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m PARALELISMOS ENTRE CANARIAS Y AMÉRICA: E O UTILIZACIÓN ETNOLÓGICA DE SUS PRIMEROS =m O CRONISTAS EE S Agradezco la invitación que se me ha hecho para venir a Canarias, porque gracias a ello he podido comprender, de manera quizá defi-nitiva, hasta qué punto estas Islas fueron una escala estratégica par2 descubrir el Nuevo Mundo. Obligado por esta «afortunada» ocasión, válgame la intencional parodia, he descubierto nuevos aspectos de las crónicas españolas de América a la luz de las que estas Islas produ-jeron. Aspectos sospechados ya, y muy viejos en cierto sentido, no sólo por los años que llevo ocupándome de ellos -llevado de la mano de mi profesor don Juan Pérez de Tudela desde el curso 1965- 1966, que me devolvió a mi paisano fray Bartolomé con ocasión cen-tenaria de su muerte--, sino por las manos y bocas por las que ha pasado el tema de mi tezis doctoral, a pesar de la aparente novedad en el ámbito académico. Me refiero al contenido etnográfico y etno-lógico de las crónicas españolas de América. El paralelismo que hoy quiero abordar no es nuevo tampoco para mí, aun cuando esta visita me haya ofrecido la ocasión de hncerlo más y más evidente. Ya desde 1968, me planteaba yo el caso canario como un antecedente del americano a nivel de la necesaria producción etnológica que tiene lugar en toda situación colonial: me bastó conocer la traducción que hizo sir Roberts Clement Markham de fray Alonso de Espinosa en la Hakluyt (1907) para comprobar que la conquista canaria también había producido crónicas de interés etnológico. Si no, el conocido peruanista inglés no se habría molestado en incluirlo en la colección dedicada a Richard Hakluyt, que al estilo de su continuador Samuel Purchas y de sus antecesores Ramusio y De Bry, tanto reco-gieron de crónicas españolas de América a poco de escribirse éstas. Quien había emulado a Jiménez de la Espada, del cual aprovechó no sólo sus publicaciones (Cieza y Libro del Conoscimiento), sino hasta descdbrimientos (FraficiSco de A&), y *ieanpur tS a la cerca de la veintena de crónicas de interés etnológico sobre América (entre ellas, varias en primera edición, como la Mitología de Huarochirí citada, la Vida y Obras de Don Alonso Enríquez de Guzmán y la Na- rración de los ritos y leyes de los Incas de Molina y Polo), no habría acogido al P. Espinosa como autor a traducir por él mismo, añadién-dole un «interesantísimo repertorio bibliográfico sobre historia cana-ria », a juicio del profesor E. Serra ', a menos que su obra contuviese valor para la historia prehispánica de Tenerife. YO había procurado informarme, además, algo sobre el paraleiismo histórico que pudiera haber entre la conquista canaria y la americana, para poder relacionar aquella producción literaria de tipo etnológico de ambas con su contexto social. Siendo aquel apartado canario algo externo a mis propios intereses de entonces, me conformé con ligera: nociones obtenidas del conocido artículo de Silvio Zavala en Tierra Fivme (Madrid, 1935-1936)) y de dos manuales de Historia de América como el de Morales Padrón (Madrid, 1962, pág. 131) y de J. H. Elliot (1965, 35-57). Creo que quedé tan convencido que se trataba del mis-mo sistema colonial y de un mismo tipo de producción etnoiogica (cro-nicas de religiosos, a quienes su profesión le obligaba al conocimiento mínimo de la cultura aborigen) que no volví a ocuparme del tema. Uri-licé el caso canario como el de la conquista aragonesa del Mediterráneo y la castellana de Granada, como simples ejemplos de situaciones sc-dales, que daban lugar a inevitables obras y personajes interesados en costumbres indígenas (caso de Raimundo Lulio en Aragón, o de Her-nando de Talavera en Granada). Quizá comprendan mi preocupación «socioIogista» en tema tan apa-brentemente alejado como el estudio de las crónicas si se hubiesen en-contrado en mi lugar: me hallaba ante un enorme montón de estudios especializados sobre cada cronista, que resaltaban su rico contenido etnológico (Sahagún, Landa, Tovar, Motolinía, Berna1 Díaz, Cieza de León, Bernabé Cobo, Polo de Ondegardo, Acosta, Fernández de Ovie-do, Pedro Mártir, y toda una tropa de «gramático:», siguiendo las huellas de Nebrija) como para atreverme a iniciar otro estudio. Ya estaba más que suficientemente demostrado el hecho, y sin embargo ninguna de las Historias tradicionales de Antropología se molestaba en incluirlos seriamente? ya sea por entrar en un período precientí- 1. SERRA RAFOLS (1943): Revista de Historia, 61, p. 280. Cfr. mi comunicación a la Primera Reunión de Antropólogos Españoles, publicada por la Universidad de Sevilla, 1975. pero realizada en 1972. Allí intento valorar la utilidad de las traducciones de crónicas españok de América por ciertas editoriales de orientación etnológica, comr, signo de valor etnológico en términos de prueba extrínseca. Desgraciadamente, el caso de primeras ediciones extranjeras de nuestras crónicas no es s610 un fenómeno ameri-canista, y se da también en el ámbito canario: ahí está el caso del P. Abréu Galindo, editado en Loricires dos veces (1764 y 1767: por ehra de! escec6s Geirge Glzs, y er! Alemania (1777). antes de que en las Islas comenzara el movimiento romántico y se recuperase al P. Abrh junto con el P. Sosa, el P. Espinosa, Sedeño y otros de menor valor. fico, o incluso por considerar improbable que la España de la Leyenda ,Negra diera lugar a elaboraciones teóricas de interés. En realidad, lo que sucedía es que cada escuela nacional conocía sus propios ances-rros, y no remontaban lo conocido sino para enlazar con el período clá-sico grecolatino, al que consideraban paradigma de la libre inquisición y del humanismo. Así que no me quedaban muchas salidas, fuera del análisis crítico de la propia ciencia, dentro de cuya hi~torio~rafieam - pezaba a abrirse paso la corriente «sociológica» que intentaba entender las peculiaridades y semejanzas de los muchos precursores, a la luz de las condiciones diferentes y semejantes en que se haya desenvuelto su labor. Uno de los caracteres fundamentales que acompañó siempre a la investigación etnológica fue la situación colonial expansiva, que permitía acercarse a pueblos nuevos. En relación con este factor, se ha puesto de moda establecer una correlación directa y mecánica, :e-gún la cual toda obra etnológica ha servido a la situación colonial en que surgía: posición que podemos ejemplarizar en la obra Antropologia y Colonidismo de Gerard Leclerc, recientemente traducida, y a la cual hemos criticado en su momento '. Aceptado, aunque críticamente, este enfoque, me encontraba teó-ricamente capacitado para argumentar que si España tuvo colonialis-mo, debió tener producción etnológica, a menos que se demostrare en qué podía consistir la excepción. Las otras condiciones también se dieron en varios momentos de la historia patria: mínimo clima de tolerancia, comunicación erudita interurbana e internacional, sociedades y gremios de eruditos, etc. No obstante, luego de etta base teórica fir-me, faltaba seleccionar cuáles habían sido verdaderos creadores de teoría y de nuevos y sólidos conocimientos sobre sociedades coloni-zadas, cuáles primero y cuáles después, y con quiénes de fuera del ámbito hispánico -donde, eso sí, la produccijn etnolópica ha obte-nido un rango académico mayor, anterior y más continuo-; estaban en deuda, y finalmente en qué lugar y puesto de la ciencia -ya no en términos puramente nacionales- debían situarse. Todo esto fal-taba por hacer. Yo me vi muy ayudado de la información que me fue llegando de Estados Unidos, donde las crónicas españolas han cumplido el papel de rellenar la información sobre pueblos aboríge-nes extinguidos, y del período prehispánico 3. De otra parte, la corta 2. Vid. mi recención. acompaiíada de proposiciones para España en ~Antropologia y Coioniaiismo: Anoraciones para ei caso españoiu. Revista de ia Opinión PUbIica, Madrid, 1975, 42: 145-155. 3. A nuestro alcance esta una prueba evidente del interés etnohistórico que se concede en Norteamérica a la documentación y crónicas españolas. Cfr., de GEORGE FOSTER:K A S ~ ~ Can~trOopSo l6gicos de la conquista española de América,,, Anuario de historia nacional no le permitió remontarse muy lejos en una historia nacionalista de la ciencia, lo que le obligó a reconocer los préstamos exteriores; y, f,inalmente, el amplio y variado desarrollo de esta cien-cia, al mismo tiempo que sus conflictivos contactos con la política co-lonial, habían propiciado una intensificación de enfoques críticos y unas multiplicación de las h,istorias de la ciencia. Todo esos factores me ayudaron bastante a situar el valor histórico, dentro de la ciencia, de las crónicas españolas de América. De toda esa producción histo-riográfica norteamericana, voy a utilizar hoy un autor, y solamente una idea suya, que sirve perfectamente para ilustrar su valor tanto en la historiografía canaria como en la universal, a la que va original-mente referida. He procurado ilustrarme en historiogafía canaria antes de decidir-me a elegir este tema para mi participación, y espero en otra ocasión mos-trar otros paralelos canario-americanos que se derivan de este mi primer acercamiento serio. Debo a Ia magnífica Revista de Historta, actual-mente Canaria (1957) la poca información con que cuento en historio-grafía canaria, y en especial a los artículos de los señores Bonnet, Serra Ráfols, Alvarez Delgado, D. J. Wolfel, Cioranescu, De la Rosa Oli-vera, Miguel Santiago. Sin olvidar algunas orientaciones aparte de los señores Rumeu de Armas, Morales Padrón y al inolvidable Torres Campos. Gracias a ellos he podido caIibrar la importancia de1 Libro del Conoscimiento, del Canarien y de las relaciones de Da Recco, Ca Da Mosto, Jaldún, Hemmerlin, Bergeron, Azurara, Gomes, Valentim Fernandes, aparte las relaciones de los cronistas canarios, incluso anóni-mos, y de los cronistas castellanos, generales y de Indias. La crónica en que voy a poner hoy el énfasis va a ser la de Nicolosso Da Rec-co (1341)) y ello tanto por la importancia cronológica temprana de su texto como por su contenido, supuesto copista, y sobre todo por la pertinencia a la historia general de la Etnología. Veamos primero lo que dicen las historias de esta ciencia, para tratar de utilizarlas en pro-vecho de un paralelismo canario-americano. xv7-ü-~--i i v aa trae? a iiUCSEiO an&sis üno de !os articdos mis lúcidos que se hayan escrito -y conste que tengo conocimiento de unos cuan-tos centenares, que deben representar cerca del 90 por 100 de este campo, según mis cálculos- dentro de la historia de la Etnología. Estudios Atlánticos (1934), vol. VIII, núms. 33-4, pp. 154-71. Igualmente, la intervención de Pedro Carrasco en el Congreso Internacional de Americanistas de Sevilla (1964), en que se trata de un español exiiiado en i939, incorporado a ia ÜnivcrsiYaci noríeameri-cana. También entre nosotros han insistido en esto los profesores Alcina Franch y Jimenez Nufiez, orientados en aquella tendencia norteamericana que, por supuesto, no es exclusiva . No se trata del estudio de un autor, como la mayoría, ni siquiera de una escuela nacional, sino que representa un enorme esfuerzo por inte-grar toda la producción de este campo hasta el Renacimiento: todo ello en veinte páginas. Se ha convertido ya en un clásico, de obligatoria cita en todos los que rozan el tema con buena información. Y, además, es uno de los pocos que están concebidos con una idea moderna y coherente de la historia de la ciencia hasta la actualidad. Me refiero a The Renaissance Fozrndations of Anthropology, de John Howland Rowe 4, conocido incaísta de la Universidad de Berkeley, famoso por su dominio de las crónicas americanas y por su aplicación de la arqueo-logía clásica al campo americano. Formado en lingüística y arqueología clásica, su artículo es de alguna manera sorprendente por su despego con relación a la producción etnológica del mundo grecorromano, tan apreciada por otros; su táia histórica y su entrega al incaísmo puede medirse por haber recibido en 1957 el premio Robertson de la Ame-rican Historical Ass. y en 1968 el nombramiento de Oficial de la Orden del Sol, el distintivo más alto civil del Gobierno peruano, sólo concedido al parecer entre los norteamericanos anteriormente al ex-historiador Philip A. Means s. Prescindiendo del detenido análisis del artículo a la producción clásica, medieval y renacentista, pasemos a la tesis fundamental, y la breve alusión al área canaria. Para Rowe, la Antropología, en cualquie-ra de sus ramas (cultural y física), consiste en «el reconocimiento de la importancia científica de las diferencias físicas y culturales (y ello) le distingue fundamentalmente de otras disciplinas interesadas en el hombre y la conducta humana. De manera que la historia de esta idea es una parte singularmente importante de la historia de la antropo-logía » (1965, 1) * Para Rowe, estas diferencias sólo son perceptibles a condición de existir lo que el conocido historiador del arte medie-va1 E. Panofsky dice que careció el Medievo y el mundo clásico: una perspectiva histórica distante respecto al fenómeno en cuestión; de ahí que para Rowe la Antropología tenga su origen en el movimiento lin-güístico y arqueológico a que asistió la Italia renacentista del siglo XIV: «El Renacimiento comenzó en el XIV como una reacción contra los 4. American Anthropologist, 1965, vol. 1, pp. 1-20. 