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SEÑORAS Y BACHILLERAS: UN DEBATE EN EL MER-CURIO
PERUANO A FINES DEL SIGLO XVIII
María Pilar Pérez Cantó
En 1768 Doña Josefa Amar y Borbón escribió su Discurso en defensa del talento de las
mujeres, a fines de siglo, 1792, la inglesa Mary Wollstonecraft publicó la Vindicación de
los Derechos de la Mujer y meses antes, en mayo de 1791, una mujer, bajo el seudónimo
de Lucinda, desde Cuzco en Perú, utilizando el órgano de expresión de la Sociedad Eco-nómica
de Amigos del País, reivindicaba el derecho de las mujeres a ser consideradas de
una cierta manera. Que desde lugares tan dispares estas mujeres, junto a otras, hablen de
sus derechos y pretendan con sus aportaciones públicas contribuir a una revisión más o
menos profunda de las relaciones de género existentes en su época, puede parecer un
hecho aislado, sin embargo todas estas manifestaciones obedecen a una misma causa y
ésta no es otra que la fisura provocada por las Ilustración en el modelo anterior.
El debate que tiene lugar en el Mercurio Peruano entre mayo de 1791 y abril de 1792 es
revelador desde diferentes puntos de vista, en primer lugar merece ser analizada la exis-tencia
del propio debate, impensable en momentos históricos anteriores, y a ese respecto
vale la pena recordar la batalla librada por las mujeres españolas mejor preparadas por
ingresar en las Sociedades Económicas de Amigos del País y la decisión tomada finalmen-te
por Carlos III para que catorce damas fuesen admitidas, en agosto de 1787, en la Socie-dad
Madrileña. En el debate, que duró dos años, se pusieron de manifiesto todas las reti-cencias
existentes para romper el viejo modelo, cuestionado ya desde principios de siglo
por no pocos ilustrados, permitir a las mujeres participar y expresarse en una Sociedad que
tenía que ver con asuntos públicos era un paso que muchos no estaban dispuestos a tolerar.
A pesar de la sanción real, la sociedad y las mujeres mismas sentían cierto respeto a
transpasar barreras y exponerse a las burlas de sus contemporáneos. El 10 de febrero de
1791 en uno de los primeros Mercurios publicados por la Sociedad Limeña de Amigos del
País, una Carta crítica recibida por la Sociedad desde Cuzco, se lamentaba de las pocas
suscripciones femeninas recibidas por el periódico a pesar de la invitación que se había
hecho a las Señoras desde el Prospecto inicial y lo hacía con una pregunta retórica: “¿es
posible que en una Capital como esa,(se refiere a Lima) a donde la viveza, la penetración
y el buen gusto parecen prendas vinculadas a la hermosura del sexo amable, no haya
habido siquiera doce señoritas, capaces de hacer parecer su nombre en el frontispicio de
una obra periódica?. Yo apostaría a que esto sucede porque les parece que con esto pasaran
plaza de bachilleras o presumidas”.1
La respuesta que se daba a sí mismo el comunicante pesaba, como podremos analizar
más tarde, a la hora de tomar la decisión de salir al espacio público ahora entreabierto, a
las mujeres en general y en una sociedad colonial y periférica como la cuzqueña todavía
con mayor fuerza, les resultaba difícil romper estereotipos sin provocar opiniones
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malediscentes que les podían reportar consecuencias desagradables como tendremos oca-sión
de analizar, no es extraño por tanto que sólo tres mujeres aparezcan como suscriptoras
del Mercurio en los primeros meses de su publicación. No obstante, unos meses más
tarde, en mayo del mismo año, una mujer cuzqueña bajo el seudónimo revelador de Lucinda
protagonizará el debate objeto de nuestra atención.
Antes de entrar en el análisis del debate mismo y con ánimo de contextualizarlo ade-cuadamente
será preciso, por tanto, explicar cómo fue posible que éste tuviese lugar. Lo
que conocemos como Ilustración es un fenómeno complejo, difícil de interpretar y en
cuyo seno convivieron tendencias muy diferentes y en no pocas ocasiones contradictorias,
en lo que respecta al feminismo aceptamos lo que nos parece un hecho incontrovertible
que Ilustración y feminismo son dos conceptos inseparables en tanto que la primera con su
cuestionamiento de toda autoridad apriorística hizo posible el nacimiento del segundo.
