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SESIÓN DE APERTURA
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NUEVAS Y VIEJAS INTERPRETACIONES DEL 98 Y
DE SUS CONSECUENCIAS EN ESPAÑA
Sebastián Balfour
El centenario del 98 se ha conmemorado en España con una multitud de confe-rencias
y publicaciones, dando testimonio de la larga sombra que ha proyectado el aconte-cimiento
durante todo el siglo. Los muchos libros, artículos y encuentros entre especialis-tas
se han caracterizado, según mi experiencia, por un debate vivo e imparcial que ha
permitido una reestructuración de los significados del 98 para España que nos aleja com-pletamente
de la visión ideologizada y mediatizada que predominó durante la mayor parte
del siglo.
El Desastre dio lugar en España a un conjunto de mitos que distorsionaron las
coordenadas verdaderas de la guerra hispano-norteamericana y las consecuencias de la
derrota. Favoreció, por el contrario, la visión de la historia de España como una desvia-ción
de un supuesto modelo europeo o universal. Entre muchos españoles, nutrió incluso
el concepto de la historia de España como algo trágico, derivado de un carácter nacional
aparentemente individualista y conflictivo. Ortega y Gasset lo sintetizó con la famosa
frase de que España era el problema y Europa la solución. Por otra parte, alentó a lo largo
otra interpretación opuesta según la cual el problema de España era el resultado de la
importación de ideologías ajenas de origen predominantemente europeo y era necesario,
como consecuencia, el aislamiento de España bajo una dictadura.
En su momento, la derrota ante los Estados Unidos y la pérdida del imperio fue-ron
acogidos con tintes verdaderamente dramáticos. A pesar del desmoronamiento de casi
todo el imperio en los primeros veinte años del siglo diecinueve, la posesión ininterrumpi-da
de Cuba y Filipinas sobre todo, dos de las colonias más ricas del mundo, había perpe-tuado
el mito entre muchos españoles de que España era todavía un poder mundial de
cierta categoría. En la ideología hegemónica de aquel entonces, el Darwinismo social, el
vigor de una nación se medía por su capacidad de defender y agrandar su imperio. Encon-tró
expresión en un discurso pronunciado por el primer ministro de Gran Bretaña, lord
Salisbury, unos días después del hundimiento de la flota española en Filipinas, en que
describió a España como nación moribunda.
Entre los sectores más elocuentes de la opinión pública, el Desastre hizo cuestio-nar
no solo la validez del régimen y de las fuerzas armadas sino también la de la propia
nación española. E1 mismo Francisco Silvela, presidente en 1899, declaró pocas semanas
después del Desastre, “Si pronto no se cambia radicalmente de rumbo... el riesgo es el
total quebranto de los vínculos nacionales y la condenación, por nosotros mismos, de
nuestro destino como pueblo europeo”. La crisis de conciencia nacional como resultado
de la derrota del 98 se reflejó en unas frases rimbombantes de la prensa. La revista popular
La Ilustración Española y Americana declaró, “ hoy la cuestión para nosotros, no princi-pal
sino única y exclusiva, es de vida o muerte, la de existir o no como nación”. La supues-
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ta depresión de la nación fue también expresada de forma retórica por el diario El Correo
casi dos años después de la derrota: “Todo está roto en este desventurado país; no hay
gobierno, no hay cuerpo electoral, no hay partidos políticos; no hay ejército, no hay mari-na;
todo es ficción, todo es decadencia, todo ruinas...”
Se multiplicaron los mitos en torno a las causas del Desastre. Para la derecha, la
derrota significó el triunfo del capitalismo plebeyo sobre los valores de la hidalguía hispa-na
o el resultado de la conspiración mundial de la masonería. Para otros, en cambio, fue
debido a la incompetencia de las fuerzas armadas o a la incapacidad de los políticos. Los
sectores más pesimistas vieron la derrota y la pérdida de las colonias, no como la conse-cuencia
de conspiraciones o la suma de errores de política o de estrategia militar, sino
como síntoma de la decadencia de la raza española.
