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LA REPÚBLICA DOMINICANA Y LA LUCHA POR LA
INDEPENDENCIA DE CUBA
Domingo Lilón
Introducción
El destino de las islas que componen el Caribe se vería afectado por las constan-tes
luchas entre los imperios europeos, principalmente entre España, Francia, Inglaterra y
Holanda, lo que traería graves consecuencias en el desarrollo ulterior del archipiélago. En
el siguiente artículo analizamos el proceso histórico que desembocaría en la independen-cia
del Santo Domingo español y su participación, ya como República Dominicana, en la
lucha por la independencia de Cuba. Al analizar el proceso de independencia de la hoy
República Dominicana, es menester referirse a la parte occidental de la isla de La Hispaniola,
el Saint Domingue francés (hoy la República de Haití), por cuanto la historia de ambas
naciones ha estado siempre muy unida como resultado de las relaciones entre Francia y
España hasta casi finalizado el siglo XIX. Esta unidad histórica no sólo se refiere a domi-nicanos
y haitianos, sino que se extiende y abarca a cubanos y puertorriqueños. Aquí
prestaremos atención a la República Dominicana y Cuba mayormente.
La República Dominicana: siglo XIX
Tras su glorioso esplendor de primer territorio americano conquistado y coloni-zado
por España, La Hispaniola vendría a sufrir las consecuencias de las luchas entre
Francia y España, lo que la configuraría finalmente, dando lugar a la división de la isla en
el Santo Domingo español, la parte oriental, y el Saint Domingue francés, la parte occi-dental.
Luego se constituirían en las repúblicas Dominicana y de Haití.
Como consecuencia de las devastaciones del Gobernador Osorio de 1606-1607 y
tras el asentamiento de franceses principalmente en la parte occidental de la isla prove-nientes
de la isla de La Tortuga, se fue creando un núcleo diferente al hispano en La
Española. Tanto que en 1676, tras el Tratado de Nimega España reconoce la existencia de
la colonia francesa en la isla. Unos años más tarde, en 1697, se firma el Tratado de Aranjuez
entre Francia y España por el cual, esta última cede a la primera un tercio de su territorio
de La Hispaniola. En 1773 tras el Acuerdo Provisional de Miguel de Atalaya se hacen las
demarcaciones fronterizas entre ambas colonias, lo cual vendría a hacerse definitivo con
el Tratado de Aranjuez de 1777. Estos hechos no eran más que el fiel reflejo de los acon-tecimientos
europeos.
En 1795 tiene lugar el Tratado de Basilea por el cual España cede su parte orien-tal,
el Santo Domingo español, a Francia, aunque ésta no se posesionara inmediatamente
del nuevo territorio adquirido. Con ello lograba España retener otros territorios más im-portantes
para la Corona. Esta cesión marcaría todo el desarrollo histórico de la isla.
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Tras la Revolución francesa, la antigua colonia del Saint Domingue inicia su
guerra de independencia, cuyo resultado sería la proclamación de la República de Haití en
1804. Por su parte, la parte oriental de la isla seguía siendo territorio francés hasta que las
autoridades de la nueva República de Haití no la ocupara.
En 1808 tiene lugar en la parte oriental de La Hispaniola un movimiento denomi-nado
la Reconquista dirigido por el criollo Juan Sánchez Ramírez que culmina con el
reconocimiento de Fernando VII como rey. Interesante es subrayar que cuando se inicia-ban
las guerras de independencia y anticoloniales en América, aprovechando la situación
en España, el Santo Domingo español reivindicaba su pertenencia a la Corona española.
El período entre 1809-1821 se reconoce en la historiografía dominicana como la España
boba.