5. Dato extraído del articulo de su alumno EUGENE A. HAMMEL: uPeck's Archae- ,l.o.g ist., pp. 13-9, de Papers in honor of J. H. Rowe, publicado como número 40 de v..-..,.,... ".-• ---- 7 e-- ,.S AX,UGUG, nrrrrupurv(;;~u: ou&r-y -..T. ü p í i ~ ,S piiiig, i9G. En ei riúnicro de iSá4 de e s h revista viene el articulo que Rowe dedicó al siglo XVI español, destacando la posible conexi6n entre el P. Acosta y Morgan. Tengo entendido que Jiménez de la Espadh recibió un honor parecido. Cfr. Prólogo de MART~NEÍC. ARRERASa las Relaciones Ceo-gráficas de Indias (Perú), BAE. * En este caso, como en otros, el autor hace referencia a una bibliografía que debió consignar al final de su ponencia. 193 nuevos ideales del XIII ... En el siglo XIII, con el surgimiento del escolas-ticismo y el estilo gótico en arte, hubo un abandono general de la tradi-ción clásica en filosofía, estilo literario, arquitectura y escultura, particu-larmente marcado en Francia.. . Los fundadores del Renacimiento querían volver de nuevo a los modelo; clásicos y restaurar la vieja tradición. Su ataque a la obra de sus predecesores inmediatos, sin embargo, les llevó a enfatizar las diferencias entre lo cotidiano y los valores clásicos, de ma-nera que llegaron a conocer gradualmente el contraste cultural entre la antigüedad y el presente.. . El Renacimiento educó a su época en la idea extendida de que los anti-guos eran no solamente diferentes, sino dignos de estudio. Los hombres entrenados en esta tradición estaban mejor preparados que sus predeceso-res para observar y anotar dií'erencias culturales contemporáneas, Llegado el caso ... Sólo cuando los hombres han aprendido a ver diferencias entre el pre-sente y el pasado, están capacitados para observar diferencias contempo-ráneas de su mundo circundante en forma algo sistemática» (1965, 9,8 y 12). Esta tesis es la que dirige el artículo en cuestión, dedicado íntegra-mente a demostrar el excepcional valor de los estudios clásicos de He-rodoto y Megástenes, y medievales de Rubruquis y Piano Carpini, aparte del aislado caso de Ibn Jaldún: excepcionales por su corto nú-mero, y por el poco caso obtenido en sus ambientes respectivos. De ahí que la tradición actual de la antropología no deriva de ellos, con los que no hubo continuidad: ésta comienza en el Renacimiento italiano, con figuras como Petrarca, Boccaccio, Giovanni Dondi, Ciriaco de Piz-zicolli, Lorenzo Valla y Biondo Flavio. Los movimientos de interés en otras naciones supusieron un contacto con este ambiente: así el de Nebrija con L. Valla en Bolonia, y el de los letrados Marineo Sículo y Pedro Mártir en la corte española. De Pedro Mártir recibió G. F. de Oviedo el estímulo para escribir sus obras, y no hace falta insistir en este punto tan conocido del «clasicismo» de nuestros cronistas de América, y de su afán maníaco en ver lo americano a la luz de los clásicos, tanto en forma de modelo a seguir como a superar. De ahí la discusión entre «antiguos y modernos», de que se ha ocupado entre nosotros José A. Maravall (1964). No está de más aclarar que el si-glo xvj: espa~ol & inter& para el sefivr gowc, y al que le ha dedicado otro brillante estudio. Pero el tema nuestro nos retiene en el siglo x ~ vy s v, en que tienen lugar las primeras exploraciones por la costa africana, a las que nues-tro autor le dedica dos párrafos: «Los relatos de la mayoría de los pri-meros exploradores se limitan a relatar sus propias aventuras, discutir pr&!emus de na~~egaciSen indicar las cara~t~rirtirafisc irar de lar nue-vas tierras, y las oportunidades comerciales que presentaban. Los pocos escritores que dedicaron alguna atención a los nativos y sus costum-bres en los inicios de los grandes viajes de descubrimiento eran todos o italianos ilustrados u hombres expuestos a la influencia del Renaci-miento italiano» (1965, 12). Efectivamente, se refiere luego a Enrique el Navegante, contemporáneo del Renacimiento italiano, y concluye que el único relato sistemático en términos etnográficos lo hizo un italiano, A. Ca Da Mosto, de todos los conservados. Vamos a dejar a un lado esta preeminencia, ya que Rowe se re-fiere a todo el relato de Ca Da Mosto (Río de Oro, Canarias, Senegal y Gambia) y no a su breve exposición de las Islas. Personalmente, por lo que se refiere a éstas, creo preeminente la de Gómez Eanes D'Azurara, que trata de las cuatro islas no cristianizadas en detalle, sin confundir ni generalizar: creo que el noble caballero veneciano atri-buyó a Tenerife rasgos pertenecientes a Gran Canaria (según Azu-rara: cuernos en la punta de sus dardos, y la institución del placet se-ñorial para el matrimonio), y sospecho que pudo disponer de informes portugueses para su relación. La influencia de Azurara llegaría no sólo a Barros, Diogo Gomes y Valentim Fernandes, sino probablemente a Bergeron, a Galindo y a Viera 6. Sobre ello volveré alguna vez, pues de mi lectura de estas relaciones, y sin más elementos, sospecho genea-logías y prioridades diferentes a las de mis actuales informantes: por ejemplo, el MS. de D. Gomes (ca. 1482) me parece muy poco de fiar, incluso menos que el breve comentario de Hemmerlin en su Diálo-go (ca. 1444). Volvamos a la primera relación fidedigna que poseemos de las Islas Afortunadas, si descontamos la confusa alusión del compilador latino Plinio, que por otra parte sólo nos informa etnográficamente de la existencia de un pequeño templo de piedra en su Junonia, o La Palma (eaediculam ... lapide exstructam»), y muestras de edificios en su Ca-naria o Gran Canaria (westigia aedificiorum»), y prescindiendo igual-mente del brevísimo, pero sólido, relato de Ibn Jaldún poco posterior al de Da Recco, que aquí nos interesa '. En relación con Plinio nos importa precisar que fue recuperado muy tardíamente por el ingeniero italiano Torriani y el franciscano Abreu, a la tradición de la historio- 6. Cfr. el interesante art. de J. ALVAREZD ELGADO«L: OS datos lingüísticos y la procedencia de fuentes canariasu, Anuario Est. Atlánticos, 1967, 13: 315-28, así como la reseña correspondiente de E. SERRA en la Revista de Historia Canaria. 7. Para Piinio y Jaiaun, en reiacion con Canarias, consuitar íos trabajos exceienres de J. ALVAREZD ELGADeOn Rev. Hist., 1945, vol. 65, pp. 26-61, y, respectivamente, el de EL~ASS ERRA,e n la misma rev., 1949, t. XV, 167-177. Sobre el tema, primero hizo A. GARC~YA BELLIDOu n repaso de la cuestión en términos generales: Las Islas Atlun-ticas en el mundo antiguo, Las Palmas, Univ. Internacional Canaria (1967), 32 págs. grafía canaria. Y ello en ambos casos a través de otro erudito italiano, Lucio Marineo Sículo. En realidad, la asociación Afortunadas-Canarias nació en el ambiente renacentista italiano, pues en el relato de Da Rec-co se dice ya: «eas insulas quas vulgo repertas dicimus», y de ahí pasa al mallorquín-aragonés, donde en 1342 el lugarteniente del rey de Mallorca las llama ailles de Fortuna.. . noveyllement trovades» en licencia a Francesch Descalers y Domingo Gual. De ahí pasaría al am-biente portugués como «ilhas perdidas>>, sea vía cartógrafos mallorqui-nes o por los mismos italianos, presentes en papel directivo primero en la Armada portuguesa, y luego en la Escuela de Sagres, el último de los cuales sería Ca Da Mosto Quizá el primero que llame Afor-tunadas a las Canaria:, tras el largo silencio medieval, sea precisamente Francesco Petrarca en 1337, en su carta a Tommaso di Mesina, ase-gurando ya una familiaridad con las mismas, comparable a la que había entonces con ei resto de iraiia, Francia, ijreraña, Irlanda o tvdas las N2 Orcadas. Siete años más tarde, escribe lo siguiente: E «No exceptúo las islas Afortunadas, colocadas al Occidente extremo, - como las más vecinas y mejor conocidas de nosotros, muy lejanas de la m O India y del Polo, recordadas por muchos escritores, y principalmente en la E E lírica de Horacio. Allá en memoria de nuestros padres se internó una flo- 2 ta de guerra genovesa (ea patrum memoria januensiurn armata classis pe- E netravit), y el Papa Clemente VI investía hace poco de soberano de estas islas a un Príncipe, del que ignoro la suerte que le haya tocado en aquel 3 reino fuera del orbe» g. O-m Este interesante texto, junto con el de Da Recco, es la primera alu-sión «familiar» a las Canarias, antes que el de Jaldún, y que el Libro del Conos~imiento, cuya deuda con las fuentes árabes, puesta de mani-fiesto por La Ronciere en 1925, ha sido aceptada incluro por Bon-net (1944), y cuya pobreza etnológica no soy el primero en detectar, dejando aparte sus valores geográfico-didácticos. La obra de Jaldún, cuyo valor no ignora hoy ningún etnólogo, no puede ser puesta en parangón por lo que respecta a las Canarias con la de Da Recco, tanto por la riqueza de contenido como por el procedimiento de obtención 8. Cfr. el interesante trabajo de CHARLESV ERLINDE~NN avigateurs, marchands et colons au service de la découverte et de la colonisation portugaise sous Henri Le Navi-gateur », Le Moyen Age, 1958, 4: 467-497, París. Aunque quizás no debamos olvidar la recensión de Serra Rafols en su Revista de Historia Canaria (1961, p. 230). En el mismo año se ocupó don Elías de otro articulo, valorando otra vez la aportación italiana al .descubrimiento de Canarias>>,p ublicado por A. CIONARESCeUn Reseña, Santa Cruz (1961). 9. RXNDC Cp.nn~n (1928) LP navigazioni atlantiche di AIvise Ca da Mosto, Antoniotto Usodimare e Niccoloso da Recco. Milán, vol. 1 de la colección eViaggi e Scoperte di navigatori ed espioratori itaIiani». Traducción nuestra de la p. 51. informativa. Lo que sí quisiéramos comparar es la categoría de ambas fuentes en la historia de la etnología, ya que, a nuestro modesto en-entender, el transmisor de la relación de Da Recco, gracias a la infor-mación de unos comerciantes florentinos asentados en Sevilla, es Gio-vanni Boccaccio da Certaldo. Basándonos en las pruebas del descu-bridor del MS. de Florencia, Sebastiano Ciampi (1827), y en las evi-dencias biográficas de Boccaccio suscitadas por el señor Rowe, suge-rimos, contra las opiniones de los historiadores Bonnet Reveron y Ellas Serra, que probablemente el transmisor de la primera relación etnográfica de la Gran Canaria es el autor famoso de los quince libros sobre De genealogiis deorum, y de la menos conocida De Montium, Silvarum. .. nominibus, preparadas a partir de 1362, cuando la influen-cia poética y literaria que venía ejerciendo Petrarca sobre él se con-virtió en una estrecha colaboración a la búsqueda de manuscritos gre- ,, - colatinos. Otro estrecho colaborador de Petrarca fue el físico y mecá- E nico Giovanni Dondi (1318-1389), dedicado más a observar los monu. O mentos arqueológicos; pero no el único, pues según Rowe, «la mayor n-= m parte de la literatura griega y latina que ha sobrevivido fue conocida O E en Italia alrededor de 1 4 3 0 ~(1 965, 10). Tiempo en el cual quedó e:- £ 2 tablecida en Italia la costumbre de enseñar «literatura antigua», como =E una disciplina más. Recordemos que a partir de 1353 Boccaccio es nombrado emba- 3 - jador en Francia (Avignon) y luego en Roma, gracias a 10s méritos - 0m contraídos tras la publicación del Decamerón, elaborado durante la E peste de Florencia de 1348. Boccaccio regresaba tras un período de O bcio producido por la quiebra de la banca Bardi de Nápoles, en 1340, n a donde su padre natural, un mercader florentino, le había enviado con- -£ tra su voluntad. Durante ese ocioso decenio había empezado su ca- a 2 rrera literaria, imitando, entre otros modelos, los Trionfi de Petrarca. n 0 Este autor, otro desterrado de Florencia, que estudió y viajó numerosas veces por Francia en su juventud ya había comenzado su colección de 3 O manuscritos romanos, empezando por e1 Pro Archia de Cicerón. Igual-mente su fama literaria le puso en la mano dos premios simultáneos, uno de París y otro romano, eligiendo éste, lo que le facilitará el desem-peño de cargos diplomáticos, entre ellos en Avignon (1542-1546). Es la época de los papas en Avignon, que va a desembocar a poco de la muerte de ambos (1378) en el gran cisma de Occidente, con la duali- LuAa u y--Aa-yI al, iLl-a+-o L a 1417. Ni yüe decir tiene !o qüe &e p d e~stim ülar el rentimiento patriótico, ya no sólo florentino, de ambos amigos: al menos de Petrarca