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EL MITO ARCÁDICO DEL PAISAJE
EL JARDÍN EN LAS OBRAS DE ROBERTO BURLE
MARX Y DE CÉSAR MANRIQUE
Francisco Galante
El Arte del Jardín y del Paisaje cobra en la actualidad un vivo interés. Precisamente
coincidiendo con imperativos sociales y culturales de nuestro tiempo, en la que la civiliza-ción
actual parece nuevamente decidida a establecer una dependencia inédita con la Natu-raleza
y definir nuevos criterios de intervención en la arquitectura y en el urbanismo.
Los polifacéticos artistas Roberto Burle Marx (1904-1994) y César Manrique (1919-
1992), han basado gran parte de sus actividades creativas mediante sus intervenciones en
el medio natural. Entre ambos procesos se pueden establecer nuevas relaciones formales
y conceptuales, capaces de definir a dos artistas con una especial sensibilidad y un gran
poder de intuición en sus obras espaciales.
La génesis del Paisaje Moderno: su imagen en Brasil y en Canarias
Los primeros síntomas por el interés hacia el “Paisaje” en su concepción más contem-poránea,
parecen desprenderse a partir de 1899 en la publicación periódica Landscape
Architecture. Se trataban de trabajos en los que se analizaban el entorno natural desde una
perspectiva eminentemente histórica con el objeto de asegurar su estudio y fomento,
enraizándolo siempre con las tradiciones de cada contexto geográfico.
Este enfoque soportó distintas consideraciones, algunas de ellas ciertamente contradic-torias.
Así, por ejemplo, la Arquitectura -aunque en menor medida que la Pintura- siem-pre
estuvo sujeta a los distintos cambios teóricos propios de las Primeras Vanguardias del
siglo XX, sin embargo el Paisaje en el que aquélla se acomodaba apenas se sintió estimu-lado
por los cambios estructurales y estéticos propios del momento. Es decir, las diversas
y enriquecedoras teorías de la “modernidad”, apenas tuvieron su impacto y proyección
lógica en la creación de jardines o en la intervención del espacio, al menos hasta el primer
decenio de la centuria actual.
Fue precisamente después de la Primera Guerra Mundial, cuando un grupo reducido de
arquitectos y críticos vieneses comenzaron a reflexionar sobre el nuevo concepto del Arte
del Jardín y del Paisaje, proponiendo en general una ruptura con la tradición y la puesta en
práctica de las nuevas ideas estéticas relacionadas con el concepto del Jardín y del Paisaje.
Entre ellos, el arquitecto Joseph Olbricht mostró nuevas sensibilidades e ideas renovado-ras
de gran trascendencia en los planteamientos adoptados. También el arquitecto Josef
Hoffman en la construcción del palacio Stocket de Bruselas de 1905, integró su arquitec-tura
con un jardín de formas geométricas; este jardín influyó de manera decisiva en la obra
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del arquitecto belga Robert-Mallet-Stevens, especialmente en el Jardín de la Ville de Les
Roses Rouges trazado en 1914.
Los nuevos argumentos teóricos fueron expuestos, sobre todo, por el crítico Joseph
August Lux, que desde las páginas de la publicación periódica Der Architect en 1909
manifestó: “... El Arte del Jardín es la más distinguida y afortunada negación de una natu-raleza
salvaje ... la nueva concepción del Arte creará una antítesis estética a la Naturaleza
en el Jardín, todo ello siguiendo los principios arquitectónicos los cuáles refuerza la ex-presión
de la ilusión humana”.
