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LOS JUICIOS DE DESPOJO: UNA CONTRIBUCIÓN AL
ESTUDIO DE LA PROPIEDAD DE LA TIERRA EN LA
ISLA DE TENERIFE EN EL SIGLO XVIII
Belinda Rodríguez Arrocha
INTRODUCCIÓN
La isla de Tenerife conoció a lo largo del Antiguo Régimen un proceso de concentración
de la propiedad de la tierra en unas pocas manos, circunstancia derivada del proceso de
repartimiento de tierras llevado a cabo por el Adelantado Alonso Fernández de Lugo.
Precisamente la fundación de vínculos o mayorazgos era una de las opciones que ponían en
práctica los terratenientes tinerfeños para garantizar la unidad del patrimonio familiar,
impidiendo que la propiedad se dividiera y se diluyera en detrimento del prestigio de la
familia. El papel que se asignaba al campesinado era el de trabajador, en forma de medianero,
jornalero o arrendatario, en las haciendas de los señores. En el arrendamiento de tierras, el
arrendador ponía a disposición del arrendatario unas tierras de su propiedad a cambio del
pago de un determinado canon, bien en dinero, bien en especies. Los arrendamientos de tierra
se mantuvieron durante todo el Antiguo Régimen, permitiendo a los grandes propietarios la
conservación de la tenencia de la tierra con una fórmula de explotación de la misma favorable
a sus intereses, ya que se aseguraban una renta anual, los períodos de arrendamiento eran
cortos (de uno o varios años), el mantenimiento de los cultivos estaba asegurado, los
arrendatarios estaban obligados a mantener en buen estado las huertas y a preparar nuevas
zonas para el cultivo, etc.
En el régimen de tenencia a censo y tributo perpetuo o enfitéutico, el propietario de las
tierras ofrecía al productor la posesión de la tierra con carácter perpetuo, a cambio del pago de
un tributo que ascendía normalmente a la cuarta parte de la producción de la viña y del trigo.
Los contratos de medianería implicaban el reparto de las cosechas a partes iguales entre el
propietario y el medianero. No solo era la tierra la que estaba sujeta al régimen de medianería,
sino que también los animales se criaban siguiendo esta fórmula contractual. Para el control
de las haciendas existía un medianero o mayordomo que asumía la responsabilidad sobre
todas las tierras de la hacienda y era el encargado de repartir las semillas, vigilar las cosechas,
enviar la parte de las cosechas que correspondía al dueño, mantener en buen estado las casas y
las bodegas, así como los aperos de labranza. 1
Desde su posición como acaparadores de los empleos públicos, las élites agrarias
defendían sus propios intereses. Si ya desde el siglo XVI los grandes propietarios habían
aumentado considerablemente sus propiedades, en particular sus cuantiosos mayorazgos a
costa de las tierras de carácter público, hacia la segunda mitad del siglo XVIII los cambios en
la coyuntura económica, acompañados de una fuerte revalorización de los productos
alimenticios destinados al abastecimiento del mercado interno, acentuaron la presión sobre las
tierras públicas, que fueron acaparadas principalmente por la terratenencia y la burguesía
agraria local que, aprovechándose de su dominio del Cabildo tinerfeño y del control de los
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cargos públicos de las diversas localidades tinerfeñas, lograron aumentar casi con total
impunidad su patrimonio personal. Su actuación como clase política, tanto en el Concejo
lagunero como en los diferentes lugares de la isla, fue de control de los repartimientos de las
tierras de Propios y baldíos y de la gestión de denuncias sobre usurpaciones y talas de montes
o pastoreo abusivo, pese a ser ellos mismos los que protagonizaban las mayores usurpaciones
de tierras. 2 No ha de obviarse además el hecho de que el mercado de la tierra se veía
tradicionalmente afectado por el desarrollo de la vinculación y de la amortización eclesiástica,
siendo de mayor importancia el primero de los fenómenos mencionados, que originó la
mayoría de las grandes propiedades, sobre todo a partir de la extinción biológica de los linajes
o la celebración de matrimonios concertados que posibilitaban que sobre una misma familia
recayeran diversos vínculos. 3 La crisis de la producción vitivinícola en la centuria estudiada
condujo a los hacendados a la reducción de los costes de producción del viñedo
transformando las relaciones de producción dominantes en la hacienda, sustituyendo el
trabajo a jornal en el viñedo por la generalización de la medianería, en un intento por trasladar
los costes del trabajo de la explotación sobre la fuerza de trabajo de la familia del medianero.