Más tarde, el significado del Desastre se distorsionó aún más para conformarse a
los valores de las ideologías reinantes. Se convirtió en un símbolo o icono contradictorio
que fue esgrimido por sucesivas generaciones de intelectuales, políticos y militares para
justificar políticas a voces diametralmente opuestas. A1 tomar el poder en 1923, el Gene-ral
Primo de Rivera declaró en la primera frase de su manifiesto al pueblo español que “las
desdichas e inmoralidades” contra las cuales se había sublevado empezaron el año 1898.
En su novela Raza, Franco pretendió que su victoria en la Guerra Civil fue el desquite de
la derrota del 98. Presenta a Cervera, contralmirante de la flota en Santiago de Cuba, en el
momento en que sale del puerto para entrar en batalla con los norteamericanos, consciente
de que él y sus marineros iban a ser sacrificados por el régimen, declarando: “La Historia
sabrá juzgarnos. No hay sacrifico estéril: del nuestro de hoy saldrán las glorias del maña-na.”
En realidad, el 98 no fue un desastre tal como lo entendieron los contemporá-neos.
Como se ha venido insistiendo en la historiografía desde hace más de tres décadas,
la guerra hispano-norteamericana fue parte de un proceso de redistribución de nuevas y
viejas colonias en varias partes del mundo bajo la dinámica de una nueva época de impe-rialismo.
Incluso las potencias más fuertes tuvieron que enfrentarse con nuevas y más
tenaces resistencias en sus colonias y adaptarse a la competencia de otras potencias, lo que
les obligó a rediseñar, a través de enfrentamientos y duras negociaciones, las nuevas esfe-ras
de influencia. Por otra parte, las potencias menos dinámicas, como España y Portugal,
perdieron colonias que habían adquirido hacía siglos. En el mismo año de 1898, tropas
inglesas y francesas se enfrentaron en el pueblo de Fashoda en el Sudán por el control del
valle del Nilo. Ante la abrumadora superioridad numérica del ejército inglés, los franceses
se retiraron, contentándose con su esfera de influencia propia en el noroeste de África. Por
otra parte, Alemania había intervenido enérgicamente en el reparto de África, insistiendo
en el reconocimiento de esferas propias a cambio de respetar las de las otras potencias
europeas. En el lejano oriente, Japón estaba amenazando las esferas tradicionales de las
potencias europeas. Un dibujo de la época representa a los emperadores y reyes de estas
potencias observando la batalla de Cavite desde la orilla con una caña de pescar en la
mano, como dice la leyenda “esperando pescar algo”.
Para los Estados Unidos, por otra parte, el 98 representó la victoria de los secto-res
políticos favorables al expansionismo. De hecho, el país había llegado a los límites de
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su expansión interior y había resuelto sus problemas internos con la guerra civil en los
sesenta y con el aplastamiento de la última resistencia indígena en la batalla de Wounded
Knee en 1890 (nótese el paralelismo a la inversa entre esta historia y la de España; hasta
cierto punto, la pérdida de las colonias ultramarinas dio lugar a un proceso de fragmenta-ción
que desembocó en la Guerra Civil).
Otra revisión más reciente del Desastre gira en torno al balance de poderes mili-tares
entre los Estados Unidos y España. En las vísperas del conflicto, la propaganda de
los dos países insistía en la incapacidad bélica del adversario. Se movilizaron estereotipos
en contra del contrincante para alimentar el patriotismo o nacionalismo de los ciudadanos.
Según el jingoísmo norteamericano, los españoles eran trogloditas, o, en conformidad con
la leyenda negra, decadentes, supersticiosos y sanguinarios. La versión jingoísta española,
en cambio, escogió el león como representación de España y el cerdo o marrano como
icono de los norteamericanos, jugando con toda su asociación anti-judía y anti-comercial.
Era un símbolo mucho más reconfortante que el oficial, el águila, cuya imagen, por cierto,
fue derribada por la muchedumbre nacionalista en más de un consulado norteamericano
en España. Después de la guerra, se propagó en España el mito del león heroico que no
pudo con la superioridad material del enemigo norteamericano o el de la virgen española,
violada por el agresor salvaje.
