SESIÓN INAUGURAL
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ISABEL I DE CASTILLA. UN MODELO DE REINA
Julio Valdeón Baruque
Isabel I de Castilla, más conocida como Isabel la Católica, reinó entre los años 1474 y
1504. En los meses finales de 1474, una vez fallecido en Madrid su hermano el monarca
Enrique IV, Isabel fue proclamada reina de Castilla en la ciudad de Segovia. Su fallecimiento
tuvo lugar en la villa de Medina del Campo, en concreto el día 26 de noviembre del año 1504.
Estamos hablando, por lo tanto, de un reinado que duró tres lustros. Ahora bien, lo acontecido
en esos años fue de una excepcional importancia no sólo desde la perspectiva concreta de la
historia de la corona de Castilla sino desde la más amplia de la historia de España. De todos
modos es imprescindible poner de manifiesto los numerosos aciertos que, sin duda en los más
variados campos, desde el de la política hasta el de la cultura, cabe atribuir a la reina Isabel.
Más aún, la propia imagen personal transmitida a la posteridad por la reina que nos ocupa ha
dejado profundas huellas en la historiografía, lo que revela las grandes dotes que poseía. De
ahí que propongamos presentar a Isabel I de Castilla, ni más ni menos, como un modelo
ejemplar de reina.
LOS RASGOS PERSONALES DE ISABEL LA CATÓLICA
Comenzaremos este capítulo trayendo a colación los brillantes elogios que hizo de Isabel la
Católica el gran poeta de aquel tiempo Gómez Manrique:
A quien Dios fizo fermosa,
cuerda, discreta, sencilla,
en virtud esclarecida,
buena, gentil y graciosa;
dio vos linda proporción,
dio vos virtud y grandeza.
que no hay comparación
de vuestra gran perfección
en toda la redondeza.
El primer aspecto que nos interesa analizar es el relativo a los rasgos personales de Isabel
la Católica. Todo parece indicar que la reina de la que hablamos era una mujer enérgica y de
carácter. Esa faceta se puso de manifiesto en 1468 , a raíz de la muerte de su hermano
Alfonso, cuando el sector de la nobleza que había depuesto a Enrique IV en la “farsa de
Ávila”, nombrando rey de Castilla al joven infante Alfonso, acudió a Isabel, a la que deseaban
utilizar en su pugna con el monarca castellano. Isabel, que en el año 1468 sólo tenía 17 años
de edad, dejó bien claro que ella no iba a ser, ni mucho menos, un juguete al servicio de la
nobleza rebelde. Allí se pusieron de manifiesto, sin duda alguna, las excelentes dotes que
poseía la joven infanta para las actividades de carácter político.
Isabel, justo es señalarlo, tenía un claro sentido de la justicia. De ahí su obsesión por
cumplir en todo momento, con el mayor rigor posible, las leyes vigentes. En diversos
testimonios de la época Isabel la Católica aparece, con respecto al conjunto de sus vasallos,
nada menos que como madre, por su amor; abogada, por su orientación a la clemencia; y
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escudo, es decir protectora de sus enemigos. En esa línea de actuación cabe recordar lo que
dejó escrito en su Codicilo, en el cual indicaba que a los indios que habitaban en las tierras
recién descubiertas del Nuevo Mundo había que tratarlos igual que al resto de los seres
humanos. Si alguien los atacaba debían ser duramente castigados. Ahora bien, la idea de
aplicar la justicia no era contradictoria en Isabel la Católica, ni mucho menos, con la práctica
de la misericordia, rasgo que ejercía con frecuencia.
También se ha hablado, en referencia a la reina Isabel, de que en ciertos momentos ofrecía
un espíritu de tinte varonil. Recordemos lo que dijo sobre Isabel la Católica el humanista
italiano, afincado en tierras hispanas, Pedro Mártir de Anglería: “es mujer que supera a todas
las mujeres, no sólo émula del hombre, sino que en fortaleza de espíritu, en prudencia y en
constancia, cualidad ésta última que no acontece en mujer y que puede parangonarse con
cualquiera de los más ilustres y afamados héroes”. Por su parte, Baltasar Gracián describió,
años más tarde, a Isabel la Católica como: “aquella gran Princesa, que siendo muger, excedió
los límites de varón”. En esa misma línea cabe situar lo que afirmó en su día el insigne
médico e historiador Gregorio Marañón, que manifestó que la reina católica tuvo todo el
aliento varonil que, por supuesto, le faltó a su hermano, el débil Enrique IV. En definitiva,
Isabel era capaz de ejercer un severo auto control y un pleno dominio de sí misma, pero al
mismo tiempo daba muestras, entre las muchas dotes que la acompañaban, de la gravedad y la
majestad. Un significativo texto de la época señala, con toda claridad, la enorme fortaleza y la
espectacular capacidad de resistencia que tenía Isabel la Católica: “porque como yo fui
informado de las dueñas que la servían en la cámara, ni en los dolores que padescía de sus
enfermedades, ni en los del parto, que es cosa grande de admiración, nunca la vieron
quexarse, antes con increyble y maravillosa fortalecía los suffría y dissimulava”.