Entendiendo por feminismo tanto la revisión crítica del papel de la mujer en la sociedad,
como la actuación de las mujeres en la misma a través de movimienos organizados. La
Ilustración permitió que algunas mujeres y hombres en nombre de la razón desecharan
explicaciones biológicas para justificar una construcción cultural que durante siglos había
diseñado y defendido un papel para las mujeres circunscrito al mundo privado y bajo la
sumisión de padres o maridos y excluidas de los derechos políticos o de ciudadanía tal
como era entendida por algunos teóricos de la época.
Sin embargo, la Ilustración, como dirá Cristina Molina, no cumple sus promesas: la
razón no es la Razón Universal, la mujer quedó fuera de ella como aquel sector que “Las
Luces no quieren iluminar”, y para ello definió a la mujer como naturaleza y de nuevo le
consagró un sitio, un lugar en la sociedad, el mundo privado, lo doméstico, a la vez que
justificaba su dominación por el hombre.2 La Ilustración, por tanto, fue un proyecto in-completo,
en el que según I. Marion Young al ser fundado por hombres, el Estado moder-no
y el dominio público de la ciudadanía presentó como valores y normas universales
aquéllas que habían derivado de la experiencia masculina.3 Pese a esta nueva exclusión, el
movimiento ilustrado permitió que en su seno se levantasen voces críticas, que dieron
paso a la lenta pero inexorable quiebra de las relaciones de género anteriores a la Moder-nidad.
La literatura perceptiva anterior al siglo XVIII había diseñado un modelo de mujer
perfecta que partía de la definición ontológica de la mujer como género, describía las
actividades que las mujeres debían desempeñar y sobre todo donde debían desempeñarlas
y para algunas autoras el dónde determinaba todo lo demás.4 Estos teóricos basaban su
exclusión de las mujeres de la vida pública y por ende de lo político, en dos argumentos su
falta de capacidad y su debilidad, las mujeres sólo podían mostrarse eficaces y moralmen-te
fuertes en su casa. Esa exclusión pertinaz de la esfera pública hasta convertir la expre-sión
de mujer pública en un insulto, fue básica en la concepción patriarcal de la familia y
en ella tenía mucho que ver no sólo la preservación del honor, sino la conservación de la
propiedad, base para el ejercicio de los derechos ciudadanos, y la transmisión de la misma
por herencia. La Ilustración al cuestionar los argumentos de autoridad e incidir sobre la
educación de las mujeres, sin necesidad de poner en crisis el modelo anterior abrió un
resquicio que permitió introducir cambios en el mismo.
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El Padre Feijoo, a principios del setecientos, en su Teatro Crítico Universal, dedicado
a desterrar errores comunmente aceptados, dedicó uno de sus Discursos, el XVI a la De-fensa
de la Mujer, en él trataba de acabar con el equívoco, propagado por la literatura
anterior, sobre la incapacidad de las mujeres y evidenciar “su aptitud para todo género de
ciencias y conocimientos sublimes”.5 No obstante este mismo autor al comparar las ven-tajas
de las mujeres sobre los hombres y viceversa señalaba que: “Las calidades en que
exceden las mujeres conducen para hacerlas mejores en sí mismas; las prendas en que
exceden los hombres los constituyen mejores, esto es, más útiles para el público”.6 Feijoo
no pretendía educar a la mujer para la esfera pública, defendía su igual capacidad de en-tendimiento
y planteaba, aplicando la racionalidad y buscando la utilidad y la eficacia que
se preparase mejor para cumplir su cometido sin cuestionarlo.