En realidad, el ejército español era mucho mayor que el norteamericano y tenía
unidades que habían adquirido mucha experiencia en la contraguerrilla, como descubrie-ron
con dolor los Rough Riders de Theodore Roosevelt. Según las interpretaciones recien-tes
del Desastre, las tropas españolas no pudieron con las norteamericanas porque queda-ron
inmovilizadas por los insurgentes cubanos y filipinos. España perdió la guerra tam-bién
porque, en contraste con los norteamericanos, tenía que operar en varios frentes enor-memente
distantes. Para poder defender todas sus colonias, España había construido, se-gún
el modelo de la flota francesa, una armada ligera con artillería de sólo medio alcance
que no necesitaba el abastecimiento repetido de carbón. Por otra parte, los astilleros espa-ñoles
no reunían las condiciones necesarias para modernizar toda la armada y cuando
estalló la guerra varios nuevos buques estaban en vías de construcción en astilleros extran-jeros
como, por ejemplo, en Francia. De modo que, en un período de grandes cambios
tecnológicos navales, muchos de los barcos de que España podía disponer eran ya anticua-dos.
Estados Unidos, en cambio, había escogido el modelo británico de barcos pesados y
debidamente acorazados, con un alcance de artillería mucho más largo que el español,
porque podía dirigir su fuerza en puntos concretos.
Otra revisión del Desastre trata de sus consecuencias económicas. Es verdad que
el coste de la guerra fue altísimo para el Estado, como se había previsto, y que algunos
sectores productivos españoles sufrieron duramente la pérdida de los mercados protegi-dos,
como la industria textil en Cataluña y la harinera en Castilla. Pero, a pesar de las
visiones apocalípticas que se multiplicaron durante las guerras coloniales, hubo un discre-to
boom económico a raíz del Desastre. Las estadísticas macroeconómicas de los primeros
años del nuevo siglo indican mayor índice de inversión de capital, menor inflación, reduc-ción
de la deuda pública, incremento de exportaciones, y una recuperación o reemplazo de
muchos de los mercados perdidos.
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En realidad, la derrota y la pérdida de los mercados protegidos no tenían conse-cuencias
completamente negativas. Se repatrió mucho capital colonial, hasta mil millones
de pesetas, la tercera parte del coste directo de la guerra. E1 valor de la peseta cayó repen-tinamente
en los mercados internacionales, favoreciendo ciertas exportaciones españolas
tradicionales, tales como el vino, el aceite, el cuero, el cobre, el mercurio, el plomo, la
lana, etc. En contraste con los sectores que dependían de los mercados coloniales, otros
continuaron vendiendo sus productos en los mercados ex-coloniales, a pesar de que costa-sen
más que los norteamericanos. E1 hecho es que muchos productos españoles, como,
por ejemplo, los zapatos, correspondían más al gusto de los cubanos y puertorriqueños
que las exportaciones norteamericanas. Además, el Estado español, sobre todo bajo la
presidencia de Francisco Silvela, llevó a cabo un fuerte saneamiento de la economía.
Sin embargo, como consecuencia de la pérdida de los mercados protegidos, se
reforzaron las reivindicaciones proteccionistas de los lobbies ex-coloniales, cuya influen-cia
sobre el Estado era fuerte. Como se ha venido argumentando recientemente, se abrió
así un nuevo período de nacionalismo económico y se perdió la oportunidad que supuso la
pérdida del imperio de abrir el mercado español y hacer que sus productos fuesen más
competitivos. Esto si que fue una suerte de desastre para la economía española.
Otra interpretación tradicional del impacto del 98 que necesita revisarse trata de
la Generación del 98. Su papel predominante en el discurso posterior sobre el Desastre y
en los textos académicos sobre el fin de siglo (e incluso en alguna u otra ponencia de las
conferencias sobre el 98 que se han celebrado este año) se debe al acceso de los intelectua-les
a los medios y a la distorsión que puede resultar de la dependencia de los historiadores
de los documentos. Como se sabe, el término “Generación del 98” fue inventado por
Azorín algunos años después del Desastre y dos de sus componentes más importantes,
Baroja y Maeztu, negaron no sólo su pertenencia al grupo, sino también la validez del
término. E1 hecho es que la supuesta Generación del 98 fue en realidad el portavoz espa-ñol
de una crisis intelectual y estética en toda Europa, consecuencia de la transformación
de los conocimientos bajo el impulso de la modernización. Las nuevas percepciones de la
naturaleza humana de Freud y Bergson y del mundo natural de Planck y Einstein entre
otros, minaron las certezas del positivismo de la primera mitad del siglo XIX, dando lugar
a una revolución en el pensamiento y en las artes. Para los intelectuales españoles la crisis
del 98 fue más bien el catalizador de las incertidumbres de esta otra crisis más generaliza-da.