La propia decadencia vitivinícola y las crisis agrarias, con las consiguientes secuelas de
endeudamiento del campesinado, terminaron por agravar a lo largo del siglo la situación del
pequeño propietario, cuyas fragmentarias tierras pasaron a manos de la terratenencia
tradicional y de la burguesía agraria. En las últimas décadas, las rentas agrarias apreciaron
cierta tendencia al alza, como consecuencia de la fuerte demanda de tierras por parte del
campesinado. Los contratos que regían en aquellos años las relaciones de producción entre los
propietarios de la tierra y los cultivadores solían tener carácter precario. No hay que olvidar,
en este sentido, que la medianería era generalmente verbal y rescindible a voluntad del dueño
de la tierra, y que las rentas de los contratos de arrendamiento también subieron notablemente
debido a la costumbre de fijar edictos en las iglesias para fomentar la competencia entre el
campesinado y elevar las pujas en la renovación de los arrendamientos. 4
En el siglo XVIII, la fuerte presión demográfica, en un contexto generalizado de crisis
exportadora y de frecuentes situaciones carenciales, agudizó el hambre de tierras en amplios
sectores del campesinado, acentuándose las acciones ilegales e irracionales contra las zonas
boscosas de las dos islas centrales. Numerosas sesiones del Cabildo tinerfeño, con
competencias compartidas con la Audiencia de Canarias y el Capitán General en relación con
los dominios públicos y la conservación de montes y predios del archipiélago, estuvieron en
este sentido dedicadas total o parcialmente al problema de los atentados a las masas boscosas
en distintos puntos de Tenerife. 5 En áreas como Icod de los Vinos, la apropiación de tierras
realengas o comunales y la roturación de zonas marginales no supuso una salida efectiva a la
gran demanda de tierras que manifestaba la sociedad rural. En lo que concernía a las
operaciones de ventas de tierra, lo más frecuente era que cuando los compradores eran los
grandes propietarios se enajenaban terrenos libres del pago de censos y tributos, pero cuando
las tierras eran compradas mayoritariamente por campesinos, las compraventas de tierras
libres de tributos tendían a descender en beneficio de las compras de pequeñas parcelas
sujetas al pago de algún censo. 6
BREVE ESTUDIO DE LAS DENUNCIAS DE DESPOJOS DE TIERRAS
Como ha subrayado Suárez Grimón, 7 la sociedad canaria en el siglo XVIII puede ser
considerada como una sociedad litigiosa tanto desde el punto de vista institucional como
individual. De ahí que fuera tan frecuentada la vía judicial para solventar la disputa de una
propiedad, el quebranto de un lindero, el derecho sobre un cauce de agua, etc., causas que
podían afectar tanto a sujetos individuales como a colectivos más o menos numerosos. De
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hecho, esta centuria se vio salpicada de conflictos sociales derivados del fracaso de la vía
judicial, como los acaecidos en La Orotava en 1718 por la usurpación de las dehesas; en los
Silos en 1742 por la ocupación y roturación de un terreno usado como cantera y dehesa; en La
Esperanza en 1772 contra la pretensión del poseedor del mayorazgo de Coronado de
apoderarse de las tierras de los montes de La Esperanza; o en Vilaflor en 1786 contra el
marqués de la Fuente de Las Palmas por intentar apoderarse de los solares del pueblo.
Nosotros hemos centrado nuestra atención en los autos de los juicios de despojo
acontecidos en Tenerife en la susodicha centuria, ya que sin lugar a dudas este corpus
documental, perteneciente al Fondo Antiguo del Juzgado de La Laguna, permite profundizar
en el conocimiento de la evolución de la propiedad de la tierra, arrojando no solo datos
concernientes a la actividad judicial insular, sino también relativos al desarrollo de las
actividades económicas y a la complejidad de las relaciones sociales. A lo largo de este
estudio mencionaremos los casos más reseñables de litigios motivados por la propiedad y el
aprovechamiento agrícola de las tierras. El despojo como usurpación de la propiedad ya
aparecía en la ley IV del título IV del libro IV del Fuero Real, que establecía la pena del que
tomaba por fuerza los bienes que otro poseyera, puesto que debía acudir a la vía judicial si
entendía que tenía derecho sobre los bienes que otro tuviera en juro o en paz; este precepto
estaba incluido en la ley primera del libro XI del Título XXXIV de la Novísima Recopilación.