En el mismo orden de cosas la escritora aragonesa Doña Josefa Amar y Borbón, a
mediados de la centuria publicaba su Discurso en defensa del talento de las mujeres en el
que reivindicaba para éstas el derecho a la educación y lo hacía señalando las contradic-ciones
de unas relaciones de género mantenidas sobre supuestos que a la luz de la razón no
se mantenían en pié, su crítica y su reclamo no iban dirigidos a todas las mujeres sino a las
de su estamento social, no se trataba de un planteamiento revolucionario, sin embargo
pretendía establecer unas relaciones familiares basadas en la igualdad y entiende que ésta
no será posible sin un mismo nivel intelectual, sabedora de las dificultades que la acecha-ban,
su programa reformista fue limitado y así lo expresaba en el Prólogo de su Discur-so...:
“No formemos un plan fantástico:tratemos sólo de rectificar en lo posible el que ya
está establecido”.7
Por la misma época, 1792, L. Fernández de Moratín en La Comedia Nueva, haciendo
referencia a hombres y mujeres de capas sociales bajas y medias, sin abandonar cierto
tono paternalista con las mujeres, sin embargo presenta el matrimonio como una empresa
común para conseguir la felicidad mutua y una de sus protagonistas proclama junto a las
cualidades requeridas antaño a la buena esposa las de saber escribir y ajustar cuentas.
Desde otro punto de vista, ya en 1743, Don José Campillo y Cossio, ministro ilustrado
de Guerra y Hacienda de Felipe V y uno de los proyectistas de mayor y más larga influen-cia,
escribió su Nuevo sistema de gobierno económico para la América y en él se podía
leer: “Por el bien general se debe pensar igualmente en el empleo de las mugeres: es
notoria la holganzanería, y el ocio, a que viven entregadas las yndias, cuyos males que
esto produce, en cualquiera monarchia donde esto se experimente, son tan notorios como
que siendo el ocio productor de todos los vicios, y las mujeres, las que mas los apetecen, si
ademas de esto, tienen aquel, se puede reflexionar las grandes ruinas, que pueden ocasio-nar;
por lo mismo pide esto pronto remedio, para que ocupadas en algún ejercicio que le
produzca interes, se bayan poco a poco inclinando a la aplicacion y separandose del ocio”.8
El trabajo de las mujeres, en este caso el de las mujeres indias, era contemplado por los
Proyectistas españoles como una medida más para convertir a los naturales de América en
súbditos útiles y felices, el trabajo de las mujeres fuera del hogar, su conversión en parte
del aparato productivo no doméstico era una novedad introducida por las luces que a fines
de siglo con la publicación de la obra y la influencia de sus ideas en ministros como
Campomanes verán su aplicación.
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Al igual que los discursos anteriores, tampoco los Proyectistas planteaban el trabajo de
las mujeres desde la ruptura de un modelo firmemente asentado, sus formulaciones no
socavaron de forma inmediata las relaciones de género preexistentes sin embargo fueron
abriendo brechas. En Indias, por otra parte, las mujeres criollas, de forma excepcional las
de posiciones sociales elevadas y habitualmente las de capas sociales inferiores, las in-dias,
mestizas y negras libres habían estado presentes en la actividad productiva desde los
inicios de la colonización, lo novedoso es que los teóricos no sólo visualicen el fenómeno
sino que lo eleven a categoría de útil para la Monarquía.
Junto a estos autores el franciscano Fray Antonio Arbiol, en su obra La Familia Regu-lada,
con doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia Católica, publi-cada
en 1715, transmite un modelo de mujer que en nada desdice de la Perfecta casada de
Fray Luis de León, no sólo expresaba su reservas contra la educación de las mujeres de
forma contundente: “Y soy de firme dictamen, que no conviene para la buena crianza de
las hijas el enseñarles a escribir”. Sino que llevado por su afán de recluir a la mujer en el
hogar llega a recomendar que frecuente menos la Iglesia no vaya a ser que sus devocio-nes
le impidan cumplir con las obligaciones de su casa.9
Nuestra larga disertación y la invocación de autores y obras como las de Feijoo, Amar
y Borbón, los propios proyectistas o Arbiol, sirven para explicar por una parte cómo la
Ilustración había transmitido junto al modelo de mujer tradicional, modesta,virtuosa, guar-diana
del honor y la hacienda de la familia, otro nuevo de mujer educada, que asiste a
tertulias con personas de ambos sexos, se expresa en papeles periódicos o trabaja como
maestra. Así mismo es útil para poner de relieve cómo a fines de siglo la recepción de la
Ilustración española en las colonias, sobre todo las obras de Feijoo, al que no le faltaron
seguidores, influyó en la vida de las mujeres criollas, ahora partícipes de la cultura, y en el
resto en tanto que contribuyó a desdibujar unas relaciones de género que por otra parte
nunca fueron tan rígidas como las peninsulares.