¿Cabe hablar de magnificencia en la reina que nos ocupa, si aludimos a la imagen que
ofrecía a sus súbditos? Ciertamente, el cronista Hernando del Pulgar pone de manifiesto
que Isabel I de Castilla era ceremoniosa en sus vestidos y arreos. Ahora bien, esa faceta, a
tenor de los análisis efectuados por los historiadores, debía de aparecer en contadas ocasiones,
pues lo más común de Isabel la Católica, tal y como ha señalado uno de sus más lúcidos
estudiosos, el padre Tarsicio de Azcona, era su “sencillez cotidiana”, así como el uso de
“vestidos austeros y de estameñas”. En definitiva, Isabel era, sin duda, como aspecto
dominante, sumamente mesurada a la vez que muy honesta. De todas formas cabe hablar de
un equilibrio entre la magnificencia, propia de la condición regia, y la sencillez, virtud que,
sin duda, adornaba a la reina Isabel I de Castilla.
Isabel la Católica era, asimismo, una mujer muy piadosa. Defendía la labor evangelizadora,
particularmente imprescindible en las tierras recién descubiertas de las Indias occidentales. Es
más, con el tiempo progresaba la creciente sacralización de la figura de la Reina de Castilla, a
la que, por sorprendente que parezca, llegó a comparársela nada menos que con la misma
Virgen María. Por lo demás, la reina de la que hablamos buscaba en el pasado modelos de
grandes mujeres a las que imitar. Las figuras que más resaltaba Isabel del ayer eran la reina
Berenguela, madre del monarca castellanoleonés
de la primera mitad del siglo XIII Fernando
III; y la singular heroína francesa, destacada combatiente de la guerra de los Cien Años, Juana
de Arco, que tuvo un trágico final. Asimismo, Isabel la Católica tenía una gran devoción por
el apóstol Santiago, al que se consideraba en aquella época el paladín de la caballería
castellana. No es posible olvidar, por otra parte, la notable afinidad existente entre la reina
Isabel I de Castilla, San Francisco de Asís y la espiritualidad propia de la orden franciscana.
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Interesante es, asimismo, el tipo de relaciones que mantuvo Isabel con su esposo Fernando.
¿Puede decirse que la reina católica era una mujer celosa? Así se expresó el escritor Lucio
Marini a propósito de Isabel: “Amaba apasionadamente al Rey, hasta el punto de que los celos
la tenían atenta y al acecho de cualquier insidia e infidelidad que pudiera producirse en su
casa o en la corte para alejarla con prudencia y reserva”. Ese mismo autor decía en otra obra
suya lo siguiente: “Amava en tanta manera al Rey su marido que andava sobre aviso con celos
a ver si amava a otras; y si sentía que mirava a alguna dama o doncella de su casa con señal de
amores, con mucha prudencia buscaba medios y maneras con que despedir aquella persona
de su casa con mucha honra y provecho”. Ahora bien, esos posibles celos de Isabel, en modo
alguno, dañaron la perfecta unión que existió entre los dos cónyuges. Así las cosas, en la
Continuación de la crónica de Pulgar podemos leer: “Fueron rey y reyna juntos... y aunque
en cuerpos dos, en voluntad y unión eran uno solo”. En una línea semejante se expresó el
conocido humanista Pedro Mártir de Anglería al afirmar que “Nunca descubrió la filosofía en
la naturaleza una unidad semejante a la unión de estos dos seres”. Concluiremos estas
reflexiones sacando a colación lo que escribió el antes citado Lucio Marini: “Dios
omnipotente los unió para que fuesen ejemplo de vida y de virtud para todos los mortales... O
felix coniugium... O sanctum connubium... O admirabile consortium... Dios los envió desde el
cielo”. En definitiva, el sentido unitario entre Isabel y Fernando fue a todas luces pleno, sin
que en ningún momento hubiera sometimiento o subyugación del uno al otro.
No podemos olvidar, por otra parte, las preocupaciones culturales que acompañaron,
durante toda su vida, a la reina Isabel I de Castilla. ¿No se ha dicho, entre otras cosas, que le
interesó sobremanera la lengua latina? He aquí lo que escribió sobre dicha cuestión el cronista
Hernando del Pulgar: “Era mujer muy aguda e discreta, lo qual vemos pocas e raras veces
concurrir en una persona; rabIaba muy bien, y era de un excelente ingenio, que en común de
tantos e tan arduos negocios como tenía en la gobernación de sus reinos, se dio al trabajo
de aprender las letras latinas; e alcanzó en tiempo de un año saber en ellas tanto, que entendía
qualquier rabIa o escriptura latina”. Por lo demás, en su corte estuvo una figura tan relevante
como Beatriz Galindo, más conocida como La Latina .