es conocida su breve y apasionada Invectiva contra eum qui maledixit Italiam, en pro de la vuelta a Roma de la sede pon- tificia, y aquí puede estar el secreto origen del Renacimiento italiano. De hecho, la institución papa1 fue mucho tiempo el instrumento de unificación nacional por el que suspiraba Italia para evitar la depen-dencia de Francia y luego de Aragón: el mismo Maquiavelo confiaba en un hijo del Papa Alejandro VI para que devolviese la independencia al país heredero del Imperio Romano. Pues bien, Boccaccio pasó sus últimos años en su ciudad natal -tras haber sido embajador ante el Papa Urbano V, otra vez en Avignon-, comentando públicamente la Divina Comedia y reuniendo estudios de la antigüedad, según el estímu-lo recibido de Petrarca 'O. Con estos antecedentes, ¿cómo era posible que llega:? a Florencia una relación sobre una gesta italiana que no parase en manos de Boc caccio, convertido desde 1371 hasta su muerte en el máximo erudito local, y quién si no él la convertiría como magnífico conocedor de Virgiiio y Cicerón en ia ágil, breve y eiegante prosa que nos muestra la actualmente llamada «relación de Da Recto», tan superior al latín macarrónico que han empleado otras crónicas de interés canario de un siglo después? Caso del De Nobilitate et Rusticitate Dialogus (ca. 1444) del canónigo de Zurich Felicis Malleoli Haemmerlein, traducido por Elías Serra (1943) con la excusa de que <:la oscuridad del bajo latín de HemmerGn obliga a una verdadera interpretación, no exenta de puntos dudosos» ". Caso también del De insulis pvimo inventzs in mave oceano occidentis et primo de Insulis Fovtunatis, quae nunc de Canayla uocan-tuv (ca. 1482), cuyo inspirador es Diogo Gomes, pero cuyo redacto? parece Martín Benhain de Nurember, que tomó el relato de viva voz. También fue traducida, ahora por B. Bonnet (1940), con este comentn-rio: «Los solecismos del texto recuerdan el latín franco de la Edad Media» 'lb. Caso igualmente de los documentos papales de Clemente VI, Nicolás V y VI, que nos transmiten, además del texto de Hemmerlin, 12s pocas noticias que conservamos de los canarios, por vía mallorquina, según el mismo Elías Serra 12. Aunque yo no estoy convencido que la noticia del culto astral, que aparece en la carta de Nicolás V al obi-po de Tortosa -el informante de Hemmerlin- proceda simplemente de los ciudadanos barceloneses que cita en 1369, y en todo caso eso obli-garía a encontrar más detalles de los viajes mallorquines dc 1342 y 1352 para completar esta información, que pasa por original de Ca 10. Para esta reconstrucción de Petrarca, Boccacio y Gran Cisma de Occidente he usado la Gran Enciclopedia Larousse, en su edición española de Barcelona. 11. Revista de Historia, 1943, 64, p. 290, n. (e). 11 "u Xesrisü de Rfs:v;ia, !?4O, t . VII, p. 43, E. 2. 12. Apéndice 1 al tomo 111 de la trad. de Le Canarien. en la col. Fonfes Rerum Catzüriartim (1965). Da Mosto un siglo más tarde. Al respecto de los textos latinos pa-pales, cabe recoger aquí una noticia que da Rowe: la finura lingüística alcanzada por los seguidores de Petrarca y Boccaccio -en este caso Lorenzo Valla- fue tal que le permitió en 1440 denunciar la famosa «donación de Constantino» (por la que se suponía que se legitimaba una traslación del poder temporal del imperio romano al Papado) como falsificación posterior, en la época de Carlomagno, lo que dio pie en su caso a una dura crítica de los excesos eclesiásticos, que tantos efec-tos fatales acarrearía a Lutero después y a Juan Hus poco antes. La Roma papal, complaciente con quienes habían luchado por romanizar la sede papal, le nombró secretario papal, y le permitió proponer co-rrecciones a la Vulgata. Su discípulo Nebrija seguiría sus pasos sin tanta suerte. Pero, voiviendo a nuestro Boccaccio, a quien sa'bemos embajador por dos veces en la Aviñón de Clemente VI y Nicolás V, cuya condesceii-dencia con el Príncipe de las Islas Afortunadas criticaba Petrarca en su De vita solitaka (1346, libro 11, sección VII, capítulo 3 . O ) . Ellos dos debieron conocer no sólo la expedición portuguesa de 1341, sino las mallorquinas de 1342 y 1352, favorecidas igualmente que la coro-nación de Luis de la Cerda en 1344 por los papas de Aviñón, puesto que coincidía con la época de sus embajadas. Mucho debió convenirle a la corona aragonesa la corte de Aviñón, ya que fue ella durante el gran cisma de Occidente quien más se opuso a su traslado a Roma, y unificación de los dos papas: los viajes de 1369 y 1386 revelan una gran intimidad entre ellos. Por su parte, de Boccaccio tenemos el dato indirecto de la profesióc de su padre (mercader florentino), de su profesión inicial en Nápoles como empleado de una banca. Ello nos hace sospechar su sensibilidac! hacia la expedición portuguesa de 1341, cuya noticia Ilegs! a Florencia a través de sus delegados en Sevilla el mismo año, y quedaría archi-vada, para dcenterrarla cualquier interesado. Creo poder demostrar que Petrarca conocía y estaba interesado en esta expedición a travén del texto anteriormente citado, y que, supuesta la conocida relación con Boccaccio y su mutuo interés en el pasado romano, en las glorias italianas del momento y en las «antigüedades» de los pueblos recién descubiertos, podemos creer a Sebastiano Ciampi, cuando al descubrir el MS. en 1826-1827, y tras las pruebas de la letra y ciiriosas ausen-cias de su nombre en una lista de hombres célebres italianos del mo-mento, más la presencia del mismo en una firma borrdda, lo atribuye a Boccaccio. De esta manera, demostraríamos otra vez la validez de la teoría hi~torio~ráficdae Rowe, pero aplicada ahora al caso canario, no al americano a que él lo refiere finalmente. Vayamos por partes. La relación de Petrarca con la expedición portuguesa de 1341, en la que intervienen castellanos, portugueses, florentinos y genoveses, bajo la dirección de un florentino y un genovés (Da Recco, el que dio la información en Sevilla a finales de ese año), ha sido negada de varias maneras por cuatro historiadores. Los dos primeros dedicados a His-toria general de los Descubrimientos, y los otros dos especialistas en crónicas de información canaria: respectivamente, Rinaldo Caddeo, en 1928, y F. Pérez Embid, en 1948, y por Elías Serra, en 1941-1942, y Buenaventura Bonnet, en 1943. Estos dos últimos se han referido di-rectamente a la no paternidad de Boccaccio del escrito que conserva-mos, más directamente relacionado con esta expedición, que es una de las pocas, junto con la de Ca Da Mosto, en las que el interés va &igidG especfficamente, y casi exclUsiramente, 2 12 í;ob!a~Sii aborigzi, de las Islas, caso que Rowe afirmaba como excepcional fuera del ám-bito italianizante, en especial florentino. Con la introducción biográfica de Petrarca y Boccaccio, creo que vamos a poder interpretar mejor tan-to el documento de Petrarca, ya citado, como la propia relación que conservamos, la más antigua de Gran Canaria. Rinaldo Caddeo editó en 1928 la relación de Ca Da Mosto, junto con la de Antoniotto Usodimare, de poco valor, y la de Da Recco, a lo que le adjuntó Introducción y Apéndices, que sólo venían a demos-trar lo antiguas e influyentes que habían sido las exploraciones italia-nas en el Atlántico, pero que poco le habían beneficiado, pues queda-ron aquellas tierras en manos portuguesas, francesas, inglesas y caste-llanas. Usando Petrarca sólo con esta intención, creyó ver en el párrafo antes citado («e0 patrum memoria januensium armata classis penetra-vit ») de 1346 una prueba de alguna expedición genovesa entre la de los hermanos Vivaldi ( 1291 ) y la de Lancelotto ( 13 12), probablemente anterior a 1304, en que nace Petrarca, por la frase «patrum memoria». El interpreta como «según la memoria de nuertros padres», lo que, después de la frase anterior («recordadas por muchos escritores, y principalmente en la lírica de Horacion) y antes de la siguiente {«E1 Papa Clemente VI investía hace poco de soberano de estas islas a un Príncipe, del que ignoro la suerte que le haya tocado en aquel reino fuera del Orbe») debe entenderse más bien como «Allá, en memoria de nuestros padres (es decir, Horacio, Plinio, etc.) se internó una flota de guerra genovesa». s e g ~ r P&ez &&id, 5- libro citado, re prnpiisn pasar re-vista a todas las exploraciones del Atlántico, con la misma idea aacio- nalista>> que Caddeo: destacar el valor de las expediciones andaluzas. En el repaso a las expediciones genovesas, se opuso a la interpretación de Caddeo, y propuso que se considerase en relación con la de Mallo-cello Lancellotto «porque es a través de ella como únicamente puede entenderse su posible significación» 13. Con ello impedía que significar^ algo porque se trataba de una «armata classis». Yo creo que no hace falta acudir a navegaciones de las que no se tiene noticia para aclarar un texto, porque esto sólo vale como argu-mento «ad hoc», en el caso de Caddeo. Pero tampoco hdv que invalidar los documentos que tenemos. Como la única expedición en que fueran genoveses de que tenemos noticia que fuese «armata classis» es la ex-pedición portuguesa de 1341, cinco años antes del texto que interprz-tamos, podemos sospechar que se refiere a ella. El relato que se recibe en Florencia ese mismo año la describe como «duas naves.. . ferentes ,, fnsuper equos et arma, et machinamenta bellorum varia ad civitates et D E carta capienda» (Bonnet, 14), y el autor de la dexripción es el geno- O vés Da Recco. Por otra parte, la relación del genovés no dice que la n-= expedición sea portuguesa: aimpositis in eisdem a rege Portogallo op- m O E portunis ad transfretandum commeatibus», que Bonnet tradujo como E 2 Malibrand en 1849: «cargados por el rey de Portugal de todas las pro- =E visiones necesarias». Esa falta de precisión le hizo decir a R. Caddeo que Portugal no había puesto sino las provisiones, lo que indignó mu- 3 cho a Bonnet, que usa los argumentos de Alfonso IV de Portugal, ex- - - 0 puestos al papa Clemente VI ante eJ nombramiento en 1344 de rey a m E D. Luis de la Cerda. Evidentemente el rey portugués se refería a esta ex- O ploración y su carta es auténtica, a pesar de las dudas de los mismos por- - tugueses. Pero lo que está en juego es si el rey es objetivo al calificar -E como «súbditos nuestros» a los «homines florentinorum, januensium, a 2 et hispanorum castrensium, et aliorum hispanorum», de que habla la n relación de 1341 como tripulación que salió de Lisboa. Y sobre todo 0 al decir que éstos precisamente fueron «los primeros descubridores de O3 dichas islas»: ?qué sabía el rey de exploraciones, si eran italianos los capitanes y tripulaciones de su Armada, ya en 1317? ¿Y si lo sabía iba a decirlo, aunque no le conviniera? También el rey castellano AI-fonso XI protestó a Clemente VI, cxeyéndose con derechos, y parece que el único que apoyó a don Luis de la Cerda fue el rey aragonés, acogiéndolo en Poblet, mientras has~ae l francés lo reclamaba para ayu-darle en sus batallas en territorio francés. Curiosamente, la narración de Petrarca de 1346 también proterta 13. Los descubrimientos en el Atlántico 3: la rii.alidad castellano-portuguesa hasta el Tratado de Tordesillas. Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1948, p. 60. contra la decisión de Clemente VI, un papa ante el que era embajador de una noble familia italiana. El papa escribió a todos los monarcas europeos, como lo haría luego Roma a petición de Enrique el Nave-gante pidiendo ayuda en su cruzada africana, y se atrevió a hacerlo aI mismo gobernador de Génova, Simón Bocanegra. No debemos suponer a Petrarca totalmente objetivo, como no suponemos a los reyes portu-gués ni español, y hay un detalle de parcialidad evidente en este mis-mo párrafo: hablando de las Afortunadas dice al principio del párrafo que estaba «aobis et viciniores et notiores», y todavía «muy lejanas de la India y del Polo» (justamente la navegación que querían empren-der los genoveses, evitando a mamelucos y mongoles). Sin embargo, al comentar el reino que le ha tocado al Príncipe de las Islas Afortu-nada:, lo describe como «aquel reino fuera del Orbe». No debemos usar un escrito de comentario agriado sobre la realidad social a que Petrarca asistía como si fuera un acta notarial, suponiendo que éstas sean incontrovertibles. Hemos creído mostrar un poco de la poca objetividad tanto de los documentos como de los propios historiadores de descubrimientos. Vea-mos ahora si podemos encontrar algo mejor en los dos historiógrafos canarios, en cuanto a ese amor a la patria que ha impedido comprender aquella afirmación documental de Ciampi de que el MS. que se refiere a Da Recco fue escrito por Boccaccio; amor patrio que se opone no sólo a la objetividad histórica, sino también a la principal condición de un documento etnológico: conservar una perspectiva distante respecto al sujeto de estudio, que no anule el interés en su conocimiento. Algo al parecer que poseía el renacimiento Italiano. Es curioso que ni Serra RáfoIs ní Buenaventura Bonnet hayan in-tentado ver a Boccaccio y Petrarca relacionados en su interés por las Islas Afortunadas. Y eso que el primero de ellos conoce el ayunto, pues citaba una frase de E. Kunstmann bien clara: «Con los nombres de Boccaccio y Petrarca se ligan también las más antiguas noticias sobre las Islas Canarias* 15, en 1943, pero después de declarar en su bri-llante exposición de 1941-1942 sobre las expediciones portuguesas á las Canarias: «Desde luego, la atribución del mismo a Boccaccio es 14. B. BONNETen, Revista de Indias, 1945, p 415 Se trata de su tesis doctoral. 