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2621 179 EL AJIACO, UNA METÁFORA CULINARIA SOBRE LA CUBANÍA (A PROPÓSITO DE LA INMIGRACIÓN CANARIA A CUBA: 1880-1930) José Alberto Galván Tudela Según el Diccionario Provincial casi razonado de voces y frases cubanas de Esteban Pichardo el vocablo ajiaco hace referencia a una “comida compuesta de carne de puerco, o de vaca, tasajo, pedazos de plátano, yuca, calabazas, etc..., con mucho caldo, cargado de zumo de limón y ají (pimienta) picante...”(1976:42; e.o.1836). Desde 1939, en que el etnógrafo F. Ortiz (1881-1969) diserta en la Universidad de La Habana sobre “Los factores humanos de la cubanidad”, el ajiaco ha pasado a ser una metáfora culinaria de la cubanía. Esta metáfora está relacionada con la introducción del concepto “transculturación”, que como afirma B. Malinowski, en el prólogo a la obra de F. Ortiz “Contrapunteo cubano del azúcar y el tabaco” (1940), ya este autor pensaba en él desde su primera visita a La Habana en noviembre de 1929. En el presente trabajo se pretende analizar la concepción de F. Ortiz sobre la inmigra-ción en el marco de esta metáfora. A su vez, señala la importancia que tuvieron en la primera etapa de su obra (1900-1930) sus ideas sobre política migratoria, deudoras de la teoría lombrosiana sobre la delincuencia, en la construcción de la nación cubana. Por último, insiste en el papel del colono isleño como paradigma del inmigrante adaptado a la nueva nación cubana. Para el período que nos interesa, debemos tener en cuenta que en el ámbito político tuvo lugar el término de la Guerra de la Independencia, el período de Gobierno Norteame-ricano (1898-1902), una república mediatizada (1902-1958) y el desarrollo progresivo de una ideología nacional, que viene a tomar fuerza legislativa a partir de la ley relativa a la nacionalización de la fuerza de trabajo (1933). Esta ley exigía que el 50% de la mano de obra utilizada en empresas de diversos ramos debía ser cubana o nacionalizada. Ello obli-gó a muchos inmigrantes a retornar, emigrar a otros países como Venezuela, o a naciona-lizarse, especialmente entre los empresarios que decidieron mantener sus negocios y pro-piedades evitando así problemas y molestias fiscales. En el plano demográfico y social, por tanto, estamos ante una realidad caracterizada por una altísima inmigración hispana (Maluquer de Motes 1992; Naranjo 1994) con sus diversos grupos étnicos, tanto canarios (Macías 1992; Cabrera Déniz 1996; Galván [Ed] 1995, 1997) como gallegos (Naranjo 1987,1988), asturianos, catalanes, andaluces..., y la inmigración china, afrohaitiana y jamaiquina, yucateca (Guanche Pérez 1983, 1996), y de otros países europeos... Por tanto, coexisten, por una parte, grupos étnicos, social y cultural heterogéneos, y una amplia 2622 población criolla, que interaccionan entre sí en competencia por los recursos generando nichos económicos y sociales diversos y, a menudo herméticos, aparte de una amplia po-blación flotante, que reside en Cuba por trabajos eventuales y zafras de entre tres y seis meses. Y, por otra parte, ideologías de carácter nacional y de clase, que luchan por unificar o diversificar criterios sociales, por crear o rechazar metáforas que integren una realidad que más se parece a un mosaico que a un caldero que disuelve las diversas culturas gene-rando una cultura única y propia. Multitud de investigadores, etnógrafos, poetas, pintores, musicólogos e ideólogos (Iznaga 1989; Cabrera 1971; Barral 1981; Barnet & Fernández [Eds]1984; Bolívar 1990) han utilizado dicha metáfora y concepto como la herramienta metodológica más expresiva y potente para analizar la construcción nacional cubana. A partir de los años 70, muchos investigadores formados en los países socialistas han incorporado a la metáfora del ajiaco las tesis relativas al “etnos cubano”, concepto derivado de la obra de Y. Bromléi (1979,1986) y la etnografía rusa, afirmándose que la cultura cubana se ha constituido mediante “los diversos aportes y componentes étnicos”, de los que constatamos la existencia a través de sus “huellas, presencias....” (Guanche 1983, 1996; López Valdés 1985). Como hemos mostrado en otro lugar (Galván [Ed] 1995, 1997) y por otros investigado-res (Drummond 1986; Brandon 1993), tal teorización, a pesar de su belleza metafórica y de su complejidad y riqueza discursiva, deja sin explicar las relaciones multiétnicas, las resistencias de los diversos elementos culturales incorporados, la variedad de ajustes e intercambios, los procesos selectivos que aquellas relaciones generan. Todo hace pensar que la realidad social cubana entre 1900 y 1958 constituye un continuum compuesto de múltiples sistemas culturales, donde algunos aparecen entrelazados en intersistemas y otros se encapsulan o readaptan ocupando espacios y nichos ecológico-económicos diferencia-dos. En este sentido, podemos considerar a F. Ortiz no sólo como un investigador social, sino sobre todo como un ideólogo de la nacionalidad cubana que, en base sin duda a referentes empíricos, “construye” un discurso sobre cómo era la realidad social y cómo debía ser la nacionalidad cubana. Por tanto, una ideología queda expresa en la metáfora culinaria de la cubanía, metáfora que está interesada más que en expresar la complejidad de la realidad social en construir ideologías unificadoras del presente y proyectos de futu-ro (Banks 1996; Friedman 1992; Smith 1997). El ajiaco fue el hilo conductor a través del cual se analizó la realidad nacional. En el caldero cubano, al fuego lento de los trópicos, no sólo entraron elementos, rasgos cultura-les o componentes aislados. Con los inmigrantes aparecieron costumbres, hábitos, creen-cias... articuladas en sistemas culturales, donde limitaciones ecológicas u otras constriñeron su reproducción cultural. Pero cada grupo humano presentó diversa y variada adaptabili-dad, perpetuando incluso pautas culturales, p.e. alimenticias, con materias primas locales o importándolas de su país de origen. Tras efectuar una caracterización periódica de la obra del etnógrafo Fernando Ortiz, pasaré a efectuar un análisis pormenorizado de la actitud y valoración que F. Ortiz tuvo del fenómeno migratorio, en el marco de sus ideas sobre la construcción nacional. 2623 Periodización de la obra (1900-1930; 1930-1960) Aunque el pensamiento de F. Ortiz tuvo cierta continuidad durante ambos períodos, especialmente en lo que se refiere a su concepción plástica de la naturaleza humana, tam-bién es evidente que evolucionó desde una perspectiva biológico-racial lombrosiana con vinculaciones con el evolucionismo spenceriano hacia posiciones donde las razas se con-vierten en culturas, y donde el espaldarazo de B. Malinowski, padre del funcionalismo británico, respecto al concepto de transculturación, que tuvo enorme incidencia política en América Latina, no fue respaldado en la academia antropológica donde se continua utilizando genéricamente el concepto de aculturación, para designar los procesos de con-tacto entre culturas, sin presuponer que las culturas primitivas aculturadas no hayan apor-tado nada a la nueva o nuevas culturas nacidas del contacto (Bonte & Izard [Eds]1996; Levinson [Ed.] 1997). Como afirma Franco Ferrarotti, los pensadores italianos de finales del siglo XIX y primeros años del siglo XX “habían abrazado con entusiasmo, igual a su ingenuidad metodológica, la idea de positivismo de origen francés, encontrando en ello la religión laica, una suerte de romanticismo de la ciencia, considerándose casi todos -de manera explícita- discípulos de Herbert Spencer” (1975:115). Se trataba de positivistas de cortos alcances, de eclécticos, que “podían, bajo la enseña de un vago positivismo materialista, conjugar el planteo evolucionista, radicalmente individualista y en el fondo biologista, de Spencer con los postulados del materialismo histórico de Marx...” (1975:116). Tales con-sideraciones teóricas, tenían implicaciones políticas, entre ellas la convicción “científica” de que no eran posibles en la historia como en el resto de la naturaleza saltos dialécticos o rupturas cualitativas, esto es, revolucionarias (1975:116). Por otra parte, sus tipologías psicológicas se transformaban en galerías de retratos, raramente garantizados científica-mente y necesitados de sistematización y análisis. En el primer período, que podríamos establecer entre 1900-1930, el pensamiento de F. Ortiz estaba dominado, aunque matizadamente, por sus conexiones con la escuela crimi-nalista italiana de C. Lombroso y E. Ferri, y la positivista del español Sales y Ferré (Na-ranjo & Puig-Samper 1998). C. Lombroso, fundador de la escuela positivista del derecho penal, basaba su enseñanza, tanto en el plano teórico como en el de la investigación apli-cada, en una noción fundamental: “La criminalidad, el hombre que delinque, el comporta-miento violento y antisocial no son el resultado de un acto consciente y libre de voluntad malvada, se trata al contrario de sujetos que tienen en sí mismos una tendencia malvada innata, ligada a una determinada estructura psíquica y física, radicalmente diferente de la normal, y que se manifiesta en sus mismos caracteres fisonómicos” (Ferrarotti 1975:120- 121). La inmodificable estructura biopsíquica o antropológica del delincuente lo hacía no responsable plenamente de sus actos. La sociedad, no obstante, a pesar de no tener dere-cho a castigarle, sí tenía la obligación de adoptar medidas que permitieran prevenir o controlar su peligrosidad social. El delito se convertía en enfermedad social, “que encon-traba expresiones ocasionales en el comportamiento delincuente de algunos individuos tardos, caracteriológicamente predispuestos, generalmente regresivos” (1975:121). Esta influencia queda manifiesta reiteradamente en los escritos y monografías de este período, tales como “Los negros brujos. Hampa Afrocubana”, editado en 1906, en su 2624 informe Consideraciones criminológicas positivistas acerca de la inmigración en Cuba a la 5ª Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba (1906), publi-cado en forma de artículo en la Revista de Derecho y Sociología bajo el título de La inmigración desde el punto de vista criminológico; se expresa en la obra no acabada El Pueblo Cubano y en Entre cubanos. Psicología Tropical (1913), y Los negros esclavos (1916). La obra de F. Ortiz se completa, entre otros, con su libro La Reconquista de Amé-rica (1910) y otros trabajos importantes, tales como Los Cabildos Afrocubanos (1921), La antigua fiesta afrocubana del Día de Reyes (1920 y 1925), y Los Negros Curros (1926-1928). Durante este período, Ortiz insistía en el papel decisivo de la educación y la ciencia para encaminar al país por nuevos senderos. Para F. Ortiz, las armas se expresan en una sola palabra: “civilización”, porque “civilización es inteligencia; y la inteligencia es la que construye, es la que levanta, la que defiende y la que vence al fin (1987:121). Esta tesis modernizadora, según Le Riverend, “tuvo un fuerte predicamento entre las capas medias y los intelectuales durante las dos primeras décadas republicanas. Es más, alcanzó a movi-lizar a grandes grupos de obreros” (1987:XI). Como es bien sabido, Ortiz había pertenecido al Partido Conservador Nacional (1907), del que era presidente Enrique José Varona, que priorizaba la problemática económica y no la reestructuración de las relaciones políticas, alejándose de él en 1908(Cairo 1997:XII-XIII). En 1915 se afilia al Partido Liberal, accediendo en 1917 a La Cámara de Represen-tantes por dicho partido, siendo reelegido en la misma en 1919 y permaneciendo en ella hasta 1927, en que abandona su cargo “adolorido por nuestra triste realidad” (Le Riverend 1973:30). Desde 1922 representa F. Ortiz al ala izquierda del Partido Liberal, aproximán-dose a la joven generación revolucionaria y al grupo Minorista (entre 1923-1927), enfren-tándose a la dictadura de G. Machado (1923-1933) y exilándose en EE.UU desde diciem-bre de 1930 hasta 1934. En el marco de estos supuestos, F. Ortiz analiza el tema del ñañiguismo, “sociedad criminal de la Habana, formada por los negros” considerándola como un “fenómeno que responde a un estrato determinado de la evolución de los pueblos, cualquiera que sea su raza y su religión...Así es que el ñañiguismo, sociológicamente considerado -dando este nombre al conjunto de características sintomáticas del estado especial de instrucción pú-blica- religiosa que se revelan en frecuentes ocasiones-, no es cubano solamente, ni es exclusivamente negro, lo han conocido casi todos los países y casi todas las razas. Para Ortiz, “para alejar las tinieblas africanas era necesario, pero no bastaba, elevar la instruc-ción”. Era preciso también levantar algo “el nivel moral de nuestra nación muy llorosa y enlutada por la caída de los ídolos que daban ideales a su existencia...” (1987:71-72). Asimismo, critica las consecuencias de la “injerencia de los brujos (quienes con astucia obtienen que las autoridades permitan tácita y benévolamente los actos externos de su culto (toque de tambores, danzas rituales, fiestas de santo...) hábilmente encubiertos con la máscara de un inocente pasatiempo propio de africanos...” (1997:30). Para Ortiz, un elemento tan salvaje en la política cubana, siquiera sea en la municipal, había de producir en la marcha progresiva de la sociedad cubana, grandes consecuencias, “ y este es el mayor peligro de transigir, aunque sea solamente en un ápice, con los brujos, que repre- 2625 sentan la parte más atrasada de la población de Cuba, y en especial aquellas masas de negros que no estan suficientemente desafricanizadas” (1997:30). En estos