La Ley segunda del mismo libro, haciéndose eco de la norma establecida por Enrique II en
1371, defendía que ninguna persona podía ser despojada de su posesión sin ser antes oída y
vencida por Derecho. En la Ley tercera, siguiendo el tenor de la norma establecida por Juan I
en 1380, penaba a los que tomaban la posesión de bienes del difunto contra la voluntad de sus
herederos, aunque fueran tierras todavía vacantes o no ocupadas por estos.
Numerosos autos conservados hasta nuestros días hacen referencia a controversias
suscitadas por los derechos de sucesión sobre las tierras. No hay que olvidar que la herencia
entre las clases dominantes de la sociedad tinerfeña ocupaba un lugar destacado en las
estrategias familiares pues, al igual que ocurría con el matrimonio, era un factor clave para
posibilitar el ascenso social en el caso de la burguesía agraria y permitía incrementar y
consolidar un patrimonio en el caso de la terratenencia. Entre las élites agrarias, los
beneficiados de las mejoras testamentarias son en mayor medida los descendientes y
particularmente los hijos e hijas solteras, estrategia que tenía como fin fomentar la endogamia
o provocar el ascenso social de la burguesía agraria. Sin embargo, un sector restringido de
esta burguesía imitaba las prácticas tradicionales de las familias terratenientes, mejorando a
los primogénitos y concentrando el patrimonio familiar en torno a un solo individuo, muchas
veces por vía de vínculo, como paso para la búsqueda del susodicho ascenso. Por lo que
respecta a la terratenencia, el sistema de transmisión de la herencia venía determinado por la
situación privilegiada que gozaban los primogénitos de las casas nobiliarias tinerfeñas, como
herederos de la parte más rica del patrimonio familiar: el mayorazgo, patrimonio que
frecuentemente se veía incrementado por las mejoras de las que también eran destinatarios los
primogénitos, mejoras por vía vincular y que contribuían a resaltar el prestigio de la clase
dominante y a concentrar gran parte de las propiedades rústicas insulares en sus manos. La
dote, en el horizonte mental de las élites agrarias tinerfeñas, vendría a paliar las deficiencias
económicas de la mujer en el matrimonio. Entre los elementos que componían las dotes
estaban las tierras y joyas. Las propiedades que llevan las futuras esposas eran generalmente
haciendas o predios y solo en contados casos se aprecia la presencia de bienes vinculados. De
manera secundaria se encontraban entre las aportaciones las casas, el ganado o los tributos.
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Los conflictos que se originaban por disconformidad con la parte del patrimonio heredado
permiten observar las tensiones y los enfrentamientos en los núcleos familiares de estos
grupos sociales. La larga duración de los pleitos y su costo conducían a las partes en conflicto
a zanjar cuanto antes sus desavenencias y a proceder a la división del patrimonio. Sin
embargo, era frecuente que las hostilidades que surgían por la división de bienes a través de
particiones e inventarios se llevaran a cabo muchos años después del fallecimiento de los
ancestros. Estos enfrentamientos en el seno de las familias de las élites agrarias se
desarrollaban principalmente entre los herederos directos, lo cual suponía una ruptura de las
tradicionales relaciones de reciprocidad que debían existir entre los familiares. 8 En este
sentido, un ejemplo reseñable de disputa familiar por estos motivos se halla en el auto de
1790, con querella presentada por Pedro Pérez Bencomo, vecino del lugar de Candelaria en
Arafo, que manifestó que hacía unos diez o doce años había comprado a su madre, Leonarda
de Torres, tres almudes y medio de tierras en el lugar del Pinalete por un precio de quince
pesos. La venta había sido realizada cuando Juan ya se hallaba casado y velado y su padre
llevaba muerto varios años. Juan empezó a gozar de aquella propiedad, plantando en ella
viñas, entre otros cultivos, sin ningún impedimento y ante el conocimiento de todos los demás
herederos, circunstancias confirmadas por los testigos presentados ante el fiel de hechos. La
denuncia iba dirigida contra uno de los sobrinos, Juan Bartolomé Pérez, que le había intentado
disputar la tierra en el momento de la partición de los bienes alegando que no había escritura
o albalá en la que constara la venta, documento que no se había formalizado porque todos los
demás herederos eran conocedores de la transacción y no querían, según las hermanas que
habían testificado, enturbiar las relaciones familiares exigiendo la redacción del documento.