13, -Más sobre los viajes catalano-mallorquines a las Canarias,,. Revista de Histo-ria, 1943, 64, p. 288, n. 9. Se trata de la relación de F. Hemmerlin, que A. Lütolf publicara en 1877 en una revista teológica, no logrando informar más que a Maricham, que la usa en el Apéndice bibliográfico Je su traducción de Espinosa. La cita de Kunstmann corresponde a un ejemplo del valor de la historia aIemana de los descu-brimientos, tan alto que permite en aquella fecha que Lutolf localice en 1370 el hecho gratuita, pues se basa sólo en una corazonada de Ciampi* ". Entonces exige una edición contrastada con el original, poniendo en entredicho la edición y traducción de Ciampi, su descubridor, sin molestarse en exhibir la menor contraprueba. Un hombre de la erudición de Serra Ráfols, y del interés por la vida indígena que ha demostrado en la edi-ción de las Datas y las fichas sobre las Actas del Cabildo de Tenerife, y en varias publicaciones próximas a la etnografía (cerámica, molinos de viento), y que incluso se ha permitido el trabajo, bien poco justi-ficable, de traducir a Hemmerlin, después de reconocer que «los datos que contiene son preciosos para el conocimiento de los antiguos cana-rios », añade: «pero lo que aquí nos interesa es que aseguran el carácter oficial de la expedición, que iba provista de material de guerra ... que demostraba de un lado una idea bien errónea del país al cual se diri-gían (equos et arma et machinamenta bellorum varia ad civitates et castra capienda) y de otra el propósito de mantenerse en él, y es pro-bable que precisamente al darse cuenta de que las islas no tenían otras riquezas que su suelo y su clima en lugar de las ciudades que imagina-ban » (pág. 13). Lo curioso es que su trabajo de 1941-1942 va seguido de la cró-nica de Azurara, en los datos que posee de interés etnológico sobre las islas no cristianizadas de Gran Canaria, Gomera, Tenerife y Palma, y de esta última además los relatos de las razzias portuguesas con ayu& de gomeros. Luego lo etnológico le interesaba, y es bien raro que la relación de Da Recco sólo le interese para demostrar que la expedi-ción era «oficialmente» portuguesa -de lo cual ya hemos visto su ca-rácter debatible- y que las Islas no merecían la pena, lo cual todavía no se habían dado cuenta. Quizá interese saber ahora que la isla que describe principalmente Da Recco es Gran Canaria, y que no se atre-ven a poner pie en Tenerife, mientras que la relación de Azurara des-cribe las cuatro, y da un nivel de desarrollo cultural parecido a Gran Canaria y Tenerife, oponiéndolo al «salvajismo» de Gomera, y cobre todo de Palma. ¿No será que la relación de Da Recco, y máxime si fue transcrita nada menos que por Boccaccio, no le interesa, a pesar de reconocer sus méritos intrínsecos, debido a que trataba no precisamente de Tenerife, sino de Gran Canaria? He estado largo tiempo sin entender su postura arbitaria en la crítica de las pruebas de Ciampi -posición ehipercritica~ qg- he disCgtjr a rla& p ~ r t ~ r i ^ rm~ n ty~ e-l &sinter& por la crónica de Da Recco, hasta que he enfocado su actitud a la luz de a que se refiere Hemmerlin. Tampoco Kunstmann encontró hasta ahora nadie que le hiciera caso. ... 16. B. BONNETR: ev. di: Hisro~ia,1 944, 67; M5 y SS. 203 un posiblemente inconsciente velo nacionalista, de tanta raigambre a través de su obra. La explicación no pretende abarcar toda la obra inl-sionante del profesor Elías Serra, pero adquiere nivel de verdadera repasando algunas de ellas. En 1945, comentando la tesis de Bonnet, publicada en la Revista de Indias, le permite que considere incluso falsa la relación de Da Recco porque describe el sistema de numeración ca-nario con 16 unidades, algo que a Bonnet, anacrónico evolucionista, considera impropio de un pueblo primitivo. Pero cuando pone en duda la creatividad cultural de todos los insulares, incluidos 10s guanches de Tenerife, entonces el comentarista destruye la autoridad de Verneau, en quien Bonnet apoya su ingenuo evolucionismo extremo, y admite como prueba hasta la relación de Da Recco, negando la posibilidad de que los mallorquines hayan podido traer las higueras, sistema de cons-trucción de casas, trabajos en madera, acequias, y hasta las instituciones poilticas (a tanto iiega'ba ia creduiidad de Bonnet en íos cronistas io-cales de la colonia, y en el primitivismo canario), porque Da Recco las describe antes de 1342, en que llegan los mallorquines. Ya antes había criticado Elías Serra a su antiguo profesor Bonnet cuando se atrevió a negar la existencia de los menceyatos tinerfeños, aduciéndole en 1943 y 1944 informes de las Datas de Tenerife. Y esta crítica se la repite en 1954, en el prólogo al Gadifev de lai Salle de Bonnet, cuando hace su bio-bibliografía. En el artículo dedicado a «Los árabes y las Canarias prehispánicam en la Revista de Historia (1949) tampoco dice que 10 que Jaldún describía probablemente eran cautivos de Gran Canaria en Marruecos. En 1961 se enfrenta a Ch. Verlinden, que en varios tra-bajos destaca la participación genovesa en la Escuela de Sagres, y en la colonización canaria, y todo en la misma revista que él dirige, y en el mismo año acoge con resistencia los datos de Cioranescu sobre la pre-sencia de un Johanes Canarien en la Génova de 1293, y publica un artículo -«El redescubrimiento de las Canarias- opuesto al espí-ritu del de Cioranescu. La reseña del artículo de Alvarez Delgado en Anuario de Estudios Atlánticos (1967) titulado «los datos lingüísticos y la procedencia de fuentes canarias», también le hace dudar de que verdaderamente Abreu usara fuentes portuguesas, y sobre todo que Da Recco fuera conocido por nadie antes de 1826. La portura refinada e imperceptible de Serra se convirtió en Bon-net, que la hereda en 1943 en su artículo de la Revista de Historia sobre la expedición de 1341, en negación de evidencias y contradiccio-nes flagantes. Como este artículo se incorporó a su tesis del año si-guienre en Madrid, se le debcubrir iiiiás sus falos por las breves alteraciones introducidas. Bonnet ignoraba en 1943 que Ciampi había publicado asimismo el original latino, y que R. Caddeo había simple-mente modernizado el texto, sin traducirlo del original. Consecuen-temente, cree que el «primero que dio a conocer dicha expedición en estas islas» fue Berthelot en 1842, llamando para ello mentiroso a Chil y Naranjo, que negaba haber usado a Berthelot. También criticó dura-mente a Malibrand, que en 1849 había reproducido ambas versiones (latina y castellana), diciendo en 1945 que su texto latino «está ma-terialmente plagado de errores», y sin embargo se permite copiar su traducción, que no altera prácticamente en la tesis. Esta tiene supre-siones muy significativas, respecto al texto anterior, como la cita de que Berthelot fue el primer editor, y una cita del historiador Bení-tez, que considera la relación de Boccaccio «una especie de leyenda que instruye y deleita juntamente». Igualmente elimina una cita de Ciampi, que juzgaba que el MS. estaba inconcluso, debido a que se añadía una hoja en blanco, detrás de la relación de los numerales, no sé si para quitarnos la duda de que los canarios contaran más de die-ciséis en su lengua. La crítica al evolucionismo extremo de Bonnet por el profezor Serra, nos ahorra comentario al respecto de su actitud crí-tica ante la aboriginidad de lo que él encuentra demasiado difícil para que lo hayan inventado los canarios. Pero, como Serra se muestra com-placiente con su «disgresión» sobre los numerales, exhibiré una frase reveladora de su juicio sobre los pueblos primitivos: «la mejor prueba de la asombrosa inferioridad intelectual de muchas razas salvajes» es el no saber contar más de dos, ni lo que contienen los dedos de la mano (1945, 11, de la Revista de Indias). Creo que Boccaccio tenía mejor opinión sobre las «antigüedades» clásicas y presentes (como le llamaban Nebrija, Ambrosio Morales o Bernardino de Sahagún a las costumbres actuales de los pueblos primi-tivos y áreas rurales por las que se interesaban), cuando dejó una hoja en blanco sobre h que añadir nuevos datos sobre este pueblo, quizá consultando al propio Da Recco personalmente -se había mostrado un poco receloso en el interrogatorio que Ie hicieron los mercaderes florentinos de Sevilla- o del capitán Di Corbizzi, florentino, del cual está apuntado al margen del MS. el nombre de un pariente conocido en la Florencia de sus días. No cabe duda que muchos de los méritos de las observaciones con-tenidas en este MS. proceden del que los observó, Da Recco. Así, el haber cnmp!emer?tdo Q! virtn en 11 breve i~mt s iSn:: Un p&a& &S-ter0 de Gran Canaria con lo que les sucedió con los cuatro canarios raptados, que se les acercaron nadando a la embarcación en la parte sur de la isla. Verificó que eran inteligentes porque, aun sin compartir la lengua, se entendían como nuestros mudos, por señas, y seguramente Ien el viaje de regreso le extraerían los numerales, ya que es el único dato, lingüístico, y ellos no hablaron en su visita a la parte norte de la isla, de donde se llevaron un ídolo. Hacen incluso experimentos con ellos, para saber lo que gustan de comer, si usan moneda, vasos, ador-nos, etc. En suma, completaron lo mucho que pudieron observar en su breve visita. Además, Da Recco se atrevió a hacer comparaciones de su lengua con la italiana, y de su modo de bailar con los franceses. Esto quizá era el producto de su experiencia de marinero, que tocaba puertos de Oriente y Occidente. En eso se diferenciaba del coetáneo autor del Libro del Conoslimiento, que no habiendo nunca visitado probablemente ninguna ciudad fuera de su Sevilla, donde residía, ad-mitía aun que los canarios tenían solamente una pierna, tal como rela-taban los cronicones medievales de los habitantes de la India (se su-ponía que las Canarias estarían camino de la India) ". Y, desde luego, del Obispo de Tortosa, o del canónigo Hemmerlin (quien sea real-mente el autor de Ia información que le transmitieron de la visita catalana en 1369), quien, entre otras barbaridades, opina lo siguiente: «vieron gentes de uno y otro sexo.. . que ladraban a manera de los perros; sin embargo se entendían mutuamente y con claridad a su ma-nera ... solían comer crudos (los bueyes, ovejas y aves que según Hem-merlin existían en las Afortunadas), al igual que hacen los cíclopes y los agriófagos en la India. .. y como en otro tiempo los vínulos y los húngaros». Y digo que el texto de Hemmerlin contiene «barbaridades», por-que, como bien atina Lévi-Strauss: «Bárbaro es, en primer lugar, quien cree en la barbarie». Este no era el caso de Da Recco. Pero el pro-blema que yo creo haber resuelto es que lo que Da Recco vio no nos habría llegado si Boccaccio -tal como planteaba J. H. Rowe- no lo hubiera considerado tan digno de transcribir, como las mitologías y to-ponimias romanas. Junto con Ca Da Mosto, es el único que se intereca en su libro solamente en costumbres indígenas, al estilo de como harán luego los españoles imbuidos de visión clasicista del mundo, y en es-pecial los gramáticos influidos por Nebrija. Gracias a esta visión comparativa, recibida del Renacimiento ita-liano, el noble veneciano Ca Da Mosto pudo justificar el Proemio a sus Navegaciones de manera tan parecida a como nuestros primeros cronistas justificaban el interés de sus libros, es decir, basdos en la novedad y alteridad de lo que habían visto respecto al viejo. Conciencia 17. B. BONNET: Rev. de Historiu, 1944, 67; 205 y SS. 206 de alteridad que, siguiendo a Rowe, debemos ver como zigno de valor etnológico: «Siendo yo ... el primero de la nobilísima ciudad de Ve-necia que se haya movido a navegar el mar Océano fuera del Estrecho de Gibraltar, hacia el mediodía ... y habiendo visto en este viaje mío muchas cosas nuevas y dignas de noticia.. . tal como lo he anotado de tiempo en tiempo en mis diarios, lo iré transcribiendo de manera que quienes hayan de venir tras mía puedan entender cuál ha ?ido mi áni-mo en buscar lugares diversos y nuevos; pues verdaderamente, en com-paración con los nuestros, aquellos que yo he visto se podían llamar otro mundo» (Caddeo, 1928, 159-1601.
