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EL COLEGIO-RECOGIMIENTO DE LA CARIDAD DE
LIMA (1562-1650)
Lidia Martínez Alcalde
Si siempre se ha considerado como muy válida esa frase que dice: “no es bueno que el
hombre esté solo” (Gen. 2,18), para los hombres y la mentalidad europea del siglo XVI
ésta se convertía en una realidad ineludible, que se aplicaba fundamentalmente a la mujer.
Por eso no es extraño que, en las nuevas ciudades fundadas por los europeos en América,
se siga ese mismo esquema y surja, de una manera espontánea, el problema de cómo y
dónde recoger a las huérfanas, mestizas y viudas pobres. Los cronistas de la época afirman
refiriéndose al virreinato peruano que “aunque en los huérfanos varones se había de hacer
lo mismo, corren menos riesgo que las mujeres, y en tanto que no hay más posibilidad, es
justo proveer a la mayor necesidad”.1
Las continuas campañas para ampliar y mantener el territorio descubierto, habían pro-vocado
la muerte prematura de gran número de los conquistadores -empobrecidos en
muchos casos- y el consiguiente desamparo para sus esposas e hijos. ¿Qué posibilidades
se les ofrecían entonces a esas madres e hijas sin fortuna y sin nadie que velara por ellas?
Para algunas, la solución más aceptada -dada la escasez que en aquellos días había de
mujeres españolas- era contraer nuevo matrimonio o casar a sus hijas con algún hombre
de fortuna. Pero esto no era ni sencillo ni fácil, porque se necesitaba disponer también de
una dote mínima. Para los varones encontrar una compañera con “dote” era algo no sólo
querido, sino buscado. La consecuencia de estos “pactos matrimoniales por interés” era
que, por ejemplo, una niña de ocho años podía quedar comprometida con un anciano de
sesenta o más -como fue el caso de María de Robles y Pablo Meneses que narra Palma-.2
Otra salida hubiera sido -como de hecho lo fue a partir de 1561- solicitar el ingreso en
algún monasterio, pero éstos aún no existían en el virreinato del Perú.
El vivir de limosna podía solucionar la situación por cierto tiempo, pero no se podía ser
“pobre vergonzante” toda la vida. Y, tratar de vivir sólo con lo que se sacaba de los traba-jos
de costura, era mucho pedir. Ricardo Palma en una de sus tradiciones describe uno de
estos casos. Una viuda que había venido a menos al morir su esposo y se encontraba “sin
un cuarto, ni estaca en pared, pero con dos mocetonas de buena estampa -sus hijas- a las
que la pobreza ponía en riesgo de echar por la calle de en medio y entrar en camino de
perdición”.3 Lo que se le ocurrió a esta buena mujer -ya que los novios de sus hijas eran
honrados pero no tenían dinero- fue solicitar la protección de un acaudalado comerciante
que tenía fama de hombre generoso y compasivo; y, efectivamente, les entregó una fuerte
suma de dinero, gracias a un ingenioso ardid de la señora, que solucionó así el problema
de dotes y demás.
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Como éste, conocemos el caso de doña Isabel Rosas, natural de La Paz pero residente
en Lima, que pedía licencia para que sus hijas -de catorce y nueve años- vivieran en la
clausura del monasterio de la Concepción. La razón que daba era que quería “librarlas de
los peligros de fuera”.4
Por otra parte, las hijas mestizas -ya algunas en edad de tomar estado- tenían más
dificultades para alcanzarlo y supondrían un problema más para esas viudas con otros
hijos a los que alimentar y dotar, y sin hacienda. Sobre esto Lockhart señala que, aunque la
caridad se centró en donar dotes para las huérfanas mestizas, “la filantropía no podía,
ciertamente, hacerse cargo de todas las niñas mestizas hispanizadas” 5 que bien se ocupa-rían
en trabajos serviles o se dedicarían a la vida fácil, o bien eran enteramente
abandonadas.
