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LA HISTORIOGRAFÍA Y EL PROCESO
DE FORMACIÓN NACIONAL EN CUBA
Enrique López Mesa
La formación de la nación cubana ha sido uno de los temas más controversiales
entre los especialistas que han abordado la historia de la Isla. Las opiniones son múltiples,
pero en esta comunicación sólo nos proponemos dar una breve visión cronológica de los
enfoques fundamentales, sin pretensiones de análisis exhaustivo.
La más antigua aproximación al tema que hemos localizado data de 1889 y se
trata de una polémica entre dos intelectuales autonomistas --Manuel Villanova y Alfredo
Zayas-- respecto al momento en que se hizo manifiesto el deslinde entre cubanos y espa-ñoles,
que Villanova fijaba en 1823, con las primeras conspiraciones separatistas, y Zayas
retrotraía a los años iniciales del siglo XVIII, cuando las jefaturas política, militar y ecle-siástica
de la Isla coincidieron provisionalmente en manos criollas.1 Esta polémica testi-monia
el temprano inicio, por una parte, de una tendencia cronologizante --cuyo objetivo
parecía ser extenderles retroactivos certificados de nacimiento a la nacionalidad y a la
nación, basándose sólo en factores superestructurales y sin ahondar en su interacción con
la base social y económica-- y, por otra, de la influencia de las coyunturas políticas sobre
la visión historiográfica.
Ya en la etapa republicana encontramos el primer análisis serio sobre el tema,
lamentablemente breve, que estuvo a cargo del más acreditado de nuestros historiadores
liberales, el doctor Ramiro Guerra y Sánchez, quien en 1925 señaló que desde la segunda
mitad del siglo XVI ya era palpable el “conflicto de intereses materiales” entre criollos y
peninsulares, que devendría en “choque de fuerzas espirituales” y más tarde, en el
segundo tercio del siglo XIX, en “división ostensible entre cubanos y españoles”.2
A fines de la década de 1930, la agresión fascista en Europa y la convocatoria de
una Asamblea Constituyente en nuestro país, hicieron renacer el interés por todo lo
concerniente a la identidad nacional. En noviembre de 1939, la Fraternidad Cultural
Estudiantil Iota-Eta inauguró en la Universidad de La Habana un ciclo de conferencias
sobre “Historia de la cubanidad”.3 Entre las mismas sobresale la impartida por e1 doctor
Fernando Ortiz, padre de la etnología cubana, en la cual, para ilustrar la mezcla étnica que
dio origen a nuestra nacionalidad, decidió cubanizar el concepto de melting pot, tan usado
por otros antropólogos, y recurrir, con feliz acierto, a un símil culinario: el ajiaco, guiso
emblemático de la dieta cubana de entonces, en el que se cuecen los más diversos ingre-dientes,
que van dejando “allá en lo hondo del puchero, una masa nueva ya posada produ-cida
por los elementos que al desintegrarse en el hervor histórico han ido sedimentando
sus más tenaces esencias en una mixtura rica y sabrosamente aderezada, que ya tiene un
carácter propio de creación”. Ortiz fue el primero en analizar nuestra nacionalidad con un
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sentido dialéctico, “no como una realidad sintética ya formada y conocida”, sino “como
un concepto vital de fluencia constante”, es decir, como un proceso dinámico, permanen-te,
que se gesta en la base de la sociedad.4
Al año siguiente (1940), don Fernando completó su enfoque, al dar a conocer su
concepto de transculturación, término más abarcador que el norteamericano de aculturación,
y más ajustado a la realidad histórica cubana, por sintetizar los fenómenos de desculturación
y neoculturación.5 Estos conceptos cardinales de Ortiz deben estar en la base de todo
intento de comprensión del surgimiento de la nacionalidad cubana y de su evolución en el
tiempo.
Dentro del mismo marco histórico del mayor conflicto bélico del siglo encontra-mos
dos visiones del tema desde lugares muy distintos del espectro ideológico nacional.