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Calificación | |
Título y subtítulo | Paralelismo entre Canarias y América : utilización etnológica de sus primeros cronistas |
Autor principal | Pino Díaz, Fermín del |
Publicación fuente | I Coloquio de historia canario - americano |
Numeración | Coloquio 01 |
Tipo de documento | Congreso y conferencia |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Mancomunidad de Cabildos |
Fecha | 1976 |
Páginas | p. 188-207 |
Materias | Congresos ; Historia ; Canarias ; América |
Notas | Coordinación y prólogo de Francisco Morales Padrón |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 1188768 Bytes |
Texto | m PARALELISMOS ENTRE CANARIAS Y AMÉRICA: E O UTILIZACIÓN ETNOLÓGICA DE SUS PRIMEROS =m O CRONISTAS EE S Agradezco la invitación que se me ha hecho para venir a Canarias, porque gracias a ello he podido comprender, de manera quizá defi-nitiva, hasta qué punto estas Islas fueron una escala estratégica par2 descubrir el Nuevo Mundo. Obligado por esta «afortunada» ocasión, válgame la intencional parodia, he descubierto nuevos aspectos de las crónicas españolas de América a la luz de las que estas Islas produ-jeron. Aspectos sospechados ya, y muy viejos en cierto sentido, no sólo por los años que llevo ocupándome de ellos -llevado de la mano de mi profesor don Juan Pérez de Tudela desde el curso 1965- 1966, que me devolvió a mi paisano fray Bartolomé con ocasión cen-tenaria de su muerte--, sino por las manos y bocas por las que ha pasado el tema de mi tezis doctoral, a pesar de la aparente novedad en el ámbito académico. Me refiero al contenido etnográfico y etno-lógico de las crónicas españolas de América. El paralelismo que hoy quiero abordar no es nuevo tampoco para mí, aun cuando esta visita me haya ofrecido la ocasión de hncerlo más y más evidente. Ya desde 1968, me planteaba yo el caso canario como un antecedente del americano a nivel de la necesaria producción etnológica que tiene lugar en toda situación colonial: me bastó conocer la traducción que hizo sir Roberts Clement Markham de fray Alonso de Espinosa en la Hakluyt (1907) para comprobar que la conquista canaria también había producido crónicas de interés etnológico. Si no, el conocido peruanista inglés no se habría molestado en incluirlo en la colección dedicada a Richard Hakluyt, que al estilo de su continuador Samuel Purchas y de sus antecesores Ramusio y De Bry, tanto reco-gieron de crónicas españolas de América a poco de escribirse éstas. Quien había emulado a Jiménez de la Espada, del cual aprovechó no sólo sus publicaciones (Cieza y Libro del Conoscimiento), sino hasta descdbrimientos (FraficiSco de A&), y *ieanpur tS a la cerca de la veintena de crónicas de interés etnológico sobre América (entre ellas, varias en primera edición, como la Mitología de Huarochirí citada, la Vida y Obras de Don Alonso Enríquez de Guzmán y la Na- rración de los ritos y leyes de los Incas de Molina y Polo), no habría acogido al P. Espinosa como autor a traducir por él mismo, añadién-dole un «interesantísimo repertorio bibliográfico sobre historia cana-ria », a juicio del profesor E. Serra ', a menos que su obra contuviese valor para la historia prehispánica de Tenerife. YO había procurado informarme, además, algo sobre el paraleiismo histórico que pudiera haber entre la conquista canaria y la americana, para poder relacionar aquella producción literaria de tipo etnológico de ambas con su contexto social. Siendo aquel apartado canario algo externo a mis propios intereses de entonces, me conformé con ligera: nociones obtenidas del conocido artículo de Silvio Zavala en Tierra Fivme (Madrid, 1935-1936)) y de dos manuales de Historia de América como el de Morales Padrón (Madrid, 1962, pág. 131) y de J. H. Elliot (1965, 35-57). Creo que quedé tan convencido que se trataba del mis-mo sistema colonial y de un mismo tipo de producción etnoiogica (cro-nicas de religiosos, a quienes su profesión le obligaba al conocimiento mínimo de la cultura aborigen) que no volví a ocuparme del tema. Uri-licé el caso canario como el de la conquista aragonesa del Mediterráneo y la castellana de Granada, como simples ejemplos de situaciones sc-dales, que daban lugar a inevitables obras y personajes interesados en costumbres indígenas (caso de Raimundo Lulio en Aragón, o de Her-nando de Talavera en Granada). Quizá comprendan mi preocupación «socioIogista» en tema tan apa-brentemente alejado como el estudio de las crónicas si se hubiesen en-contrado en mi lugar: me hallaba ante un enorme montón de estudios especializados sobre cada cronista, que resaltaban su rico contenido etnológico (Sahagún, Landa, Tovar, Motolinía, Berna1 Díaz, Cieza de León, Bernabé Cobo, Polo de Ondegardo, Acosta, Fernández de Ovie-do, Pedro Mártir, y toda una tropa de «gramático:», siguiendo las huellas de Nebrija) como para atreverme a iniciar otro estudio. Ya estaba más que suficientemente demostrado el hecho, y sin embargo ninguna de las Historias tradicionales de Antropología se molestaba en incluirlos seriamente? ya sea por entrar en un período precientí- 1. SERRA RAFOLS (1943): Revista de Historia, 61, p. 280. Cfr. mi comunicación a la Primera Reunión de Antropólogos Españoles, publicada por la Universidad de Sevilla, 1975. pero realizada en 1972. Allí intento valorar la utilidad de las traducciones de crónicas españok de América por ciertas editoriales de orientación etnológica, comr, signo de valor etnológico en términos de prueba extrínseca. Desgraciadamente, el caso de primeras ediciones extranjeras de nuestras crónicas no es s610 un fenómeno ameri-canista, y se da también en el ámbito canario: ahí está el caso del P. Abréu Galindo, editado en Loricires dos veces (1764 y 1767: por ehra de! escec6s Geirge Glzs, y er! Alemania (1777). antes de que en las Islas comenzara el movimiento romántico y se recuperase al P. Abrh junto con el P. Sosa, el P. Espinosa, Sedeño y otros de menor valor. fico, o incluso por considerar improbable que la España de la Leyenda ,Negra diera lugar a elaboraciones teóricas de interés. En realidad, lo que sucedía es que cada escuela nacional conocía sus propios ances-rros, y no remontaban lo conocido sino para enlazar con el período clá-sico grecolatino, al que consideraban paradigma de la libre inquisición y del humanismo. Así que no me quedaban muchas salidas, fuera del análisis crítico de la propia ciencia, dentro de cuya hi~torio~rafieam - pezaba a abrirse paso la corriente «sociológica» que intentaba entender las peculiaridades y semejanzas de los muchos precursores, a la luz de las condiciones diferentes y semejantes en que se haya desenvuelto su labor. Uno de los caracteres fundamentales que acompañó siempre a la investigación etnológica fue la situación colonial expansiva, que permitía acercarse a pueblos nuevos. En relación con este factor, se ha puesto de moda establecer una correlación directa y mecánica, :e-gún la cual toda obra etnológica ha servido a la situación colonial en que surgía: posición que podemos ejemplarizar en la obra Antropologia y Colonidismo de Gerard Leclerc, recientemente traducida, y a la cual hemos criticado en su momento '. Aceptado, aunque críticamente, este enfoque, me encontraba teó-ricamente capacitado para argumentar que si España tuvo colonialis-mo, debió tener producción etnológica, a menos que se demostrare en qué podía consistir la excepción. Las otras condiciones también se dieron en varios momentos de la historia patria: mínimo clima de tolerancia, comunicación erudita interurbana e internacional, sociedades y gremios de eruditos, etc. No obstante, luego de etta base teórica fir-me, faltaba seleccionar cuáles habían sido verdaderos creadores de teoría y de nuevos y sólidos conocimientos sobre sociedades coloni-zadas, cuáles primero y cuáles después, y con quiénes de fuera del ámbito hispánico -donde, eso sí, la produccijn etnolópica ha obte-nido un rango académico mayor, anterior y más continuo-; estaban en deuda, y finalmente en qué lugar y puesto de la ciencia -ya no en términos puramente nacionales- debían situarse. Todo esto fal-taba por hacer. Yo me vi muy ayudado de la información que me fue llegando de Estados Unidos, donde las crónicas españolas han cumplido el papel de rellenar la información sobre pueblos aboríge-nes extinguidos, y del período prehispánico 3. De otra parte, la corta 2. Vid. mi recención. acompaiíada de proposiciones para España en ~Antropologia y Coioniaiismo: Anoraciones para ei caso españoiu. Revista de ia Opinión PUbIica, Madrid, 1975, 42: 145-155. 3. A nuestro alcance esta una prueba evidente del interés etnohistórico que se concede en Norteamérica a la documentación y crónicas españolas. Cfr., de GEORGE FOSTER:K A S ~ ~ Can~trOopSo l6gicos de la conquista española de América,,, Anuario de historia nacional no le permitió remontarse muy lejos en una historia nacionalista de la ciencia, lo que le obligó a reconocer los préstamos exteriores; y, f,inalmente, el amplio y variado desarrollo de esta cien-cia, al mismo tiempo que sus conflictivos contactos con la política co-lonial, habían propiciado una intensificación de enfoques críticos y unas multiplicación de las h,istorias de la ciencia. Todo esos factores me ayudaron bastante a situar el valor histórico, dentro de la ciencia, de las crónicas españolas de América. De toda esa producción histo-riográfica norteamericana, voy a utilizar hoy un autor, y solamente una idea suya, que sirve perfectamente para ilustrar su valor tanto en la historiografía canaria como en la universal, a la que va original-mente referida. He procurado ilustrarme en historiogafía canaria antes de decidir-me a elegir este tema para mi participación, y espero en otra ocasión mos-trar otros paralelos canario-americanos que se derivan de este mi primer acercamiento serio. Debo a Ia magnífica Revista de Historta, actual-mente Canaria (1957) la poca información con que cuento en historio-grafía canaria, y en especial a los artículos de los señores Bonnet, Serra Ráfols, Alvarez Delgado, D. J. Wolfel, Cioranescu, De la Rosa Oli-vera, Miguel Santiago. Sin olvidar algunas orientaciones aparte de los señores Rumeu de Armas, Morales Padrón y al inolvidable Torres Campos. Gracias a ellos he podido caIibrar la importancia de1 Libro del Conoscimiento, del Canarien y de las relaciones de Da Recco, Ca Da Mosto, Jaldún, Hemmerlin, Bergeron, Azurara, Gomes, Valentim Fernandes, aparte las relaciones de los cronistas canarios, incluso anóni-mos, y de los cronistas castellanos, generales y de Indias. La crónica en que voy a poner hoy el énfasis va a ser la de Nicolosso Da Rec-co (1341)) y ello tanto por la importancia cronológica temprana de su texto como por su contenido, supuesto copista, y sobre todo por la pertinencia a la historia general de la Etnología. Veamos primero lo que dicen las historias de esta ciencia, para tratar de utilizarlas en pro-vecho de un paralelismo canario-americano. xv7-ü-~--i i v aa trae? a iiUCSEiO an&sis üno de !os articdos mis lúcidos que se hayan escrito -y conste que tengo conocimiento de unos cuan-tos centenares, que deben representar cerca del 90 por 100 de este campo, según mis cálculos- dentro de la historia de la Etnología. Estudios Atlánticos (1934), vol. VIII, núms. 33-4, pp. 154-71. Igualmente, la intervención de Pedro Carrasco en el Congreso Internacional de Americanistas de Sevilla (1964), en que se trata de un español exiiiado en i939, incorporado a ia ÜnivcrsiYaci noríeameri-cana. También entre nosotros han insistido en esto los profesores Alcina Franch y Jimenez Nufiez, orientados en aquella tendencia norteamericana que, por supuesto, no es exclusiva . No se trata del estudio de un autor, como la mayoría, ni siquiera de una escuela nacional, sino que representa un enorme esfuerzo por inte-grar toda la producción de este campo hasta el Renacimiento: todo ello en veinte páginas. Se ha convertido ya en un clásico, de obligatoria cita en todos los que rozan el tema con buena información. Y, además, es uno de los pocos que están concebidos con una idea moderna y coherente de la historia de la ciencia hasta la actualidad. Me refiero a The Renaissance Fozrndations of Anthropology, de John Howland Rowe 4, conocido incaísta de la Universidad de Berkeley, famoso por su dominio de las crónicas americanas y por su aplicación de la arqueo-logía clásica al campo americano. Formado en lingüística y arqueología clásica, su artículo es de alguna manera sorprendente por su despego con relación a la producción etnológica del mundo grecorromano, tan apreciada por otros; su táia histórica y su entrega al incaísmo puede medirse por haber recibido en 1957 el premio Robertson de la Ame-rican Historical Ass. y en 1968 el nombramiento de Oficial de la Orden del Sol, el distintivo más alto civil del Gobierno peruano, sólo concedido al parecer entre los norteamericanos anteriormente al ex-historiador Philip A. Means s. Prescindiendo del detenido análisis del artículo a la producción clásica, medieval y renacentista, pasemos a la tesis fundamental, y la breve alusión al área canaria. Para Rowe, la Antropología, en cualquie-ra de sus ramas (cultural y física), consiste en «el reconocimiento de la importancia científica de las diferencias físicas y culturales (y ello) le distingue fundamentalmente de otras disciplinas interesadas en el hombre y la conducta humana. De manera que la historia de esta idea es una parte singularmente importante de la historia de la antropo-logía » (1965, 1) * Para Rowe, estas diferencias sólo son perceptibles a condición de existir lo que el conocido historiador del arte medie-va1 E. Panofsky dice que careció el Medievo y el mundo clásico: una perspectiva histórica distante respecto al fenómeno en cuestión; de ahí que para Rowe la Antropología tenga su origen en el movimiento lin-güístico y arqueológico a que asistió la Italia renacentista del siglo XIV: «El Renacimiento comenzó en el XIV como una reacción contra los 4. American Anthropologist, 1965, vol. 1, pp. 1-20. 