últimos textos se trasluce la concepción evolucionista y etnocéntrica de F. Ortiz, pues el ñañiguismo parece un estadio universal por el que todas las culturas deben pasar hasta llegar al estado de civilización que se concreta en las sociedades avanzadas europeas, cuya cristalización nacional se encuentra en Inglaterra y países nórdicos. Ortiz, en esta etapa, aunque estudia los cabildos y rituales negros, los entiende sobre todo como instituciones sociales manipuladas políticamente por brujos, y por tanto como negativas para la nación cubana. Para F. Ortiz, el factor étnico negro había influido grandemente en la vida pública cubana, como en su civilización, “por el lastre enorme que representa tan extensa base numérica de psicología primitiva” (1997:28). Casi todas las características “demopsicológicas de nuestro pueblo vienen atavísticamente subrayadas por la raza ne-gra” (1997:28). Ortiz los considera menos violentos que los negros de EE.UU, que son en parte más cultos, y fueron integrados al “patriotizarlos”, al desarrollar el abolicionismo y al adoptar en su programa “la revolución blanca” (1997:29). Por otra parte, en este período, F. Ortiz está dominado también por las concepciones psicologizantes de Gustave Le Bon y Gabriel Tarde, no así por la obra sociológica de E. Durkheim. Estos autores defendían la irreductibilidad del individuo a partir de criterios sociales, y la cristalización en los diversos pueblos de una psicología o alma, que daba sentido y explicación tanto a múltiples prácticas como a los pensamientos y creencias de los pueblos. Así, por ejemplo, según F. Ortiz, el factor blanco forma el núcleo de la pobla-ción e inspira el alma del pueblo cubano. Termina afirmando F. Ortiz, que la lucha por el predominio (étnico) en la sociedad cubana entre latinos, sajones y negros, será la historia de Cuba durante el siglo XX, y que hay que felicitarse por la aparición de una nueva raza, la anglosajona, que ofrece brios incoercibles e indiscutibles, a la que hay que tender la mano amiga, prestándose a la amal-gama, porque “la sociedad cubana no puede sino ganar con ello” (1997:34). En los capítulos cuatro y cinco de su libro “El Pueblo Cubano”, Ortiz se dedica a estudiar El Alma Cubana, el primero a los caracteres intelectuales y el segundo a los caracteres sensitivos. Las preguntas que intenta contestar F. Ortiz son: ¿Cómo es el alma cubana?. ¿Cómo se manifiesta la resultante de las diversas civilizaciones que se acrisolan en Cuba?. ¿Cuál es la psicología de nuestro pueblo?. ¿De qué manera influye en la políti-ca?. F. Ortiz es sumamente consciente de la dificultad de analizar lo que denomina la “demopsicología cubana, por la múltiple diferenciación psicológica de los componentes de nuestra sociedad” (1997:36). Tal actitud metodológica era adoptada para el análisis de cualquier psicología o carácter de los pueblos por parte de los sociólogos contemporá-neos, especialmente franceses, italianos y anglosajones (Sergi, Fouillée, Demolins, Emerson, Münsterberg), aunque escribieron diversos libros sobre “los americanos, los pueblos europeos, los latinos y los anglosajones”, trabajos que iban más allá del carácter 2626 estrictamente nacional para ampliarlos a lo anglosajón, lo latino, lo europeo... El hecho es que, a pesar de que F. Ortiz es consciente de que se ha pensado poco sobre la psicología nacional, fenómeno que “acaso sea una de las más destacadas características de nuestra psicología”, intenta establecer algunas de ellas. Entre las intelectuales destaca la ignoran-cia, la pereza y apatía, la intransigencia casi absoluta en materia religiosa, la irreflexión, el fatalismo, la precocidad sexual, el choteo... Una caraterística moral de enorme interés es la referente a la sexualidad y el matrimo-nio, pues aunque Ortiz no condena las uniones consensuales sí apoyará, como veremos más adelante, la condición familiar de la inmigración, que tiene estrecha relación con la idea que muchos intelectuales cubanos tuvieron desde la segunda mitad del siglo XIX de defender el patrón familiar monogámico y estable: “En nuestro ambiente psíquico de im-previsión infantil y de sexualismo de fuego, la victoria siempre es de esta última. O se traduce en matrimonios precoces y parasitarios, a través de raptos o acuerdos familiares; o se refleja en el gran número de uniones libres, que la estadística descubre en Cuba... El número de esas personas que viven legalmente en concubinato y que el Censo llama casa-dos por virtud de contratos consensuales, ascendió a 176.509 en 1907; o sea, 8,6 % de la población total. Sólo hay 2,4 matrimonios por cada unión libre. En este fenómeno influye bastante la raza. Entre los blancos, el número de unidos libremente era de 68.298 -o sea, de un 4,8 % de la población blanca-, mientras que entre los negros se contaban 108.211 -o sea, un 17,4 % de la población negra-. Consecuencia de estas uniones son las cifras de nacidos ilegítimamente...Y aún las cifras resultan inferiores a la realidad, según el propio Informe del Censo de 1909 demuestra” (1997:76-77). Del segundo período (1930-1960) van a destacar ante todo el artículo seminal publica-do en la Revista Bimestre Cubana [XIV (2):161-186] en 1940 y titulado Los factores humanos de la cubanidad, redactado en base a una conferencia, que había impartido en la Universidad de la Habana el 28 de noviembre de 1939. En este artículo aparecerá por primera vez la metáfora del ajiaco como síntesis simbólica de la cubanía. En segundo lugar, su obra Contrapunteo Cubano del azúcar y el tabaco, publicada en 1940, en la que introduce el concepto de “transculturación” mostrando su importancia como fenómeno social en Cuba, aplicándolo al mundo del tabaco, y criticando el de “aculturación” por su carga ideológica y poco científica. Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta anali-zará sistemáticamente otros campos, especialmente en la música, en escritos como Por la integración cubana de blancos y negros (1942), Las confluencias culturales de Cuba (1943) editado en el Boletín de la Unión Pana-americana (Washington), La transculturación blanca de los tambores de los negros (1952)en los Archivos venezolanos de Folklore... Durante el exilio en EE.UU (1930-1934), F. Ortiz escribe en la prensa neoyorkina y de Tampa sobre “la responsabilidad de EE.UU en los males de Cuba”. Al dejar la política militante se va a dedicar de lleno a la difusión cultural, reconstruyendo la Institución Hispano-Cubana de Cultura, publicando la Revista Ultra (1936), fundando la Sociedad de Estudios Afrocubanos, animando el Instituto Internacional de Estudios Afroamericanos con sede en México y participando en la Sociedad Cubana de Estudios Históricos. En 1945 preside el Instituto Cubano-Soviético de Relaciones Culturales, alentando la revista Cuba y la URSS. En esa fecha sale a la luz El Engaño de las Razas, su obra más importante sobre la integración racial en Cuba, en la que critica los principios pseudocientíficos que 2627 se han utilizado para defender la superioridad de unos pueblos sobre otros, así como la falsedad y artificialidad de las categorías raciales. Este texto, una década después será citado por el famoso antropólogo físico Juan Comas, como un ejemplo de científico con-secuente con sus ideas sobre integración racial. En ese mismo año se le otorga el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Columbia, donde había trabajado el antropólogo Franz Boas, y se encontraban sus discípulas Margaret Mead y Ruth Benedict, que desde los años veinte desarrollaron los estudios de Antropología y Psicología en sus análisis de Cultura y Personalidad y El Carácter Nacional, grandes defensores del relativismo cultural y la lucha antiracial. En dicha universidad había estudiado con Boas, uno de los afroamericanistas más importantes de EE.UU, M.J.Herkovits, que desarrolló la teoría de la aculturación. Este autor salió al paso de las críticas establecidas en el libro Contrapunteo cubano del azúcar y el tabaco de F. Ortiz al concepto de aculturación, indi-cando que este sólo indicaba préstamo cultural, que siempre es mutuo en mayor o menor grado, y no tiene carácter etnocéntrico (Herkovits 1938, 1948). En esta época, Cuba ya no era, para F. Ortiz, el “mosaico étnico”, que afirmara en su obra El Pueblo Cubano. Los pueblos se habían cruzado y entrecruzado en una confusa maraña étnica de blancos, negros, amarillos y, aunque en ínfima cuantía también de cobri-zos. La raza, lo cósmico y lo social se influyen recíprocamente, determinando en propor-ciones infinitamente variadas y variables los fenómenos de la vida supra-orgánica. En la conferencia más arriba citada, impartida en la Universidad de La Habana, F. Ortiz tras definir a Cuba como un lugar, una isla, un archipiélago, es decir como “una tierra y un pueblo, y que lo cubano es lo propio de este país y de su gente”, pasa a considerar que “la cubanidad en lo humano es sobre todo una condición de cultura. La cubanidad es la perte-nencia a la cultura de Cuba” (1991:14). Con esto rompe con la concepción racial que defendía durante las dos primeras décadas de este siglo. Define la cultura como un hecho social, que debe ser concebida como una realidad dinámica y creadora, que incorpora el pasado, su advenimiento histórico y su devenir previsible. Ortiz es consciente de que Cuba es una tierra a la que llegan múltiples poblaciones con sus culturas, que no sólo efectúan “su transplantación desde múltiples ambientes extraños al singular de Cuba, sino en sus transformaciones locales...No como una realidad sintética ya formada y conocida, sino como la experiencia de muchos elementos humanos que a esta tierra llamada Cuba han venido y siguen viniendo en carne o en vida, para fundirse con su pueblo y codeterminar su cultura” (1991:14). Concebida culturalmente, Cuba es un ajiaco, algo más que un crisol, metáfora metalúr-gica en un país donde no existen más que escasas fundiciones artesanales. “La metáfora del ajiaco le parece más precisa, más comprensiva y más apropiada para un auditorio cubano” (1991:14). ¿Qué es el ajiaco?. Se trata de un guiso que, con sus variantes alimen-ticias según su peculiar ecología, coexiste en otras partes del mundo, asemejándose a la “olla podrida”, al puchero o al cocido. En Cuba “es el guiso más típico y complejo, hecho de varias especies de legumbres, que aquí decimos ‘viandas´, y de trozos de carnes diver-sas; todo lo cual se cocina con agua en hervor hasta producirse un caldo muy grueso y suculento y se sazona con el cubanísimo ají que le da el nombre” (1991:15). La metáfora viene ad hoc, pues se enraiza en los tainos, los primeros que habitaron la tierra cubana, representando el hilo umbilical con el pasado ancestral, la raíz heredada. 2628 Por otra parte, ellos eran agricultores, que habían abandonado el nomadismo dedicándose a una vida sedentaria, aprendiendo a cocer los alimentos en cazuelas de fuego. Por tanto, habían superado la fase del salvajismo, haciendo de Cuba su territorio permanente. Por otra parte era un “plato único”, comunitario, que consistía en una cazuela de barro abierta con agua hirviendo sobre el hogar, a la cual se echaban las hortalizas, hierbas y raíces (maíz, papa, malanga, boniato, yuca) que la mujer cultivaba y tenía en su conuco según las estaciones, así como las carnes de jutías, iguanas, cocodrilos, majás, tortugas, cobos y otras alimañas de caza y pesca, todo condimentado con el ají. De esa olla se sacaba lo que se iba a comer. Lo sobrante quedaba para la comida posterior, al que se le cocinaba añadiendo agua y nuevas viandas y carnes. “Y así, día tras día, la cazuela sin limpiar, con su fondo lleno de sustancias desechas en caldo pulposo y espeso, en una salsa análoga a esa que constituye lo más típico, sabroso y suculento de nuestro ajiaco, ahora con más limpieza, mejor aderezo y menos ají” (1991:15). Este ajiaco ha permanecido un alimento central en la dieta cubana, cambiando los ingredientes, que progresivamente han sido menos silvestres y más domesticados, “menos salvajes y más civilizados”: Calabazas y nabos, carnes de res, tasajo, cecinas y lacón de los castellanos. Guineas, plátanos, ñames y la técnica cocinera africana... Cuba es como un ajiaco que ha ido hirviendo y cocinando, a fuego vivaz o a rescoldo “las sustancias humanas que se metieran en la olla por las manos del cocinero...Y en todo momento el pueblo nuestro ha tenido, como el ajiaco, elementos nuevos y crudos acaba-dos de entrar en la cazuela para cocerse; un conglomerado heterogéneo de diversas razas y culturas, de muchas carnes y cultivos, que se agitan, entremezclan y disgregan en un mismo bullir social; y allá en lo hondo del puchero, una masa nueva ya posada, producida por elementos que al desintegrarse en el hervor histórico han ido sedimentando sus más tenaces esencias en una mixtura rica y sabrosamente aderezada, que ya tiene un carácter propio de creación. Mestizaje de cocinas, mestizaje de razas, mestizaje de culturas. Caldo denso de civilización que borbollea en el fogón del Caribe...” (1991:16). Ahora bien, la cubanidad “no esta en esa salsa, sino también en el resultado del mismo proceso de formación, desintegración e integración, en los elementos entrados en acción, en el ambiente en que se opera y en las vicisitudes de su transcurso. Lo característico de Cuba es que siendo ajiaco, su pueblo no es un guiso hecho, sino una constante cocedura” (1991:16). Este bellísimo texto, sin duda, es más expresivo y comprensivo que los que describían a Cuba como un crisol, donde los elementos que se introducen casi desaparecen. Por otro lado, se elige una comida que ha presidido