Aquellas experiencias y aportaciones teóricas fueron resumidas posteriormente por el
diseñador de jardines Andrè Vera, cuando en 1926 elaboró el cubista Jardín de Place des
Ètats-Unis, en París. Sin embargo, el Jardín más innovador que se ajusta al espíritu de la
época, estableciendo una ruptura con la tradición aportando al tiempo nuevas soluciones
espaciales, fue el Jardín del Agua y la Luz realizado por el diseñador armenio Gabriel
Guèvrèkian para la Exposición de Artes Decorativas celebrada en París en 1925. Sobre
esta obra, el historiador Richard Wesley se expresó en los siguientes términos: “... fue el
primer experimento para elevar la estética de un diseño de Jardín a un nivel de pintura
moderna”.1
Hacia finales del siglo pasado, las aportaciones al Arte del Jardín y del Paisaje en Amé-rica
del Sur fueron prácticamente similares, pues, como se sabe, los ideales estéticos asu-midos
en este lado del continente americano fueron, en general, el resultado de la herencia
de su pasado colonial europeo. No obstante, el paisaje tropical de Brasil, la singular topo-grafía
del terreno y los distintivos culturales de este país, constituían suficientes matices
diferenciales en el vasto continente americano.
La modificación del paisaje brasileño comenzó con la llegada de los españoles hacia
1500 y continuó a través de los ciclos destructivos del azúcar y del café en los siguientes
trescientos cincuenta años. Otra drástica alteración del paisaje se produjo en el primer
decenio del siglo XIX, cuando en 1808 el monarca portugués Joao VI, emisario de la
empresa napoleónica, llegó a Brasil con un nutrido grupo de ingenieros, científicos y
artistas franceses quienes introdujeron nuevas obras en el paisaje urbano con el objeto de
proyectar y difundir la nueva ideología imperial. Un año más tarde, el mismo monarca
construyó un Jardín Botánico en Río adaptando, en un territorio extraño, una ingente
cantidad de palmeras reales provenientes de las islas Barbados. Además, la mayoría de los
paisajes urbanos de las ciudades brasileñas del siglo XIX modificaron su imagen ya que se
introdujeron una gran variedad de plantas y árboles procedentes de Europa; quizá se con-sideró
que de esta manera se realzaba el “prestigio y civilización” de las ciudades, al
tiempo que se satisfacía a la corte de emigrantes europeos residentes en Brasil.
En general, la imagen de los jardines y del paisaje urbano de las ciudades brasileñas
que permaneció hasta los primeros decenios de la centuria actual, constituía una vigorosa
versión de la moda colonial estrechamente vinculada a los ideales estéticos del “pintores-quismo”
inglés que llegó a Brasil con un acento francés ciertamente distintivo.2
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En Canarias apenas existen sustanciales diferencias en relación con las experiencias
históricas del ejemplo anterior, pues su Paisaje ha sido modelado siempre en razón de su
propia condición histórica, social y cultural. A ello se agrega el hecho de ser un territorio
excesivamente fragmentado, en el que cada isla reafirma su propia individualidad.
Con la llegada de los europeos, a lo largo del siglo XV, se inician los primeros sínto-mas
de transformación del Paisaje. La implantación de nuevos sistemas de cultivo, en
especial de la caña de azúcar, produce una alteración sustancial del mismo, en relación
con su imagen primigenia que había permanecido hasta la Conquista de las Islas. El
siguiente ciclo roturador, el cultivo de la vid, que propició un notable comercio de vinos y
malvasías durante el siglo XVII, también generó una drástica alteración del Paisaje.
Mientras, el paisaje urbano experimentó su primera transformación durante el siglo
XVIII, con la introducción en los centros más representativos de los nuevos ideales estéti-cos
propios del momento. Se adoptaron entonces nuevos criterios definidos a través de la
distinta valoración del espacio y el aprovechamiento de los recursos ambientales. Eran
ideas que provenientes del racionalismo francés tuvieron una eficaz fortuna en nuestro
país; a los conceptos de orden y regularidad fueron consideradas las propuestas de Blondel,
Patte y Bullet dirigidas a la valoración de la ciudad hermoseada en la que la introducción
de la naturaleza en la esfera urbana determinaba su imagen cambiante. De esta manera, el
paisaje de la ciudad adquirió una distinta imagen por medio de la presencia de la Natura-leza
en los nuevos paseos y alamedas. También en este momento, y en adecuada sintonía
con el espíritu de la época, se debe situar la creación del Jardín Botánico de La Orotava,
en Tenerife, que tuvo por objeto la aclimatación de diversas especies de plantas.