Las mujeres mejor preparadas, al igual que en España, utilizaban los órganos de expre-sión
de las Sociedades Económicas de Amigos del País para exponer sus pareceres o de-fender
sus derechos, la de Lima, como ya citábamos al principio de la exposición, tenía
como portavoz al Mercurio Peruano y desde él la sociedad trataba de recoger las noveda-des
de las luces que llegaban de Europa, sobre todo de la Península, y lo que fue más
importante fomentó el espíritu crítico y el amor al propio País, los valores de lo america-no,
peruano, eran acogidos en sus páginas y sometidos a debate.
En este contexto, el Mercurio Peruano nº 40, de 19 de mayo de 1791, publicaba una
Carta escrita a la Sociedad desde la ciudad del Cuzco, sobre la impertinente pretensión
de algunas mugeres, a que las llamen Señoras. Con tal encabezamiento se daba entrada a
una misiva escrita por Acignio Sartoc, seudónimo bajo el que se ocultaba, cambiando de
orden las letras de su nombre, juego muy habitual en la época, Ignacio Castro, Rector del
Real Colegio de San Bernardo del Cuzco, suscriptor del Mercurio, el comunicante relata-ba
una serie de ejemplos protagonizados por “una persona del bello sexo, que juiciosa en
otros aspectos, en llegando a punto de Señorismo parece que delira”.10 De los ejemplos
relatados se desprende que una mujer reclama el derecho a que la llamen Señora frente al
apelativo de mujer y ello por entender que el primero singulariza a la nombrada frente al
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segundo, ya que “mujeres son infinitas que andan por ese mundo”. Parecería por el enun-ciado
que estábamos ante un conflicto propio de una sociedad colonial en la que lo
estamental se entrelaza con la étnia y en la cual las mujeres criollas en el siglo XVIII,
presionadas por arriba por las peninsulares que les reprochaban su falta de pureza de san-gre
y desde abajo por las más desheredadas, pretendían distinguirse de unas y de otras
mediante el título de Señoras, sin embargo otro de los ejemplos traídos a colación, intro-duce
precisión en el planteamiento, relata que cuando la citada Señora tuvo necesidad de
presentarse ante un Tribunal se negó a firmar un Memorial encabezado por: Doña N.
Muger legítima de Don X. Y obligó al abogado a cambiar la fórmula por: Doña N. Señora
legítima y conjunta Persona de Don X. El cambio no es baladí, introduce parámetros de
igualdad y sitúa a la mujer casada al mismo nivel que el marido.
Según el remitente la tal Señora entendía que éste era un título que actuaba como
“salvaconducto de todas las infamias y escudo contra todos los vicios” dando a entender
que quienes lo usaban habían llegado a un cierto grado de respetabilidad que era reforzado
por el apelativo en un doble frente: interno y externo. Depués de traer a colación actuacio-nes
extravagantes llevadas a cabo por la protagonista referida con ánimo de ridiculizarla,
el autor de la carta expresa su preocupación por que tal modo de proceder se pueda propa-gar
en la ciudad de Cuzco y en otras del Perú. Incapaz de aceptar que la Señora trate
simplemente de reclamar un trato de respeto y de mayor equidad dentro y fuera del matri-monio
busca la explicación de tal actitud en la historia pasada, sin embargo desecha que
tal veleidad provenga de haber sido Cuzco la cuna del Imperio Incaico y por tanto sede de
linajes reales, ya que ”la enfermedad sólo se ve propagada en los que hacen gloria de no
proceder de aquellos”. Finalmente pide que médicos y peritos se apresten a poner remedio
a tanta infección que puede llegar a dividir gravemente a la sociedad. Tanto el autor de la
carta como la actitud de la Señora por él referida no responden a problemas generales que
afecten a todos los hombres y a todas las mujeres de la época, en una sociedad estamental
compleja, en la que la étnia, los hechos de conquista y la fortuna fijaban el lugar que cada
uno ocupaba en la sociedad, las mujeres de cada grupo social tuvieron problemas diferen-tes
y si bien las relaciones de género tenían como patrón de referencia el de la sociedad
patriarcal, las costumbres autóctonas y las características de una sociedad nueva que algu-nos
autores han denominado como sociedad de frontera, hizo que hechos como el que
comentamos sólo pudiera afectar a una parte de la sociedad colonial: la criolla.
