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LAS LAVANDERAS: OFICIO, ESPACIO Y
CONFLICTO EN LA LAGUNA DEL SIGLO XIX
Carmen Gloria Calero Martín
La sociedad canaria del siglo XIX es básicamente rural, jerarquizada y desigual,
manifestando importantes diferencias entre los diversos grupos y puede ser definida por
su comportamiento estable y su escaso dinamismo (Alcaraz Abellán, 1991). Mientras
que un reducido número de grandes propietarios de tierras y aguas, que reside en las
ciudades más importantes de las dos islas centrales: Tenerife y Gran Canaria (Santa
Cruz, Las Palmas, La Laguna, Telde, La Orotava, Arucas...), monopoliza el poder
socio-económico y político; los grupos sociales intermedios, integrados por
comerciantes, medianos propietarios agrícolas, artesanos y propietarios de pequeños
centros fabriles, funcionarios y militares manifiestan gran debilidad y falta de cohesión.
Frente a ellos, las clases trabajadoras constituyen el 85% de la población y se
encuadran, mayoritariamente, en el sector primario donde el grupo de jornaleros sin
tierras crece desde finales del siglo XVIII (Álvarez, 1982). De recursos limitados y
anclados en la pobreza, comparten la precariedad con pequeños artesanos, comerciantes,
dependientes y sirvientes, algo más numerosos en los núcleos urbanos.
Históricamente, el trabajo de la mujer en Canarias ha estado marcado siempre por
esta sociedad de fuerte tradición agraria y, por ello, la principal actividad femenina ha
estado ligada al trabajo familiar y campesino, con algunas derivaciones inferidas de esa
condición, tal es el caso de la venta ambulante de productos de diversa naturaleza en los
núcleos urbanos más o menos próximos.
En las ciudades, la participación femenina en el trabajo se vio reducida en el siglo
XIX al servicio doméstico, “las criadas”, a la pequeña industria tabaquera, a las labores
de empaquetado de plátanos y tomates en los centros de recepción de la fruta y a otras
actividades, propias de la condición femenina y compatibles con ella, cuyas
características lo hacían posible.
El lavado de ropa ajena, como proyección exterior del trabajo femenino tradicional,
permitía a mujeres pobres la aportación a la economía familiar de un pequeño salario
que mejoraba la subsistencia. La mujer, de este modo, proyecta su habilidad tradicional
hacia el exterior y se emplea como lavandera que alquila su trabajo a particulares.
La existencia de lavaderos en las ciudades y núcleos grandes de las islas refleja la
relevancia de este oficio que reclamaba un espacio concreto para su desempeño: el
lavadero público fue, en la mayor parte de las ciudades españolas un equipamiento
básico. Situado cerca de cauces, fuentes naturales o de las primitivas conducciones, pero
próximo al caserío, permitía su desarrollo.
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EL OFICIO DE LAVANDERA
Dentro de la participación femenina en el trabajo, ya sea en una economía formal o
informal, el oficio de lavandera es uno de los más antiguos y, además, de mayor
permanencia en la sociedad española.
Algunas carencias básicas como la falta de agua corriente en las viviendas, la
inexistencia de una infraestructura mínima para el lavado y la dureza de la propia labor
contribuyeron a la existencia de grupos de mujeres procedentes de las clases
trabajadoras que se empleaban como lavanderas.
Se trata de una participación laboral al mismo tiempo visible e invisible. La
invisibilidad es manifiesta ya que, estadísticamente, las inscripciones censales y
padronales tendieron a ocultar algunas actividades muy comunes entre mujeres de
clases bajas y medias-bajas, tal como las reseñadas del lavado, la costura, la plancha...,
realizadas a domicilio e incluso otras como la venta ambulante o fija en los mercados de
todo tipo de productos (leche, verduras, pescado fresco y salado...).
Esta invisibilidad está en estrecha relación con la función social que delimitaba el
ámbito de actuación de la mujer. En la sociedad española del siglo XIX, se elabora un
discurso, una construcción ideológica que marca un auténtico cerco a la mujer,
limitando su función social a la de madre y esposa, cuya única misión era velar por el
sostenimiento de su familia. La identidad cultural de la mujer no se formula a partir de
la identificación con un trabajo sino que es inherente a su papel como madre y esposa.
