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SPECULUM ANTIQUITATIS EL GUSTO POR LA
ANTIGÜEDAD EN LA PLÁSTICA CANARIA DEL SIGLO
XVIII
Domingo Sola Antequera
Tina Calero Ruiz
Durante siglos se había aceptado que la cima de la creación artística sólo se había
alcanzado en un número limitado de esculturas de la Antigüedad. Éstas se encontraban
especialmente en Roma, Florencia, Nápoles y París, siendo copiadas en reiteradas ocasiones
en todo tipo de materiales, por lo que tanto sus formas como sus nombres se hicieron
familiares para las personas cultas de todo el mundo occidental; aunque a pesar de ello los
viajeros que acudían a Italia terminaban por rendirse ante los originales, señalando que la
“realidad sobrepasaba con mucho las copias a partir de las cuales se habían educado”.1 Los
amantes del arte consideraron al Apolo de Belvedere y a la Venus de Médici como los
máximos exponentes de “belleza” como concepto unívoco y atemporal, afirmando que la
escultura clásica había proporcionado las normas “por las que habría de juzgarse todo el arte”;
aunque sólo admiraban las esculturas griegas del siglo V a.e., que paradójicamente, resultaron
ser, en su mayor parte, réplicas romanas muy restauradas de originales helenísticos. El respeto
por las realizaciones de la Antigüedad grecorromana era universal, al menos desde el siglo
XVI, y su ejemplo se veía como un medio a través del cual la civilización podría renacer tras
la noche de la “Edad Oscura”.2
Se puede afirmar que la riqueza de la tradición clásica se debió a la diversidad de fuentes
antiguas disponibles y a sus sucesivas interpretaciones y reinterpretaciones. Pero, en este
sentido, los conocimientos del pasado y la actitud que tenían los hombres de la Edad Media
ante la Antigüedad era muy diferente al respeto que mostraron en el Renacimiento, pese a que
a veces los artistas modernos se basaron en versiones medievales de obras de la Antigüedad,
aunque también –las más de las veces– buscaron su inspiración directamente en los modelos
antiguos originales, proceso que ha explicado W. S. Heckscher mediante la metáfora de la
fuente de tres pisos, denominada por él “Fuente de la influencia clásica”. Según este autor
la corriente del arte griego brota de la taza más alta y más pequeña que, cuando se
desborda, llena lo que hay debajo de ella. La taza que corona la fuente representa el
arte helenístico y romano; la siguiente, el arte de la Edad Media. La pila más grande,
que representa el arte del Renacimiento, está en la parte inferior y recibe agua de las
dos que hay sobre ella, y de los surtidores de agua del arte griego, que no han pasado
a través de las interpretaciones de la Edad Media,3
bella e interesante interpretación de cómo la tradición clásica y sus modelos han llegado,
perdurado y han sido reutilizados a través de los siglos por artistas de todos los tiempos. En
palabras del profesor John Boardman:
The influence can be seen to have passed by Rome, the Italian Renaissance and the
Neoclassical movements of the past two centuries (...) But the medium, the physical
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appearance of Greek art, has proved more important than the message, and it remains
a matter of some difficulty for the connoisseur and scholar to unravel the intentions
of Greek artists from the skein of assumptions created by over-familiarity of their
works and their derivatives. (...) Greek art was and inspiring force, or at least a vital
catalyst, in the development of many other arts of antiquity.4
Pero no solamente en la Antigüedad, como más adelante veremos, sino que especialmente
en el mundo moderno y contemporáneo, años en los que el significado de las obras antiguas
comenzó a estudiarse con mucha más profundidad, de forma más metódica y acertada.
En la mente de Gian Lorenzo Bernini también bullían estas ideas, y así se lo participó al
señor de Chantelón, durante su estancia en París, el 5 de septiembre de 1665, cuando afirmaba
que en la Academia era necesario tener
modelos en yeso de todas las estatuas hermosas, de los bajorrelieves y de los bustos
de la antigüedad para la instrucción de los jóvenes, haciéndoles dibujar a partir de
estos modelos antiguos, a fin de formarlos primero en la idea de lo bello, lo que les
servirá para toda la vida. Puesto que se les echa a perder si se les hace dibujar desde
el principio del natural. Los que se sirven del estudio del natural deben ser muy
hábiles para reconocer los defectos y corregirlos, lo cual los jóvenes que no tienen
una base no son capaces de hacerlo...5
Sin embargo no les aconsejaba a sus alumnos que se dedicaran sólo a dibujar y a modelar,
sino que al mismo tiempo trabajaran, ya fuera en escultura o en pintura, alternando la
imitación con la producción, es decir, “acción y contemplación”, pues “de ello resulta un gran
y maravilloso progreso”.6
La cuestión de la copia siempre ha preocupado a los artistas europeos, como se advierte
más tarde en las palabras que Kleist (1777), le dedicó a un joven pintor, cuando le dijo: “no
dediques mucho tiempo a copiar; trata de inventar”.7 En este sentido resulta más que
interesante la relación de fondo y forma que hallamos entre Sileno con Dionisos en brazos y
San José con el Niño, como veremos a continuación. A Sileno se le conoce con el nombre de
la “nodriza de Dionisio” y Orfeo en su Himno a Sileno lo llama “nodriza de Baco, con mucho
el mejor de los silenos, honrado por todos los dioses y por los hombres mortales”.8 En la
Academia de Bellas Artes de San Fernando existe una copia del Sileno que se conserva en el
Museo Capitolino de Roma, cuya relación con la imagen de San José con el Niño en brazos es
innegable, aunque como indica Isabel Mateo su semejanza es más profunda. Efectivamente en
el siglo XVI el padre Sigüenza, en su Historia de la orden de San Jerónimo, lo denomina
Nutricio y Amo de Nuestro Señor, tal y como acordaron los Padres reunidos en un Capítulo