En 1942, el doctor Sergio Aguirre Carreras dio inicio a la historiografía marxista cubana
con un estudio ya clásico, en el cual erigió a la cultura como elemento definitorio del
surgimiento de nuestra nacionalidad, la cual, en su opinión, comenzó a “cuajar” a fines del
siglo XVIII y principios del XIX. Sin embargo, no se pronunció acerca de la formación de
la nación.6
Un año después, en 1943, el más reconocido de nuestros intelectuales conserva-dores
de la primera mitad del siglo XX, el doctor Jorge Mañach, dedicó al tema de la
nación su discurso de ingreso en la Academia de la Historia. Su disertación fue puramente
teórica, sin adentrarse en análisis concreto, pero sin dejar de señalar que en el propio
colono español ya se daba “el embrión de la sensibilidad criolla frente a la autoridad
oficial”. Mañach puso de manifiesto su concepción elitista de la historia --aunque recha-zaba
cualquier filiación con las teorías de Pareto— al afirmar que “un pueblo no deviene
en nación por sí solo: hay que actuar sobre él para ganarle ese rango histórico”. Y ese
“impulso” debía proceder de las “minorías históricas”, grupos, según él, al margen de las
clases y desasidos de toda visión parcial, a los que ejemplificaba en la Sociedad Económi-ca
de Amigos del País. Además, su pesimismo ante la frustración republicana lo llevó a
negar la existencia de una nación en Cuba, aunque no descartaba la posibilidad de que
algún día nuestro pueblo alcanzara esa categoría histórica.7
En 1948, Raúl Cepero Bonilla señaló que el contacto igualitario entre sus etnias
integrantes era el presupuesto necesario para el surgimiento de la nacionalidad cubana, y
veía la base social para ello en el “incipiente proletariado” multiétnico creado marginalmente
por el propio régimen esclavista.8
Ya en la década de los cincuenta, el profesor santiaguero Jorge Castellanos fue el
introductor en la historiografía cubana de la clásica definición marxista de nación, acuña-da
por Stalin en 1913, aunque se limitó a estudiar uno de los requisitos enunciados en ella:
la comunidad de territorio, la cual, en su opinión, había comenzado a cimentarse a partir
de 1756, con el establecimiento del correo mensual entre La Habana y Santiago de Cuba.
Entre los aspectos más interesantes de su ensayo figura su análisis dialéctico sobre el
localismo, viendo en él un elemento positivo para la formación nacional que, una vez
lograda ésta, devino en factor altamente nocivo. Igualmente, coincide con Fernando Ortiz
acerca de la gestación de la nacionalidad en la base de la sociedad colonial, indepen-
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dientemente de que los primeros testimonios de ello fueran ofrecidos por “los círculos de
la clase dominante”, ya que éstos eran los “dueños de la cultura entonces disponible, por
tener el monopolio de la letra”. Al igual que Ortiz simbolizara nuestra nacionalidad con la
imagen de un ajiaco, Castellanos escogió para simbolizar a la nación la de una gran ceiba,
el árbol más grande de nuestros campos.9
El triunfo revolucionario de 1959 y su rápido tránsito del antimperialismo a un
marxismo no madurado, lógicamente se reflejó en la historiografía. Ya en 1960, Sergio
Aguirre utilizaba explícitamente —como no lo había hecho Castellanos— la definición de
Stalin y afirmaba que a fines del siglo XVIII y principios del XIX habían surgido “las
primeras manifestaciones de existencia de la nación cubana”.10 Era evidente la confusión
de términos, que él mismo superaría en 1967 a costa de rectificar al propio Stalin, al
asegurar que su famosa definición en realidad no lo era de la nación, sino de la nacionali-dad.
En su nuevo esquema, Aguirre consideraba la existencia del criollo como algo ya
indudable en 1603, la nacionalidad había “asomado” entre 1790 y 1808, y la nación como
tal había surgido durante la Guerra de los Diez Años.11 Quizás sin proponérselo, este últi-mo
planteamiento estaba en consonancia con la línea política cubana de aquel momento,
alentadora de la lucha armada por parte de los movimientos revolucionarios del Tercer
Mundo. ¿Qué mejor aporte que nuestra nación hubiera nacido de una guerra de liberación
nacional? Esta fue la concepción que presidió la conmemoración oficial del Centenario de
1868.
A este punto de vista de Aguirre se sumaron, con alguna que otra matización,
historiadores como Oscar Pino-Santos y Manuel Moreno Fraginals.12 Otros, como Carlos
Chaín, fueron más ortodoxos y plantearon que dicha guerra había fundido los “disímiles
componentes” de la nacionalidad, pero que la comunidad de vida económica, requisito
indispensable para la nación, sólo se alcanzó después del final de la misma y de la aboli-ción
de la esclavitud, la que propició el libre desarrollo del capitalismo.13
Entre los aportes al tema publicados en torno al Centenario, se destaca el de Jorge
Ibarra, quien no abordó el surgimiento de la nacionalidad sino la formación de la nación,
planteando e1 papel altamente negativo que en este sentido desempeñó la plantación
esclavista, al impedir la integración de los grupos étnicos africanos en la comunidad na-cional,
independientemente de que propició la unificación territorial y económica del país.
