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APORTACIÓN A LA JARDINERÍA DE CANARIAS
Alberto Darias Príncipe
La incorporación de Canarias supuso para la Corona de Castilla una experiencia reno-vadora
en sus esquemas habituales. Aunque haya quedado como un tópico, es cierto que
las islas fueron el laboratorio donde se probaron soluciones que, pocos años después, se
implantarían en el Nuevo Continente. El Archipiélago se presenta como un nuevo territo-rio
con clima, vegetación, recursos... diferentes a los experimentados por la vieja Europa
hasta entonces.
También es verdad que, ya fuera por la propia inercia de una cultura que arrastraba
tantos siglos dentro de un marco muy preciso, ya por el desconocimiento de la novedad
con la que se enfrentaban, se mantuvieron en muchos aspectos los antiguos planteamien-tos.
Y esto fue lo que pasó concretamente en el mundo vegetal.
Las referencias literarias al panorama vegetal mantuvieron una relación muy fuerte con
los prototipos europeos, hasta cierto punto lógico, dado el peso que, en los años del Rena-cimiento,
tuvo el paradigma arcadiano cuyo epicentro, fundamentalmente mediterráneo,
poco tenía que ver con el archipiélago.1
Sin embargo, esta situación no se prolongaría excesivamente. Casi a mediados del si-glo
XVI, un aventurero clérigo extremeño, Vasco Díaz Tanco, recorre todas las islas y
ofrece un repertorio de las novedades vegetales halladas. Son enumeradas utilizando la
denominación vulgar, lo que permite suponer que su estudio y catalogación se llevarían a
cabo más tardíamente. Dejamos a una lado los cipreses, plátanos, pimientas, tejos y el boj
por ser especies introducidas. Las plantas autóctonas referidas son en total quince, mu-chas
de ellas formando parte de la Laurisilva, resto de bosque terciario, que ocupaba am-plias
zonas de medianía en las islas más montañosas, extensiones que hoy se han visto
muy mermadas; se trata del viñátigo, el laurel o el tilo. Tanco hacía referencia también al
cedro, especie indígena hoy casi desaparecida, o a la sabina, conífera que ha corrido la
misma suerte, si bien en la isla del Hierro su pervivencia no presenta problemas.
En mejor situación se encuentran especies de alturas inferiores, como la palmera
canariense o el drago, hasta el punto de convertirse en árboles totémicos.
El balo, una rubiácea arbustiva, y la tabaiba, una euforbia de diferentes especies, pro-pias
de zonas áridas y semiáridas (vertiente sur de las islas occidentales) o el tajinaste, una
barraginácea arbustiva que presenta variantes según islas, comparten su abundancia con el
acebiño, este último perteneciente al límite superior de la laurisilva donde las condiciones
climáticas sólo permiten sobrevivir a aquellas especies más resistentes formando el llama-do
fayal-brezal por las especies dominantes. Lo mismo sucede con el codeso que ocupa
amplias zonas de las cumbres secas de La Palma y Tenerife. Más extraños resultan el
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feñanoel, el marmolán y el oroval, pero en mayor o menor medida todas siguen en la
actualidad presentes en el paisaje.2
Sin embargo, a pesar de que metafóricamente hace referencia de La Gomera como un
jardín, no nos indica en sus Triunfos, tanto el Canario Isleño, como en el Gomero diverso,
la existencia de alguno en concreto. Y es que esto en Canarias resulta inalcanzable en los
años inmediatos a la conquista.
Los conquistadores de las Canarias, provenientes casi todos de Andalucía, estaban
emparentados con la nobleza de esa región. No eran por lo tanto desconocedores del tema,
pero después del siglo durante el cual las diferentes islas se vincularon a Castilla, fue
necesario un largo período de organización, puesto que el territorio, estancado en pleno
Neolítico, necesitaba ser poblado, introducir nuevos cultivos... y, en una palabra, insertar
una estructura administrativa en donde todo era nuevo y nada existía previo a la llegada de
los castellanos. No obstante, aún no hemos encontrado ninguna referencia escrita o gráfi-ca
de jardines antes del siglo XVIII, lo que no nos hace descartar tal posibilidad. Parece
imposible, por ejemplo, que los grandes monasterios femeninos de La Laguna y de Las
Palmas carecieran de tal aditamento. De hecho, el claustro grande del convento de las
monjas Claras de La Laguna, cuenta con una pila o fuente de agua del siglo XVII, al
centro de un espacio que reúne todas las condiciones para haber sido desde su fundación
un jardín.
El Jardín de Aclimatación de La Orotava
Pasando de la hipótesis a la realidad, uno de los primeros jardines del que tenemos
pleno conocimiento en las islas es el de Aclimatación de La Orotava. Damos este nombre
y no el habitual de Jardín Botánico, por la finalidad de este último que es, sobre todo, el
estudio de las plantas y árboles. El de Tenerife fue pensado únicamente para que las espe-cies
que provenían de África, Asia o América se fueran adaptando a un clima diferente y
pudieran de este modo resistir posteriormente el clima, mucho más duro, del Botánico de
Madrid o de los Jardines de Aranjuez. Ni tan siquiera el centro empezó su andadura como
jardín. La Real Orden, dada en agosto de 1788, sólo establecía la creación de varios plan-tíos
donde sembrar las semillas enviadas desde otros continentes.
