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PRESENCIA DEL IDEARIO MARTIANO EN EL ’98
Ibrahim Hidalgo Paz
Atentan contra la verdad quienes afirman, al referirse a la guerra de 1898, que el
pueblo cubano anhelaba la intervención de los Estados Unidos porque con ésta se garanti-zaría
la incorporación de la Isla a la Unión del Norte. Tal era el deseo de una parte minús-cula
de los pobladores de la mayor de las Antillas. Quienes confiaban en la inteligencia, el
coraje y la voluntad del conglomerado humano del que formaban parte, aspiraban a la
independencia y a la consolidación de la identidad nacional.
Éste había sido el pensamiento de José Martí, y no fueron en vano sus esfuerzos
y desvelos, ni la incesante batalla de ideas librada durante la mayor parte de su corta
existencia. Si bien la guerra que organizó contra el colonialismo español culminó total-mente
alejada de los objetivos concebidos por él y sus más cercanos seguidores, no debe
concluirse que sus criterios, advertencias y previsiones fueran olvidados por todos los
cubanos que compartieron junto al Apóstol los angustiosos momentos fundadores, cuando
aún su estrategia de unión patriótica y revolucionaria no había sido acatada por la mayo-ría,
y las jornadas optimistas, alentadas por el apoyo de la generalidad de los independentistas
de las emigraciones y de la Isla no habían dado sus frutos.
Descarría sus pasos quien pretenda explicar la frustración del proyecto martiano
mediante la consideración de un solo factor o elemento de análisis, ya sea éste las caracte-rísticas
ideológicas del personaje que ocupó el puesto al frente del Partido Revolucionario
Cubano en la segunda mitad de 1895, el equilibrio militar entre los contendientes, o una
supuesta tendencia inevitable de la historia. Las causas fueron múltiples, y entre ellas las
más graves se hallan en las contradicciones internas del movimiento revolucionario cuba-no,
con la desunión como consecuencia, manifestada en el recio enfrentamiento de ideas
contrapuestas con respecto al ejercicio del poder efectivo para la dirección de la contien-da,
ámbito en el cual podemos hallar tanto posiciones de determinados sectores clasistas
como desmedidas aspiraciones personales.
En aquellas complejas circunstancias, quienes encarnaban las posiciones más
radicales tuvieron la inspiración y el fundamento ideológico en el pensamiento martiano,
al que acudieron en las situaciones críticas de la lucha anticolonial, como sucedió cuando
la contienda llegó al punto en que el mando español se vio obligado a reconocer la capaci-dad
militar de los cubanos para alcanzar la victoria, momento en el que, paradójicamente,
las contradicciones internas de la revolución debilitaron las posiciones alcanzadas. El va-lor
y el talento del General en jefe Máximo Gómez, del Lugarteniente general Antonio
Maceo y de sus tropas habían logrado la hazaña de culminar la invasión de la Isla desde el
oriente hasta el occidente, de modo que la guerra era una realidad en todo el territorio;
pero la tendencia conservadora dentro del Consejo de Gobierno, temerosa de la preemi-nencia
alcanzada por los militares y de supuestas e hipotéticas aspiraciones dictatoriales
de la oficialidad, adoptó decisiones erróneas y nocivas que hicieron perder la iniciativa a
la jefatura del ejército, carente de los refuerzos en hombres y armas que debieron ser
remitidos a Pinar del Río, La Habana y Matanzas.
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Mientras esto ocurría, el terror implantado por el nuevo capitán general, Valeriano
Weyler, unido al convencimiento de parte mayoritaria de la burguesía hispano-cubana de
la incapacidad de España para proteger sus intereses en la Isla, determinó un acercamiento
oportunista a la dirección revolucionaria, y sin abandonar aspiraciones y objetivos pro-pios,
algunos de sus miembros se unieron a las tropas insurrectas mientras en mayor nú-mero
pasaron al exterior, así como colaboraron por primera vez o incrementaron sus apor-tes
económicos a la causa libertadora. Las comunidades antillanas en Francia y principal-mente
en los Estados Unidos recibieron el aporte de nuevos emigrados, portadores cons-cientes
o no de un proyecto permeado por las ideas anexo-autonomistas, las cuales halla-ron
eco en el ala conservadora de las filas independentistas, encabezada por Tomás Estrada
Palma, quien había logrado concentrar en su persona los cargos de Delegado del Partido
Revolucionario Cubano y Delegado Plenipotenciario de la República de Cuba en el Exte-rior.
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La cuerda de las contradicciones político-ideológicas llegó al máximo de ten-sión.
Quienes asumieron de modo espontáneo, exento de fórmulas institucionales, el
liderazgo del sector popular de los cubanos y puertorriqueños del exilio, salidos principal-mente
de las filas trabajadoras y de la pequeña burguesía, tomaron la decisión de dar curso
a sus inquietudes en un órgano de difusión. Así surgió La Doctrina de Martí, cuyo primer
número vio la luz el 25 de julio de 1896 bajo la dirección de Rafael Serra. El claro sentido
de pertenencia a un grupo de avanzada ideológica quedó definido al afirmar los redactores
del periódico que guiaban sus esfuerzos al logro de la independencia patria “desde la
extrema izquierda del Partido Separatista”, y al declarar como su objetivo “la verdadera
revolución”, fin alcanzable mediante la guerra, que daría paso a profundas transformacio-nes
liquidadoras no sólo del dominio español, sino de todo cuanto éste significaba. Tales
declaraciones confirman su actitud ante los cambios que venían ocurriendo dentro del
movimiento revolucionario y su intransigencia frente al arribismo y las concesiones ideo-lógicas.