Los elogios dedicados por los escritores de aquella época a la reina Isabel, y al mismo
tiempo a su esposo Fernando, alcanzaron límites difícilmente igualables. Hernando del
Pulgar, primer ejemplo que aportamos, decía de Isabel lo siguiente: “Como María remedió el
humanal linaje encarnando al Hijo de Dios para redimimos, así esta soberana con su virtud ha
remediado a España e aun a toda Europa”. Por su parte, el humanista italiano Pedro Mártir de
Anglería presenta a los Reyes Católicos como “estrechamente unidos e concordes, como seres
divinos que saben a divino. Es algo sobrehumano lo que ellos piensan, hablan y obran”. Para
concluir nos referiremos a otro autor italiano, Lucio Marini, el cual señalaba que “Dios los
unió (a Isabel y Fernando) [...] para que fuesen venerados en la tierra por todos no como
príncipes, sino como seres celestiales y vicarios de Cristo y partícipes de la divinidad”. Sin
duda, los Reyes Católicos aparecen en niveles situados claramente por encima de los seres
humanos.
Los últimos años de la vida de Isabel la Católica, no obstante, fueron de una extraordinaria
dureza para la reina. En poco tiempo murieron su hijo el príncipe Juan, al que le correspondía
la sucesión de los reinos, cuyo fallecimiento tuvo lugar en el año 1497, su hija Isabel, que
abandonó este mundo al año siguiente, a raíz de dar a luz al niño Miguel, y por último este
joven nieto de la reina Católica, que pereció en el año 1500. Como escribió el cronista Andrés
Bernáldez aquellos sucesos fueron tres cuchillos de dolor para Isabel: “El primer cuchillo de
dolor que traspasó el ánima de la reina doña Isabel fue la muerte del príncipe. El segundo fue
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la muerte de doña Isabel, su primera hija, reina de Portugal. El tercer cuchillo de dolor fue la
muerte de don Miguel, su nieto, que ya con él se consolaban. E desde estos tiempos bivió sin
plazer la dicha reina doña Isabel, muy necesaria en Castilla, e se acortó su vida e salut”. Para
colmo de males el panorama que ofrecía Juana, la definitiva heredera, no era muy favorable.
De todos modos la reina Isabel, pese a la suma de tragedias y a su propia enfermedad, que
terminó con su vida cuando sólo contaba con 53 años de edad, dio muestras en todo momento
de una gran entereza.
LA ORGANIZACIÓN DE LA CORTE Y CASA REGIAS
Un segundo aspecto a tratar en esta charla es el relativo a la forma en la que estaban
organizadas la Corte y la Casa regias. Se trata de dos términos que aparecen juntos con harta
frecuencia bajo la expresión “mi Casa y Corte”. No obstante, desde mediados del siglo XV
parece razonable equiparar la Corte al ámbito de la esfera pública del reino, en tanto que la
Casa se refiere más bien al territorio privado de la vida del monarca y su familia. Ambos
aspectos, como es obvio, se hallan estrechamente ligados a la gestación del denominado
“estado moderno”. Como ha escrito, sin duda acertadamente, Tarsicio de Azcona Isabel la
Católica “debe ser considerada como la creadora del estado moderno castellano porque
consiguió una poderosa y definitiva unificación de todos sus reinos, aprovechando la extensa
área territorial para el ejercicio de su gobierno soberano”.
Los oficios de la Corte se proyectaban sobre los siguientes espacios: la Cancillería, la
justicia, el Consejo Real, la hacienda y el ejército. La Cancillería, cuyo origen remontaba a
tiempos muy lejanos, se había hecho más compleja en el transcurso del siglo XV. En ella
trabajaban el canciller mayor, el canciller de la poridad, los notatios mayores, el notario
público de la Corte, los escribanos y los secretarios. Ahora bien, lo más llamativo de la
Cancillería de la época de Isabel I de Castilla era el indudable protagonismo que
desempeñaban los expertos en cuestiones jurídicas, los cuales se habían formado en las
Universidades. Por lo que se refiere a la justicia conviene recordar que desde el año 1441 la
audiencia, creada por Enrique II en el año 1371, también llamada Chancillería, que estaba
integrada por los denominados oidores, tenía su sede en la villa de Valladolid. En cuanto al
Consejo Real, fortalecido en los días del monarca Juan I, el papel más relevante correspondía
a los letrados. De los doce miembros que lo formaban, ocho, desde que así lo decidió Enrique
IV en el año 1459, eran expertos en el ámbito de las leyes. No es posible olvidar, por otra
parte, las decisiones tomadas en las Cortes de Toledo de 1480 a propósito del Consejo Real de
Castilla, el cual sería presidido por un prelato e integrado por tres caballeros y ocho o nueve
letrados. Por lo que respecta al campo de la hacienda es preciso señalar la aparición, desde
finales del siglo XIV, de la Casa de Cuentas. Para rematar este recorrido hay que aludir al
ejército. Progresivamente iba apareciendo un núcleo militar al servicio directo del rey.
