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EL MAR EN LA MITOLOGÍA DE LOS BIMBACHES
Mª de la Cruz Jiménez Gómez
Sobra decir que en un medio insular, con un territorio reducido a 278 km, el mar es
una constante siempre presente en el paisaje y en el horizonte y que su influencia ha
sido decisiva en la conformación de los usos, costumbres y pensamiento de sus
habitantes.
Pero el mar, además de ser un referente ineludible para las poblaciones insulares, es
un imperativo aún mayor cuando, como en el caso que nos ocupa, se trata de islas que
se encuentran alejadas de territorios continentales, tanto por la distancia, como por las
dificultades de navegación que generan el régimen de corrientes y climatología que le
afectan, convirtiéndolas doblemente en isla.
Si a estas condiciones añadimos que no existen vestigios arqueológicos ni
información alguna que revelen que durante la prehistoria esta población poseía medios
y conocimientos técnicos suficientes para controlar el medio marino, es posible concluir
que el mar fue para ellos fuente de vida y límite de su universo, con los aspectos
positivos y negativos que esto conlleva.
Una de las preguntas que inevitablemente surgen al hablar de la población aborigen
de cualquiera de nuestras Islas, gira en torno al hecho y circunstancias de su
poblamiento, cuestión sobre la que, por razones de diversa índole, la investigación
arqueológica canaria sólo posee respuestas hipotéticas; que, no nos proponemos abordar
aquí por excederse a nuestro objetivo. Lo haremos sólo de forma específica debido al
tema central que nos ocupa: el mar, las condiciones insulares y su incidencia en la
cultura de los bimbaches. La información que hemos recopilado al respecto, muy
dispersa, está localizada en las fuentes arqueológicas, etnográficas e históricas.
Hablar de poblaciones insulares conduce ineludiblemente al mar, y a preguntarnos:
¿cómo llegaron?, ¿llegaron en embarcaciones sencillas arrastrados por la corriente?,
¿fueron traídos y dejados por naves de gran envergadura que luego partieron? Y,
finalmente, tanto si fue de una u otra forma, ¿supieron o pudieron controlar el mar,
después, para entrar y salir o quedaron atrapados?.
Las fuentes historiográficas contienen algunos de los relatos referidos a los primeros
contactos europeos, en los que se alude a la celebración de sacrificios relacionados con
algunas de las que eran sus creencias. Su análisis permite hacer algunas lecturas entre
líneas y plantear algunas hipótesis.
Entre ellos se encuentra uno, del que se conservan varias versiones, de especial
interés por su relación con el mar y que interpretamos como un “mito de retorno”. La
más antigua e interesante es la recogida en el siglo XVI por Gaspar de Fructuoso de
María y Lucia Machín, hijas del navengante vizcaíno Juan Machín.
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Cuenta el relato que éste, en 1447, apartado de su derrota estando camino de las
Indias “llegó a la vista de la isla (…) y decidió reconocerla y entrarla, y estando en el
puerto que vio apto para anclar saltó a tierra”, con objeto de reconocerla y capturar
esclavos. Sigue diciendo el relato que Machín y sus acompañantes hallaron a Osinisa,
rey de la isla, y a todos sus súbditos en torno a la celebración de un sacrificio, cosa que,
dice, era común entre ellos para que:
Dios le mostrase (al rey) lo que había de ser de él y de su gente; y que éste
había dicho a los suyos que unas gentes santas y buenas los habían de llevar de
ahí a otras partes, donde habían de tener mayores y mejores cosas que las que
allí poseían, y los tenía prevenidos para que, cuando estos santos y buenos
hombres los viniesen a sacar de aquel cautiverio, los conocerían porque no les
harían ningún mal y les darían buenas cosas, y que los que habían de liberar de
aquel cercado de agua vendrían pacíficamente. Esto era entre ellos muy corrido
y notorio y todos tenían la esperanza de ser pasados de allí a lugar mejor; y así
en nada se alteraron cuando Juan Machín apareció con los suyos (1964, p. 132)
Desentrañar el valor histórico de este texto requiere que se le analice teniendo en
cuenta la información sobre los posibles conocimientos náuticos de la población
aborigen, además de las circunstancias que afectan a la isla y al mar que baña sus costas,
y así conocer las incidencias que ambas han tenido facilitando o dificultando el acceso
y/o la salida de la misma.
Un primer hecho a valorar es que la arqueología no ha encontrado vestigio alguno
que pruebe el conocimiento y práctica de la navegación por parte de sus primeros
colonos. Sólo se cuenta con la representación de algunos grabados de barcos que, por su
técnica de ejecución y tipología, se han venido datando en fechas históricas pese a que
se ubican en las mismas estaciones donde existen otros grabados de clara filiación
aborigen.