General, cuando mandaron que se celebrase solemnemente su fiesta el diecinueve de marzo,
creciendo a partir de estos momentos su devoción en España. Pero, si San José no era el padre
natural de Jesús y siempre aparecía como una figura secundaria, cómo llamarlo. Los
Jerónimos lo llamaron ayo y nodriza de Cristo, y así se recoge en todas las iconografías
posteriores; es decir de la misma manera que se conoce a Sileno respecto a Dionisio,9 y así lo
han representado los artistas tanto en escultura como en pintura, en especial desde los tiempos
del Barroco en adelante. Luján nos ha dejado varias versiones de este tema, aunque el más
interesante por su similitud con el modelo que ejemplificamos es el que se conserva en la
catedral de Las Palmas, realizado hacia 1808, y pagando parte de los costos el ilustrado y
arcediano de Fuerteventura Viera y Clavijo, aunque San José, con un soberbio y altivo gesto
de dignidad, no mira al niño, sino que levanta su cabeza en tono arrogante, hecho que –al
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parecer– no fue del agrado de los canónigos Brines, Borbujo y Bencomo, que llegaron a
pedirle al imaginero que lo modificara, a lo que éste se negó.10 El modelo parece derivar de
las imágenes esculpidas por Luis Salvador Carmona, en especial los ejemplares de las
parroquias de Santa Marina de Vergara (Guipúzcoa), San Fermín de los Navarros (destruido)
y San José, estas dos últimas en Madrid. Carmona participó en la Academia de San Fernando
desde sus inicios, llegando a ser Teniente Director de escultura, perfilándose como una gran
personalidad en los medios artísticos del momento, compaginando su labor de imaginería con
el grabado, lo que propició el conocimiento de su producción fuera de los ámbitos locales.11
Más cercano al modelo original, es decir al Sileno con Dionisio, fue el pintado por Juan de
Miranda.12 El lienzo –junto con otros cuatro más– forma parte de un retablo ilusionista
pintado para la capilla mayor de la iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria en La Oliva,
Fuerteventura, entre 1790-1795.13 Tanto el santo, si exceptuamos la vestimenta, como el Niño
presentan las mismas posturas y ademanes; colocación de las piernas adelantando la derecha,
torsión del cuerpo, el modo de acunar al niño, la dirección de su mirada..., y lo mismo ocurre
con Jesús, que con un gesto de su brazo izquierdo alzado parece querer abrazar el cuello del
santo. En todos los casos mencionados tanto el fondo, es decir, el significante del binomio
conformado por Sileno y San José, como la forma, la “pose”, coinciden con el modelo
antiguo; los artistas no lo han copiado, pero lo cierto es que lo han “utilizado” para crear otra
composición, en este caso religiosa, aunque su significado, es decir, lo que expresan con ello
sea el mismo.
El legado, pues, que proporcionaba la Antigüedad, como podemos ver, era multiforme;
abarcando desde minúsculos camafeos, relieves, medallas, hasta figuras de arcilla y bronce,
pasando por bajorrelieves y estatuas.14 Esa idea, generalizada en las academias europeas, será
la que más tarde lidere los postulados no sólo de la Academia de Dibujo de la Sociedad
Económica de Amigos del País de Las Palmas de Gran Canaria, inaugurada en 1787, sino las
propias recomendaciones promulgadas por el Cabildo Catedral de Santa Ana, al insistir que
en los templos se debían evitar los adornos con telas naturales, impulsando la veneración de
esculturas completas “conforme la antigüedad griega y latina y a los pueblos modernos y más
cultos”.15 Es por ello que cuando en el tercer tercio del siglo XVIII, aparecen en el panorama
artístico canario personalidades como las de José Luján Pérez o Juan de Miranda, asistamos a
una época de cambios profundos. En el campo de las artes, la reforma trae aparejada una
mesura en la tradición clásica, y la Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid se
convertirá en todo un foco de inquietudes y en el canal de preocupaciones renovadoras,
apareciendo desde su fundación como el organismo rector de todas las iniciativas vinculadas
con las Bellas Artes.16 Pero el culto clasicista que se desenvuelve en la Real Academia venía
heredado de la política artística de los Austrias,17 cuyo afán por el coleccionismo de obras
clásicas es conocido. Muchas de esas estatuas estuvieron en el Alcázar de Madrid, hasta el
incendio de éste en 1734; diez años más tarde, se ordenaba que los yesos de las obras clásicas,
pasasen a la Sala de Estudios de la Academia, para que sirvieran de “modelo” a los alumnos.
Entre éstos estaban los vaciados del Hércules Farnesio, Flora, Venus de Médici, el Laocoonte,
la Niobide, el Gladiador,... tal y como refiere Francesco Milizia en su Arte de saber ver las
Bellas Artes del Diseño.18
Este fue el primer muestrario clásico que tuvieron los alumnos para su formación
artística.19 De este modo la disciplina de la Academia devolverá a los artistas la técnica, la
forma y el equilibrio, y muchos escultores aprovecharán sus enseñanzas para dignificar la
imaginería, que seguía siendo la única forma popular de la escultura. No obstante, la actitud
con la que se contemplaban estas estatuas era diferente a la que años más tarde impondrá el
clasicismo, pues los artistas barrocos entendían que la copia de estatuas era un sencillo
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“ejercicio de taller”, se las usaba de manera didáctica, pero sin reparar si su origen era clásico
o renacentista. En los primeros años de funcionamiento de la Academia este planteamiento
seguirá vigente, de modo que las reproducciones en yeso eran consideradas como “meros
sustitutos del modelo vivo, del dibujo del natural”. Existían alumnos capaces de reproducir a
la perfección la obra de un gran escultor, independientemente de que los objetos copiados
fueran Laocoonte, Apolo, cabezas de emperadores romanos, o esculturas de Miguel Ángel
Buonarroti, Gian Bologna, Francesco Duquesnoy, Alessandro Algardi o Gian Lorenzo
Bernini.