De ahí que el registro estadístico de labores realizadas por mujeres casadas fuera del
hogar sea inapreciable.
Este “control social” discriminaba legalmente y subordinaba a la mujer, aunque lo
más importante, aún más que las medidas legales, fue la consolidación del denominado
“discurso de la domesticidad”, una construcción ideológica que delineaba el prototipo
de la mujer modelo vinculada a su hogar, lo doméstico, a su cuidado y a la misión
sublime del cuidado de los hijos (Nash, 1993).
Sin embargo, las actividades laborales de mujeres solteras de los grupos populares
tendían cada vez más a aflorar en los documentos estadísticos, especialmente en lugares
donde esos colectivos eran cuantitativamente importantes (Tatjer Mir, 2002). No
importaba demasiado que la mujer tuviera una actividad laboral, un trabajo remunerado
fuera del hogar, siempre que no fuera una mujer casada.
ESPACIO PARA UN OFICIO
A la invisibilidad formal de las lavanderas hay que oponer una visibilidad espacial
que no existió en otros oficios, realizados por mujeres. Mientras que las labores
realizadas a domicilio no eran visibles, ni formal ni espacialmente, el lavado de ropa
tuvo una materialización espacial concreta en la mayor parte de los núcleos urbanos
españoles.
Los lavaderos públicos, en gran parte construidos a finales del siglo XVIII,
constituyeron el lugar concreto donde estos grupos de mujeres desarrollaron su labor.
Gran parte de los lavaderos eran de titularidad municipal, que entendía su existencia
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como uno de los servicios básicos de la ciudad. Ligados al desarrollo de la higiene como
un nuevo principio que se va imponiendo en las políticas municipales a lo largo del
siglo XIX, los lavaderos, muchos de ellos heredados de la centuria anterior, eran
considerados como un equipamiento necesario en todos los núcleos con ciertos niveles
de desarrollo poblacional y urbano (Quirós Linares, 1992).
En algunas ciudades grandes como Barcelona, junto a los lavaderos de titularidad
municipal, proliferaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX, multitud de lavaderos
de propiedad privada, lo que expresa el desarrollo del oficio y una cada vez mayor
complejidad de las relaciones laborales que habían traspasado el límite de lo
estrictamente personal, al aparecer los propietarios de los lavaderos, muchos de ellos
eran regentados por mujeres, como empleadores de las lavanderas. Así mismo existió
una mayor complejidad al diversificarse las labores y una mayor cualificación según la
participación en los diferentes procesos del lavado, en los cuales también llegó a darse
la participación masculina (Tatjer Mir, 2002).
Los lavaderos fueron, asimismo, objeto de cierto control sanitario. Las aguas
residuales constituían un serio peligro para la transmisión de enfermedades y eran focos
de infección que necesitaban regularse desde el poder municipal (Tatjer Mir, 2001). En
este sentido, la puesta en práctica de medidas de control higiénico y sanitario revelan la
existencia de una preocupación higienista que entronca con las nuevas mentalidades de
carácter reformista presentes en las políticas municipales de la época.
La vinculación de la actividad de lavandera a unos espacios propios fue, sin lugar a
dudas, el aspecto que hace visible el viejo oficio, y los problemas de uso de estos
espacios son los que, en este caso, han permitido constatar la existencia de este
colectivo femenino y su larga permanencia temporal.
LAVANDERAS Y LAVADEROS EN LA LAGUNA DEL SIGLO XIX
En la ciudad de La Laguna, a lo largo del siglo XIX, la presencia de las lavanderas
como un colectivo que ejerce una actividad concreta se hace patente por determinados
conflictos ligados a los espacios públicos donde ejercían su oficio: los lavaderos.
Desde finales del siglo XVIII, la ciudad contaba con un edificio propio para el lavado.
Los lavaderos, construidos en el margen urbano, en uno de los accesos de la ciudad
hacia la Vega, zona agrícola por excelencia, constituían uno de los nodos urbanos que
marcaron el límite del caserío por el sector noreste.
