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1598. IV CENTENARIO DE LA MUERTE DE
FELIPE II
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FELIPE II Y AMÉRICA
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LA CONMEMORACIÓN DEL IV CENTENARIO
DE LA MUERTE DE FELIPE II1
Alfredo Alvar Ezquerra
En 1639 y sin un motivo aparente Calderón editaba un brillante recuerdo a Doña
Isabel de Portugal la esposa de Carlos V y madre de Felipe II muerta en 1539, cien años
antes. En aquel acalorado y patético elogio, quedaban exaltadas ciertas virtudes y perpe-tuada
la memoria de la espantosa visión que tuvo el Duque de Gandía al abrir el féretro en
Granada para identificar los restos mortales que iban dentro cuando se iba a enterrar a la
Emperatriz. El cuerpo, ya corrupto, desdibujaba en toda su crueldad y violencia a los ojos
de cualquier ser humano, la serenidad y belleza que había tenido en vida aquel rostro. El
notario, el dador de fe entre el espanto y la impresión se hizo jesuita y le conocemos ya por
San Francisco de Borja.
No sé si es la primera vez que se conmemora un centenario en nuestra Historia.
Lo que sí tengo por seguro es que lo de rememorar no es extraño a los símbolos de la
convivencia social. Todos los años, en recuerdo de un fallecido, había que decir cientos o
miles de misas por su alma. Cientos o miles, en función de su riqueza, no en función de su
capacidad pecadora. Digamos, pues, que los hombres en sociedad están acostumbrados a
recordar con más o menos solemnidad a quienes ya no están en cuerpo, aunque sí en alma.
Los hombres, igualmente, necesitan ser recordados y para ello corren en pos de la fama
para perpetuarse entre sus semejantes aunque no se les conozca personalmente; corren en
pos de la obligación de ser reconocidos, pagando para ello misas, sermones, o sencillas
alusiones; y en ciertas profesiones, escribiendo.
La década de 1640, es de sobra sabido, fue trágica para la Historia de España.
Portugal, Cataluña y más tarde alteraciones andaluzas, conspiraciones en Aragón, en
Italia... presagiaban un violento desmembrarse de la Monarquía Hispánica, aquella que
con obstinación y denuedo tanto Felipe IV y el Conde-Duque habían intentado reilusionar
y volver a situar en niveles de reputación similares a los habidos, por lo menos, en tiempos
de Felipe II. A la altura de 1639, sin embargo, después de sofocada la primera rebelión de
Evora -por ejemplo- o sabiéndose el malestar en los territorios catalanes, acaso pudiera
intuirse el desencanto, el de la generación de 1635 que vio derrotados sus ejércitos en
Rocroi, o que vio cómo la Unión de Armas no salía adelante.
El cuerpo de la Emperatriz corrompido en el ataúd y el poeta que recuerda el
destino de lo que es vivo o ha vivido. Desazón, pesimismo de un momento presente.
Nada de eso tiene que ver con nuestro hoy en día. ¿Seguro? Para bien, o para mal,
de aquí en adelante todos los finales de siglo irán siempre indefectiblemente ligados a la
muerte de Felipe II y a la crisis de 1898. Nada tendría más importancia si sendos aconte-cimientos
no tuvieran que ver con el alimento de las formas de pensar colectivas de una
sociedad que, como ninguna otra europea, ha buscado la flagelación y se ha obsesionado
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con el “qué dicen de mi los otros” para que, una vez sabido esto, poder lamentarse de las
cosas bárbaras que dicen. Porque, y sin sacar los pies del plato, sin menospreciar la impor-tancia
de otras fases de nuestra Historia, ésta se escribe con un antes y un después de la
etapa del rey Prudente, o si se quiere, con un antes y un después de ese siglo largo que va
desde los Reyes Católicos a Felipe IV. Ese período, o esos dos períodos, son en sí trascen-dentales,
pero más aún importantes por su legado historiográfico. En efecto: el reinado de
Felipe II no terminó en 1598. El reinado de Felipe II sigue aún presente. Fue un transcurrir
de 1527 a 1598, o de 1556 a 1598; pero es, a la vez, la mitificación o execrable condena
que de él se quiera hacer. Ningún erudito del siglo XVIII -y del XIX no digamos- podía
vivir sin reflexionar, alguna vez, sobre aquel reinado, o en aquella etapa más extensa.
Hasta tal extremo que hacia 1872 los restos mortales de Carlos V se expusieron al público,
siendo así perdido el respeto a su memoria, siendo así profanada su momia.