El 1 de diciembre de 1821 un grupo de criollos dirigidos por José Núñez de
Cáceres proclama la Declaratoria de Independencia del pueblo dominicano y su adhesión
a la Gran Colombia. Con un “No más dependencia, no más humillación, no más someti-miento
al capricho y veleidad del Gavinete de Madrid”1 empezaba el documento, en el
cual se manifestaban todos los sentimientos por la dejadez y la apatía de la metrópoli hacia
la colonia:
El ignominioso pupilage de 328 años es ciertamente una lección demasiado larga
y costosa, que a todos desengaña por sí sola y sin mayor esfuerzo del ningún fruto
que se ha sacado de la fanática lealtad a los Reyes de España. Con este falso
ídolo, levantado por el error, y sostenido por una superstición política, se había
logrado aletargar el espíritu, y burlarse de la credulidad de un pueblo naturalmen-te
bondadoso y sencillo. Ser fieles a la España, aguantar con una paciencia estú-pida
los desprecios de la España, no vivir, no moverse, no ser para nosotros, sino
para la España, era todo y lo único en que hacíamos construir nuestra felicidad, la
fama de nuestras virtudes, y la recompensa de los más distinguidos servicios.2
A diferencia del Saint Domingue, que durante la dominación francesa se había
convertido en su colonia más rica gracias a la industria azucarera, cuya producción para
1789 alcanzaba los 141.000.000 de libras (producción que iría descendiendo drásticamente
debido a su guerra de independencia: 19.000.000 de libras para 1801 y 2.500.000 para
1820), el Santo Domingo español era una colonia más que pobre. Para la primera mitad
del siglo XVII el territorio estaba despoblado y era muy pobre:
En el territorio español era tal el lamentable estado de esta hermosa isla, tan rica
en todos los dones de la naturaleza, que los cronistas de la época cuentan que los
habitantes ya no tenían de hecho ni siquiera vestidos para cubrir su desnudez,
viéndose obligadas las mujeres a asistir a una misa especial que se celebraba por
la noche para que no fuera vista su pobreza y desnudez, no atreviéndose a salir a
la calle de día. El pan estaba a un precio exhorbitante y podemos creer en la
veracidad absoluta de estos informes porque sabemos que incluso los sacerdotes
no tenían pan ni vino para la Eucaristía, mientras que las iglesias estaban despo-jadas
de sus ornamentos. De hecho, la pobreza de esta colonia era tan extrema
que cuando llegaba el dinero de México para los salarios de los funcionarios de la
ciudad de Santo Domingo, el día se convertía en una jubilosa festividad y la
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llegada de los fondos era anunciada por el repique de las campanas y los hurras
del pueblo.3
Y eso que, según las Instrucciones del Gobernador francés, luego del Tratado de
Basilea (1795) especificaba que se reconocía que la parte española de Santo Domingo
debía considerarse:
como la cuna de la población europea en el Nuevo Mundo: presentaba entonces
“en toda su extensión llanuras y valles de excelente calidad, vírgenes todavía;
montes de diversas especies de árboles” y todas las ventajas que los colonos
franceses habían hallado “en sus antiguas colonias”, en las cuales no sólo se
habían “hecho poderosos en poco tiempo”, sino que habían dejado “a sus suceso-res
riquezas inmensas”.4
Pero la independencia de Núñez de Cáceres sería muy corta, de allí la denomina-ción
de Independencia efímera. El 9 de febrero de 1821 el Ejército haitiano, con Boyer a la
cabeza, entraba en Santo Domingo. Durante 22 años Haití ocuparía la parte oriental de La
Hispaniola extendiendo todo su poder a la isla por completo. En 1838 un grupo de criollos
liderados por Juan Pablo Duarte funda la sociedad secreta La Trinitaria, cuya finalidad era
la independencia total. El 27 de febrero de 1844 este sueño se haría realidad: nace enton-ces
la República Dominicana. Aún así, los planes anexionistas de una parte de la élite
política dominicana no habían desaparecido. Esta vez sería Pedro Santana, primer presi-dente
constitucional del nuevo Estado, quien llevaría a cabo la anexión de la República
Dominicana a España.
El 4 de abril de 1861 y de forma unilateral, luego de varias negociaciones en
Madrid y Cuba, Pedro Santana declara la anexión a España, la cual sería sancionada por
Real Decreto de Aranjuez el 19 mayo de 1861. Según el Artículo 1ro. de dicho documen-to,
“El territorio que constituía la República Dominicana queda reincorporado a la Monar-quía”.
5 Dicho acto violatorio de los más profundos sentimientos de independencia de los
dominicanos traería como consecuencia la guerra de Restauración, la cual inicia en 1863
y termina en mayo de 1865 cuando España deroga la anexión. Este período de lucha
coincidía con el de la Unión Liberal en España (1858-1868), durante el cual ésta se vio
implicada en varias campañas militares como la intervención militar en México junto a
Francia e Inglaterra (1861-1862), la guerra del Pacífico (1863-1866), por citar algunas.
La campaña militar española en Santo Domingo representó graves pérdidas para
la Corona: “Se habían desperdiciado durante casi cuatro años unos recursos humanos y
materiales en una empresa que estuvo movida fundamentalmente por razones de prestigio
y de primacía moral, pero que terminó en un completo fracaso”.6 Las pérdidas, tanto
materiales como humanas, fueron más que cuantiosas:
Los presupuestos de Guerra y Marina alcanzaron en el período 1856-1866 cerca
de los 2.000 millones de reales, aparte otros 1.000 millones en presupuestos ex-traordinarios
votados por las Cortes, con destino a sufragar las empresas de Ma-rruecos,
Santo Domingo y el Pacífico, las más costosas. Tan sólo serían reembol-sados
400 millones, indemnizados por Marruecos, tarde y mal. Más graves, por
irreparables, fueron las pérdidas humanas. Las de Santo Domingo en 30.000, de
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las cuales 25.000 en los cuerpos expedicionarios enviados desde la península, y
los 5.000 restantes en los procedentes de Cuba y Puerto Rico.7
Si comparamos las 30.000 pérdidas en Santo Domingo con las 10.000 en la cam-paña
marroquí, las 4.000 en Indochina y el millar en México, el Pacífico y Guinea,8 pode-mos
tener una idea de lo que significó la guerra en Santo Domingo para España.