Otro supuesto lo hallamos en 1795, año en el que Juan Jorge Lorenzo, vecino de
Candelaria, en el lugar de Araya, presentó querella contra Juan Rodríguez, de la propia
vecindad, del lugar de la Cuevecita. Este Juan Rodríguez era su cuñado (esposo de una de sus
hermanas, María Clara) y según el demandante se había introducido despóticamente en una
parcela de tierra de su propiedad, situada en la zona llamada La Tapia, y había sembrado trigo
sin hacer caso de sus reconvenciones. Según la declaración de varios testigos, la intromisión
se llevaba produciendo desde hacía al menos dos años, aunque había existido un acuerdo
inicial establecido entre ambas partes sobre el cultivo de la parcela que no había sido
respetado por el demandado. Este aludía a que la tierra se hallaba sin partir, como todos los
bienes de Juan Jorge Lorenzo, padre común, y que solo se habían partido y dividido los bienes
de Clara Agustina, su mujer. Juan Jorge, hijo, ocupaba la mayor parte de los bienes paternos
por no querer hacer la partición, hecho que también afirma Pedro Jorge, hermano del
demandante, que señalaba además que si bien era cierto que, cuando Juan Jorge se casó, su
padre le dio la sementera que había en la tierra para que la recogiera, no había vuelto a rozar
ni sembrar nada en ella. Juan Rodríguez, por tanto, había rozado y cultivado la tierra como
marido de la heredera.
En 1745, Nicolás García de Abreu, vecino del Realejo de Arriba, había hecho partición
convencional con su hermano Pablo García de Abreu, presbítero. Este había tomado un
“pedazo” de tierra sembrada de trigo y mandado sacar el trigo para ponerlo en otra era,
faltando al ajuste de partición y sin poder o consentimiento de los demás hermanos, que eran
tres (contando al ausente en Indias). Había dado pedimento ante el corregidor y había
obtenido un despacho para impedir la saca del trigo común de los hermanos, queriendo llevar
a otra era que no convenía a Nicolás; también cortó los aparejos a las bestias en la tierra de la
que había extraído la carga de trigo, entre otros excesos cometidos auxiliándose de su propia
condición de clérigo. Pablo, por su parte, alegaba que después de la muerte de los padres
habían quedado diferentes bienes muebles y raíces, bienes que habían estado gozando
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proindiviso tanto él como sus hermanos, y en conformidad por estar viviendo juntos y no
haber ninguno “tomado estado” habían hecho la sementera de las tierras de pan sembrar;
había realizado las acciones que el demandante le recriminaba como represalia por haber
entrado Nicolás García de Abreu a segar por sí solo el trigo de uno de los terrenos que poseían
en común y comenzar a llevarlo a una era de Antonio García de Chaves, con cuya hija iba a
contraer matrimonio. El clérigo reclamaba que su hermano Nicolás pusiera en la era común de
Montesclaros el trigo que había extraído de ella y la cantidad que había llevado a la era de
Antonio García, o al menos que lo portara a otra de aquellas eras más cercanas a las moradas
de los hermanos para que en ella se trillara y se dividiera el trigo objeto de controversia entre
todos los interesados, juntamente con el producto de todas las demás tierras, ínterin se pedía y
hacía la partición formal de los bienes muebles y raíces.
Un interesante supuesto de conflicto suscitado entre grandes propietarios y medianeros
aconteció en 1795, año en que doña Rosalía Montañés y Lugo, vecina de La Orotava, como
apoderada de su nuera doña Micaela Matos y Coronado, viuda del licenciado Domenico
Benítez Grimaldo, Abogado de los Reales Consejos, y como madre, tutora y curadora de sus
hijos, afirmó como demandante en los autos que estaba en pacífica posesión de unos terrazgos
situados en el lugar de La Matanza, a resultas de la ejecutoria que obraba en el juzgado,
recogiendo los frutos en las diferentes estaciones, eligiendo a los medianeros de mejor
conducta y expulsando a los que no se portaran con la fidelidad y la laboriosidad conveniente.