Asimismo, en la Baja Edad Media habían surgido cargos nuevos para dirigir el ejército, en
concreto el Almirante, el Condestable y los Mariscales.
La Casa regia, que estaba encabezada por el mayordomo mayor, contaba, básicamente, con
la Cámara, la capilla real, la despensa y cocina y, como conclusión, las caballerizas. Al
mayordomo mayor le correspondían, como funciones básicas, la dirección general de los
servicios de palacio y la administración de la casa del rey y de la hacienda regia con sus
dominios territoriales de la Corona. Por debajo del mayordomo mayor había lugartenientes,
así como mayordomos de los infantes, un contador mayor y un camarero. La Cámara de la
reina Isabel estaba dirigida por la camarera mayor. Ahora bien, ese ámbito estaba integrado
por un personal muy variado, del que formaban parte el cerero mayor, el boticario, los
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médicos, las lavanderas, los reposteros, el aposentador mayor, los continos y un largo
etcétera. Al frente de la capilla real se hallaba el capellán mayor, del que dependían, entre
otros, los capellanes ordinarios, los predicadores, los confesores, los cantores y el sacristán
mayor. En la sección de la despensa y cocina figuraban el despensero mayor, el veedor, los
que suministraban agua o alimentos, el cocinero mayor y el maestresala. Por último nos
encontramos con las caballerizas, dirigidas por el caballerizo mayor. Por lo demás, también
hay que mencionar a la guardia regia, los alcaldes, los alguaciles, los carceleros y los
Monteros de Espinosa, a los que se encomendaba la vigilancia nocturna del palacio regio.
Hemos hecho una sucinta presentación de la Corte y de la Casa regias, refiriéndonos,
asimismo, a sus principales oficiales. Ahora bien, la imagen que ofrecían estos organismos en
tiempos de Isabel la Católica contrastaba rotundamente con la de tiempos del anterior
monarca de Castilla, es decir Enrique IV. En tiempos de Isabel I creció notablemente el
número de oficiales que desempeñaban puestos en la Corte y la Casa, llegando a ascender en
ocasiones nada menos que a unas 500 personas. En el año de la muerte de Isabel la Católica,
1504, la Casa real contaba con un total de 435 oficiales, de los cuales 140 pertenecían al
ámbito de la capilla, 119 a la guardia, 91 a la cámara, 27 eran pajes, 17 se dedicaban a la
despensa y 41 trabajaban en otros territorios. Paralelamente, aumentaron de forma muy
llamativa los gastos destinados a pagar las actuaciones de los mencionados oficiales, llegando
nada menos que a triplicarse, como se puede comprobar consultando las cuentas de Gonzalo
de Baeza. Pero la diferencia sustancial con la época de Enrique IV era que los oficiales de la
Casa y Corte de Isabel la Católica, al margen de su indiscutible preparación profesional,
fueron personas caracterizadas por la absoluta fidelidad a la figura de la reina. En cambio,
Enrique IV vio cómo su mayordomo mayor, Juan Pacheco, marqués de Villena, que durante
varios años fue su hombre de confianza, terminó por traicionar al monarca, pasándose al
bando de la nobleza rebelde y participando activamente en la denominada “farsa de Ávila”.
Vamos a centrar nuestra atención en la Casa regia, que era, sin duda alguna, el organismo
que estaba más directamente en conexión con la reina Isabel. El puesto de mayordomo mayor
estuvo a cargo, incluso cuando Isabel sólo era princesa, de Gonzalo Chacón. Estamos
hablando de una persona que contaba con la plena confianza de la reina, pero que a la vez se
hallaba muy próximo a Isabel la Católica. Un sobrino de Gonzalo Chacón, llamado Gutierre
de Cárdenas, era el maestresala. Por su parte, Alonso de Quintanilla ejercía la función de
contador mayor. Los tres oficiales mencionados eran, sin duda alguna, valiosos y eficaces
colaboradores de la reina de Castilla. Ahora bien, también ocuparon puestos destacados
algunos magnates de la alta nobleza. Tal fue el caso, por ejemplo, de los Fernández de
Velasco, los cuales desempeñaron el cargo de camarero. El puesto de camarera mayor de la
reina fue entregado a Clara Alvarnáez, que, además de tener una gran confianza personal con
Isabel la Católica, era la esposa del antes mencionado Gonzalo Chacón. Incluso se dieron
cargos en el entorno regio a algunos judeoconversos,
es decir antiguos judíos bautizados al
cristianismo, como sucedió con Andrés Cabrera, que sería retribuido con el importante
marquesado de Moya.