Así que contamos exclusivamente con la posibilidad de aproximarnos al tema si
valoramos los otros dos aspectos, es decir: la posición geográfica y las características
orográficas de las islas; y el régimen de corrientes y vientos que le afectan, que pasamos
a ver.
El Hierro ocupa la posición más occidental del Archipiélago Canario, y la más
distante del continente africano. Las tierras más próximas se encuentran a 59,320 km, en
el SW de La Gomera y a 94,552 km, en el S de La Palma.
Es una isla de orografía muy abrupta, a modo de fortaleza natural que, para muchos
historiadores, le ha hecho merecedora de su nombre. Sus costas escarpadas y
acantiladas, con escasas playas, que unidas a la reducida plataforma litoral que rodea la
isla dificulta la formación de puertos naturales a lo largo de sus casi 100 Km de costa,
entorpecen sensiblemente las comunicaciones con el exterior. Las mejores
oportunidades se encuentran en algunos puntos de la vertiente sureste, sur y suroeste,
pero su posible utilización está en franca dependencia del régimen de vientos que
estacionalmente reina en estas latitudes.1
Para navegar hacia ella las comunicaciones están afectadas por la Corriente de
Canarias, como se conoce a una de las ramas de la Corriente del Golfo que a la altura de
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Las Azores se desdobla para descender paralela a las costas africanas, en dirección
NW/NE-S.S, aunque experimenta variaciones a lo largo del año.
A su paso por el Archipiélago, las islas entorpecen el libre desplazamiento de las
aguas que, al chocar contra sus costas motivan diferencias en velocidad y la formación
de remolinos que rizan el mar produciendo direcciones variables entre ellas que
ocasionan grandes dificultades para la navegación (T. Bravo, 1954, p. 20). Lo mismo
ocurre en las proximidades de cada isla en las que las corrientes marinas dependen de la
forma de sus costas (Geografía de Canarias, 1984, p. 24).
Desde el punto de vista de la climatología, el viento es otro factor indispensable para
navegar y, si bien en Canarias es posible hablar de numerosos tipos de tiempo que
producen un clima heterogéneo a lo largo de las estaciones, las Islas se encuentran bajo
el dominio de los alisios que soplan del N.NE, que se generan a partir del anticiclón de
Las Azores, de cuya potencia y localización dependen las variaciones que estos vientos
experimentan en el ciclo anual ocasionando serias dificultades a la navegación.
En el caso de El Hierro, las condiciones son más favorable para navegar hacia ella
partiendo del S de La Palma; NW de La Gomera y NW y SW de Tenerife para abordar las
cotas del N, E, y SE. Otra situación muy diferente es el retorno, pues que supone navegar
con los vientos enfrentados. Si la salida se intenta desde las costas orientales y
septentrionales, de configuración escarpada y carentes de puertos naturales, está sujeta a
los embates de los vientos alisios y a los violentos vendavales de componente E y SE
que azotan el Valle de El Golfo en verano y otoño. Y si se intenta desde la vertiente S-SW,
donde se enclavan los mejores y casi únicos puertos naturales y reinan las calmas
que dan nombre al mar que baña estas costas, tropiezan con condiciones solo superables
por navíos de envergadura, como ya apuntó L. Torriani a finales del s. XVI: “En
dirección S-W, el mar queda como muerto, sin viento, por el espacio de 150 millas; de
modo que los navíos que entran allí, en esta bonanza casi no pueden salir “(1959,
p. 209). Lo que quiere decir que para desembarcar en la isla era necesario: conocer las
condiciones marítimas (corrientes y vientos) que afectan a cada una de sus vertientes, a
menos que se trate de una navegación a la deriva o sujeta al azar y conocer la ubicación
de sus puertos naturales con posibilidad de arribo, como al parecer hicieron los
expedicionarios normandos en sus primeras aproximaciones a ella: “Y vinieron a la isla
de El Hierro y la costearon por todo su largo sin tomar tierra. Y pasaron directamente a
la isla de La Gomera” (Le Canarien, texto B, 1960, p. 115).
Un poco después sabemos que las naves de Juan de Bethencourt lograron el arribo a
la isla por la Bahía de Acanta, cerca de Tecorone, en el SW de la isla: “Se embarcó para
la del Hierro y tomó puerto en el término que los naturales llamaban Tecorone, que es
en las calmas de la isla, junto a otro puerto que llaman Iramase, y al presente Naos”
(Abreu Galindo, 1940, p. 63).