Manifestaba que no le convenía tener en sus tierras a Clemente García, hombre anciano y de
genio violento también compartido por su mujer e hijo, causa esta última de continuas
desavenencias con Rosalía. Por ello les había exigido que dejaran libres las parcelas de tierra
desde el tiempo de las cosechas del año anterior y había nombrado a nuevos medianeros,
desoyendo los primeros la orden y continuando en el cultivo de las tierras, cuyo producto
habían cosechado fuera de tiempo (extrayendo en consecuencia menos frutos), negándose a
contribuir con la mitad que les correspondía entregar. Según Rosalía, Francisco Perera,
“dependiente” de Clemente García, había mostrado una actitud violenta hacia su criado
Silvestre cuando este había ido a recoger una carga de hojas para el alimento del ganado en el
terreno ocupado por los medianeros desobedientes, comportamientos violentos también
mostrados por el propio Clemente y su familia. Rosalía exigía que Clemente y su familia,
además del boyero Francisco Perera, que auxiliaba a Clemente en los trabajos agrícolas,
dejaran libres las tierras que estaban ocupando y cultivando. La decisión de expulsión también
iba dirigida contra José Francisco del Álamo, alias “Rempujo”, cuya esposa se llamaba María
Candelaria, de los que también se mencionaban en el texto de la demanda sus expresiones
violentas y atrevidas, contrarias al respeto que debía manifestarse hacia la dueña de las tierras.
En los autos se expresa el deseo de que las familias y los criados de hombres mencionados
dejaran libres las tierras para que la dueña pudiera entregarlas a los hermanos Pedro Antonio y
Agustín Ravelo en calidad de nuevos medianeros. En aquellos terrenos, de extraordinaria
fertilidad, se realizaba el cultivo de papas, trigo, millo, judías, uvas y perales.
El licenciado Vicente Ortiz de Rivera, Alcalde Mayor de la isla, decidió la expulsión de los
“rebeldes” medianeros de las tierras (que en realidad habían pertenecido al licenciado
Domenico Benítez Grimaldo y Rixo y que habían pasado a disposición de su madre Rosalía),
pena de expulsión a su costa y de veinte ducados de multa con lo demás que hubiera lugar.
Les daba un plazo de nueve días para exponer las razones por las que debían continuar
ocupando las tierras. Ellos, sin embargo, alegaron que vivían y trabajaban en aquellas tierras
legítimamente, argumento que fue desoído.
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La viuda del licenciado, Micaela Matos Coronado y Verdugo, residía en la ciudad de
Canaria.
Juan Rodríguez Núñez, abogado defensor de los medianeros demandados, alegaba que las
sementeras no se habían hecho fuera de tiempo y que se estaban entregando las mitades
correspondientes, amén de que no se debían hacer los desahucios a fines de año, sino al
principio. Los medianeros habían permanecido en la pacífica posesión de aquellas tierras, tal
y como sus ascendientes habían hecho durante muchos años. Eran terrazgos en los que habían
“hecho plantíos y fabricado casas”. Según relata Rodríguez Núñez, Domenico Benítez obtuvo
un derecho antiguo por el que se le declaró el dominio directo y la ejecutoria, de manera que
se hallaron aquellos vecinos desposeídos de lo que ellos y sus mayores habían gozado,
edificado y plantado. A los actores de los mejoramientos no se les había pagado nada, de aquí
que tan injustas les parecieran las pretensiones de la viuda. Denuncia la orden dada por
Rosalía de derribar, en la tierra en la que Clemente residía con su familia, un corpulento
castaño que resguardaba a la humilde vivienda de los vientos, determinación contraria a la
normativa reguladora de la tala de árboles.
Hallamos menciones al régimen de los censos enfitéuticos en la demanda presentada en
1795 por José Antonio Francisco Bacalao, vecino de La Esperanza, que manifiesta haber
comprado un terreno rematado por Francisco de León y Matos, en ejecución que siguió contra
varios inquilinos. Salvador Hernández de Sosa había intentado introducirse en el terreno
recién adquirido, en el que tenía un pajal y almud y medio de tierra. Solicitaba que se le
notificara a Salvador Hernández que con ningún pretexto se introdujera en dicho pajal ni
tierra ni lo molestara en su posesión. La parcela en cuestión estaba situada en la zona de los
Lirios y había sido ejecutada por cobranza de un censo enfitéutico de seis fanegas de trigo en
cada año, perteneciente al mayorazgo que gozaba el coronel don Francisco Jacinto de León y
Matos, vecino y Gobernador de las Armas de la isla de Canaria, a la sazón difunto. En el
terreno había varios poseedores, entre los que se encontraba Salvador Hernández de Sosa, que
gozaba de un pedazo de aquella tierra en la que ocupaba una casa de modestas proporciones.