Alonso de Nava-Grimón y Benítez de Lugo, sexto marqués de Villanueva del Prado y
perfecto prototipo de ilustrado, fue comisionado por la Corona para llevar a cabo el pro-yecto.
Así y mientras vivió, el Marqués, como se le conocía vulgarmente, cuidó con abso-luta
dedicación el jardín, hasta el punto de asumir la casi totalidad de sus gastos. La prime-ra
labor emprendida por Villanueva fue escoger el lugar para la plantación, dado que ese
mismo verano habían llegado semillas procedentes de América y Filipinas. Se selecciona-ron
tres sitios: La Laguna, Santa Úrsula y el Puerto de La Orotava, o sea, el Puerto de la
Cruz. Por la calidad de la plantación quedó fijado en el Puerto. Pasados los primeros
inconvenientes motivados por la ruina de los primeros envíos a causa de los efectos mari-nos
en las plantas, y dado el éxito con que éstas se desarrollaban, el Rey urge la compra de
terrenos, lo que se verifica “en el lugar más templado y más adecuado de todos los de la
isla”.3
El proyecto enviado por Villanueva a Madrid consistía en un rectángulo cuyo lado
mayor medía aproximadamente 187 varas y el menor 115, y alcanzaba una superficie total
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de 21.505 varas cuadradas, cercada por un parapeto, realizado en piedra y madera, de
cinco varas de alto. En el interior se dispuso un estanque al que llegaría el agua por un
canal de madera. Se dejó para más adelante el invernáculo y la casa para el jardinero, por
ser considerados en ese momento innecesarios. La colaboración recibida para la ejecución
del proyecto fue extraordinaria. Los terrenos, propiedad de Francisco Bautista de Lugo,
señor de Fuerteventura, fueron regalados al rey. El agua de riego fue cedida gratuitamente
por la Villa de La Orotava. La Corona aprobó el proyecto en 1791, librándose 90.000
reales sobre la renta de Correos de Cádiz.4
El arquitecto Diego Nicolás Eduardo levantó el primer proyecto, en los inicios de la
última década del siglo XVIII. Sin embargo, debió ser más un anteproyecto que un encar-go
definitivo. La entidad de la obra no sólo resultaba inviable para lo que se pretendía en
Canarias sino que quedaba al margen de las intenciones de ahorro que la administración se
había propuesto. Así se expresa en la carta que Antonio Porlier envía a su sobrino el Mar-qués,
donde dice textualmente: “estos establecimientos rurales, no son de lujo, mayor-mente
en las provincias, bastará tengan la comodidad, y seguridad que convenga al objeto
de su erección, con alguna señal exterior que indique el fin, y el autor de la obra, como
sucede en Madrid con una sencilla inscripción en la puerta, y unas armas reales encima”.5
La idea es correcta siguiendo la disposición tradicional de los botánicos finiseculares:
en un área rectangular segmentada en diferentes parterres, cerraban sus extremos de un
lado el estanque y de otro una vivienda con apariencia de palacete que en ningún caso
podía ser la casa del jardinero. Cabe pensar que la idea del Marqués fuera acondicionar allí
mismo su vivienda, dada la asiduidad de su presencia en el lugar.
A pesar de que el edificio apenas está esbozado en el dibujo a mano alzada, el empaque
de la construcción le da un aire de gran Villa rural: Gran portada clásica a la que se accede
a través de un graderío semicircular que salva la altura del estilobato sobre el que se
asienta la fábrica. El frontis fragmentado en tres por pilastras de orden gigante se remata
con una rica balaustrada. El lado del jardín se centra en los ricos juegos de aguas de una
fuente acotada por parterres y escaleras. Como se verá nada de esto encajaba en el espíritu
de sobriedad que recomendara Porlier a su sobrino.
En la documentación del proyecto de Eduardo figura la planta del conjunto y la casa
del jardinero, así como algunos bocetos para una construcción de mayor envergadura que
podría ser la posible fachada y el primer esquema del jardín.6
El jardín se terminó de construir en marzo de 1793. Fue necesario preparar el terreno,
no sólo desmenuzar la tierra que en aquella zona era muy compacta, sino mezclarla con
otras de diferentes lugares y abonarla. La traída de agua desde La Orotava resultó ser el
trabajo más laborioso. La lejanía del lugar y, sobre todo, el que tuviera que atravesar
terrenos de viñas, obligó a conducirla en alto, por medio de canales de madera. La cerca y
el estanque fueron los únicos trabajos de obra, ya que, como hemos visto, dejaron la vi-vienda
del jardinero para más adelante. Sólo quedaba, para su perfecto funcionamiento,
que se contratara a un jardinero. Villanueva ofreció pagar, de su propio peculio, un esti-pendio
de 300 pesos anuales, pero la dificultad residía en que no se encontraba ninguno.