El Torso de Belvedere, el Antinoo o el Apolo de Belvedere, a partir del Setecientos dejarán
de ser “modelos susceptibles de ser copiados por los artistas”, para convertirse en paradigmas
de belleza ideal. El prestigio de la estatuaria griega fue tan grande que incluso la obra de los
pintores modernos “comenzó a juzgarse en función de su proximidad o lejanía respecto a los
modelos clásicos”, y Mengs será el responsable del lugar preeminente que alcanzó la
escultura griega en la pedagogía artística, y en general en la estética clasicista, al calificarlas
de “prototipos de la hermosura del dibujo”.20 No obstante, esta justificación meramente
estética, fue muy criticada por los ilustrados españoles, exigiendo que estas representaciones
tuvieran un carácter menos alegórico, y más ético, como una permanente “lección de
comportamiento honorable”.
Los griegos y los romanos habían alentado un sentimiento destinado a perpetuar la
memoria de sus héroes, exponiéndolos en lugares públicos para que sirvieran de ejemplo al
pueblo, y lo mismo se hará más tarde durante el Renacimiento; pues bien, a modo de héroes
antiguos, ensalzando sus valores y virtudes, será como Luján, compaginando el heredado
sentimiento apasionado del Barroco con la extrema serenidad clasicista –mezclando ambas
fórmulas– represente las figuras de los santos cristianos –versiones cristianizadas de los
antiguos héroes, dioses o sabios–; y a las vírgenes y santas mártires figurarlas como “mujeres
a la antigua” , con onduladas cabelleras, rostros grandes e impávidos, nariz recta, boca
carnosa y ojos abiertos de par en par, y con una seductora orla, como las antiguas musas. Las
diferentes advocaciones marianas esculpidas por Luján, desde Nuestra Señora de la Luz,
encargada en 1794 para presidir su templo en Las Palmas, pasando por la Virgen de las
Mercedes de Guía hecha en 1802, Inmaculada Concepción y Encarnación, ambas hechas en
1799 y, El Rosario (1801), las tres para la parroquial de Gáldar, hasta la Virgen del Carmen,
realizada en 1815 para la iglesia de San Agustín de Las Palmas, entran dentro de esta
clasificación, al igual que algunas Inmaculadas pintadas por Miranda, sobre todo la conocida
como la Virgen con el Niño y España, pintada en 1778, propiedad de la iglesia de Ntra. Sra.
de la Concepción de Santa Cruz de Tenerife. Respecto a sus santos, el resultado serán unos
“santos arrogantes y a veces altivos que con sus gestos parezcan querer rememorar a los
viejos dioses paganos”,21 físicamente cercanos al orgullo y tensa serenidad mostrada en
imágenes tan poderosas como la del Zeus Orkios de Cabo Sounion. Estas fórmulas aparecerán
tanto en la obra de Luján como en la de Miranda, y en el caso del primero, siempre que se
trate de imágenes de talla completa –siguiendo las recomendaciones catedralicias–, aunque
también se advierta en algunas de vestir, como ocurre con San Juan Evangelista, cuya actitud
declamatoria parece recordar la “pose” del Arengatore etrusco o los antiguos oradores
romanos. No hay que olvidar que Luján, pese a haber comenzado su aprendizaje en Las
Palmas con el imaginero Jerónimo de San Guillermo, posteriormente lo completa con Diego
Nicolás Eduardo (La Laguna, 1733), quien en Madrid asistió durante cinco años a las clases
que se impartían en la Real Academia de San Fernando, pasando después a la de Artillería de
Segovia, frecuentando su aula de dibujo. Al obtener en 1777 una plaza de racionero de la
catedral de Santa Ana, regresó a Las Palmas, insinuándose que será a partir de esos momentos
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cuando comience a darle clases a Luján; clases que continuaría a partir de 1782 en la
Academia de Dibujo.22 Efectivamente, Luján realizó estudios en la Academia de Dibujo de
Las Palmas así como en la Escuela inaugurada en 1787, donde trabajó sobre vaciados traídos
de Madrid, y pudo acceder a una serie de estampas “clásicas”,23 que le abrieron un mundo
nuevo, lo cual contribuyó no sólo a formar su estilo, sino a conocer perfectamente las formas
del clasicismo.24
Respecto a Juan de Miranda, sabemos que en 1767 estaba en Alicante trabajando en la
decoración del oratorio del Ayuntamiento, y también es conocida su estancia en Madrid,
donde conocería la obra de Mengs. Rodríguez González señala –igualmente– su paso por
Andalucía, incluso un hipotético traslado a América.25 De regreso en Tenerife, en 1789,
solicitó su entrada como profesor en la Real Sociedad Económica de Amigos del País de
Tenerife, a lo que ésta accedió por considerarlo “sobresaliente en el arte de la Pintura”,
añadiendo que “con sus luces y experiencia puede ser útil”.26 Además, de él nos cuenta
Millares Torres que “reproducía con ahínco cuantos grabados le era posible encontrar”.27 No
obstante, y pese a todo lo dicho, Fuentes Pérez, afirma que es aventurado pensar que los
artistas canarios de esta época poseyeran o no “un concepto de academicismo”, pese a que
tuvieran claro el papel y la prestancia que la mentada Academia de Dibujo tenía en el
momento, y cuál era su misión;28 evidentemente, nosotros somos de la opinión contraria.