Si analizamos toda esta información: posición geográfica más occidental del
archipiélago; costas abruptas y pobres en puertos naturales; una corriente marina
dominante del N/NE a S/SW, y la presencia de calmas en aguas del S y SW; con
vendavales y vientos enfrentados que azotan las costas del N y SE, podemos convenir
que estamos ante la convergencia de un conjunto de circunstancias que convierten a El
Hierro en una doble isla, de más fácil arribo que salida, sólo superable por naves
dotadas de suficientes medios técnicos.
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Esta fue también la conclusión llegó Lepold Buch en el siglo XIX, en sus estudios
sobre la climatología y geografía las islas, cuando al referirse al régimen de los vientos
decía: “Estas circunstancias hacen que pocos hombres de la superficie de la tierra vivan
tan aislados como los habitantes de la isla de El Hierro…” (Geografía de Canarias, T. I.,
1984, p. 159).
El aislamiento es una recurrencia que se constata en la documentación historiográfica
sobre las navegaciones a la isla de El Hierro, como ya hemos visto en el fragmento
mitológico reproducido por G. de Fructuoso. Un aislamiento que parece indicar que el
primer poblamiento herreño se debió a la llegada de un contingente humano que, o bien
fue traído y dejado en la isla, o, lo que es menos probable, que arrivó de manera fortuita
en una embarcación rudimentaria que no pudo remontar las condiciones marítimas para
emprender la vuelta.
Encontrar una explicación más amplia requiere retomar el conjunto de las versiones
que se conocen sobre este mito que nosotros interpretamos como un mito de retorno.
Su interés, además de estar referido al modo como se produjo el poblamiento
insular, estriba en la importancia que la mitología reviste en la forma de ser y en
consecuencia, en el comportamiento de las comunidades humanas. Como expresa M.
Eliade: “Tenemos derecho (…) a hablar de una ontología arcaica, y solo teniendo en
cuenta esta ontología se llega a comprender –y, por tanto, a no despreciar– el
comportamiento, incluso el más extravagante, del ‘mundo primitivo’” (1972, p. 88).
Otra de las versiones conservadas es la de L. Torriani, menos extensa y prolija en
detalles, que dice haber recogido del perdido manuscrito del Dr. Troya. En este caso se
trata de un augurio que pone en boca de un adivino llamado Jone quien unos cien años
antes de la conquista, predijo que después de que él mismo hubiera muerto y sus huesos
hechos cenizas:
(…) vendrían desde lejos por mar, vestido de blanco, el verdadero Eraoranhan,
a quien debían de creer y obedecer. Y, después de muerto, lo pusieron, según
era costumbre, en una cueva bien tapada, y al cabo de cien años lo hallaron
hecho cenizas. De allí a pocos meses aparecieron los cristianos, en sus naves
con velas blancas; los cuales, por este signo, fueron creídos por estos bárbaros
ser verdaderos Dioses, y no hombres mortales como ellos; por lo cual no
hicieron ninguna resistencia, sino que los adoraron y les obedecieron, como
Jone les había dicho (1959, p. 214).
Una variante coincidente con la anterior se encuentra en la obra de Fr. J. Abreu
Galindo, refiriéndose a la llegada de Juan de Bethencourt a El Hierro narra, aunque con
mayor lujo de detalles, que:
Como los naturales vieron venir los navíos blanqueando con las velas, se
acordaron de un pronóstico que tenían de un adivino que había muerto muchos
años antes, (…). Dicen que muchos años antes que esta isla se convirtiera hubo
en ella un adivino que se decía “Yone”, y al tiempo de su muerte llamó a todos
los naturales y les dijo como él se moría, y les avisaba que después de muerto
él y su carne consumida y hechos cenizas sus huesos, había de venir por mar
Eraoranhan, que era al que ellos habían de adorar, que había de venir en una
casa blanca que no peleasen ni huyesen, porque Dios los venía a ver, y como
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daban crédito a sus palabras, quedó estos entre los naturales muy en su
memoria, con gran deseo siempre de verificar este caso, y porque los huesos de
“Yoe” no se trocasen y se conociesen cuales eran, los tenían separados en una
cueva con mucho recato. Pues como los naturales vinieron al puerto y vieron
venir los navíos blanqueando con las velas, teniendo en la memoria el
pronóstico de “Yone”, y lo hallaron todo hecho polvo y ceniza. Visto el
pronóstico cumplido (…) volvieron (…) a recibir tanto bien como les había de
traer Eraoranhan, su Dios (1940, p. 64).
La lectura de estos textos necesita de unas consideraciones previas que nos
permitirán aproximarnos de forma más objetiva a esta información.