El proceso de laicización social generado durante el siglo XIX, produjo un distinto uso
de la ciudad, al tiempo que su estructura fue profundamente alterada. Los espacios abier-tos,
sobre todo las plazas públicas, consiguieron una nueva significación formal y social.
La constancia de la Naturaleza en el paisaje urbano se constató entonces a través de ra-diantes
palmeras y de exuberantes laureles de indias (los primeros que llegaron a las Islas,
procedían de Cuba) en la plazas de la ciudad.
Estas conquistas urbanas conseguidas durante los dos últimos siglos, se han mermado
de manera considerable. La Naturaleza apenas tiene presencia en la ciudad y, más grave
aún, la relación estrecha que se mantenía entre el mar y la ciudad -es decir, sus
habitantes-, fue torpemente truncada con la construcción de barreras arquitectónicas en
las fachadas marítimas de los grandes centros urbanos.
La imagen rural no ha tenido mejor suerte, aunque se hayan realizado escasos ejemplos
en los que la Arquitectura esté felizmente enlazada con el paisaje circundante. Además, la
orientación de la economía de las Islas, destinada fundamentalmente a la obtención de
beneficios de la explotación turística, ha producido un preocupante abandono del Paisaje
rural, al tiempo que un extremo descuido por la definición del burdo paisaje propio de los
núcleos turísticos de Canarias.3
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Roberto Burle Marx y César Manrique, dos soñadores en un Jardín
Aunque las obras de Roberto Burle Marx 4 y de César Manrique 5 posean una vitalidad
propia y difieran sustancialmente en su valoración global, parecen existir entre ambas
ciertas relaciones que intentaré precisar.
La primera de ellas es que ambos se consideraron ARTISTAS, y sólo desde esta pers-pectiva
podríamos comprender el influjo de su formación artística en sus intervenciones
paisajísticas.
Burle Marx ingresó en la Escuela Nacional de Bellas Artes, en Río, en 1930, después
de una breve estancia en Alemania. Estudió Pintura y Diseño del Paisaje, además de inte-resarse
por la Arquitectura. Su interés por esta disciplina fue alimentada por la cercana
relación que sostuvo con arquitectos jóvenes, algunos de ellos muy influyentes en su obra
como Lucio Costa y Óscar Niemeyer, con quien colaboró en varias ocasiones y, además,
mostró una especial predilección por el “Movimiento Moderno”, sobre todo por la obra de
Le Corbusier, Walter Gropius y la reciente arquitectura brasileña integrada en el paisaje
circundante.
Manrique se trasladó en 1945 a Madrid, para realizar los estudios en la Escuela Supe-rior
de Bellas Artes de San Fernando obteniendo en título de profesor de Pintura y Dibujo,
y comenzó a colaborar poco después con reputados arquitectos españoles realizando murales
para varios edificos públicos, interesándose asimismo por la arquitectura de vanguardia
que se estaba realizando en el país.
Para ambos, el contacto directo con el estudio de las Bellas Artes les valió para agudi-zar
su poder de observación, aunque en realidad fue la Pintura la manifestación plástica
que más les interesó. Desde entonces, Roberto y César jamás dejaron de pintar. El conoci-miento
de sus trabajos pictóricos iluminaron de modo esclarecedor sus realizaciones
paisajísticas, de manera que podemos observar en los jardines de Burle Marx composicio-nes
cubistas o abstraizantes esencialmente pictóricas, mientras que en la obra de Manrique
parecen evidentes las relaciones metonímicas con el paisaje propio de su marco de actua-ción.
No obstante, las obras de Burle Marx y Manrique tienen para nosotros una especial
atención por sus estrechas relaciones con la NATURALEZA. Sus inspiraciones artísticas
y creativas se originan a partir del entendimiento y comprensión del entorno natural.