No fueron sólo los intelectuales quienes adoptaron una posición crítica hacia el
Estado como resultado del Desastre sino también otros sectores de la clase media. Ante la
deslegitimización del Estado, se movilizaron fuerzas no integradas en el sistema político
que pretendían transformarlo. En torno a las medidas fiscales que adoptó el gobierno para
hacer frente al déficit presupuestario, se organizó el movimiento regeneracionista que
tuvo gran respaldo entre las clases medias. Sin embargo, no logró influir en el régimen,
debido en parte a sus divisiones internas.
Pero lo que no se ha subrayado suficientemente es que el movimiento fracasó
también porque sus líderes rechazaron cualquier vínculo con las clases populares, a pesar
del respaldo alborotador de algunas de sus capas. De hecho, el carácter violento de la
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protesta popular chocó contra las sensibilidades de los reformistas de clase media. Un
periódico portavoz de los regeneracionistas describió a los revoltosos como “el peor ene-migo”.
Con intenso pesimismo, Joaquín Costa, el más flamante de los dos líderes del
movimiento, describió al pueblo, en 1902, como “esa grey humana... imperfecta, sin mús-culo
y sin alma, deformada en su exterior, depauperada como el suelo, sin glóbulo rojo,
con sólo resplandores crepusculares en el cerebro y sin más voluntad que la que quiere
dejarle una organización parasitaria de caciques y oligarcas”. Los que se movilizaron,
como los obreros organizados, parecían interesarse más en sus salarios y sus condiciones
de trabajo que en los problemas del país. Como consecuencia, según algunos intelectuales
destacados, el pueblo o, como se decía, la plebe, necesitaba cultura y educación antes de
poder participar en la política. Uno de los regeneracionistas, Rafael Altamira, Rector de la
Universidad de Oviedo, declaró, “El pueblo no puede dar el impulso para la regeneración,
puesto que es el primero que necesita regenerarse por medio de la cultura”.
E1 movimiento regeneracionista se disolvió poco después de tres años. E1 dis-curso
de regeneración, de todas formas, fue expropiado por los políticos más reformistas
del estado, tales como Silvela, Maura y Canalejas, en beneficio del régimen. Según Baroja,
terminó en los barrios bajos de Madrid donde el letrero de una zapatería decía, “Aquí se
regenera el calzado”. E1 fracaso del movimiento regeneracionista intensificó el pesimis-mo
finisecular de los intelectuales. Las ideas de Joaquín Costa, como se sabe, se derivaron
hacia el concepto de la “revolución desde arriba”, realizada por “un cirujano de hierro”.
Desde luego, la reivindicación posterior que hicieron algunos intelectuales orgánicos de
Primo de Rivera y de Franco de que los dictadores fuesen los herederos de Costa debe
descartarse de entrada porque el pensamiento de Costa tiene su origen más en Jean-Jacques
Rousseau y no en el fascismo o en el conservadurismo militar.
E1 mito más tenaz en torno al 98 es precisamente la cuestión de la presunta
“plebe”. Si hasta aquí, la revisión de las viejas interpretaciones del 98 ha restado drama al
Desastre, no puede interpretarse en este sentido la experiencia popular de la guerra. Hay
que recordar que los jóvenes de las clases altas y medias podían evitar el servicio militar
pagando a un sustituto o pagando una redención en metálico. Como consecuencia, la gran
mayoría de los que pelearon eran analfabetos y pobres, por lo que su experiencia no ha
sido transmitida a la historia. De hecho, durante las celebraciones del centenario ha estado
casi totalmente ignorada, mientras que la Generación del 98 continúa recibiendo una aten-ción
desproporcionada.