Lo cierto es que a partir del siglo XVIII la Academia –a nivel general– será el órgano rector
creado para proteger y conservar las ciencias y el arte, y sus miembros serán los encargados
de velar por ello, así como de establecer las normas por las que los artistas debían regirse,
creando unos prototipos artísticos basados en la Antigüedad,29 entendida en un sentido laxo,
con la finalidad de conseguir un ideal puro y absoluto. Así, por ejemplo, la Real Academia de
Bellas Artes de París, dirigida por Charles Le Brun, comportaba entre sus enseñanzas tres
ciclos;30 el primero era el preparatorio, siguiendo siempre a los antiguos y a Rafael Sanzio –el
pintor clasicista por excelencia–; el segundo ciclo se basaba en el dibujo del natural, pero
también valiéndose de los antiguos; el último era la reproducción de la naturaleza, atendiendo
y utilizando las normas estéticas de los antiguos. Y efectivamente, el impacto provocado por
Rafael en la vida artística de su tiempo, iba a hacer que escultores y pintores introdujeran
referencias a su obra; intentando reencontrar la amplitud de la Escuela de Atenas, una de las
obras señeras de las Estancias Vaticanas, concretamente la de la Segnatura, pintada entre
1508/9 y 1512,31 y en especial las dos figuras principales situadas a ambos lados del eje
central, Platón y Aristóteles. El primero representa la filosofía, la aproximación mística,
mientras que el segundo sería la racional.32 Los frescos de la Stanza della Segnatura han sido
considerados por sucesivas generaciones el culmen del clasicismo, tanto por su iconografía
como por su estilo, pues sus figuras son el mejor ejemplo de la “tranquila grandiosidad”.
Desde la época en que fueron pintadas, las “Estancias” se convirtieron en una especie de
Academia, y todos aquellos artistas que viajaban a Roma no dudaban en visitarlas, para no
sólo contemplarlas, sino para estudiarlas y “utilizarlas” si fuera preciso como punto de
referencia obligada.33
En este sentido, basándose en las figuras centrales de la Escuela de Atenas Juan Fernández
de Navarrete “el mudo”, pintó en 1577 a San Pedro y San Pablo, lienzo situado en el lado del
evangelio del altar mayor de la Basílica de San Lorenzo de El Escorial, versiones
cristianizadas de Platón y Aristóteles, pues igual que los dos filósofos paganos discrepaban en
ciertas tesis fundamentales, ambos apóstoles también tenían sus preferencias, y estaban de
acuerdo en cuanto a los gentiles conversos y a las observancias judías.34 De igual modo
escultores del Seiscientos como Gregorio Fernández en Valladolid o Alonso Cano en
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Granada, entre otros, acudirán a los mismos modelos, a la hora de figurar a sus santos y
profetas, y lo mismo hizo, siglo y medio más tarde Luján cuando, dentro de su producción
esculpió una serie de santos solemnes y vigorosos, aflorando en sus rostros la arrogancia que
se hará realidad en su obra final. El catálogo lo encabeza los patronos de la villa de Garachico
San Joaquín y Santa Ana, hechos en 1798, y actualmente ubicados a ambos lados del
tabernáculo del presbiterio de la iglesia matriz; el San Gregorio titular de su iglesia en Telde
ejecutado en 1807, pero especialmente se hace más patente en el San Agustín de la iglesia del
mismo nombre en Las Palmas de Gran Canaria, fechado en 1808, donde el artista parece
haberse inspirado en una estampa peninsular que reproducía al fundador de la Orden, y que le
había proporcionado el padre rector fray Antonio de los Reyes, presidente de la Hermandad
de San Agustín. Llama especialmente la atención la atormentada expresión del rostro, de
penetrante y furiosa mirada, donde aflora esa terribilitá miguelangelesca, de modo que la
referencia a las esculturas de Miguel Ángel también servía de paradigma;35 el estudio de la
cabeza es una prueba más de que Luján conocía tanto la estatuaria clásica, como la italiana del
Renacimiento, a través de los modelos en yeso y dibujos que poseía la academia grancanaria.
El clasicismo como decía Aristóteles, se centra en el hombre ideal que “por su virtud
heroica y divina”, se eleva sobre los demás seres mortales, convirtiéndose en un ejemplo para
ellos. Este concepto, común desde los días del Renacimiento, deriva de antiguas doctrinas y
de la actitud que adopta el héroe en la literatura clásica. Los estoicos, por ejemplo, enseñaban
que “sólo el hombre con un perfecto dominio de sus sentidos podría lograr una vida ordenada
y no ser manejado por el destino; pensaban que el medio para conseguirlo era el poder de la
razón”. El Neoplatonismo ponía especial énfasis en la dignidad del hombre y en su
superioridad respecto al resto de la naturaleza, y proclamaba una visión sinóptica de la
religión que le condujo finalmente al panteísmo.36 Qué mejor manera para representar a uno
de los cuatro doctores de la Iglesia Latina, que de este modo imponente y arrogante, pisando
unos libros colocados en el suelo que indicaban los herejes y doctrinas que combatió, en
especial el maniqueísmo y el pelagianismo.37 Por lo que a su postura respecta, la colocación
del brazo izquierdo sosteniendo un libro, como la postura de la mano, y como ya había
ocurrido en otras ocasiones derivaba de la figura de Aristóteles pintada por Rafael, de modo
que todo está perfectamente “engarzado” y no tomado al azar, como a veces se pueda creer.