Reponden a la Naturaleza interviniendo en ella por medio de sus propuestas. Así, son
partícipes de la condición creativa del artista y de su capacidad para modificar el Paisaje y
ofrecerlo al disfute del Hombre; Roberto y César están junto a la Naturaleza y junto al
Hombre, para su placer y confortabilidad. Sus concepciones y visiones están guiadas por
la sensibilidad de dos artistas cuyos trabajos rechazan los significados basados en la
practicidad o en los referentes históricos del jardín, aún cuando sean conocedores de ellos.
Este fervor por la Naturaleza, se fundamenta en el conocimiento y revalorización por
las tradiciones autóctonas del paisaje y de la arquitectura que constituyen los REFEREN-TES
CULTURALES.
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En la obra paisajística de Burle Marx, la presencia de las plantas cobra viva presencia
de manera que el conocimiento del extenso repertorio de la flora autóctona forma parte de
su “genio”. La obra de Louis Van Hotte Flore des serres et des jardins de l`Europe, publi-cada
en 1850, así como la llegada al país de François Marie Glaziou ocho años más tarde,
que fue capaz de clasificar la extraordinaria diversidad de la flora brasileña en torno a las
24.000 especies, constituyeron para Roberto unas referencias extraordinarias en su trabajo
paisajístico. Además, durante la referida estancia en Alemania, tuvo la oportunidad de
descubrir la flora tropical de su país recopiladas en el Jardín Botánico de Belím-Dahlem
durante la segunda mitad del siglo XIX, y más tarde colaboró con el botánico Henry
Lehmeyer de Mello Barreto quien le transmitió otros misterios científicos del apasionante
mundo de las plantas. A través del conocimiento de este excepcional legado, se puede
explicar su amor y entendimiento hacia la Naturaleza que en ocasiones le llevó a tomar
una posición radical en la defensa de la flora nativa de los bosques del Amazonas, a los
que siempre consideró en peligro de desvastación.
Por otro lado, otro documento valiosísimo para Burke Marx fue la obra Os Sertoes del
escritor Euclides de Cunha. En ella se recoge una extensa información sobre el clima, la
flora y los aspectos más singulares de la región del Nordeste brasileño, al tiempo que
revela, dentro de una perspectiva darwiniana, un modo de vida propio extraordinariamen-te
integrado en los ritmos de la Naturaleza. El lenguaje y el pensamiento de Euclides de
Cunha, restituyen a la cultura brasileña el secreto y los tesoros ocultos de la vida sencilla,
difícil e inhóspita para aquellos hombres que habitan en esta zona del país.
Estas correlaciones con la cultura autóctona también se perciben en la obra de Manrique.
Así, por ejemplo, en sus intervenciones espaciales se mantiene viva sus evocaciones a la
arquitectura aborigen, como lo demuestra la presencia reiterada de los “taros”; las formas
orgánicas y circulares de estas habitaciones subterráneas fueron adoptadas por César des-de
su primera intervención en la Naturaleza lávica de Lanzarote, la Casa del Artista (1968),
en la actualidad sede de la Fundación que el propio artista fomentó.6 Por otro lado, el
interés que demostró por la arquitectura tradicional son incuestionables desde la publica-ción
de su libro Lanzarote. Arquitectura inédita (1974), donde recopiló un gran número de
imágenes reveladoras de esa arquitectura que define lo singular e isleño; varias de ellas
“recuperadas” en sus intervenciones en el espacio natural. Además, y al igual que Rober-to,
incorporó a sus composiciones paisajísticas esculturas y cerámicas de artesanado po-pular
que no sólo desempeñaban un función estética, sino sobre todo, ética.
Por último, y desde otra perspectiva, el ensayo de Agustín Espinosa Lancelot 28.º-7.º
(1928) y la visión arcádica de la Isla registrada por el poeta Pedro Perdomo Acedo en su
libro Oda a Lanzarote (1966), en donde se elogia su fascinante paisaje, sus blancas y
límpidas arquitecturas y el enraizamiento del hombre con la naturaleza, constituyen, entre
otras, enjundiosas referencias literarias en la obra de César Manrique que consideró a “su”
isla, Lanzarote, como la imagen metáforica del jardín edénico.