Para Ibarra, el “ciclo de formación de la nación” se completó entre 1868 y 1880.14
Otros enfoques de interés durante aquella década fueron los de José Antonio
Portuondo, quien introdujo las categorías de nación en sí y nación para sí,15 y Walterio
Carbonell, quien sostuvo que antes de la Guerra de los Diez Años el español era la lengua
oficial, pero no la lengua nacional, pues la mayoría de los esclavos que habitaban en zonas
rurales hablaban dialectos africanos.16
En 1967 visitó nuestro país el historiador polaco Tadeusz Lepkowski, quien acer-tadamente
planteó que el problema crucial en el proceso formativo de la nación cubana
era la integración étnica, “saber cuándo, cómo y a través de cuales dificultades el negro
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cubano pasó de la categoría de un negro teniendo una patria local, luego ideológica a la
categoría final de un miembro cabal de la nación cubana”. Para Lepkowski, la Guerra de
los Diez Años estableció las bases de una nación de modelo racialmente integrado, pero
ésta sólo se alcanzó tras el triunfo revolucionario de 1959, en lo que coincidió con
Portuondo.17
Antes y después de Lepkowski, otros historiadores y etnógrafos de la desapareci-da
comunidad socialista de naciones se aproximaron al tema, tales como los soviéticos
M.I. Mojnachov,18 Eduard Alexandrénkov19 y Borís Lukín.20 Por su parte, el checoslovaco
Josef OpatrnB publicó en 1986 el más extenso de los estudios sobre el mismo, basándose
en una interpretación flexible de la definición de Stalin, a la que agregó el importante
papel desempeñado por las relaciones políticas, que en Cuba se manifestaron en la contra-dicción
colonia-metrópoli. Para OpatrnB, la idea de una nación cubana unitaria se afianzó
definitivamente a fines del siglo XIX, aunque la comunidad de cultura sólo se alcanzó en
el siglo XX, en parte gracias al interés de un grupo de intelectuales por la cultura
afrocubana.21 OpatrnB ha continuado estudiando el tema, y en uno de sus últimos aportes
reconoce que quienquiera que lo aborde siempre encontrará “más problemas que
soluciones”.22
En años más recientes, el etnólogo Jesús Guanche ha enfocado la nacionalidad
cubana como un sistema etnocultural resultante de diez procesos étnicos diferentes, de los
cuales el fundamental fue la integración interétnica hispanoafricana.23 Por otra parte, la
historiadora santiaguera Olga Portuondo ha hecho énfasis en el estudio de la patria local,
ámbito en el cual se fraguó la criollidad.24
En 1992, tres años antes de su fallecimiento en Puerto Rico, el doctor Leví Marrero
rechazaba la idea de que antes de 1870 hubiera emergido “una nacionalidad cubana ínte-gra
y real”, aunque “existía, sí, desde temprano, una vigorosa autoidentificación del cuba-no,
realidad que se intensificaría con el paso de los años”. Prefería denominar este proceso
como “la toma de conciencia de la cubanía”.25
Los trascendentales cambios ocurridos en la escena política internacional entre
1989 y 1991 no han dejado de repercutir en la Isla y en sus ciencias sociales. Nuevamente
se busca en lo más profundo de nuestro pasado la solidez fundacional, como base para una
perspectiva independiente de futuro. En los últimos aportes sobre el tema se evidencia un
intento por alejarse de todos los esquemas anteriores y emprender un nuevo camino
epistemológico.
En 1995, Pedro Pablo Rodríguez criticaba a sus colegas que en décadas anterio-res
habían establecido una relación de identidad entre la formación de la nación y las
luchas populares del siglo XIX, a la par que ignoraban que el proceso formativo había
comenzado en el propio siglo XVI.26
Jorge Ibarra, por su lado, ve la “gestación paulatina y laboriosa” de nuestra na-cionalidad
como un proceso de larga duración que abarcó desde la Conquista hasta media-dos
del siglo XIX, mientras que los movimientos independentistas por la constitución del
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Estado nacional se desarrollaron en una coyuntura de corta duración. Para él, la Guerra de
los Diez Años “sentó las bases para la formación del pueblo nación cubano” y la Guerra
del 95 la coronó, en la medida en que cubrió todo el territorio y fue más popular.27
Más recientemente, Eduardo Torres-Cuevas ha establecido tres etapas formativas
del pueblo y de la nación: 1) la sociedad criolla, que se extiende desde la Conquista hasta
1763, y se corresponde con la patria local, punto de partida de la nacionalidad; 2) la socie-dad
esclavista, desde 1763 hasta la década de 1840, durante la cual la plantación azucarera
y su avalancha migratoria redujo proporcionalmente el sector criollo —tanto blanco como
negro—, retardando así el proceso de integración nacional, aunque aceleró el de forma-ción
nacional; 3) la sociedad capitalista y dependiente, desde la década de 1840 hasta la
crisis de 1929, etapa en la cual se creó el Estado nacional y se formó la sociedad nacional.