En 1793, Felipe Martínez de Viergol le escribía: “no hay ninguno, en los jardines de El
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Príncipe, y Primavera que están a mi cargo, que se halle con los conocimientos precisos,
para desempeñar la comisión (...) y me dice don Pablo Boutelou, que siendo preciso que el
que vaya se halle con mucho conocimiento de Botánica; que puede ser que se encuentre
alguno que quiera ir en el Jardín Botánico de su Majestad”.7 El marqués llegó a hacer
diligencias hasta en Inglaterra: a finales de años se encontró a un joven, de nombre Cornelio
MacManur, que trabajaba en los Jardines del Rey. Llegado a las islas dos años después, su
labor será bastante ineficaz, comprobándose sus limitaciones en este campo. Por eso no se
hace nada para retenerlo, cuando a causa de la guerra con Inglaterra se traslada a EE.UU,
lo que supuso de nuevo que aflorara el problema, puesto que como decía Álvarez Rixo
“Ningún compatricio se había estimulado a aprender Botánica” y no hubo quien lo
sustituyera.8
El plan del jardín y sobre todo el catálogo de plantas se ejecutó aprovechando el paso
por las islas de una expedición francesa que con el permiso de la Corona se dirigía a la isla
de Trinidad. Por suerte, desde 1797 hasta 1807, el propio Godoy se interesó desde Madrid
por el proyecto. En 1799, Pedro María Augusto Broussonet visitó el jardín ; por él sabe-mos
de la excelente calidad de la institución y el respeto del que gozaba en Francia e
Inglaterra, con quienes el intercambio era asiduo.9
Mientras vivió el marqués, hasta 1831, el Botánico siguió atendido, pero su sucesor,
nombrado en mayo del año siguiente, colocó el jardín a disposición de la Sociedad Econó-mica
de Amigos del País de Tenerife, remitió un informe a Madrid en donde socilitaba el
cambio de ubicación y pedía además mejoras de las retribuciones de todo el personal,
fondos para la compra de material y aumento de la plantilla, sin éxito.
La gestión del Botánico quedaba, pues, en manos de la Económica hasta 1851, fecha en
la que el alcalde del Puerto de la Cruz procedía al inventariado del jardín que acababa de
ser arrendado por el Gobernador Civil a José de Bethencourt y Castro. El Gobierno desea-ba
ahorrarse los 5.500 reales que le suponían de gasto. Este hecho estuvo a punto de
acabar con la institución, ya que el arrendatario descuidó las labores de mantenimiento.
Gran parte de la obra del marqués se perdió, pero gracias a donaciones de particulares y a
las ayudas de la Económica y de la Junta de Agricultura se salvó de la ruina. En 1855
mejoró su suerte, al quedar bajo la tutela directa del ministerio de Fomento, aunque ya en
esos años el estado del jardin fuera decrépito.10 De todo el conjunto, sólo restaban unos
pocos árboles que habían logrado sobrevivir per se; las plantaciones, los arbustos y, en
general, las plantas de adorno habían desaparecido. La intervención de la Dirección Gene-ral
de Agricultura de Madrid se centró en la petición al gobierno de la Provincia de un
informe con las posibles soluciones. Entonces el gobernador tuvo la inoportuna idea de
añadir al sostenimiento del jardín, el convertirlo en lugar de aclimatación de animales.
Mientras, en la memoria de agricultura de 1861, se pedía la transformación de la institu-ción
en escuela práctica de agricultura donde a la labor docente se añadiera también la
investigación de nuevas técnicas y nuevos cultivos, así como que se potenciara una agri-cultura
más científica encaminada a sustituir el monocultivo de la cochinilla, que por esos
años comenzaba a dar muestras de declive en las islas.11
En marzo de 1867, todo este ajetreo administrativo aún no había dado sus frutos. En esa
fecha, Antonio Ríos Rosas, que se hallaba desterrado en Canarias, visitó el jardín encon-
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trándolo en el peor de los estados,12sin que se produjeran mayores cambios, el Ministerio,
con la Restauración, acogió al jardín bajo su tutela directa a través de sus rectores, cam-biando
la denominación de jardín de aclimatación por la de jardín botánico.
Descripción del Jardín Botánico
En los años posteriores a la muerte del marqués, y antes de su fatídico arrendamiento,
el prebendado Pereira Pacheco dejó un dibujo del jardín donde podemos comprobar el
perfecto funcionamiento con que su fundador lo había concebido. El gran cuerpo central
era abarcado por los cuatro cuarteles que contenían las veinticuatro secciones del sistema
de Linneo, advirtiendo su autor que “aunque las veinticuatro clases del sistema de Linneo
sean diferentes en cuanto al número de órdenes y de géneros que contiene la división del
Plan, se han hecho sin embargo iguales por la razón de que siendo jardín destinado princi-palmente
a aclimatar las plantas de los dos Mundos, sucederá muchas veces que una de las
divisiones se halle demasiado pequeña en ciertos casos y que entonces sea preciso recurrir
a las dos partes supletorias del jardín que se van a indicar”. Esas partes supletorias eran los
canteros que lo flanqueaban hasta los caminos junto a las cercas.13
La puerta estaba en el paramento del lado suroeste, que recibe por este motivo un
tratamiento más ligero, al despejarlo con una verja de madera sobre zócalo de mampuesto.
La cabecera principal albergaba la casa del jardinero, el corral de estiércol y el invernácu-lo,
y delante de éstos, los terrenos para la plantación de simientes con dos parterres delante
para planteles. En el testero opuesto el estanque, depósito de agua, así como otro parterre
para las plantas agnácicas.