la casa, el bohío de los habitantes de Cuba, desde el más profundo pasado taíno hasta el momento en que se escribe. El recurso a una imagen del pasado constituye el hilo umbilical con la tierra madre, con la naturaleza y la cultura creada a través de su contacto. Por otra parte, es un plato único, una cacerola de donde cada uno participa colectivamente, representando la unidad en la comensalidad, la participación en la hospitalidad. Sólo varían los ingredientes, que han cambiado a través de la historia. Si la comida, el ajiaco, es un buen ejemplo de los procesos de transculturación de los elementos incorporados, no parece sin embargo expresar toda la realidad social de la Cuba 2629 de la época. Existe un punto de partida erróneo en el pensamiento de F. Ortiz, según el cual siempre la mayoría de los grupos étnicos llegaban a Cuba plenamente deculturados (p.e. los esclavos africanos) o deseando perder de vista la realidad cultural de su origen (p. e. los españoles de los siglos XVI-XVII). La mayoría, se afirma, venían solos y eran hom-bres, prestos a fundirse fácilmente en un nuevo país o a regresar enriquecidos. Por tanto, la reproducción cultural de los inmigrantes en Cuba estaba condenada al fracaso. Sólo traían su demopsicología, sus caracteres raciológicos y psicológicos y trozos de su cultura. Este supuesto, sin duda, favorecía la metáfora del ajiaco. Y, aunque el ajiaco no es sólo el caldo espeso, que ya tiene un carácter propio de creación, sino una constante cocedura, nos habla más del estado de los alimentos incorporados y poco de los diversos procesos de interacción de los mismos. Más aún, el carácter dialéctico, abierto, siempre renovado de la realidad cubana, no debía excluir un análisis pormenorizado de períodos y procesos. Investigaciones recientes muestran cómo y en qué medida no entraban en el caldero individuos, rasgos o componentes culturales aislados, entraban grupos étnicos con sus sistemas culturales, cuyos miembros estaban articulados a través de fuertes y variadas redes sociales. Sin duda, esta interacción creó una cultura propiamente cubana, que se manifestaba en algunos dominios de la vida social y cultural, p. e. en la música, y una conciencia nacional, pero también en niveles más profundos, más locales, de la vida dia-ria, muchos grupos étnicos reprodujeron, adaptaron o reinventaron su cultura propia, iden-tificándose a sí mismos según su país de origen y diferenciándose mutuamente. A ello contribuyeron decisivamente las asociaciones de beneficencia y socorros mutuos, que a la vez que ayudaron a los inmigrantes fomentaron la cultura de origen en unos casos, revitalizándola en otros. Es, por ello, que un análisis más en detalle debe dar cuenta de los diferentes niveles de la identidad, que va de lo local, a lo regional y lo nacional, teniendo en cuenta la diversidad étnica interna. Como indicara el mismo Ortiz, “un siglo de conmociones fue uniendo, fundiendo y refundiendo en una común conciencia cubana a elementos heterogéneos. Pero la nación no está hecha, ni su masa está integrada. Todavía hoy, sin cesar siguen llegando corrientes exógenas, blancas, negras y amarillas, de inmigrantes y de ideas, a rebullir en el caldo de Cuba y a diferir la consolidación de una definitiva y básica homogeneidad nacional” (1991:29-30). En otras palabras para F. Ortiz la identidad cubana era una identidad siem-pre abierta y compleja. Pero su proyecto político-ideológico le llevo a utilizar una metáfo-ra que nos habla más de lo siempre abierto y uniforme, que de lo complejo y diverso de la realidad cubana de su época. El problema de la inmigración en la obra de F. Hortiz. Durante la V Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, celebrada en Santiago de Cuba en 1906, F. Ortiz presentó un importante informe que en el mismo año fue recogido en la Revista Derecho y Sociología, y que diseña los principios científicos y positivos derivados de la ciencia criminológica, a la vez que formula conse-jos para seleccionar los inmigrantes, establecer las características más favorables de los mismos, e indicar mecanismos de control sobre su identidad. He querido analizar este texto en detalle pues, a pesar del valioso trabajo de los historiadores Naranjo Orovio y García González (1996), lo creo decisivo para entrever la posición de F. Ortiz en ese período no sólo sobre la inmigración, sino también sobre su concepción de la cubanía. 2630 ¿Por qué era importante estudiar la inmigración desde un punto de vista criminológico?. F. Ortiz había escrito El Hampa afrocubana, había estudiado la delincuencia entre los negros a partir de las tesis lombrosianas, y afirmaba que “los inmigrantes, por el mero hecho de serlo, dan una mayor delincuencia que los nativos del país. En la vecina confede-ración, los Estados que dan el maximum de inmigrantes, dan también el maximum de criminalidad” (1906:59-60). Asimismo, apoyaba el siguiente principio criminológico: “son preferibles las pequeñas corrientes de inmigración procedentes de muchos países distin-tos, a una gran corriente inmigratoria originaria de un solo pueblo” (1906:61). Partiendo de estos supuestos, para F. Ortiz, el factor raza era el más importante para plantear la inmigración. “Las razas negra y amarilla, aparte de otras taras sociales, son más delincuentes que la blanca, porque sus psiquis primitivas o bárbaras se hallan desnu-das de los estratos altruistas de que aquélla (la blanca) ya ha logrado revestirse” (1906:55). Y sigue afirmando, que de la embrionaria estadística criminal que se poseía se podía dedu-cir lo siguiente: En primer lugar, la tasa de delincuencia de los chinos era la más alta de Cuba, seis veces mayor que la de los blancos , y la de la población negra era “más delincuente que la blanca colocada en idéntica posición social” (1906:55). Es decir, entre las capas sociales bajas y campesinas. La negra y amarilla, para F. Ortiz, eran “razas reconocidamente atrasadas”, aunque en otros escritos de la época admitía que las razas evolucionan, de tal modo que la “raza negra” existente en Cuba a principios del siglo XX tenía un cráneo más evoluciona-do que el del africano. Por otra parte, los mestizos que constituían el término medio entre las razas puras ocu-paban, desde el punto de vista criminológico, igual situación. Seguramente, puesto que ya formaban parte de la población de Cuba, deberían considerarse como un mal menor. En segundo lugar, a partir de estos hechos empíricos, puesto que era la naturaleza racial lo que les llevaba al crimen, F. Ortiz afirmó que “dejando aparte consideraciones de orden económico más o menos atendibles, cabe sostener pues que los inmigrantes de razas ne-gras y amarillas serán perjudiciales y que deben ponerse trabas a su inmigración” (1906:55). Siguiendo el ejemplo de otros países, como Australia y Nueva Zelanda, propuso defen-der la inmigración blanca y aconsejar, para los asiáticos, la utilización del “sistema eliminativo actual”, o sustituyéndolo por medidas indirectas, tales como prohibir “la in-migración de los que no hablen una lengua europea”. Estas medidas parecían suficientes a Fernando Ortiz ante la poca probabilidad de “una inmigración en masa de negros haitianos o norte-americanos”. En tercer lugar, para establecer una prioridad entre las poblaciones de raza blanca (es-pañoles, italianos, alemanes, irlandeses, noruegos, polacos, hebreos...), y partiendo de los datos empíricos derivados de los delitos cometidos, F. Ortiz incorpora la teoría del determinismo geográfico, que intentaba explicar la mayor abundancia de delitos de sangre (contra la vida), “esos delitos bárbaros en los cuales muéstrase plenamente la impulsividad exagerada”, por la climatología que derivaba en una demo-psicología específica de las poblaciones meridionales, tanto a nivel nacional como continental. E, igualmente, la exis- 2631 tencia de una mayor delincuencia fraudulenta, (contra la propiedad), hija de su más inten-sa intelectualidad y del mayor progreso de sus individuos”, entre las poblaciones septen-trionales. Por todo ello, se defiende que se “debe propender hacia una inmigración procedente de los países del Norte europeo, como Noruega, Alemania, Irlanda, Polonia, etc., con prefe-rencia a España, Portugal, Italia y los Balkanes”, y dentro de cada uno de estos países, las regiones del Norte que las del Sur. Así de España debe preferirse la inmigración cantábrica, gallega y catalana, a la andaluza...”(1906:56). A pesar de lo afirmado hasta aquí, F. Ortiz tenía una concepción evolutiva, dinámica de las razas, y una extremada sensibilidad para insistir en el papel de las diferencias y varia-ciones regionales. Así, en el Pueblo Cubano, Ortiz, al referirse a “las razas negra y blanca en Cuba y al tratarse de su civilización desigual y tachar de inferior a la primera”, no pretendía “fulminar contra ella una especie de anatema eterno como la bíblica maldición a Can, sino sencillamente dar expresión antropológica a una agrupación de hombres, quie-nes, por la acción secular de deficientes factores cósmico-sociales, no han podido alcanzar el grado de progreso físico-psíquico logrado por otros hombres, que se han formado al correr de las edades en medios más favorables y generosos” (1997:18). Es por ello, que a pesar de este marco un tanto determinista reconozca que en la práctica la norma teórica tiene excepciones, derivadas principalmente “de la mayor o menor adaptabilidad de los inmigrantes al suelo cubano, factor íntimamente ligado con el de la raza” (1906:56-57). En este sentido reconoce que también la tradición muestra la importancia de las inmi-graciones del Mediodía de Europa, “ya que sus habitantes son los que con mayor facilidad se adaptan a este nuestro medio”, aunque insiste que “no hay que olvidar la importación de aquellos nórdicos, necesarios para que inyecten en la sangre de nuestro pueblo los glóbulos rojos que nos roba la anemia tropical, y siembren entre nosotros los gérmenes de energía, de progreso, de vida, en fin, que parecen ser hoy patrimonio de los pueblos más fríos” (1906:57). Aparte del factor étnico, que Ortiz identifica con el de raza, insiste en que la condición de campesinos, la condición de casados y de paternidad, el mayor grado de instrucción, el carácter no sectario del credo religioso, la profesión no parasitaria, son factores que suponen una menor “delincuencia originaria y una mayor adaptabilidad a nuestro medio económico y social” (1906:57). Dado que la idea primordial de F. Ortiz era ver Cuba como crisol de razas, el lema de la legislación cubana sobre la inmigración debía ser: “hay que absorber al inmigrante, asimilárnoslo, hacérnoslo nuestro”. No se trataba sólo de evitar lo que Lombroso había afirmado, “que el emigrante representa la especie de aglomeración humana con mayores tendencias a la delincuencia asociada”, o evitar delitos colectivos y la creación de socieda-des secretas, como las importadas por los italianos en EE.UU (la Mafia). Se trataba, sobre todo, de favorecer la participación de los inmigrantes en la construcción nacional cubana, disolviendo al menos su raza. ¿Cómo favorecer este proceso?. A esto contestaba F. Ortiz, afirmando que “habrá que desparramarlos por nuestros despoblados campos, evitando la formación de núcleos de extranjeros de una misma raza, especialmente de los que hablan 2632 lenguajes no españoles, porque ello impediría su absorción por la sociedad cubana en el menos tiempo posible,...” (1906:58-59). Sin embargo, contrariamente a esto, era favorable al papel y las ventajas que ya ofre-cían los “centros regionales”, que se debían multiplicar en las poblaciones rurales como “sociedades de seguros mutuos contra enfermedades”, sin prever su papel como mecanis-mos de cohesión de identidades culturales en base al origen de las poblaciones inmigrantes. Tales centros, afirma F. Ortiz, citando al “Centro Balear” de la Habana al que sin duda pertenecía como hijo de inmigrante menorquín, cumplían una función importante “contra la explotación inhumana de los inmigrantes asalariados, no sólo desde el punto de vista económico sino desde el que podríamos llamar sanitario”. En cierta medida los centros regionales españoles los concebía como una institución paralela al Estado cubano, que cumplían funciones que en cierto modo pertenecían a aquel. Por otra parte, la concepción de F. Ortiz sobre las razas estaba asociada a su papel en el progreso de la inteligencia y en la construcción nacional. Es por ello, que insistirá durante todo este período en el papel social, no revolucionario, del movimiento obrero: “Habrá que prepararse también a recibir a oleadas el fermento de las agitaciones económicas, pues con la grande inmigración vendrán a intensificarse los ideales socialistas, ya digeri-dos por el proletariado europeo, y contra los inconvenientes de un futuro trastorno revolu-cionario habrá que prepararse con una sensata y a la vez audaz legislación obrera, como la que van implantando las naciones europeas, como la ley de accidentes del trabajo, seguro de la vejez, reglamentación del trabajo de mujeres y niños, creación de cooperativas de consumo, tribunales arbitrales, reglamento de huelgas etc., todas esas reformas evoluti-vas, en fin, de que carecemos en absoluto” (1906:59). Por último, F. Ortiz plantea en este informe estar atentos a los antecedentes delictivos, prohibiendo la inmigración a los criminales, a no ser que hayan pasado “un determinado período de tiempo desde que salieron de las prisiones (5 años, por ejemplo) durante el cual hayan observado vida honrada”. Proponía, asimismo, la creación de un registro gene-ral con oficinas de identificación