Que se represente a San Agustín de esta manera, y se le relacione con Aristóteles, no ha sido
–pues– un capricho del artista, pudo deberse también al comitente, deseoso de representar al
fundador de la Orden Agustina como a un héroe vencedor de las herejías, el triunfador del
bien sobre el mal, de modo que se le figure aplastando los libros con su pie, éstos últimos
considerados símbolo de Satanás.
Sin embargo parece inevitable –pese a todo– que cada vez que un escultor toma el cincel o
la gubia entre sus dedos tenga que pensar en Fidias, Praxiteles, Lisipo o en las obras
helenísticas, llenas de virtuosismo, en definitiva. El problema fundamental ha consistido
siempre en cómo alternar las diferentes opciones dentro del ámbito del preceptivo clasicismo,
de modo que el arte como imitación y el arte como idea serán las dos herencias clásicas que,
desde comienzos del siglo XVII los artistas plasmen en pintura y escultura.38 El ejemplo lo
tenemos, de nuevo, en la imagen que preside la capilla mayor de la iglesia de Santa Catalina
de Alejandría en Tacoronte. A la mártir alejandrina, la podemos comparar con la diosa Atenea
Partenos, protectora de Atenas,39 esculpida en marfil y oro por Fidias en el siglo V a. e., y
numerosas veces versionada por los artistas europeos en los siglos XVIII y XIX, como la
realizada por Simart en 1855 para el duque de Luynes.40 Como una versión moderna de la
diosa Atenea-Minerva, la santa se nos presenta en solemne contraposto, el movimiento
“clásico” por excelencia, portando sus distintivos particulares, la rueda de púas aceradas y la
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espada que sujeta con la mano derecha,41 mientras que Atenea luce el escudo y la lanza,
cubriendo su cabeza con un casco coronado por una cuadriga.
Invención, creación e innovación, serán –pues– las palabras clave del arte a partir de estos
momentos. Pero no crea todo el que quiere; existen artistas que son demasiado dependientes
de una obra determinada, de modo que se limitan a reproducir obras admiradas, pero sin
lanzarse a la aventura de la creación. Pero, para el humanista, la Antigüedad constituía un
modelo que no había que limitarse sólo a contemplar, de modo que sólo se admirase la
capacidad técnica del autor, sino que había que estudiarlo mediante la práctica, es decir, la
copia. Pero siempre existió la copia servil y la interpretativa; esta última es la más interesante,
constituyendo el proceso final de una nueva creación, que sigue siendo fiel al espíritu y a las
formas de la Antigüedad.42 En la Academia ambas fórmulas se daban; se combinaba la
contemplación –ya en original o en reproducción– de las mejores obras de arte, y en contacto
con ella se formaban los jóvenes con inquietudes artísticas, participando del magisterio y de la
discusión teórica “entre los más sensibles y cultivados espíritus de la época”.43
En las Academias la educación era clasicista y académica; pintores y escultores se reunían
en su aula de dibujo al natural; es decir, los estudiantes dibujaban a partir de un modelo
natural. Luján Pérez, por ejemplo, hacía posar a las jóvenes que utilizaba para modelos de sus
vírgenes. Éste era un elemento esencial en este tipo de educación, ya que el cuerpo humano
“refinado e idealizado” por el pintor o el escultor, se consideraba “la forma más elevada para
expresar la belleza pura”. Y al igual que los “antiguos” habían hecho uso de la figura desnuda,
para representar a sus dioses, los artistas del siglo XVIII, también crearon figuras ideales, para
representar principios elevados y bellezas inmaculadas, y el estudiante tenía que aprender a
plasmar en su obra esta belleza, empezando por ser un buen dibujante. Así el dibujo, era una
de las disciplinas básicas, antes de poder usar el color, pintar o realizar cualquier otro efecto;
por tanto el trabajo más difícil era el de esta materia,44 porque en ella “el artista aprendía a
extraer de la naturaleza sólo aquellos elementos necesarios para el arte ideal”.45 Y el desnudo
tampoco está ausente en la producción escultórica de Luján; el tema lo había tocado al
reproducir crucificados o Cristos flagelados. En este sentido, uno de los más bellos es el que
esculpió en 1793 con destino a la sala capitular de la catedral de Las Palmas. La imagen
sobresale por su acabado, por su estudio anatómico y por su serenidad, todo ello, una vez más,
revela el paso de Luján por la Academia, donde entre otras disciplinas tuvo que estudiar,
además de dibujo anatómico, las proporciones del cuerpo humano, copiando modelos en yeso
de estatuas antiguas, de modo que el cuerpo de Cristo, de alargadas proporciones emula las
forzadas y desequilibrantes curvas del Postclasicismo griego, tan presentes en las obras de
Praxíteles –Apolo Sauróctono– o Scopas –Pothos–; mientras que el rostro muestra una factura
clasicista, de nariz recta y aspecto reposado, que parece recordar el perfil del Diadúmeno de
Policleto, el maestro del Gran Clasicismo. Estas fórmulas con ligeras variantes las repetirá en
otros crucificados que realizará en los años siguientes, como los de Teror (1794), San
Sebastián de La Gomera (1800), Santa María de Guía (1811), o San Agustín de Las Palmas,