En esencia se trata de un mismo relato pero que los autores sitúan en dos momentos
diferentes. Gaspar de Fructuoso en 1447, momento de la primera llegada de Juan
Machín en la que captura a Nisa, la hija del rey, a quien lleva como prueba al rey de
España casándose con ella posteriormente. Los otros dos textos, sin embargo, lo
relacionan con la llegada de Juan de Bethencourt en el año 1403 o 1404; a quién dicen,
reciben como a un Dios. Sin embargo R. Bontier y L. Le Verrier, posibles testigos de
los hechos y observaciones de su venida e intentos de conquista de algunas de las islas,
en momento alguno mencionan este mito o profecía en su obra Le Canarien. En
cualquiera de los casos nos hallamos ante una narración que, por su estructura, como ya
indicamos contiene todos los ingredientes de un mito de retorno que contiene datos
concretos que parecen estar señalando: un lugar, desde donde vinieron; y, el modo como
llegaron a la isla sus primeros pobladores.
Un lugar de origen recreado como un sitio dotado de diferentes bondades, lejano e
inalcanzable por ellos mismos, que en esencia es paradisíaco: pues es un lugar “mejor,
donde habían de tener mejores y mayores cosas”, donde se sentirían libres, fuera de
aquel cautiverio.
Y un modo de llegada, que se materializa en la única manera que conocen para salir:
por el camino del mar, utilizando navíos provistos de velas blancas; es decir en una
embarcación de envergadura que posee las condiciones técnicamente necesarias para
remontar los impedimentos que hemos descrito para el retorno o la salida de las costas
insulares. Ambos medios gozaron de un tratamiento significativo en la cultura aborigen,
como más adelante veremos.
El recuerdo de estos hechos quedó asegurado en el momento de pasar a formar parte
de la mitología bimbache, donde se ubican los espacios y los tiempos primordiales que
impregnan los modos de ser de los pueblos ágrafos. Un tiempo mítico
que no debe pensarse simplemente como un tiempo pasado, sino como presente
y también futuro: como un estado, a la vez que como un periodo (…). Este
período es creador, en el sentido que es entonces, in illo tempore, cuando tuvo
lugar la creación y la organización del cosmos, así como la revelación por los
dioses o por los antepasados, o por los héroes, de todas las actividades
arquetípicas (Eliade, 1992, p. 352).
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Un tiempo y un recuerdo que se hace omnipresente en la memoria colectiva mediante
las celebraciones periódicas de ritos estipulados para restaurar el tiempo original para
que
sirva de modelo y permita a las sociedades primitivas vivir en un continuo
presente, en un presente atemporal. Con esta regeneración periódica se anula el
tiempo real, de duración concreta y desprovisto de un modelo arquetípico,
evitando que su vida no lleve su carga ni su carácter de irreversibilidad (Eliade,
1972, pp. 82-83).
En definitiva, el mito y el rito consiguen las necesarias conexiones psíquicas y
emocionales de los individuos que van a quedar reflejadas en los modos de ser y de
estar, en sus aspiraciones y expectativas vitales, y, en última instancia, en los modos de
vida de estas poblaciones. Como ya expuso Van de Leeuw. “Basta conocer el mito para
comprender la vida” (de M. Eliade, 1992, p. 353). Es esto, en la búsqueda de una
interpretación, lo que ahora nos interesa.
Como ya hemos señalado, la revelación de estos acontecimientos ocurridos en ese
tiempo original y omnipresente, es trasmitida por seres de naturaleza relevante, (dioses,
antepasados o héroes, dice M. Eliade), que por su condición viven o son capaces de
vivir en esferas sociales o existenciales superiores, sin dejar de estar con los hombres y
de participar de su misma naturaleza, como a continuación tendremos oportunidad de
constatar.
La narración de G. de Fructuoso refiere que era Osinisa (Alvarez Delgado, 1961,
p. 187. Jiménez Gómez, 1993, p. 105), al parecer uno de los nombres de uno de los
últimos reyes de la isla, que tenía entre sus cometidos: mantener fresca la memoria: “les
tenía apercibidos (…), era muy notorio entre ellos (…)”; y celebrar sacrificios de forma
cíclica para que “Dios les mostrase lo que había de ser de él y de su gente”.
En las otras versiones había sido un adivino, “Jone, Yone o Yoe”, el transmisor del
mito. Un personaje dotado de facultades extraordinarias que le permitían vivir, conocer
y ver en otras dimensiones más próximas al mundo sobrenatural o divino, y que lo
reveló justo en el momento de su muerte, cuando se preparaba para partir
definitivamente hacia esa otra vida del más allá. Un dato de interés es que se trata de un
individuo que conservó su personalidad o individualidad, que no pasó a formar parte de
la categoría grupal de “los antepasados”, pues no sólo se conservaron su nombre y sus
dotes, sino que fue sepultado en un lugar y en unas condiciones especiales, diferentes a
las habituales en la población bimbaches que enterraba a sus muertos en cuevas de
carácter colectivo. Su tumba necesariamente debió ser conocida por todos, por pura
necesidad de utilizarla como signo de la venida de los “tiempos de la liberación”.