dactiloscópica en los puertos de desembarco con lo cual “la personalidad de cada inmigrante quedaría así como grabada, absolutamente invariable mientras permaneciera en el territorio nacional” (1906:63). Los que cometieran delito deberían ser expulsados del país, previo cumplimiento de condena. Había que fomentar la dispersión en el territorio cubano de los inmigrantes del mismo país y lengua, sobre todo si no hablaban español. Las inmigraciones no deberían ser masi-vas, sino pequeñas por individuos del mismo país, a fin de reducir la “defectuosidad delictuosa”. Si el grupo era pequeño estaría integrado por los hombres más fuertes, inteli-gentes y aptos para la lucha por la vida. En este período tanto para Ortiz como para otros intelectuales, los inmigrantes eran “el fermento de las agitaciones económicas”, causantes de la intensificación de “los ideales socialistas, ya digeridos por el proletariado europeo”, así como “los inconvenientes de un futuro trastorno revolucionario”. En un capítulo inicial a la obra Entre cubanos. Psicología Tropical, titulado Al dormido 2633 lector, F. Ortiz utiliza como modelo de la construcción nacional al colono, muchos de ellos inmigrantes canarios tanto en la caña como en las vegas de tabaco, que aceptando préstamos en régimen de refacción, incluso de tipo usurero, crea y desarrolla, tumbando monte, la explotación agrícola en que se encuentra: No nos importe hacer uso del crédito, no temamos cual colonos rutineros acudir al extraño refaccionista para un préstamo de energías y de ejemplos, que aún cuando haya que pagarle intereses de usura, rica será la hacienda si todos en ella trabajamos y lo gobernamos bien, pues así cubrirá sus compromisos íntegramen-te y dará vida feliz y próspera a los que a ella dedicaron sus cariños y sus labores, y a los que, ingratos, la hicieron víctima de sus codicias y de sus bastardías, presa de zarzas y de la mala hierba (1987:3). Ortiz como muchos otros intelectuales nacionalistas (p.e Ramiro Guerra) ven en el colonato, y no en la gran explotación americana con trabajo asalariado, en el guajiro que tumba montes, siembra cañas o tabaco y desarrolla una economía de mercado interno y de exportación, el modelo para la economía agraria cubana. Y, por ello, “no estaba de acuerdo con una aristocracia del dinero, dueña ideológica de los inmigrantes menos amonedados y pobres, simples poseedores de su traba-jo y sus hijos urbanos (Le Riverend 1987:IX). Por último, a través de dos textos sobre la inmigración extranjera y sus implicaciones políticas se pone de relieve su pensamiento en torno al papel de aquella en la construcción de la identidad de la nacionalidad cubana (Las dos barajas”, cap. XXXVII, y “Sin baza”, cap.XL). Para F. Ortiz, los españoles, los extranjeros en general, en Cuba sólo pueden tener dos actitudes: una, obtener la nacionalidad cubana, “abrazar nuestra bandera nacio-nalista de Cuba”, y otra, mantenerse ajenos de la vida pública, respetando con educación cívica las instituciones locales. Lo inadmisible es “jugar a dos barajas”: extranjeros rene-gados por la sola perspectiva de un cargo público retribuido, sacar “de Triscornia, de nuestro depósito de inmigrantes, partidas de extranjeros recién arribados, para nacionali-zarlos a toda prisa merced a fraudes bochornosos y hacerlos servir de comparsas en la comedia electoral”, “extranjeros nacionalizados en Cuba, arraigados aquí por vínculos familiares, que a pesar de haber cubanizado su carta de ciudadanía, sacan a relucir a todo instante su natividad española y se insultan cuando consideramos los cubanos de naci-miento que tales o cuales intereses españoles están en pugna con los cubanos, o cuando partiendo de esa base combatimos movimientos y actitudes de la política española cuando se entrega a sus teorías de americanismo egoísta”...”El nacional que traicione a su patria en lo político engaña a un pueblo; pero el que vende su nacionalidad, engaña a dos” (1987:104). El que se nacionaliza cubano debe tener fe y amor a Cuba, no sólo carta de ciudadanía, debe abstenerse de toda vida política, de efectuar la venta del voto y “de ondear la bandera española en las manifestaciones políticas”. En sus fichas inéditas, escritas entre 1908 y 1912, y publicadas en 1990 y 1997 en forma de libro con el título El pueblo cubano, F. Ortiz expresa algo decisivo, que en cierto 2634 modo era una idea sumamente compartida y favoreció la emigración externa especialmen-te canaria, a los que se les concebía como “trabajadores, constantes, honrados”. Si los cubanos no lo eran, “se debía a causas antropológicas: una relativa facilidad de vida, es-clavitud, fecundidad del suelo, discontinuidad de ciertas explotaciones agrícolas, prejui-cio desfavorable a ciertos trabajos, monopolio de ciertas labores por los inmigrantes, etc.” (1997:61). Dos páginas más adelante, F. Ortiz sintetiza su idea afirmando: “Pero, sin duda, tampo-co hemos dado muestras de grandes y constantes energías activas y colectivas, acaso, también porque la integración de fuerzas cubanas jamás ha podido realizarse con intensa adhesión en un país como éste, donde la sociedad es un abigarrado mosaico de razas, nacionalidades, clases y (psicologías), costumbres y espíritus” (1997:64). Los planteamientos acerca de la inmigración no debieron cambiar en F. Ortiz durante el segundo período más arriba indicado. Escasas referencias al mismo he podido encontrar, excepto una de enorme importancia, en el contexto de una conferencia, ya citada, leída en un ciclo organizado por la fraternidad estudiantil Iota- Eta en el anfiteatro Varona de la Universidad de La Habana, el 28 de noviembre de 1939, que posteriormente fue publicada en la Revista Bimestre Cubana de la Habana en 1940 (marzo-abril, vol. XIV, nº2, pp. [161] 186) con el título Los Factores Humanos de la Cubanidad. Este trabajo se puede catalogar como un artículo verdaderamente seminal, en el que se recoge su teoría del ajiaco. Tras definir la cubanidad como “la calidad de lo cubano, o sea su manera de ser, su carácter, su índole, su condición distintiva, su individuación dentro de lo universal”, Ortiz se plantea ¿quién será característica, inequívoca y plenamente cubano?. Entonces analiza que hay varias maneras de ser cubano: por residencia, por nacionalidad, por nacimiento. Según él, la residencia no caracteriza por si sola el ser cubano, “porque en Cuba hay mucho habitante que es extranjero”, de tal modo que, en principio, “se es cubano por tener la ciudadanía del Estado que se denomina Cuba” (1991: 12). No obstante, consciente de que esta ciudadanía es algo añadido y que “la cubanidad sobrepasa los bordes de su carta oficial y se esconde solapada en el mismo bolsillo de sus dineros”, se pregunta en qué medida para ser cubano, se debe haber nacido en Cuba. Y contesta que en sentido prima-rio, y estricto sí, aunque con grandes reservas, pues muchos se han dispersado por otras tierras, han adquirido otras costumbres y maneras exóticas, no tienen siquiera el reconoci-miento de su patria nativa, de tal modo que sólo por accidente han nacido en Cuba. A continuación, Ortiz cita algo de enorme importancia para comprender el papel de la inmigración canaria en Cuba: “no son escasos los cubanos, ciudadanos o no que, nacidos allende los mares, han crecido y formado sus personalidades aquí, en el pueblo cubano, se han integrado en su masa y son indistinguibles de los nativos; son ya cubanos o como cubanos, más cubanos que otros que sólo son tales por su cuna o por su carta. Son aquellos como el folklore expresa, que están aplatanados” (1991:13). Tal denominación “aplatanados” caracteriza a la percepción que sobre los canarios desde tiempo atrás hasta hoy en día han utilizado los peninsulares. Por otra parte, sin duda, Ortiz debía tener en su pensamiento no sólo a sí mismo, sino también a los isleños, que él apenas nombraba porque los creía casi idénticos a los cubanos, “los casi cubanos isleños” (comentario de 2635 Wangüemert sobre Ortiz, según el historiador M. de Paz). En estrecha relación con esto se encuentra la valoración de personajes como Liborio en la prensa (“La Política Cómica”) de los años 20, en la que de La Torriente utiliza a un colono isleño o capataz de la caña del Ingenio Guerrero, propiedad de su padre, como la representación del pueblo cubano, ob-servando y comentando las relaciones entre el poder republicano y los EE.UU. Parece, pues, evidente que se puede establecer una fuerte correlación entre defensa de una inmi-gración familiar (y la canaria lo fué), ideología nacional y teoría de la cubanía. Como han indicado algunos autores (Sierra & Rosario 1998; Galván [Ed] 1997) el inmigrante canario (“el isleño”) estaba explícitamente asociado al campesinado blanco y al mundo rural cubano, y era caracterizado a través de estereotipos ambivalentes, tales como bruto/analfabeto y trabajador/honrado, representando los valores centrales de la iden-tidad cubana asociada al territorio (“el colono”) como depositario de los saberes de la tierra. Por qué el canario era categorizado separadamente de los españoles o gallegos y del criollo, a quien se le caracteriza de indolente, anémico, incapaz de los trabajos arduos, poco serio, y a la vez se le identifica con el pueblo cubano, es algo que está por explicar. Parecen existir dos niveles importantes de análisis, uno que hace referencia a las relacio-nes cotidianas que entretejen la vida social y es categorizada por “el pueblo cubano”, y otra la que utilizan intelectuales, políticos, etc...interesados en un proyecto nacional. Para F. Ortiz “la cubanidad no la da el engendro, y en ese sentido no hay una raza cubana...La cubanidad para el individuo no está en la sangre, ni el papel ni en la habita-ción. La cubanidad es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba. Dicho en términos corrientes, la cubanidad es condición del alma, es complejo de sentimientos, ideas y actitudes...No basta para la cubanidad integral tener en Cuba la cuna, la nación, la vida y el porte; aún falta la conciencia...;son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de querer serlo...Pienso que para nosotros habría de convenir la distinción de la cubanidad, condición genérica de cubano, y la cubanía, cubanidad plena, sentida, cons-ciente y deseada; cubanidad responsable, cubanidad con las tres virtudes -dichas teologales-de fe, esperanza y amor” (Ortiz 1991:13-14). Estas afirmaciones de F. Ortiz excluyen a múltiples residentes de Cuba, que mantuvie-ron su nacionalidad de origen hasta que en 1933 las dificultades derivadas de la ley de nacionalización de la fuerza de trabajo les obligó a optar por la ciudadanía cubana o a retornar a su país. Por último, recientes investigaciones históricas (Paz & Abreu 1996) y de campo han revelado el fortísimo componente endogámico de los canarios en Cuba (Galván [Ed] 1997). Este fenómeno no sólo tiene lugar entre inmigrantes, sino entre estos y pichonas de isleño, es decir hijas de canarios, extendiéndose a segunda y tercera generación. Por otro lado, no sólo tiene lugar en zonas de mayoría isleña (Santa Clara, Sancti-Spíritus, en el centro de Cuba), sino también en zonas de mayoría afrocubana y de otros grupos blancos (Contra-maestre, Palma Soriano, San Luis, en el suroriente cubano), siempre en medios rurales. Se ha podido mostrar, en ambos casos, la fuerte reproducción cultural en ambas regiones de Cuba, de tal modo que, reconociendo la existencia de readaptaciones a un medio ecológico tropical y multiétnico, el sistema cultural canario parece el de mayor vigencia y mejor adaptación. A ello, sin duda, coadyuvó su preferencia por parte de las políticas migratorias 2636 no sólo en Cuba, sino también en Puerto Rico, Venezuela...desde la segunda mitad del siglo XVIII y el carácter secular de sus migraciones a América. Es preciso, por tanto, preguntarse en qué medida lo que afirmamos de los isleños, no sucedió también con otros grupos étnicos hispanos, tales como los catalanes y los asturianos y con los grupos afrocaribeños como los haitianos y jamaiquinos. En nuestra opinión, la verdadera intensificación de la cocción se produce tras la des-aparición del asociacionismo regional y étnico y la suspensión de múltiples rituales festi-vos de carácter público con la Revolución Cubana. Ahora bien, ¿cómo explicar que, en la actualidad, con el período Especial se estén revitalizando prácticas culturales de los chi-nos, jamaiquinos, haitianos y especialmente isleños?, ¿en qué medida ello se debe a la crisis económica y/o a la persistencia a nivel local y familiar de pautas culturales, no desaparecidas?. 2637 BIBLIOGRAFIA Banks, M. 1996 Ethnicity: Anthropological Constructions. London: Routledge. Barnet, M. & Fernández, A. L. (Comp.) 1984 Ensayos Etnográficos. Fernando Ortiz. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. Barreal, I. 1981 “Fernando Ortiz y la cultura popular tradicional”. Santiago 43:125-146. Bolivar, N. 1990 Los Orishas en Cuba. La Habana: Ediciones Unión Unión (UNEAC). Bonte, P. & Izard, M. (Eds) 1996 Diccionario de Etnología y Antropología. Madrid: Akal. Brandon, G. 1993 Santeria from Africa to the New World. The Dead sell Memories. Bloomington: Indiana University Press. Bromléi, Y. 1979 “Aporte a la definición del concepto ‘ethnos´”. 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Título y subtítulo | El ajiaco, una metáfora culinaria sobre la cubanía (a propósito de la inmigración canaria a Cuba: 1880-1930) |
Autor principal | Galván Tudela, José Alberto |
Publicación fuente | XIII Coloquio de historia canario - americano |
Numeración | Coloquio 13 |
Tipo de documento | Congreso y conferencia |