Sus intervenciones en la Naturaleza, regidas por el Arte y por la condición de artista -
utilizaron la topografía natural como un campo de trabajo, a la manera de un pintor cuan-do
utiliza un lienzo-, lograron a través de sus jardines una especial significación, y en
muchas ocasiones un nivel de comprensión muy similar. Burle Marx y Manrique conside-
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raron al Arte como un medio de transformar la Naturaleza, tratada como materia virgen,
dándole otra serie de valores y significados basados en la proporción y la belleza, con el
objeto de adecuarla a la contemplación y al disfrute del Hombre. Desde el momento en
que el artista interviene en el paisaje natural, las reglas de orden y composición deben ser
satisfechas para prevenir un desorden sin esperanza.
Todo ello se logró por medio de un lenguaje basado en la simplificación y en la econo-mía
de la expresión. A través de un reducido vocabulario formal, van entrelazando ele-mentos
heterogéneos recuperados de la tradición (referencias culturales) y de la innova-ción
(formas estéticas adoptadas por el espíritu de su época). Estos elementos actúan de
manera sincopada, como si de una polifonía se tratase, dinamizándose, cobrando nueva
vida, al tiempo que participan en una dramaturgia apta para sustentar el poder natural del
ambiente.
Se logra de esta manera una serie de EFECTOS ESTÉTICOS basados en un sistema de
correspondencias entre las formas y materias, y un sistema de oposiciones que reafirman
constantemente la presencia de un arte y de un universo poético del Jardín.7
En este sistema de correpondencias, gozan de un vivo interés las superficies acuáticas.
La utilización estética de los espejos de agua nos remite a los jardines históricos. El agua
se convierte es espejo de la Naturaleza cuya imagen recibimos invertida, capta la luz y la
devuelve, nos permite explorar una infinita variedad visual, el agua es también vida. Burle
Marx en la Residencia de Nininha Magalhaes Lins (1974), en Río de Janeiro, y Manrique
en los Jardines interiores del Hotel Salinas (1977), en Costa Teguise (Lanzarote), recu-rren
a las superficies acuáticas por medio de un tratamiento cuyo propósito es marcar el
desnivel mediante una secuencia de pequeñas cascadas, creando sucesivos espejos de agua
en medio de una frondosa vegetación. En otras ocasiones aparecen en estos transparentes
espejos, estructuras verticales -en oposición a la superfice horizontal del jardín- dinamizando
la composición: esculturas con remates piramidales en el Jardín del Ministerio de las
Fuerzas Armadas (1970), en Brasilia, y monolitos basálticos en el Jardín de Cactus (1991),
en Guatiza (Lanzarote). Estos volúmenes esculpidos, surgen como puntos de cristaliza-ción
del espacio del que son inseparables.
La composición de las formas se encadenan unas a otras, propiciando estructuras orgá-nicas
en cada elemento constitutivo. A través del trabajo de estos artistas, ha existido
siempre no sólo una fascinación por la línea precisa en controlar largas superficies, sino
también una preocupación sensual por la yuxtaposición de texturas dispares, materiales y
colores que han requerido la más intensa habilidad de ejecución. Esta “organicidad sen-sual”,
admite su correspondencia en los ritmos propios de la Naturaleza: combinaron los
placeres sensuales del espacio, con los igualmente placeres sensuales de la Naturaleza.
Por otro lado, el referido sistema de oposiciones se manifiesta, por ejemplo, a través del
empleo de los siguientes recursos: a) usos de artefactos (esculturas, monolitos...) dentro
de un campo destinado a la naturaleza; b) empleo de palmeras cofrontadas con formas
análogas; c) relaciones entre vegetación -alta y baja-; d) contrastes de colores; e) uso de
una masa concreta -muro- revestida de azulejos, que no sólo indica la conclusión del
jardín, sino además la contraposición entre lo horizontal -jardín- y lo vertical -muro-;
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f)contrastes de materiales y texturas en los pavimentos. Todo ello, determina un orden y
equilibrio entre las impresiones, o mejor, improvisaciones que les sobrevienen. Esta pre-ocupación,
en apariencia como un control técnico, aunque propia de sus trabajos artísti-cos,
permanecerá como un signo distintivo en todas sus vidas y en todas sus obras.