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Aunque resulta difícil conocer el grado de influencia de la labor de esta vanguar-dia
radical sobre puertorriqueños y cubanos, debemos valorar sus limitaciones como gru-po
de opinión no tanto por el número de seguidores confesos, sino como resultado de su
confianza en la dirección del Delegado, quien en todo momento se había manifestado
públicamente como un defensor del independentismo. No obstante, el proceder de Estrada
Palma contribuía al incremento de las confusiones en la generalidad de los emigrados,
pues se presentaba como un fiel cumplidor de las orientaciones del Consejo de Gobierno,
cuando en realidad llevaba adelante sus propios criterios y presentaba a aquél hechos
consumados, para lo cual se fundaba en las amplísimas atribuciones conferidas por el
propio órgano de dirección política cubano; basado en éstas, la Delegación se transformó
en una instancia de poder que fue haciéndose incontrolable, hasta el punto de tomar deci-siones
discrepantes del gobierno, aprovechándose de las limitaciones de éste, ocupado y
ofuscado en medio de las contradicciones con el mando militar.
Esta situación se mantuvo hasta la elección del nuevo Consejo de Gobierno, a
fines de octubre de 1897, cuando, contradictoriamente, le fueron ratificadas dichas atribu-ciones.
Ante el intento de limitarle éstas, Estrada Palma había presentado su renuncia,
meses atrás. La decisión de la nueva dirección política era un intento para conjurar el
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cisma provocado por las pugnas entre las tres instancias de poder —la Delegación, el
mando militar y el gobierno—, cuando la revolución enfrentaba astutas maniobras del
gobierno de España, coyunturalmente apoyado por el de los Estados Unidos, que conside-raba
la implantación del régimen autonómico como un medio de alcanzar la paz en Cuba,
aun a costa del sacrificio de la independencia de la Isla.
Al respecto, la Delegación cubana se pronunció mediante un manifiesto titulado
“Al pueblo americano”, publicado en periódicos de aquel país y recogido en las páginas
de Patria, el cual se enfilaba contra el apoyo del Norte a imponer la autonomía, expresaba
su repudio al engendro colonialista, ni siquiera discutible, y señalaba que luego de tres
años de pelea, carentes de ayuda, sino asediados por los funcionarios del gobierno de
Washington, ven cómo España, convencida de su impotencia para compeler a los cubanos
a aceptar el régimen fraguado en Madrid, busca la ayuda de Estados Unidos para tal fin.
No creen que este país intentará obligarlos a permanecer bajo el régimen español, pero, en
vista de algunas declaraciones que así lo sugieren, ponen a la consideración del pueblo
amigo la justicia de su causa y la firmeza del propósito de lograr la independencia absolu-ta.
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Por su parte, la tendencia más radical de las emigraciones consideró insuficiente
expresar sólo la oposición al autonomismo, sobre todo si intentaba implantarse con apoyo
norteño. Constituía una necesidad manifestar al mundo que, además de ser enemigos irre-conciliables
de España, lo seríamos de todo el que bajo cualquier pretexto tratara de
privarnos de nuestra independencia, “por lo que estamos dispuestos a sucumbir antes de
ver enarbolada en Cuba otra bandera que no sea la gloriosa de Yara”. El artículo que
recoge estas ideas forma parte de una campaña patriótica contra las posiciones claudicantes
frente a las intenciones del gobierno yanqui, y en el propio número de La Doctrina de
Martí donde aparece aquél, es reproducido un texto de José A. Saco que en 1898 se con-vertía
en llamado de alerta ante el peligro cercano: “Yo quisiera infundir mis ideas a todos
mis compatricios; quisiera que desconfiaran de todas las promesas, aunque saliesen de la
boca del mismo Presidente de los Estados Unidos”. Con igual propósito, a todo lo ancho
de la tercera página, en letras de gran tamaño aparece el titular “La crisis cubano-hispano-norteamericana”,
y con destaque tipográfico reproduce el fragmento de Vindicación de
Cuba en el cual Martí advierte que quienes han peleado y trabajado con virtud y honradez
“no desean la anexión de Cuba a los Estados Unidos. No la necesitan. // Amamos a la
patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”. Debajo de la cita, refirién-dose
al Apóstol, expresa: “Que su espíritu nos ayude a conservar incólume nuestra INDE-PENDENCIA”.