Todos estos matices dan a Jone o Yone, el carácter de un personaje mítico que,
además, según L. Torriani vivió unos 100 años antes de la conquista, cifra que de forma
genérica se suele utilizar sinónimo de algo muy antiguo, desprovista del valor en tiempo
real. En el relato de Fr. J. Abreu Galindo había vivido “muchos años antes” de este
acontecimiento, y que este suceso habría de ocurrir “después de muerto, su carne
consumida y hechos cenizas sus huesos”, hecho, este último, que en su proceso natural
se produce en el transcurso de un período de tiempo extraordinariamente largo.2
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En la segunda parte de este análisis es posible desentrañar el contenido mítico que
afecta a las creencias/expectativas sociales de esta población que ponía su centro de
atención en “la espera de seres divinos” que vendrían a conducirles a tierras
paradisiacas, donde había la riqueza, la felicidad y la libertad que ellos no tenían.
Es desde este sitio, desde “… lejos por mar” (L. Torriani), es decir, desde un lugar
que no está en el espacio concreto, que vendrían gentes “santas y buenas”; o lo que es lo
mismo, dotadas de unas virtudes universalmente atribuidas a Seres Superiores (G. de
Fructuoso). Las otras versiones dicen que “(…) vendría por mar (…) vestido de blanco,
el verdadero Eraoranhan” (L. Torriani); o que “(…) había de venir por mar Eraoranhan,
que era al que ellos habían de adorar”. Debemos recordar que en la Cosmogonía de los
bimbaches, así llamaban a su Dios o principio masculino al que nunca personificaban,
que vivía en el cielo, con el que para relacionarse tenían una divinidad secundaria que
actuaba de intermediario que llamaban Aranfaybo (Jiménez Gómez, 1993, p. 114).
En ambos casos se está a la espera de “un salvador” que reúne todas las condiciones
de la divinidad, necesarias para tener la garantía de que el objetivo que se busca será
alcanzado. No obstante no deja de llamar la atención, cuando el salvador es Eraorahan.
Esto significa de alguna manera que su presencia física también lleva aparejado
restablecer los lazos materiales entre el cielo y la tierra, entre el Dios Supremo y la
población bimbache sumida en el exilio, de la que se había alejado formalmente, tanto
por el lugar donde ellos creían que vivía, como por la prohibición que en sus creencias
tenían de representarle de forma directa.3
Esto, creemos, viene a reforzar nuestro convencimiento de que se trata de un Mito de
Retorno en el que queda materializada “la añoranza del paraíso perdido” en el inicio de
los tiempos, universalmente contenidos en los Mitos de Creación, al que no es posible
llegar por el impedimento infranqueable que el medio marino representaba para esta
población que no conocía artes de navegación con la suficiente complejidad como para
salir del espacio insular. Por eso los bimbaches creían que esta barrera sólo podía
superarse con una fuerza de rango superior que caía en el ámbito de las fuerzas divinas,
y sólo era superable por seres extraordinarios.
De lo anterior, de esa actitud de espera que tenían, deriva su manera de valorar la isla
y del mar. La primera, como “lugar cercado” y, el segundo, como “una fuerza superior”
que constituye un auténtico cerco que les deja aislados y sometidos al cautiverio, al
exilio de su verdadero sitio. Encontramos aquí dos matices que parecen obedecer a la
idiosincracia aborigen y su manera de relacionarse con la isla y el mar, que podríamos
ver en otros fragmentos conservados en los antiguos relatos historiográficos.
En primer lugar, la gran predisposición que parecen tener para salir de la isla, como
mostraron los nativos para subir a las naves y partir hacia otros lugares, como queda
expuesto por los propios capellanes del conquistador:
Y todavía el año 1402 fueron presas, según dicen, cuatrocientas personas, pero
los que ahora quedan allí hubieran venido, de haber algún intérprete, para
enviarles (Le Canarien, 1960, pp. 154-156).
Entre ellos se encontraba el propio rey de la isla que, aconsejado por el indígena
Augeron pariente del mismo que había sido esclavizado y ahora traído como intérprete,
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se presentó voluntariamente para acompañar a Bethencourt junto con cien herreños de
los que, posteriormente, una parte fue vendida, otra se la reservó el conquistador para sí
e hizo intervenir en la conquista de Gran Canaria.
G. de Fructuoso también recogió como una actitud propia de los isleños esta
“predisposición para embarcar”:
“(…) como son prácticos y discurren bien, bien pronto comenzaron a emigrar (…)”
(1964, p. 135); mostrando un desapego a su tierra que no suele ser propio de pueblos
conquistados y, generalmente, despojados de ella.