A mediados del siglo XVI el problema estaba latente en Lima, como lo manifiesta la
carta dirigida al Consejo de Indias por fray Domingo de Santo Tomás del 1 de julio de
1550, en estos términos:
Hay necesidad de dar orden en los hijos e hijas de los españoles e indias naturales
de esta tierra, que son muchos (...) y andan como indios y entre los indios. Y si no
se da orden cómo se haga una casa donde los varones se críen y se les enseñe
doctrina y buenas costumbres, para que siendo de edad para ello se pongan a
oficios y no anden en perjuicio suyo y de la república, perdidos, y las niñas se
recojan y no anden distraidas y perdidas; porque empiezan ya a andarlo (tanto)
los unos como los otros.6
Había que hacer algo y no faltaron personas caritativas que bien a título personal o en
compañía de otros, comenzaron a pedir las licencias oportunas y a buscar lugares apropia-dos
para estos recogimientos. Lo mismo sucedió por parte de los reyes, virreyes y altos
cargos, que apoyarían de forma constante y eficaz estas obras de asistencia social. Así, por
ejemplo, en el capítulo diecinueve de las Ordenanzas de Reformación de leyes, publicadas
en Madrid el 10 de febrero de 1623, se ratificaba el deseo de Su Majestad (Felipe IV) en
estos términos: “que en cada ciudad y pueblo de sus reinos se atienda y mire por el buen
amparo y remedio de las mujeres pobres huérfanas”.7
Igualmente, en el tercer libro de los Cabildos de Lima se dejó constancia del deseo de
que el monarca diese solución a este problema. Escribían: “su majestad provea, como
cristianisimo rey y señor que es, cómo se funde y haga en esta ciudad de Los Reyes -con el
socorro de su real hacienda- emparedamiento a modo de monasterio, donde las mestizas
se puedan criar y doctrinar en la fe católica y aprender cosas de policía (labores
domésticas) y allí estén recogidas con mujeres de buen crédito y antigüedad hasta que
lleguen a edad que puedan elegir estado”.8
En resumen, la necesidad de crear lugares para albergar a las mujeres pobres y solas era
visible a todos, sólo hacía falta poner manos a la obra y, como era de esperar, se imitarán
-más o menos bien- los modelos de recogimientos que ya se estaban dando en Europa.
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La primera de estas casas fue el Recogimiento de Nuestra Señora de los Remedios o
San Juan de la Penitencia, situada junto al convento de San Francisco. Su propósito era
albergar niñas pobres y mestizas huérfanas, para educarlas y que pasaran su pobreza con
honestidad. Se abrió la casa el 12 de julio de 1553, siendo virrey del Perú don Andrés
Hurtado de Mendoza -Marqués de Cañete-, quien favoreció la institución con ardor y se
ganó con ello el reconocimiento de sus contemporáneos.
Con el tiempo se fue difuminando el fin de esta gran obra. Así, por ejemplo, entre las
moradoras de 1570 sólo había dos o tres mestizas y el resto eran españolas, solteras o en
trámite de “divorcio”.
Esto no le debió gustar demasiado al exigente virrey Toledo quien, en 1571, les retiró
todas las rentas -no sin antes intentar convertir la institución en monasterio de monjas
franciscanas-. Además, entregó el edificio para que se trasladase allí la Universidad de
San Marcos que, ya desvinculada de los dominicos, tenía su sede en un local comprado a
los agustinos, luego denominado San Marcelo.
El 3 de octubre de 1576 se encargaba al primer rector que tuvo la Universidad, don
Pedro Fernández de Valenzuela, que remediase la situación de las pocas mestizas que aún
permanecían recogidas allí. De este modo se ponía fin a una de las más interesantes obras
educativas para mestizas en Lima.
Sin embargo, no es de ese recogimiento del que nos queremos ocupar aquí, sino del
Colegio y Recogimiento de la Caridad, que fue el segundo fundado en la ciudad de Los
Reyes.
Con el nombre de Santa María del Socorro se designó la casa que, por iniciativa de
doña Ana Rodríguez de Solórzano, se estableció en Lima para recoger a niñas desampara-das.
Rubén Vargas Ugarte,9 identifica esta fundación -hecha en 1562- con el recogimiento
que se creó al amparo del Hospital de la Caridad, y que luego, en 1614, pasó a ser colegio.
No dudamos de la veracidad de ello, sin embargo, pensamos que son -el recogimiento y el
colegio- dos obras distintas, que merecen ser estudiadas separadamente.
En los documentos y manuscritos del archivo de la Beneficencia Pública de Lima que
se refieren al Hospital de la Caridad, no hemos encontrado ninguna mención de la casa de
Nuestra Señora del Socorro. Sin embargo, muchas veces se hace alusión al colegio
-o recogimiento- de Nuestra Señora de la Asunción, que también recibe el nombre de la
Presentación de Nuestra Señora.10
¿Se trataba por tanto de la misma institución? Parece que no, si bien es verdad que
ambas obras estaban ligadas al hospital de la Caridad y que el primero fue causa o inspira-ción
para el segundo. Con el tiempo, el colegio alcanzaría mayor importancia y reconoci-miento
entre sus contemporáneos, tal vez por el elevado número de niñas que allí fueron a
educarse.11
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Como decíamos, el segundo recogimiento femenino limeño -Santa María del Socorro-surgió,
efectivamente, a la sombra del hospital de San Cosme y San Damián, más conoci-do
por el nombre de hospital de la Caridad, que fue creado para asistir a mujeres enfermas.