La existencia de una edificación propia evidencia que el oficio era ya importante para
la ciudad desde la centuria anterior y pone de manifiesto, también, que La Laguna, a
pesar de que en esta época padecía una fuerte crisis poblacional y urbana, motivada por
el despegue socio-económico de Santa Cruz, se esforzaba en generar, dentro de su
espacio, todas aquellas infraestructuras y equipamientos básicos que, a lo largo del siglo
XIX, definían la modernidad (Calero Martín, 2001).
En el plano de 1779 se puede observar junto al puente de San Francisco la existencia
de una edificación exenta, muy próxima a la bifurcación de la canalización principal de
agua que contenía los lavaderos públicos de la ciudad. Nos encontramos, por tanto, ante
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un edificio expresamente construido como servicio de la ciudad y situado extramuros,
en el límite del casco urbano.
La ubicación espacial no es fortuita. Por una parte, coincide con el canal de madera
que, hasta 1870, traía el agua a La Laguna desde el monte próximo, aunque, es más que
probable que el suministro de agua a los lavaderos proviniera del Tanque Grande, un
depósito anexo que se llenaba con el agua de un pozo cercano, la Madre del Agua, al
menos así se describe en 1900, y se alude a los trabajos para desecar la vega como los
causantes de la merma en el caudal de la Madre del Agua que alimentaba a los
lavaderos (Rodríguez Moure, 1935). También los lavaderos se encontraban próximos a
un barranquillo, desagüe natural de la laguna, que se unía más al sur con el barranco de
las Carnicerías y que, en este caso actuaba, para el servicio, como alcantarilla natural.
Al margen del lavadero oficial de la ciudad, existían otros puntos donde se
acostumbraba lavar, siempre lugares adyacentes a fuentes o manantiales y, en todos los
casos en el extrarradio urbano: en la fuente Cañizares, en la fuente de las Negras situada
en el mismo cauce del barranco de Gonzalianez, donde existía un solo lavadero que
funcionaba exclusivamente en invierno cuando la escorrentía lo hacía posible, y en la
fuente del Drago, al sur de La Laguna, muy cerca del barrio de Gracia, también en el
cauce del mismo barranco, llamado, a partir de su entrada en el borde urbano, de Las
Carnicerías.
Este último emplazamiento era, desde tiempos pasados, un lugar no sólo de
abastecimiento de agua para los vecinos de los barrios de Gracia y de la Verdellada,
sino un importante abrevadero y un lavadero de carácter permanente. La fuente, con un
importante caudal formaba, algunos metros más abajo, una serie de grandes charcos que
permitían todas estas operaciones. También, de forma intermitente, alguna de las
escasas fuentes públicas del margen urbano se utilizaban como lavadero ocasional
(Calero Martín, 2001)
No existieron en La Laguna lavaderos de titularidad privada, como sí ocurrió en otras
ciudades españolas (Tatjer, 2001; Quirós, 1992), es muy posible que la ciudad que
contaba con un caserío de importantes proporciones para la época y, además, sus
edificaciones se caracterizaban por la amplitud, tuviera, en la mayor parte de sus casas
infraestructuras para el lavado. Aún así, la ciudad contaba con un lavadero público y
varios lugares habilitados lo que demuestra que las clases acomodadas utilizaban estos
servicios aún pudiendo realizarlos en sus propios domicilios.
La existencia de lavaderos permite constatar, en La Laguna, la presencia de la
actividad, sin embargo, su invisibilidad estadística es la prueba inequívoca de que este
oficio, ligado a la mujer, no tuvo reconocimiento formal.
Se trata pues, de una actividad “invisible”, en la que las mujeres contribuyeron a
engrosar la economía informal, ejerciendo un duro trabajo que no estaba reglamentado,
percibiendo unas rentas no salariales, un salario oculto.
En parte, esa invisibilidad deriva de la condición misma del trabajo de lavandera que
no es otra cosa que la proyección externa, la externalización del trabajo doméstico, la
ocupación femenina reconocida.