conocido como Cristo de la Vera Cruz, ejecutado en 1813.46 No obstante, donde mejor se
ejemplifican estas enseñanzas es cuando esculpe santos mártires, como San Sebastián. A lo
largo de su carrera ejecutó tres versiones del mismo tema para Guía, Gáldar y Agaete, este
último fechado en 1799. En las tres ocasiones el santo fue representado de la misma manera,
pudiendo ser considerado como diferentes versiones de un mismo tema siguiendo la
iconografía habitual: amarrado al árbol y asaeteado. En los tres casos la disposición del santo,
aunque alterando algunos elementos, se inspira en un dibujo del manierista veneciano Jacopo
Palma el joven, que el taller de E. y M. Sadeler copió y difundió por toda Europa, modelo que
también utilizó Juan de Miranda cuando pintó su San Sebastián para la catedral de Santa Ana
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de Las Palmas.47 Como es bien conocido, las bibliotecas canarias poseían un buen número de
libros de centurias anteriores, cuyo número aumentó en el siglo XVIII. Los Países Bajos
suministraron, en este sentido, un buen número de láminas, y difundieron por toda Europa
modelos y obras de diferentes artistas y de otras escuelas, especialmente de la italiana.48 Estos
modelos usados por los artistas pudieron dar lugar a versiones, más o menos amaneradas,
utilizadas, en ocasiones, para representar temas diferentes como la obra de Christophe Veyrier
(1637-1689), quien en 1683 esculpió en mármol su Aquiles moribundo.49 Veyrier, discípulo
de Pierre Puget, exalta la carnalidad escultórica en sus obras, los valores sensuales, y así nos
presenta a Aquiles con los brazos abiertos y el gesto de un mártir –San Sebastián?–,
manifestando un drama patético. En esta obra, como es lógico en un barroco, además llama la
atención la expresión dramática del rostro, todo ello, sin embargo como buen clasicista que es,
está ausente en la obra de Luján; él se quedó con la “pose”, con la “puesta en escena”, pues
sus figuras son reposadas, serenas, no advirtiéndose en ellas el drama del martirio, pues sólo
se limitó a plasmar un “cuerpo bello desnudo”,50 que desarrolla en el espacio un movimiento
sinuoso e inestable, en la línea del Apolo Lykeios atribuido a Praxíteles, o al Eros Farnese,
obra de juventud del mismo autor; ambas bien conocidas a principios del siglo XIX.51
Por último podríamos citar el caso de Manuel Antonio de la Cruz, colaborador de Luján
hasta su muerte, acaecida en 1809. Ese mismo año, para completar la transformación que le
dio al retablo del Gran Poder de Dios de la iglesia de Ntra. Sra. de la Peña de Francia del
Puerto de la Cruz, realizó un sagrario, donde la huella de Palladio es más que evidente, nada
extraño si tenemos en cuenta que entre sus pertenencias se encontraba I Quattro Libri
dell’Archittetura de Palladio, además del tratado de perspectiva de Andrea Pozzo, libros de
letanías en estampas y el tratado de pintura de Leonardo da Vinci.52 Contemplar este sagrario
es recordar cualquiera de las dos fachadas con que Palladio dotó a sus dos iglesias venecianas,
San Jorge el Mayor y el Redentor, que a su vez era una continuación de la idea de fachada
tipo templo de Alberti, quien en su tratado de arquitectura sigue a Vitruvio; de modo que es
innegable que la antigua Roma es el fundamento del lenguaje arquitectónico palladiano, a lo
que se añade el buen conocimiento que tenía de sus antepasados renacentistas.53
De modo que, pese a lo que tantas veces se ha dicho y escrito, los artistas canarios del
Setecientos, al menos los más significativos, estaban al tanto de las modas peninsulares y
europeas, que hacían gala de sus conocimientos sobre la Antigüedad Clásica y su posterior
difusión en todo Occidente. Y si no, baste observar muchos de los ejemplos que hemos
estudiado, si bien es cierto que otros, quizás los más, seguían anclados en fórmulas
arcaizantes para la época, apegados a modelos religiosos de centurias anteriores, dedicándose
sólo a abastecer una demanda local, copiando, pero no “creando”, como ocurrió
–especialmente– con los muchos seguidores de Luján, que durante buena parte del siglo XIX
se limitaron a copiar los modelos del maestro pero, como decíamos en principio no fueron
capaces de “despegar”, y lanzarse a la “aventura de la creación”.
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NOTAS
1 HASKELL, Francis y PENNY, Nicholas (1990): El gusto y el arte de la Antigüedad. El atractivo de la
escultura clásica (1500-1900). Alianza Ed. Madrid, p.15.
2 GREENHALGH, Michael (1987): La tradición clásica en el arte. Hermann Blume Ed. Madrid, p. 13.
3 HECKSCHER, W.S. (1937-1938): Relics of pagan antiquity in mediaeval settigs. JWCI (Journal of the
Warburg and Courtauld Institutes), pp. 204-220.
Idem: “Imago, a pictorial calendar for 1963: Ancient art and its echoes in post classical times”, en
GREENHALGH, Michael (1987): La tradición clásica en el arte. Hermann Blume Ed., p. 13.
4 BOARDMAN, J. (1994): The Diffusion of Classical Art in Antiquity. Princeton University Press,
Princeton, New Jersey, p. 10.
5 FERNÁNDEZ ARENAS, José y BASSEGODA I HUGAS, Bonaventura (1983): Fuentes y Documentos
para la Historia del Arte. Tomo V. Gustavo Gili Ed. Barcelona, pp. 300-301.
