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LA COCINA BARROCA LANZAROTEÑA
A TRAVÉS DE LAS CARTAS DOTALES
Raquel García Falcón
El análisis de la cultura material es fundamental para conocer el nivel económico de los
diferentes estamentos sociales. El número, la forma y la calidad de los útiles que la componen
harán posible que evaluemos el grado de riqueza o pobreza que tenían sus dueños.
Pero además de los indicativos económicos, el ajuar que aporta una mujer al matrimonio
nos habla acerca de las creencias y el nivel de cultura que esta tenía, así como de la forma en
la que disponía de su ocio y las relaciones sociales que llevaba en su vida diaria.
Esas son las principales razones que convierten a las cartas dotales en documentos de
extraordinaria riqueza y emisoras inagotables de datos que nos ayudarán a despejar las
incógnitas que otras fuentes plantean.
En el anterior Coloquio ya nos aproximamos someramente a la composición de la carta
dotal de la mujer lanzaroteña de fines del Seiscientos. Ahora, ahondando un poco más,
pretendemos arrojar luz sobre el que entonces era su ecosistema diario: la cocina. En una
sociedad atada de pies y manos por los convencionalismos en la que la mujer era controlada
por su marido, el vecindario y la parroquia, la vida intramuros era la única alternativa para las
féminas. Precisamente por eso la cocina adquiría el rol de universo femenino por excelencia.
El objetivo básico de este trabajo ha sido desvelar el día a día de la mujer canaria en unos
momentos en los que la era de la Castilla de los Austrias daba sus últimos coletazos. Anexo a
este objetivo van otros muchos, como son descubrir el nivel económico del núcleo familiar en
el que se insertaba, la alimentación que seguía, las costumbres y creencias que se mantenían
en la mesa, las influencias de otras culturas en sus hábitos diarios, etc.
El Archivo Histórico Provincial de Las Palmas de Gran Canaria ha sido el punto de partida
para esta investigación. A través de las cartas dotales, insertas dentro de los protocolos
notariales, hemos ido construyendo el eje axial de nuestras hipótesis. Alrededor de estas
hemos completado información gracias a los datos que nos ha proporcionado el Archivo de la
Inquisición de la misma ciudad, aglutinados en torno a dos tipos de documentaciones
diferentes como son las visitas de fe a navíos foráneos y causas inquisitoriales de todo tipo.
El primer tipo de documento nos pondrá en contacto con la carga que portaban estos navíos ,
una parte de la cual terminaba formando parte del ajuar femenino, mientras que el segundo
nos acerca al mundo de la superstición y la brujería, mucho más ligado al de los fogones de lo
que podríamos pensar a priori.
Por último, hemos completado nuestra visión del mundo material culinario de la época con
la consulta de varios legajos que recopilan las andanzas rescatadoras de los padres
mercedarios contemporáneos al período histórico que nosotros estudiamos, sitos en la sección
de “incunables y raros” de la Biblioteca Nacional. Una auténtica perla que por azar, entre
otras cuestiones, nos despeja algunas dudas acerca del yantar de la época.
© Del documento, de los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca universitaria, 2009
La cocina barroca lanzaroteña a través de las cartas dotales
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Estas fuentes documentales las hemos completado con el aporte bibliográfico, recopilado
en la Biblioteca del Museo Canario y, casi en su totalidad, en la Biblioteca Pública Nacional.
Coloquios, ponencias, novelas, tratados y ensayos entre otros sirvieron para poner un poco
más de orden en la maraña de datos documentales de la que disponíamos.
Por cuestiones de espacio hemos preferido centrarnos única y exclusivamente en la cocina
tipo, es decir, en la característica y más abundante en la isla entre los años 1665 y 1700,
dejando para posteriores trabajos el análisis de las cocinas de las casas más pudientes, donde
la plata y los útiles de los más variados orígenes tenían el papel protagonista.
Comenzamos con los cacharros, omnipresentes en las cocinas lanzaroteñas. En Garachico
y en Santa Cruz de La Palma en esta centuria se teje en torno a sus concurridos puertos una
red artesana considerable, destacando los caldereros, 1 que contaban con mano de obra esclava.