Para Torres-Cuevas, el conjunto de las tres etapas constituye el proceso de creación de una
nación patriótica, por su profundo sentido popular y su dimensión nacional e
internacional.28
Lo tradicional en este tipo de balance es finalizarlo diciendo que aún queda mu-cho
por investigar, y el caso que nos ocupa no es una excepción, máxime cuando se trata
de un tema sumamente complejo y propicio para la especulación teórica sin suficiente
basamento factual. Un tema sobre el cual todo intelectual cubano, independientemente de
su especialidad, se siente con derecho a opinar.
No obstante, consideramos que el saldo es positivo. Con la ayuda de la Etnología
y otras disciplinas auxiliares, los historiadores han ido conformando una imagen más níti-da
del proceso de formación nacional. La diversidad de puntos de vista, en ocasiones
contrapuestos, ha sido enriquecedora.
Se aprecia en algunos autores cierta imprecisión en el uso de los términos nacio-nalidad
y nación, quizás derivada de la literatura teórica asumida como referente. Ya en
cuanto a periodización, nos parecen insostenibles las afirmaciones de que la nación haya
surgido antes o durante la Guerra de los Diez Años, no obstante la poderosa contribución
de ésta a su formación.
El concepto moderno de nación es un concepto genéticamente europeo, basado
en la doctrina del Derecho Natural, concebido en y para países que pasaron del feudalismo
al capitalismo. Ninguno de ellos tenía una base social tan heterogénea como las colonias
americanas de España, ni tenía enquistada en su seno una institución tan antimoderna
como la llamada “esclavitud moderna”. Fue un concepto creado por y para la burguesía
liberal europea del siglo XVIII, la clase llamada históricamente a encabezar el proceso de
formación nacional y a beneficiarse de él.
La clase económicamente dominante en nuestra colonia --denominada por unos
como terratenientes esclavistas y por otros como burguesía esclavista-- no estaba apta aún
para asumir ese papel de vanguardia. ¿Cómo esperar que una burguesía “a medias”, como
la llama Torres-Cuevas, o “anómala”, como definía Marx a la del Sur de los Estados Uni-dos,
pudiera encabezar una nación burguesa moderna? ¿Qué nación podía surgir? En la
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base, una gran masa de esclavos africanos no integrada a la nacionalidad. En la cúspide,
una burguesía “a medias” . Era necesario que desapareciera esa anomalía para que pudiera
surgir la nación plena. De ahí que todo análisis sobre el hipotético momento de su forma-ción
sólo sea factible a partir de la abolición definitiva de la esclavitud, en 1886.
Consideramos que el concepto de nación sí es aplicable en el caso cubano y que
--a diferencia de lo ocurrido en la América continental-- en nuestra isla ésta precedió al
Estado nacional. Si analizamos todas las definiciones, tanto las “espiritualistas” como las
“materialistas”, vemos que nación es sinónimo de unión, unidad, comunidad. “La nación
--ha escrito Kaltajchian— no es un conglomerado de ‘aspectos’ o ‘partes’, sino la unidad
de su esencia y existencia [...]”.29 Es de esta médula del concepto y de su adaptación
flexible a nuestro caso específico que debemos partir.
Uno de los de los defectos generales de la historiografía cubana ha sido estudiar
nuestros siglos coloniales descontextualizados del resto de la América Hispana. Esto tam-bién
se manifiesta en el tema que nos ocupa, con las únicas excepciones de los análisis
comparativos con Puerto Rico y Santo Domingo hechos por Ibarra, Estrade y Duany.30
Contrariamente a sus colegas especializados en la Historia de América, ninguno de los
autores ha abordado el papel del Estado Colonial en la formación de la nación . En Cuba,
el Estado Colonial --prolongación del metropolitano, aunque con cierto grado de autono-mía,
dada la distancia y las deficientes comunicaciones— coadyuvó a la unificación terri-torial
del país, sobre todo a partir de la política borbónica de centralización, que acarreó la
merma de poderes de las oligarquías municipales. Pero quedan otros aspectos de su actua-ción
por estudiar --positivos y negativos--, para los que se precisa de un análisis compara-tivo
con la de sus homólogos continentales. Hay que tener en cuenta que fue bajo ese
Estado Colonial que se gestó paulatinamente una nacionalidad que, a la postre, aspiró a
darse su propia forma de Estado como culminación de todo un proceso histórico.
Un tema de investigación más arduo es el del surgimiento de esa nacionalidad,
base de la nación, su “levadura espiritual”, como la llamaría Martí.31 El análisis de la
urdimbre etnoclasista que la generó ha sido más abordado por los etnólogos que por los
historiadores, pero se requiere de un estudio multidisciplinario. Por ejemplo, hasta ahora
nuestros lingüistas no han investigado el origen y propagación del gentilicio cubano.