5. Dato extraído del articulo de su alumno EUGENE A. HAMMEL: uPeck's Archae- ,l.o.g ist., pp. 13-9, de Papers in honor of J. H. Rowe, publicado como número 40 de v..-..,.,... ".-• ---- 7 e-- ,.S AX,UGUG, nrrrrupurv(;;~u: ou&r-y -..T. ü p í i ~ ,S piiiig, i9G. En ei riúnicro de iSá4 de e s h revista viene el articulo que Rowe dedicó al siglo XVI español, destacando la posible conexi6n entre el P. Acosta y Morgan. Tengo entendido que Jiménez de la Espadh recibió un honor parecido. Cfr. Prólogo de MART~NEÍC. ARRERASa las Relaciones Ceo-gráficas de Indias (Perú), BAE. * En este caso, como en otros, el autor hace referencia a una bibliografía que debió consignar al final de su ponencia. 193 nuevos ideales del XIII ... En el siglo XIII, con el surgimiento del escolas-ticismo y el estilo gótico en arte, hubo un abandono general de la tradi-ción clásica en filosofía, estilo literario, arquitectura y escultura, particu-larmente marcado en Francia.. . Los fundadores del Renacimiento querían volver de nuevo a los modelo; clásicos y restaurar la vieja tradición. Su ataque a la obra de sus predecesores inmediatos, sin embargo, les llevó a enfatizar las diferencias entre lo cotidiano y los valores clásicos, de ma-nera que llegaron a conocer gradualmente el contraste cultural entre la antigüedad y el presente.. . El Renacimiento educó a su época en la idea extendida de que los anti-guos eran no solamente diferentes, sino dignos de estudio. Los hombres entrenados en esta tradición estaban mejor preparados que sus predeceso-res para observar y anotar dií'erencias culturales contemporáneas, Llegado el caso ... Sólo cuando los hombres han aprendido a ver diferencias entre el pre-sente y el pasado, están capacitados para observar diferencias contempo-ráneas de su mundo circundante en forma algo sistemática» (1965, 9,8 y 12). Esta tesis es la que dirige el artículo en cuestión, dedicado íntegra-mente a demostrar el excepcional valor de los estudios clásicos de He-rodoto y Megástenes, y medievales de Rubruquis y Piano Carpini, aparte del aislado caso de Ibn Jaldún: excepcionales por su corto nú-mero, y por el poco caso obtenido en sus ambientes respectivos. De ahí que la tradición actual de la antropología no deriva de ellos, con los que no hubo continuidad: ésta comienza en el Renacimiento italiano, con figuras como Petrarca, Boccaccio, Giovanni Dondi, Ciriaco de Piz-zicolli, Lorenzo Valla y Biondo Flavio. Los movimientos de interés en otras naciones supusieron un contacto con este ambiente: así el de Nebrija con L. Valla en Bolonia, y el de los letrados Marineo Sículo y Pedro Mártir en la corte española. De Pedro Mártir recibió G. F. de Oviedo el estímulo para escribir sus obras, y no hace falta insistir en este punto tan conocido del «clasicismo» de nuestros cronistas de América, y de su afán maníaco en ver lo americano a la luz de los clásicos, tanto en forma de modelo a seguir como a superar. De ahí la discusión entre «antiguos y modernos», de que se ha ocupado entre nosotros José A. Maravall (1964). No está de más aclarar que el si-glo xvj: espa~ol & inter& para el sefivr gowc, y al que le ha dedicado otro brillante estudio. Pero el tema nuestro nos retiene en el siglo x ~ vy s v, en que tienen lugar las primeras exploraciones por la costa africana, a las que nues-tro autor le dedica dos párrafos: «Los relatos de la mayoría de los pri-meros exploradores se limitan a relatar sus propias aventuras, discutir pr&!emus de na~~egaciSen indicar las cara~t~rirtirafisc irar de lar nue-vas tierras, y las oportunidades comerciales que presentaban. Los pocos escritores que dedicaron alguna atención a los nativos y sus costum-bres en los inicios de los grandes viajes de descubrimiento eran todos o italianos ilustrados u hombres expuestos a la influencia del Renaci-miento italiano» (1965, 12). Efectivamente, se refiere luego a Enrique el Navegante, contemporáneo del Renacimiento italiano, y concluye que el único relato sistemático en términos etnográficos lo hizo un italiano, A. Ca Da Mosto, de todos los conservados. Vamos a dejar a un lado esta preeminencia, ya que Rowe se re-fiere a todo el relato de Ca Da Mosto (Río de Oro, Canarias, Senegal y Gambia) y no a su breve exposición de las Islas. Personalmente, por lo que se refiere a éstas, creo preeminente la de Gómez Eanes D'Azurara, que trata de las cuatro islas no cristianizadas en detalle, sin confundir ni generalizar: creo que el noble caballero veneciano atri-buyó a Tenerife rasgos pertenecientes a Gran Canaria (según Azu-rara: cuernos en la punta de sus dardos, y la institución del placet se-ñorial para el matrimonio), y sospecho que pudo disponer de informes portugueses para su relación. La influencia de Azurara llegaría no sólo a Barros, Diogo Gomes y Valentim Fernandes, sino probablemente a Bergeron, a Galindo y a Viera 6. Sobre ello volveré alguna vez, pues de mi lectura de estas relaciones, y sin más elementos, sospecho genea-logías y prioridades diferentes a las de mis actuales informantes: por ejemplo, el MS. de D. Gomes (ca. 1482) me parece muy poco de fiar, incluso menos que el breve comentario de Hemmerlin en su Diálo-go (ca. 1444). Volvamos a la primera relación fidedigna que poseemos de las Islas Afortunadas, si descontamos la confusa alusión del compilador latino Plinio, que por otra parte sólo nos informa etnográficamente de la existencia de un pequeño templo de piedra en su Junonia, o La Palma (eaediculam ... lapide exstructam»), y muestras de edificios en su Ca-naria o Gran Canaria (westigia aedificiorum»), y prescindiendo igual-mente del brevísimo, pero sólido, relato de Ibn Jaldún poco posterior al de Da Recco, que aquí nos interesa '. En relación con Plinio nos importa precisar que fue recuperado muy tardíamente por el ingeniero italiano Torriani y el franciscano Abreu, a la tradición de la historio- 6. Cfr. el interesante art. de J. ALVAREZD ELGADO«L: OS datos lingüísticos y la procedencia de fuentes canariasu, Anuario Est. Atlánticos, 1967, 13: 315-28, así como la reseña correspondiente de E. SERRA en la Revista de Historia Canaria. 7. Para Piinio y Jaiaun, en reiacion con Canarias, consuitar íos trabajos exceienres de J. ALVAREZD ELGADeOn Rev. Hist., 1945, vol. 65, pp. 26-61, y, respectivamente, el de EL~ASS ERRA,e n la misma rev., 1949, t. XV, 167-177. Sobre el tema, primero hizo A. GARC~YA BELLIDOu n repaso de la cuestión en términos generales: Las Islas Atlun-ticas en el mundo antiguo, Las Palmas, Univ. Internacional Canaria (1967), 32 págs. grafía canaria. Y ello en ambos casos a través de otro erudito italiano, Lucio Marineo Sículo. En realidad, la asociación Afortunadas-Canarias nació en el ambiente renacentista italiano, pues en el relato de Da Rec-co se dice ya: «eas insulas quas vulgo repertas dicimus», y de ahí pasa al mallorquín-aragonés, donde en 1342 el lugarteniente del rey de Mallorca las llama ailles de Fortuna.. . noveyllement trovades» en licencia a Francesch Descalers y Domingo Gual. De ahí pasaría al am-biente portugués como «ilhas perdidas>>, sea vía cartógrafos mallorqui-nes o por los mismos italianos, presentes en papel directivo primero en la Armada portuguesa, y luego en la Escuela de Sagres, el último de los cuales sería Ca Da Mosto Quizá el primero que llame Afor-tunadas a las Canaria:, tras el largo silencio medieval, sea precisamente Francesco Petrarca en 1337, en su carta a Tommaso di Mesina, ase-gurando ya una familiaridad con las mismas, comparable a la que había entonces con ei resto de iraiia, Francia, ijreraña, Irlanda o tvdas las N2 Orcadas. Siete años más tarde, escribe lo siguiente: E «No exceptúo las islas Afortunadas, colocadas al Occidente extremo, - como las más vecinas y mejor conocidas de nosotros, muy lejanas de la m O India y del Polo, recordadas por muchos escritores, y principalmente en la E E lírica de Horacio. Allá en memoria de nuestros padres se internó una flo- 2 ta de guerra genovesa (ea patrum memoria januensiurn armata classis pe- E netravit), y el Papa Clemente VI investía hace poco de soberano de estas islas a un Príncipe, del que ignoro la suerte que le haya tocado en aquel 3 reino fuera del orbe» g. O-m Este interesante texto, junto con el de Da Recco, es la primera alu-sión «familiar» a las Canarias, antes que el de Jaldún, y que el Libro del Conos~imiento, cuya deuda con las fuentes árabes, puesta de mani-fiesto por La Ronciere en 1925, ha sido aceptada incluro por Bon-net (1944), y cuya pobreza etnológica no soy el primero en detectar, dejando aparte sus valores geográfico-didácticos. La obra de Jaldún, cuyo valor no ignora hoy ningún etnólogo, no puede ser puesta en parangón por lo que respecta a las Canarias con la de Da Recco, tanto por la riqueza de contenido como por el procedimiento de obtención 8. Cfr. el interesante trabajo de CHARLESV ERLINDE~NN avigateurs, marchands et colons au service de la découverte et de la colonisation portugaise sous Henri Le Navi-gateur », Le Moyen Age, 1958, 4: 467-497, París. Aunque quizás no debamos olvidar la recensión de Serra Rafols en su Revista de Historia Canaria (1961, p. 230). En el mismo año se ocupó don Elías de otro articulo, valorando otra vez la aportación italiana al .descubrimiento de Canarias>>,p ublicado por A. CIONARESCeUn Reseña, Santa Cruz (1961). 9. RXNDC Cp.nn~n (1928) LP navigazioni atlantiche di AIvise Ca da Mosto, Antoniotto Usodimare e Niccoloso da Recco. Milán, vol. 1 de la colección eViaggi e Scoperte di navigatori ed espioratori itaIiani». Traducción nuestra de la p. 51. informativa. Lo que sí quisiéramos comparar es la categoría de ambas fuentes en la historia de la etnología, ya que, a nuestro modesto en-entender, el transmisor de la relación de Da Recco, gracias a la infor-mación de unos comerciantes florentinos asentados en Sevilla, es Gio-vanni Boccaccio da Certaldo. Basándonos en las pruebas del descu-bridor del MS. de Florencia, Sebastiano Ciampi (1827), y en las evi-dencias biográficas de Boccaccio suscitadas por el señor Rowe, suge-rimos, contra las opiniones de los historiadores Bonnet Reveron y Ellas Serra, que probablemente el transmisor de la primera relación etnográfica de la Gran Canaria es el autor famoso de los quince libros sobre De genealogiis deorum, y de la menos conocida De Montium, Silvarum. .. nominibus, preparadas a partir de 1362, cuando la influen-cia poética y literaria que venía ejerciendo Petrarca sobre él se con-virtió en una estrecha colaboración a la búsqueda de manuscritos gre- ,, - colatinos. Otro estrecho colaborador de Petrarca fue el físico y mecá- E nico Giovanni Dondi (1318-1389), dedicado más a observar los monu. O mentos arqueológicos; pero no el único, pues según Rowe, «la mayor n-= m parte de la literatura griega y latina que ha sobrevivido fue conocida O E en Italia alrededor de 1 4 3 0 ~(1 965, 10). Tiempo en el cual quedó e:- £ 2 tablecida en Italia la costumbre de enseñar «literatura antigua», como =E una disciplina más. Recordemos que a partir de 1353 Boccaccio es nombrado emba- 3 - jador en Francia (Avignon) y luego en Roma, gracias a 10s méritos - 0m contraídos tras la publicación del Decamerón, elaborado durante la E peste de Florencia de 1348. Boccaccio regresaba tras un período de O bcio producido por la quiebra de la banca Bardi de Nápoles, en 1340, n a donde su padre natural, un mercader florentino, le había enviado con- -£ tra su voluntad. Durante ese ocioso decenio había empezado su ca- a 2 rrera literaria, imitando, entre otros modelos, los Trionfi de Petrarca. n 0 Este autor, otro desterrado de Florencia, que estudió y viajó numerosas veces por Francia en su juventud ya había comenzado su colección de 3 O manuscritos romanos, empezando por e1 Pro Archia de Cicerón. Igual-mente su fama literaria le puso en la mano dos premios simultáneos, uno de París y otro romano, eligiendo éste, lo que le facilitará el desem-peño de cargos diplomáticos, entre ellos en Avignon (1542-1546). Es la época de los papas en