La campaña militar de España en Santo Domingo fue verdaderamente terrible
para la primera. De ello sabemos gracias a algunos documentos:
La guerra de Santo Domingo está pesando sobre el pueblo español como una
gran calamidad. Más de treinta mil hombres han partido de la metrópoli a aquel
lejano país para sostenerla; y diciéndolo con franqueza, no sólo no tenemos ade-lantado
gran cosa, sino que desgraciadamente van realizándose nuestros vatici-nios
respecto de la imposibilidad de terminar pronto aquella lucha sangrienta.
Después de cuantiosos sacrificios de hombres y dinero, nuestros bravos soldados
han tenido que abandonar por completo el interior de la Isla, en donde dominan
hoy exclusivamente los rebeldes...; ...se necesitan por lo menos 100.000 hom-bres;
40 mil no les bastaron a los franceses a principio del siglo, y sucumbieron
(...). Aún así dominaríamos al país, más no a los moradores, que se mantendrían
fuera de esas líneas y abandonarían ciertos números de poblaciones, para dejar-nos
consumir el tiempo en marchas sin resultado y agobiarnos con sacrificios
constantes. (...) No hay, pues, que darle vuelta. O quieren los dominicanos
anexionarse, o no. Si quieren no se necesita de nada; con muy poca fuerza militar
para conservar allí el orden, habrá suficiente. Si no les acomoda la anexión, es
imposible imponérselas sin ocupar militarmente el país, y esto es costosísimo y
está sujeto a eventualidades en adelante, según la actitud que tomen algunas Re-públicas
de América.9 Igualmente terrible y patético era el sentir, y sufrir, de los
soldados españoles: Puerto Plata, 26 de septiembre de 1863. Mi querido K...;
Extrañarás que ni una broma se me ocurra en esta carta conociendo mi carácter,
que aún en grave peligro de morir, me he reído hasta de mí mismo. Pués bien; ya
no me río. Aquí sólo se piensa en morir. Esto es cien mil veces peor que nuestra
guerra civil, que Sebastopol y que todo; basta saber que en media hora de fuego
perdió el batallón de Isabel II diez y nueve oficiales y el de la Corona trece. Si
preguntas por la segunda compañía del batallón de San Quintín, te dirán que se
ha mudado de barrio; sólo quedó el subteniente D. Juan Rueda, y eso porque
estaba en Puerto Plata; los demás están comidos de los cerdos en Guayubín. De la
tercera del mismo batallón sólo quedó el subteniente Uria porque también estaba
en Puerto Plata; los demás ya están en Moca. La primera de Isabel II sólo tiene 20
hombres, los demás han muerto. Nuestros soldados en todas partes se baten con
un valor admirable, pero en cuanto queman el último cartucho mueren. Aquí no
vale ni valor ni nada, porque nos batimos con los árboles. Me explicaré: el terre-no
está cubierto de una vegetación imposible de describir. No hay caminos, se
anda por los cauces de los ríos, de monte en monte y de precipicio en precipicio.
Todo el país es un desfiladero. Pues bien; sale una columna y se le echan encima
trescientos o cuatrocientos hombres, que conocedores del terreno y parapetados
en los inmensos árboles, hacen fuego por los flancos, por vanguardia y por reta-guardia.
Te ciñen en un círculo de fuego que si avanzas, avanzan; si retrocedes,
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retroceden. Detrás de cada árbol hay un fusil que vomita la muerte. No hay mo-mento
seguro. Oyes silbar las balas y no sabes de dónde vienen. De este modo
andas cuatro o cinco leguas, esto es horroroso, K... Nosotros hacemos fuego a los
árboles y a veces tiramos de un lado y no reparamos que las bajas nos las causan
de otro. Nosotros nos hemos batido tres veces. La primera anduvimos cuatro
leguas a balazos, la segunda lo mismo (...) Mi compañía los cargó una sola vez y
no copamos cuarenta porque el comandante R. no quiso, pero los dominicanos
no nos esperan, huyen al monte y desde allí nos asesinan. El monte es tan impe-netrable,
que al darse una carga general de toda la brigada, duró diez minutos la
matanza, y sólo pudimos entrar en el monte unos cien pasos. Por último, aquí no
se bate uno, lo que se hace es morir, te repito. Hay más; hemos descubierto que
hay algo peor que morir; figúrate que los heridos se recogen hasta que se llenan
las camillas; después el que cae, cayó y allí se queda. Por supuesto en cuanto pasa
la columna los despedazan y los hacen trizas...10
Unos años más tarde se iniciaría la Guerra Grande (1868-1878) en Cuba, en la
cual participarían dominicanos como Máximo Gómez, Modesto Díaz, los hermanos
Marcano y otros, muchos de los cuales habían sido oficiales dominicanos de reserva del
Ejército español.