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Sin embargo el sentido colectivo de las trabajadoras que se pone de manifiesto
ocasionalmente consigue el reconocimiento público de su existencia y de su
importancia. Este reconocimiento se deriva de la aparición de determinados conflictos
en los que las lavanderas se enfrentan bien al poder público, bien a particulares,
reivindicando sus lugares de trabajo y el uso y disfrute del agua.
LOS CONFLICTOS
La primera manifestación de uno de los conflictos entre el colectivo de lavanderas
que ejercía su oficio en la ciudad y el poder público se produce a principios del siglo
XIX, concretamente en 1822, cuando un particular se apropia de una zona colindante al
edificio de Los Lavaderos, que se usaba como “coladero” y donde incluso existía un
poyete, e impide el camino de acceso al lugar construyendo una cerca.
El grupo de lavanderas se presenta ante el Cabildo a reclamar ese espacio que, hasta
entonces, había sido de uso común y que les permitía realizar sus tareas con comodidad.
La reclamación de las lavanderas parte del propio Cabildo ya que la petición de
restitución del espacio de uso público la realiza, en nombre de un número indeterminado
de lavanderas, un Síndico de la corporación. En realidad, el particular había recibido en
propiedad un “trazo” dentro del cual se encontraban Los Lavaderos, a cambio de
establecer en el terreno un plantío de álamos que sirviera para ir ajardinando la alameda
que la ciudad había decidido construir en un acceso próximo, en el primer tramo del
viejo camino que desde La Laguna salía hacia el vecino pago de Las Mercedes (el
actual Camino de Las Peras).
La construcción de La Alameda del Prado era una vieja aspiración urbana que desde
1770 había sido tratada en una de las sesiones del Cabildo por iniciativa del militar
Fernando Rodríguez. En 1780 aparece el primer proyecto defendido por el sargento
mayor Fernando Molina y Quesada. En éste se concreta el lugar, que en ese momento
era la salida más amplia y transitada desde la ciudad hacia la Vega o Llano de La
Laguna y que conectaba con el caserío de Las Mercedes. Los trabajos comienzan
ampliando el camino, creando tres calles, cerrando el extremo final con un banco
amplio y una puerta, “la cancela”, y realizando el primer plantío de álamos. Sin
embargo la obra se abandona y el nuevo paseo no tiene el uso previsto. A lo largo del
siglo XIX son numerosos los intentos de terminarlo, con poco éxito, hasta que se
abandona definitivamente hacia 1850 (Calero Martín, 1993). La cesión de una parcela
colindante a cambio de realizar el plantío obedece a una de esas iniciativas y, de manera
indirecta, afectó al inmueble de Los Lavaderos públicos, a su entorno y acceso.
La incapacidad del poder para generar obras de infraestructura se pone de manifiesto
ya que éste recurre a contraprestaciones (en este caso establecer un plantío para
ajardinar) a cambio de la cesión de suelo público. En este caso, además, se ve afectado
el colectivo de lavanderas al que se les cierra el acceso y elimina parte del espacio de
uso.
El hecho de que la reclamación de las lavanderas se haga desde dentro, y sea un
miembro del Cabildo el que las defienda, pone en evidencia que la cesión de la
propiedad, realizada por el Cabildo anterior, quería anularse, en parte porque el
beneficiario no había realizado el plantío ni se ocupaba de la Alameda. Más que
salvaguardar los derechos de un grupo de mujeres trabajadoras, el Cabildo parece
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utilizarlas como pantalla para recuperar la propiedad. Este aspecto queda bien reflejado
en el largo y complejo proceso de enfrentamiento entre el particular y la corporación
que va a los tribunales.
El derecho de las lavanderas se esgrime como desencadenante del conflicto, es el
motivo de la reclamación, pero a medida que el proceso se alarga y se complica deja de
mencionarse y pasa a convertirse en un litigio entre particular y Cabildo por la
propiedad del terreno. Pocos datos se pueden entresacar sobre las características de las
lavanderas, su procedencia, número y sobre algunos aspectos de su oficio, a excepción
de una breve pero jugosa exposición que el litigante realiza y que dice “...por lo que
toca a las pobres lavanderas (...), mi intensión ha sido fabricar en mi terreno, por la otra
parte de los lavaderos un patio o corral adonde estas infelices y utiles mugeres que van a
colar su ropa, medio desnudas, tengan un parage comodo para este fin (...) lo que no se
ha podido verificar por las circunstancias pero se hará desde luego”. Palabras, no
exentas de ciertos matices peyorativos, que esbozan la condición de pobreza de estas
trabajadoras.