De allí provenían no pocos de los cacharros que surtían a las cocinas conejeras, si bien en
la propia isla existían caldereros que trabajaban con latón, aunque éste se importaba dada la
ausencia de filones de metales que tenía esta tierra. 2
No obstante, entre la carga de muchos barcos que vienen de orígenes como Cádiz y
Hamburgo encontramos recipientes de cobre y “bacinicas de azofar”. Parte de ese cobre
gaditano se extraía en realidad de la cercana Almería. 3
Las ollas están documentadas en los ajuares femeninos de la mayoría de las españolas de
la época. Eran el instrumento rey en la cocina, fuera cual fuera el rango social de su poseedor,
rasgo que observamos en todas las regiones del Viejo Continente (por ejemplo en Francia se
la denominaba “pot”, palabra de la que deriva el vocablo potage, tan frecuente en Canarias).
Son muchos los dichos y refranes de la época que destacan la importancia de este cacharro,
y para muestra un botón: “No hay olla sin tocino ni sermón sin agustino”. 4
La ropa de mesa, esto es, manteles, lienzos y servilletas, eran vendidos por los mercaderes
de lencería o lenceros. En la segunda mitad del XVII se observa un aumento de la presencia de
este tipo de ropa en las dotes conejeras, al igual que en las de otras regiones, circunstancia que
corre paralela a lo que parece ser una incipiente preocupación por la higiene en la mesa,
y que se manifestará en otros aspectos tal y como ya iremos desglosando en posteriores
párrafos.
Este género provenía en muchos casos de las islas portuguesas, que a su vez lo importaban
desde los escasos centros manufactureros lusos.
También venían paños y lienzos para la mesa de los telares de Normandía a través de
los mercaderes de Bretaña y Ruán establecidos en Tenerife, desde donde se redistribuía a las
restantes islas.
En los ajuares andaluces los manteles son de estopa, material que no encontramos en el
área de nuestro estudio, como tampoco localizamos manteles de hilo y algodón de origen
chino, a pesar de que en las casas nobles causaban furor en la época. 5
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Fuese cual fuese el material en el que estaban confeccionados, las encargadas de cortarlos
y coserlos eran mujeres, es decir, costureras, y no sastres, dedicados a otros menesteres
(básicamente a cortar los vestidos).
Tampoco hemos localizado en los ajuares lanzaroteños los fruteros de red y paños de
chocolate, tan presentes en las mesas andaluzas y extremeñas. Una vez más nos resistimos a
creer que las redes comerciales no acercaran hasta las islas unos productos tan empleados en
latitudes próximas, lo que nos lleva a pensar que el habitual laconismo de los escribanos nos
priva de ellos. Es decir, tal vez este tipo peculiar de ropa de mesa sí se encuentra presente,
pero bajo el parco grupo de “manteles o servilletas”, a secas.
No obstante, en los hogares más humildes se prescindía de mesas y manteles, realizándose
la comida alrededor del fuego, y sosteniendo los miembros de cada familia su propia
escudilla.
Los platos de peltre fueron los más usados, al igual que en la mayoría de las regiones
españolas, pero en cambio no constatamos otros denominados “valencianos” tan de moda en
determinadas zonas geográficas como la andaluza. 6
Sabemos con certeza el origen de gran parte de esa loza. La que es denominada como
“blanca” en muchos documentos, llegaba de las Azores de tanto en tanto a través de Madeira, 7
con quien ya hemos visto que Lanzarote mantenía un fluído contacto comercial que ya venía
de lejos y que además había superado las fluctuaciones políticas lusocastellanas.
Del Portugal continental nos llegaba la llamada “Loza de Avero”, canalizada a través de
los puertos de las dos islas centrales, que la pagaban aún con vinos de la tierra. 8
También entraba loza que había sido embarcada en puertos italianos.
Para los líquidos se empleaban escudillas, fundamentalmente para consumir la leche de
cabras y camellas, los animales más comunes en la isla. En ellas también se bebían los caldos,
que en ocasiones determinadas, como era la noche de bodas, adquirían para los cónyuges en la
mentalidad popular un significado pseudoerótico. 9
El agua se guardaba en tinajas o en cántaros con sus respectivas tapaderas. Previamente
había sido recogida en las fuentes por las mujeres. A lo largo de toda la Edad Moderna éste
será un lugar de encuentro para los jóvenes, en el que se iniciarán no pocos noviazgos. No
olvidemos que era uno de los pocos lugares a los que se permitía ir a las mujeres, junto a la
Iglesia y las celebraciones festivas, mucho más puntuales.