Jardín de Villanueva del Prado
Pocos años antes de la fundación del Jardín de Aclimatación del Puerto de la Cruz, el
marqués de Villanueva del Prado creó un jardín para su propio deleite. El marqués poseía
en la plaza mayor de la ciudad de La Laguna uno de los mejores edificios de Canarias: el
palacio de Nava, pero ahora se trataba de conseguir un doble objetivo: de un lado contar
con un lugar de experimentación de sus investigaciones en el campo de la Botánica y de
otro conseguir un lugar, fuera del trasiego familiar y social, donde reunir a los intelectua-les
que conformaban una de las tertulias más interesantes del período ilustrado en Cana-rias:
la tertulia de Nava. Más tarde, acontecimientos políticos trascedentes para la región,
como el de convertirse en sede de la Junta Suprema de Canarias, en 1808, le concedieron
a este lugar el aire novelesco del que aún goza.
Situado en la calle Anchieta, calle que tradicionalmente se había conocido como la
calle Jardín por su ubicación en ella. De conformación a la francesa, distribuía cuatro
setos de fresas, tomillo-mejorana y claveles, regularmente en torno al pozo central con
sendos enrejados delante, acotando este espacio por los flancos con avenidas de árboles
exóticos. De ello daba fe Humboldt cuando aseveraba, después de su visita a La Laguna,
que Broussonet en persona fue quien plantó un árbol del pan y unos cinamomos “en el
húmedo jardín del marqués de Nava” que habían venido de los Mares del Sur y de las
Indias Orientales respectivamente,14 aclimatándose a pesar del frío clima de La Laguna. El
testero del conjunto lo ocupaba el pabellón de la vivienda que contaba con un exótico
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aditamento en uno de sus extremos: la pajarera. El recinto contaba además con lugares tan
específicos como el cuarto de las semillas y la casa del jardinero. La vocación pedagógica
del marqués le llevó a colocar ventanas enrejadas en la tapia de la calle para que el vian-dante
interesado pudiera ver el jardín sin problemas.15 Cioranescu menciona la existencia
de un elemento más, si bien no figura en el dibujo de Pereira: el estanque, con bordes de
cantería tallada y fondos de ladrillo vidriado, haciendo juegos de colores. El lugar resulta-ba
de lo más atractivo hasta el punto de ser “frecuentado diariamente de propios y extra-ños
y el punto de La Laguna primeramente visitado de la gente forastera y de los
extranjeros”.16
Una descripción más detallada la ofrece el doctor Bello y Espinosa, ya desaparecido el
jardín: “recuerdo haber estado varias veces, siendo niño, en el jardín de Nava, y puedo
asegurar que jamás he visto en parte alguna un sitio tan delicioso en espacio tan reducido.
Había allí altísimos árboles, entre ellos un enorme til o laurel que formaba él solo una
elevada y dilatada glorieta, donde no penetraba el sol. Calles sombrías, calles radiantes de
luz y flores, preciosos compartimientos donde lucían las especies más lindas y variadas;
setos vivos de mirtos y boj, tallados según la moda de la época; un elegante estanque
central; todo se hallaba reunido allí y distribuido con un gusto exquisito”.17
Por desgracia, después de la muerte del marqués, y con la intención de sanear su ha-cienda
y superar la situación crítica en la que se encontraba, debido en buena parte a los
gastos que había ocasionado el mantenimiento del jardín de aclimatación, su hijo allanó el
terreno y lo convirtió en una pequeña finca de papas.18 El solar, lleno de abrojos y con
algunos árboles se mantuvo hasta hace pocos años en que se levantó en un Instituto de
Enseñanza Secundaria.
Jardín de la Casa Verdugo
También en el siglo XVIII y en fechas similares, aparece en Las Palmas un jardín
mixto, o sea con una parte interior y otra exterior. Se trata del existente en la Casa Verdu-go.
La familia Verdugo y Alviturría daría el primer obispo canario que gobernó su diócesis
(1796 a 1816). D. Manuel Verdugo, es el prototipo de prelado ilustrado, en perfecta iden-tificación
con el ideario de la Corona. La casona fue comprada en junio de 1756. Lo hizo,
por remate en el Tribunal de la Santa Cruzada, José Joaquín Verdugo y Alviturría, herma-no
del prelado, quien la terminó de fabricar, posiblemente en torno al año 1775, fecha en
que dos peritos la valoraron en 34.203 reales.19 La casa concluyó su ornato con la decora-ción
del claustro que bordea el patio interior por medio de unos frescos a base de arquitec-turas
fingidas que a modo de ventana permitían divisar la campiña, donde se repartían las
plantas autóctonas de la isla.
Es posible que su realización rondara la década de 1780, coincidiendo con el regreso de
Juan de Miranda, uno de nuestros mejores pintores, de la Península; por tanto sería facti-ble
su autoría. El tema fue extraído de la obra de Viera y Clavijo, en esos momentos,
arcediano de Fuerteventura en la catedral de Las Palmas.