Sigue vivo el reinado, ha vivido el reinado tras su conclusión. Cuando Azorín
escribe su poco conocida obra sobre 1590. Una hora de España; cuando en 1927 se cele-bran
tantos actos como hoy en día, lo que está ocurriendo es que una generación quiere
reencontrar señas de identidad; referentes en los que poder fijar una atención que desvíe la
intranquilidad de un momento doloroso. Y es así, como entre a los que les duele España, y
a los que se les hincha el espíritu viendo los mapas del XVI, se va forjando en medio de
una crisis dinástica y otra, una concepción del pasado bipolarizada. Y de repente, una
guerra y un victorioso lema, “Por el Imperio hacia Dios” y el yugo y las flechas de Ysabel
y Fernando. Ya callamos crisis y duelos regeneracionistas. Todo es - fue de una manera. El
daño hecho por esas imposiciones fue irreparable: la concepción popular de asimilar Im-perio
con Fascismo un despropósito permanente. Si a alguien en su vida se le descoloca
cronológicamente el siglo XVI es, sencillamente, porque ha vivido al margen de su propia
vida.
¿Se vive a finales del siglo XX en España con zozobras semejantes a las vividas
anteriormente? No voy a responder a esa pregunta. De momento.
El despliegue hecho para la “reivindicación” de una figura es espectacular. Ha
corrido fomentado tanto por el mundo institucional como por el personal. Conmemorar y
reivindicar han sido términos tan usados en los últimos meses como el de “euro”. Parece-ría
como que una sociedad ante la inmediata pérdida de ciertas señas de identidad al inte-grarse
en una estructura superior, quisiera buscar un referente victorioso o glorioso al que
aferrarse. Y es muy sencillo darle a esa sociedad un referente glorioso. Igual que caduco.
Pero se ha elegido la parte gloriosa, menos mal. Parece, igualmente, como si una sociedad
que asiste atónita e impasible a su desintegración, buscara sus referentes de unidad en el
pasado. Unidad que, desde luego no se tenía, pero que el ansioso espectador ve lo que
quiere. Si, por otro lado, a lo largo de la historia, un personaje de ese Pasado hubiera
encarnado los vicios y virtudes de esa sociedad, porque así se ha ido construyendo su
identidad nacional, si se lograra conseguir exaltar, por no decir exhumar, las virtudes y
adormecer los vicios de ese personaje, esa sociedad en medio de sus frustraciones, podría
sentirse reconfortada. La sociedad es la española, y las frustraciones son el paro, la desin-tegración,
el inacabable terrorismo, los dobles lenguajes políticos, la zozobra ante los
ataques a la Constitución, los índices estadísticos, la angustia por igualarnos a Europa.
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Al rey se le reivindica gracias al ejercicio del mecenazgo, gracias a su sensibili-dad,
gracias a su formación cultural, gracias a que fue un ecologista. En ningún momento
se piensa en costes.
Con las exposiciones se nos muestra la parte magnífica del reinado. Escudos de
las posesiones del rey, que no de España por cierto, en todo el mundo sin que se ponga el
sol; situaciones conyugales que nos van trayendo y llevando del hoy al ayer, con bodas
reales -de Estado, por amor- con los problemas para asegurar la sucesión; maneras de
gobernar sofisticadas para el XVI, llenas de sentido burocrático; el amor y exaltación a la
cultura; rey en movimiento -aunque menos que su padre-; rey justiciero; rey prudente; rey
papelero... Yo no mandé a mis barcos; antes muriera que reinara sobre herejes; vuestro
buen padre..., sosegaos.
En el ámbito personal, una campaña publicitaria sitúa en el altar de quien bendice
a un inteligente historiador que, naturalmente, no es español. Y Kamen nos vende un hábil
libro. Hábil desde el titulo, Felipe de España. ¿En qué quedamos? ¿Hay una Confedera-ción
de reinos, una Monarquía Compuesta o hay unidad? ¿O es que así se vende mejor la
imagen? Hábil en los contenidos, haciendo hincapié en la contradicción a otros autores de
sobra conocidos. Donde Parker dijera que a Felipe de Austria no le interesaban las muje-res,
Kamen ofrece un catálogo razonado de amores; donde se dijera que amaba a la Valois,
él apuesta por Ana de Austria; donde Rodríguez Salgado dijera blanco, él negro y donde
hay que poner notas a pie de página, él maneja, ciertamente, las fichas de sus largos años
de historiador: Viena, Simancas... y mucho CODOIN. Surge así el rey moderno, en re-uniones
de despacho, que lee informes, emite opiniones y busca ruiseñores. Sale el rey
que escribe a sus hijas; se vuelve a escribir la historia amable del rey. Esa historia amable
que se conoce desde el siglo XIX con Gachard, por ejemplo. Pero los periodistas que se
dedican a cubrir la información cultural, no saben ni de Gachard, ni de Morel-Fatio, ni de
Menéndez Pelayo, ni de Picatoste, ni de Maura, ni Fernández de Retana; acaso un Fernández
Álvarez les suene vulgar e incapaz para escribir buena Historia, lo mismo que Domínguez
Ortiz, apellidos castellanos. Y, por cierto, desde las páginas de ABC se hacen eco del gran
descubrimiento documental de un tal Vargas financiado con fondos públicos españoles-,
abogado chileno, en Roma. Papeles que, aún estamos por ver. Vargas parece ser que no
conoce la sección de Estado de Simancas dedicada a Génova en la que, muy
presumiblemente se guardaran las copias de esas cartas que se mandaban a los Doria. Pero
es extranjero y abogado. Más sabio, profesional, digno de crédito y perseverante, pues,
que un español e historiador. Lo único que ocurre es que en este país lo de historia es una
profesión con unas exigencias mínimas de conocimientos epistemológicos. Aquí, en la
Universidad, no ocurre aquello de irse a otro sitio al acabar la clase. Aquí se ha de ir al
archivo, o a un Congreso, o a rendir cuentas ante las -en ocasiones injustas- Comisiones
Nacionales de Evaluación.