Rodríguez Herrera aseguraba que antiguamente había designado a los naturales de la ciu-dad
de Santiago de Cuba.32 De ser esto cierto, nos hace suponer que, al menos en nuestro
caso, la autoconciencia étnica no coincidió cronológicamente con la adopción del corres-pondiente
etnónimo. Dada la rivalidad existente entre Santiago de Cuba y La Habana
desde fines del siglo XVI, la adopción de ese gentilicio por los habaneros --que siempre se
autoidentificaron como tales-- debió ser un proceso lento, independientemente del mo-mento
en que tomaran conciencia de su nacionalidad. Algo parecido debió ocurrir con los
principeños, trinitarios, espirituanos y bayameses.
El esquema del proceso de concreción de la nacionalidad cubana sería algo muy
sencillo de no ser por el africano. Este elemento “incómodo” lo complica todo, pues se
aspira a que el modelo teórico quede diseñado de forma tal que culmine con la plena
integración en el etnos cubano de todos los componentes exógenos. Para el esclavo africa-no
-“bozal” o “negro de nación”, como se le llamaba- Cuba era una tierra impuesta, a
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donde lo habían traído contra su voluntad y donde lo hacían trabajar de sol a sol. Su único
objetivo era regresar a su país natal, como algunos lograron. Si después de 1886 se quedó
aquí fue por inercia, o por vejez, o por incapacidad económica de regresar a África, o por
haber logrado crear una familia. Probablemente murió sin haberse integrado psíquica-mente
a nuestra nacionalidad, aunque sí formara parte de nuestra nación.
Algo distinto era el esclavo criollo o ladino. Para él, Africa era sólo el lugar del
cual le hablaban sus padres -si los había conocido- o los esclavos viejos. La libertad era el
paso que le faltaba para integrarse a nuestra nacionalidad.
Ya Lepkowski señaló acertadamente que para comprender el proceso de forma-ción
nacional cubano hay que estudiar el proceso de criollización del negro. Esta es una de
las tareas pendientes de nuestra historiografía. Negros y mulatos libres hubo en Cuba
desde el propio siglo XVI. Las actas capitulares y los protocolos notariales dan cuenta de
ello. En La Habana, muchos se dedicaron al pequeño comercio y a la agricultura de sub-sistencia.
Es lógico que su número haya ido creciendo tanto vegetativamente como por la
emancipación de esclavos, y que, paralelamente al proceso de acriollamiento del blanco
haya tenido lugar un proceso similar entre estos hombres y mujeres. Según todos los espe-cialistas,
el criollo es un producto del siglo XVII americano. No sería arriesgado conjetu-rar
que para esa fecha ya los negros y mulatos libres nacidos en Cuba se sintieran tan
criollos como sus coterráneos blancos . De esa cantera social surgiría buena parte de los
soldados, clases y oficiales del Ejército Libertador en la Guerra del 68.
Para nosotros, el origen de la nacionalidad cubana sólo es concebible como la
mezcla, básicamente, de dos culturas: la blanca criolla y la negra criolla. Independiente-mente
del lugar de privilegio de la primera como retoño de la cultura española dominante,
ambas se fueron gestando paralela e interactivamente, a la vez que en contrapunto con la
cultura metropolitana. ¿Cuánto de cada una tomó la otra a lo largo de ese proceso? ¿Cuán-do
las particularidades fueron superadas por los aspectos comunes? ¿En qué momento
convergieron en la corriente central de la nacionalidad? Existen no pocos estudios sobre la
cultura criolla blanca, pero escasean sobre la cultura de los negros y mulatos libres crio-llos,
investigaciones necesarias para completar sus imágenes recíprocas.
En ocasiones tenemos la impresión de que algunos historiadores lo ven todo
“en bloque”. O sea, primero todos fuimos criollos y después todos fuimos cubanos. No se
tiene en cuenta la posibilidad de que criollos y cubanos hayan coexistido, es decir, de que
el proceso de surgimiento de la nacionalidad haya tenido distintas “velocidades” regional
y coyunturalmente.
Manuel Moreno Fraginals y Jorge Ibarra han explicado a grandes rasgos cómo al
generalizarse la economía de plantación en la región occidental de la Isla -a partir del
boom azucarero-, en la región ganadera centroriental subsistió una esclavitud semipatriarcal
que propició una sociedad más integrada étnicamente, con un campesinado que tenía un
alto porcentaje de negros y mulatos libres. 33 Por nuestra parte, en una reciente investiga-ción
sobre la fuerza de trabajo en la agricultura tabacalera, encontramos indicios docu-mentales
de que dicho cultivo contribuyó en algunas regiones del país a la integración
social de negros y blancos desde mucho antes de la Guerra de los Diez Años. Las vegas
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pequeñas y medianas eran verdaderos microcosmos étnicolaborales. Por ejemplo, un pa-drón
de Vuelta Abajo —extremo occidental de la Isla— levantado alrededor de 1820 nos
proporciona un dato que sería inconcebible en cualquier zona urbana del país: trece ne-gros
y mulatos libres que eran propietarios o arrendatarios de sendas vegas tenían no
menos de 21 blancos trabajando como jornaleros para ellos.34 No dudamos que en otros
sectores de la agricultura no azucarera también existieran elementos de integración. Si la
nacionalidad cubana fue resultado de un mestizaje biológico y cultural, como bien afir-mara
Lukín, es lógico buscar su cuna allí donde se daba físicamente la mezcla propiciatoria.