La vivienda, en su conjunto, gira en torno a la flora exótica de la que hoy guarda aún
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algún ejemplar. En el patio de la casa que sirve de espacio distribuidor se situaban los
arbustos y trepadoras; alrededor se desarrollan los frescos con el mundo de la botánica de
las islas que, a la manera de la Italia renacentista, extrapola artificialmente el límite de la
vivienda con este trompe l’oeil, muy acorde con el mundo ilustrado que en ese momento
se vivía en la ciudad. La casa da a un jardín trasero de grandes dimensiones que en tres
grandes bancales muere en el barranco del Guiniguada. En este lugar ocupan su sitio los
grandes frutales; y aunque hoy en día ha desaparecido, es seguro que el terreno estaría
ordenado a la francesa.
Las alamedas
La novedad de las alamedas o salones para paseo tuvieron un éxito extraordinario.
Todos deseaban tener una de ellas en su ciudad, como señal de distinción y símbolo de
modernidad. La de Santa Cruz de Tenerife fue iniciativa del marqués de Branciforte,
Comandante General de las islas, quien, después de comprobar la carencia que existía en
esta ciudad de sitios de esparcimiento, ordenó su construcción en 1787 a expensas de las
personas acomodadas del lugar. Así era recogido en la lápida situada en su fachada: “ha
sido costeada por la generosidad de las personas distinguidas de este vecindario, movidas
del buen gusto y deseos de reunir su sociedad en tan propio recreo. Y estimuladas de la
eficacia con que se dedica y contribuye el citado Sr. Comandante General, a la hermosura,
adelantamiento y mejora de la Plaza y Población”.20
La obra fue realizada por el ingeniero militar Amat de Tortosa, con una puerta monu-mental
de tres accesos, exornada con las estatuas de la primavera y el verano, y el escudo
real. El recinto se dividía en el interior en cinco calles, separadas por plátanos del Líbano
y tamarindos. El ornamento más importante lo componían una espléndida fuente de már-mol
de Carrara proveniente de Génova que se complementaba con una estatua también de
mármol que representaba el tiempo.21
La Laguna, rival en esos años de Santa Cruz por la preponderancia en la isla, también
tuvo su pequeña alameda, conocida con el nombre del Prado del Tanque Grande, en las
afueras del recinto urbano. Trazada posiblemente a comienzos de la década de los años 80
del siglo XVIII, su distribución en sólo tres calles reducía sus dimensiones con respecto a
la de Santa Cruz, pero su estructura viaria, a través de caminos, era semejante, ensanchán-dose
en su cabecera con el estanque de riego.22
Jardines de Franchy
El más antiguo de los jardines conocidos es el del coronel Juan Domingo de Franchy,
en La Orotava, que ha llegado hasta nosotros a través de los grabados de Piazzi Smith. El
conjunto de jardín y huerta fue durante el siglo XVIII el prototipo de jardín francés, antes
de que el Marqués de Villanueva del Prado construyera el suyo, con sus parterres trazados
a cordel y la distribución ordenada de parterres y plantíos. Sin embargo, en la centuria
siguiente, sus dueños lo abandonaron. Los setos de arrayanes dejaron de recortarse, los
naranjos y limoneros no se volvieron a podar y los rosales crecían formando matorrales en
medio de ortigas y zarzas. Así lo vio Berthelot y no obstante con agrado, pues su estanque
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con los tres viejos cipreses y la gran palmera que se divisaba de todo el Valle le daba un
aspecto al conjunto, en su opinión, romántico.23
Medio siglo después Florence Du Cane observa ya como los setos de arrayanes y de boj
se habían marchitado, y no habían flores en los macizos; los árboles crecían en estado
salvaje; los caminos y los bancos estaban invadidos por plantas trepadoras y en las pare-des
se derramaban los alelíes, verbenas, geranios, etc.24 Pero lo emblemático, no sólo de
este lugar, sino de Canarias, era un gigantesco drago que aunque Humboldt le calculaba la
improbable edad de 6.000 años, ya era un especimen gigantesco en la época prehispana.
Su interior se había ahuecado, quedando espacio para la escalera, y donde sus ramas se
dividían se situó un comedor al aire libre con mesa para quince personas.
Siglo XIX
Hasta mediada la pasada centuria, el tutelaje del jardín francés fue un hecho en Cana-rias
que se afianzó con los abundantes contactos establecidos a través de visitas científicas
a las islas. Sin embargo, el panorama cambia mediado el siglo XIX. Canarias entra de
manera incisiva en el mundo anglosajón. De una parte significa un enclave básico en la
estrategia geopolítica británica; las Canarias son lugar de aprovisionamiento en sus rutas a
las Indias y a América, observatorio de control para el África occidental francesa y fronte-ra
de intereses coloniales y comerciales con el Imperio alemán a quien le disputa su in-fluencia
en las islas. Pero es al mismo tiempo, el paraíso de salud para los enfermos britá-nicos,
meta de viajeros en busca de mundos exóticos y clima ideal para pasar un invierno
cálido. Todo esto trae una influencia de ciudadanos del Reino Unido que superó al de
cualquier otra nacionalidad. Muchos de ellos se afincaron temporalmente en las islas,
trayendo consigo su cultura y su forma de vivir, estableciendo relaciones de amistad, poco
usuales en otros lugares, con la clase alta indígena y le contagian su forma de ser.
Una de las tradiciones inglesas que se introducen en Canarias, es la jardinería, de ma-nera
especial en las islas de Tenerife y Gran Canaria. En la primera, la zona del Valle de La
Orotava, preferida de estos turistas, se llena de villas con cuidados jardines que abandonan
el trazado regular francés por una solución más cercana a la naturaleza que habían descu-bierto
los ingleses.