6 Idem, p. 301.
7 PEVSNER, Nikolaus (1982): Las Academias de Arte. Madrid, p. 141.
8 Lo mismo dicen de él Nicandro, Pausanias, Píndaro y Cátulo. Ver MATEO, Isabel: “Temas paganos
cristianizados”, en AA.VV. (1993): La visión del mundo clásico en el arte español. VI Jornadas de Arte.
Madrid. p. 47.
HASKELL, F. y PENNY, N. Op. cit., pp. 337-338.
9 RÉAU, Louis (1997): Iconografía del arte cristiano. Tomo II, vol 4. Ed. del Serbal. Barcelona.
10 CALERO RUÍZ, Clementina (1991): Luján. Biblioteca de Artistas Canarios. Viceconsejería de Cultura y
Deportes. Gobierno de Canarias. Santa Cruz de Tenerife, p. 72.
11 GARCÍA GAÍNZA, Mª Concepción (1990): El escultor Luis Salvador Carmona. Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Navarra, pp. 23-27.
12 Ver RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Margarita (1993): “Fuentes iconográficas en la obra del pintor Juan de
Miranda”, en Actas del IX Coloquio de Historia Canario-Americana (1990), Ed. Cabildo Insular de Gran
Canaria, Tomo II, pp, 1.405-1.409.
13 RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, M. (1986): La pintura en Canarias durante el siglo XVIII. Las Palmas de
Gran Canaria, pp. 356-358.
14 CEYSSON, Bernard y BRESC-BAUTIER, Geneviève (1984): “La estatuilla y la difusión de lo antiguo”,
en La escultura. La tradición de la escultura antigua desde el siglo XV al XVIII. Carroggio, S.A. de
Ediciones. Barcelona, p. 74.
15 MARTÍNEZ DE LA PEÑA Y GONZÁLEZ, Domingo y ALLOZA MORENO, Miguel Ángel (1981): “La
escultura canaria del siglo XIX”, en AA.VV.: Noticias para la Historia de Canarias. Tomo III. Cupsa Ed.
Madrid, p. 250.
16 CORTÉS, Valerià (1994): Anatomía, academia y dibujo clásico. Ensayos Arte Cátedra. Madrid, pp. 72-88.
17 Antes de que se dejara sentir la influencia de las ideas clasicistas de Mengs, vinculado a la Real Academia
de Bellas Artes, las estatuas habían sido elementos artísticos muy valorados, tanto suntuario, como docente
o estético. De todos es conocida la colección traída por Velázquez durante su segundo viaje a Italia. Ver
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XV Coloquio de Historia Canario-Americana
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ÚBEDA DE LOS COBOS, Andrés (1993): “El mito de la escultura clásica en la España ilustrada”, en
AA.VV.: La visión del mundo clásico... Op. cit., pp. 326-333.
18 MILIZIA, Francisco (1987): Arte de saber ver en las Bellas Artes del Diseño. Ed. Alta Fulla. Barcelona.
Facsímil del libro original escrito en italiano por Francisco Milizia, traducido al castellano por el arquitecto
D. Ignacio March, y aumentado con un tratado de las sombras, y otro de la distribución o compartimento
de casetones en todo género de arcos y bóvedas. Traducidos al castellano por D. Pedro Serra y Bosch,
Teniente Coronel de los Reales Ejércitos, Arquitecto de la Real Hacienda y Socio de mérito de la
Academia de San Carlos de Valencia. Imprenta de Garriga y Aguasvivas. Barcelona. 1823.
19 MARTÍN GONZÁLEZ, Juan José (1993): “El gusto clásico en los comienzos de la Real Academia de
Bellas Artes de San Fernando”, en AA.VV.: La visión del mundo clásico en el arte español. Madrid,
p. 305.
20 ÚBEDA DE LOS COBOS, A. Art. cit., pp. 326-327.
21 MARTÍNEZ DE LA PEÑA y GONZÁLEZ, D. y ALLOZA MORENO, M. A. Op. cit., p. 250.
22 CALERO RUIZ, C. (1991): Luján... Op. cit., pp.12-13.
23 NAVASCUÉS, P., PÉREZ, C. y ARIAS DE COSSÍO, Ana Mª (1978): Del Neoclasicismo al Modernismo.
Historia del Arte Hispánico. V. Ed. Alhambra. Madrid, p. 162.
24 BONNET SUÁREZ, Sergio Fernando (1943): “Una ignorada talla de Luján”, en Revista de Historia. La
Laguna.
25 PÉREZ SÁNCHEZ, Alfonso (1992): Pintura barroca en España. 1600-1750. Manuales Arte Cátedra.
Madrid, p. 426.
RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Margarita (1994): Juan de Miranda. Servicio de Publicaciones de la Caja
General de Ahorros de Canarias. Catálogo de la Exposición. Madrid, p. 16.
26 Idem, p. 19.
27 Citado por RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Margarita (1994): Op.cit., p. 26.
28 FUENTES PÉREZ, Gerardo (1990): Canarias: el clasicismo en la escultura. Cabildo Insular de Tenerife.
Santa Cruz de Tenerife, p. 69.
29 PEVSNER, N. (1982): Op. cit., p. 141.
30 CAHN, Walter (1989): Obras maestras. Ensayo sobre la historia de una idea. Alianza Editorial. Madrid,
pp. 110-118.
31 GREENHALGH, M. (1987): Op.cit., p. 15.
32 ANTAL, Frederick (1988): Rafael entre el clasicismo y el manierismo. Ed. Visor. Madrid, pp. 86-87.
33 WÖLFFLIN, Heinrich (1982): El arte clásico. Una introducción al Renacimiento italiano. Alianza
Editorial. Madrid, pp. 114-118.