Avignon, que va a desembocar a poco de la muerte de ambos (1378) en el gran cisma de Occidente, con la duali- LuAa u y--Aa-yI al, iLl-a+-o L a 1417. Ni yüe decir tiene !o qüe &e p d e~stim ülar el rentimiento patriótico, ya no sólo florentino, de ambos amigos: al menos de Petrarca es conocida su breve y apasionada Invectiva contra eum qui maledixit Italiam, en pro de la vuelta a Roma de la sede pon- tificia, y aquí puede estar el secreto origen del Renacimiento italiano. De hecho, la institución papa1 fue mucho tiempo el instrumento de unificación nacional por el que suspiraba Italia para evitar la depen-dencia de Francia y luego de Aragón: el mismo Maquiavelo confiaba en un hijo del Papa Alejandro VI para que devolviese la independencia al país heredero del Imperio Romano. Pues bien, Boccaccio pasó sus últimos años en su ciudad natal -tras haber sido embajador ante el Papa Urbano V, otra vez en Avignon-, comentando públicamente la Divina Comedia y reuniendo estudios de la antigüedad, según el estímu-lo recibido de Petrarca 'O. Con estos antecedentes, ¿cómo era posible que llega:? a Florencia una relación sobre una gesta italiana que no parase en manos de Boc caccio, convertido desde 1371 hasta su muerte en el máximo erudito local, y quién si no él la convertiría como magnífico conocedor de Virgiiio y Cicerón en ia ágil, breve y eiegante prosa que nos muestra la actualmente llamada «relación de Da Recto», tan superior al latín macarrónico que han empleado otras crónicas de interés canario de un siglo después? Caso del De Nobilitate et Rusticitate Dialogus (ca. 1444) del canónigo de Zurich Felicis Malleoli Haemmerlein, traducido por Elías Serra (1943) con la excusa de que <:la oscuridad del bajo latín de HemmerGn obliga a una verdadera interpretación, no exenta de puntos dudosos» ". Caso también del De insulis pvimo inventzs in mave oceano occidentis et primo de Insulis Fovtunatis, quae nunc de Canayla uocan-tuv (ca. 1482), cuyo inspirador es Diogo Gomes, pero cuyo redacto? parece Martín Benhain de Nurember, que tomó el relato de viva voz. También fue traducida, ahora por B. Bonnet (1940), con este comentn-rio: «Los solecismos del texto recuerdan el latín franco de la Edad Media» 'lb. Caso igualmente de los documentos papales de Clemente VI, Nicolás V y VI, que nos transmiten, además del texto de Hemmerlin, 12s pocas noticias que conservamos de los canarios, por vía mallorquina, según el mismo Elías Serra 12. Aunque yo no estoy convencido que la noticia del culto astral, que aparece en la carta de Nicolás V al obi-po de Tortosa -el informante de Hemmerlin- proceda simplemente de los ciudadanos barceloneses que cita en 1369, y en todo caso eso obli-garía a encontrar más detalles de los viajes mallorquines dc 1342 y 1352 para completar esta información, que pasa por original de Ca 10. Para esta reconstrucción de Petrarca, Boccacio y Gran Cisma de Occidente he usado la Gran Enciclopedia Larousse, en su edición española de Barcelona. 11. Revista de Historia, 1943, 64, p. 290, n. (e). 11 "u Xesrisü de Rfs:v;ia, !?4O, t . VII, p. 43, E. 2. 12. Apéndice 1 al tomo 111 de la trad. de Le Canarien. en la col. Fonfes Rerum Catzüriartim (1965). Da Mosto un siglo más tarde. Al respecto de los textos latinos pa-pales, cabe recoger aquí una noticia que da Rowe: la finura lingüística alcanzada por los seguidores de Petrarca y Boccaccio -en este caso Lorenzo Valla- fue tal que le permitió en 1440 denunciar la famosa «donación de Constantino» (por la que se suponía que se legitimaba una traslación del poder temporal del imperio romano al Papado) como falsificación posterior, en la época de Carlomagno, lo que dio pie en su caso a una dura crítica de los excesos eclesiásticos, que tantos efec-tos fatales acarrearía a Lutero después y a Juan Hus poco antes. La Roma papal, complaciente con quienes habían luchado por romanizar la sede papal, le nombró secretario papal, y le permitió proponer co-rrecciones a la Vulgata. Su discípulo Nebrija seguiría sus pasos sin tanta suerte. Pero, voiviendo a nuestro Boccaccio, a quien sa'bemos embajador por dos veces en la Aviñón de Clemente VI y Nicolás V, cuya condesceii-dencia con el Príncipe de las Islas Afortunadas criticaba Petrarca en su De vita solitaka (1346, libro 11, sección VII, capítulo 3 . O ) . Ellos dos debieron conocer no sólo la expedición portuguesa de 1341, sino las mallorquinas de 1342 y 1352, favorecidas igualmente que la coro-nación de Luis de la Cerda en 1344 por los papas de Aviñón, puesto que coincidía con la época de sus embajadas. Mucho debió convenirle a la corona aragonesa la corte de Aviñón, ya que fue ella durante el gran cisma de Occidente quien más se opuso a su traslado a Roma, y unificación de los dos papas: los viajes de 1369 y 1386 revelan una gran intimidad entre ellos. Por su parte, de Boccaccio tenemos el dato indirecto de la profesióc de su padre (mercader florentino), de su profesión inicial en Nápoles como empleado de una banca. Ello nos hace sospechar su sensibilidac! hacia la expedición portuguesa de 1341, cuya noticia Ilegs! a Florencia a través de sus delegados en Sevilla el mismo año, y quedaría archi-vada, para dcenterrarla cualquier interesado. Creo poder demostrar que Petrarca conocía y estaba interesado en esta expedición a travén del texto anteriormente citado, y que, supuesta la conocida relación con Boccaccio y su mutuo interés en el pasado romano, en las glorias italianas del momento y en las «antigüedades» de los pueblos recién descubiertos, podemos creer a Sebastiano Ciampi, cuando al descubrir el MS. en 1826-1827, y tras las pruebas de la letra y ciiriosas ausen-cias de su nombre en una lista de hombres célebres italianos del mo-mento, más la presencia del mismo en una firma borrdda, lo atribuye a Boccaccio. De esta manera, demostraríamos otra vez la validez de la teoría hi~torio~ráficdae Rowe, pero aplicada ahora al caso canario, no al americano a que él lo refiere finalmente. Vayamos por partes. La relación de Petrarca con la expedición portuguesa de 1341, en la que intervienen castellanos, portugueses, florentinos y genoveses, bajo la dirección de un florentino y un genovés (Da Recco, el que dio la información en Sevilla a finales de ese año), ha sido negada de varias maneras por cuatro historiadores. Los dos primeros dedicados a His-toria general de los Descubrimientos, y los otros dos especialistas en crónicas de información canaria: respectivamente, Rinaldo Caddeo, en 1928, y F. Pérez Embid, en 1948, y por Elías Serra, en 1941-1942, y Buenaventura Bonnet, en 1943. Estos dos últimos se han referido di-rectamente a la no paternidad de Boccaccio del escrito que conserva-mos, más directamente relacionado con esta expedición, que es una de las pocas, junto con la de Ca Da Mosto, en las que el interés va &igidG especfficamente, y casi exclUsiramente, 2 12 í;ob!a~Sii aborigzi, de las Islas, caso que Rowe afirmaba como excepcional fuera del ám-bito italianizante, en especial florentino. Con la introducción biográfica de Petrarca y Boccaccio, creo que vamos a poder interpretar mejor tan-to el documento de Petrarca, ya citado, como la propia relación que conservamos, la más antigua de Gran Canaria. Rinaldo Caddeo editó en 1928 la relación de Ca Da Mosto, junto con la de Antoniotto Usodimare, de poco valor, y la de Da Recco, a lo que le adjuntó Introducción y Apéndices, que sólo venían a demos-trar lo antiguas e influyentes que habían sido las exploraciones italia-nas en el Atlántico, pero que poco le habían beneficiado, pues queda-ron aquellas tierras en manos portuguesas, francesas, inglesas y caste-llanas. Usando Petrarca sólo con esta intención, creyó ver en el párrafo antes citado («e0 patrum memoria januensium armata classis penetra-vit ») de 1346 una prueba de alguna expedición genovesa entre la de los hermanos Vivaldi ( 1291 ) y la de Lancelotto ( 13 12), probablemente anterior a 1304, en que nace Petrarca, por la frase «patrum memoria». El interpreta como «según la memoria de nuertros padres», lo que, después de la frase anterior («recordadas por muchos escritores, y principalmente en la lírica de Horacion) y antes de la siguiente {«E1 Papa Clemente VI investía hace poco de soberano de estas islas a un Príncipe, del que ignoro la suerte que le haya tocado en aquel reino fuera del Orbe») debe entenderse más bien como «Allá, en memoria de nuestros padres (es decir, Horacio, Plinio, etc.) se internó una flota de guerra genovesa». s e g ~ r P&ez &&id, 5- libro citado, re prnpiisn pasar re-vista a todas las exploraciones del Atlántico, con la misma idea aacio- nalista>> que Caddeo: destacar el valor de las expediciones andaluzas. En el repaso a las expediciones genovesas, se opuso a la interpretación de Caddeo, y propuso que se considerase en relación con la de Mallo-cello Lancellotto «porque es a través de ella como únicamente puede entenderse su posible significación» 13. Con ello impedía que significar^ algo porque se trataba de una «armata classis». Yo creo que no hace falta acudir a navegaciones de las que no se tiene noticia para aclarar un texto, porque esto sólo vale como argu-mento «ad hoc», en el caso de Caddeo. Pero tampoco hdv que invalidar los documentos que tenemos. Como la única expedición en que fueran genoveses de que tenemos noticia que fuese «armata classis» es la ex-pedición portuguesa de 1341, cinco años antes del texto que interprz-tamos, podemos sospechar que se refiere a ella. El relato que se recibe en Florencia ese mismo año la describe como «duas naves.. . ferentes ,, fnsuper equos et arma, et machinamenta bellorum varia ad civitates et D E carta capienda» (Bonnet, 14), y el autor de la dexripción es el geno- O vés Da Recco. Por otra parte, la relación del genovés no dice que la n-= expedición sea portuguesa: aimpositis in eisdem a rege Portogallo op- m O E portunis ad transfretandum commeatibus», que Bonnet tradujo como E 2 Malibrand en 1849: «cargados por el rey de Portugal de todas las pro- =E visiones necesarias». Esa falta de precisión le hizo decir a R. Caddeo que Portugal no había puesto sino las provisiones, lo que indignó mu- 3 cho a Bonnet, que usa los argumentos de Alfonso IV de Portugal, ex- - - 0 puestos al papa Clemente VI ante eJ nombramiento en 1344 de rey a m E D. Luis de la Cerda. Evidentemente el rey portugués se refería a esta ex- O ploración y su carta es auténtica, a pesar de las dudas de los mismos por- - tugueses. Pero lo que está en juego es si el rey es objetivo al calificar -E como «súbditos nuestros» a los «homines florentinorum, januensium, a 2 et hispanorum castrensium, et aliorum hispanorum», de que habla la n relación de 1341 como tripulación que salió de Lisboa. Y sobre todo 0 al decir que éstos precisamente fueron «los primeros descubridores de O3 dichas islas»: ?qué sabía el rey de exploraciones, si eran italianos los capitanes y tripulaciones de su Armada, ya en 1317? ¿Y si lo sabía iba a decirlo, aunque no le conviniera? También el rey castellano AI-fonso XI protestó a Clemente VI, cxeyéndose con derechos, y parece que el único que apoyó a don Luis de la Cerda fue el rey aragonés, acogiéndolo en Poblet, mientras has~ae l francés lo reclamaba para ayu-darle en sus batallas en territorio francés. Curiosamente, la narración de Petrarca de 1346 también proterta 13. Los descubrimientos en el Atlántico 3: la rii.alidad castellano-portuguesa hasta el Tratado de Tordesillas. Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1948, p. 60. contra la decisión de Clemente VI, un papa ante el que era embajador de una noble familia italiana. El papa escribió a todos los monarcas europeos, como lo haría luego Roma a petición de Enrique el Nave-gante pidiendo ayuda en su cruzada africana, y se atrevió a hacerlo aI mismo gobernador de Génova, Simón Bocanegra. No debemos suponer a Petrarca totalmente objetivo, como no suponemos a los reyes portu-gués ni español, y hay un detalle de parcialidad evidente en este mis-mo párrafo: hablando de las Afortunadas dice al principio del párrafo que estaba «aobis et viciniores et notiores», y todavía «muy lejanas de la India y del Polo» (justamente la navegación que querían empren-der los genoveses, evitando a mamelucos y mongoles). Sin embargo, al comentar el reino que le ha tocado al Príncipe de las Islas Afortu-nada:, lo describe como «aquel reino fuera del Orbe». No debemos usar un escrito de comentario agriado sobre la realidad social a que Petrarca asistía como si fuera un acta notarial, suponiendo que éstas sean incontrovertibles. Hemos creído mostrar un poco de la poca objetividad tanto de los documentos como de los propios historiadores de descubrimientos. Vea-mos ahora si podemos encontrar algo mejor en los dos historiógrafos canarios, en cuanto a ese amor a la patria que ha impedido comprender aquella afirmación documental de Ciampi de que el MS. que se refiere a Da Recco fue escrito por Boccaccio; amor patrio que se opone no sólo a la objetividad histórica, sino también a la principal condición de un documento etnológico: conservar una perspectiva distante respecto al sujeto de estudio, que no anule el interés en su conocimiento. Algo al parecer que poseía el renacimiento Italiano. Es curioso que ni Serra RáfoIs ní Buenaventura Bonnet hayan in-tentado ver a Boccaccio y Petrarca relacionados en su interés por las Islas Afortunadas. Y eso que el primero de ellos conoce el ayunto, pues citaba una frase de E. Kunstmann bien clara: «Con los nombres de Boccaccio y Petrarca se ligan también las más antiguas noticias sobre las Islas Canarias* 15, en 1943, pero después de declarar en su bri-llante exposición de 1941-1942 sobre las expediciones portuguesas á las Canarias: «Desde luego, la atribución del mismo a Boccaccio es 14. B. BONNETen, Revista de Indias, 1945, p 415 Se trata de su tesis doctoral. 