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En otros artículos, la invocación al Maestro, aunque de manera velada, deja im-plícita
la desconfianza en la dirección del Partido y del Gobierno cubanos para hacer
frente a la compleja situación afrontada por la Isla. Un autor se lamenta de que en aquellos
momentos no surgiera un guía con la extraordinaria capacidad de José Martí, pues de su
ausencia se ven señales en los más ligeros detalles de nuestra situación política, cuando el
verdadero peligro para la patria proviene del plan expansionista yanqui, que ambiciona a
Cuba por su posición geográfica. Hemos de triunfar contra el yugo de España, dice, y
contra el peligro del egoísmo amenazante del Norte. La salvación de la libertad se halla en
el triunfo de la guerra sin compromisos económicos con ninguna potencia extranjera. La
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independencia “perece lo mismo por la intervención de los Estados Unidos, sin ser antes
reconocida Cuba como nación beligerante, como por el peligro de una guerra dilatada”.5
Se insiste en la idea de que la resolución de Independencia o Muerte no está
limitada a los vínculos con España, sino incluye a los Estados Unidos, pues se darían
muestras de incapacidad para la redención si después de tantos sacrificios para alcanzar la
libertad aceptáramos el yugo que podría venirnos de la nación vecina, admirada mientras
no pretenda quitarnos la independencia, pero que aborreceríamos hasta “sucumbir bajo
sus cañones poderosos, antes que dejase de flotar sobre nuestra tierra valerosa la bandera
cubana. // ¿Cuba yankee? ¡Jamás!” Hoy, contra España, y después contra todo el que
quiera arrebatarnos lo alcanzado, concluye. Esta actitud era compartida por el general
Gómez, quien en declaraciones aparecidas en un periódico norteamericano dijo que a la
anexión responderíamos como a la autonomía, pues luchamos por la independencia. La
Doctrina de Martí denunciaba a quienes adoptaban el anexionismo en espera de obtener
beneficios personales, sin importarles que su pueblo fuera absorbido por una cultura aje-na.
6 El enemigo se revelaba poderoso, dada la coincidencia inocultable entre anexionistas
cubanos y españoles, para quienes la barrera de la nacionalidad nada significaba, unidos
por el idéntico objetivo de ponerse bajo la tutela de su aliado norteño.
La mayoría de los cubanos rechazaba tal idea, en tanto defendían un ideal de
hondas raíces históricas, sustentado en el conocimiento o en la intuición —pues ésta guía
a las masas con tanta efectividad como aquél— del riesgo de perder el derecho a la exis-tencia
misma como pueblo. Sin embargo, eran pocos los que comprendían el peligro de la
injerencia de los Estados Unidos en la guerra de independencia, pues prevalecían la igno-rancia
sobre la política expansionista norteña y el erróneo criterio de que la intervención
consistiría en la colaboración de este país con los patriotas de la Isla a fin de facilitarles
armas y municiones, luego del esperado reconocimiento de la beligerancia.
Era desconocida también, debido a su carácter secreto, la propuesta yanqui de
comprar a Cuba, hecha en febrero de 1898. Los periódicos, por el contrario, divulgaban y
comentaban a páginas llenas la carta de Dupuy de Lome, insultante para McKinley, e
informaciones sobre la voladura del Maine, ciertas o falsas, tomadas como banderas para
alentar el espíritu belicoso de las masas. No obstante, aquellos hechos no provocaron la
reacción inmediata del gobierno norteño, como sí ocurrió ante la negativa de vender la
Isla, implícita en la comunicación diplomática española del 23 de marzo. Sólo tres días
después, el Ministro de la Corona en Washington recibió una exigencia incumplible, en
forma de un plan de tres puntos, con apenas cuarenta y ocho horas de plazo para dar
respuesta, ante el cual de nada valieron las concesiones hechas por Madrid ni las media-ciones
del Papa y las potencias europeas.
En su mensaje del 11 de abril al Congreso, McKinley centró su atención en los
motivos por los que Estados Unidos intervendría en Cuba: la guerra perjudicaba los nego-cios,
el comercio y los intereses financieros de ciudadanos norteamericanos, y era necesa-rio
proteger vidas y haciendas de éstos. El pretexto humanitario no podía faltar: el pueblo
estadounidense estaba horrorizado con la política brutal de Weyler y las secuelas de la
misma, aún presentes. Pero lo más importante para los cubanos eran tres aspectos que
caracterizaban la política yanqui con respecto a la Isla, mantenidos consecuentemente por
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el gobierno del Norte. En primer lugar, no sería reconocido el derecho de beligerancia ni la
independencia de la República, pues “el llamado gobierno de Cuba” carecía de los ele-mentos
requeridos para ello, y además era inconveniente sujetarse a compromisos
embarazosos que reducirían la conducta del interventor a la de simple aliado amistoso, lo
que no era en modo alguno. Como segundo aspecto, ligado al anterior: sólo sería recono-cido
por la administración yanqui “un Gobierno estable, capaz de mantener el orden, ob-servar
sus obligaciones internacionales, asegurar la paz y la tranquilidad y garantizar la
seguridad de sus ciudadanos y de los nuestros”. En conclusión, sería en Washington donde
se decidirían las características del aparato de dirección que convenía a los cubanos; esta-ría
en manos de McKinley dictaminar si era adecuado o no ese gobierno. Por último,
quedaba claramente expresado que las fuerzas norteamericanas actuarían libremente con-tra
cualquiera de las dos partes, pues intervendrían como un poder “neutral” para detener
la guerra, de modo que el ejército y la marina ejercerían su presión hostil sobre ambos
contendientes para obligarlos a una tregua o llevarlos a un eventual arreglo. Tanto españo-les
como cubanos podrían ser objeto de la violencia que los redujera al orden que impon-dría
el interventor. 7
Aunque los tres aspectos resultaban amenazantes para el futuro inmediato de los
cubanos, el mayor impacto fue causado por la negativa al reconocimiento de la indepen-dencia,
pues de ésta se derivaban todas las demás consideraciones. La prensa de la emi-gración
reprodujo y comentó el mensaje, y no faltó quien lo considerara ventajoso para
Cuba; pero esos medios reflejaron también otras posiciones en las que afloraban las pre-venciones
contra una declaración oficial que no ocultaba la agresividad latente. La opi-nión
de los estadounidenses favorables a la libertad de la Isla se unió a la de los patriotas
antillanos en contra de la negativa presidencial. Representantes y senadores recibieron
multitud de cartas y telegramas al respecto, lo cual influyó en la presentación de diferentes
resoluciones.