La carta tuvo cumplida respuesta en el Mercurio Peruano nº 111, del día 29 de diciem-bre
del mismo año, en otra Carta escrita de la Ciudad de Cuzco en defensa del Señorío de
las Mugeres, contra la impresa en el Mercurio nº 40. La remitente de la carta es una mujer
y firma con el seudónimo de Lucinda, apelativo que hace referencia, sin duda, a las luces
de las que es portadora la que así suscribe.
Inicia la réplica con una declaración de principios, no tratará de criticar, ni impugnar la
carta a la que pretende dar respuesta sino que por el contrario tratará de “hacer presente a
Vms. y al Público, lo que no ignoran: esto es los derechos que nos favorecen, y la antiquada
posesión en que nos hallamos de disfrutar este honor”.11 De acuerdo con el enunciado
Lucinda organiza la defensa de lo que ella entiende como un derecho de todas las mujeres
y no sólo de aquellas que tienen un título de Castilla o son descendientes de Conquistado-res,
a éstas nadie se atrevería a discutir tal derecho. Señala que es un derecho que se les
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debe por méritos propios, no por referencia al marido, y lo han utilizado las mujeres desde
la más remota antiguedad hasta el tiempo presente, sus argumentos son extraídos de todas
las épocas históricas y tanto de fuentes sagradas como profanas, San Juan Evangelista,
San Jerónimo y una glosa canónica son citadas entre las primeras, para las segundas el
recorrido es mayor y a través de él, la autora nos muestra sus amplios conocimientos tanto
de la antigüedad griega de la que cita a Homero, como de la romana, de ésta última utiliza
referencias del filósofo Epícteto, de los poetas Virgilio, Ovidio y Juvenal e incluso invoca
a San Pablo rechazando la costumbre de los romanos de llamar a sus consortes Señoras.
Así mismo muestra a través de Suetonio el trato que daban a sus mujeres figuras tan
eminentes como el emperador Justiniano o Claudio César. Por si la autoridad de escritores
y personajes históricos tan reconocidos no bastase, utiliza también las fuentes jurídicas,
desde el jurisconsulto romano Scévola a comentaristas medievales del mos italicus como
Bártolo y Baldo, junto a otros autores italianos menos conocidos como Panormitano, Acurio
y Tiraquelo, todos ellos, según la autora, dan fe de que en Italia Señoras es el apelativo
común por el que se nombra a todas las mujeres. No olvida una referencia a Francia,
“maestra de modas y de observancias”, y a diccionarios españoles como el de Herrero. Tal
disertación le sirve para dar respuesta a la pregunta con la que inició su argumentación :
“¿por qué lo despojaremos en nuestra Patria de este tal qual homenage que con ventaja
pagan?. ¿Serán acaso de peor condición las mugeres del Cuzco?”.