Este sentimiento de una población que fue llevada y abandonada en la isla también
queda explicitada en la obra de G. de Fructuoso cuando trata de las costumbres y de
cómo eran y hacían sus viviendas:
(…) hay cuevas en roca y en tierra, hechas la mayoría de ellas a mano, (…) que
cuando los naturales fueron echados allí de antiguo, les quedaron instrumentos
de hierro con los que las hicieron; y no quedándoles instrumentos de fragua y
fuego (…), todo lo consumió el tiempo (1964, p. 135).
Que también se manifestaba en el carácter de la gente. Fr. J. Abre Galindo narra
como esta “(…) gente era muy triste, de mediana estatura, cantaban a manera de
endechas tristes en el tono y cortas (…)” (1940, p. 59)
Por último, en el mito encontramos cuáles eran las señales que habían de acontecer y
que servirían de referentes para dilucidar de forma certera el momento anunciado.
Una de las señales indicativas de estar en lo cierto era que esto ocurriría cuando los
restos de Yone, el adivino, estuvieran convertidos en cenizas, que pudieron confirmar
gracias al carácter diferenciador de su sepultura.
La llegada de embarcaciones de vela, era otro de los signos de los nuevos tiempos.
Su avistamiento, al menos, era ya frecuente antes de la llegada de Bethencourt a la isla.
Por diferentes motivos, entre los que están refieren las frecuentes razzias llevadas a cabo
por navíos de diferentes naciones para la captura de esclavos; objetivo que cuentan era
prioritario pues mediante la venta en el comercio esclavista se conseguía cubrir los
gastos de la expedición.
(…) y solía estar poblada por mucha gente, pero varias veces fueron presos y
conducidos en cautiverios a países extraños (Le Canarien II, 1960, p. 232).
También, Juan de Bethencourt, una vez tomada la isla:
(…) Se embarcó en tres navíos con todo lo que pudo haber de orchilla, cueros,
cebo y tocinetas, y muchos esclavos (…) (Abreu Galindo, 1940, p. 67).
Así, la espera de “naves con velas blancas” o “casas blancas” necesariamente debería
ir refrendado por el cumplimiento de otros signos. Entablar contacto personal que les
permitiera conocer que, efectivamente, “se trataba de hombres buenos y santos o, de
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Eraoranhan”, era la última observación que establece el orden de los hechos contenidos
en el mito.
Las fuentes históricas, salvo raras excepciones coinciden en señalar que el
desembarco y la toma de posesión de la isla fue sin violencia alguna, y si bien algunos
señalan el natural recelo de la población J. de Bethencourt fue muy bien acogido por
éstos:
(…) desembarcó (…) creyendo tener alguna refriega con los naturales. Y como
vio que no se habían alterado no hacían muestras de defensa (…) daban
muestras de contento y alegría, fue hacia ellos con recato, los cuales lo
recibieron y llevaron donde tenían sus moradas, dándoles todo lo que tenían
(Abreu Galindo, 1940, p. 64).
Otra cosa muy diferente es que esto se ajustara a la realidad; pasado los primeros
momentos, es sabido que surgen serios problemas con el capitán Lázaro Vizcaíno, que
es muerto en manos de un indígena a causa del mal trato que tenía para con sus mujeres.
Es decir, se desarrollan hechos que necesariamente debieron de sacar de dudas a los
indígenas que aún eran presos del encantamiento producido por la llegada de aquellos
personajes míticos que debían de salvarles.
Si esto fue así, también a la llegada de Juan Machín, casi 50 años más tarde, pese a lo
acontecido anteriormente el mito parece seguía estando vigente manteniendo viva la
espera de los nativos por ser liberados. Y, de nuevo, la historia se repite al apreciar los
nativos que el comportamiento que Machín tiene con la hija del rey, a quien captura y
abofetea para conducirla hacia sus naves, en modo alguno se correspondía con las
características que debían de adornar a su liberador:
Viendo esto el rey su padre dijo a los suyos: no son estos los hombres buenos y
gente que nos vienen a buscar. Y diciendo esto se movieron contra Juan
Machín con piedras y con sus palos tostados duros como piedras (Fructuoso,
1964, p.133).
Varios años más tarde el propio Machín es capaz de solventar esta situación
conducido por el asesoramiento que Nisa había dado y al aprendizaje de la lengua
bimbache consiguiendo, con ello, establecer lazos de convivencia con Osinisa y tomar
posesión pacífica de El Hierro.