Parker, Kamen. Anglosajones. Son, al parecer, los únicos capaces de escribir so-bre
nuestra historia. Los de acá, lo haríamos como energúmenos. Esa es la percepción de
nuestro quehacer historiográfico que se tiene popularmente. Así de triste. La historia se
hace por naciones; no por clases; no por intereses de otro tipo.
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Y por si acaso no hubiera bastante sufrimiento con el cotidiano menosprecio de la
historiografía local, altas instituciones del Estado refrendan una y otra vez -incluso en
verano- la excelencia científica de los forasteros. Excelencia, calidad que no se puede
poner en duda en su conjunto; pero conviene recordar que ni son los únicos, ni es lo único.
Fernández Álvarez se revuelve desde su magisterio y su autoridad como acadé-mico
y se lanza al ojo del huracán. Y lo controla. Eolo le sonríe y se alía con él. Los dioses
le acompañan. Parece un Júpiter Tonante que controla los vientos; o acaso es el protegido
de Helios, Hércules, que le lleva en su barca y le transporta al jardín de las Hespérides, que
es Occidente, que es la Península Ibérica. La mitología nos devuelve, una vez más, las
cosas a su ser.
El hispano necesita reconfortarse. La historia de Felipe II le puede servir a ello.
Hay fenómenos molestos. Pero esos se acallan, o se endulzan. El ciudadano necesita que
le renueven la Historia, que le conviertan en fundamentales los fenómenos secundarios
si estos le son más tranquilizadores; el de a pie necesita que le construyan una historia
rosa, exige ser engañado, o que le digan la verdad desequilibrada. Porque no hay duda: el
Siglo de Oro, ¿el Imperio?, interesan. Ha habido una exposición itinerante sobre Arias
Montano (1527-1598) en Extremadura, Portugal, Sevilla y Alcalá. La han visto en Cáceres
más de 30.000 personas. La de El Escorial sobre Felipe II ha superado las 100.000.2 No ha
habido antes un fenómeno de masas de este tipo de tal magnitud. En TVE hay programas
que superan el medio millón de espectadores. La exposición sobre la ingeniería en tiem-pos
de Felipe II, de indudable calidad, deja un tan agradable sabor de boca que parece
como si hubiera más pantanos entonces que en épocas más recientes; parece como si en
todas partes hubiera molienda, y limpieza urbana, y manufacturas... Cuando la realidad de
la maquila, de la falta de policía (en el sentido renacentista del término, de pulcritud) de la
revolución de los precios, de la entrega del mundo mecánico a los Cotten, o al Turriano, o
a quien sea, pero normalmente extranjeros, nos hablan de otra realidad más seca y gris;
más preindustrial.
Hay demanda de una Historia de España generosa, no bulliciosa. Voy a usar un
botón de muestra: Junio de 1997. La revista Geo en su nro. 125 ofrece un explosivo cóctel
de portada: “Fórmula Uno. Engranajes de un circo millonario”; “Ibiza: rural, cosmopolita,
mediterránea”; “Gran poster: el mundo en el siglo XVI y Maravillas de El Escorial” y, por
fin, “Nueva biografía. Felipe II cambia de rostro”. Por cierto que, hábilmente, el retrato de
Sofonisba lo han trastocado y aparece sonriente. Miro en el interior y leo con deleite una
sucesión de disparates. En el informe nos aclaran que, gracias a la paz de Vermins (?) se
dio “paso a la preponderancia gala en Europa”. Me pregunto, ¿gala, de Vercingétorix o
francesa de los Valois? Sin embargo, las relaciones con Inglaterra concluyen en 1588, “la
sonada derrota fue el inicio de la hegemonía comercial británica” (?). Intuyo que británi-co
quiere decir inglés. Isabel I es definida, sobre todo, como la que “armaba caballeros a
los piratas que atacaban los galeones españoles...” Sigue el despropósito. Las relaciones
exteriores con el “Vaticano”... Ese Estado nace en el siglo XIX; en 1580 “Felipe II es
coronado rey de Portugal ante las Cortes de Lisboa”, en realidad, de Tomar, pero es igual.