La lista de los colaboradores de la reina Isabel es, ciertamente, muy amplia. Entre ellos
ocupaban un lugar destacado, no podía ser de otra manera, los letrados. Como escribió en su
día Diego Hurtado de Mendoza “Pusieron los Reyes Católicos el gobierno de la justicia y
cosas públicas en manos de letrados, gente media entre los grandes y pequeños, sin ofensa de
los unos ni de los otros; cuya profesión eran letras legales, comedimiento, secreto, verdad,
vida llana y sin corrupción de costumbres; novisitar, no recibir dones, no profesar estrecheza
de amistades; no vestir ni gastar suntuosamente; blandura y humanidad en su trato: juntarse a
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horas señaladas para oir causas o determinallas, y tratar del bien público”. Difícilmente podía
hacerse un mayor elogio de los letrados, es decir, los expertos en asuntos jurídicos. Entre los
letrados que trabajaron al servicio de Isabel la Católica podemos mencionar a Maldonado de
Talavera, a Díez de Montalvo, a Juan Díaz de Alcocer, a Juan López de Vivero, a Alfonso
Manuel o a Pedro de Oropesa. Significativos colaboradores de Isabel la Católica fueron,
asimismo, los secretarios Fernando Núñez y Alonso de Palencia, el bachiller Rodríguez de
Lillo, el eclesiástico fray Alonso de Burgos o los conversos Pedro Arias Dávila y Fernán
Álvarez de Toledo. No es posible olvidar, por lo demás, a los dos excepcionales confesores de
la reina Isabel, en un principio fray Remando de Talavera y posteriormente el emblemático
cardenal Cisneros. Todo lo señalado demuestra los importantes pasos que dio la reina Isabel I
de Castilla para contribuir al fortalecimiento del poder regio, o, por utilizar una expresión
habitual en el ámbito historiográfico, para construir el denominado “estado moderno”. Esta
actitud la puso de relieve, entre otros, el cronista Galíndez de Carvajal, al afirmar que los
Reyes Católicos “tuvieron en su Consejo y oficios y cerca de sus personas hombres insignes y
en número conveniente; tuvieron gran Casa y Corte acompañada de Grandes y varones
principales, á los quales honraron y sublimaron conforme á la calidad de su grado,
ocupándoles en cosas en que les podían servir, y cuando se ofrecía ocasión tenían memoria de
les hacer merced; con que todos andaban satisfechos y deseosos de servir en el gobierno del
reino e de su Consejo; tuvieron más atención de poner personas prudentes y de habilidad para
servir, aunque fuesen medianas, que no personas grandes y de casas principales”. Sin duda,
ese punto de vista, muy expresivo pero a la vez laudatorio, se correspondía con la realidad de
lo que fue aquel reinado.
LAS ACTUACIONES POLÍTICAS DE ISABEL I DE CASTILLA
El reinado de Isabel la Católica, no descubrimos con ello ningún secreto, fue de una
excepcional importancia, pues en él se dieron pasos decisivos en numerosos terrenos. De gran
relevancia fue su matrimonio con Fernando, que era el heredero del trono aragonés. Con esa
boda, celebrada en la villa de Valladolid en el mes de octubre de 1469, se daban importantes
pasos en orden a construir “la monarquía de todas las Españas”, significativa expresión
utilizada por el cronista de la época Mosén Diego de Valera. Ciertamente Isabel fue
proclamada reina de Castilla a finales del año 1474, a raíz del fallecimiento de su hermano
Enrique IV, es decir cinco años antes de que su marido accediera al trono aragonés. Aquel
suceso planteó de entrada algunas tensiones entre Isabel y Fernando, pero al poco tiempo,
después de dialogar sobre dicho asunto, se alcanzó un acuerdo entre ambos. Estamos
hablando de la denominada “concordia de Segovia”, la cual se firmó en el mes de enero de
1475. Isabel era la reina de Castilla por excelencia, pero también se le otorgaba a Fernando el
título regio. En los documentos oficiales precedería el nombre de Fernando, aunque las armas
de Castilla irían por delante de las de Aragón. En definitiva, la expresión “el rey y la reina”,
así como la fórmula “tanto monta” suponían la plena identificación de los dos cónyuges. Por
lo demás, a partir de aquel acuerdo se difundieron por todo el reino las iniciales y los
símbolos de ambos monarcas, es decir, el yugo de Fernando, y el haz de flechas de Isabel.
Dos reuniones de Cortes de la corona de Castilla, las de Madrigal de las Altas Torres del
año 1476 y las de Toledo de 1480, fueron decisivas para fortalecer el poder regio. Es posible
que la reina Isabel escogiera la villa de Madrigal de las Altas Torres, localidad en la que ella
había nacido, para celebrar las primeras Cortes de sus reinos. Conviene recordar, por otra
parte, que en aquel año, 1476, Fernando aún no había accedido al trono aragonés. En las
mencionadas Cortes se aprobó la constitución de la Santa Hermandad. Se trataba de una
institución, organizada a base de cuadrillas y reclutada a partir de criterios locales, que tenía
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funciones tanto policiales como judiciales. Como ha indicado el profesor Luis Suárez, la
Santa Hermandad suponía una “mayor objetividad en la aplicación de la justicia o garantías
para el reo, que antes faltaban en absoluto”. En otro orden de cosas es preciso recordar que en
las Cortes de Madrigal de 1476 Isabel insistió en la idea de que los reyes eran los
lugartenientes de Dios en la tierra. Esto se lee en las actas de aquellas Cortes: “A quien más
da Dios, más le será demandado. Y como Él hizo sus vicarios a los reyes en la tierra e les dio
gran poder en lo temporal, cierto es que mayor servicio habrá de aquestos e más le son
obligados”.