Lugar de publicación | Las Palmas de Gran Canaria |
Editorial | Cabildo Insular de Gran Canaria |
Fecha | 1998 |
Páginas | P. 2621-2639 |
Materias | Congresos ; Historia ; Canarias ; América |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
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Texto | 2621 179 EL AJIACO, UNA METÁFORA CULINARIA SOBRE LA CUBANÍA (A PROPÓSITO DE LA INMIGRACIÓN CANARIA A CUBA: 1880-1930) José Alberto Galván Tudela Según el Diccionario Provincial casi razonado de voces y frases cubanas de Esteban Pichardo el vocablo ajiaco hace referencia a una “comida compuesta de carne de puerco, o de vaca, tasajo, pedazos de plátano, yuca, calabazas, etc..., con mucho caldo, cargado de zumo de limón y ají (pimienta) picante...”(1976:42; e.o.1836). Desde 1939, en que el etnógrafo F. Ortiz (1881-1969) diserta en la Universidad de La Habana sobre “Los factores humanos de la cubanidad”, el ajiaco ha pasado a ser una metáfora culinaria de la cubanía. Esta metáfora está relacionada con la introducción del concepto “transculturación”, que como afirma B. Malinowski, en el prólogo a la obra de F. Ortiz “Contrapunteo cubano del azúcar y el tabaco” (1940), ya este autor pensaba en él desde su primera visita a La Habana en noviembre de 1929. En el presente trabajo se pretende analizar la concepción de F. Ortiz sobre la inmigra-ción en el marco de esta metáfora. A su vez, señala la importancia que tuvieron en la primera etapa de su obra (1900-1930) sus ideas sobre política migratoria, deudoras de la teoría lombrosiana sobre la delincuencia, en la construcción de la nación cubana. Por último, insiste en el papel del colono isleño como paradigma del inmigrante adaptado a la nueva nación cubana. Para el período que nos interesa, debemos tener en cuenta que en el ámbito político tuvo lugar el término de la Guerra de la Independencia, el período de Gobierno Norteame-ricano (1898-1902), una república mediatizada (1902-1958) y el desarrollo progresivo de una ideología nacional, que viene a tomar fuerza legislativa a partir de la ley relativa a la nacionalización de la fuerza de trabajo (1933). Esta ley exigía que el 50% de la mano de obra utilizada en empresas de diversos ramos debía ser cubana o nacionalizada. Ello obli-gó a muchos inmigrantes a retornar, emigrar a otros países como Venezuela, o a naciona-lizarse, especialmente entre los empresarios que decidieron mantener sus negocios y pro-piedades evitando así problemas y molestias fiscales. En el plano demográfico y social, por tanto, estamos ante una realidad caracterizada por una altísima inmigración hispana (Maluquer de Motes 1992; Naranjo 1994) con sus diversos grupos étnicos, tanto canarios (Macías 1992; Cabrera Déniz 1996; Galván [Ed] 1995, 1997) como gallegos (Naranjo 1987,1988), asturianos, catalanes, andaluces..., y la inmigración china, afrohaitiana y jamaiquina, yucateca (Guanche Pérez 1983, 1996), y de otros países europeos... Por tanto, coexisten, por una parte, grupos étnicos, social y cultural heterogéneos, y una amplia 2622 población criolla, que interaccionan entre sí en competencia por los recursos generando nichos económicos y sociales diversos y, a menudo herméticos, aparte de una amplia po-blación flotante, que reside en Cuba por trabajos eventuales y zafras de entre tres y seis meses. Y, por otra parte, ideologías de carácter nacional y de clase, que luchan por unificar o diversificar criterios sociales, por crear o rechazar metáforas que integren una realidad que más se parece a un mosaico que a un caldero que disuelve las diversas culturas gene-rando una cultura única y propia. Multitud de investigadores, etnógrafos, poetas, pintores, musicólogos e ideólogos (Iznaga 1989; Cabrera 1971; Barral 1981; Barnet & Fernández [Eds]1984; Bolívar 1990) han utilizado dicha metáfora y concepto como la herramienta metodológica más expresiva y potente para analizar la construcción nacional cubana. A partir de los años 70, muchos investigadores formados en los países socialistas han incorporado a la metáfora del ajiaco las tesis relativas al “etnos cubano”, concepto derivado de la obra de Y. Bromléi (1979,1986) y la etnografía rusa, afirmándose que la cultura cubana se ha constituido mediante “los diversos aportes y componentes étnicos”, de los que constatamos la existencia a través de sus “huellas, presencias....” (Guanche 1983, 1996; López Valdés 1985). Como hemos mostrado en otro lugar (Galván [Ed] 1995, 1997) y por otros investigado-res (Drummond 1986; Brandon 1993), tal teorización, a pesar de su belleza metafórica y de su complejidad y riqueza discursiva, deja sin explicar las relaciones multiétnicas, las resistencias de los diversos elementos culturales incorporados, la variedad de ajustes e intercambios, los procesos selectivos que aquellas relaciones generan. Todo hace pensar que la realidad social cubana entre 1900 y 1958 constituye un continuum compuesto de múltiples sistemas culturales, donde algunos aparecen entrelazados en intersistemas y otros se encapsulan o readaptan ocupando espacios y nichos ecológico-económicos diferencia-dos. En este sentido, podemos considerar a F. Ortiz no sólo como un investigador social, sino sobre todo como un ideólogo de la nacionalidad cubana que, en base sin duda a referentes empíricos, “construye” un discurso sobre cómo era la realidad social y cómo debía ser la nacionalidad cubana. Por tanto, una ideología queda expresa en la metáfora culinaria de la cubanía, metáfora que está interesada más que en expresar la complejidad de la realidad social en construir ideologías unificadoras del presente y proyectos de futu-ro (Banks 1996; Friedman 1992; Smith 1997). El ajiaco fue el hilo conductor a través del cual se analizó la realidad nacional. En el caldero cubano, al fuego lento de los trópicos, no sólo entraron elementos, rasgos cultura-les o componentes aislados. Con los inmigrantes aparecieron costumbres, hábitos, creen-cias... articuladas en sistemas culturales, donde limitaciones ecológicas u otras constriñeron su reproducción cultural. Pero cada grupo humano presentó diversa y variada adaptabili-dad, perpetuando incluso pautas culturales, p.e. alimenticias, con materias primas locales o importándolas de su país de origen. Tras efectuar una caracterización periódica de la obra del etnógrafo Fernando Ortiz, pasaré a efectuar un análisis pormenorizado de la actitud y valoración que F. Ortiz tuvo del fenómeno migratorio, en el marco de sus ideas sobre la construcción nacional. 2623 Periodización de la obra (1900-1930; 1930-1960) Aunque el pensamiento de F. Ortiz tuvo cierta continuidad durante ambos períodos, especialmente en lo que se refiere a su concepción plástica de la naturaleza humana, tam-bién es evidente que evolucionó desde una perspectiva biológico-racial lombrosiana con vinculaciones con el evolucionismo spenceriano hacia posiciones donde las razas se con-vierten en culturas, y donde el espaldarazo de B. Malinowski, padre del funcionalismo británico, respecto al concepto de transculturación, que tuvo enorme incidencia política en América Latina, no fue respaldado en la academia antropológica donde se continua utilizando genéricamente el concepto de aculturación, para designar los procesos de con-tacto entre culturas, sin presuponer que las culturas primitivas aculturadas no hayan apor-tado nada a la nueva o nuevas culturas nacidas del contacto (Bonte & Izard [Eds]1996; Levinson [Ed.] 1997). Como afirma Franco Ferrarotti, los pensadores italianos de finales del siglo XIX y primeros años del siglo XX “habían abrazado con entusiasmo, igual a su ingenuidad metodológica, la idea de positivismo de origen francés, encontrando en ello la religión laica, una suerte de romanticismo de la ciencia, considerándose casi todos -de manera explícita- discípulos de Herbert Spencer” (1975:115). Se trataba de positivistas de cortos alcances, de eclécticos, que “podían, bajo la enseña de un vago positivismo materialista, conjugar el planteo evolucionista, radicalmente individualista y en el fondo biologista, de Spencer con los postulados del materialismo histórico de Marx...” (1975:116). Tales con-sideraciones teóricas, tenían implicaciones políticas, entre ellas la convicción “científica” de que no eran posibles en la historia como en el resto de la naturaleza saltos dialécticos o rupturas cualitativas, esto es, revolucionarias (1975:116). Por otra parte, sus tipologías psicológicas se transformaban en galerías de retratos, raramente garantizados científica-mente y necesitados de sistematización y análisis. En el primer período, que podríamos establecer entre 1900-1930, el pensamiento de F. Ortiz estaba dominado, aunque matizadamente, por sus conexiones con la escuela crimi-nalista italiana de C. Lombroso y E. Ferri, y la positivista del español Sales y Ferré (Na-ranjo & Puig-Samper 1998). C. Lombroso, fundador de la escuela positivista del derecho penal, basaba su enseñanza, tanto en el plano teórico como en el de la investigación apli-cada, en una noción fundamental: “La criminalidad, el hombre que delinque, el comporta-miento violento y antisocial no son el resultado de un acto consciente y libre de voluntad malvada, se trata al contrario de sujetos que tienen en sí mismos una tendencia malvada innata, ligada a una determinada estructura psíquica y física, radicalmente diferente de la normal, y que se manifiesta en sus mismos caracteres fisonómicos” (Ferrarotti 1975:120- 121). La inmodificable estructura biopsíquica o antropológica del delincuente lo hacía no responsable plenamente de sus actos. La sociedad, no obstante, a pesar de no tener dere-cho a castigarle, sí tenía la obligación de adoptar medidas que permitieran prevenir o controlar su peligrosidad social. El delito se convertía en enfermedad social, “que encon-traba expresiones ocasionales en el comportamiento delincuente de algunos individuos tardos, caracteriológicamente predispuestos, generalmente regresivos” (1975:121). Esta influencia queda manifiesta reiteradamente en los escritos y monografías de este período, tales como “Los negros brujos. Hampa Afrocubana”, editado en 1906, en su 2624 informe Consideraciones criminológicas positivistas acerca de la inmigración en Cuba a la 5ª Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba (1906), publi-cado en forma de artículo en la Revista de Derecho y Sociología bajo el título de La inmigración desde el punto de vista criminológico; se expresa en la obra no acabada El Pueblo Cubano y en Entre cubanos. Psicología Tropical (1913), y Los negros esclavos (1916). La obra de F. Ortiz se completa, entre otros, con su libro La Reconquista de Amé-rica (1910) y otros trabajos importantes, tales como Los Cabildos Afrocubanos (1921), La antigua fiesta afrocubana del Día de Reyes (1920 y 1925), y Los Negros Curros (1926-1928). Durante este período, Ortiz insistía en el papel decisivo de la educación y la ciencia para encaminar al país por nuevos senderos. Para F. Ortiz, las armas se expresan en una sola palabra: “civilización”, porque “civilización es inteligencia; y la inteligencia es la que construye, es la que levanta, la que defiende y la que vence al fin (1987:121). Esta tesis modernizadora, según Le Riverend, “tuvo un fuerte predicamento entre las capas medias y los intelectuales durante las dos primeras décadas republicanas. Es más, alcanzó a movi-lizar a grandes grupos de obreros” (1987:XI). Como es bien sabido, Ortiz había pertenecido al Partido Conservador Nacional (1907), del que era presidente Enrique José Varona, que priorizaba la problemática económica y no la reestructuración de las relaciones políticas, alejándose de él en 1908(Cairo 1997:XII-XIII). En 1915 se afilia al Partido Liberal, accediendo en 1917 a La Cámara de Represen-tantes por dicho partido, siendo reelegido en la misma en 1919 y permaneciendo en ella hasta 1927, en que abandona su cargo “adolorido por nuestra triste realidad” (Le Riverend 1973:30). Desde 1922 representa F. Ortiz al ala izquierda del Partido Liberal, aproximán-dose a la joven generación revolucionaria y al grupo Minorista (entre 1923-1927), enfren-tándose a la dictadura de G. Machado (1923-1933) y exilándose en EE.UU desde diciem-bre de 1930 hasta 1934. En el marco de estos supuestos, F. Ortiz analiza el tema del ñañiguismo, “sociedad criminal de la Habana, formada por los negros” considerándola como un “fenómeno que responde a un estrato determinado de la evolución de los pueblos, cualquiera que sea su raza y su religión...Así es que el ñañiguismo, sociológicamente considerado -dando este nombre al conjunto de características sintomáticas del estado especial de instrucción pú-blica- religiosa que se revelan en frecuentes ocasiones-, no es cubano solamente, ni es exclusivamente negro, lo han conocido casi todos los países y casi todas las razas. Para Ortiz, “para alejar las tinieblas africanas era necesario, pero no bastaba, elevar la instruc-ción”. Era preciso también levantar algo “el nivel moral de nuestra nación muy llorosa y enlutada por la caída de los ídolos que daban ideales a su existencia...” (1987:71-72). Asimismo, critica las consecuencias de la “injerencia de los brujos (quienes con astucia obtienen que las autoridades permitan tácita y benévolamente los actos externos de su culto (toque de tambores, danzas rituales, fiestas de santo...) hábilmente encubiertos con la máscara de un inocente pasatiempo propio de africanos...” (1997:30). Para Ortiz, un elemento tan salvaje en la política cubana, siquiera sea en la municipal, había de producir en la marcha progresiva de la sociedad cubana, grandes consecuencias, “ y este es el mayor peligro de transigir, aunque sea solamente en un ápice, con los brujos, que repre- 2625 sentan la parte más atrasada de la población de Cuba, y en especial aquellas masas de negros que no estan suficientemente desafricanizadas” (1997:30). En estos últimos textos se trasluce la concepción evolucionista y etnocéntrica de F. Ortiz, pues el ñañiguismo parece un estadio universal por el que todas las culturas deben pasar hasta llegar al estado de civilización que se concreta en las sociedades avanzadas europeas, cuya cristalización nacional se encuentra en Inglaterra y países nórdicos. Ortiz, en esta etapa, aunque estudia los cabildos y rituales negros, los entiende sobre todo como instituciones sociales manipuladas políticamente por brujos, y por tanto como negativas para la nación cubana. Para F. Ortiz, el factor étnico negro había influido grandemente en la vida pública cubana, como en su civilización, “por el lastre enorme que representa tan extensa base numérica de psicología primitiva” (1997:28). Casi todas las características “demopsicológicas de nuestro pueblo vienen atavísticamente subrayadas por la raza ne-gra” (1997:28). Ortiz los considera menos violentos que los negros de EE.UU, que son en parte más cultos, y fueron integrados al “patriotizarlos”, al desarrollar el abolicionismo y al adoptar en su programa “la revolución blanca” (1997:29). Por otra parte, en este período, F. Ortiz está dominado también por las concepciones psicologizantes de Gustave Le Bon y Gabriel Tarde, no así por la obra sociológica de E. Durkheim. Estos autores defendían la irreductibilidad del individuo a partir de criterios sociales, y la cristalización en los diversos pueblos de una psicología o alma, que daba sentido y explicación tanto a múltiples prácticas como a los pensamientos y creencias de los pueblos. Así, por ejemplo, según F. Ortiz, el factor blanco forma el núcleo de la pobla-ción e inspira el alma del pueblo cubano. Termina afirmando F. Ortiz, que la lucha por el predominio (étnico) en la sociedad cubana entre latinos, sajones y negros, será la historia de Cuba durante el siglo XX, y que hay que felicitarse por la aparición de una nueva raza, la anglosajona, que ofrece brios incoercibles e indiscutibles, a la que hay que tender la mano amiga, prestándose a la amal-gama, porque “la sociedad cubana no puede sino ganar con ello” (1997:34). En los capítulos cuatro y cinco de su libro “El Pueblo Cubano”, Ortiz se dedica a estudiar El Alma Cubana, el primero a los caracteres intelectuales y el segundo a los caracteres sensitivos. Las preguntas que intenta contestar F. Ortiz son: ¿Cómo es el alma cubana?. ¿Cómo se manifiesta la resultante de las diversas civilizaciones que se acrisolan en Cuba?. ¿Cuál es la psicología de nuestro pueblo?. ¿De qué manera influye en la políti-ca?. F. Ortiz es sumamente consciente de la dificultad de analizar lo que denomina la “demopsicología cubana, por la múltiple diferenciación psicológica de los componentes de nuestra sociedad” (1997:36). Tal actitud metodológica era adoptada para el análisis de cualquier psicología o carácter de los pueblos por parte de los sociólogos contemporá-neos, especialmente franceses, italianos y anglosajones (Sergi, Fouillée, Demolins, Emerson, Münsterberg), aunque escribieron diversos libros sobre “los americanos, los pueblos europeos, los latinos y los anglosajones”, trabajos que iban más allá del carácter 2626 estrictamente nacional para ampliarlos a lo anglosajón, lo latino, lo europeo... El hecho es que, a pesar de que F. Ortiz es consciente de que se ha pensado poco sobre la psicología nacional, fenómeno que “acaso sea una de las más destacadas características de nuestra psicología”, intenta establecer algunas de ellas. Entre las intelectuales destaca la ignoran-cia, la pereza y apatía, la intransigencia casi absoluta en materia religiosa, la irreflexión, el fatalismo, la precocidad sexual, el choteo... Una caraterística moral de enorme interés es la referente a la sexualidad y el matrimo-nio, pues aunque Ortiz no condena las uniones consensuales sí apoyará, como veremos más adelante, la condición familiar de la inmigración, que tiene estrecha relación con la idea que muchos intelectuales cubanos tuvieron desde la segunda mitad del siglo XIX de defender el patrón familiar monogámico y estable: “En nuestro ambiente psíquico de im-previsión infantil y de sexualismo de fuego, la victoria siempre es de esta última. O se traduce en matrimonios precoces y parasitarios, a través de raptos o acuerdos familiares; o se refleja en el gran número de uniones libres, que la estadística descubre en Cuba... El número de esas personas que viven legalmente en concubinato y que el Censo llama casa-dos por virtud de contratos consensuales, ascendió a 176.509 en 1907; o sea, 8,6 % de la población total. Sólo hay 2,4 matrimonios por cada unión libre. En este fenómeno influye bastante la raza. Entre los blancos, el número de unidos libremente era de 68.298 -o sea, de un 4,8 % de la población blanca-, mientras que entre los negros se contaban 108.211 -o sea, un 17,4 % de la población negra-. Consecuencia de estas uniones son las cifras de nacidos ilegítimamente...Y aún las cifras resultan inferiores a la realidad, según el propio Informe del Censo de 1909 demuestra” (1997:76-77). Del segundo período (1930-1960) van a destacar ante todo el artículo seminal publica-do en la Revista Bimestre Cubana [XIV (2):161-186] en 1940 y titulado Los factores humanos de la cubanidad, redactado en base a una conferencia, que había impartido en la Universidad de la Habana el 28 de noviembre de 1939. En este artículo aparecerá por primera vez la metáfora del ajiaco como síntesis simbólica de la cubanía. En segundo lugar, su obra Contrapunteo Cubano del azúcar y el tabaco, publicada en 1940, en la que introduce el concepto de “transculturación” mostrando su importancia como fenómeno social en Cuba, aplicándolo al mundo del tabaco, y criticando el de “aculturación” por su carga ideológica y poco científica. Durante las décadas de los cuarenta y cincuenta anali-zará sistemáticamente otros campos, especialmente en la música, en escritos como Por la integración cubana de blancos y negros (1942), Las confluencias culturales de Cuba (1943) editado en el Boletín de la Unión Pana-americana (Washington), La transculturación blanca de los tambores de los negros (1952)en los Archivos venezolanos de Folklore... Durante el exilio en EE.UU (1930-1934), F. Ortiz escribe en la prensa neoyorkina y de Tampa sobre “la responsabilidad de EE.UU en los males de Cuba”. Al dejar la política militante se va a dedicar de lleno a la difusión cultural, reconstruyendo la Institución Hispano-Cubana de Cultura, publicando la Revista Ultra (1936), fundando la Sociedad de Estudios Afrocubanos, animando el Instituto Internacional de Estudios Afroamericanos con sede en México y participando en la Sociedad Cubana de Estudios Históricos. En 1945 preside el Instituto Cubano-Soviético de Relaciones Culturales, alentando la revista Cuba y la URSS. En esa fecha sale a la luz El Engaño de las Razas, su obra más importante sobre la integración racial en Cuba, en la que critica los principios pseudocientíficos que 2627 se han utilizado para defender la superioridad de unos pueblos sobre otros, así como la falsedad y artificialidad de las categorías raciales. Este texto, una década después será citado por el famoso antropólogo físico Juan Comas, como un ejemplo de científico con-secuente con sus ideas sobre integración racial. En ese mismo año se le otorga el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad de Columbia, donde había trabajado el antropólogo Franz Boas, y se encontraban sus discípulas Margaret Mead y Ruth Benedict, que desde los años veinte desarrollaron los estudios de Antropología y Psicología en sus análisis de Cultura y Personalidad y El Carácter Nacional, grandes defensores del relativismo cultural y la lucha antiracial. En dicha universidad había estudiado con Boas, uno de los afroamericanistas más importantes de EE.UU, M.J.Herkovits, que desarrolló la teoría de la aculturación. Este autor salió al paso de las críticas establecidas en el libro Contrapunteo cubano del azúcar y el tabaco de F. Ortiz al concepto de aculturación, indi-cando que este sólo indicaba préstamo cultural, que siempre es mutuo en mayor o menor grado, y no tiene carácter etnocéntrico (Herkovits 1938, 1948). En esta época, Cuba ya no era, para F. Ortiz, el “mosaico étnico”, que afirmara en su obra El Pueblo Cubano. Los pueblos se habían cruzado y entrecruzado en una confusa maraña étnica de blancos, negros, amarillos y, aunque en ínfima cuantía también de cobri-zos. La raza, lo cósmico y lo social se influyen recíprocamente, determinando en propor-ciones infinitamente variadas y variables los fenómenos de la vida supra-orgánica. En la conferencia más arriba citada, impartida en la Universidad de La Habana, F. Ortiz tras definir a Cuba como un lugar, una isla, un archipiélago, es decir como “una tierra y un pueblo, y que lo cubano es lo propio de este país y de su gente”, pasa a considerar que “la cubanidad en lo humano es sobre todo una condición de cultura. La cubanidad es la perte-nencia a la cultura de Cuba” (1991:14). Con esto rompe con la concepción racial que defendía durante las dos primeras décadas de este siglo. Define la cultura como un hecho social, que debe ser concebida como una realidad dinámica y creadora, que incorpora el pasado, su advenimiento histórico y su devenir previsible. Ortiz es consciente de que Cuba es una tierra a la que llegan múltiples poblaciones con sus culturas, que no sólo efectúan “su transplantación desde múltiples ambientes extraños al singular de Cuba, sino en sus transformaciones locales...No como una realidad sintética ya formada y conocida, sino como la experiencia de muchos elementos humanos que a esta tierra llamada Cuba han venido y siguen viniendo en carne o en vida, para fundirse con su pueblo y codeterminar su cultura” (1991:14). Concebida culturalmente, Cuba es un ajiaco, algo más que un crisol, metáfora metalúr-gica en un país donde no existen más que escasas fundiciones artesanales. “La metáfora del ajiaco le parece más precisa, más comprensiva y más apropiada para un auditorio cubano” (1991:14). ¿Qué es el ajiaco?. Se trata de un guiso que, con sus variantes alimen-ticias según su peculiar ecología, coexiste en otras partes del mundo, asemejándose a la “olla podrida”, al puchero o al cocido. En Cuba “es el guiso más típico y complejo, hecho de varias especies de legumbres, que aquí decimos ‘viandas´, y de trozos de carnes diver-sas; todo lo cual se cocina con agua en hervor hasta producirse un caldo muy grueso y suculento y se sazona con el cubanísimo ají que le da el nombre” (1991:15). La metáfora viene ad hoc, pues se enraiza en los tainos, los primeros que habitaron la tierra cubana, representando el hilo umbilical con el pasado ancestral, la raíz heredada. 2628 Por otra parte, ellos eran agricultores, que habían abandonado el nomadismo dedicándose a una vida sedentaria, aprendiendo a cocer los alimentos en cazuelas de fuego. Por tanto, habían superado la fase del salvajismo, haciendo de Cuba su territorio permanente. Por otra parte era un “plato único”, comunitario, que consistía en una cazuela de barro abierta con agua hirviendo sobre el hogar, a la cual se echaban las hortalizas, hierbas y raíces (maíz, papa, malanga, boniato, yuca) que la mujer cultivaba y tenía en su conuco según las estaciones, así como las carnes de jutías, iguanas, cocodrilos, majás, tortugas, cobos y otras alimañas de caza y pesca, todo condimentado con el ají. De esa olla se sacaba lo que se iba a comer. Lo sobrante quedaba para la comida posterior, al que se le cocinaba añadiendo agua y nuevas viandas y carnes. “Y así, día tras día, la cazuela sin limpiar, con su fondo lleno de sustancias desechas en caldo pulposo y espeso, en una salsa análoga a esa que constituye lo más típico, sabroso y suculento de nuestro ajiaco, ahora con más limpieza, mejor aderezo y menos ají” (1991:15). Este ajiaco ha permanecido un alimento central en la dieta cubana, cambiando los ingredientes, que progresivamente han sido menos silvestres y más domesticados, “menos salvajes y más civilizados”: Calabazas y nabos, carnes de res, tasajo, cecinas y lacón de los castellanos. Guineas, plátanos, ñames y la técnica cocinera africana... Cuba es como un ajiaco que ha ido hirviendo y cocinando, a fuego vivaz o a rescoldo “las sustancias humanas que se metieran en la olla por las manos del cocinero...Y en todo momento el pueblo nuestro ha tenido, como el ajiaco, elementos nuevos y crudos acaba-dos de entrar en la cazuela para cocerse; un conglomerado heterogéneo de diversas razas y culturas, de muchas carnes y cultivos, que se agitan, entremezclan y disgregan en un mismo bullir social; y allá en lo hondo del puchero, una masa nueva ya posada, producida por elementos que al desintegrarse en el hervor histórico han ido sedimentando sus más tenaces esencias en una mixtura rica y sabrosamente aderezada, que ya tiene un carácter propio de creación. Mestizaje de cocinas, mestizaje de razas, mestizaje de culturas. Caldo denso de civilización que borbollea en el fogón del Caribe...” (1991:16). Ahora bien, la cubanidad “no esta en esa salsa, sino también en el resultado del mismo proceso de formación, desintegración e integración, en los elementos entrados en acción, en el ambiente en que se opera y en las vicisitudes de su transcurso. Lo característico de Cuba es que siendo ajiaco, su pueblo no es un