En 1566 es “sofocada por el Duque de Alba” la sublevación de los Países Bajos... No es
desafortunada la afirmación. El reportaje sigue con mejor mano en otra partes; pero no
pueden faltar los grandes titulares: “Revelaciones del biógrafo que acaba con los tópicos”,
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o “Henry Kamen ha querido llenar una laguna historiográfica...”; “Destierra la imagen
tópica del personaje oscuro, fanático y austero..”. Y el mundo de las vanidades se destapa
también como el Cuerno de la diosa Fortuna. Sin embargo, lo que a mi me enseñaron mis
profesores en la Universidad hace ya algunos lustros, era lo que ahora “se descubre”.
Verdaderamente la transmisión cultural es lentísima y necesita de la publicidad.
Sábado 27 de junio de 1998. El Prof. Giuseppe Galasso escribe un conciso artícu-lo
para hablar sobre “La Ieggenda nera di Filippo II”; en pleno otoño, en Cagliari se
hablará sobre Felipe II e Italia; luego en la Universidad Complutense, sobre “Felipe II y
las ciudades”; en diciembre en Barcelona (hay que dar cabida a los catalanes que
co-gobiernan) Felipe II y el Mediterráneo, y su colofón en Roma; también en diciembre en
Siena y así, ad infinitum y Felipe II y Sevilla; Felipe II y Burgos, y supongo que Felipe II
y cada pueblo, región y territorio; ya se ha hablado de “Felipe II y la Monarquía
Hispánica” y también sobre “Felipe II y la técnica”, sin que falten “Las sociedades ibéri-cas
y el mar en el siglo XVI”, congreso celebrado en Lisboa, a cuyo calor algún portugués
reaccionario se llevó las manos a la cabeza porque se hablara allí de ese rey español. En
Público de 24 de marzo, se entrevista a Ernest Belenguer, “soy un historiador español del
área Catalana”. Busca el informante desde la prudencia, alguna reflexión, alguna declara-ción
que suavice ánimos encrispados. La encuentra en Belenguer, “espero que este con-greso
sirva sobretodo para abordar intereses comunes”, y en el portugués Adao de Fonseca,
que analiza la historiografía lusa sobre su Felipe Y y concluye con un rotundo “hay perso-nas
que exageran”; como exageraron en Portugal con el grabado de Felipe III desembar-cando
en Lisboa, que suscitó incluso un roce diplomático.
Según ABC el 25-3-98, “el presidente de los historiadores portugueses -Joaquín
Verísimo Serrao- reivindica al Felipe II que reinó en Portugal”. Lo de “presidente”, me
imagino que se refiere a Director de la Academia de la Historia.
El País de 25 de marzo se centra en la reivindicación del reinado hecha por
Verisimo Serrao y por las explicaciones de Fernández Álvarez a por qué no se movió la
Corte a Lisboa. En otro periódico lisboeta (Publico) se hacen eco de la intervención de
Gómez Urdáñez sobre historiografía franquista de bachillerato y Felipe II. Es lo más
destacable de ese congreso para Luis Miguel Queirós -el periodista-; dedica, no obstante,
un ligero párrafo a Emilia Salvador que compara la unión de 1479 de Castilla y Aragón
con la de 1580. También se pregunta a varios historiadores sobre la importancia de
Felipe I de Portugal. Unos ven todo trascendente, otros aparecen ignorantes y cargados de
lamentos tópicos; otros encajan aquella época en un momento de expansión imperial de la
familia Habsburgo; los hay que se sienten aún ofendidos por la anexión y, por fin, opina un
cantante, José Cid, para quien el reinado fue pésimo, y lo aclara, “cualquier tipo de pérdi-da
de independencia es fatal”. Si ése es el pensar “popular” o “populista”, no me extraña
que se tengan gravísimos problemas de valorar e interpretar qué es integrarse en la Unión
Europea. Por cierto, la independencia, ¿quién la pierde en el XVI?, ¿los vasallos, los co-merciantes,
los nobles? La independencia... ¿con respecto a qué dependencia anterior? Me
imagino que la independencia patriótica. En el XVI: ¡ignorantes!
El Diario de noticias, también el 26 de marzo, se hace eco casi exclusivamente
de la intervención de Emilia Salvador, y recalca la idea de que el peso de Castilla fue el
desintegrador de una unión planteada en pie de igualdad.