Pocos días después, cuando el Congreso del Norte debatía los términos del docu-mento
que se conocería como Declaración Conjunta, la confianza en la justicia que mu-chos
suponían como único motivo impulsor de aquellos legisladores hizo pensar que éstos
se hallaban enfrascados en el análisis de la argumentación para el reconocimiento de la
independencia cubana. Desde Santo Domingo, José A. Frías advertía que si tal cosa ocu-rría,
“nuestros paisanos de aquí llegarán a la locura [...] No hay casa en que no se esté
haciendo una bandera, preparando una fiesta, etc., etc.”. Por su parte, Esteban Borrero
Echeverría dirigió desde Costa Rica una carta al presidente McKinley en la cual expresaba
su gratitud, al creer que se discutía el reconocimiento, pues el pueblo de la Isla sabe “que
cualesquiera que sean las emergencias de este conflicto en ningún caso peligrarían en
manos de la poderosa Nación del Norte sus sagrados intereses políticos”.8 Como veremos
más adelante, estos dignos patriotas, al igual que muchos otros, comprendieron los desig-nios
imperiales yanquis poco después de terminado el conflicto.
En los campos cubanos, las opiniones presentaban matices diferentes. Un sector
de la oficialidad consideró que la actitud del gobierno de McKinley podría conducir al
término breve de la guerra, mientras otros lo dudaban. Por su parte Gómez, si bien señala
que el apoyo moral de los Estados Unidos tendría una lógica consecuencia debido a su
importancia política, agrega: “Pero los combates que se sostienen, y las victorias que se
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alcanzan, son para nosotros los más grandes aliados: las causas sostenedoras de nuestra
seguridad en el triunfo”.9
Finalmente, el 20 de abril McKinley firmó la Resolución Conjunta. Las grandes
masas de cubanos y estadounidenses consideraron que con ésta se había obtenido un triun-fo
sobre la tendencia expresada por el presidente en su mensaje del 11 de abril, pues en el
primer artículo declara: “Que el pueblo de la isla de Cuba es y de derecho debe ser libre e
independiente”; y en el cuarto: “Que los Estados Unidos por la presente declaran que no
tienen deseo ni intención de ejercer soberanía, jurisdicción o dominio sobre dicha Isla
[Cuba], excepto para su pacificación, y afirman su determinación, cuando ésta se haya
conseguido, de dejar el gobierno y dominio de la Isla a su pueblo”.10
Pero en modo alguno fue unánime la reacción de los cubanos ante los términos
del documento, sobre todo porque conocieron la mutilación sufrida por el texto presenta-do
originalmente, lo que equivalía a fin de cuentas al triunfo de la posición contraria al
reconocimiento de la República de Cuba. El primer artículo de aquél había sido minimiza-do,
y sólo expresaba el derecho de independencia y libertad para “el pueblo de la isla de
Cuba”, al quedar suprimida la parte final, donde expresaba “que el Gobierno de los Esta-dos
Unidos, por la presente, reconoce la República de Cuba como el verdadero y legítimo
gobierno de la Isla”.11 A pesar de ello, Patria hizo explícita la satisfacción de un sector de
la emigración mediante un artículo en el que, entre otras frases de elogio para el pueblo
americano, dice: “Cuba es libre e independiente. // La obra de Céspedes y Martí se ha
consumado”. En un número posterior, refiriéndose al mismo tema, señala: “JOSE MARTI
no murió en vano”.12 Pero La Doctrina de Martí, desde el primer momento, enfoca el tema
desde otro ángulo, matizado por las suspicacias propias de quienes conocían o intuían los
peligros venideros, por lo cual en sus páginas se revela que ante el dilema de “Interven-ción
sin Reconocimiento de Independencia o Reconocimiento antes de la Intervención”,
el Senado se había entregado “a la voluntad del Congreso y del Presidente McKinley,
renunciando a su anterior acuerdo reconociendo la Independencia de Cuba”.13
No obstante, al carecer los editores del órgano encabezado por Rafael Serra del
control de los mecanismos de difusión y del poder de convocatoria, centralizados desde
años atrás en la Delegación del Partido Revolucionario Cubano, ésta dio ancho cauce a su
apreciación de los hechos, y logró la adopción por las emigraciones de unas Resoluciones
en las que se expresaba el agradecimiento al Congreso y al Presidente estadounidense, y
en cuyo preámbulo dice haber logrado los objetivos propuestos, al tener ya una patria libre
e independiente.14
El criterio de haber alcanzado ya tales aspiraciones se repite en diversos artículos
de Patria que se refieren a la resolución del Congreso como el coronamiento de la obra
magna, a la vez que se califica a los Estados Unidos como “próceres de la emancipación