Primero se fundó en 1559 la Hermandad de la Caridad y Misericordia, de veinticuatro
hermanos, que se agregó a la ya existente Cofradía de la Misericordia -de escribanos-12 y
de la que formaban parte los fundadores: don Pedro Alonso de Paredes y don Gonzalo
López. Su fin era socorrer a los pobres, darles sepultura y otras obras pías.
Al año siguiente, durante el gobierno del virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, se
empezó la obra del hospital “para curar mujeres enfermas, recogiendo en él mozas pobres
que las sirviesen; y comenzaron a casar doncellas pobres y (a) ejecutar las demás obras de
caridad”.13
El edificio estaba asentado en la plaza de la Inquisición y ocupaba una de las manzanas
casi completa. Debía ser, de hecho, bastante espacioso porque la descripción del cronista
Cobo anota que: además del patio, salas para enfermas, capilla y oficinas necesarias, daba
alojamiento a los administradores, a las sirvientas -pobres recogidas- y a “algunas muje-res
de la ciudad, que por ausencias de sus maridos y padre quieren recogerse en esta casa
para mayor quietud y seguridad de sus personas”.14
Con estos datos queda además bien determinado el objetivo de la fundación: curar
enfermas y servir de alojamiento para mujeres. Pero, dentro de este segundo aspecto debe-mos
distinguir: por un lado, las mujeres que vivían allí para servir a las enfermas; por otro,
las señoras que estaban allí albergadas temporalmente, como en una pensión; y, por últi-mo,
las niñas que acudían para ser educadas.
Desde que se inició el hospital se tiene constancia de que hubo algunas “doncellas
mestizas pobres” que atendían a las enfermas, las cuales recibían como pago por sus ser-vicios
trescientos pesos de a nueve reales de dote, para poderse casar.
Para poder cobrar su dote el único requisito que se les exigía era salir en procesión el
día 15 de agosto -festividad de la Asunción de la Virgen- hasta la iglesia mayor, de la mano
de alguna persona honrada que las apadrinara y que luego -generosamente- incrementara
en cien o doscientos pesos la dote de su ahijada.15 El objetivo del “paseo” estaba bien
claro, que las chicas fueran vistas por los solteros de la ciudad para que eligieran de entre
ellas a la que querían fuera su esposa -sin duda, un factor importante y digno de tener en
cuenta, era el “padrino” que las acompañaba.
Podemos imaginar el desfile de las mestizas, adornadas con sus mejores galas y llevan-do
al lado izquierdo del peinado rosas y claveles,16 deseosas de llamar la atención de
alguno de los espectadores, para poder dejar el trabajo en el hospital y comenzar su nueva
vida de casadas -también cargada de “recogimiento” y labores domésticas, según era cos-tumbre
de la época-. Lo triste sería cuando no fuese del gusto de la joven el hombre que la
elegía, que sería lo más frecuente.
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Las ayudas y limosnas para una obra social tan interesante se fueron incrementando,
aunque las más espléndidas debieron ser las de doña Ana Rodríguez de Solórzano, que
donó valiosas fincas hacia 1562,17 y las del doctor don Juan José de la Herrería -como así
lo describe uno de los cuadros de honor de la actual Beneficencia Pública de Lima Metro-politana.
Tal vez sería este el motivo que les llevó a admitir también a algunas jóvenes españolas
pobres, para criarse dentro de la casa. Igual que a las mestizas, cuando tenían edad sufi-ciente
para tomar estado, se les facilitaba su dote de 400 pesos,18 siempre después de la
acostumbrada procesión del 15 de agosto. Su número sobrepasó rápidamente al de mesti-zas
por lo que los veinticuatro hermanos que gobernaban la casa, reunidos en su cabildo,
determinaron fijar la proporción de éstas en una tercera parte del total de niñas recogidas.
No hubo por ello menos atención a las enfermas, porque también solían colaborar en
estos menesteres algunas piadosas mujeres de la ciudad.
Cada año salían del Recogimiento unas quince doncellas aproximadamente. Esto asom-bró
sin duda a los cronistas de aquel tiempo que, como Murúa, apuntaban con muestras de
admiración el elevado número de las que se casaban y dotaban algunos años: ...“y hay año
que son veinte y se les dan dotes suficientes”.19 A la larga, esta desmedida generosidad les
condujo a situaciones económicas bastante apuradas, que recordarán después de tiempo
con verdadero temor.
Durante el gobierno del virrey don Juan de Mendoza y Luna, Marqués de Montesclaros,
fue desapareciendo la tan conocida y llamativa procesión de agosto. También por estas
fechas -1614- se terminó la construcción del nuevo edificio del hospital, que llamaron de
San Cosme y San Damián, donde trasladaron a todas las enfermas el día 26 de julio.