A veces, la carestía de agua provocó que muchas familias se tuvieran que desplazar a lo
largo de la isla para conseguirla. Por eso en más de un año estéril la Gran Mareta de Teguise
se convirtió en el único punto de abastecimiento, y hasta allí tenían que concurrir desde
puntos alejados familias enteras armados de odres y botijas para almacenar el líquido, que
posteriormente transportaban a lomos de mulas o jumentos. 10
El vino se almacenaba en botijas, cántaros y jarros, porque era ésta la forma en la que se
adquirían en las ventas que el Cabildo autorizaba, aunque previamente tenía que haber sido
aferido. A pesar de que su consumo estaba generalizado se bebía con moderación, y las
mujeres apenas lo tomaban ya que no estaba moralmente bien visto.
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El vinagre en esta época era el elemento purificador por excelencia, por eso más que para
la cocina se empleaba para remedios y ungüentos caseros de corte medicinal.
La manteca, elemento básico a la hora de cocinar, también se conservaba en cántaros.
Mención aparte merecen los cubiertos. A lo largo de este siglo se irán
imponiendo en las mesas, como reflejo del triunfo lento pero seguro de la higiene y sobre todo
la individualidad. 11 Son unos instrumentos que permiten la autonomía del comensal, en
contraste con la colectividad reinante hasta el momento, con la familia entera comiendo de
una misma fuente y con los dedos.
Al mismo tiempo es una forma más de marcar diferencias con las clases humildes, en este
mundo tan teatral del Barroco, donde tanto importaba la puesta en escena.
No se observa en las cartas dotales ningún cubierto de madera, aunque sabemos que se
empleaban con asiduidad 12 fabricados con madera de muy baja calidad, que era la única
disponible en la isla. Con similares problemas en lo referente a la madera se encuentra la
vecina isla de Fuerteventura, cuyo Cabildo llama una y otra vez a la prohibición de cortar
acebuches a sus habitantes, so pena de una buena multa económica. 13 La sola reiteración
indica que estas órdenes eran incumplidas.
Sabemos que a veces, fundamentalmente en los hogares más humildes, las conchas
marinas hacían las veces de cucharas, 14 aunque también las encontramos de hierro y estaño,
estas últimas a precios muy asequibles.
Tampoco vemos navajas para cortar, más frecuentes en los ajuares de mujeres de la zona
norte peninsular, probablemente por su cercanía a los focos productores. 15 De todas formas sí
sabemos que arribaban a las islas cargamentos de navajas procedentes de los puertos italianos
y catalanes.
Los pocos ejemplares que encontramos de cuchillos en Lanzarote aparecen formando una
docena y presentados dentro de un recipiente llamado cuchillera. El precio del ejemplar era
económico, ya que apenas superaba el par de reales.
Con respecto a los tenedores, en la propia Corte no se documenta su existencia hasta 1624.
A partir de entonces poco a poco van tomando más protagonismo en la mesa, ya que en un
principio tan sólo estaban destinados a trinchar los asados antes de colocarlos en los platos.
No obstante, aún no son una pieza frecuente en el ajuar doméstico. Los encontraremos pero,
eso sí, en las dotes más pudientes y confeccionados con materiales nobles.
De todo esto se deduce que aún en esta época el común del pueblo empleaba a la hora de
alimentarse las cucharas, los cuchillos y básicamente los dedos.
Muchos de los cacharros para cocinar se fabricaban en barro para aguantar bien el fuego.
En este aspecto también tendríamos que hacer un punto y aparte, ya que el laconismo de la
mayoría de los escribanos nos priva de conocer si estos cacharros se hacían en casa de forma
tosca o si, por el contrario, estaban más elaborados y venían de centros especializados.
Sabemos que en materia cerámica los moriscos convertidos residentes en las Islas se
mostraron especialmente virtuosos dentro de la tosquedad imperante.
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Quizás eran ellos los que moraban en la zona de El Mojón, donde sabemos que se
fabricaban cacharros de barro de color claro, con un acabado final compacto y fuerte y cierta
difusión dentro de la isla. 16
En ocasiones los escribanos sólo dejan constancia de que algunos de estos útiles de barro
venían de España. ¿Tal vez de Talavera?, al fin y al cabo en estas fechas aún resistía como
centro abastecedor de cerámica y loza. Sabemos que los transportistas por excelencia de la
Meseta, los maragatos, recogían en sus carromatos una parte considerable de la producción de
cerámica de la ciudad y la llevaban hasta Sevilla, 17 lugar en el que se embarcaban rumbo a
América, con escala en Canarias más de una vez.
Tal vez ése sea el origen de más de una de esas piezas de factura más elaborada de las que
sólo conocemos a ciencia cierta que son españolas.