Las Cortes de Toledo se convocaron una vez que había concluido la guerra de sucesión e
incluso se había firmado con los portugueses, en septiembre del año 1479, la paz de
Alcaçobas. Una de las más importantes medidas tomadas en dichas Cortes tenía que ver con
la revisión de las mercedes que, de forma un tanto atropellada, había otorgado, años atrás, el
indeciso monarca castellano Enrique IV. Recordemos lo que escribió, a propósito de las
Cortes de Toledo de 1480, el cronista Hernando del Pulgar, el cual señala que la mencionada
convocatoria se realizó con el propósito de “restituir el patrimonio real, que estaba enagenado
de tal manera que el Rey e la Reyna no tenían tantas rentas como eran necesarias para
sostener el estado real e del Príncipe e Infantes sus hijos. E ansimesmo para las cosas que se
requerían expender cada año en la administración de la justicia e buena gobernación de sus
reynos”. Un importante sector de la alta nobleza, en particular integrantes del bando que
defendió la candidatura al trono castellano de Juana la Beltraneja, sufrió un notable recorte en
sus rentas, que algunos estudiosos calculan entre un 60 y un 90%. En cambio, las pérdidas de
los partidarios de la reina Isabel fueron bastante reducidas, no superando en ningún caso el
30%.
En definitiva, las Cortes de Toledo de 1480 sirvieron para que la hacienda regia recuperara
una buena parte de las rentas que habían sido entregadas a la alta nobleza. Asimismo, las
Cortes de Toledo sirvieron para que fuera jurado el príncipe heredero. Es más, al tiempo que
se convocaba a los procuradores de las ciudades y villas para la reunión de Toledo se ordenó
al letrado Alfonso Díez de Montalvo que recogiese todas las leyes entonces vigentes con la
finalidad de constituir un código. En noviembre de 1480 Díez de Montalvo entregó aquel
texto, conocido como el “Ordenamiento de Montalvo”. En definitiva, como ha señalado el
profesor Luis Suárez, las reformas efectuadas en las Cortes de Toledo de 1480 “apuntaban
deliberadamente al fortalecimiento del poder real”.
Otro importante paso para garantizar el control de los reinos por los monarcas, en el caso
de la corona de Castilla por la reina Isabel, fue la generalización del sistema de los
corregidores, los cuales tenían en un tomo un siglo de existencia. Se trataba de personas que
eran enviadas por los monarcas a las ciudades y villas con el objetivo de garantizar el estricto
cumplimiento de la justicia, pero también con el propósito de evitar las disputas locales, muy
frecuentas en la corona de Castilla. El corregidor, según lo apuntado por el profesor Marvin
Lunenfeld, era “el vínculo duradero entre el municipio y el gobierno central en cuyo nombre
gobernaba”. Por lo general, los corregidores presidían las reuniones de los concejos, al tiempo
que desempeñaban funciones de naturaleza judicial.
Pasados los duros años de la guerra de secesión, en la que Isabel hubo de enfrentarse al
bando que apoyaba el acceso al trono de su sobrina, la llamada Juana la Beltraneja, comenzó
una etapa de indudables aciertos. El primer gran éxito fue la conquista del reino nazarí de
Granada, el cual concluyó a comienzos del año 1492, cuando los representantes de los Reyes
Católicos entraron en la ciudad del Genil y del Darro, instalándose en el hermoso palacio de la
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Alhambra. Es indudable que aquella empresa le correspondía en exclusiva a la corona de
Castilla, pues se trataba de territorios situados al sur de la frontera alcanzada por las tropas
pertenecientes a Fernando II en la primera mitad del siglo XIII, en concreto en el borde
meridional de la Cordillera Penibética. Al rey Fernando, por el contrario, mucho más
interesado en los problemas de la corona de Aragón, la guerra contra los nazaríes apenas le
preocupaba. Por el contrario, Isabel la Católica puso un gran empeño en llevar adelante las
necesarias campañas militares que permitieran poner fin al último reducto político del Islam
en las tierras hispanas. Sin duda, la guerra de Granada, que duró varios años, exigió un
importante esfuerzo militar, pero también una notable aportación económica. De todos
modos, el indudable protagonismo de Isabel la Católica en la conquista del último bastión del
Islam peninsular ha sido puesto de relieve por uno de sus más recientes biógrafos, el profesor
Manuel Fernández Álvarez, el cual afirma lo siguiente: “Otra vez Isabel se había mostrado
como la más firme, la más segura, la más decidida a echar el resto, si la necesidad obligaba a
ello, para no cejar en la conquista del reino nazarí de Granada”.