34 MULCAHY, Rosemarie (1999): Juan Fernández de Navarrete “el mudo”, pintor de Felipe II. Sociedad
Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V. Madrid, p. 53.
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35 BRESC-BAUTIER, Geneviève: “La transmisión de los modelos”, en La escultura. La tradición de la
escultura antigua desde el siglo XV al XVIII. Carroggio S.A. de Ediciones. Barcelona, p. 104.
36 GREENHALGH, Michael (1987): La tradición clásica... Op. cit., p. 15.
37 FERRANDO ROIG, Juan (1950): Iconografía de los santos. Ed. Omega, S.A. Barcelona, p. 34.
RÉAU, Louis (1997): Iconografía del arte cristiano. Iconografía de los santos. Tomo II, vol. 3, pp. 36-44.
38 FAGIOLO DELL’ARCO (1984): “La escultura y el mundo antiguo”, en La escultura. La tradición de la
escultura antigua desde el siglo XV al XVIII. Carroggio, S.A. de Ediciones. Barcelona, p. 169.
39 Realmente Atenea detenta el patronazgo de la capital del Ática, aunque la advocación como tal
corresponda a la Atenea Políada y no a la Partenos, que corresponde a su advocación como vírgen.
40 Escultura de Minerva crisolefantina, realizada por Pierre-Charles Simart (1806-1857) en 1855, conservada
en el palacio del duque de Luynes, en Dampierre (Francia). Ver PINGEOT, Anne (1984): “Siglo XIX.
Tradición y ruptura”, en AA.VV.: La escultura. La aventura de la escultura moderna en los siglos XIX y
XX. Carroggio, S.A. Barcelona, p. 74.
41 CALERO RUIZ, C. (1991): Luján. Op. cit., pp. 80-84.
HERNÁNDEZ PERERA, Jesús (1984): “Arte”, en AA.VV.: Canarias. Fuandación Juan March,
Barcelona, p. 278.
CASAS OTERO, Jesús (1987): Estudio histórico-artístico de Tacoronte. Santa Cruz de Tenerife.
pp. 54-56.
42 AA.VV. (1984): La escultura... Op. cit., p. 74.
43 NAVASCUÉS, P., PÉREZ, C. y ARIAS DE COSSÍO, Ana Mª: Op. cit., p. 153.
44 En el discurso pronunciado con motivo de la entrega de los premios de la Academia, el 23 de diciembre de
1753, el Vice-Protector de la misma D. Tiburcio de Aguirre, hizo una exaltación de Grecia y de Roma, y
resaltó las virtudes del dibujo, al que consideraba la base de toda actividad artística, comparando –incluso–
dibujo y escritura, haciendo uso de un episodio de la Antigüedad: se cuenta que los émulos del pintor
Apeles le tendieron una trampa, que consistió en invitarle a una cena organizada por Tolomeo, rey de
Egipto, sin que éste tuviera conocimiento de la invitación. El Rey, extrañado de ver a Apeles, preguntó que
quién le había convidado. No usó Apeles el lenguaje para justificarse, sino que recurrió a la destreza de su
inspiración, trazando al carbón con cuatro rasgos el retrato de Tolomeo. Ante cuya contemplación el
monarca quedó prendado y los enemigos del pintor, avergonzados. Ver MARTÍN GONZÁLEZ, J. J.: “El
gusto clásico en los comienzos...”. Art. cit., p. 310.
45 JONES, Stephen Richard (1999): El siglo XVIII. Ed. Círculo de Lectores. Barcelona, pp. 14-15.
46 CALERO RUIZ, C. (1991): Luján... Op. cit., pp. 22-26.
QUESADA ACOSTA, Ana (2001): “La escultura en Canarias del neoclasicismo al realismo”. Catálogo de
la exposición Arte en Canarias [siglos XV-XIX]. Una mirada retrospectiva. Tomo I, p. 169.
47 RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, M. (1986): La pintura en Canarias... Op. cit., p. 363.
Idem (1990): El pintor Juan de Miranda... Op. cit.
LÓPEZ GARCÍA, Juan Sebastián (1993): “Analogías entre Luján y Miranda: una escultura y una pintura
de San Sebastián”. Libro Homenaje al profesor Hernández Perera. Departamento de Historia del Arte II
(Moderno), Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid, pp. 561-568.
48 PÉREZ MORERA, Jesús (1992): “Apuntes para un estudio de las fuentes iconográficas en la plástica
canaria”, en Revista de Historia Canaria. Universidad de La Laguna, nº 176, p.221.
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XV Coloquio de Historia Canario-Americana
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49 FAGIOLO DELL’ARCO, Maurizio: “El éxtasis de la carne”, en La Escultura. La tradición de la escultura
antigua desde el siglo XV al XVIII. Carroggio S.A. de Ediciones. Barcelona, p. 228.
50 CALERO RUIZ, C. (1991): Luján... Op. cit., pp. 72-75.
51 Sobre el estilo de este maestro del siglo IV a. e., del denominado por los historiadores del arte como
Postclasicismo, y los conocimientos actuales sobre sus obras, ver PALAGIA, O. y POLLIT,
J. J. (ed.) (1996): Personal Styles in Greek Sculpture, Yale Classical Studies, Cambridge University Press,
pp. 91-129.
52 CALERO RUIZ, C. (1982): Manuel Antonio de la Cruz, pintor portuense (1750-1809). Puerto de la Cruz.
p. 33.
53 GONZÁLEZ MORENO-NAVARRO, José Luis (1993): El legado oculto de Vitruvio. Saber constructivo y
teoría arquitectónica. Alianza Forma. Madrid, pp. 70-72.
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