Había habido ajuste entre el apoderado del dueño del tributo y todos los censarios o personas
que lo pagaban, consistente en que cesaría la ejecución con tal de que uno de ellos pagare
todo lo adeudado e hiciese reconocimiento del tributo para continuar satisfaciendo en lo
sucesivo la paga anual por entero, “entendiéndose” él con los demás para percibir y reintegrar
la cantidad correspondiente a la respectiva obligación de cada uno, según lo que por prorrata
les tocaba pagar de tributo. La persona que se hizo cargo del “pagamento” fue José Antonio
Bacalao, del mismo vecindario, pactando con los demás que, pagándole cada uno lo que debía
y era obligado a satisfacer, los dejaría en posesión y en el goce de la porción de terreno que
cada uno tenía, como habían permanecido hasta entonces. En ese momento se embarcó
Salvador a América y habiendo acudido su esposa a pagar la cantidad correspondiente a
Bacalao, este, según el abogado de Salvador, Juan Rodríguez Núñez, no había quedado
conforme con el dinero y se había apoderado de la tierra ocupada por la parte demandada en
más de cuatro hectáreas. Bacalao alegaba, sin embargo, que había comprado todo el terreno
afecto al censo y que, por tanto, estaba gozando del almud y medio de tierra con justo título.
El abogado de Salvador requería la restitución de la tierra y de la casa a cambio de la cantidad
que debía este entregar a Bacalao.
De los albores del siglo se han conservado autos como el de 1702, en el que Lorenço
Francisco, vecino de Tegueste, se querellaba contra los que resultaren culpados de ocupar una
tierra suya que había comprado hacía tres años a Cristóbal Juan y su mujer: un pedazo de
tierra en los Valles, lugar lindando con tierra de Miguel Pérez Romano y con “otros linderos
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notorios y conocidos”. Desde el mes en que había efectuado la compra había estado en
posesión de la tierra pacíficamente usando de ella como propietario. Félix Hernández había
entrado con peones y juntas a sembrar el mencionado pedazo de tierra, a pesar de las
amonestaciones de los vecinos del demandante, que en el momento de la intromisión se
encontraba ausente. También cabría mencionar uno de los autos que datan de 1701, fecha en
la que Esteban González y Custodio González, vecinos del lugar de Icod, comparecieron ante
las autoridades competentes y manifestaron haber estado gozando y poseyendo unas tierras y
haber sido despojados de su propiedad. Solicitaban la restitución de la posesión de los
terrenos y la ejecución de la prisión y el embargo de los bienes de los infractores, petición a la
que accedió el Alcalde Mayor de la isla.
Alusiones a contratos de arrendamientos de tierras hallamos en un auto de 1720, en el que
el capitán Don Bartolomé García de Garrico, vecino del lugar de Tacoronte, manifestaba que
Don Miguel Grimón y Aguilar, vecino de La Laguna, le había dado en arrendamiento unas
tierras en el pago del Peñón, que “traía a venta” Lucas Domínguez, vecino también de La
Laguna; la escritura se había otorgado ante el escribano. Aunque se le había hecho saber la
“novación” a Lucas, advirtiéndole de que no sembrara ni cultivara la tierra, maliciosamente
había realizado labores agrícolas en ella. No en vano, en numerosas denuncias, el despojo de
la tierra solía venir acompañado por la realización de tareas agrícolas en las tierras
ilícitamente ocupadas.
Otros ejemplos de demanda por despojo de tierras de notable interés son los siguientes:
En 1746, Francisco Rodríguez Linares, vecino de la ciudad de La Laguna y marido y
conjunta persona de Rosa María de Castro y Salas, manifestaba que estando a punto de
contraer matrimonio con la expresada mujer, Gaspar Francisco de Salas y Castro y Francisca
Marrero, sus suegros, le habían ofrecido entre otros bienes un pedazo de viña en el pago de
Geneto, lindando con las propiedades de Manuel Toledo y con la viña del dicho suegro, la
cual expresó haber comprado a don Juan Carlos, yerno de Juan Yanes Felipe. Habiendo
contraído matrimonio y tomado posesión de la expresada viña, se había pasado de hecho y
contra Derecho Gaspar Francisco a medir la expresada viña y se había introducido en ella,
cometiéndose de esta manera una acción de despojo, cuya conclusión solicitaba el
demandante.