La Guerra Grande cubana (1868-1878) y la participación dominicana
Es indudable que la derrota del Ejército español en la campaña de Santo Domin-go
influiría en los ánimos de los líderes cubanos con miras a iniciar la guerra de indepen-dencia
cubana. La República Dominicana era entonces un país mucho más pequeño, más
despoblado y menos desarrollado que la Cuba de entonces. De allí que, si un país con tales
condiciones pudo derrotar a España, las posibilidades cubanas en verdad podían haber
sido factibles. Máxime que para entonces, tanto humana como materialmente, España
estaba agotada. Aún así, ese primer intento de la guerra de independencia cubana no salió
triunfador.
La participación dominicana en este primer período de lucha cubana la analizare-mos
desde dos vertientes: una desde la participación indirecta del general dominicano
Gregorio Luperón, uno de los héroes de la guerra de Restauración, y la otra, desde la
participación directa de oficiales dominicanos que lucharon contra las tropas españolas en
Cuba.
El año en que se inicia la primera guerra de independencia de Cuba, 1868, la
República Dominicana estaba gobernada por Buenaventura Báez, quien había ejercido el
poder ya en los períodos de 1849-1853, 1856-1858 y 1865-1866. Báez, al igual que Santana,
era un genuino representante del pensamiento anexionista de algunos círculos políticos
dominicanos. Durante este su período de Gobierno, 1868-1874, tendría lugar el plan de
anexión de la República Dominicana a los EE.UU. bajo la presidencia de Ulysses Grant.
Para 1869 se había dado inicio a las negociaciones de la anexión, así como el arrenda-miento
de la bahía de Samaná, al nordeste de la República Dominicana. Para esa misma
fecha se entretejían los planes del presidente Grant y de su secretario de Estado Fish por
adquirir Cuba. Como vemos, las acciones norteamericanas en el Caribe abarcaban a las
dos mayores islas de la región.
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Esta vez los planes de anexión de la República Dominicana a los EE.UU. urdidos
por Báez habrían de realizarse con una mayor publicidad que los de Santana hacia España:
El año 1870 fue crucial para los senadores norteamericanos que estaban a favor
de la anexión, para el Presidente Grant y sobretodo para el Presidente Báez. Para
favorecer los argumentos de los congresistas pro anexión, se decidió realizar en
la República Dominicana un plebiscito, a través del cual el pueblo dominicano
expresaría por la “libre votación”, si deseaba o no la anexión a los EE.UU. Según
las fuentes oficiales, la opinión fue altamente favorable, pues sólo obtuvieron 19
votos en contra, mientras 29.496 votantes apoyaron el proyecto. Los resultados
de la votación reflejan cuan bien “controlado” por los baecistas estuvo dicho
proceso plebiscitario. Por el lado de los EE.UU., la opinión de los congresistas
estaba muy dividida. No obstante, pensando que el voto sería favorable, Grant
sometió el Tratado de Anexión al congreso de su país. El senador Summer, Presi-dente
del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, rindió un informe adver-so
al proyecto. Sus argumentos, en síntesis, fueron los siguientes: 1. La propuesta
de anexión favorecería lógicamente posteriores adquisiciones en el espacio
caribeño por parte de los EE.UU., pero provocaría serias complicaciones con
otras potencias; 2. Existían pocas posibilidades de otras intervenciones por po-tencias
europeas en los asuntos internos de la República Dominicana, por lo que
una anexión en esos momentos era innecesaria; 3. En el caso de que se aprobara
el proyecto de anexión, los EE.UU. quedarían como deudores de una deuda pú-blica
mayor de lo previsto; 4. La anexión aumentaría la guerra civil en la Repú-blica
Dominicana.11
La anexión no tendría lugar desaprobándolo el Congreso norteamericano en mar-zo
de 1870. Por su parte, el 23 de marzo de 1874 se rescindía el arrendamiento de la bahía
de Samaná. Varias fueron las causas que influyeron en el rechazo de anexión, cuya vota-ción
en el Congreso norteamericano no alcanzó mayoría. Entre otras podemos mencionar
la protesta del general y político dominicano José María Cabral, uno de los caudillos de la
lucha independentista, presidente del país en 1865 y 1866-1868. Él, junto con unas nueve
mil firmas más, protestó por las negociaciones de anexión. Por otro lado, el general domi-nicano
Gregorio Luperón llevaba su lucha en contra de la anexión dominicana a los EE.UU.