En tiempos de los Reyes Católicos tuvo lugar un acontecimiento de excepcional relieve.
Sin duda, nos referimos al descubrimiento de un nuevo mundo. Aquel sorprendente
acontecimiento fue protagonizado por el marino genovés Cristóbal Colón. Llegados a este
punto es imprescindible señalar, asimismo, el papel decisivo que desempeñó Isabel la
Católica en aquella empresa. Colón había propuesto inicialmente su proyecto a los
portugueses, pero no encontró una respuesta positiva en el reino lusitano. A continuación, el
marino genovés pasó a la corona de Castilla. En un principio su plan fue rechazado, tanto por
la junta de expertos que se reunió en Salamanca como por otra posterior que se celebró en
Córdoba. De todos modos Cristóbal Colón, que se dirigió a la zona del golfo de Cádiz, área de
una notable actividad marinera particularmente en el siglo XV, encontró ayuda en algunos
magnates nobiliarios, entre ellos el duque de Medinaceli, así como en los franciscanos del
convento onubense de la Rábida. Pero el apoyo más sustantivo que encontró Colón fue, sin
duda alguna, el de la reina Isabel la Católica. Todo parece indicar que a comienzos del año
1492 el rey Fernando sugirió romper las negociaciones con Cristóbal Colón. No obstante, tal
y como lo señala el profesor Luis Suárez, “Fray Juan Pérez y Luis de Santángel convencieron
a la reina, y ésta después atrajo a su marido con el argumento de que era muy poco lo que se
arriesgaba a cambio de saber qué había más allá del límite de las Azores”. Así pues, la oferta
colombina terminó siendo aceptada, plasmándose en las Capitulaciones de Santa Fe, que se
firmaron el día doce de abril del año 1492. En dichas capitulaciones se reconocía a Cristóbal
Colón el título de “virrey y gobernador general”. El viaje lo realizarían sólo tres barcos. Por
su parte, el costo de la operación ascendía a unos dos millones de maravedíes. Años más tarde
Cristóbal Colón reconoció el decisivo papel que desempeñó la reina Isabel en su viaje a las
Indias, al manifestar lo siguiente: “En todos hubo incredulidad y sólo a la Reina mi señora dio
dello (nuestro Señor) el espíritu de inteligencia y esfuerzo grande, y le hizo de todo heredera,
como a cara y muy amada hija”, añadiendo unas líneas más adelante que “la posesión de todo
esto fui yo a tomar en su real nombre”.
Por otro lado, de suma importancia fue la política religiosa desarrollada por los Reyes
Católicos. El profesor Luis Suárez no ha dudado en hablar del “máximo religioso”. La
conclusión final de esas líneas de actuación fue, como es sabido, la expulsión de los judíos de
las tierras hispanas, medida tomada en el año 1492, salvo que aceptaran el bautismo cristiano.
Unos años más tarde se aplicó una decisión semejante con respecto a la población mudéjar. Al
mismo tiempo se había puesto en marcha en la corona de Castilla, en concreto a partir de
1480, el tribunal de la Inquisición, cuyo principal objetivo era descubrir la posible persistencia
del judaísmo en los conversos o cristianos nuevos. Ahora bien, a la hora de centrarnos en la
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Isabel I de Castilla. Un modelo de reina
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actitud adoptada por la reina Isabel I de Castilla hay que ser muy cautos. Ciertamente, dicha
reina se caracterizaba por la práctica, hasta límites increíbles, del cristianismo. Pero eso no
significaba, ni mucho menos, que rechazara la existencia en sus reinos de gentes de otras
religiones, concretamente los judíos y los musulmanes. Conviene no olvidar que esas tres
religiones tenían elementos de proximidad, pues se las denominaba religiones abrahámicas,
así como también “del libro”. Sabemos, por ejemplo, que cuando Isabel la Católica se vio
obligada a realizar unas obras en el castillo de la Mota, que se hallaba en la villa de Medina
del Campo, no tuvo el menor empacho en llamar a alarifes mudéjares.
De todos modos, lo más significativo fue su política con respecto a la minoría judaica. En
la corte de Isabel y Fernando colaboraron algunos destacados hombres de negocios judíos,
entre ellos Abraham Seneor, el cual, años más tarde, terminó aceptando el bautismo cristiano,
pasando a llamarse Fernán Núñez Coronel. Pero al mismo tiempo ambos monarcas, y en
particular Isabel, demostraron su indudable deseo de proteger a la minoría hebraica. Veamos
un ejemplo. En una carta dirigida al concejo de Trujillo, fechada en julio del año 1477, Isabel
la Católica comenzaba diciendo “todos los judíos de mis reinos son míos y están bajo mi
protección y amparo y a mí pertenece de los defender y amparar y mantener en justicia”.