del Mundo Occidental”, y se le atribuye el carácter de árbitros del continente, por haber
formulado la Doctrina Monroe.15 Opuestos a tales consideraciones, los editores de La
Doctrina de Martí, al analizar tanto la Resolución Conjunta como el mensaje de McKinley
expresan: “Sentimos diferir en este sentido con muchos de nuestros compatriotas”, pues el
texto presidencial los ha dejado sumidos en dudas y justificada desconfianza, debido a que
el mismo no toma en cuenta para nada al gobierno cubano, sino pretende establecer otro
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“que responda, quizás, a las exigencias de la política yankee”; y pone en dudas la sinceri-dad
de la promesa de un futuro reconocimiento, al tener en cuenta la conducta violenta y
sospechosa asumida por la dirigencia del Norte.16
Como generalmente ocurre con las valoraciones emitidas en momentos convul-sos,
entre los extremos claramente definidos pueden hallarse matices intermedios, uno de
los cuales resulta de gran interés para las consideraciones posteriores a la terminación de
la guerra, pues basa su admirado apoyo a la Resolución Conjunta en lo que ésta significa-ba
contra las aspiraciones anexionistas de “los ultraconservadores de otros días, los
españolísimos sin condiciones”.17 Por otra parte, entre los emigrados de diferentes locali-dades
estadounidense comienzan a aparecer dudas y contradicciones, y en Santo Domin-go,
si bien impera el júbilo entre los cubanos, según José A. Frías, éste considera que sería
importante el reconocimiento del actual gobierno de Cuba Libre, ignorado por los Estados
Unidos; mientras, Esteban Borrero, aunque personalmente tiene fe en el pueblo del Norte,
admite que una buena parte de la emigración en Costa Rica teme por la independencia de
Cuba.18
Consecuente con su posición tradicional, la actitud más radicalmente cuestionadora
de la política yanqui se encuentra en La Doctrina de Martí, que apela a la prensa estado-unidense
para fundamentar sus prevenciones y desconfianzas. De The New York Herald,
conocido por su apoyo incondicional a la política de McKinley, toma una opinión editorial
que considera posible la anexión de Cuba y Puerto Rico como uno de los resultados de la
guerra en la Isla. The New York Journal apunta que Cuba está perdida para España por la
acción del Ejército de la República de Cuba, el mismo que la Administración del Norte
pretende tratar como insignificante. Y The Boston Globe considera que las palabras del
Presidente parecen una declaración de guerra tanto contra España como contra la causa
patriótica.19
Desde Cuba en armas llegaban opiniones, también, con otro tono y otra óptica
sobre lo que ocurría. Hemos de tener en cuenta que los criterios debían formarse sólo por
las noticias extraoficiales, pues la Delegación no remitía información alguna. El General
en Jefe señala que José D. Poyo le envía telegramas publicados en El Yara con seguridades
para el triunfo revolucionario luego de la resolución del gobierno norteamericano, pero
observa que el bien que merecemos se debe a nuestra honrada manera de entender la
Revolución y al cumplimiento de cuanto ordena el deber.20
En medio de aquellas confusiones y contradicciones se vio concluida la labor
antimartiana de Tomás Estrada Palma, quien había logrado suprimir los métodos demo-cráticos
de dirección del Partido Revolucionario Cubano, incluso con la eliminación del
carácter electivo de su cargo, así como el nombramiento sólo por su propia decisión de los
integrantes de las Agencias Generales, estructura paralela al partido, gestada por él, y
cuyos funcionarios respondían directamente ante su persona, sobre la que no existía con-trol
alguno, pues la práctica de la rendición de cuentas había sido eliminada. Procedimien-tos
igualmente autoritarios, verticalistas y unipersonales aplicó como Delegado Plenipo-tenciario
de la República en el Extranjero, cargo desde el cual defendió las propiedades de
grandes azucareros de la Isla, solicitó a oficiales y jefes del Ejército Libertador la protec-ción
de aquellas, remitió la mayor parte de las expediciones al oriente del país, a pesar de
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las insistentes solicitudes del mando militar para que lo hiciera hacia occidente; concertó
empréstitos con entidades bancarias yanquis, emitió bonos, hizo compromisos de pago
por gestiones para la compra de la soberanía de Cuba a España, y por cabildeos con auto-ridades
legislativas y gubernamentales estadounidenses... todo presentado como hechos
consumados al gobierno, que atrapado en sus pugnas con la dirección militar, y dispuesto
a conceder antes que enfrentar al posible aliado en las emigraciones, aprobaba lo dispues-to.