guiso hecho, sino una constante cocedura” (1991:16). Este bellísimo texto, sin duda, es más expresivo y comprensivo que los que describían a Cuba como un crisol, donde los elementos que se introducen casi desaparecen. Por otro lado, se elige una comida que ha presidido la casa, el bohío de los habitantes de Cuba, desde el más profundo pasado taíno hasta el momento en que se escribe. El recurso a una imagen del pasado constituye el hilo umbilical con la tierra madre, con la naturaleza y la cultura creada a través de su contacto. Por otra parte, es un plato único, una cacerola de donde cada uno participa colectivamente, representando la unidad en la comensalidad, la participación en la hospitalidad. Sólo varían los ingredientes, que han cambiado a través de la historia. Si la comida, el ajiaco, es un buen ejemplo de los procesos de transculturación de los elementos incorporados, no parece sin embargo expresar toda la realidad social de la Cuba 2629 de la época. Existe un punto de partida erróneo en el pensamiento de F. Ortiz, según el cual siempre la mayoría de los grupos étnicos llegaban a Cuba plenamente deculturados (p.e. los esclavos africanos) o deseando perder de vista la realidad cultural de su origen (p. e. los españoles de los siglos XVI-XVII). La mayoría, se afirma, venían solos y eran hom-bres, prestos a fundirse fácilmente en un nuevo país o a regresar enriquecidos. Por tanto, la reproducción cultural de los inmigrantes en Cuba estaba condenada al fracaso. Sólo traían su demopsicología, sus caracteres raciológicos y psicológicos y trozos de su cultura. Este supuesto, sin duda, favorecía la metáfora del ajiaco. Y, aunque el ajiaco no es sólo el caldo espeso, que ya tiene un carácter propio de creación, sino una constante cocedura, nos habla más del estado de los alimentos incorporados y poco de los diversos procesos de interacción de los mismos. Más aún, el carácter dialéctico, abierto, siempre renovado de la realidad cubana, no debía excluir un análisis pormenorizado de períodos y procesos. Investigaciones recientes muestran cómo y en qué medida no entraban en el caldero individuos, rasgos o componentes culturales aislados, entraban grupos étnicos con sus sistemas culturales, cuyos miembros estaban articulados a través de fuertes y variadas redes sociales. Sin duda, esta interacción creó una cultura propiamente cubana, que se manifestaba en algunos dominios de la vida social y cultural, p. e. en la música, y una conciencia nacional, pero también en niveles más profundos, más locales, de la vida dia-ria, muchos grupos étnicos reprodujeron, adaptaron o reinventaron su cultura propia, iden-tificándose a sí mismos según su país de origen y diferenciándose mutuamente. A ello contribuyeron decisivamente las asociaciones de beneficencia y socorros mutuos, que a la vez que ayudaron a los inmigrantes fomentaron la cultura de origen en unos casos, revitalizándola en otros. Es, por ello, que un análisis más en detalle debe dar cuenta de los diferentes niveles de la identidad, que va de lo local, a lo regional y lo nacional, teniendo en cuenta la diversidad étnica interna. Como indicara el mismo Ortiz, “un siglo de conmociones fue uniendo, fundiendo y refundiendo en una común conciencia cubana a elementos heterogéneos. Pero la nación no está hecha, ni su masa está integrada. Todavía hoy, sin cesar siguen llegando corrientes exógenas, blancas, negras y amarillas, de inmigrantes y de ideas, a rebullir en el caldo de Cuba y a diferir la consolidación de una definitiva y básica homogeneidad nacional” (1991:29-30). En otras palabras para F. Ortiz la identidad cubana era una identidad siem-pre abierta y compleja. Pero su proyecto político-ideológico le llevo a utilizar una metáfo-ra que nos habla más de lo siempre abierto y uniforme, que de lo complejo y diverso de la realidad cubana de su época. El problema de la inmigración en la obra de F. Hortiz. Durante la V Conferencia Nacional de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, celebrada en Santiago de Cuba en 1906, F. Ortiz presentó un importante informe que en el mismo año fue recogido en la Revista Derecho y Sociología, y que diseña los principios científicos y positivos derivados de la ciencia criminológica, a la vez que formula conse-jos para seleccionar los inmigrantes, establecer las características más favorables de los mismos, e indicar mecanismos de control sobre su identidad. He querido analizar este texto en detalle pues, a pesar del valioso trabajo de los historiadores Naranjo Orovio y García González (1996), lo creo decisivo para entrever la posición de F. Ortiz en ese período no sólo sobre la inmigración, sino también sobre su concepción de la cubanía. 2630 ¿Por qué era importante estudiar la inmigración desde un punto de vista criminológico?. F. Ortiz había escrito El Hampa afrocubana, había estudiado la delincuencia entre los negros a partir de las tesis lombrosianas, y afirmaba que “los inmigrantes, por el mero hecho de serlo, dan una mayor delincuencia que los nativos del país. En la vecina confede-ración, los Estados que dan el maximum de inmigrantes, dan también el maximum de criminalidad” (1906:59-60). Asimismo, apoyaba el siguiente principio criminológico: “son preferibles las pequeñas corrientes de inmigración procedentes de muchos países distin-tos, a una gran corriente inmigratoria originaria de un solo pueblo” (1906:61). Partiendo de estos supuestos, para F. Ortiz, el factor raza era el más importante para plantear la inmigración. “Las razas negra y amarilla, aparte de otras taras sociales, son más delincuentes que la blanca, porque sus psiquis primitivas o bárbaras se hallan desnu-das de los estratos altruistas de que aquélla (la blanca) ya ha logrado revestirse” (1906:55). Y sigue afirmando, que de la embrionaria estadística criminal que se poseía se podía dedu-cir lo siguiente: En primer lugar, la tasa de delincuencia de los chinos era la más alta de Cuba, seis veces mayor que la de los blancos , y la de la población negra era “más delincuente que la blanca colocada en idéntica posición social” (1906:55). Es decir, entre las capas sociales bajas y campesinas. La negra y amarilla, para F. Ortiz, eran “razas reconocidamente atrasadas”, aunque en otros escritos de la época admitía que las razas evolucionan, de tal modo que la “raza negra” existente en Cuba a principios del siglo XX tenía un cráneo más evoluciona-do que el del africano. Por otra parte, los mestizos que constituían el término medio entre las razas puras ocu-paban, desde el punto de vista criminológico, igual situación. Seguramente, puesto que ya formaban parte de la población de Cuba, deberían considerarse como un mal menor. En segundo lugar, a partir de estos hechos empíricos, puesto que era la naturaleza racial lo que les llevaba al crimen, F. Ortiz afirmó que “dejando aparte consideraciones de orden económico más o menos atendibles, cabe sostener pues que los inmigrantes de razas ne-gras y amarillas serán perjudiciales y que deben ponerse trabas a su inmigración” (1906:55). Siguiendo el ejemplo de otros países, como Australia y Nueva Zelanda, propuso defen-der la inmigración blanca y aconsejar, para los asiáticos, la utilización del “sistema eliminativo actual”, o sustituyéndolo por medidas indirectas, tales como prohibir “la in-migración de los que no hablen una lengua europea”. Estas medidas parecían suficientes a Fernando Ortiz ante la poca probabilidad de “una inmigración en masa de negros haitianos o norte-americanos”. En tercer lugar, para establecer una prioridad entre las poblaciones de raza blanca (es-pañoles, italianos, alemanes, irlandeses, noruegos, polacos, hebreos...), y partiendo de los datos empíricos derivados de los delitos cometidos, F. Ortiz incorpora la teoría del determinismo geográfico, que intentaba explicar la mayor abundancia de delitos de sangre (contra la vida), “esos delitos bárbaros en los cuales muéstrase plenamente la impulsividad exagerada”, por la climatología que derivaba en una demo-psicología específica de las poblaciones meridionales, tanto a nivel nacional como continental. E, igualmente, la exis- 2631 tencia de una mayor delincuencia fraudulenta, (contra la propiedad), hija de su más inten-sa intelectualidad y del mayor progreso de sus individuos”, entre las poblaciones septen-trionales. Por todo ello, se defiende que se “debe propender hacia una inmigración procedente de los países del Norte europeo, como Noruega, Alemania, Irlanda, Polonia, etc., con prefe-rencia a España, Portugal, Italia y los Balkanes”, y dentro de cada uno de estos países, las regiones del Norte que las del Sur. Así de España debe preferirse la inmigración cantábrica, gallega y catalana, a la andaluza...”(1906:56). A pesar de lo afirmado hasta aquí, F. Ortiz tenía una concepción evolutiva, dinámica de las razas, y una extremada sensibilidad para insistir en el papel de las diferencias y varia-ciones regionales. Así, en el Pueblo Cubano, Ortiz, al referirse a “las razas negra y blanca en Cuba y al tratarse de su civilización desigual y tachar de inferior a la primera”, no pretendía “fulminar contra ella una especie de anatema eterno como la bíblica maldición a Can, sino sencillamente dar expresión antropológica a una agrupación de hombres, quie-nes, por la acción secular de deficientes factores cósmico-sociales, no han podido alcanzar el grado de progreso físico-psíquico logrado por otros hombres, que se han formado al correr de las edades en medios más favorables y generosos” (1997:18). Es por ello, que a pesar de este marco un tanto determinista reconozca que en la práctica la norma teórica tiene excepciones, derivadas principalmente “de la mayor o menor adaptabilidad de los inmigrantes al suelo cubano, factor íntimamente ligado con el de la raza” (1906:56-57). En este sentido reconoce que también la tradición muestra la importancia de las inmi-graciones del Mediodía de Europa, “ya que sus habitantes son los que con mayor facilidad se adaptan a este nuestro medio”, aunque insiste que “no hay que olvidar la importación de aquellos nórdicos, necesarios para que inyecten en la sangre de nuestro pueblo los glóbulos rojos que nos roba la anemia tropical, y siembren entre nosotros los gérmenes de energía, de progreso, de vida, en fin, que parecen ser hoy patrimonio de los pueblos más fríos” (1906:57). Aparte del factor étnico, que Ortiz identifica con el de raza, insiste en que la condición de campesinos, la condición de casados y de paternidad, el mayor grado de instrucción, el carácter no sectario del credo religioso, la profesión no parasitaria, son factores que suponen una menor “delincuencia originaria y una mayor adaptabilidad a nuestro medio económico y social” (1906:57). Dado que la idea primordial de F. Ortiz era ver Cuba como crisol de razas, el lema de la legislación cubana sobre la inmigración debía ser: “hay que absorber al inmigrante, asimilárnoslo, hacérnoslo nuestro”. No se trataba sólo de evitar lo que Lombroso había afirmado, “que el emigrante representa la especie de aglomeración humana con mayores tendencias a la delincuencia asociada”, o evitar delitos colectivos y la creación de socieda-des secretas, como las importadas por los italianos en EE.UU (la Mafia). Se trataba, sobre todo, de favorecer la participación de los inmigrantes en la construcción nacional cubana, disolviendo al menos su raza. ¿Cómo favorecer este proceso?. A esto contestaba F. Ortiz, afirmando que “habrá que desparramarlos por nuestros despoblados campos, evitando la formación de núcleos de extranjeros de una misma raza, especialmente de los que hablan 2632 lenguajes no españoles, porque ello impediría su absorción por la sociedad cubana en el menos tiempo posible,...” (1906:58-59). Sin embargo, contrariamente a esto, era favorable al papel y las ventajas que ya ofre-cían los “centros regionales”, que se debían multiplicar en las poblaciones rurales como “sociedades de seguros mutuos contra enfermedades”, sin prever su papel como mecanis-mos de cohesión de identidades culturales en base al origen de las poblaciones inmigrantes. Tales centros, afirma F. Ortiz, citando al “Centro Balear” de la Habana al que sin duda pertenecía como hijo de inmigrante menorquín, cumplían una función importante “contra la explotación inhumana de los inmigrantes asalariados, no sólo desde el punto de vista económico sino desde el que podríamos llamar sanitario”. En cierta medida los centros regionales españoles los concebía como una institución paralela al Estado cubano, que cumplían funciones que en cierto modo pertenecían a aquel. Por otra parte, la concepción de F. Ortiz sobre las razas estaba asociada a su papel en el progreso de la inteligencia y en la construcción nacional. Es por ello, que insistirá durante todo este período en el papel social, no revolucionario, del movimiento obrero: “Habrá que prepararse también a recibir a oleadas el fermento de las agitaciones económicas, pues con la grande inmigración vendrán a intensificarse los ideales socialistas, ya digeri-dos por el proletariado europeo, y contra los inconvenientes de un futuro trastorno revolu-cionario habrá que prepararse con una sensata y a la vez audaz legislación obrera, como la que van implantando las naciones europeas, como la ley de accidentes del trabajo, seguro de la vejez, reglamentación del trabajo de mujeres y niños, creación de cooperativas de consumo, tribunales arbitrales, reglamento de huelgas etc., todas esas reformas evoluti-vas, en fin, de que carecemos en absoluto” (1906:59). Por último, F. Ortiz plantea en este informe estar atentos a los antecedentes delictivos, prohibiendo