Sin embargo, el cambio no se había centrado únicamente en la disposición del jardín,
Canarias había entrado en una dinámica de producción y comercialización que les lleva a
arrancar buena parte de los jardines, sobre todo en las zonas de medianía que era donde se
localizaba la mayoría, para disponer en su lugar el monocultivo de turno. Olivia Stone
refiere lo sucedido con los nopales, cuando el “cultivo “ de la cochinilla se convirtió en
una auténtica fiebre del oro25 y bastantes años má tarde, Florence Du Cane señala textual-mente:
Parece que también está decayendo su amor a los jardines y, como oí exclamar en
cierta ocasión “sólo le interesan los plátanos”, porque es cierto que el cultivo de los bananos
está viviendo un momento de atractivo interés”.26
No sabemos si con algún fundamento, pero esta misma autora describe el esmero con el
que se cuidan los jardines en Gran Canaria, quizás sea por las mayores dificultades de que
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existen en esta isla.
El jardín de la segunda mitad del s.XIX presenta una visión absolutamente diferente.
Las plantas trepadoras crecen en absoluta libertad, extendiéndose no sólo por pérgolas y
enrejados sino también por tapias que cubren o incluso árboles. De ellas, la que tiene un
mayor atractivo es la buganvilla, con sus colores rojo, púrpura o lila, pero también abunda
la bignonia. Florence Du Cane nos dice como “espléndidas masas de buganvillas asoma-ban
por encima de las tapias de los jardines, viéndose a través de las puertas abiertas, los
patios cubiertos de enredaderas”. Los árboles mezclan especies mediterráneas con otros
de procedencia tropical; a principios de 1900 los más comunes eran el ficus, el laurel de
Indias, los magueros, guayaberos, palmeras, naranjos, granados, etc., mientras en tierra,
los parterres acumulan todo tipo de flores en un agradable desorden; claveles, alelíes,
cinerarias, malvalocas y azucenas formaban un apretado conjunto cuya única norma era la
de que el jardín estuviera siempre florido. Todo ello se complementaba con otros adornos
florales que exornaban el edificio; era habitual que desde la azotea o los balcones se colga-ran
fundamentalmente geranios que, según la descripción de uno de los espectadores,
parecían “que viven en el aire porque las cajas o latas en que están plantadas se ocultan a
nuestra vista”. 27 De todos modos, la naturaleza era tan generosa que los suelos se cubrían
de forma espontánea con variadas plantas y flores. En este sentido comentaba Humboldt
que desde Tegueste y Tacoronte hasta San Juan de la Rambla, las colinas aparecían culti-vadas
como jardines.28
El espíritu francés, tan presente cincuenta años antes, había desaparecido. En 1830
escribía Sabino Berthelot, investigador botánico y antropólogo, cónsul francés en las is-las,
“en las casas se hace patente el sentido británico de lo confortable, con espaciosos
pórticos sombreados por flores de pascua, naranjos y plátanos”.29
De fundación dieciochesca, el Jardín de la Paz (Puerto de la Cruz), fundado por la
familia Valois, es, a pesar de ello, el más representativo del prototipo inglés. Su emplaza-miento
es espléndido: en una pequeña meseta y junto al acantilado. A la avenida de cipre-ses
centenarios, le siguen un serie de plazas redondas con pérgolas, mientras que los cami-nos
con un carácter umbroso se acotan con poyos que contienen arriates de plantas.30
Otro de los jardines que siguen esta tipología es el conocido con el nombre de “Sitio
Little”. Humboldt habla de él como de un extraordinario jardín inglés cuya fertilidad venía
conferida por su ubicación sobre material volcánico. La vegetación alcanzaba dimensio-nes
pocas veces vistas en las islas: arrayanes de tres metros y medio de alto, azucenas del
tamaño de una persona y grandes avenidas de naranjos. En él, el propietario había dedica-do
un sector para cultivar sólo la flora autóctona.
Peor suerte tuvo el jardín de San Antonio (también en el Puerto); aquí además de su
trazado a la inglesa había profusión de mobiliario : cenadores, arcos y glorietas. Todo ello
siguiendo, según nos informaba Miss North, el estilo chippendale que tanto éxito tuvo en
Canarias. El cambio de propietario supuso que se arrancara el jardín para dedicar ese
espacio al cultivo del plátano.31
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En realidad, todo el Valle estaba lleno de villas con jardín. San Antonio o San Bartolomé,
convertidas en fincas de plátanos, “El Ciprés”, planificado por un jardinero portugués...
todos se habían sumado a la tradición inglesa.
Siglo XX
No hubo mayores cambios en el panorama de la jardinería canaria con la llegada del
siglo XX. El tipo de jardín se siguió manteniendo, sólo que ahora figura como novedad un
sentimiento de colectividad ciudadana que fuerza a los organismos públicos a la prolifera-ción
de zonas verdes, con lo que aparece en ellas normalmente otro matiz: el sentido de lo
lúdico. Los primeros proyectos del parque municipal de Santa Cruz de Tenerife tienen una
zona dedicada al entretenimento a través del juego. Lo mismo podemos decir del parque
del Hotel Taoro, en el Puerto de la Cruz, con zona diseñada ex profeso para ello.