Una vez demostrado que el deseo de ser llamadas Señoras no es un capricho de una
mujer cuzqueña sino que se trata de un derecho bien fundamentado, adquirido por las
mujeres desde la antigüedad y que les afecta a todas, la explicación se torna más compleja
sobre todo cuando refiriéndose a un pasaje de la carta a debate, trata de explicar el signifi-cado
del término con respecto al otro, para fijar la cuestión se pregunta ¿Señora de quién?,
y responde: “Si las mujeres se han llamado Señoras, y con especialidad por sus maridos
las casadas, no por esto han usado esta regalía hablando de ellos, de modo que digan
Señoras de sus consortes pero tampoco hemos de culpar demasiado a la que presentó el
Memorial con esta expresión”.12 Manifiesta a continuación su desacuerdo con la supuesta
Señora, protagonista de la carta del primer comunicante, y le advierte que si utiliza el
término Señora como expresión de preminencia sobre su marido deberá aceptar que Señor
tenga recíprocamente el mismo significado y en ese caso es preciso, añade, ser cuidadosa
a la hora de convertirse en Señora de alguien que sin merecerlo pueda a su vez erigirse en
Señor de una misma. No obstante, de forma sarcástica, entendiendo que la libertad es un
preciado don, nos señala que: “Si les agrada ese modelo, no habrá quien las defienda”.
“Ahora no hay motivo para culparlas”, y concluyó su apología diciendo: “que merecen
llamarse con este honroso título: que son gloria del varón”.13 Lo más revelador es el final
de la carta, nuestra Lucinda, de forma siscera o como truco literario, muestra sus temores
por mostrarse culta, dispuesta a salir del ámbito privado, escribiendo en un medio donde
predominan los hombres y sobre todo desafiando públicamente los cánones establecidos:
“Por lo que a mi me toca, me guardaré también pulsar públicamente esa tan delicada
cuerda de respetos y fueros, sin haberla templado a toda prueba de oidos, y de mover
alguna otra, cuya disonancia alcance a despertar especies que duermen cerca”.14 Teme que
su defensa de las mujeres sea contraproducente, mide sus palabras para no parecer que
quiebra las relaciones de género establecidas, entiende que hay que avanzar por el camino
renovador emprendido pero lentamente, sin levantar polvaredas que impidan seguir por la
senda que se ha marcado. No duda de su preparación: “Bien pudiera el amor propio li-
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sonjearme con la satisfacción de que siéndome accesible, algún ramo de la literatura no
erraría por falta de razón instruida: ¿ pero quién me asegura de una inadvertencia que me
hiciese objeto del sentimiento, y acaso del odio?”.15 Su problema es enfrentarse con una
construcción cultural de género que no contempla que ella con su voz pueda reivindicar el
derecho a expresar su propia situación y además cuestionarla, el pasado pesa en exceso y
el modelo que pone en entredicho con su actitud está tan arraigado que: “la inconsidera-ción
bastó para precipitar al abismo un crecido número de Inteligencias que fueron vícti-mas
de sus propias luces”. Y para que no tengamos dudas de a qué se está refiriendo
concluye su argumento: “No es tanta la culpa de que hablo y temo hacerme reo pero deseo
evitarla siempre, no perdiendo de vista las circunstancias de tiempo, lugares, personas y
aun estados”.16 Es curioso que, como más tarde le reprochará su contrincante en el debate,
siga siendo conservadora en el lenguaje y haciendo gala de la prudencia que predica utili-ce
el masculino cuando se está refiriendo a sí misma.
Meses más tarde, en abril de 1792, el Mercurio Peruano publicó en lugar preferente y
durante dos días seguidos 19 y 22 del citado mes otra larguísima carta bajo el título de
Nuevo rasgo prosbólico contra el Señorismo de las mugeres remitido de la Ciudad del
Cuzco, en vindicación de la Carta impresa en el Mercurio núm. 40 y criticando la inserta
en el núm. 111, de la que es autor de nuevo el comunicante que firma con el seudónimo de
Acignio Sartoc, bajo el cual probablemente, como ya indicamos con anterioridad, se encu-bre
el Rector del Colegio Real de San Bernardo del Cuzco, Ignacio Castro, suscriptor del
Mercurio.