Retomando el título de este trabajo, el mar en la cultura bimbache se nos revela como
una “fuerza superior” que debieron tener en especial consideración de la que, a la par
que obtenían beneficios: especialmente recursos que significaron un aporte importante
en su dieta, era, además, el camino de retorno. Pero, también, sintieron sus efectos
nefastos por ser ésta la vía por donde les había llegado el azote de la esclavitud y el
desarraigo de buena parte de sus gentes; y lo que es más importante, por las dificultades
que presentaba remontarlo. Aspectos que necesariamente, de alguna manera, deberían
verse reflejados en los vestigios que se conservan de su cultura, así como en las fuentes
etnohistóricas.
Un apunte interesante al respecto lo ofrece la información arqueológica que las
excavaciones que hemos practicado en la isla, aunque escasas, han aportado para el
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conocimiento de las características y desarrollo de su cultura. Estos vestigios muestran
unas industrias y unas pautas económicas muy homogéneos, sin cambios sustanciales
más que en el modo y variaciones cuantitativas en que se acumulan las especies
faunísticas a lo largo de estos depósitos de suelo; lo que nos sugiere, junto con la gran
simplicidad industrial, especialmente la tosquedad y baja calidad técnica y efectiva de la
alfarería, que la cultura bimbache no sufrió más cambio que el experimentado por los
moldes que traían de la cultura madre, o de origen, en su proceso de adaptación al nuevo
medio.
Quizás por la escasez de la información, aún no estemos en condiciones de hacer
extensivos estos datos que se observan en algunos yacimientos a todos el conjunto
insular. A este nivel general, los únicos cambios que hemos apreciado hasta el momento
se refieren a las prácticas funerarias en las que es posible hablar del uso de la
inhumación y de la cremación.
Y a la tipología de los grabados rupestres, en la que pueden distinguirse tres grandes
apartados: geométricos, figurativos y alfabéticos que, en general, se presentan asociados
en los mismos lugares por lo que necesariamente no tienen que obedecer a un cambio
cultural y cronológico siendo posible su coetaneidad; especialmente si se valoran las
características de las inscripciones herreñas que, por su extensión, no permiten hablar
sino de frases cortas o nombres no sabemos de qué o de quién (topónimos,
antropónimos…). Incluso estimamos la posibilidad de que podrían haber perdido su
valor alfabético y ser repetidas de memoria, como si de un ideograma se tratase y con
los que se asocian; pasando a significar ambos tipos de signos la misma idea o cosa.
Lo que sí queda muy claro lo largo en los registros arqueológicos es la importancia
que tuvo el mar en la economía bimbache. Como es sabido el principal apoyo
económico de los aborígenes herreños fue la ganadería basada en el pastoreo de ovejas,
cabras y cerdos, estos dos últimos criados en régimen de suelta. Sin embargo, a la luz de
los registros arqueológicos también fueron de gran importancia la caza, la pesca y la
recolección terrestre y marina. Los productos así obtenidos apuntalaron notablemente la
dieta aborigen a lo largo de toda la prehistoria. En lo que al mar se refiere mediante el
marisqueo, la captura y la pesca.
La manifestación arqueológica más espléndida que deriva de esta faceta de su
economía la constituyen los concheros. Su nombre y definición se deben, precisamente,
a la enorme concentración de caparazones y restos de peces que se mezclan con restos
de fauna terrestre, carbones, cenizas, fragmentos de vasijas y, sobre todo, de útiles óseos
y líticos con formas adecuadas para la extracción del marisco, como punzones de hueso
y puntas de piedra; o cantos rodados para romper los caracoles que dificultan el acceso a
la parte comestible. No existe poblado o asentamiento humano en El Hierro, donde no
haya restos de fauna marina, lo que deja suponer que el mar fue la otra gran despensa de
los bimbaches. Los concheros se esparcen por toda la isla, pero su significación aunque
se relacionan directamente con las prácticas alimentarias, no siempre poseen el mismo
valor cultural. Unos, los más próximos a la costa y a lugares de habitación, son propios
de los usos de la vida cotidiana. Otros, tierra a dentro o distantes en altura aunque
próximos al mar, sobre los letimes o bordes de los acantilados, obedecen a comidas
comunitarias vinculadas a prácticas mágico-relgiosas que en esta ocasión nos servirán
de nexo entre el mar y ciertos aspectos de la ideología de los primitivos herreños.
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Nos centraremos en ese segundo tipo de concheros que se insertan en contextos
arqueológicos que tienen que ver con el mundo funerario o con prácticas religiosas en
general. Éstos forman parte de otros conjuntos arqueológicos más complejos integrados
por aras de sacrificios, grabados rupestres, construcciones circulares y sepulturas que se
ubican, de forma especial en la vertiente del SW, ocupando un amplio territorio que
genéricamente se conoce hoy como El Julan, y que se interpreta como uno de los
lugares sagrados más importantes de esta población (Jiménez Gómez, 1991).