En 1740, María de la Concepción Guerra, mujer legítima de don Juan Miguel Botino, que
en aquellos momentos se hallaba muy enfermo en cama y cercano a la muerte, siendo este
hecho notorio ya que había pedido que le administraran los Santos Sacramentos, presentaba
querella contra las personas que resultaren culpados de la siguiente acción denunciada: que
habiendo estado en la quieta y pacífica posesión de una casa que tenían en un pedazo de viña
que había heredado de María de los Ángeles en el pago de Geneto, vivienda que
habitualmente estaba cerrada con llave, unos individuos sin razón válida aparente habían
descerrajado la puerta, rompiendo sus “fechaduras”, la habían abierto y registrado y después
habían puesto otras cerraduras diferentes, no sin antes sustraer las alhajas que se encontraban
en el interior. La petición venía dirigida a que se castigase a los infractores y se quitaran las
nuevas cerraduras. Según las manifestaciones de varios testigos, las personas que habían
cambiado las cerraduras eran el oficial de carpintero Francisco Marrero y un mozo aprendiz
de nombre no mencionado, que decían actuar por orden de don Bartolomé Saviñón. Por otra
parte, este último manifestaba que María Guerra se suponía dueña y poseedora de la casa,
edificación que a él le pertenecía por justo título.
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En 1793, Luis González de Campos, vecino de La Laguna en el pago de Geneto,
manifestaba que él era el dueño de media casa en dicho pago, en el lugar llamado El Llano del
Moro, que había adquirido por venta que le habían hecho Antonio Anastasio Hernández y
Clara Francisca Conde, según atestiguaba la escritura de 13 de noviembre de 1769, año en el
que había comenzado la posesión efectiva. Hacía aproximadamente unos dos años antes de la
interposición de la demanda, María de la Concepción González, del mismo vecindario, se
había introducido en la casa y la había deteriorado, quitando la puerta con sus marcos y tejas,
de forma que la había dejado inhabitable. Algunos testigos manifestaban que María de la
Concepción empleaba la casa para guardar a sus animales y que ella misma les había
comentado que había vendido la puerta y el marco a un hombre de La Esperanza, alegando
que era dueña de la mitad de dicha casa. Luis González sostenía, no obstante, que había
alquilado por algún tiempo la casa a María de la Concepción, cuyo marido estaba ausente en
América, sin cobrarle los alquileres al comienzo en atención a su precaria situación
económica, pero que cansado de no recibir nunca la cantidad estipulada, había instado
inútilmente a la mujer a que abandonara la casa.
En 1749, Joseph Gómez, vecino del lugar de Buenavista, como marido y conjunta persona
de Ana Báez, manifestaba en los autos que a su mujer pertenecía un pedazo de tierra que
contaba con viñas y en cuyo interior se hallaba una higuera, terreno en el que había estado en
pacífica posesión. La querella había sido interpuesta porque Martín Báez se había intentado
apropiar de la higuera con el pretexto de estar lindando con su terreno. A Joseph le indignaba
que actuara como si le fuera lícito apropiarse de la demarcación de su predio, y la
circunstancia de que el alcalde de Buenavista fuera íntimo amigo del infractor. Con el
pretexto de que el ganado de Joseph había comido parte de las plantaciones de Martín, se
había culpado al pastor Antonio Gómez, hijo del demandante, decidiendo el alcalde prenderle,
no sin antes exigirle algunos reales, acción que también pretendía practicar con el
demandante, indignado por el apresamiento de su hijo “sin considerar que si el ganado había
comido la higuera a ninguno se podía haber seguido daño porque cada uno es árbitro y
moderador de lo suyo y tiene la libertad de entrar en sus haciendas sus propios animales”.
Según Joseph, Martín Báez no podía haber manifestado título de pertenencia ni causa que lo
demostrara y aún cuando se atribuyese alguna acción debía acudir a la acción judicial, en
lugar de recurrir a acciones de despojo.