Esta práctica fue creando precedentes durante casi tres años, de modo que el
nuevo Consejo, empeñado desde su elección, a fines de octubre de 1897, en armonizar y
equilibrar las relaciones con el ejército y en reencauzar los vínculos con la Delegación, no
tuvo una inmediata reacción de rechazo cuando fue informado por Estrada Palma de su
comunicación a McKinley mediante la cual subordinaba incondicionalmente las fuerzas
armadas cubanas al mando estadounidense. En medio de las vacilaciones y la excesiva
confianza creada por la Declaración Conjunta, tal disposición fue aprobada por un aparato
de dirección política carente de mecanismos para imponer sus propias decisiones, y reba-sado
por acontecimientos sólo conocidos parcialmente por sus integrantes, debido a la
sistemática desinformación de su representante en el Norte.21 Meses después, Bartolomé
Masó, entonces presidente del Consejo de Gobierno, expresó que a los patriotas no se les
ocultaban los peligros de una intervención bajo las condiciones de la negativa al reconoci-miento,
pero estaban convencidos de que aquélla “era un hecho consumado”, de modo
que trataron “desde el primer momento de utilizar en beneficio de nuestros ideales acción
tan poderosa como decisiva”, por lo cual no ofrecieron obstáculos a la actuación del Go-bierno
de los Estados Unidos, ya que ella se encaminaba, dice, “a nuestros mismos, idén-ticos
y propios fines”, declaración que refleja la creencia en la honestidad atribuida a los
gobernantes del Norte.22
Los hechos de la Guerra Hispano-cubano-norteamericana son bien conocidos.
Pronto se reveló, con sus tremendas consecuencias, que la intervención no era otra cosa
que el primer paso de la ocupación militar del país, el dominio de las tropas yanquis sobre
el territorio conquistado. El Ejército Libertador cubano había sido utilizado a convenien-cia,
mientras fue útil para garantizar el desembarco y penetrar en la zona de combate, pero
en cuanto se sintieron firmes, los aliados de las vísperas fueron valorados como elementos
perturbadores y bandas de merodeadores, dando inicio a una campaña de descrédito que
justificara el tratamiento vejaminoso y las futuras acciones conducentes al dominio perpe-tuo
de la Isla. La supuesta guerra para el logro de una nueva república libre revelaba su
carácter imperial.
Pero lo que al parecer no se hallaba en los planes yanquis fue la oposición a sus
designios. La digna actitud del mayor general Calixto García ante la prohibición de que
las tropas cubanas entraran a Santiago de Cuba fue motivo de preocupación, no sólo por el
contenido de su carta al general William Shafter, sino además por haberse retirado al norte
de Oriente con unos 4.000 hombres armados para continuar la guerra. También fue motivo
de inquietud durante varios meses la actitud del General en Jefe del Ejército Libertador,
quien luego de finalizada la contienda no dio muestra alguna de pretender aceptar la idea
de dispersar aquél sólo porque así lo desearan el gobierno del Norte y los anexionistas
hispano-cubanos. El objetivo de la disolución de dichas fuerzas constituyó una constante
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para la Administración norteña, que no cesó en sus gestiones hasta lograrlo. Para negociar
las condiciones de la futura desmovilización fue enviada a Estados Unidos una delegación
encabezada por el general García. Simbólicamente, con ese simbolismo tenebroso de al-gunos
acontecimientos de la etapa, éste falleció en Washington el 11 de diciembre de
1898, un día después de haberse firmado el Tratado de París.
Por su parte, Estrada Palma procedió a disolver el Partido Revolucionario Cuba-no,
al considerar que el objetivo de éste había sido alcanzado, pues Cuba era independien-te,
según su buen entender, y así quedó plasmado en la circular remitida a los presidentes
de los clubes y de los Cuerpos de Consejo el 20 de diciembre de 1898, mediante la cual
daba por terminados los trabajos de aquel.23
No obstante, los seguidores del pensamiento martiano expresaron criterios diver-gentes
al respecto. Gualterio García, radicado en Tampa, se preguntaba si realmente ha-bían
concluido la obra propuesta al constituir el Partido Revolucionario Cubano, y contes-taba
negativamente, al considerar que sobre los hombros de los patriotas pesaba aún la
responsabilidad de continuar la lucha, pues “una cosa es la independencia y otra muy
distinta la libertad”, por lo que propone dirigirse a la patria a constituir un gobierno de
acuerdo con las Bases del PRC. Juan Gualberto Gómez entendía que la organización polí-tica
debía modificar sus características de acuerdo con los nuevos propósitos, a la vez que
conservara los principios, los procedimientos democráticos y el prestigio de su fundador.
En igual sentido se pronunciaba un grupo de patriotas radicado en Santo Domingo, dis-puestos
a regresar a la Isla para concluir el propósito final del partido, que si bien ya había
hecho la campaña contra España, decían, aún no había dado cima a la obra transformadora
mediante la creación del régimen republicano.24
Los emigrados de Tampa y West Tampa, en la propia acta donde dan por termina-das
las labores de sus clubes, hacen constar que mientras no sea constituida la República
forjada en la mente del Apóstol, los que estuvieron afiliados al Partido no podrían entre-garse
al descanso. Por su parte, los miembros del club Los Independientes, de Nueva
York, acatan la disposición del Delegado, aunque expresan que en tanto el artículo l6º de
su reglamento establecía que “no deberá disolverse mientras la isla de Cuba no esté cons-tituida
en nación independiente”, quedarían en receso hasta alcanzar este objetivo.25
Pero este sector consciente, formado en el ideal martiano, no halló en las emigra-ciones
ni en Cuba las condiciones propicias para desplegar una actividad organizativa
valedera. En sentido contrario, las fuerzas antinacionales obraron con certeza y rapidez,
mientras la división hacía su labor liquidadora dentro de las filas patrióticas. El imperialis-mo
y la oligarquía hispano-cubana lograron sus objetivos en aquellos momentos.