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Pero ha habido otros motivos de conmemoración y recuerdo. Hay que fomentar
el lado amable, y probablemente, nada como un buen Felipe II y los jardines y el canto de
los pajarillos “de los francolines que venimos a soltar el padre vicario y yo (el secretario
Almaguer) y por hacello con buen principio dijo su paternidad misa primero”, y dice el
rey “más quisiera yo que no los hubieran bolado...” Otra de las exposiciones conmemora-tivas
lleva por subtítulo “Jardín y naturaleza en el siglo XVI”. Puede resultar más chocan-te
el título: Felipe II. El rey íntimo. Ha habido un importante congreso asociado a esta
brillante exposición. Se trata, al menos para los que no estamos familiarizados con el
tema, de un Congreso serio y riguroso que marcará un hito. No obstante, no hay ni una
ponencia dedicada a los costes de esa jardinería (costes económicos o de desestabilización
de los equilibrios comunitarios al impedir la caza en los alrededores, o el desabastecimiento
de agua tan denunciado como acallado por los pueblos limítrofes a los Sitios Reales, por-que
había que regar o llenar presas y embalses). Verdaderamente se tiende a romper por
las influencias extranjeras habidas entonces- el impresentable topicazo de que “España es
diferente”, una de las frases más tristes que jamás haya podido pronunciar un político, tan
impresentable como la de que “España es ingobernable” (y por eso, dictadura). No. Espa-ña
en el XVI, ni antes ni después fue diferente. Era igual; era tierra de tradición mediterrá-nea,
esto es, era tierra vitalista. Y en este congreso nos recuerdan magistralmente la
mediterraneidad. Pero, si de algo no hay una ponencia, eso quiere decir que es tema que no
se investiga y, por lo tanto, que no interesa. Se exalta en el rey jardinero que se ocupara de
la plantación correcta de los árboles, de la traza de los jardines o de los muretes... Si tal se
hace cuando hay que resolver si ir a Flandes que acaba de haber rebelión y le piden a su
señor natural que vaya en persona, no creo que sea para alabar, sino para dejar perplejo.
Esto de la arquitectura, o de los jardines, podría ser la válvula de escape ante la agobiante
profesión que asumía con toda responsabilidad, la de reinar, pero a mi modo de ver lo que
a aquel rey le ocurrió es que, humanamente, no supo discernir entre qué cosa era funda-mental
y qué cosa secundaria.
En absoluto pretendo hacer Leyenda Negra, la cual conllevaba malintencionada
tergiversación. Pretendo que siga despierta la otra parte de la Historia de España; tópica,
pero Historia, al fin.
Y esta otra Historia se llama Inquisición; se llama estatutos de limpieza de san-gre;
se llama presión fiscal; la gritan, “pues si se quieren condenar que se condenen”; se
llama Aragón, Ávila, Granada; 1590; se llama Flandes; y tiene nombre y apellidos.
Esencialmente, Antonio Pérez. Dramáticamente, Carlos de Austria.
Pero acaso fuera necesario actuar con estas conmemoraciones porque los este-reotipos
están vivos aquí y en el mundo anglosajón que nos ha venido a salvar. Adama
Hopkins, un articulista del Financial Times, afirma el 23 de agosto de 1998 que El Esco-rial
es un palacio “sin ornamentos” y un monumento a la “auto-represión”. Aunque eso sí,
el rey era trabajador. No deja de ser gracioso que llame la atención esa virtud, la de la
laboriosidad y la responsabilidad en el trabajo. Como si por ser rey, o por ser español,
fuera extraño ser obstinado o laborioso. ¡Qué poco debían pensar así los industriales euro-peos
que tanto recurrieron a la emigración española en los años cincuenta y sesenta! Vuel-vo
a Adam Hopkins. Al Comentar la exposición se pregunta si estamos ante un hombre o
ante un monstruo. Los recuerdos del mundo inglés (matrimonio con la Tudor, Armada de
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Inglaterra) son una parte de su reinado. Y la mejor manera de vender una imagen nueva en
la Pérfida Albión sobre este monarca es, ¡cómo no!, “su vida guarda extraordinarios para-lelismos
con hechos y prácticas del siglo XX”. Fue, concluye nuestro periodista, “el pri-mer
gran superburócrata del mundo”. Y se pregunta si, por ejemplo, Bill Clinton será
recordado dentro de varios siglos como lo es Felipe II aún. Indudablemente no, porque se
comparan churras con merinas... aunque a Clinton tal vez sí, casualmente, se le recuerde
por los siglos de los siglos gracias a sus exégesis bíblicas con respecto a la intimidad del
hombre.
Pero sigamos viendo al Felipe II de hoy: dejó endeudado su país, como Reagan el
suyo por ser el gran gendarme; Felipe y Clinton, tienen que preocuparse por el Islam; sus
luchas contra todos los protestantes recuerdan a las luchas anticomunistas de EEUU; y
sigue la sarta de barbaridades, “los Países Bajos fueron su Vietnam”, afirmación inacepta-ble
en tanto en cuanto los préstamos ideológicos y culturales de Flandes en Castilla y
viceversa son infinitamente superiores a los habidos entre el Vietman y USA. Acá nos
quedó, allá se dejó, algo más que Coca-Cola, desolación y napalm.
Y en materia crediticia, se nos habla de Méjico y Suramérica o de Indonesia;
mientras que en materia de crímenes de Estado, no puede faltar Escobedo y, perplejidad,
Barrionuevo y Vera, después de haber hecho algún parangón con Franco.
