha, búsqueda de leña a
los terrenos vitivinícolas próximos al Monte Lentiscal y Bandama, etc.; y las niñas se
iniciaban en el trabajo de la cerámica o se incorporaban al servicio doméstico y a la venta de
flores de temporada. Debían ocuparse además de las labores domésticas de su hogar. Entre los
seis o siete miembros que habitaban en cada cueva, siempre una de ellas se ocupaba de las
tareas. María Guerra nos recordaba cómo su hermana Carmen era quien mejor planchaba y
aunque sumidos en la profunda miseria, siempre estaban limpios y bien arreglados. Muchas
eran las que continuaban la elaboración de la loza bien entrada la madrugada (sobre todo en
época de demanda), después de haber atendido a todos los miembros de la familia. Una de
ellas nos comentó cómo una de las alfareras, y en medio del camino destino a la venta de la
loza, llegó a dar a luz. El reparto de las piezas encargadas era el destino final convirtiéndose
en una cuestión de supervivencia, y la venta, para poder obtener alimentos o dinero, era lo
prioritario.
Las cuevas estaban desprovistas de las más mínimas comodidades que empezaban a ser
frecuentes entre la población urbana como el agua corriente. Normalmente carecían de puertas
y en su lugar se usaban cortinas que, como recuerdan, permitían la entrada de ratas. En su
interior apenas existían algunas camas, uno o varios calderos, una cocinilla y una bacinilla
que debía compartir una familia media de unas diez personas, siendo frecuente dormir cinco
en una cama. El baño estaba fuera de las cuevas. Al carecer de agua corriente o fuente en las
proximidades, se bañaban en el barranco de Las Goteras mientras sus madres lavaban la ropa.
Otros nos recuerdan, incluso, cómo se desplazaban hacia el barranco de La Angostura, porque
al haber tanta gente que acudía a Las Goteras (por cercanía, claro está), el espacio para lavar
era cada vez menor. Alguna recuerda que su madre usaba un martillo para partir el pan y la
algarabía que se producía por usar un caramelo para endulzar el agua.
Recuerdan cómo durante su infancia se llegaban a hacer hasta siete hornadas al día y cómo
existían encargos de vecinos de Valsequillo y Agüimes de utensilios necesarios para los
hogares, aunque lo normal era llevar la producción a los puntos de venta habituales. Muchas
fueron las piezas elaboradas como regalo de boda y con destino a la cocina del nuevo
matrimonio (tallas, loceros, cazuelas e incluso palmatorias como auxiliar para cuando no
había luz). Hacia el interior de la isla se vendía en San Mateo, La Lechuza, La Lechucilla,
Aríñez, La Concepción, La Cruz, La Bodeguilla, Camaretas, La Yedra, y en Telde y, sobre
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todo, en Las Palmas y en el Puerto. A Las Palmas y el Puerto se bajaba el viernes por la tarde
y se vendía el sábado, y el domingo se vendía en Telde. La unión entre todos los miembros
del poblado era palpable en todo momento. Entre todos organizaban la venta de cada fin de
semana. Partían juntas desde muy temprano y al llegar al Puente de Palo, a pesar de que cada
una vendía sus piezas, si alguna acababa antes que otra, ayudaba a vender a su compañera.
La comitiva la formaban las alfareras, los que iban a buscar pescado con “un gancho y dos
seretas” y las de las flores. El punto de reunión eran unas piedras que estaban en la “subida de
los Bordes”. Bajaban por la carretera hasta la antigua fábrica de tabaco de la Favorita, para
continuar, por atajos, hasta la Cervecería de Las Brujas, y desde aquí hasta el fielato y, una
vez dentro de la ciudad, al mercado de Las Palmas. Los puntos de venta eran el Puente de
Palo y la Plaza del Mercado. Había un camino directo a Telde, que pasaba por el puente de
Las Goteras, la Higuera Canaria y el Puente de Telde. El puesto de venta era la Plaza de San
Gregorio en Telde. Según Felipe Guerra había un reparto de mercados. En Telde vendían Lola
Guillermo, María la Grilla, la madre de Felipe Guerra, Juana Alonso, la abuela (Carmen) y la
madre de Carmen Perera, Luisa Vega, y Pancho silín. A la Higuera iba María Alonso. La
mujer de José María el Negro vendía en el Monte y Santa Brígida. Felipe Guerra recuerda que
durante algunos años, cada tres o cuatro meses, vendía en La Matanza grandes cantidades de
loza por las que obtenía diez o doce mil pesetas. La comida de los días de venta estaba
formada por chochos con gofio, pan de millo de Agüimes y tortas.
Sin embargo, durante la posguerra, más que vender, las alfareras cambiaban su producción
por comida (carne de cochino salada, manzanas, papas, piñas, coles, castañas, nueces), “por lo
que nos dieran”. En ocasiones, el pago por una maceta era su capacidad llena de castañas o
nueces. Además llevaban a la cumbre vinagre del Monte por encargo. Antonia Alonso nos
recordó cómo, en una de las ocasiones que se dirigía hacia San Mateo, tropezó y se le cayeron
las tallas que llevaba y, lo peor, el recuerdo de ver a su abuela llorar, porque sabía que ese día
volverían sin nada para comer.