la inmigración a los criminales, a no ser que hayan pasado “un determinado período de tiempo desde que salieron de las prisiones (5 años, por ejemplo) durante el cual hayan observado vida honrada”. Proponía, asimismo, la creación de un registro gene-ral con oficinas de identificación dactiloscópica en los puertos de desembarco con lo cual “la personalidad de cada inmigrante quedaría así como grabada, absolutamente invariable mientras permaneciera en el territorio nacional” (1906:63). Los que cometieran delito deberían ser expulsados del país, previo cumplimiento de condena. Había que fomentar la dispersión en el territorio cubano de los inmigrantes del mismo país y lengua, sobre todo si no hablaban español. Las inmigraciones no deberían ser masi-vas, sino pequeñas por individuos del mismo país, a fin de reducir la “defectuosidad delictuosa”. Si el grupo era pequeño estaría integrado por los hombres más fuertes, inteli-gentes y aptos para la lucha por la vida. En este período tanto para Ortiz como para otros intelectuales, los inmigrantes eran “el fermento de las agitaciones económicas”, causantes de la intensificación de “los ideales socialistas, ya digeridos por el proletariado europeo”, así como “los inconvenientes de un futuro trastorno revolucionario”. En un capítulo inicial a la obra Entre cubanos. Psicología Tropical, titulado Al dormido 2633 lector, F. Ortiz utiliza como modelo de la construcción nacional al colono, muchos de ellos inmigrantes canarios tanto en la caña como en las vegas de tabaco, que aceptando préstamos en régimen de refacción, incluso de tipo usurero, crea y desarrolla, tumbando monte, la explotación agrícola en que se encuentra: No nos importe hacer uso del crédito, no temamos cual colonos rutineros acudir al extraño refaccionista para un préstamo de energías y de ejemplos, que aún cuando haya que pagarle intereses de usura, rica será la hacienda si todos en ella trabajamos y lo gobernamos bien, pues así cubrirá sus compromisos íntegramen-te y dará vida feliz y próspera a los que a ella dedicaron sus cariños y sus labores, y a los que, ingratos, la hicieron víctima de sus codicias y de sus bastardías, presa de zarzas y de la mala hierba (1987:3). Ortiz como muchos otros intelectuales nacionalistas (p.e Ramiro Guerra) ven en el colonato, y no en la gran explotación americana con trabajo asalariado, en el guajiro que tumba montes, siembra cañas o tabaco y desarrolla una economía de mercado interno y de exportación, el modelo para la economía agraria cubana. Y, por ello, “no estaba de acuerdo con una aristocracia del dinero, dueña ideológica de los inmigrantes menos amonedados y pobres, simples poseedores de su traba-jo y sus hijos urbanos (Le Riverend 1987:IX). Por último, a través de dos textos sobre la inmigración extranjera y sus implicaciones políticas se pone de relieve su pensamiento en torno al papel de aquella en la construcción de la identidad de la nacionalidad cubana (Las dos barajas”, cap. XXXVII, y “Sin baza”, cap.XL). Para F. Ortiz, los españoles, los extranjeros en general, en Cuba sólo pueden tener dos actitudes: una, obtener la nacionalidad cubana, “abrazar nuestra bandera nacio-nalista de Cuba”, y otra, mantenerse ajenos de la vida pública, respetando con educación cívica las instituciones locales. Lo inadmisible es “jugar a dos barajas”: extranjeros rene-gados por la sola perspectiva de un cargo público retribuido, sacar “de Triscornia, de nuestro depósito de inmigrantes, partidas de extranjeros recién arribados, para nacionali-zarlos a toda prisa merced a fraudes bochornosos y hacerlos servir de comparsas en la comedia electoral”, “extranjeros nacionalizados en Cuba, arraigados aquí por vínculos familiares, que a pesar de haber cubanizado su carta de ciudadanía, sacan a relucir a todo instante su natividad española y se insultan cuando consideramos los cubanos de naci-miento que tales o cuales intereses españoles están en pugna con los cubanos, o cuando partiendo de esa base combatimos movimientos y actitudes de la política española cuando se entrega a sus teorías de americanismo egoísta”...”El nacional que traicione a su patria en lo político engaña a un pueblo; pero el que vende su nacionalidad, engaña a dos” (1987:104). El que se nacionaliza cubano debe tener fe y amor a Cuba, no sólo carta de ciudadanía, debe abstenerse de toda vida política, de efectuar la venta del voto y “de ondear la bandera española en las manifestaciones políticas”. En sus fichas inéditas, escritas entre 1908 y 1912, y publicadas en 1990 y 1997 en forma de libro con el título El pueblo cubano, F. Ortiz expresa algo decisivo, que en cierto 2634 modo era una idea sumamente compartida y favoreció la emigración externa especialmen-te canaria, a los que se les concebía como “trabajadores, constantes, honrados”. Si los cubanos no lo eran, “se debía a causas antropológicas: una relativa facilidad de vida, es-clavitud, fecundidad del suelo, discontinuidad de ciertas explotaciones agrícolas, prejui-cio desfavorable a ciertos trabajos, monopolio de ciertas labores por los inmigrantes, etc.” (1997:61). Dos páginas más adelante, F. Ortiz sintetiza su idea afirmando: “Pero, sin duda, tampo-co hemos dado muestras de grandes y constantes energías activas y colectivas, acaso, también porque la integración de fuerzas cubanas jamás ha podido realizarse con intensa adhesión en un país como éste, donde la sociedad es un abigarrado mosaico de razas, nacionalidades, clases y (psicologías), costumbres y espíritus” (1997:64). Los planteamientos acerca de la inmigración no debieron cambiar en F. Ortiz durante el segundo período más arriba indicado. Escasas referencias al mismo he podido encontrar, excepto una de enorme importancia, en el contexto de una conferencia, ya citada, leída en un ciclo organizado por la fraternidad estudiantil Iota- Eta en el anfiteatro Varona de la Universidad de La Habana, el 28 de noviembre de 1939, que posteriormente fue publicada en la Revista Bimestre Cubana de la Habana en 1940 (marzo-abril, vol. XIV, nº2, pp. [161] 186) con el título Los Factores Humanos de la Cubanidad. Este trabajo se puede catalogar como un artículo verdaderamente seminal, en el que se recoge su teoría del ajiaco. Tras definir la cubanidad como “la calidad de lo cubano, o sea su manera de ser, su carácter, su índole, su condición distintiva, su individuación dentro de lo universal”, Ortiz se plantea ¿quién será característica, inequívoca y plenamente cubano?. Entonces analiza que hay varias maneras de ser cubano: por residencia, por nacionalidad, por nacimiento. Según él, la residencia no caracteriza por si sola el ser cubano, “porque en Cuba hay mucho habitante que es extranjero”, de tal modo que, en principio, “se es cubano por tener la ciudadanía del Estado que se denomina Cuba” (1991: 12). No obstante, consciente de que esta ciudadanía es algo añadido y que “la cubanidad sobrepasa los bordes de su carta oficial y se esconde solapada en el mismo bolsillo de sus dineros”, se pregunta en qué medida para ser cubano, se debe haber nacido en Cuba. Y contesta que en sentido prima-rio, y estricto sí, aunque con grandes reservas, pues muchos se han dispersado por otras tierras, han adquirido otras costumbres y maneras exóticas, no tienen siquiera el reconoci-miento de su patria nativa, de tal modo que sólo por accidente han nacido en Cuba. A continuación, Ortiz cita algo de enorme importancia para comprender el papel de la inmigración canaria en Cuba: “no son escasos los cubanos, ciudadanos o no que, nacidos allende los mares, han crecido y formado sus personalidades aquí, en el pueblo cubano, se han integrado en su masa y son indistinguibles de los nativos; son ya cubanos o como cubanos, más cubanos que otros que sólo son tales por su cuna o por su carta. Son aquellos como el folklore expresa, que están aplatanados” (1991:13). Tal denominación “aplatanados” caracteriza a la percepción que sobre los canarios desde tiempo atrás hasta hoy en día han utilizado los peninsulares. Por otra parte, sin duda, Ortiz debía tener en su pensamiento no sólo a sí mismo, sino también a los isleños, que él apenas nombraba porque los creía casi idénticos a los cubanos, “los casi cubanos isleños” (comentario de 2635 Wangüemert sobre Ortiz, según el historiador M. de Paz). En estrecha relación con esto se encuentra la valoración de personajes como Liborio en la prensa (“La Política Cómica”) de los años 20, en la que de La Torriente utiliza a un colono isleño o capataz de la caña del Ingenio Guerrero, propiedad de su padre, como la representación del pueblo cubano, ob-servando y comentando las relaciones entre el poder republicano y los EE.UU. Parece, pues, evidente que se puede establecer una fuerte correlación entre defensa de una inmi-gración familiar (y la canaria lo fué), ideología nacional y teoría de la cubanía. Como han indicado algunos autores (Sierra & Rosario 1998; Galván [Ed] 1997) el inmigrante canario (“el isleño”) estaba explícitamente asociado al campesinado blanco y al mundo rural cubano, y era caracterizado a través de estereotipos ambivalentes, tales como bruto/analfabeto y trabajador/honrado, representando los valores centrales de la iden-tidad cubana asociada al territorio (“el colono”) como depositario de los saberes de la tierra. Por qué el canario era categorizado separadamente de los españoles o gallegos y del criollo, a quien se le caracteriza de indolente, anémico, incapaz de los trabajos arduos, poco serio, y a la vez se le identifica con el pueblo cubano, es algo que está por explicar. Parecen existir dos niveles importantes de análisis, uno que hace referencia a las relacio-nes cotidianas que entretejen la vida social y es categorizada por “el pueblo cubano”, y otra la que utilizan intelectuales, políticos, etc...interesados en un proyecto nacional. Para F. Ortiz “la cubanidad no la da el engendro, y en ese sentido no hay una raza cubana...La cubanidad para el individuo no está en la sangre, ni el papel ni en la habita-ción. La cubanidad es principalmente la peculiar calidad de una cultura, la de Cuba. Dicho en términos corrientes, la cubanidad es condición del alma, es complejo de sentimientos, ideas y actitudes...No basta para la cubanidad integral tener en Cuba la cuna, la nación, la vida y el porte; aún falta la conciencia...;son precisas también la conciencia de ser cubano y la voluntad de querer serlo...Pienso que para nosotros habría de convenir la distinción de la cubanidad, condición genérica de cubano, y la cubanía, cubanidad plena, sentida, cons-ciente y deseada; cubanidad responsable, cubanidad con las tres virtudes -dichas teologales-de fe, esperanza y amor” (Ortiz 1991:13-14). Estas afirmaciones de F. Ortiz excluyen a múltiples residentes de Cuba, que mantuvie-ron su nacionalidad de origen hasta que en 1933 las dificultades derivadas de la ley de nacionalización de la fuerza de trabajo les obligó a optar por la ciudadanía cubana o a retornar a su país. Por último, recientes investigaciones históricas (Paz & Abreu 1996) y de campo han revelado el fortísimo componente endogámico de los canarios en Cuba (Galván [Ed] 1997). Este fenómeno no sólo tiene lugar entre inmigrantes, sino entre estos y pichonas de isleño, es decir hijas de canarios, extendiéndose a segunda y tercera generación. Por otro lado, no sólo tiene lugar en zonas de mayoría isleña (Santa Clara, Sancti-Spíritus, en el centro de Cuba), sino también en zonas de mayoría afrocubana y de otros grupos blancos (Contra-maestre, Palma Soriano, San Luis, en el suroriente cubano), siempre en medios rurales. Se ha podido mostrar, en ambos casos, la fuerte reproducción cultural en ambas regiones de Cuba, de tal modo que, reconociendo la existencia de readaptaciones a un medio ecológico tropical y multiétnico, el sistema cultural canario parece el de mayor vigencia y mejor adaptación. A ello, sin duda, coadyuvó su preferencia por parte de las políticas migratorias 2636 no sólo en Cuba, sino también en Puerto Rico, Venezuela...desde la segunda mitad del siglo XVIII y el carácter secular de sus migraciones a América. Es preciso, por tanto, preguntarse en qué medida lo que afirmamos de los isleños, no sucedió también con otros grupos étnicos hispanos, tales como los catalanes y los asturianos y con los grupos afrocaribeños como los haitianos y jamaiquinos. En nuestra opinión, la verdadera intensificación de la cocción se produce tras la des-aparición del asociacionismo regional y étnico y la suspensión de múltiples rituales festi-vos de carácter público con la Revolución Cubana. Ahora bien, ¿cómo explicar que, en la actualidad, con el período Especial se estén revitalizando prácticas culturales de los chi-nos, jamaiquinos, haitianos y especialmente isleños?, ¿en qué medida ello se debe a la crisis económica y/o a la persistencia a nivel local y familiar de pautas culturales, no desaparecidas?. 2637 BIBLIOGRAFIA Banks, M. 1996 Ethnicity: Anthropological Constructions. London: Routledge. Barnet, M. & Fernández, A. L. (Comp.) 1984 Ensayos Etnográficos. Fernando Ortiz. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales. Barreal, I. 1981 “Fernando Ortiz y la cultura popular tradicional”. Santiago 43:125-146. Bolivar, N. 1990 Los Orishas en Cuba. La Habana: Ediciones Unión Unión (UNEAC). Bonte, P. & Izard, M. (Eds) 1996 Diccionario de Etnología y Antropología. Madrid: Akal. Brandon, G. 1993 Santeria from Africa to the New World. The Dead sell Memories. Bloomington: Indiana University Press. Bromléi, Y. 1979 “Aporte a la definición del concepto ‘ethnos´”. 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