Como he insistido en varias ocasiones, si hubo desastre en 1898 fue sobre todo el
desastre personal de muchos de los soldados y marineros y de sus familias; el desastre de
todos los que fueron a pelear, de los que no regresaron, de los muchos que regresaron
minusválidos o enfermos de paludismo, disentería, tuberculosis y fiebre amarilla. Las
condiciones en que regresaron fueron tan malas que en algunos casos las autoridades
desembarcaron las tropas de noche para evitar protestas. Muchos perecieron durante el
viaje, faltos de atención médica, y los que llegaron, venían harapientos y flacos. La com-pensación
monetaria que se ofreció a los veteranos y a sus familias por tanto sacrificio fue
despreciable. A1 regresar, cada uno recibió 20 pesetas, como adelanto por los pagos atra-sados
que el Estado les debía, y una pensión de unas 7,50 pesetas al mes. Para entender el
valor de esta pensión hay que recordar que el salario diario de un trabajador no especiali-
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zado era de alrededor de 2,50 pesetas. En aquel entonces, costaba unas 3,60 pesetas dia-rias
alimentar a una familia de cuatro miembros con una dieta básica.
Por consiguiente, no creo que la experiencia de la guerra y del retorno se olvida-se,
como se deja entender en las interpretaciones tradicionales del 98. En realidad, debió
de contribuir a la transformación de la cultura popular. O sea, que la experiencia de la
guerra de los soldados y sus familias - la injusticia del sistema de quintas, las condiciones
malísimas de las guerras, la desmovilización mal recompensada - nutrió el clima de resen-timiento
social que se expresó primero en los motines contra los impuestos de los consu-mos
que se introdujeron para sanear las cuentas del estado y, más tarde, en 1909, en la
protesta popular contra la movilización de quintas para una nueva guerra en Marruecos,
protesta que no se limitó a la Semana Trágica de Barcelona. Los motines contra los im-puestos
o la escasez de pan fueron comunes en todo el siglo XIX pero a raíz del Desastre
tuvieron una expresión mucho más política contra el Estado. A título anecdótico, un perió-dico
de Zaragoza de 1899 describió como en un motín en la ciudad en que murió por tiros
de la guardia civil un joven zapatero que había servido cinco años en Cuba, su padre,
molinero local, levantó el cadáver de su hijo y gritó, suscitando la ira de la muchedumbre,
“Vino de Cuba. Era sargento. No ha cobrado sus alcances. Trató de protestar contra el
Gobierno”.
Creo que la experiencia de las guerras ayudó a transformar el sistema de valores
entre muchas capas populares, aunque, desde luego, no fue la única causa de esta transfor-mación.
Estas guerras habían dado lugar a una intensa movilización de la población para
la defensa del imperio. Más de trescientos mil soldados fueron enviados al Caribe y a
Filipinas en los 4 años de guerra y la gran mayoría de ellos eran de familias pobres. Como
resultado de la campaña de movilización, penetraron valores nacionales en zonas de Espa-ña
en las que hasta entonces habían predominado identidades locales y religiosas. O sea,
que esta campaña fue el primer intento global de unir a una España apenas modernizada
en torno a un proyecto nacional. Las fuerzas que tomaron parte en esta campaña incluye-ron
al Estado, el ejército, la Iglesia y la prensa.
El fracaso de este proyecto significó la erosión de los valores reinantes y de la
legitimidad del régimen. Ayudó a socavar las representaciones tardías del nacionalismo
español, favoreciendo en cambio la difusión de nuevas identidades y de ideologías distin-tas
- desde el socialismo y el republicanismo populista hasta los nacionalismos catalán y
vasco. También impidió el desarrollo de una base popular en torno a un nuevo colonialis-mo
en África en contraste con la fuerza que iba cobrando el imperialismo social en otros
países europeos.
El debilitamiento del nacionalismo tradicional y la eclosión de nuevos naciona-lismos
regionales ayudaron a impedir la construcción de una nación-estado moderno en
torno a los valores de la Restauración. En Cataluña, por ejemplo, se produjo la convergen-cia
entre el movimiento catalanista, bastante minoritario hasta entonces, y la burguesía
catalana que, aunque pudo superar la pérdida del mercado colonial protegido, perdió con-fianza
en el estado restauracionista como protector y promotor de sus intereses. E1 resul-tado
fue la creación de la Lliga Regionalista, cuyo objetivo fundamental era la transforma-ción
del estado según el modelo catalán de modernidad. Con la creación subsiguiente de
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un frente electoral, la Solidaritat Catalana, el régimen perdió el control de gran parte de
Cataluña. Es verdad que la burguesía catalana volvió luego a subordinarse al Estado por-que
necesitaba su protección tanto de los huelguistas como de la concurrencia internacio-nal.