El regionalismo andaluz impactó fuertemente en Canarias. De ahí que la azulejería se
impusiera a comienzos de los años 20 tanto en la jardinería pública como en la privada. En
la primera, copiando elementos, tales como la Fuente de la Ranas de Sevilla, en los jardi-nes
de la santacrucera Plaza de los Patos, donde la riqueza cromática de la azulejería se
mezcla con una rica y variada vegetación, preferentemente tropical. En el jardín de la casa
de Alberto Camacho, en la zona del ensanche del barrio de Salamanca, también en Santa
Cruz, se trazan estanques, caminos y puentes, siguiendo un repertorio casticista muy en
boga en el país que, en su conjunto, se ve impregnado por una solución cromática
revolucionaria.
César Manrique.-
Tendremos no obstante que esperar a la década de los años 70 de este siglo, para obser-var
el único modelo vernáculo de la jardinería canaria, promovido por el artista César
Manrique.
Manrique resume en una lúcida frase pronunciada en 1976 toda su teoría de la incorpo-ración
de lo humano a la naturaleza “hay que potenciar las características de cada lugar, si
no tendremos una cultura standar, aburrida y sin posible fantasía de creatividad”.32 El
artista es originario de Lanzarote, un microcosmos duro y seco, cuyo potencial estético
radica en los contrastes de colores y en donde la vegetación es un tesoro al que hay que
mimar, convirtiéndolo en el epicentro de la obra.
De ahí que su plateamiento estético se base en tres premisas:
1- La sacralización de la aridez, haciendo desaparecer los edificios de su entorno, ente-rrándolos
y, cuando resulta imprescindible su visión los margina, yuxtaponiéndolos, pero
despejándolos en lo posible de su serio carácter comercial (la Vaguada de Madrid).
2- El reconocimiento de la herencia popular que a lo largo de cuatro siglos creó una
simbiosis entre la naturaleza y el hombre, reiterando de este modo sus principios.
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3- La sustitución del verde por otros colores más dramáticos, inherentes a la tierra: la
dicotomía blanco-negro, o la serie de colores ocres de mil matices que ofrece la rica
vulcanología canaria.
La vegetación seca suplanta al tradicional verdor de otros modelos. Para ello, no tiene
inconveniente en asumir postulados de otras culturas, y así hace suyos los principios de
los jardines secos japoneses. Es lo que ocurre cuando traza un jardín para colocar en
medio de la desolada Montaña del Fuego; entonces diseña un “jardín muerto”: una super-ficie
negra de lapilli en contraste con la figura blanca de unos restos óseos y el tronco
igualmente claro de un árbol seco. Pero la mímesis de Manrique es meramente estética,
toda la filosofía reflexiva de los jardines nipones ha desaparecido; sólo permanece la
aproximación formal.33
En 1966 se inaugura la primera fase de los Jameos del Agua. Manrique basa el encanto
de este conjunto en las sensaciones que producen los efectos de la luz sobre las aguas del
lago, resaltando, con una discreta iluminación artificial, los colores naturales de las rocas.
El artista quiere ofrecer la impresión de naturaleza virgen, por lo que los elementos ajenos
que incorpora, como la flora o la piscina aparecen como partes integrantes del conjunto.34
Pero donde Manrique demuestra su capacidad creativa es en los jardines del Lago
Martiánez (Puerto de la Cruz de Tenerife). Era imprescindible, dado el crecimiento turís-tico
del Puerto de la Cruz, ampliar la zona de costa y crear un lugar de grandes dimensio-nes
que diera cabida al turismo de masas. Se ganaron al mar más de 45.000 m2, de los
cuales 33.000 eran ocupados por el Lago y unos 8.000 por piscinas y jardines.
Manrique trasladó aspectos de su Lanzarote natal a la isla de Tenerife, si bien con
matizaciones. De una parte, tapizó la casi totalidad del espacio de color blanco y como allá
utilizó las piedras para decorar, aunque aquí, por primera vez, usa materiales no volcáni-cos.
Impactado por la arquitectura castrense que custodiaba la costa de Santa Cruz, toma
como solución para cualquier tipo de separaciones la empalizada de los fosos y las garitas
de los castillos. A nuestro juicio, el artista se olvidó que estaba en una isla verde y no hizo
partícipe a la vegetación , contribuyendo a que se llevara a cabo un encuentro más equili-brado,
de manera que el agua suple al ornamento vegetal sin necesidad.
La incorporación de la escultura al conjunto enriquece la variedad plástica de la obra.
Casi como en un paroxismo, el artista combina materias con formas y colores, en un
conjunto absolutamente onírico. Árboles secos, móviles, formas de hormigón, raíces de
árboles gigantes, formas orgánicas, todo contribuye a que el espectador, ayudado por el
ambiente relajado del baño, se sumerja en un mundo irreal.
Por último, con el Jardín de Cactus, inaugurado en 1991 regresa al mundo duro de
Lanzarote, pero ahora se apoya en dos premisas:
1- De un lado la concepción espacial cerrada. En torno a unos monolitos volcánicos,
Manrique vuelve al mundo atormentado de los colores lávicos: ocres y negros que ahora
conjuga con las diversas tonalidades verdes de los cactus.