Esta generación abandona progresivamente la alfarería y la actividad agrícola a lo largo de
la década de los años setenta-ochenta del siglo XX, pues la economía familiar se sustentaba en
ese entonces con el trabajo de los hombres en la agricultura de exportación, en la
construcción, en el muelle o en los frigoríficos del puerto. Muchas mujeres entraron a trabajar
en los hoteles como lavanderas y otras en el servicio doméstico. Pero además de la
transformación de la economía que experimentan las Islas a partir de mediados del siglo XX,
la producción alfarera comienza un rápido retroceso por la generalización de los calderos y
más tarde de los tupperware que terminan desplazando las piezas cerámicas en un contexto de
progresiva mejora de las condiciones de vida de la población. En este momento, la venta se
hacía difícil y no era extraño retornar con las piezas sin vender, aunque la demanda de
macetas cerámicas para los viveros de plantas y flores produjo un ligero repunte de la
actividad hasta que se generalizan las macetas de plástico que terminan por arruinar la
alfarería, y compaginaban su actividad con la venta de flores cortadas que adquirían en Telde
y retamas de la cumbre y con la costura.
CONCLUSIÓN
A modo de conclusión resaltamos que lo que realmente pretendemos con este artículo es
rendir un merecido homenaje a la mujer talayera, a la mujer alfarera del pago de La Atalaya
de Santa Brígida, sometida a un reciente olvido no solo por el abandono generalizado del
sector artesanal sino también por la sobrevaloración de la figura de Panchito, a pesar de la
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labor desempeñada por ellas en la continuidad de la actividad artesanal como una herencia
cultural representativa de la propia identidad local del poblado alfarero. En definitiva,
pretendemos destacar la importancia que adquirió desde siglos atrás la idiosincrasia de un
poblado humano, como ha sido el del pago alfarero de La Atalaya, comandado por su
población femenina, con características propias y prácticamente únicas dentro de la sociedad
grancanaria.
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XVIII Coloquio de Historia Canario-Americana
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NOTAS
1 Este trabajo se ha realizado en el marco de la Beca INNOVA del Programa de Mecenazgo Universitario de
la Fundación Universitaria de Las Palmas (INNOVA-2006) BP-16, titulada El Poblado alfarero de La
Atalaya: recuperación del patrimonio cultural como recurso turístico. Ruta de la loza: imagen presente de
nuestros antepasados, concedida a la primera autora, y del proyecto de investigación Ciencia versus
ficción en el conocimiento geográfico de las Islas Canarias (P.I. SEJ2007-61410/GEOG), financiado por
el Ministerio de Ciencia y Tecnología español, dirigido por el segundo autor.
2 Rodríguez Socorro, M. P. (2004): Itinerarios turísticos en áreas protegidas: problemática y metodología
para su elaboración, realizada por María del Pino Rodríguez Socorro con la dirección de Antonio Santana
Santana y Guillermo Morales Matos, y defendida en el Departamento de Geografía de la Universidad de
Las Palmas de Gran Canaria en diciembre de 2004. http://bdigital.ulpgc.es.
3 Santana Santana, A. y Rodríguez Socorro, M. P. (2006) y Rodríguez Socorro, M. P. y Santana Santana, A.
(2007).
4 “Son varoniles, bravas, resueltas, acometedoras. Cuando surge entre ellas por cuestión de pantalones ó por
incompatibilidad de caracteres, algún conflicto, lo dirimen como verdaderas heroínas á puñadas y a
mordiscos, sin permitir —eso nunca— que los hombres intervengan en su defensa… En tales casos,
desátense sus lenguas venenosas y se ponen cual digan talayeras, que es mucho peor que cual digan dueña;
vomitan por sus bocazas, en su habla enrevesada y bestial, injurias á borbotones, concluyendo por asirse de
los moños y zarandearse furiosamente hasta que el cansancio las rinde ó queda el campo por una de las
luchadoras”. (Díaz González, F., 1900).
5 El artículo de J. Cuenca Sanabria, “Los últimos alfareros” (Diario de Las Palmas, 9 de mayo de 1981), es un
buen ejemplo del proceso de encantamiento que Panchito ejercía sobre quien lo visitaba y mostraba interés
por la alfarería.
6 Las entrevistas fueron realizadas en enero de 2007 a 7 personas, 4 mujeres y 3 hombres, vecinos del pago,
vinculados todos ellos a familias “talayeras” y a la elaboración de la loza, con una edad media de unos
ochenta años, que nacen a finales de la década de los años veinte y principios de los años treinta del
siglo XX y con un objetivo común: elaborar piezas de loza para su supervivencia. Los entrevistados son
Juana Santana Dávila, María del Carmen Perera Rivero, Antonia Alonso, María Guerra, Felipe Guerra
Alonso, Benigno Santana González y Juan Ramírez Rivero. A todos ellos muchas gracias.