No creo que sea absurdo concluir ya esta parte: Felipe II está vivo. Unos quieren
encontrar en él unas formas de su ser; otros, otras, lo cual quiere decir que a nadie deja
indiferente. No puede dejar indiferentes un rey que fue objeto de preocupaciones y ata-ques
y estudios en el XVI, en el XVII, en la Ilustración y de los movimientos culturales del
XIX y del XX.
Podemos dividir el siglo XVI en dos, casi perfectamente. Coincide con la prime-ra
parte el reinado de Carlos V (1516-1556) y con la otra el de Felipe II (1556-1598).
Durante el reinado de Felipe II en el mundo protestante, se consolida el calvinismo; en el
mundo católico, se expande lentamente la ortodoxia trentina y desde 1555 por la paz de
Augsburgo había que tolerar en los territorios Imperiales al luteranismo. Por su parte, las
guerras civiles tienen una honda carga religiosa entre católicos y calvinistas, en Francia,
devastada por sus Ocho Guerras de Religión, en Flandes, las inestabilidades en Inglaterra
y en Escocia... En Europa el predominio y el poder político hispánico son incuestionables.
El reinado de Felipe II tiene otro casi coetáneo en todos sus extremos en Inglaterra, el de
Isabel I; y el mismo año de la muerte de nuestro rey, el de Francia, Enrique IV (aquél del
legendario “París bien vale una misa”, el hugonote convertido y reconvertido) proclama el
Edicto de Nantes. Después, mientras pasamos las páginas del XVI al XVII, las paces
vienen en aluvión: la de Vervins en 1594, la de Londres en 1603, la de los Doce Años con
los rebeldes flamencos en 1609...
Hay pues fenómenos semejantes que nos permiten ver rasgos comunes en esta
segunda mitad del XVI y contemplarla como un todo unitario. Si quisiéramos decirlo de
otro modo: antes de Felipe II no había ni calvinismo, ni guerra de Flandes ni Trento, ni
guerra con Inglaterra... ¡ni Felipe II!
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Tengamos, pues, esta peridoización por válida: hacia 1550-1560 hay novedades
en la Historia de Europa y de España. Pero aún podríamos hacer alguna subperiodización
más; esto es: veamos cómo hemos subjetivado el reinado de Felipe II, para darle dinamis-mo.
Una de las subperiodizaciones que más éxito ha tenido fue la de Juan Reglá que
situó hacia 1567-1570 un cambio de rumbo en el reinado del rey Felipe II. Se estaba
construyendo hasta entonces una Monarquía continuadora de Carlos V, pero con una
salvedad: desde Cateau-Cambresis, se vivía en paz con Francia. Todo parecía presagiar un
sosiego y una fuerza sin par. Tal vez ni Flandes viniera a alterarlo. Pero entre esos años,
ocurren una serie de desgracias que podrían haber alterado a la personalidad del rey, y sus
formas de gobierno: rebelión flamenca (1566-1567 hasta 1609), segundo levantamien-to
de los moriscos en la Alpujarra (1569-1571), muerte de la joven reina Isabel de Valois y
del Príncipe Heredero don Carlos (1568)...
Sin lugar a dudas, esos acontecimientos vinieron a turbar al rey y al reino. Aquel
cambiaría los blancos por los negros. A la muerte unió la remoralización que él aceptó
desde Trento, clausurado en 1563. Serían los años del viraje. Todo parecía orientarse hacia
la impermeabilización de la Península. Por ejemplo: el mecenas de las artes prohibía a sus
súbditos ir a estudiar a las universidades extranjeras.
Pero también 1575 puede ser contemplado como un año crucial, heredero, ger-men
y culmen de procesos anteriores y siguientes. Se redoblan entonces las actuaciones
para la implantación de los acuerdos conciliares, se ahonda en la moralización de los
españoles; se incrementa la presión fiscal, motivo por el que hay duros enfrentamientos en
las Cortes entre el rey y el reino, se venden privilegios de villazgo a lugares, se venden
jurisdicciones señorializándose vastas manchas de territorio que habían sido de la Iglesia
y que se ceden a la Corona para poder así pagar las guerras contra herejes e infieles, y la
Corona las privatiza; se venden oficios públicos que no lleven aparejada administración
de justicia, se empieza a vender en masa tierras baldías alterándose la estructura de las
propiedades públicas concejiles...
Por último, 1590. Alrededor de esta fecha se suceden otra serie de fenómenos
cruciales. En la psicología colectiva, la derrota de la Armada de Inglaterra (1588), hace
tambalearse la seguridad adquirida con la anexión de Portugal en 1580. En 1591 se intro-duce
un servicio extraordinario nuevo: el de los Millones (ocho millones de ducados paga-deros
en seis años y recaudados por vía de sisa, que llega a generar que algunas localida-des
tengan que empeñar sus propios), impuesto que provoca motines en Ávila, Granada, y
por toda el interior peninsular, rodando cabezas y dando con huesos de regidores en las
cárceles; hay un nefasto ciclo de malas cosechas, langosta, y años después, peste. La más
pavorosa de todo el siglo (acaso tanto como la de 1507, pero en ésta de 1596-1602 hay
constatación estadística de las muertes). Entonces, como nunca, Castilla está exhausta. Y
en 1591 se levanta Aragón contra el rey por el caso de Antonio Pérez y los fueros que tanto
favorecían a los naturales, y si eran hidalgos más aún. Y así las cosas, Felipe quiere a su
hija reina de Francia... y hay que entrar en guerra también. Pero ahora, a diferencia de en
los años 50, todo está descompuesto. Los procesos de ventas y enajenaciones iniciados
veinte años antes se incrementan por estas fechas.