La carta es un tratado completo de “cómo devolver a la mujer al lugar que le correspon-de”,
ya en el título de la misma sustituye Señorío por Señorismo, con la intención, al igual
que en su primera comunicación, de rebajar el tono del debate, pero lo menos importante
son las respuestas puntuales a todos y cada uno de los argumentos esgrimidos por Lucinda
en la defensa de cierto estatus social para las mujeres, lo relevante es el modelo de relacio-nes
de género que transmite y cómo lo hace, su resistencia al cambio, no exenta de dudas
y contradicciones, es la de un hombre que se considera, él también, portador e irradiador
de luces, pero que sólo está dispuesto a avances mínimos respecto a las mujeres. No se les
debe vedar totalmente la educación pero ésta debe ser adecuada a su condición y sobre
todo jamás debe hacer ostentación de la misma en público, su postura es más conservado-ra
que la de Feijoo, autor que muy probablemente conoce.
Inicia su disertación alabando, a la vez que ridiculiza, la cultura que adorna a “una
Persona del bello sexo, la docta Lucila, una sabia del sexo”... Muy pronto recurre a la
literatura para, de forma poco subliminal, transmitir un doble y viejo mensaje sobre su
contricante que le ayude a desautorizarla: o no ha escrito ella misma la carta o si lo ha
hecho ha sido guiada por una mente masculina que acabó por contagiarle sus modos varo-niles
a la bella. El ejemplo escogido fue el de Las Mujeres sabias de Moliere y de ellas, los
personajes de Trisotin y Filaminta, a saber el tonto ilustrado que ponía sus luces al servicio
de cosas vanas y al que Moliere llama Trissotin, nombre con el cual pretendía resumir la
esencia de un personaje trois fois sot y la mujer brillante varonil cuya representación en su
época siempre estuvo a cargo de un hombre. Que el autor conocía las implicaciones de la
comparación no nos cabe ninguna duda, ya en su época Voltaire y D’Alembert protestaron
contra el peligro de una actitud que ridiculizaba la emancipación intelectual de las mujeres
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y el riesgo de perpetuar ciertos perjuicios en el “siglo de las luces”, tal como aparecía en la
obra.17 No obstante, el autor pone en boca de otros el simil utilizado y salva su reputación
de hombre ilustrado cuando señala: “Yo hallo mejor partido y mayor verosimilitud en que
Lucinda no ha mendigado luces, que las goza propias; que con ellas entrará a auxiliar al
Señorismo, y que si como juzgo, lo participa con justicia, discurre, combate y perora Pro
domo sua. Voyme pues a entender con Lucinda”.18
Puesta en entredicho la interlocutora, pasa el autor a rebatir sus argumentos, en primera
instancia recusa formalmente alguna palabra, a su entender, mal utilizada como antiquada
donde debería decir antigua, para adentrarse en lo que realmente constituye el nudo de su
exposición, no se trata tanto de hurtar derechos y honores a las mujeres sino de que ellas
abusen y tomen como derecho lo que los hombres le conceden como honor . Apoyándose
en citas de La-Bruyere y Juvenal diseña su modelo con virtudes y límites: una mujer
hermosa, erudita, ilustre, rica y fecunda ...“y que añada a estas dotes la mayor de todas.
Quiero decir, la castidad realce incomparable del sexo. Esta Señora tan rara y tan difícil de
hallar, desde el momento en que quiere hacer ostentación de estas inalienables prendas, se
hace insufrible a todos y desmerece el aprecio”.19 El resultado es una mujer tradicional a la
que se le añade la educación en beneficio de los suyos y sin que le sirva para salir del
mundo privado en el que debe seguir recluida.
Para completar el perfil de la mujer a la que se refiere, no hay que olvidar que el lugar
de referencia es el Cuzco, entabla un duro ataque para dar... “a conocer la debilidad de la
Lógica de nuestra sabia” y de las fuentes utilizadas por Lucinda para hacer extensivo el
Señorismo, Señorío según la primera, a todas las mujeres. La defensa de la sociedad
estamental le obliga a rebatir la ortodoxia de citas como las Leyes Matrimoniales de
Tiraquelo y una vez más entiende que ciertas obras, por su complejidad, no deben ser
leídas por mujeres: “Las juiciosas deben renunciar la complacencia de instruirse por el
riesgo de contaminarse”. El título de Señora es el privilegio de un grupo social determina-do,
las mujeres criollas, nunca el de todas las mujeres. Los errores cometidos por nuestra
erudita se deben a tanto a la mala selección de las fuentes como a la incomprensión de las
mismas.