Por ello, con toda seguridad, no participaría directamente en la lucha por la independencia
cubana de 1868-1878.
Debido a esta guerra en Cuba, la República Dominicana se vería beneficiada
gracias al resurgimiento de la industria azucarera, cuya causa fue la inmigración de capi-talistas
y técnicos cubanos de la rama, quienes se asentaron en la República Dominicana
para continuar su actividad y, de paso, desarrollar el país ya que las condiciones existentes
en Cuba entonces no lo permitían:
84 ingenios se han quemado en varias jurisdicciones en el espacio de quince días
(se refiere a Cuba. MAS). Con motivo de esto, muchos hacendados piensan aban-donar
aquel país. ¿Dónde mejor ir sino aquí, que se les brinda jenerosa (sic)
hospitalidad, fértiles terrenos, franquicias ilimitadas i segura ganancia? Está vis-to:
ha de cumplirse la lei (sic) de las compensaciones. Santo Domingo dio a Cuba
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inteligencia i riquezas (...) hoi (sic) Cuba debe venir a Santo Domingo huyendo a
los de allende el Atlántico. Esperamos a los desheredados de la libertad i del
trabajo con la efusión fraternal que nos inspira su desgracia.12
Según algunos cálculos, se estima que para 1878 entraron en la República Domi-nicana
unos 4.000 cubanos, mientras que entre 1870-1882 el número de ingenios mecani-zados
era de unos 30 con una inversión de US$ 6.000.000; para 1887 el número de inge-nios
ascendía a unos 40. Por su parte, la producción de azúcar en el país aumentaba cada
vez más: 4.000 toneladas métricas en 1879; 5.000 en 1881; 7.000 en 1882 y 17.000 en
1888.13
Ahora bien, no todo era paz y felicidad con relación a la inmigración cubana en
Santo Domingo. En 1875 tras un acuerdo de extradición entre la República Dominicana y
España el entonces presidente dominicano Ignacio María González había ordenado la
expulsión de los cubanos del suelo dominicano. Gregorio Luperón, partidario, promotor y
defensor de ellos, quien en 1874, junto al puertorriqueño Eugenio María de Hostos, editó
en Puerto Plata la revista Las Dos Antillas (Cuba y Puerto Rico), clausurada luego, así
como también Las Tres Antillas y el periódico Los Antillanos, fieles reflejos de su
antillanismo, escribió: “González ordenó al Gobernador Ortega expulsar a la emigración
cubana en los vapores españoles, en momentos en que la guerra a muerte se había declara-do
entre la revolución cubana y las tropas españolas. Ahora bien: embarcar a los cubanos
en los vapores españoles que iban a Cuba y Puerto Rico, era mandarlos al patíbulo...”.14
Ya anteriormente Luperón había mostrado sus simpatías hacia la causa cubana.
En una carta dirigida al puertorriqueño Ramón Emeterio Betances, el 10 de marzo de
1870, en relación a los planes del presidente norteamericano Grant y su secretario de
Estado Fish por adquirir Cuba, cuando también luchaba contra los planes anexionistas de
Báez, Luperón escribía: “La conducta de Grant y su Ministro Fish para con Cuba, es
infame, detestable, y no quiero que haya hoy un solo cubano que piense en la anexión
yankee”.15 El 24 de mayo de 1870 Luperón escribía una carta al líder de la lucha cubana de
entonces, Carlos Manuel de Céspedes, en la que le manifestaba “prestar mi franco concur-so
a la libertad de Cuba y Puerto Rico”.16 Igualmente mostraría su solidaridad con el
pueblo cubano y su lucha por la independencia en una carta también escrita a Betances el
16 de junio de 1870 en ocasión de la muerte del cubano Domingo de Goicuría: “Lamento,
como Ud. debe suponerlo, el trágico fin del general cubano Goicuría, y creo con Ud. que
la salvaje España es consecuente con su sistema de convertir en mártires a los prisioneros
de guerra. No obstante, la causa sudamericana progresa, y Puerto Rico como Cuba, serán
libres”.17
Su más firme decisión de apoyo a la causa cubana se manifiesta en 1880, dos
años más tarde de finalizada la Guerra Grande cubana, cuando siendo presidente provisio-nal
de la República Dominicana rechaza la proposición española de expulsar a Antonio
Maceo del país a cambio de la expulsión de Puerto Rico de enemigos políticos de la
República Dominicana:
El General Maceo, perseguido en Port-au-Prince por el Gobierno del General
Salomón, se dirigió a la isla de St. Thomas, y de ésta a Puerto Plata. En seguida se
presentó el Cónsul Español, que deseaba encontrar pretexto para embarazar la
188
marcha del Gobierno, reclamando la extradicción del General Maceo, con apre-mio
de amenazas sin dilucidación de causa ni de derecho. El Gobierno rechazó
las amenazas, y rehusó formalmente con la dignidad que le caracterizaba la apre-miante
del Sr. Bermúdez. Entonces el Capitán General de La Habana envió dos