Así, conforme a la disposición que había dado el anterior mayordomo de la Hermandad
-señor Miguel Ochoa- sobre la hacienda entregada por el padre Diego Sierra en su testa-mento,
20 quedaba libre la casa antigua para fundar en ella el Colegio de niñas de Nuestra
Señora de la Asunción.21 ¿Dejó de existir el Recogimiento con la fundación del Colegio?
Parece ser que no, porque de hecho, como el deseo de todas las recogidas era el de pasarse
al colegio, a las “elegidas” se les amenazaba con el retorno “a la dicha casa”22 -donde
seguían las mestizas asistiendo a las enfermas-23 si no cumplían todo lo que se les manda-ba.
Lo que pretendían con esto es, sin duda, separar a las niñas nobles recogidas para edu-carse,
de las pobres, mestizas y enfermas, que vivían en el hospital. De este modo, se daba
comienzo a una nueva obra, el Colegio-Recogimiento de la Caridad para doncellas nobles
sin fortuna, que funcionó durante muchos años paralelo al de Santa María del Socorro.
Como señalamos más arriba, el origen de este Colegio –que recibió el nombre de la
Presentación de Nuestra Señora- se debe a la voluntad de uno de los mayordomos que
administraron el hospital de la Caridad, Miguel Ochoa, el cual pensó era ésta la mejor
manera de cumplir la última voluntad del padre Diego Sierra, bienhechor del nosocomio.
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Se tomó posesión de la casa y se fundó el colegio mientras gobernaba como mayordo-mo
Pedro González Refolio, el año de 1614.
La primera colegiala recibida, doña Luisa de Mendoza, era hija de don Juan de Mendoza
-difunto- y de doña Felipa Suárez -natural de Ciudad Real en España-. La niña, de diez
años, llevaba ya cinco en el Recogimiento de la Caridad, pues su madre había sido “abade-sa”
24 allí, como también lo sería del naciente colegio. Junto a ella, ingresaron también
otras niñas: Juana de Eliazar, María de los Ángeles y María Morejón.25 Córdova Salinas
añade en su crónica que, por rectora, nombraron a doña Beatríz de Benavides26 y que se
encerraron allí “el año de 1615, día del glorioso patriarca San José -19 de marzo-, siendo
arzobispo de Lima el Ilustrísimo don Bartolomé Lobo Guerrero”.27 Prosigue luego dicien-do
que fueron doce las colegialas que comenzaron y que vestían el hábito del Carmen
“de perpetuán leonado (con) capas y becas de carisea blanca”,28 que el nombre de la casa
era la Presentación de Nuestra Señora y que el patrón de ella era el rey.
En las Ordenanzas y Constituciones hechas por la Hermandad de la Caridad el 10 de
julio de 1616,29 el número de niñas que podían acudir de balde era bastante reducido.
En primer lugar fijaban los límites de edad de las educandas: de ocho a doce años,
porque el hospital era pobre y no podían pagar más dotes. Allí se las cuidaba, alimentaba
y dotaba, proporcionándoles “buena educación y crianza” que les facilitase encontrar hom-bres
“honrados y de caudal” con los que formar una familia.
Señalaron un cupo máximo -que más parece mínimo- de seis colegialas, que se irían
relevando conforme fueran casándose o haciéndose religiosas. Las aspirantes debían pre-sentarse
ante el Cabildo de la Hermandad, respondiendo al siguiente cuestionario: nombre
y lugar de nacimiento, edad y legitimidad; y lo mismo de sus padres; añadiendo: dónde
habían residido y residían, los oficios que habían tenido y los que desempeñaban en la
actualidad, si estaban vivos o no, etc.
Cien años después los hermanos cofrades que se reunieron en cabildo el 21 de agosto
de 1710 escribían: “la que hubiere de admitirse, haya de ser persona noble y de padres
legítimos, y (nombrada) por votación secreta de los hermanos”.30
Como el colegio las sustentaba en todo lo necesario y las ayudaba con una dote nada
despreciable de 600 pesos -para casadas o religiosas-, no es extraño que señalen tan pocas
plazas para las que se podían “criar, alimentar y dotar”. Por eso mismo miraban mucho a
quién admitían y a quién no. Teóricamente gozaban de preferencia las huérfanas pero, si
los padres eran muy pobres, mayores o incapacitados para trabajar, tenían prioridad éstas.
Los visitadores de la Hermandad -encargados de recopilar los expedientes de las candidatas
y votar-, se vieron seriamente comprometidos ante la elección de algunas niñas, porque
primero contaban las hijas de miembros de la Hermandad y luego las descendientes de
conquistadores o pobladores. En el caso de que coincidieran en igualdad de méritos, se
escogía a la más noble o -en última instancia- se echaba a suertes entre las candidatas.