El segundo de los conflictos entre lavanderas y particulares por el uso del agua y el
derecho a lavar en lugares expresamente habilitados para este oficio aparece en 1858,
cuando tres mujeres que se declaran “lavanderas de esta población” y en representación
de “las demás compañeras” se presentan ante el Ayuntamiento para reclamar su derecho
a hacer uso de la Fuente de Las Negras, donde, desde antiguo, existía un lavadero. El
asunto que, en este caso, se debate es no sólo el uso de la fuente y el lavadero, sino la
merma de agua que se está produciendo ya que uno de los propietarios colindantes está
realizando excavaciones cerca del naciente para canalizar y regar con el agua extraída
sus cultivos.
El hecho entronca con la progresiva irrupción de particulares en la captación de
aguas subterráneas, fenómeno que se produce en Canarias, de forma generalizada a
partir de la segunda mitad del siglo XIX, y que estuvo ligado al desarrollo del regadío y
al aumento considerable de la población, especialmente en zonas urbanas (Núñez
Pestano, 1993)
La iniciativa privada va a desarrollar, a lo largo de la segunda mitad del siglo, toda
una serie de proyectos de captación y canalización de aguas subterráneas en el entorno
de la ciudad, perforando pozos y galerías junto a los nacientes, con el consiguiente
perjuicio para la población en general, que a corto plazo veía no sólo mermar sino
desaparecer, casi por completo, las antiguas fuentes vecinales de carácter comunal.
Es en este contexto donde afloran nuevos enfrentamientos que permiten reconocer la
existencia de las lavanderas, colectivo perjudicado, junto con el vecindario, de todas
estas captaciones, la mayor parte de las cuales habían obtenido permiso del propio
Ayuntamiento.
El caso de la Fuente de Las Negras es uno más, pero el análisis del expediente
permite entresacar algunos datos más y completar el perfil de estas mujeres. Así a lo
largo de la exposición sabemos que todas son analfabetas, que el oficio se ejerce en el
mismo lugar desde hace más de cincuenta años y del carácter hereditario de dicha labor:
las demandantes comentan ser hijas y nietas de las lavanderas que en otras épocas
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desarrollaron su trabajo en dicha fuente y para quienes se construyeron los lavaderos
existentes.
Entre 1867 y 1868 otro proceso de características similares se produce en el entorno
inmediato de la ciudad, en la denominada fuente del Drago, próxima a los barrios de
Gracia y La Verdellada, donde el barranco de Las Carnicerías formaba un importante
salto de agua, y donde existía una fuente de gran caudal y toda una serie de charcos que
la población vecina y las lavanderas utilizaban desde tiempos inmemoriales para lavar y
abrevar sus ganados.
En estas fechas, una empresa legalmente constituida para la captación de aguas
subterráneas, denominada “Empresa de Aguas de Gracia y del Perú”, comienza a
perforar en un lugar próximo, un solar previamente adquirido, con el objetivo de
canalizar el agua obtenida hacia otros sectores más alejados y poner en regadío grandes
propiedades cercanas. Para ello la empresa cuenta con todos los permisos y el apoyo del
Ayuntamiento que se esfuerza en potenciar todas estas iniciativas. La queja conjunta de
lavanderas y vecinos no se hace esperar ya que la captación realizada a escasos metros
de los nacientes ha mermado el caudal de la fuente y secado los grandes charcos. La
exposición de los demandantes pone en evidencia numerosas irregularidades e
incumplimientos legales por parte de la empresa que ésta intenta solventar ofertando a
los colectivos perjudicados la construcción de un lavadero y abrevadero suficientes para
las necesidades del vecindario.