vapores de guerra con un comisionado especial a Puerto Plata. Este comisionado
empleó la mayor suma de argumentos y de presteza en el asunto; pero su causa
era mala, porque reclamaba la entrega del General Maceo como criminal, sin
copia de proceso, cuando Maceo era político, lo que lo ponía a cubierto de toda
reclamación.18 Para entonces, Luperón hospedó a Maceo en su propio hogar; per-mitió
que editara sueltos independentistas en la imprenta del gobierno provisio-nal;
auspició que los cubanos introdujeran armas y pertrechos y que los enviaran
a Cuba; ayudó económicamente al exilio cubano y puertorriqueño; encarceló a
quien atentó contra la vida de Maceo; toleró todas las conspiraciones cubanas;
entregó armas y municiones a Maceo....19
Igualmente significativo es el apoyo de Luperón brindado a Máximo Gómez en
su lucha por la independencia de Cuba. El 21 de diciembre de 1884 Luperón escribía a
Gómez manifestándole que “Como Ud. siento la necesidad suprema de independizar a
Cuba y a Puerto Rico de la abobinable dominación española. Así es que Ud. no tiene que
vacilar respecto a mi ayuda. Todo lo que esté a mi alcance de poder hacer le pertenece a
Ud. de hecho y de derecho y disponga Ud. de mí”.20 Un tiempo más tarde, el 8 de agosto de
1885, Luperón escribía de nuevo a Gómez:
Aquí, desde que regresé de Europa, me encontré con una crisis que me ha impe-dido
contribuir con Ud. como yo pensaba, a la causa más sagrada de todos los
antillanos y de todos los que sientan en su alma algún interés de ver a Cuba y a
Puerto Rico independientes de la dominación española; empero, si la crisis del
azúcar nos ha dejado sin dinero, no puede ni podrá ninguna crisis destruir nuestro
amor por la independencia y por la libertad de esas dos islas hermanas, (...) Sí, mi
muy querido general y distinguido hermano mío, cuente decididamente conmi-go,
mi corazón de patriota está entero y muy bien colocado, para luchar por la
independencia y por la libertad de los pueblos que la reclaman. (...) Ud. bien sabe
que nuestro país es pobre de medios pero no de valor.- Cuente abiertamente con
su patria y con su hermano.21 De él, Luperón, escribiría Martí: (...) vivía yo sobre
ortigas encendidas, como se vive siempre lejos del país propio, en la lejana capi-tal
de Guatemala, de aquella tierra que ostenta en sus selvas y en su escudo, el
quetzal de plumaje esmaltado y el alma fiera que, cuando pierde la libertad, hun-de
la cabeza y muere: bien así como Santo Domingo indómito, ese pueblo quetzal.
Y allá en Guatemala me enseñó un buen cubano, una noche en que apretada la
garganta y secos los ojos, hablábamos de las glorias y desdichas de nuestra tierra,
una carta en que el caballero Luperón explicaba, con ese cariño por las causas
débiles que es dote exclusiva de las grandes almas, explicaba humilde y tierna-mente
los impulsos que le habían movido a tributar honras fúnebres a aquel cuba-no
de espíritu templado a fuego sobrenatural, a Ignacio Agramonte (11 de mayo
de 1873. D.L.). Me puse en pie, como si Luperón estuviese delante de mí, a
apretarle las manos; le di asiento en mi corazón, donde se sientan pocas gentes, y
contraje con él una deuda de ternura y afecto que le pago esta noche. Gracias,
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dominicano generoso, en nombre del muerto. Gracias, hombre de juicio sereno y
corazón...22
El otro gran importante papel de la participación dominicana en la primera gue-rra
independentista cubana corresponde a aquellos que lucharon directamente contra las
tropas españolas por la independencia de Cuba. Entre ellos cabe resaltar a Máximo Gómez,
Modesto Díaz, los hermanos Félix, Luis y Francisco Marcano, Lucas Evangelista Díaz, y
otros muchos más. Muchos de ellos formaban parte del cuerpo de oficiales de la reserva
del Ejército español de la guerra de Restauración dominicana y, junto a los españoles, se
habían establecido en Cuba después de la contienda. A principios de la guerra de 1868-
1878, estos militares dominicanos no dirigían a las tropas revolucionarias, entonces lideradas
por los cubanos: “Al inicio de la contienda los jefes de tropas fueron los líderes políticos
naturales de cada región, pero la existencia en Cuba de extranjeros con experiencia mili-tar,
en especial dominicanos, posibilitó organizar el Ejército Libertador según las exigen-cias
del arte militar de la época, a pesar de los escasos recursos de que se disponía”.23 Así,
Luis Marcano sería designado segundo jefe del Ejército Libertador, otorgándosele enton-ces
el más alto rango de la institución: teniente general. Modesto Díaz estaría destinado a
Manzanillo y Tunas; Máximo Gómez a Jiguaní, Luis Marcano a Bayamo y Holguín, etc.