Sin embargo, el propósito de incorporar la Isla a los Estados Unidos no pudo ser
alcanzado. La anexión, inconveniente para el Norte en lo inmediato, aunque contemplada
en los proyectos expansionistas a corto plazo, se hizo irrealizable debido al profundo sen-timiento
patriótico del pueblo cubano, opuesto a una vía que significaba su fin como na-ción.
Desde el propio 1898, los elementos expansionistas del Norte se enfrentaron a un
pueblo que expresaba por medio de sus principales representantes el anhelo de indepen-dencia
absoluta. Aquellos sentimientos se sustentaban en un sólido ideario, cuyo más alto
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representante a fines del siglo XIX era José Martí, quien había dedicado su talento y su
capacidad organizativa a preparar la guerra de liberación nacional, que debía llevar en su
seno la República, y a formar los ciudadanos de ésta, los hombres libres que no acatarían
mansamente el dominio de un nuevo amo. En aquel momento, el ideario del Maestro era
una motivación consciente para unos pocos; para muchos eran sólo un nombre y algunas
ideas transmitidas oralmente; para otros, un elemento simbólico.
En este ’98 de fines del siglo XX los seguidores del Maestro somos la mayoría
del pueblo cubano. Por otra parte, las circunstancias en la Isla han cambiado
significativamente. No así el modo como concibe la realidad el sector reaccionario de la
dirigencia estadounidense. Hoy más que nunca en los últimos treinta y nueve años, es
fácilmente comprensible que la pretensión de éstos y sus seguidores anticubanos no es
contribuir a la incorporación de la mayor de las Antillas al supuesto “mundo libre”, sino
aplastar las aspiraciones de independencia nacional y justicia social de la inmensa mayo-ría
de los ciudadanos de la Isla. Aquéllos no aspiran a la solución del diferendo entre Cuba
y los Estados Unidos; ni se trata de una polémica entre las ideas sobre el socialismo y el
capitalismo, sino que la mayor potencia del mundo intenta retrotraer la marcha de la histo-ria,
tomar de nuevo a Cuba, ocuparla con sus transnacionales, y anular todo vestigio de las
profundas transformaciones realizadas en beneficio de las amplias masas de la población.
Lo que está en juego es la defensa de la identidad nacional cubana, que desde mediados
del siglo pasado constituye la motivación de todo un pueblo para llevar a cabo la guerra
contra el colonialismo español, la oposición al protectorado yanqui, y la resistencia actual
contra el intento de hacer desaparecer una nación que tiene pleno derecho a existir. En este
propósito, el pensamiento martiano nos indica que el deber está en la unión junto a la
patria.
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NOTAS
1 Sobre estos temas, ver Ramón de Armas: La revolución pospuesta, La Habana, Editorial de Ciencias
Sociales, 1975, p. 106-119; Paul Estrade: La colonia cubana de París. 1895-1898. La Habana, Editorial
de Ciencias Sociales, 1984, p. 89-101, 169-178 y 142-156; y Louis Pérez Jr.: Cuba between empires.
1878-1902, United States of America, University of Pittsburgh Press, 1982, p. 117-137.
2 Las frases son “Abrumadora deferencia”, en La Doctrina de Martí, Nueva York, 25 de julio de 1896. (en
lo adelante, este periódico será citado con las siglas LMD.)Ver Gerald E. Poyo: “With all, and for the
good of all”. The emergence of popular nationalism in Cuba communities of the United States. 1848-
1898, United States of America, Duke University press, 1989, p. 127-130
3 Consultar a Tomás Estrada Palma: “Al pueblo americano”, en “Manifiesto”, Patria, Nueva York, 23 de
marzo de 1898. Hay párrafos de la versión en inglés, fechada el 17 de marzo, en Correspondencia diplo-mática
de la Delegación cubana en Nueva York durante la Guerra de Independencia de 1895 a 1898, la
Habana, publicaciones del Archivo Nacional de Cuba, 5 tomos, 1943-1946, t. 5, p. 229-230
4 Las palabras citadas se hallan, en este orden, en “La situación”; José Antonio Saco: “Contra la anexión”
y finalmente “La crisis cubano-hispano-americana”, en LDM, 2 de abril de 1898.
5 “El peligro”, en LDM, 30 de diciembre de 1897. Con terminología muy particular se refieren en el perió-dico
al expansionismo como “el plan de ensanchamiento” de los Estados Unidos. Ver “Tiempo pareci-do”,
LDM, 15 de enero de 1898.
6 El fragmento citado es de “En absoluto”, LDM, 15 de enero de 1898 (el doble chelín indica punto y
aparte). Ver las palabras del General en Jefe en “Declaraciones de Gómez”, Patria, 1º de enero de 1898.
7 El documento está citado por Ramiro Guerra en su libro La expansión territorial de los Estados Unidos
a expensas de España y de los países hispanoamericanos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales,
1973, p. 382. Ver Herminio Portall Vilá: Historia de Cuba en sus relaciones con los Estados Unidos y
España, Biblioteca de Historia, Filosofía y Sociología, vol. VII, La Habana, Jesús Montero, Editor, t. III,
1939, p. 442.