Es curioso que no encontremos la denominada “cerámica de Santa Inés”, tan frecuente en
los ajuares de las vecinas majoreras. 18
Nos llama la atención el uso generalizado del mortero, presente en dotes de diferentes
estratos sociales. Esto nos lleva a pensar que probablemente el uso de especias para conservar
la comida ya se había democratizado a estas alturas de la centuria, ya que el fin de este objeto
era precisamente majar esta condimentación.
Su uso generalizado también se percibe en el precio, apenas 3 o 4 reales, 19 y por tanto
asequible a todos los bolsillos.
Si estaban fabricados en un material duradero entonces se les denominaba almireces, y se
los tasaba en función de las libras que pesaran. Lo normal era que rondaran las 5 libras de
peso y que costaran aproximadamente una treintena de reales. Iban acompañados de un mazo
o “mano” que a veces se pesaba aparte del recipiente en sí.
Este uso frecuente de las especies era un paso previo a la gran revolución culinaria que
se produciría en el siglo posterior, donde los diferentes aromas se guisarían en cacerolas
separadas y no en una sola como hasta ahora. 20
Otro objeto muy presente en las cocinas conejeras de la época era el cedazo. Este consistía
en una tela o malla de cerdas enmarcado en una forma circular de madera, cuyo fin era
separar las partes delgadas de las gruesas. Por eso era muy útil por ejemplo para cerner la
harina con la que hacían el pan, tan presente en la alimentación diaria.
De forma anecdótica no se nos puede pasar comentar que el cedazo aparece
frecuentemente nombrado en las declaraciones de las supuestas brujas en los procesos
inquisitoriales. 21 Al parecer, con este objeto estas mujeres llevaban a cabo prácticas
adivinatorias, lo que nos sorprende, si bien analizándolo más detenidamente nos percatamos
de que, al fin y al cabo, los útiles culinarios eran de los pocos que estaban al alcance del sexo
femenino.
En muchas de las dotes encontramos que los cedazos se entregan en el mismo grupo que
los molinos. Estos se fabricaban con las llamadas “piedras de amolar”, muchas de las cuales
se importaban de Gran Bretaña, 22 si bien la mayoría se conseguían en las propias islas porque
las porosas, de origen volcánico eran preferidas.
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De éstas se obtenía un bloque grande del que se sacaban dos piezas. Una de ellas se
empleaba como muela superior y otra como inferior, y se labraban ambas con forma circular.
Al rotar la una sobre la otra se molían los granos de trigo, cebada o centeno que habían sido
tostados previamente en el fuego, de los cuales se sacaba el gofio. Este finalmente se comía
en las escudillas mezclado con vino, leche o agua, formando una pasta.
Con esos cereales también se elaboraba el pan, que posteriormente se guardaba en arcas y
costales, a modo de panera.
De los asadores poco sabemos, tan sólo que suelen formar grupo con veladores y candiles,
y que los escribanos distinguen entre grandes, medianos y pequeños. El precio (apenas 5
reales) y la cantidad de veces que aparece en los documentos nos conduce a pensar una vez
más que era un instrumento al que se le daba mucho uso en la cocina conejera de la época.
En otras regiones contemporáneas lo encontramos de la misma forma, llegando a alcanzar
incluso el simbolismo de pieza clave en el hogar, en la familia, tal y como ocurría en la zona
navarra euskeraparlante. En esta región, cuando el hijo se casaba su madre le entregaba a la
esposa un asador como símbolo de que le cedía el gobierno de la casa. 23
Este simbolismo que le daba el pueblo lo encontramos ya desde décadas atrás, y asociado
nada menos que a la monarquía, como quedó constatado en el recibimiento que los habitantes
de Valverde le dieron a fines del XVI a la comitiva real formada por Felipe II y su cuarta
esposa, Ana de Austria. Las gentes de esta aldea les donaron a la pareja, entre otros objetos,
un asador para “montar el hogar”. 24
En cambio las lanzaroteñas no empleaban otros útiles tan necesarios dentro de la cocina
como los garfios de hierro para asar carne, las trébedes o las parrillas, presentes sin embargo
en las cartas dotales de prácticamente todas las regiones peninsulares.
Lo mismo ocurre con las sartenes, que tan sólo hemos documentado en una de las dotes, en
una de las más cuantiosas y cosmopolitas en lo referente al origen de las piezas que la
componen de todo el período estudiado. 25 Esto nos podría llevar a pensar que quizás se trate
de un útil caro, pero su bajo precio, apenas 10 reales, nos conduce más bien a creer que
podríamos estar ante un cacharro que sencillamente aún no había calado en el día a día de la
cocina lanzaroteña. Tal vez con un vistazo a cartas dotales de cincuenta años más tarde
saldríamos de dudas.