Los militares dominicanos, conocedores de la anterior guerra de Restauración dominica-na,
aplicaron sus experiencias y conocimientos contra las tropas españolas. Principalmen-te
Máximo Gómez, quien:
aplicó una táctica que lo caracterizaría durante las dos guerras en las que partici-pó:
no permitir que los soldados españoles conciliaran el sueño con disparos
frecuentes durante toda la noche (...) En las instrucciones que daba, Gómez repe-tía
con insistencia que las columnas españolas tenían que ser atacadas de día y de
noche, en la marcha y en el descanso. De día, acosarlos con el clima, los tiros, el
sol sofocante, las moscas y guasacas; de noche, cuando fueran a reponerse del
cansancio y de la sofocación del día, tirotearlos en los campamentos para no
dejarlos dormir.24
Aunque esta primera etapa de la lucha independentista cubana no terminara con
el resultado esperado, serviría de mucha experiencia para la continuación de la lucha, esta
vez liderada, en lo político, por José Martí, y en lo militar por Máximo Gómez.
José Martí y Máximo Gómez
José Martí, buen conocedor de la República Dominicana, escribiría sobre ella:
Tierra pequeña es la República Dominicana, pero tierra grande (...). Yo no sé qué
simpático atractivo y no sé qué fraternales impulsos, me llevan a mirar como
mías propias las bravuras, padecimientos y esperanzas de la tierra dominicana.
Hija favorecida me parece de América, que no escribe poemas, pero los hace (...).
Más que los naturales, los genios de la tierra parecían aquellos fantásticos solda-dos
dominicanos. Dijérase que los auxiliaban en su campaña contra la invasión
española poderes maravillosos. Las ramas de los árboles se volvieron soldados.
Y si no hubieran tenido los dominicanos armas, se habrían arrancado los dientes.
El pelear, de no haber sido necesidad, se hizo vicio.25
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A pesar de algunos inconvenientes e incomprensiones que tuvo Máximo Gómez
en la primera guerra cubana debido a su disciplina militar, sería él el elegido por Martí
para que dirigiese la parte militar de la nueva guerra por la independencia de Cuba. El 13
de septiembre de 1892, Martí, dirigiéndose al
Sr. Mayor General del Ejército Libertador de Cuba Máximo Gómez, le pedía en
nombre de El Partido Revolucionario Cubano, que continúa, con su mismo espí-ritu
de creación y equidad, la República donde acreditó Ud. su pericia y valor, y
es la opinión unánime de cuanto hay de visible del pueblo libre cubano, viene
hoy a rogar a Ud, previa meditación y consejos suficientes, que repitiendo su
sacrificio ayude a la revolución como encargado supremo del ramo de la guerra,
a organizar dentro y fuera de la Isla el ejército libertador que ha de poner a Cuba,
y a Puerto Rico con ella, en condición de realizar, con métodos ejecutivos y espí-ritu
republicano, el deseo manifiesto y legítimo de su independencia.26
De nuevo la participación dominicana en la guerra de independencia de Cuba
estaría presente, esta vez en su máxima expresión en la figura de Máximo Gómez como
jefe militar.
Martí, quien visitaría la República Dominicana en 1892 y 1895, encontró un gran
apoyo entre el pueblo y los intelectuales dominicanos en su justa causa por la independen-cia
de Cuba. Entre los últimos se encontraba Federico Henríquez y Carvajal a quien Martí
escribiría el 25 de marzo de 1895:
De Santo Domingo ¿por qué le he de hablar? ¿Es eso cosa distinta de Cuba? ¿Ud.
no es cubano, y hay quien lo sea mejor que Ud.? ¿Y Gómez, no es cubano? ¿Y yo,
qué soy, y quién me fija suelo? ¿No fue mía, y orgullo mío, el alma que me
envolvió, y alrededor mío palpitó, a la voz de Ud., en la noche inolvidable y viril
de la Sociedad de Amigos? Esto es aquello, y va con aquello. Yo obedezco, y aún
diré que acato como superior dispensación y como ley americana, la necesidad
feliz de partir, al amparo de Santo Domingo, para la guerra de libertad de Cuba.