En 1799, Ana de Torres, de estado honesto y vecina de La Laguna en el pago de La
Esperanza, afirmaba como demandante que por herencia de sus padres habían quedado
algunos bienes raíces entre los que se contaba un pedazo de tierra junto al Cercado de los
Cuervos, que ella misma había sembrado de trigo como propio y lo había escardado. Sin
embargo, lo habían segado Domingo Rivero y su mujer, casi en verde y “de su propia
autoridad”, llevándolo a su propia era, hecho que doña Ana denunciaba. El licenciado
Ambrosio Betancor Zambrana, representando a Domingo Rivero, manifestaba que a Ana le
constaba que desde hacía más de quince o dieciséis años la esposa de Domingo estaba
gozando de la tierra objeto de disputa, sobre la que recaía litigio y sobre cuya propiedad había
autos pendientes en el Juzgado. Siguiendo este argumento, doña Ana sería la persona que se
había introducido más tarde en la tierra, que ya venía siendo cultivada por la mencionada
mujer de Domingo.
La atenta lectura de los documentos mencionados permite apreciar la heterogeneidad de los
demandantes y demandados, de extracción social muy diversa. También posibilita un estudio
más profundo de las características de los diferentes regímenes de explotación de la tierra, a
los que ya hicimos alusión en nuestra introducción, propiciando siempre la enunciación de
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puntualizaciones a la hora de definir la práctica real de cada una de las modalidades
contractuales. Un hecho importante es que, en muy contadas ocasiones, el despojo de la tierra
suponía únicamente la entrada en ella sin el consentimiento de los propietarios o legítimos
poseedores, sino que solía venir acompañada de construcciones o derribos de muros, de la
entrada del ganado de la persona infractora y con harta frecuencia, de la realización de
actividades agrícolas como el sembrado y la cosecha de los frutos cultivados en ella. Las
infracciones suelen ser cometidas por personas que en un determinado momento deciden
entrar en el terreno que, según la parte demandante, no les pertenece, si bien es cierto que en
ocasiones los demandados ya habían morado o trabajado en esas tierras durante meses o años
antes de la interposición de la querella, casi siempre en el contexto de una relación
contractual.
Es notorio el hecho de que una buena parte de las partes demandantes o demandadas sean
mujeres que actúan supliendo la ausencia de sus esposos ausentes en América, o en algunas
ocasiones, gravemente enfermos.
El hambre de tierras que ya mencionábamos anteriormente está muy presente en los
intereses de las partes enfrentadas en los litigios, ya bien como plasmación del interés por la
reafirmación del prestigio social de los individuos situados en mejor posición económica, ya
bien como intento por parte de las capas sociales más desfavorecidas de paliar las acuciantes
carencias materiales que dificultaban su subsistencia.
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XVII Coloquio de Historia CanarioAmericana
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FUENTES ARCHIVÍSTICAS
Fondo Antiguo del Juzgado de La Laguna del Archivo Histórico Provincial de Tenerife.
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Los juicios de despojo: una contribución al estudio de la…
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NOTAS
1 HERNÁNDEZ HERNÁNDEZ, J. M. Cartas de medianeros de Tenerife (17691893),
Academia Canaria de
la Lengua, Islas Canarias, 2003, pp. 714.
2 ARBELO GARCÍA, A. La Laguna durante el siglo XVIII. Clases dominantes y poder político, ob. cit., pp.
292293.
3 SUÁREZ GRIMÓN, V.J. “La propiedad de la tierra”, en la obra colectiva Historia de Canarias, ob. cit.,
pp. 529544.
4 NÚÑEZ PESTANO, J.R. “La economía agraria”, en la obra colectiva Historia de Canarias, ob. cit., pp. 513528.
5 BRITO GONZÁLEZ, O. Algunos estudios sobre el tránsito del Antiguo Régimen en Canarias, 2ª ed., Islas
Canarias, 1983, pp. 4452.
6 NÚÑEZ PESTANO, J.R. La dinámica de la propiedad de la tierra en Icod de los Vinos (17961830).
Transformaciones sociales y comportamiento económico en la crisis del Antiguo Régimen, Universidad de
La Laguna, 1984, pp. 375381.
7 SUÁREZ GRIMÓN, V.J. “La conflictividad social” en la obra colectiva Historia de Canarias, Tomo III,
Ed. Prensa Ibérica, Valencia, 1991, pp. 493512.
8 ARBELO GARCÍA, A. Las mentalidades en Canarias en la crisis del Antiguo Régimen, Ayuntamiento de
Icod de los VinosAyuntamiento
de la LagunaCentro
de la Cultura Popular Canaria, La Laguna, 1998, pp.
51139.
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