Para el transporte de alimentos se empleaban cestas de variadas formas y tamaños
confeccionadas con juncos y hojas de palmeras. El acabado final debió de ser de cierta
calidad, porque vemos que muchos mercaderes franceses que tocan puerto los adquieren para
venderlos en su país.
Eran éstas las cestas en las que se transportaban las mercancías a lomos de camello a lo
largo y ancho de la isla, dada su fácil confección y consistencia.
De la presencia del vidrio en las cocinas sabemos muy poco. Es cierto que figura como una
de las mercancías que frecuentemente traían los barcos de los puertos italianos, aunque tan
sólo queda recogido en una de las dotes. Es posible que esto se deba a que fuese un objeto que
posteriormente se reexportara a América, es decir, que no se consumiera internamente.
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Por lo tanto es un útil poco común y de uso muy restringido, como lo demuestra el que su
presencia figure en una de las dotes más espectaculares del período, en la cual se especifica
que ni tan siquiera es para ser usado durante las comidas, sino sólo “para adornar una mesa de
la sala”. 26
Algunos autores documentan en los ajuares de las Islas saleros de cobre y estaño, 27 aunque
nosotros no hemos constatado ninguno entre los conejeros. Sin embargo, sí sabemos que este
preciado condimento era consumido por los oriundos, que lo recogían en las salinas sitas en el
Acantilado del Río e incluso lo exportaban a las restantes islas a precios nada despreciables. 28
Tanto en Lanzarote como en Fuerteventura son característicos los hornos salientes de corte
semicircular o cuadrado, cubiertos con una cupulilla y adosados a un lado de la casa. 29 Por lo
general, la cocina se solía ubicar en la zona más diáfana y cercana a la puerta.
Para iluminar la estancia en la que se cocinaba se empleaban candiles y velones.
A grandes rasgos podemos concluir diciendo que en la mayoría de las cartas dotales más
cuantiosas el ajuar doméstico recibe poca atención, es decir, no es muy detallado en los
documentos. Quizás esto responda a la modesta calidad y nivel técnico del mismo, que hacía
que se cotizara a precios irrisorios en comparación con otros objetos que formaban dichas
dotes, como eran las joyas, la plata o esclavos.
Cocinar era una de las virtudes que se estimaban en las mujeres del Seiscientos. Algunos
moralistas, como Pedro de Luxán en su obra Coloquios matrimoniales, enumeraba esta virtud
junto a otras varias 30 para considerar a una joven “adecuada” y por tanto apta para tomar
estado.
Ahora bien, también era una virtud no caer en excesos culinarios, ya que no había nada tan
detestable en una mujer como tener el vicio de la gula, tal y como especificaba Santo Tomás
en su Summa Theologica . Una vez más las féminas se movían entre los estrechos márgenes de
las restricciones morales imperantes en la época.
Lo que hemos pretendido con este trabajo es colarnos en la intimidad de los hogares de
esas mujeres curtidas por el hambre, las enfermedades y la inmigración. Presas aún de resaca
tridentina se debatían en una sociedad de frontera como era el oriente insular entre los
convencionalismos sociales y la reafirmación a duras penas de su propio yo.
Calderos, escudillas y manteles van a hablar por esas criaturas anónimas que en su
momento no pudieron hacerlo, anuladas por el yugo matrimonial y los convencionalismos de
una época tan llena de claroscuros como fue el Barroco.
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NOTAS
1 Acosta García, C., La otra historia de Garachico, Santa Cruz de Tenerife, 2001, p. 17.
2 Santana Pérez, G., Mercado local en las Canarias Orientales bajo el reinado de Felipe IV, Las Palmas de
Gran Canaria, 2000.
3 Andújar Castillo et al., Almería Moderna , Almería, 1994, p. 114. Este cobre se extraía de las minas de
Vélez Rubio.
4 Pfandl, L., Introducción al Siglo de Oro: cultura y costumbres del pueblo español en los siglos XVI y XVII,
Madrid, 1994, p. 281.
5 Pedanyé, A., “Misioneros y comerciantes españoles en China”, Madrid, Revista Historia 16 nº 142, 1988,
p. 48. Este autor se basa en los relatos que en 1663 dejó por escrito el jesuíta padre Colin.