Para ambos, el ESPACIO propone una experiencia bastante singular, relacionada con
la libertad de sentir y moverse; experiencia que constituye uno de los encantos más ca-racterísticos
del jardín. Por ello, la estructura del jardín anticipa una experiencia secuencial
que hará que el paseante esté sometido a su percepción desde diversos ángulos y encua-dres.
Su paseo será pues construido por una alternancia de percepciones estructuradas por
puntos de vista escogidos, y mediante secuencias captadas a través de ángulos en contínua
modificación. Así sucede en algunos trabajos de estos artistas, como, por ejemplo, en el
Gran Parque de Araxá (1943), en Minas Gerais -aquí Burle Marx contó con la valiosa
colaboración del botánico Henrique Lahmeyer de Mello Barreto-, o, a menor escala, en la
Residencia de Roberto Burle Marx (1949), en San Antonio de Bica, Guaratiba, cuyos
jardines mantienen apretadas relaciones con los que Manrique diseñó para los Jameos del
Agua (1968). O bien, puede darse el caso que el espectador tome consciencia de un plano
general del jardín, ya que su topografía facilita una lectura sintética de su espacio; como
sucede con las obras de Burle Marx, el Parque del Este Rómulo Bétancourt (1958), en
Caracas, y en los Jardines de la Plaça Euclides da Cunha (1935), en Recife, Pernambuco,
que guarda estrechísimas concomitancias con el Jardín de Cactus (1991) de Manrique.
El espacio adquiere una dimensión mucho más compleja cuando se percibe la estructu-ra
del jardín desde encuadres elevados. Así el proyecto no realizado de Burle Marx para el
Parque do Ibirapuera (1953), comprendía una pasarela suspendida, destinada para que el
paseante tuviese una visión dislocada en relación con el propio asentamiento del jardín.
También desde los estratificados y orgánicos bancales del Jardín de Cactus, o desde las
orgánicas escaleras de los Jameos del Agua, se percibe un doble registro estético creando
singulares concepciones visuales. La riqueza de esta experiencia estética a través de un
espacio situado a un nivel superior, apropiado para el acto de contemplación, implica una
“relación de distanciamiento” -como diría Bertolt Brecht- y una mejor visualización de la
escenografía teatral del jardín.
La asociación entre los lenguajes y efectos estéticos, con sus variantes sistemáticas
señaladas, así como la organización espacial de los jardines de Burle Marx y Manrique,
nos remite a una cualidad emocional propia de los jardines orientales. La calidad emocio-nal
(incluyendo la melancolía) que el visitante experimenta en la armonía de la composi-ción,
nos evoca a los jardines japoneses del siglo XVII; la técnica del shakkei (escenarios
prestados), la emplearon para capturar los matices más fugitivos del paisaje.
Por todo ello, Roberto y César movilizaron para las escenografías de sus espacios, los
recursos que le ofrecieron las artes plásticas y la ciencia de la perspectiva, por el conoci-miento
que poseyeron del movimiento y de los puntos de vista sucesivos, por lo sensual y
táctil. Así, sus jardines son lugares de deleite, donde los sentidos están alerta. Burle Marx
y Manrique, tuvieron una natural inclinación para agradar y seducir, porque gustaron de
comunicar aquello a lo que amaron.
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NOTAS
1 Para el desarrollo de este tema, puede consultarse, entre otros: DAVID BOURDON: Designing the Earth.
The Human impulse to sahape nature, Harry N. Abrams, New York, 1995, especialmente el cap. VI, pp.
194-231; J. A. JELLICOE: Studies in Landscape Design, Milano, 1966; ROSARIO ASUNTO: Il paesaggio
e l´estetica, Firenze, 1973; GIORGIO MANGANI: Archittetura e passaggio, Roma, 1987.