Había un apartado en la sexta ordenanza por el cual podían perder todo derecho a la
dote; consistía en contraer matrimonio sin licencia del Cabildo de la Caridad. Quien así
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obraba daba por supuesto que gozaba de medios económicos suficientes y, por tanto, no le
era imprescindible la beca.
No todas las colegialas recogidas estaban de balde, más bien eran las menos (sólo
quince o veinte), algunas “siendo personas honestas y de buena fama”31 podían también
pretenderlo, aportando 150 pesos anuales -según apuntan Cobo y Córdoba Salinas en sus
escritos-32 para la comida, casa, médico y botica. Lo solicitaban igualmente al Cabildo y,
en la reunión de éste del mes siguiente, estando la mayor parte de los miembros, se hacía
la votación secreta -“con bolillas”- 33 para ver si se la recibía o no. Si las tres cuartas partes
de los votantes optaban por el sí, quedaba admitida. Pero si no gozaba de total integridad,
honestidad y fama, por el bien de las demás niñas, se le negaba el ingreso.
Una vez dentro debían pagar por adelantado cada trimestre sus alimentos -según los
días que permanecían en la casa- a un total de 200 pesos de a ocho reales anuales. El pago
se hacía mediante fiador abonado de todo el tiempo que iba a permanecer en la casa, de tal
manera que una vez recibida no se la podía echar en cualquier momento.
Para mantener la paz y buen entendimiento entre las recogidas gratuitamente y las
“abonadas” - que eran unas cincuenta a los veinticinco años de fundado el colegio-34
ordenaron que ambas llevasen igual régimen de vida, sin distinciones ni excepciones.
¿Cómo pasaban el día estas niñas dentro del Recogimiento? Las Constituciones y
Ordenanzas hechas en 1616 nos lo relatan con bastante detalle.35 Era una vida sumamente
ordenada y, por eso mismo, les daba tiempo para hacer muchas cosas. Tenían casi diez
horas de sueño, ratos de oración en el coro, varias horas de trabajo personal en labores y
lectura por la mañana y por la tarde, momentos de esparcimiento y recreación colectiva
después de las comidas36 y algún espacio de tiempo para ocuparlo cada una libremente.
La monotonía diaria se rompía con el trabajo en las diferentes oficinas de la casa
-panadería, enfermería, ropería, etc.- por las que debían pasar todas hasta adquirir una
buena preparación como amas de casa. Además, no hay que olvidar los días de fiesta y
jubileos particulares del internado, que siempre venían cargados de novedades y diversio-nes.
La rectora o gobernadora de la casa debía ser una mujer noble y cristiana, con pruden-cia
y autoridad para dirigir la comunidad. Además, se aconsejaba que supiera leer y escri-bir
-o lo más posible- y que no tuviera hijos o parientes que atender, porque podían impe-dirle
la dedicación plena a su oficio y servir de molestia a las niñas.
Por sus servicios, se le daba dinero suficiente como para un vestuario completo -la
cantidad que estipulasen los hermanos de la Caridad-.
Su misión era vigilar y velar para que entre las jóvenes allí reunidas no hubiese bandos
ni parcialidades, tratándose todas con cortesía, amor y llaneza. Si alguna era desobediente,
“contumaz y porfiada amiga de su voluntad”,37 debía amonestarla de buenas maneras y, si
seguía obrando mal, dar parte al Mayordomo del Colegio y castigarla, para que se enmen-dase
y las demás no imitasen su ejemplo.
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De ella y de su fidelidad a las Constituciones dependía también la armonía y concierto
de toda la casa. Para guardar la honra y recato de las recogidas cuidaba celosamente que
no viesen ni fueran visitadas por cualquier persona -que no fuese su padre o su madre u
otros que pretendan su bien-, siempre con licencia y por el locutorio; ni que recibiesen o
mandasen escritos sin su permiso. Asimismo, cuando se requería la presencia del Mayor-domo,
no podía entrar sin ir acompañado de uno de los hermanos nombrado para esta
misión en los cabildos mensuales.
La primera que ejerció este cargo fue doña Isabel de Porras y permaneció en el durante
dieciocho años sin interrupción. A su muerte la sustituyó en el cargo de abadesa su hija
doña María Montes de Heredia –según parece, también “heredera de sus virtudes”-,38 por
otros dieciocho años.
La dirección espiritual de las educandas era complemento esencial de su formación.
Encargaron a los padres de la Compañía de Jesús -o a los de otra orden si éstos no podían-encaminasen
a las niñas por la senda de la perfección cristiana.