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En 1598 muere el rey. Con él, acaba su reinado, un largo reinado que fue crucial
para la Historia de España. Fue crucial por sí, por lo que “ocurrió”. Pero ha sido, y sigue
siendo crucial por cómo hemos visto lo que ocurrió. Crucial pues, tanto objetiva como
subjetivamente. Muchos complejos colectivos de los españoles (de superioridad y de
inferioridad frente a Europa) se sitúan consciente o inconscientemente en ese reinado, o
en los escritos hechos sobre ese reinado desde el mismo siglo XVI: la Leyenda Negra se
cebó en él la Rosa lo exaltó hasta llegar casi a la mitificación.
A finales del XVI, Castilla, especialmente, está agotada. El rey es la cabeza de la
responsabilidad de semejante agotamiento, del colapso del ascenso de las clases medias,
de la rehidalguización, de la implantación de los estatutos de limpieza de sangre y de la
implantación de una ortodoxia en exceso conservadora, cuando no hermenéutica en lo
científico.
Los sucesos de Aragón de 1591, están siendo reestudiados últimamente. La Es-paña
de las autonomías necesita justificantes; el IV Centenario de las alteraciones tenía
que ser alimentado, y como hoy quisiéramos aminorar la fuerza del Estado, buscamos en
el Pasado sus debilidades. La España de las Autonomías encuentra en la “Confederación
de Reinos” de la Monarquía (o en lo que se está llamado últimamente en la “monarquía
compuesta”) del XVI y XVII su justificación histórica. Está bien. Pero si volvemos al ayer
para justificar el hoy, deberíamos plantear de nuevo la sociedad estamental. Creo más
sensato pensar en la necesidad de lograr un estado autonómico en el que la verdadera
autonomía fuera la de España, que no oprimiese a nadie... ni fuera asfixiada por nadie. No
obstante, no deja de causar perplejidad el que a la Fundación Gregorio Marañón se le
censure celebrar en Zaragoza una reunión científica sobre Felipe II, Antonio Pérez y Ma-rañón,
y que se tenga que reunir en Madrid en noviembre de este 1998. Al parecer
Felipe II es un rey malquerido en Aragón. El diario ABC publica una noticia el 29 de
marzo de 1998 relacionada con el asunto. El titular es, naturalmente, “Kamen y Parker
debatirán sobre Antonio Pérez en la Semana Marañón”. Según creo, ninguno de los dos ha
investigado directamente sobre el secretario real, aunque indudablemente han debido re-flexionar
con su calidad característica sobre su persona. Sin embargo, para dar incienso al
hispanismo, sí que fue otro británico, Ungerer, el que descubrió y editó la
Correspondencia manuscrita de Antonio Pérez durante su exilio...
A esa “semana Marañón” acuden teloneros: Belenguer, Colás, Echevarría
Bacigalupe, Alvar y Ruiz Martín o Laín Entralgo. Una alta institución del Estado con la
cohorte de los respetos va asistir al debate entre Parker y Kamen: ¿quién la asesora?
En cualquier caso, se han estudiado ya, de nuevo, todos los aspectos que afectan
a aquella rebelión. Tanto las solidaridades interregnícolas, como la formación de los ejér-citos
o sus movimientos en Aragón; se han visto los problemas sociales e institucionales
que suscitó la invasión y se han planteado los graves problemas de aquellos
acontecimientos.
Por ejemplo, cómo resolver el dilema de querer defender los fueros y al rey...
siendo el rey quien atacaba los fueros; cómo oponerse al ejército regnícola; cómo se vivie-ron
aquellas jornadas, en la que “la semana del 19 al 25 de octubre de 1592 Zaragoza vivió
un espectáculo continuo de sangriento terror”, del cual no estaba al margen la Inquisición.
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Las Alteraciones de Aragón son la plasmación de varios descontentos
sociopolíticos que venían arrastrándose desde tiempo antes. La mecha que prendió la pól-vora
fue la huida de Antonio Pérez desde Castilla, su voluntaria entrega a la Justicia arago-nesa,
y la aplicación de los códigos inquisitoriales y, por ende, la entrega a las cárceles del
Santo Oficio de un “manifestado”. Todo esto salpimienta momentos de foralismo y cen-tralismo
que lejos de nacionalismos, como muchos querrían, lo que hacen es exhibir los
anhelos y frustraciones de grupos sociales.