8 El primer fragmento es de José Antonio Frías: Carta al Sr. Tomás Estrada Palma, Santo Domingo, Abril 1
de 1898, en Correspondencia diplomática..., ob. Cit. en n. 3, t. 4, p. 136; y los otros, de Esteban Borrero
E.: Carta al Honorable William McKinley, Presidente de la República de los Estados Unidos de América,
San José de Costa Rica, Abril 19 de 1898, en ibidem, t. 2, p. 248.
9 M. Gómez: Carta al Sr. Gonzalo de Quesada, Agente Diplomático de la República de Cuba, La Demajagua,
abril 11 de 1898, en “Ecos de Cuba Libre”, LDM, 6 de mayo de 1898.
10 “Resolución Conjunta”, en Hortensia Pichardo: Documentos para la Historia de Cuba, La Habana, Edi-torial
de Ciencias Sociales, 1971, tomo 1, p. 509-510
11 “La Resolución del Senado”, Patria, 20 de abril de 1898. En la información aparecen las dos versiones
del artículo primero.
12 Esta última frase es de “19 de Mayo”; las anteriores, de “¡Cuba Libre!”, Patria, 18 de mayo y 20 de abril
de 1898, respectivamente.
13 “Notas y noticias”, LDM, 20 de abril de 1898.
14 “Resoluciones”, Patria, 27 de abril de 1898. Ver en este número, M. Remo: “Meeting de gracias”, y en el
del día 23, “En Chickering Hall”
15 “¡Cuba Libre!”, Patria, 23 de abril de 1898.
16 “El mensaje”, LDM, 20 de abril de 1898.
17 Ramón Meza: “Últimas impresiones de Cuba. I”, “Patria”, 4 de mayo de 1898.
18 José Antonio Frías: Carta al Sr. Tomás Estrada Palma, Santo Domingo, Abril 23/98, y Esteban Borrero E.:
Carta al Sr. Delegado Gral. del Partido Revolucionario y de la República Cubana en New York, San José.
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Mayo 1 de 1898, en Correspondencia diplomática..., ob. Cit. En n. 3, t. 4, p. 142, 501, y 228, respectiva-mente.
19 Ver “Apuntes”, “Como un factor” y “Resolución del Senado”, en LDM, 20 de abril de 1898.
20 M. Gómez: Carta al Señor Tomás Estrada Palma, Delegado Plenipotenciario de la República de Cuba,
Barracones, abril 29 de 1898, en “Del General Gómez”, Patria, 18 de mayo de 1898. Ver la misiva del
coronel Fermín Valdés Domínguez a Estrada Palma, de igual fecha que la anteriormente citada, en “De
Cuba Libre”, Patria, 21 de mayo de 1898.
21 La carta de T. Estrada a W. McKinley se halla en Actas de las Asambleas de Representantes y del Consejo
de Gobierno durante la Guerra de Independencia, recopilación e introducción de Joaquín Llaverías,
Acadamia de la Historia de Cuba, Colección de Documentos, vol. I, Imprenta y papelería de Rambla,
Bouza y Cía. MCMXXVIII-MCMXXXIII, t. IV, p. 56. El estudio de la actuación de Tomás Estrada
Palma constituye uno de los objetivos del libro inédito Cuba 1895-1898. Contradicciones y disoluciones,
del autor de esta ponencia.
22 Bartolomé Masó: Mensaje a la Asamblea de Santa Cruz del Sur, Santa Cruz del Sur, Octubre 24 de 1898,
en H. Pichardo: Documentos..., ob. Cit. En n. 10, p. 528-531.
23 Ver T. Estrada Palma: Comunicación al Sr. Juan Fraga, Presidente del Club Los Independientes, New
York, 20 Dicb. 1898 (se trata de una circular impresa), en Archivo Nacional de Cuba, Fondo Delegación
del P.R.C., Leg. 50, n. A.L. (En adelante, la institució depositaria de la documentación histórica será
identificada con las siglas A.N.C.)
24 Las palabras citadas corresponden a Gualterio (García): Carta a “Gonzalo querido”, Tampa, Fla. Abril 22,
1898, en Archivo a Gonzalo de Quesada. Epistolario, recopilación, introducción y nota por Gonzalo de
Quesada y Miranda, Academia de la Historia de Cuba, La Habana, Imprenta El Siglo XX, 2 tomos,
MCMXLVIII, t. 1, p. 179. Ver el documento de la sesión del día 28 de julio de 1898 en Libro de Actas de
Consejo de Key West, folio 323, en A.N.C., Fondo Revolución de 1895, Leg. 17, n. 2927: y “Manifiesto”
(Santo Domingo, 16 de septiembre), Patria, 19 de octubre de 1898.
25 Acta firmada por Jenaro Báez, secretario, con el Vº Bº de Juan Fraga, en A.N.C., Fondo Delegación del
P.R.C. Leg. 49, n. B. 1. Ver Gualterio García, secretario: “Acta. Agencia de la República de Cuba y Sub-delegación
del Partido revolucionario Cubano en Florida. Secretaría. (Tampa, Florida, diciembre 26 de
1898)”, en Patria, 31 de diciembre de 1898.