Como norma general debían confesar cada quince días y en vísperas de fiestas señala-das
de la Virgen o de sus santos patronos, pero podían solicitar permisos especiales en
caso de necesidad. Para acercarse a recibir la comunión era necesario el consentimiento
expreso de sus confesores o directores espirituales.
Cada día rezaban en el coro o capilla las horas litúrgicas (prima, tercia, sexta, nona,
vísperas, completas, maitines y laudes) del Oficio de Nuestra Señora, como cualquier
comunidad de religiosas. Meditación durante media hora por las mañanas, seguida de la
Santa Misa; al atardecer, rezo del Rosario y examen de todos los actos del día por espacio
de quince minutos; y antes de acostarse -ya en el dormitorio- oraban por los miembros de
la Hermandad vivos y difuntos y por ellas mismas un Padrenuestro y un Ave María. No
olvidaban tampoco la bendición y acción de gracias antes y después de las comidas, y el
acompañar con lecturas piadosas y edificantes las horas de labor y de refrigerio.
Los miembros de la confraternidad pensaban que este sistema educativo integral de la
mujer -ciertamente parecido al conventual- vivido con alegría por las doncellas pobres allí
recogidas, podía servir de ejemplo para “aficionar a las ricas y nobles de la ciudad y reino
a que -en su compañía- aprendieran a servir a Dios Nuestro Señor y a gobernar una casa”.39
Y por este motivo determinaron abrir también las puertas a otras jóvenes con fortuna -
como mencionábamos anteriormente.
Los buenos resultados de esta pedagogía no se hicieron esperar. El prestigio de la casa
y del colegio fueron aumentando de tal forma que la mayoría de las familias nobles, con
buena o mala situación económica, tenían alguna hija allí recogida. Las que no eran admi-tidas
con beca, por no reunir las condiciones necesarias para ello, solicitaban el ingreso
pagando su pensión e incluso, con el tiempo, llegó a haber algunas alumnas externas.
En el censo de población mandado hacer por el marqués de Montesclaros en 1613, el
número de recogidas -en el Colegio y Hospital- ascendía a setenta y nueve.40 Y, en 1650
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-según los datos de Córdova Salinas-,41 había sólo en el Colegio cincuenta niñas de pago y
otras tantas de las becadas.
¿Qué podemos concluir de esta interesante obra social y de los recogimientos en gene-ral?
Lo primero de todo, que ejercieron una influencia positiva en el ámbito educativo,
pues sirvieron de escuelas para mujeres cuando éstas no existían más que para hombres.
De hecho, en un reglamento de instrucción para los maestros de enseñar a leer, escribir y
contar de esta ciudad de Los Reyes, se encabeza el documento advirtiéndoles “que en sus
escuelas no reciban ni admitan niñas para enseñarlas a leer, ni rezar, por la indecencia que
es y los inconvenientes que pueden suceder”.42 Que no quisiesen colegios mixtos es fácil
de comprender, lo que hoy nos resulta más inaceptable es, sin embargo, que la educación
de las niñas quedase siempre relegada a un segundo plano.
Por otra parte, desde el punto de vista económico, también podemos concluir que estos
internados fueron una solución para la economía de las familias. En efecto, casar bien a
una mujer –con dote, ajuar y demás- suponía un desembolso tan grande que no podía
conseguirse completo para todas las hijas.43 El progenitor optaba entonces por emplear
toda la fortuna en una o dos de ellas, vinculándolas con algún hombre de posición y, a las
restantes, en lugar de casarlas pobremente, se les ofrecía la posibilidad del convento o
recogimiento, que resultaba una salida bastante más barata y no por ello menos digna.
En cuanto a si el régimen de vida que allí seguían las jóvenes educandas les sirvió o no
cuando salían de los internados, la respuesta es también afirmativa. De hecho, el horario y
el estilo monjil seguido por las limeñas en los recogimientos, aunque fue exigente y difí-cil,
les sirvió para adquirir hábitos de trabajo, de limpieza, de organización, de vida en
común,... que les fueron muy útiles no sólo cuando optaron por seguir en sus instituciones
sino también cuando contraían matrimonio y tenían que dirigir sus casas.
Específicamente en el caso de los recogimientos de amparadas o mujeres escandalosas
-que no hemos analizado aquí- ya se sabe que el fin que se pretendía era reformar las
costumbres de las que acudían; y eso no se podía lograr sin un régimen de vida bien
organizado que las mantuviese activas todo el día. Eran necesarios esos muros “protecto-res”
y esa vigilancia constante, con el fin de ayudarlas a no caer en lo mismo. Lo que no
implicaba, ni mucho menos, que el trato que les debían brindar las gobernadoras y direc-toras
de las casas fuese frío e impersonal. Llama la atención, por ejemplo, el cariño que
tenían las recogidas de la Caridad a su gobernadora, Isabel de Porras, y lo que lloraron su
muerte.