2 Véase, PEDRO CALMON: História do Brasil, 2ª. edición, vol.I, Río de Janeiro, 1963; MURILLO MARX:
Cidade Brasileira, Sao Paulo, 1980; JOHN HEMMING: Storia della Conquista del Brasile, Milano,
1982; ALBERTO BARATELLI: Cittá e architettura in Brasile, Firenze, 1990; WILLIAM HOWARD
ADAMS: Roberto Burle Marx. The Unnatural Art of the Garden, The Museum of Modern Art, New
York, 1991.
3 FRANCISCO GALANTE GÓMEZ: El ideal clásico en la arquitectura canaria, Las Palmas de Gran
Canaria, 1989; FRANCISCO J. GALANTE: “Tradición y Modernidad. La arquitectura canaria del siglo
XVIII y su espacio urbano”, en Revista El Museo Canario, nº. L (1995), Las Palmas de Gran Canaria, pp.
277-294.
4 Entre la numerosa bibliografía existente sobre este artista propongo, para el análisis de su obra paisajística,
la siguiente: PIETRO MARÍA BARDI: The Tropical Gardens of Burle Marx, New York, Reinhold
Publishing Corporation, 1964; FLÁVIO MOTTA: Roberto Burle Marx e a Nova Visao da Paisagem, Sao
Paulo, 1984; MARTA MONTERO: Roberto Burle Marx, Brésilien paysagiste, Versalhes, 1988; COELHO
FROTA, L. y HOLLANDA, G. (eds.): Roberto Burle Marx. Uma Poética da Modernidade, Minas Gerais,
1989; SIMA ELIOVSON: The Gardens of Roberto Burle Marx, Portland, Oregon, Timber Press, 1990
(contiene prefacio de Burle Marx); GIULIO G. RIZZO: Roberto Burle Marx. Il Giardino del Novecento,
Firenze, 1992; JACQUES LEENHARDT (org.): Nos Jardins de Burle Marx, Sao Paulo, 1996.
5 Para el estudio de su obra espacial, consultar: FRANCISCO J. GALANTE GÓMEZ: “César Manrique.
El tratamiento de la arquitectura en el espacio natural”, en Hecho en el Fuego, Gobierno de Canarias,
Madrid, 1991, pp. 98-123; FRANCISCO GALANTE: “Arquitectura y Paisaje. El compromiso del artis-ta”,
en Manrique. Arte y Naturaleza, Gobierno de Canarias, Exposición Universal de Sevilla, 1992, pp.
109-137; FERNANDO GÓMEZ AGUILERA: “Arte y Naturaleza en la propuesta estética de César
Manrique”, en Revista Atlántica, nº. 8 (1994), Las Palmas de Gran Canaria. Para otros aspectos de su
obra, véase: JESÚS HERNÁNDEZ PERERA: Manrique, Madrid, 1978; LÁZARO SANTANA: Manrique,
Las Palmas de Gran Canaria, 1991; FERNANDO CASTRO: “El Juego es el Mensaje”, en Manrique.
Arte y Naturaleza, Gobierno de Canarias, Exposición Universal de Sevilla, 1992, pp. 23-88; LÁZARO
SANTANA: César Manrique: un arte para la vida, Barcelona, 1993; FERNANDO GÓMEZ AGUILERA:
César Manrique en sus palabras, Fundación César Manrique, 1995; FERNANDO RUIZ GORDILLO:
César Manrique, Fundación César Manrique, 1995.
6 Para el estudio de este emblemático edificio, véase: FRANCISCO GALANTE: “La casa dell´Artista
César Manrique”, ponencia presentada al Convegno Internazionale sui Musei Monografici. Il Museo
degli Artisti, Bologna, Palazzo d`Accursio, 3-5 aprile 1995; SIMÓN MARCHÁN FIZ: Fundación César
Manrique, Lanzarote, Edition Axel Menges, Stuttgart, 1996.
7 Sobre el tema, véase el excelente trabajo de CHARLES W. MOORE, WILLIAM J. MITCHEL y WILLIAM
TURNBULL, Jr.: The Poetics of Gardens, The Mit Press, Cambridge, Massachusetts, 1997.