6 Parejo Delgado, M., “Baena: mujer y dote en el siglo XVII”, Baena, VIII Congreso de ProfesoresInvestigadores,
1989, p. 566.
7 Santana Pérez, G., El comercio exterior de las Canarias Orientales durante el reinado de Felipe IV,
Madrid, 2002, p. 17.
8 Torres Santana, E., “Lanzarote y Portugal continental”, Madrid, X CHCA, 1992. Esta situación se
mantendrá mientras la producción de vinos lusos sea aún incipiente.
9 Gelabertó Vilagran, M., “Religión y superstición en la Cataluña del siglo XVIII”, Madrid, Revista Historia
16 nº 216, 1994, p. 47. Se tenía la creencia de que los amigos del novio tenían que facilitar a este en el
transcurso de su noche de bodas una escudilla con caldo para que no le faltara el vigor sexual, todo en
mitad de una atmósfera festiva.
10 Hernández Delgado, F., La Gran Mareta de la Villa de Teguise , Teguise, 1988.
11 Ariés, P., Historia de la vida privada, del Renacimiento a la Ilustración, Madrid, 1989, p. 268.
12 Murcia Suárez, M., “La madera en los oficios tradicionales artesanos de Gran Canaria”, Revista El Pajar
nº 7, 2000. En esta isla las cucharas de uso cotidiano se fabricaban en bierzo, y los artesanos tenían
cuidado de que esta madera se cortara en lo que ellos llamaban “menguante redondo”, ya que tenían la
creencia de que de esta forma se evitaba que se rajara con el paso del tiempo. Los vientos que soplan de
N. y N.E. impiden el crecimiento de una masa arbórea de calidad en la isla.
13 Roldán Verdejo, R., Acuerdos del Cabildo de Fuerteventura , La Laguna, 1967, pp. 114, 142 y 164.
14 Glas, G., Descripción de las Islas Canarias, La Laguna, 1976.
15 Ibáñez, M. et al., Casa, familia y trabajo en la historia de Vergara , Bilbao, 1994, p. 119. En esta villa
vasca en las cartas dotales aparecen con frecuencia cuchillos con cabos de madera de enebro, muy típicos
de la zona, y el gremio que los fabricaba gozaba de prestigio y reconocimiento en el hinterland cercano.
16 Álvarez Rixo, J.A., Historia Del Puerto de Arrecife en la isla de Lanzarote, Santa Cruz de Tenerife,
1982, p. 143.
17 García Martín, P., La Mesta , Madrid, 1990, p. 77. Una vez descargaban los productos talaveranos en
Sevilla volvían a partir hacia el norte con sal andaluza.
18 Roldán Verdejo, R., El hambre en Fuerteventura , Puerto del Rosario, 2002, p. 119.
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19 AHPLP, Leg.2780, fol.152 v, Juan González de Sepúlveda.
20 Greenberg, S., La ruta de las especies, Barcelona, 1991, p. 35.
21 Hernández González, M., “Noviazgo y vida matrimonial en Tenerife durante el siglo XVIII”, Las Palmas
de Gran Canaria, A.E.A. nº 43, 1997.
22 Santana Pérez, G., El comercio exterior en las Canarias Orientales durante el reinado de Felipe IV,
Madrid, 2002, p. 89.
23 Azcue, R. M., Costumbres sobre boda y noviazgo en el País Vasco, Bilbao, 1974, p. 390.
24 Parrado, L. M., “Las fiestas de Felipe II”, Madrid, Revista Historia 16 nº 139, 1987, p. 116.
25 AHPLP, Leg. 2781, Juan González de Sepúlveda , fol. 35 vto.
26 AHPLP, Leg. 2781, Juan González de Sepúlveda, fol. 35.
27 Rivero Suárez, B., “Las dotes en Gran Canaria en el siglo XVI”, La Laguna, Homenaje a Manuela
Marrero, 1993.
28 Macías Hernández, A., “Un artículo vital para la economía canaria: producción y precios de la sal”, Las
Palmas de Gran Canaria, A.E.A nº 35, 1989. En 1681 se llegó a pagar 1.056 maravedises por fanega de
sal.
29 Martín Rodríguez, F. G., Arquitectura doméstica canaria , Santa Cruz de Tenerife, 1978.
30 Rodríguez Sánchez, A., La familia en la Edad Moderna , Madrid, 1996, p. 25. Las restantes virtudes se
resumían en coser, labrar, barrer y fregar.
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