Los hechos anteceden al concepto. La nacionalidad surge históricamente antes
de que se tenga conciencia de ella. De ahí que se precise hurgar con mayor denuedo en
nuestros primeros siglos coloniales, aunque sin caer en el error --justamente criticado por
Bernard Lavallé para el caso andino-- de tratar de encontrar los orígenes más remotos de
nuestra nacionalidad a costa de “malabarismos intelectuales”.35
En nuestra opinión, la gestación de la nacionalidad no pudo ser un proceso rec-tilíneo
y monolítico. Tuvo que ser zigzagueante y atravesar por períodos de aceleración y
desaceleración. Tampoco pudo ser simultáneo en un país con grandes diferencias regiona-les
en lo económico y en lo social. Pero era inevitable, si algo es inevitable en la Historia,
que como parte de la realidad nueva que se había creado en la Isla, surgiera una naciona-lidad
nueva. Estimamos que esta nacionalidad debió surgir primero entre las clases bajas
del sector no esclavo de la población: artesanos y campesinos, tanto blancos como negros
y mulatos libres, cuya aproximación debió comenzar tempranamente, atraídos por el eje
gravitacional de la pobreza. Sus manifestaciones en la alta cultura o en el discurso político
de los ideólogos de la clase económicamente dominante sólo fueron un reflejo elaborado
de una realidad precedente, gestada instintivamente en “las capas profundas y no
sistematizadas de la conciencia social”, para decirlo con palabras de Porshnev.36
Pero, desgraciadamente, el hombre común --la gente sin historia, como decían
Juan Pérez de la Riva y Pedro Deschamps Chapeaux-- muy raramente asoma en los folios
de la documentación oficial y notarial de los tres primeros siglos coloniales, y cuando lo
hace sus palabras aparecen trasmutadas al lenguaje burocrático-jurídico, asimiladas a la
retórica al uso, en la cual no había cabida para ninguna insinuación de sesgo nacionalista.
Sin embargo, no podemos caer en el error, criticado por Ortega a nuestra disciplina, de
confundir “la inexistencia de datos con la inexistencia de los hechos”.37 El mandato de
Lucien Febvre tiene vigencia permanente: “[...] ser historiador es no resignarse nunca”.38
El proceso de etnogénesis y formación nacional en nuestro país es y seguirá sien-do
un tema abierto, en el que los modelos de inteligibilidad se irán sustituyendo paulatina-mente.
39 Y mientras los historiadores discurren sobre su origen, la nación cubana -aun en
medio de la crisis actual- se mantiene erguida, como la gran ceiba con que la comparara
Castellanos hace 45 años, árbol sagrado para los creyentes en los cultos sincréticos, azota-do
por los vientos, pero respetado por los rayos.
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NOTAS
1 Villanova, Manuel. “Españoles y cubanos (I)”. Revista Cubana. (La Habana) 9: 544-551; junio 1889.
Zayas y Alfonso, Alfredo. “Españoles y cubanos (II)”. Ibidem. 10:385-399; noviembre 1889.
2 Guerra y Sánchez, Ramiro. Historia de Cuba. La Habana, Librería Cervantes, 1922-1925, t. II, p. 15-18.
3 Además de la abajo citada, otras conferencias impartidas fueron: “Factores geográficos de la cubanidad”,
por Salvador Massip (21 de noviembre de 1939); “Síntesis histórica de la cubanidad en los siglos XVI y
XVII”, por Elías Entralgo (12 de diciembre de 1939); “Síntesis histórica de la cubanidad en el siglo
XVIII”, por Julio Le Riverend (9 de enero de 1940); y “La economía cubana en el siglo XIX”, por Felipe
Pazos (2 de mayo de 1940).
4 Ortiz, Fernando. “Los factores humanos de la cubanidad”. En: Fernando Ortiz y la cubanidad. Selección
de Norma Suárez. La Habana, Fundación Fernando Ortiz, Ediciones Unión, 1996, p. 11-12. La conferen-cia
fue dictada e1 28 de noviembre de 1939.
5 Ortiz, F. Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. [2da.ed. aumentada]. La Habana, Consejo
Nacional de Cultura, 1963, p. 99 y 103.
6 Aguirre, Sergio. “Seis actitudes de la burguesía cubana en el siglo XIX” . En su: Eco de caminos.
La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1974, p. [73]-96.
7 Mañach, Jorge. Discursos leídos en la recepción pública del doctor Jorge Mañach y Robato la noche de1
11 de febrero de 1943. La Habana, Impr. El Siglo XX, 1943.