La tradición oral recogida por los primeros historiadores hablan de la costumbre de
los insulares de celebrar comidas comunitarias que reunían a la población de toda la
isla. Sin especificar el motivo de estas reuniones dicen que
Cuando hacían junta y se convidaban, que llamaban “guatatiboa”, mataban
una, dos o más reses ovejunas, las que parecía que bastaba para la fiesta, y
regocijarse (…) (Abreu Galindo, 1940, p. 61).
A. Tejera y R. González (1987, p. 44) interpretan que estas ovejas seleccionadas
correspondían al pago de un tributo que se hacía al rey para que éste las repartiese
mediante la celebración de un banquete. Sin dejar de admitir esta posibilidad dado el
tipo de organización de la sociedad, no tenemos constancia arqueológica de esta
práctica tal como la narran las fuentes escritas ya que los únicos vestigios que podrían
corresponder a estas concentraciones de gente, por su contexto arqueológico, son los
concheros a los que nos venimos refiriendo; sin embargo las especies de fauna que están
presentes son predominantemente marinas y, en porcentaje mucho menor, cerdos,
cabras y ovejas pareciendo señalar variables a lo dicho anteriormente o reflejar
motivaciones diferentes en los comensales.
Las prácticas funerarias bimbaches son cada vez mejor conocidas; ha sido frecuente,
también, encontrar concheros en las proximidades de sus necrópolis, generalmente
realizadas en cueva natural y de tipo colectivo. Se desconoce si en estas ceremonias se
realizaban ofrendas a los difuntos, pero es frecuente encontrar en el interior de estas
sepulturas algunos ejemplares de moluscos marinos; de manera especial están presentes
a modo de amuletos que debieron acompañar a los cadáveres, a modo conchas que
conservan su forma original y han sido provistas de una perforación para ser
suspendidas como colgantes o cuentas confeccionadas en vértebras de pescado
perforadas. Se trata de piezas que sin dejar de tener una función como adorno personal,
tienen un valor específico dentro del mundo de la magia. Por ello es también frecuente
encontrarlos en las viviendas, donde aparecen piezas elaboradas a partir de conchas de
moluscos, de vértebras de peces, o piezas en curso de elaboración sobre materiales de
origen marino. Excepcionales son los hallazgos de caracoles pintados de ocre rojo, o de
lapas utilizadas como recipientes para contener esta misma tintura, únicas
manifestaciones de la práctica de pintar y del uso de ocre tan frecuentemente
relacionado con el origen de la vida y las creencias mágico-religiosas de muchos
pueblos prehistóricos.4
Finalmente, cabría preguntarnos por el significado y relación con todo lo expuesto
tienen los grabados de barcos de vela que, persistentemente, hemos encontrado en las
mismas estaciones rupestres aborígenes, a veces superponiéndose a estos mismo o junto
a ellos a lo largo de barrancos y lugares que tenían una significación relacionada con su
mundo mágico-religioso, como son: Barrancos de El Cuervo y de Tejeleita, o, próximos
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XV Coloquio de Historia Canario-Americana
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al mar, en estaciones donde predominan las inscripciones alfabéticas: Cueva de La
Cándia, Roque de La Caleta… Su ejecución, realizada mediante el rayado, una técnica
distinta y más reciente, posiblemente de la época o posterior a la conquista.
Una de las respuestas podría ser el valor simbólico que desde siempre tuvieron las
naves de vela para la mentalidad aborigen, inserto en la dinámica mitológica a la que
nos hemos venido refiriendo. Pero, ¿continuaron los barcos siendo el simbolismo de
libertad, de salida de la isla, para los insulares? Al respecto, sólo queda apuntar la
pervivencia de las costumbres e ideología de estas gentes a lo largo de los siglos
prolongándose hasta hoy, aunque enmascarados bajo el lenguaje y las imágenes de la
nueva cultura y de las nuevas creencias; estos grabados pueden ser una de aquellas.
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NOTAS
1 Una relación de los puertos naturales de la isla puede encontrarse en Mederos Martín, A. et al.,
1998.
2 La práctica de la incineración no ha sido hallada en las sepulturas aborígenes herreñas.
3 Según Fr. J. Abreu Gaindo (1940, p. 62), los dioses principales vivían en los cielos, y en el plano
terrestre fingían su habitación en dos peñascos que se encontraban el en término que llamaban
Bentayca. Las únicas representaciones de la divinidad se encuentran en los podomorfos o huellas de
pié grabados en todas las estaciones rupestres insulares.
4 El estudio global de los amuletos aborígenes encontrados en la isla también ha determinado el uso
de materias primas de aquellas que pertenecen a las especies terrestres integradas en la economía y
base de la subsistencia aborigen, a las que hacían participar activamente en sus ritos y ceremonias.
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