13, -Más sobre los viajes catalano-mallorquines a las Canarias,,. Revista de Histo-ria, 1943, 64, p. 288, n. 9. Se trata de la relación de F. Hemmerlin, que A. Lütolf publicara en 1877 en una revista teológica, no logrando informar más que a Maricham, que la usa en el Apéndice bibliográfico Je su traducción de Espinosa. La cita de Kunstmann corresponde a un ejemplo del valor de la historia aIemana de los descu-brimientos, tan alto que permite en aquella fecha que Lutolf localice en 1370 el hecho gratuita, pues se basa sólo en una corazonada de Ciampi* ". Entonces exige una edición contrastada con el original, poniendo en entredicho la edición y traducción de Ciampi, su descubridor, sin molestarse en exhibir la menor contraprueba. Un hombre de la erudición de Serra Ráfols, y del interés por la vida indígena que ha demostrado en la edi-ción de las Datas y las fichas sobre las Actas del Cabildo de Tenerife, y en varias publicaciones próximas a la etnografía (cerámica, molinos de viento), y que incluso se ha permitido el trabajo, bien poco justi-ficable, de traducir a Hemmerlin, después de reconocer que «los datos que contiene son preciosos para el conocimiento de los antiguos cana-rios », añade: «pero lo que aquí nos interesa es que aseguran el carácter oficial de la expedición, que iba provista de material de guerra ... que demostraba de un lado una idea bien errónea del país al cual se diri-gían (equos et arma et machinamenta bellorum varia ad civitates et castra capienda) y de otra el propósito de mantenerse en él, y es pro-bable que precisamente al darse cuenta de que las islas no tenían otras riquezas que su suelo y su clima en lugar de las ciudades que imagina-ban » (pág. 13). Lo curioso es que su trabajo de 1941-1942 va seguido de la cró-nica de Azurara, en los datos que posee de interés etnológico sobre las islas no cristianizadas de Gran Canaria, Gomera, Tenerife y Palma, y de esta última además los relatos de las razzias portuguesas con ayu& de gomeros. Luego lo etnológico le interesaba, y es bien raro que la relación de Da Recco sólo le interese para demostrar que la expedi-ción era «oficialmente» portuguesa -de lo cual ya hemos visto su ca-rácter debatible- y que las Islas no merecían la pena, lo cual todavía no se habían dado cuenta. Quizá interese saber ahora que la isla que describe principalmente Da Recco es Gran Canaria, y que no se atre-ven a poner pie en Tenerife, mientras que la relación de Azurara des-cribe las cuatro, y da un nivel de desarrollo cultural parecido a Gran Canaria y Tenerife, oponiéndolo al «salvajismo» de Gomera, y cobre todo de Palma. ¿No será que la relación de Da Recco, y máxime si fue transcrita nada menos que por Boccaccio, no le interesa, a pesar de reconocer sus méritos intrínsecos, debido a que trataba no precisamente de Tenerife, sino de Gran Canaria? He estado largo tiempo sin entender su postura arbitaria en la crítica de las pruebas de Ciampi -posición ehipercritica~ qg- he disCgtjr a rla& p ~ r t ~ r i ^ rm~ n ty~ e-l &sinter& por la crónica de Da Recco, hasta que he enfocado su actitud a la luz de a que se refiere Hemmerlin. Tampoco Kunstmann encontró hasta ahora nadie que le hiciera caso. ... 16. B. BONNETR: ev. di: Hisro~ia,1 944, 67; M5 y SS. 203 un posiblemente inconsciente velo nacionalista, de tanta raigambre a través de su obra. La explicación no pretende abarcar toda la obra inl-sionante del profesor Elías Serra, pero adquiere nivel de verdadera repasando algunas de ellas. En 1945, comentando la tesis de Bonnet, publicada en la Revista de Indias, le permite que considere incluso falsa la relación de Da Recco porque describe el sistema de numeración ca-nario con 16 unidades, algo que a Bonnet, anacrónico evolucionista, considera impropio de un pueblo primitivo. Pero cuando pone en duda la creatividad cultural de todos los insulares, incluidos 10s guanches de Tenerife, entonces el comentarista destruye la autoridad de Verneau, en quien Bonnet apoya su ingenuo evolucionismo extremo, y admite como prueba hasta la relación de Da Recco, negando la posibilidad de que los mallorquines hayan podido traer las higueras, sistema de cons-trucción de casas, trabajos en madera, acequias, y hasta las instituciones poilticas (a tanto iiega'ba ia creduiidad de Bonnet en íos cronistas io-cales de la colonia, y en el primitivismo canario), porque Da Recco las describe antes de 1342, en que llegan los mallorquines. Ya antes había criticado Elías Serra a su antiguo profesor Bonnet cuando se atrevió a negar la existencia de los menceyatos tinerfeños, aduciéndole en 1943 y 1944 informes de las Datas de Tenerife. Y esta crítica se la repite en 1954, en el prólogo al Gadifev de lai Salle de Bonnet, cuando hace su bio-bibliografía. En el artículo dedicado a «Los árabes y las Canarias prehispánicam en la Revista de Historia (1949) tampoco dice que 10 que Jaldún describía probablemente eran cautivos de Gran Canaria en Marruecos. En 1961 se enfrenta a Ch. Verlinden, que en varios tra-bajos destaca la participación genovesa en la Escuela de Sagres, y en la colonización canaria, y todo en la misma revista que él dirige, y en el mismo año acoge con resistencia los datos de Cioranescu sobre la pre-sencia de un Johanes Canarien en la Génova de 1293, y publica un artículo -«El redescubrimiento de las Canarias- opuesto al espí-ritu del de Cioranescu. La reseña del artículo de Alvarez Delgado en Anuario de Estudios Atlánticos (1967) titulado «los datos lingüísticos y la procedencia de fuentes canarias», también le hace dudar de que verdaderamente Abreu usara fuentes portuguesas, y sobre todo que Da Recco fuera conocido por nadie antes de 1826. La portura refinada e imperceptible de Serra se convirtió en Bon-net, que la hereda en 1943 en su artículo de la Revista de Historia sobre la expedición de 1341, en negación de evidencias y contradiccio-nes flagantes. Como este artículo se incorporó a su tesis del año si-guienre en Madrid, se le debcubrir iiiiás sus falos por las breves alteraciones introducidas. Bonnet ignoraba en 1943 que Ciampi había publicado asimismo el original latino, y que R. Caddeo había simple-mente modernizado el texto, sin traducirlo del original. Consecuen-temente, cree que el «primero que dio a conocer dicha expedición en estas islas» fue Berthelot en 1842, llamando para ello mentiroso a Chil y Naranjo, que negaba haber usado a Berthelot. También criticó dura-mente a Malibrand, que en 1849 había reproducido ambas versiones (latina y castellana), diciendo en 1945 que su texto latino «está ma-terialmente plagado de errores», y sin embargo se permite copiar su traducción, que no altera prácticamente en la tesis. Esta tiene supre-siones muy significativas, respecto al texto anterior, como la cita de que Berthelot fue el primer editor, y una cita del historiador Bení-tez, que considera la relación de Boccaccio «una especie de leyenda que instruye y deleita juntamente». Igualmente elimina una cita de Ciampi, que juzgaba que el MS. estaba inconcluso, debido a que se añadía una hoja en blanco, detrás de la relación de los numerales, no sé si para quitarnos la duda de que los canarios contaran más de die-ciséis en su lengua. La crítica al evolucionismo extremo de Bonnet por el profezor Serra, nos ahorra comentario al respecto de su actitud crí-tica ante la aboriginidad de lo que él encuentra demasiado difícil para que lo hayan inventado los canarios. Pero, como Serra se muestra com-placiente con su «disgresión» sobre los numerales, exhibiré una frase reveladora de su juicio sobre los pueblos primitivos: «la mejor prueba de la asombrosa inferioridad intelectual de muchas razas salvajes» es el no saber contar más de dos, ni lo que contienen los dedos de la mano (1945, 11, de la Revista de Indias). Creo que Boccaccio tenía mejor opinión sobre las «antigüedades» clásicas y presentes (como le llamaban Nebrija, Ambrosio Morales o Bernardino de Sahagún a las costumbres actuales de los pueblos primi-tivos y áreas rurales por las que se interesaban), cuando dejó una hoja en blanco sobre h que añadir nuevos datos sobre este pueblo, quizá consultando al propio Da Recco personalmente -se había mostrado un poco receloso en el interrogatorio que Ie hicieron los mercaderes florentinos de Sevilla- o del capitán Di Corbizzi, florentino, del cual está apuntado al margen del MS. el nombre de un pariente conocido en la Florencia de sus días. No cabe duda que muchos de los méritos de las observaciones con-tenidas en este MS. proceden del que los observó, Da Recco. Así, el haber cnmp!emer?tdo Q! virtn en 11 breve i~mt s iSn:: Un p&a& &S-ter0 de Gran Canaria con lo que les sucedió con los cuatro canarios raptados, que se les acercaron nadando a la embarcación en la parte sur de la isla. Verificó que eran inteligentes porque, aun sin compartir la lengua, se entendían como nuestros mudos, por señas, y seguramente Ien el viaje de regreso le extraerían los numerales, ya que es el único dato, lingüístico, y ellos no hablaron en su visita a la parte norte de la isla, de donde se llevaron un ídolo. Hacen incluso experimentos con ellos, para saber lo que gustan de comer, si usan moneda, vasos, ador-nos, etc. En suma, completaron lo mucho que pudieron observar en su breve visita. Además, Da Recco se atrevió a hacer comparaciones de su lengua con la italiana, y de su modo de bailar con los franceses. Esto quizá era el producto de su experiencia de marinero, que tocaba puertos de Oriente y Occidente. En eso se diferenciaba del coetáneo autor del Libro del Conoslimiento, que no habiendo nunca visitado probablemente ninguna ciudad fuera de su Sevilla, donde residía, ad-mitía aun que los canarios tenían solamente una pierna, tal como rela-taban los cronicones medievales de los habitantes de la India (se su-ponía que las Canarias estarían camino de la India) ". Y, desde luego, del Obispo de Tortosa, o del canónigo Hemmerlin (quien sea real-mente el autor de Ia información que le transmitieron de la visita catalana en 1369), quien, entre otras barbaridades, opina lo siguiente: «vieron gentes de uno y otro sexo.. . que ladraban a manera de los perros; sin embargo se entendían mutuamente y con claridad a su ma-nera ... solían comer crudos (los bueyes, ovejas y aves que según Hem-merlin existían en las Afortunadas), al igual que hacen los cíclopes y los agriófagos en la India. .. y como en otro tiempo los vínulos y los húngaros». Y digo que el texto de Hemmerlin contiene «barbaridades», por-que, como bien atina Lévi-Strauss: «Bárbaro es, en primer lugar, quien cree en la barbarie». Este no era el caso de Da Recco. Pero el pro-blema que yo creo haber resuelto es que lo que Da Recco vio no nos habría llegado si Boccaccio -tal como planteaba J. H. Rowe- no lo hubiera considerado tan digno de transcribir, como las mitologías y to-ponimias romanas. Junto con Ca Da Mosto, es el único que se intereca en su libro solamente en costumbres indígenas, al estilo de como harán luego los españoles imbuidos de visión clasicista del mundo, y en es-pecial los gramáticos influidos por Nebrija. Gracias a esta visión comparativa, recibida del Renacimiento ita-liano, el noble veneciano Ca Da Mosto pudo justificar el Proemio a sus Navegaciones de manera tan parecida a como nuestros primeros cronistas justificaban el interés de sus libros, es decir, basdos en la novedad y alteridad de lo que habían visto respecto al viejo. Conciencia 17. B. BONNET: Rev. de Historiu, 1944, 67; 205 y SS. 206 de alteridad que, siguiendo a Rowe, debemos ver como zigno de valor etnológico: «Siendo yo ... el primero de la nobilísima ciudad de Ve-necia que se haya movido a navegar el mar Océano fuera del Estrecho de Gibraltar, hacia el mediodía ... y habiendo visto en este viaje mío muchas cosas nuevas y dignas de noticia.. . tal como lo he anotado de tiempo en tiempo en mis diarios, lo iré transcribiendo de manera que quienes hayan de venir tras mía puedan entender cuál ha ?ido mi áni-mo en buscar lugares diversos y nuevos; pues verdaderamente, en com-paración con los nuestros, aquellos que yo he visto se podían llamar otro mundo» (Caddeo, 1928, 159-1601. |
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