Sin embargo, no podemos concluir diciendo que los recogimientos femeninos funda-dos
en Lima hasta 1650 acabaron con los problemas sociales del abandono de niñas, de
analfabetismo, de prostitución, de delincuencia, etc., que padecía la capital del virreinato.
Eso hubiera sido algo maravilloso pero también un tanto utópico. Lo cierto es que estas
instituciones -y particularmente el Colegio-Recogimiento de la Caridad- ayudaron de un
modo eficaz y positivo a mejorar la situación de la mujer en la Lima colonial.
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NOTAS
1 Citada por ANGULO, D. El monasterio de Santa Clara de la ciudad de Cuzco, en: Revista del Archivo
General de la Nación, T. XI, año 1938, p. 60 (Carta del licenciado Polo a la Señora Ortiz de Ayala,
abadesa del Monasterio de Sta. Clara (Cuzco), 20-IV-1560).
2 Se estipuló que la joven llevara una dote nada despreciable de 2.000 onzas de oro (CF. PALMA,
R.: Tradiciones peruanas, T. V, p. 214).
3 PALMA, R. op. cit., T.I, p. 165-166.
4 A.A.L. Monasterio de la Concepción, leg. I, esp. s/f.
5 LOCKHART, James: El mundo hispano-peruano 1532-1560, p. 215.
6 Citado por VARGAS UGARTE, R.: Historia de la Iglesia en el Perú, T. I, libro II, p. 310.
7 Citado por Basilio de Santa Teresa: El monasterio del Carmen de la ciudad de los Reyes, p. 11.
8 Libros de Cabildos de Lima, T. III, p. 256. A continuación piden que se haga también una escuela como de
hospital para recoger y enseñar el cristianismo a los mestizos, hasta que se puedan valer por sí mismos.
9 VARGAS UGARTE, R.: Historia de la Iglesia..., T. I, p. 336.
10 B.P.L. Legajo nº 9207.
11 Es el cronista franciscano Córdova Salinas quien da la noticia de este Colegio de doncellas de Santa
Teresa de Jesús fundado -según él- el 19 de marzo de 1615 y teniendo por titular de la casa la
Presentación de Nuestra Señora (Cf. CÓRDOVA SALINAS, D. de: Teatro de la Santa Iglesia
metropolitana de los Reyes, p. 103).
12 Fundada en 1552 (Cf. PRINCE, C.: Lima Antigua, p. 33).
13 COBO, B.: Historia de la Fundación de Lima, cap. XXVII, p. 293.
14 Ibid.
15 Quizá fue una de estas dotes la que recibió para su matrimonio la madre de Santa Rosa -María Oliva-,
como aparece consignado en uno de los libros de Cabildos del Hospital de la Caridad (Cf. B.P.L.
Mss. nº 9207, en la hoja 22 recta se lee: Su madre (de Santa Rosa) se casó con el dote de la Caridad que
fueron 200 pesos, año de 1567).
16 Signo de no estar comprometida (Cf. PALMA, R.: op. cit., T.V. p. 322).
17 PRINCE, C.: Op. cit., XXVII, p. 294.
18 COBO, B.: Op. cit., Cap. XXVII, p. 294.
19 MURUA, Fr. Martín de: Historia General de Perú, T. II, p. 201.
20 B.P.L. Mss. nº 9207, ff. 4.
21 Que luego cambiaría el nombre por el de la Presentación de Santa María (Cf. B.P.L. Mss. nº 9207, ff. 3).
22 Ibid., ff. 4v.
23 Este dato se comprueba más claramente cuando en la reunión del Cabildo de julio de 1622, al tratar de
implantar nuevamente la procesión del 15 de agosto, eligen seis doncellas para salir y cuatro son del
colegio nuevo y otras dos de las mestizas que hay en este hospital (Cf. B.P.L. Mss. 9207, ff. 11)
24 Designaban con el nombre de abadesa o rectora a la directora del colegio, que las vigilaba y acompañaba
todo el día.
25 B.P.L. Mss. nº 9207, ff. 5.
1270
26 Para ayudarla y asesorarla llamaron también a doña Isabel de Porras, que era abadesa en la Casa del
Divorcio.