(...) Adiós, y a mis nobles e indulgentes amigos. Debo a Ud. un goce de altura y
de limpieza, en lo áspero y feo de este universo humano. Levante bien la voz: que
si caigo, será también por la independencia de su patria.27
Sería también en la República Dominicana, exactamente en Montecristi, donde
el 25 de marzo de 1895 viera la luz el famoso Manifiesto de Montecristi, documento
político legado a la Historia de Cuba, del Caribe, de América y el mundo, en el cual, José
Martí y Máximo Gómez, el primero como Delegado del Partido Revolucionario Cubano,
creado para ordenar y auxiliar la guerra actual, y el segundo, el General en Jefe electo en
él por todos los miembros activos del Ejército Libertador, lanzarían su grito de guerra.28
El Caribe, esa frontera imperial como la ha denominado el dominicano Juan
Bosch,29 siempre ha dado muestra de una solidaridad y antillanismo, propios de unos pue-blos
con mucho en común.
191
NOTAS
1 “Declaratoria de Independencia del pueblo dominicano”, en PEGUERO, Valentina y DE LOS SANTOS,
Danilo. Visión general de la Historia dominicana. Santo Domingo, 1989, p. 415.
2 Ibídem.
3 HAZARD, Samuel. Santo Domingo. Su pasado y presente. Editora Santo Domingo, R. D., 1974, p. 91.
4 ANES, Gonzalo. El siglo de las luces. Historia de España dirigida por Miguel Artola. T. IV. Alianza
Editorial. Madrid, 1994, pp. 301-303.
5 BENÍTEZ, José A. El pensamiento revolucionario de hombres de nuestra América. La Habana, 1986, p.
228.
6 RUIZ DE AZUA Y MARTINEZ DE EZQUERECOCHA, Estíbaliz. La Unión Liberal y el agotamiento
del modelo moderado (1858-1868), en : Javier Paredes (coord.). Historia contemporánea de España
(1808-1939). Ariel historia. Barcelona, 1996, p. 283.
7 VILAR, Juan B. Las relaciones internacionales de España (1834-1874), en: Paredes (coord.), op. cit., p.
333.
8 Ibídem.
9 RODRÍGUEZ DEMORIZI, Emilio. Diarios de la guerra domínico-española, 1863-1865. Santo Domin-go,
1963, p. 115.
10 Ibídem, p. 103.
11 SANG, Mu kien A. Buenaventura Báez: el caudillo del sur (1844-1878). Intec. Santo Domingo, 1991,
pp. 132-133.
12 El Eco de la opinión. No. 13 del 20 de junio de 1879, citado por: SANG, Mu kien A. Ulises Heureaux.
Biografía de un dictador. Intec. Santo Domingo, 1996, p. 41.
13 Ibídem, pp. 42-43.
14 LUPERÓN, Gregorio. Notas autobiográficas y apuntes históricos. T. II, Editora Santo Domingo. R.D.,
1974, p. 295.
15 RODRÍGUEZ OBJIO, Manuel. Gregorio Luperón e Historia de la Restauración. T. II. El Diario. Santia-go,
R.D., 1939, p. 335.
16 Citado por CORDERO MICHEL, Emilio. El antillanismo de Luperón, en: Ecos, No. 1. Santo Domingo,
R.D., 1993, p. 57.
17 Ibídem, p. 350.
18 LUPERÓN, op. cit., t. III, p. 52.
19 CORDERO MICHEL, artículo citado, p. 62.
20 Ibídem, p. 63.
21 Ibídem.
22 MARTÍ, José. Obras completas. T.7. La Habana, 1975, p. 307.
23 Centro de Estudios de Historia Militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, Máximo Gómez Báez:
Invasión y campaña de las Villas, 1875-1876, La Habana, 1984, p. 13, citado por ALMEIDA RANCIER,
Franklin. Mella y el punto débil de Cuba. Ecos, No. 1, 1993. Santo Domingo, p. 122.
24 Ibídem, p. 124.
25 MARTÍ, José. Obras completas. La Habana, t. 7, p. 308, t.8, p. 193.
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26 MARTÍ, José. Páginas escogidas. I. La Habana, 1985, p. 109.
27 Ibídem, pp. 147-148.
28 Ibídem, pp. 133-143.
29 BOSCH, Juan. De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial. La Habana, 1981.