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2- Por otra parte, la concepción del hortus conclusus se acentúa con el ritmo descedente,
confiriéndole una visión dantesca que gira en torno a los totem que se alzan como autén-ticos
epicentros. Sólo a veces la visión colorista de las flores de los cactus rompe este
ambiente de perfiles duros y contrastes notables.
Figura 1. Trazado distributivo para el jar-dín
de aclimatación de La Orotava, por Diego
Nicolás Eduardo.
Figura 2. Villa residencial incorporada al proyecto del
Jardín de aclimatación de La Orotava, Por Diego Nicolás
Eduardo.
Figura 3. Planta del Jardín Botánico de La Orotava en la primera mitad del siglo XIX. Dibujo de
Antonio Pereira Pacheco.
FIGURAS
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Figura 4. Exterior del Jardín Botánico de La Orotava. Dibujo de J.J. Williams.
Figura 5. El Jardín Botánico de La Orotava en
los primeros años de la presente centuria. Acuare-la
de Ella Du Cane.
Figura 6. Jardín del Marqués de
Villanueva del Prado en La Laguna.
Dibujo de A. Pereira Pacheco.
Figura 7. Alameda del Prado o
del Tanque Grande.
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Figura 8. Entrada a una villa. Acuarela de Ella Du Cane.
Figura 9. La Paz en el Puerto de la Cruz. Acuarela
de Ella Du Cane.
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Figura 10. César Manrique: Lago Martiánez. Puerto de La Cruz.
Figura 11. César Manrique: Jardín de Cáctus. Lanzarote.
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NOTAS
1 DARIAS PRÍNCIPE, Alberto: “Aspectos de la iconografía platanera en Canarias” en Estudios de Arte
Homenaje al Profesor Martín González. Valladolid, 1995.Pag. 595.
2 RIO AYALA, Juan del: “La flora canaria, mencionada por Vasco Díaz Tanco” en Museo Canario, nº 4.
Las Palmas de Gran Canaria, año 1935. Págs. 62 a 68.
3 RODRÍGUEZ GARCÍA, Vicente: El Jardín Botánico en Tenerife en el siglo XVIII. Las Palmas de Gran
Canaria, 1979. Págs. 11 a 17.
4 Ibídem; págs. 18 a 23.
5 RODRÍGUEZ GARCÍA, V.: Ob. cit., pág. 22.
6 Archivo de la Catedral de Canarias: carpeta de planos. Documentación por clasificar.
7 RODRÍGUEZ GARCÍA, V.: Ob. Cit., pág. 62.
8 ÁLVAREZ RIXO, José Agustín: Anales del Puerto de la Cruz de La Orotava (1701-1872). Santa Cruz de
Tenerife, 1994, pág. 189.
9 RODRÍGUEZ GARCÍA, V.: Ob. Cit., págs. 64 y 65.
10 OLIVE, Pedro de: Diccionario estadístico y administrativo de las Islas Canarias. Barcelona, 1865,
págs. 562 y 563.
11 Ibídem.
12 ÁLVAREZ RIXO, J.A.: Ob. Cit., pág. 474.
13 TOUS MELIÁ, Juan: Tenerife a través de la cartografía 1588-1899. Madrid, 1996, pág.
14 CANNE, Florence du: The Canary Islands. London, 1911. Pág. 21.
15 TOUS MELIÁ, Juan: Ob. Cit., págs. 43 y 44.
16 CIORANESCU, Alejandro: La Laguna. Guía histórica y monumental. La Laguna, 1965, págs. 152 y
153.
17 RODRÍGUEZ, Leoncio: Los árboles históricos y tradicionales de Canarias. Santa Cruz de Tenerife s/f.
Págs. 162 y 163.
18 Ibídem.
19 MARTÍN RODRÍGUEZ, Fernando: Arquitectura doméstica canaria. Santa Cruz de Tenerife, 1978,
pág. 273.
20 POGGI I BORSSOTTO, : Guía histórica y descriptiva de Santa Cruz de Tenerife. Santa Cruz de Tenerife,
1881, pág. 120.
21 DARIAS PRÍNCIPE, Alberto: Santa Cruz en Blanco y Negro. Madrid ,1994, pág. 82.
22 TOUS MELIÁ, Juan: Ob. Cit., págs. 44 y 45.
23 BERTHELOT, Sabino: Ob. Cit. págs. 71 y 72.
24 DU CANE, Florence: Ob. Cit. Págs. 32 y 33.
25 DARIAS PRÍNCIPE, Alberto: La Gomera, Espacio, Tiempo y Forma, Madrid, 1992.Pag 57
26 DU CANE, F.: Ob. Cit. pág. 32.
27 DU CANE, F.:, Ob. Cit. págs. 130 a 132.
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28 Ibídem, pág. 25.
29 BERTHELOT, S.: Ob. Cit. pág. 73.
30 Du Cane: pág. 79-81, 83-86.
31 DU CANE, F.: Ob. Cit. págs. 92 a 94.
32 GÓMEZ AGUILERA, Fernando: César Manrique en sus palabras. Madrid, 1995, pág. 61.
33 SANTA, Lázaro: César Manrique, un arte para la vida. Barcelona, 1993, pág. 12.
34 Ibídem: pág. 113.