Pero había ya roto el cordón umbilical que les había unido al régimen.
Evidentemente, estos movimientos a los cuales me he referido, regeneracionismo,
nacionalismo regional, protesta popular encabezada por republicanos, socialistas y
anarquistas, estaban profundamente divididos entre sí. Esto ayudó a que el régimen sobre-viviese
a los retos de la posguerra. Sobrevivió también porque el sistema se basaba en una
sociedad que se estaba modernizando de forma relativamente lenta. Pero el consenso en
que el Estado se asentaba empezaba a desmoronarse. A partir de 1898, la capacidad del
Estado de ejercer hegemonía se debilitó. O sea, que hubo cambio y continuismo al mismo
tiempo.
Hasta aquí, he intentado proponer una serie de interpretaciones del 98, algunas
de las cuales contradicen o se diferencian de las interpretaciones tradicionales. Pero he
dejado hasta el final de esta ponencia la revisión más importante que se ha estado hacien-do
durante este centenario de lo que podría haber significado el Desastre. En el último
cuarto del siglo diecinueve se produjeron en Europa importantes transformaciones econó-micas,
sociales, culturales y políticas, todas relacionadas entre sí. Entre otros procesos, se
registraron una aceleración de la industrialización, un incremento notable de la tasa de
migración, la modernización de las profesiones, la reforma de la educación, nueva legisla-ción
social progresista, avances científicos y tecnológicos, y la caída de la tasa de morta-lidad.
Estos cambios fueron acelerándose desde la primera década del nuevo siglo, acom-pañados
por una mayor democratización de la vida política y un relanzamiento de la idea
de la nación, o sea, la nacionalización de la identidad.
España no fue ajena a este proceso de modernización pero, más que en otros
países de Europa, fue aquí un proceso desigual. Como resultado, se agudizaron las tensio-nes
entre las clases sociales, entre centro y periferia, entre las culturas civil y militar, entre
el sistema político y la realidad social. No dudo que fue esto la fuente más importante de
la crisis ulterior del Estado restauracionista. Por lo tanto, el Desastre no fue el origen de
esta crisis, como se pretendió en muchas de las viejas interpretaciones. En realidad, el 98,
como mito y como realidad, fue el catalizador de una crisis estructural e ideológica ya en
marcha, producto de la progresiva transformación de la sociedad española. En otras pala-bras,
fue la coincidencia de los efectos del Desastre y de la modernización lo que creó las
bases de la crisis del Estado español. Evidentemente, tal planteamiento, como cualquier
construcción de un análisis del pasado, conlleva el riesgo de un cierto determinismo. De
hecho, es posible que la crisis del estado pudiera haberse resuelto. Los políticos tuvieron
varias oportunidades para encontrar una solución a las divisiones entre los españoles, fisuras
que empezaron a intensificarse sólo durante las siguientes dos décadas y media y sobre
todo durante la Primera Guerra Mundial. También el azar jugó un papel en la historia de
esta época. Sin detenernos en el ejemplo más llamativo del azar, la explosión del Maine,
se podría citar el caso del asesinato en 1912 de José Canalejas, el Presidente que, tal vez
más que otros presidentes españoles, se dedicó a la reforma del Estado restauracionista. Se
conjetura que su asesino estaba esperando el paso del carruaje del Rey. Viendo al presi-
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dente sin escolta detenerse delante del escaparate de una librería en la Puerta del Sol,
parece que aprovechó la ocasión para, en cambio, matar a Canalejas y suicidarse.
Lo único que podemos constatar entonces es que el Desastre y la crisis de moder-nización
redujeron severamente el margen de posibilidades para la reforma del Estado. En
definitiva, el significado, o incluso los significados, del 98 son más complejos que lo que
se deduce de las diferentes interpretaciones en el pasado. Las conmemoraciones en torno
al centenario han ofrecido la oportunidad, y han sido aprovechadas en gran medida, para
enterrar finalmente los mitos en torno al 98. Y este esfuerzo de interpretación forma parte
del esfuerzo continuo en nuestros días de recuperar la historia de España, que tanto ha sido
distorsionada durante tantos años.