8 Cepero Bonilla, Raúl. Azúcar y abolición. 4ta. ed. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1971,
p. 126-127.
9 Castellanos, Jorge. Tierra y nación. [Santiago de Cuba] Manigua [1955]. La conferencia que da título al
libro fue leída en agosto de 1953 en el Lyceum de Santiago de Cuba, al mes siguiente de que Fidel Castro
encabezara un asalto contra la fortaleza militar de esa ciudad.
Durante esta etapa se publicaron otras aproximaciones al tema que, por razones de espacio, sólo podre-mos
abordar en otro trabajo más extenso, como las de Medardo Vitier (1938), Federico de Córdova
(1946), Otto Olivera (1953), José M. Pérez Cabrera y José I. Rasco (1955) y Luis Aguilar León (1959),
así como las conferencias de Entralgo y Le Riverend, ya citadas en la nota 3. Por otra parte, aún perma-nece
inédita la “Historia de la nacionalidad cubana” del destacado historiador santiaguero Leonardo
Griñán Peralta (1892-1962).
10 Aguirre, S. Lecciones de Historia de Cuba. 4ta. ed. [La Habana] Departamento de Instrucción
Revolucionaria, 1963, p. 27.
11 Aguirre, S. “Nacionalidad, nación y Centenario”. Cuba Socialista. (La Habana) 7(66):75-96; febrero
1967. Con posterioridad, Aguirre publicó una versión corregida en su: Eco de caminos, p. [401]-418.
12 Ibarra, Jorge, Manue1 Moreno Fraginals y Oscar Pino-Santos. “Historiografía y Revolución” (Mesa re-donda)
. Casa de las Américas. (La Habana ) 9( 51-52) :101-115; noviembre 1968-febrero 1969.
Ver p. 102.
13 Chaín, Carlos. Formación de la nación cubana. 2da. ed. corr. La Habana, Ediciones Granma, 1968.
La primera crítica a la aplicación de la definición de Stalin al proceso histórico cubano la formuló el
historiador polaco Tadeusz Lepkowski, quien, además, señaló lo erróneo de la afirmación de que sola-mente
el conjunto de los “requisitos” puede conducir al nacimiento de una nación. Cfr. Loc. cit. (17).
14 Ibarra, J. “Notas sobre nación e ideología”. En su: Ideología mambisa. La Habana, Instituto del Libro,
1967, p. [9]-76.
15 Portuondo, José A.: “Cuba, nación ‘para sí’”. Cuadernos Americanos (México, DF) 20 (6):147-172;
noviembre-diciembre 1961.
16 Carbonell, Walterio. Cómo surgió la cultura nacional. La Habana [Ediciones Yaka] 1961.
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17 Lepkowski, Tadeusz . “Síntesis de Historia de Cuba: problemas, observaciones y críticas”. Revista de la
Biblioteca Nacional José Martí. (La Habana) 60(2) :43-71; mayo-agosto 1969.
18 Mojnachov, M.I. “Contribución al problema de la formación de la nación cubana”. En: Cuba: ensayos
histórico-etnográficos. Moscú, Academia de Ciencias de la U.R.S.S., 1961, p. 203-233 (En ruso) y
“Devenir de la nación en Cuba”. En: Las naciones de América Latina. Moscú, 1964, p. 75-104 (En ruso).
19 Alexandrénkov, Eduard. “Aspectos étnicos en la formación de la nación cubana”. En: La Historia de
Cuba. Tomo I (Período colonial) . 2da. ed. Moscú, Academia de Ciencias de la URSS, 1979, p. 30-59.
20 Lukín, Borís. “Cuba”. En: Procesos étnicos en los países del Caribe. Moscú, Academia de Ciencias de la
URSS, 1984, p. 94-130.
21 OpatrnB, Josef. Antecedentes históricos de la formación de la nación cubana. Tr. de Antonín Vaculík y
Bohumil Zavadil. Praga, Universidad Carolina [1986].
22 OpatrnB, J. “Algunos aspectos del estudio de la formación de la nación cubana”. En: Naranjo Orovio,
Consuelo y Tomás Mallo Gutiérrez (Eds.). Cuba, la perla de las Antillas. Madrid, CSIC-Ediciones Doce
Calles, 1994, p. [249]-259.
23 Guanche, Jesús. Procesos etnoculturales de Cuba. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1983. Posterior-mente,
Guanche ha perfilado su concepto del etnos—nación cubano, al que define como “el resultado
histórico-cultural y poblacional de los conglomerados multiétnicos hispánico, africano, chino y antillano
principalmente”. Guanche, J. Componentes étnicos de la nación cubana. La Habana, Fundación
Fernando Ortiz, Ediciones Unión, 1996, p.135.