Mas, sin embargo, lo que me interesa ahora es volver la atención sobre el estig-matizado,
el traidor. El mundo que le rodea está lleno de confusiones. Para empezar, por-que
mucho de lo escrito por él o para él, se ha perdido. Otros documentos acaso nunca
existieron y los imaginaron él o su contraparte. Por lo tanto, si quisiéramos saber quién fue
Antonio Pérez, tendremos que saber que, al igual que su rey, Antonio Pérez fueron varios
a lo largo de su vida y han seguido siendo varios tras su muerte: es, pues, personaje
histórico e historiográfico.
Fue, eso sí un traidor y un excedente en ambiciones. Lo de traidor en este caso,
supondría absoluto sometimiento de Antonio Pérez a Felipe II, como si aquél fuera el
único obligado a ciertas obligaciones y éste no. Y el juego, naturalmente, no era así.
Con respecto al mundo de las ambiciones, la verdad es que no me imagino otra
cosa en la Corte de Felipe II, sino varones de voluntad voluble en función de la estrategia
de los intereses. Como tampoco querría olvidarme de que la Corte, como mundo cerrado,
constituye un grupo social que, a su vez, se subdivide en grupos dinámicos y, por ende,
nada estáticos, lo cual quiere decir que la gente cambia las filiaciones.
Desde mi modesta opinión, Antonio Pérez no es un traidor. Antonio Pérez opta
por sobrevivir. Aunque se le fuera la mano. Pero asesinar a Escobedo -con el consenti-miento
regio- no es traicionar a Felipe II. Pero no puedo detenerme más en él.
Otro personaje que encarna el olvido es Carlos de Austria. Es un joven que, natu-ralmente,
no tuvo, ni tiene derecho a una intimidad, ni a ser él. Fue en vida un objeto, y tras
la muerte, una leyenda.
Don Carlos de Austria, Príncipe heredero de los territorios, y también de las obli-gaciones
y responsabilidades de Felipe II murió por la dejación que ejerció su padre. El
muchacho estaba loco y era un enfermo. Y no discuto las posibilidades de hacerse rey, o
qué habría pasado si lo hubiera sido. Porque creo que nadie lo discute en Carlos II: asumi-mos
su cortedad y basta.
Fue un objeto. Es un objeto. Lo ha sido en la retórica, lo ha sido en la música y lo
ha sido en la pintura. Don Carlos, un pobre deforme y alterado mental murió encarcelado
por su padre. Es más que probable que encabezara una facción de disidencias cortesanas.
Esto no era extraño, pues a su alrededor había una Casa del Príncipe, en la que todos
debían cumplir los deseos de su señor y podía ser lugar de refugio de unos enfrentados
contra otros que sirvieran en la Casa del Rey, o en otro Consejo.
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Se me argumentará que cualquier príncipe entonces no era, precisamente, un de-chado
de piedad. Pero se me argumentará, para justificar por otro lado, que había leyes de
indios, o que se sanciona que tienen, como las mujeres, alma.
Al tratar el tema de don Carlos, recientes autores siguen empeñados en justificar
al rey. Quieren encontrar la exculpación en la “mentalidad” del XVI, distinta a la nuestra
o en que el “valor político del Príncipe podía provocar nuevos conflictos armados como
ya los había desencadenado” Juana la Loca. La verdad es que la admirable Juana no
desencadenó ningún conflicto, sino que fue usada por los comuneros; Juana vivió en
Tordesillas hasta su muerte; Juana vivió épocas de enorme inestabilidad política... nada de
ello se dio con don Carlos, salvo que la ceguera de su padre, el rey que va a apresarle con
armadura, le indujo a cometer semejante desatino. Luego, eso sí, sigue la ficción y a Pompeo
Leone le ordena que le ponga junto a su hijo en el grupo escultórico de El Escorial. Este
gesto sirve bien también a los entibiadores del rey.
El 13 de septiembre de 1598, en medio de insufribles dolores, moría el rey. Había
cumplido los 71 años de existencia. Su vida política y su reinado fueron largos y comple-jos.
Como larga es la sombra que de aquella segunda mitad del siglo XVI se proyecta aún
sobre nuestros anhelos, frustraciones y logros. El reinado de Felipe II fue trascendental
para la Historia de España. La figura del rey, de capital importancia.
No está dicha, ni nunca se dirá, la última palábra ni sobre el rey, ni sobre el
reinado: probablemente, cada generación construya una imagen de Felipe II.
NOTAS
1 Estas reflexiones sólo tienen sentido al calor de la conmemoración del Centenario. Están escritas gracias
al Proyecto de Investigación “Mitificación real y ejercicio del poder en la España Moderna”, financiado
por la DGICYT, nro. de Proyecto....
2 Al redactar estas páginas, no estaban inauguradas aún ni la de Madrid, ni la de Valladolid.