Líneas más adelante podemos leer en ese mismo documento lo siguiente: “os mando a todos y
a cada uno de vos que de aquí adelante no consintáis ni deis lugar que caballeros ni escuderos
ni otras personas algunas de esa ciudad ni fuera de ella constringan y apremien a los dichos
judíos”. El texto pone claramente de manifiesto el deseo de la reina católica de amparar a los
judíos. De todos modos, textos de características similares los hay en abundancia, aunque por
lo general iban suscritos tanto por la reina Isabel como por el rey Fernando. Uno de esos
documentos, que data de 1488, iba dirigido a la villa vizcaína de Balmaseda, de donde habían
sido expulsados los hebreos. Los Reyes Católicos pedían que se aceptara la vuelta de los
judíos a la mencionada localidad.
De todos modos, en el mes de marzo de 1492 los Reyes Católicos promulgaron el decreto
de expulsión de la minoría hebraica, salvo si aceptaban la conversión al Cristianismo. Esa
medida ha merecido muchas explicaciones, aunque por lo general poco satisfactorias. Lo más
razonable es pensar que se echó a los judíos para evitar la comunicación de los conversos o
cristianos nuevos con sus antiguos hermanos en la fe mosaica. Ahora bien, la decisión de
expulsar a los judíos, según la opinión del brillante historiador israelí Benzion Netanyahu, la
tomaron los Reyes Católicos debido a la fortísima presión que existía tanto a nivel popular
como en el ámbito de la Iglesia. Es más, Netanyahu ha llegado a afirmar la existencia, en la
España de las últimas décadas del siglo XV, de un clima de auténtico racismo. Un escritor
hebreo de finales del siglo XV, Salomón ibn Verga, nos dice muy expresivamente, en su obra
La Vara de Judá , “los judíos eran muy amados en España de los reyes, sabios intelectuales y
otras clases sociales, salvo del pueblo y de los monjes”. Había, asimismo, una fuerte presión
internacional. ¿No se había expulsado a los hebreos de numerosos países de la Cristiandad?
Fuera de las tierras hispanas se pensaba que el Cristianismo del solar ibérico estaba
semitizado, debido a la fuerte influencia ejercida por el Judaísmo. ¿No se, ha dicho que la
propia reina Isabel, después de un viaje que efectuó por tierras andaluzas poco tiempo después
su acceso al trono, creyó captar en aquel territorio nada menos que una especie de sincretismo
religioso? En cualquier caso, el mencionado profesor Netanyahu opina que la decisión de la
expulsión de los judíos la tomó el rey Fernando, en tanto que Isabel procuró impedirlo,
aunque a la postre sin éxito alguno. Es indudable que Isaac Abravaniel, un destacado
miembro de la comunidad judía que salió de Sefarad a raíz del decreto de expulsión, llegó a
mantener una reunión con la reina Católica para intentar detener esa dura medida. Isabel, no
obstante, le contestó: “¿Creéis que esto proviene de mí?”, añadiendo a continuación: “El
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XVI Coloquio de Historia CanarioAmericana
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Señor ha puesto este pensamiento en el corazón del Rey”. En definitiva, el deseo de evitar la
expulsión de los judíos de las tierras hispanas, pese a la posible intervención de la propia reina
Isabel la Católica, resultó finalmente fallido.
Una última faceta de Isabel I de Castilla, que es preciso poner de manifiesto, es la relativa
al espectacular despliegue de que dieron muestras la cultura y el arte en el transcurso de su
reinado. Su intervención fue decisiva para la puesta en marcha de edificios tan significativos
como el Hospital para los peregrinos que acudían a la ciudad de Santiago de Compostela o el
monasterio toledano de San Juan de los Reyes, testimonio del triunfo logrado sobre el bando
que defendía a su sobrina Juana la Beltraneja en la guerra de sucesión. Asimismo, Isabel la
Católica hizo encargos a figuras tan relevantes del arte de aquel tiempo como el escultor Gil
de Siloé y el pintor Pedro Berruguete. El historiador del arte J.V.L. Brans dijo en su día “su
actividad artística resulta de tal importancia, que no sería exagerado considerar el arte
hispanoflamenco
como el fruto del feliz encuentro del genio flamenco con el de una Reina
enamorada de la belleza”. Por lo que se refiere al campo de la música no podemos dejar de
lado la excepcional importancia que alcanzó la capilla musical de la reina, según lo demostró
el estudioso de esa temática Higinio Anglés. En otro orden de cosas conviene señalar que la
corte regia acogió a humanistas tan destacados como los italianos Pedro Mártir de Anglería y
Lucio Marineo Sículo. Completaremos estas someras referencias indicando la estrecha
conexión que mantuvo Isabel la Católica con el mundo universitario de su época.
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