24 Cfr. Portuondo Zúñiga, Olga. “Protoplantación y nacionalidad”. Del Caribe. (Santiago de Cuba)
6(16-17):34-36;1990. “Criollidad y patria local en campo geométrico”. Islas. (Santa Clara )(98) :40-46;
enero-abril 1991.
25 Marrero, Leví. Cuba: economía y sociedad. San Juan-Madrid, Ed. San Juan, Ed. Playor, 1972-[1992],
t.15, p. VI-VII.
26 “Nación e identidad” (Mesa redonda).Temas.(La Habana) (1): 95-117; enero-marzo 1995.
27 Ibarra, J. “Los nacionalismos hispano-antillanos del siglo XIX”. En: Fusi, Juan Pablo y Antonio Niño
(eds). Vísperas del 98; orígenes y antecedentes de la crisis del 98. [Madrid] Biblioteca Nueva [1997],
p. [151]-162.
28 Torres-Cuevas, Eduardo. “En busca de la cubanidad (I, II y III)”. Debates Americanos. (La Habana)(1):
2-17; enero-junio 1995.(2): 3-11; julio-diciembre 1996. (3): 3-10; enero-junio 1997. Aspectos comple-mentarios
de su concepción del tema los expone en “Cuba: el sueño de lo posible”. Contracorriente.
(La Habana) 2(6): 8-20; noviembre-diciembre 1996 y “Patria, pueblo y revolución: conceptos bases para
la historia y la cultura en Cuba”. En: Nuestra común historia; poblamiento y nacionalidad. La Habana,
Editorial de Ciencias Sociales, 1993, p. 1-22.
En los últimos años se han publicado otros artículos que por razones de espacio nos vemos imposibi-litados
de analizar, como: Cristóbal, Armando. “Precisiones sobre nación e identidad”. Temas. (La Haba-na)(
2): 103-110; abril-junio 1995 y Martínez Heredia, Fernando. “Nación y sociedad en Cuba”.
Contracorriente. (La Habana) 1(2):25-33; octubre-diciembre 1995.
29 Kaltajchian, S. La teoría marxista-leninista de la nación y la actualidad. Tr. de Víctor Médnikov. Moscú,
Progreso, 1987, p. 237.
30 Ibarra, J. “Cultura e identidad nacional en el Caribe hispánico: el caso puertorriqueño y el cubano”. En:
Naranjo Orovio, Consuelo, Miguel Angel Puig-Samper y Luis Miguel García Mora (eds.). La nación
soñada: Cuba, Puerto Rico y Filipinas ante el 98. [Madrid] Ediciones Doce Calles [1997], p. [85]-95 y
Loc. cit.(27). Estrade, Paul. “Observaciones sobre el carácter tardío y avanzado de la toma de conciencia
nacional en las Antillas Españolas”. Ibero-América Pragensia.(Praga) (5); 1991. Duany, Jorge. “Ethnicity
in the Spanish Caribbean: Notes on the Consolidation of Creole Identity in Cuba and Puerto Rico, 1762-
1868”. Ethnic Groups. (London): 15-39; 1985.
31 Martí, José. “Albertini y Cervantes”. En sus: Obras completas. La Habana, Editorial Nacional de Cuba,
1963-1973, t. 4, p. 414.
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32 Rodríguez Herrera, Esteban. Léxico mayor de Cuba. La Habana, Lex, 1958-1959, v. I, p. 398.
33 Cfr. Loc. cit. (27) y Moreno Fraginals, Manuel. “Hacia una historia de la cultura cubana”. Universidad de
La Habana. (La Habana)(227) :41-63;enero-junio 1986. Ver p. 60.
34 López Mesa, Enrique. “Trabajo esclavo y cultivo del tabaco en Cuba: una aproximación al tema”. Revista
de Estudios Sociales y Económicos, Alcalá de Henares (en prensa).
35 Lavallé, Bernard. “Elementos para un balance del criollismo colonial andino. Siglos XVI y XVII”. En:
Núñez Sánchez, Jorge (ed.). Nación, Estado y conciencia nacional. [Quito] Editora Nacional [1992],
p. 11-26.
36 Porshnev, Borís F. “Psicología Social e ideología; espontaneidad y conciencia”. En: Dumoulin, John
(comp.). Cultura, sociedad y desarrollo. La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1973, p. 149.
37 Ortega y Gasset, José. El tema de nuestro tiempo. 8va. ed. [Madrid] Espasa-Calpe [1955], p. 132.
38 Febvre, Lucien. Combates por la historia. Tr. de Francisco J. Fernández Buey y Enrique Argullol.
Barcelona, Ariel [1986],p. 233.
39 Cfr. Hernández Sandoica, Elena. Los caminos de la Historia: cuestiones de historiografía y método.
[Madrid, Ed. Síntesis, 1995], p. 132.