27 CÓRDOVA SALINAS, Diego de: Teatro de la…, p. 103.
28 Ibid.
29 B.P.L. Legajo nº 9207. Constituciones para el Colegio, artículo 1º, ff. 5 y 6.
30 B.P.L. Legajo nº 9207, ff. 172 v.
31 B.P.L. legajo nº 9207. Constituciones, XII, ff. 5v y ss.
32 Cf. COBO, B.: op. cit., p. 295 y CÓRDOVA SALINAS, Diego de: Op. cit., p. 103.
33 Este sistema de votación se utilizaba sólo en los casos de mucho secreto. Se repartía a cada miembro del
cabildo dos bolitas, una blanca -del sí- y una negra para el no. En una caja grande introducían una de las
bolitas y en otra más pequeña, la otra. Si había más blancas en la caja grande se admitía a la candidata y
si más negras, no. En caso de empate decidía el mayordomo.
34 CÓRDOVA SALINAS, D. de Op. cit., p. 103.
35 Ver anexo I.
36 Sólo hacían dos comidas al día, una a las 11 de la mañana y otra a las 5:30 de la tarde, en el refectorio o
comedor común.
37 B.P.L. Legajo nº 9207. Constituciones, XII, ff. 5v y ss.
38 CÓRDOVA SALINAS, D. de: Op. cit., p. 104.
39 B.P.L. Legajo nº 9207. Constituciones, XII, ff. 5v y ss.
40 SALINAS Y CÓRDOVA, fray Buenaventura de: Memorial de las historias del Nuevo Mundo. Perú.
Discurso II, vol. I, cap. VI, p. 245.
41 CÓRDOVA SALINAS, D. de: Op. cit., p. 103.
42 B.N.M. Mss. 3043, f. 365 a 367.
43 Ver anexo II.
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ANEXO I
HORARIO DEL COLEGIO-RECOGIMIENTO DE LA CARIDAD
(Sacado del archivo de la B.P.L., leg. nº 9207)
5:45 Levantarse
6:00 Ir al Coro de la Iglesia a rezar el Oficio de Nuestra Señora: prima, tercia, sexta y nona.
Media hora de meditación en silencio y Sta. Misa.
Tiempo libre Debían ocuparse en algo necesario, honesto y justo.
8:00 A la sala de labor (mientras, alguna de ellas leía durante un rato en voz alta libros píos)
10:45 Recreo
11:00 Al refectorio o comedor (bendice la Rectora la mesa; comerán con aseo y limpieza: una
lee en alta voz mientras comen: al terminar dan gracias y rezan dos padrenuestros y dos
ave marías por los hermanos y bienhechores vivos y difuntos).
Después Recreo
1:00 Tiempo libre, guardando el mayor silencio.
2:00 Acudir al coro (rezan visperas y completas).
Despues A la sala de labor.
5:30 Cena (el mismo procedimiento que en la comida).
Después Ir al Coro (rezan maitines y laudes después de un rato de oración, el rosario y después
quince minutos de examen de conciencia).
Tiempo libre
9:00 A dormir (antes rezan por ellas y por sus bienhechores).
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ANEXO II
AJUAR QUE INCLUIA UNA DOTE DE CASADA
(A.A.L. Hospitales, leg. I, exp. 1-XI-1602, f. 78 a 87)
Una saya grande de terciopelo borlón con una bordadura de raso y terciopelo y entorchado de seda negra
(300 pesos de a ocho).
Un faldellín de tamenete carmesí, con un franjón de oro ancho y ribete de terciopelo carmesí ( 80 pesos de
a ocho).
Una saya grande de tafetán terciopelado con un ribete de terciopelo (100 pesos de a ocho).
Seis varas de tela primavera naranjada y negra, para una saya, con dos bordaduras de escarchado sobre
terciopelo negro y tres pasamanos de oro, para guarnición de la saya (90 pesos de a ocho).
Una arandela y tocado de escarchados (100 pesos de a ocho).
Un manto en pieza, nuevo, y otro hecho (60 pesos de a ocho).
Dos pares de almohadas, labradas las unas de penachos con una franja de hilo y, las otras, labradas de seda
(130 pesos de a ocho).
Dos paños de manos labrados, el uno de seda y el otro de red (50 pesos de a ocho).
Un jubón y dos pares de mangas de tela y resplandor blanca (25 pesos de a ocho).
Otro jubón de tafetán negro (15 patacones).
Una esclavina de escamilla de plata, con sus bolones de lo mismo (30 pesos de a ocho).
Un capillejo de escamilla de oro (30 patacones).
Dos tocas grandes que sirven de sobretocas, una labrada de escamilla y, la otra, de seda blanca y encarnada,
guarnecidas de argenterías (20 patacones).
Una caja grande de cedro (25 pesos de a ocho).
Un panzón de oro y esmeralda (25 patacones).
Dos sábanas nuevas de Ruán guarnecidas (20 patacones).
(Esto era sólo la parte de ajuar referente a “vestidos, preseas y menaje de casa”, junto a esto doña Francisca
de la Vega entregó casas, esclavos, censos y dinero, hasta la suma de 20.250 pesos con dos reales).