El litigio que comienza en 1868 se prolonga sin solución hasta 1906. El vecindario,
que ha crecido considerablemente en estos últimos años, sigue reclamando el
adecentamiento del manantial y la construcción del abrevadero y los lavaderos, ya que
la población y el colectivo de lavanderas apenas puede utilizar este antiguo espacio de
uso comunal. En septiembre de 1906, el Ayuntamiento intenta remediar definitivamente
la situación y se compromete a construir dos depósitos de agua para surtir a los
lavaderos, colocar treinta piedras de lavar y un abrevadero, levantar un muro de
contención que proteja la obra y arreglar el camino de acceso. Los costos son asumidos
por parte del Ayuntamiento, de la empresa, denominada “El Drago” y de un particular
que aprovecha los sobrantes canalizando el agua hasta sus propiedades cercanas. Dos
meses más tarde, las obras de los lavaderos están finalizadas. El importante número de
piedras de lavar que se construye manifiesta el uso intenso de este tipo de equipamiento
por parte de lavanderas, aunque es bien previsible que el vecindario hiciera también uso
de estas instalaciones.
En ambos casos, la cuestión central es la progresiva privatización de las aguas, un
proceso continuo que originaba constantes enfrentamientos con el vecindario,
especialmente con las clases desfavorecidas que carecían en sus viviendas de cisternas o
aljibes y cuyo suministro estaba ligado al uso de las fuentes públicas.
Por otra parte, algunas disposiciones municipales ponen de relieve la actividad de
grupos de lavanderas que prestan sus servicios en la ciudad. Numerosas prohibiciones
de lavar y tender en las fuentes públicas se recogen en los Bandos de Buen Gobierno.
También existen algunos proyectos de crear nuevos lavaderos en La Laguna que nunca
se llegan a construir.
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Si bien los conflictos por el uso del agua y los espacios de lavado desvelan la
progresiva privatización de bienes comunitarios, de su análisis se infiere la existencia,
en La Laguna del siglo XIX, como en la mayor parte de las ciudades medianas y grandes
de todo el país, de un colectivo de mujeres trabajadoras, las lavanderas, invisible desde
el punto de vista formal, que de modo indirecto se hace visible cuando sus derechos son
quebrantados.
Este trabajo oculto, propio de la economía informal, era realizado por mujeres de
clases sociales humildes, sin instrucción, y normalmente pasaba de madres a hijas. Los
salarios derivados de esta actividad contribuían a aligerar las cargas familiares y en
ciertos casos, serían casi el único sustento de muchas familias pobres.
Debemos destacar que frente a otros trabajos realizados por mujeres, en épocas
pasadas, y que son difícilmente cuantificables, el oficio de lavandera presenta una
singularidad propia, y es el hecho de su significación espacial concreta. Se trata de una
actividad ligada a lugares precisos, previamente habilitados para su desarrollo, lugares
entendidos como infraestructuras urbanas que estaban generalizadas en la mayor parte
de los núcleos de población. El uso de estos espacios, públicos o privados, los
lavaderos, ha potenciado el conocimiento de las lavanderas y de su actividad. Ha
creado un archivo de imágenes propio que constituye el relato más expresivo de esta
vieja labor.
Al mismo tiempo esta dependencia espacial ha estado ligada al uso no sólo de una
parte del espacio sino también del agua y por tanto cualquier aspecto o conflicto con
este bien común ha hecho aflorar, como es éste el caso, una actividad ligada a la mujer,
que proyecta su trabajo en el hogar fuera de este ámbito, y lo hace visible.
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FUENTES
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AMLL Sección Segunda. Aguas 2, A-III, 9. 1958 y 10.1958
AMLL Sección Segunda. Aguas 1, A-II, 7 y 8. 1820-1821.
AMLL Actas de las Sesiones del 27 de julio de 1820 y del 30 de enero de 1821.
AMLL Actas de las Sesiones del 21 de enero de 1959 y del 29 de noviembre de 1860
AMLL Actas de las Sesiones del 16 de agosto de 1869, 21 y 28 de septiembre y 30 de noviembre de
1906
AMLL Sección Segunda. O II. Orden Público, Policía Urbana y Bandos.
Abreviatura: AMLL Archivo Municipal de La Laguna
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