Es en la última parte de su carta, en el momento de rebatir la equivalencia de Señora-
Señor como expresión de un trato de igualdad en el matrimonio, cuando su respuesta es
más crítica y utiliza toda una batería de argumentos tendentes a descalificar a las mujeres,
olvidando sus matices más innovadores retoma la explicación original, el de la Eva culpa-ble
e incitadora al mal, merecedora de todos los castigos divinos y humanos, en tono
apocalíptico rememora: “Desde entonces son los maridos Señores de sus mugeres: desde
entonces se les abatió a ellas el copete: desde entonces han empezado a sentir el duro yugo
de la servidumbre, a que las sujetó el pecado primitivo en que la muger hizo de receptora:
y cuando alguna vez ha querido sacudirlo, y trasladarlo a la cerviz de los Maridos, se ha
visto esta inversión como injustísima usurpación de los legítimos derechos que no sólo las
ponen baxo la potestad, sino también baxo el Señorío de sus Maridos.20 ¡Se acabó la
ficción !, ese debe ser el lugar de las mujeres, si la educación que la Ilustración predica
para ellas sólo sirve para que reivindiquen derechos y no para convertirlas en mejores
madre y esposas, el experimento de las luces ha sido un intento fallido, ¡ volvamos al viejo
modelo!”. Esta parece ser la conclusión del ilustre Rector del Real Colegio de San Bernar-
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do del Cuzco. Para cerrar su círculo argumental arrecia en su intento de desacreditar a la
erudita, poetisa sabia, tan engreída de serlo, incontinente, aventurera,defensora de otras
mujeres, lectora superficial, ignorante de la cultura clásica y todo ello lo hará en nombre
de la Patria: A su honor pertenece desterrar esos vicios perniciosos, que se hacen frecuen-tes
en las personas que componen su político cuerpo.21 Una vez más criollismo y patriotis-mo
se nos presentan indisolublemente unidos y esta vez en defensa del orden patriarcal y
no en nombre del progreso.
Por si a estas alturas del debate, no nos hubieramos percatado nos explica que el mejor
método para anular al adversario es sumirlo en el ridículo y sembrar sobre él la duda,
método que siendo eficaz tiene la virtud de no ofender al contrario, partiendo de citas de
Aristóteles y Cicerón recuerda que ese fue el planteamiento de su primera carta de 19 de
mayo de 1791, lamenta que un retrato exagerado de la situación, reproducida en el Mercu-rio
para evitar la propagación de un abuso por toda la colonia, haya dado pié a un debate
sobre la defensa del Señorío de todas las mujeres sin distinción estamental y haya puesto
en evidencia a una mujer con luces pero arrogante que sin pretenderlo quizá ha pulsado
cuerdas que debían permanecer dormidas, aquellas que se oponen a que las mujeres rei-vindiquen
por sí mismas sus derechos.
Si el debate hubiese terminado con esta carta el 22 de abril de 1792, la conclusión no
podría ser otra que constatar que a fines de siglo, Ilustración mediante, en Perú coexistían
dos modelos de mujer, aquella cuyo patrón de referencia había sido transmitido por la
literatura perceptiva del siglo XVI y otro que era fruto de algunas innovaciones introduci-das
por las luces sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII. Sin embargo, en el
mismo Mercurio, firmada por Pánfilo Narváez, probablemente seudónimo de un hombre
que al igual que el Pánfilo Narváez de las campañas de Hernán Cortés, enviado a detener
los ardores del conquistador acabó aliándose con él, aparece una Conversación sobre el
Señorismo de las mujeres, criticando la Carta inserta en el Mercurio núm. 111. Recibida
por el correo de Valle22 escrita por un hombre y en la que se reproduce la conversación
recogida en una velada literaria cuzqueña, celebrada entre gentes refinadas de ambos sexos
al estilo de las que con la misma finalidad tenían lugar en la Península y en el resto de
Europa.
La carta tiene la doble virtud de mostrarnos por un lado la trascendencia que el debate
mantenido en el Mercurio tuvo en la ciudad del Cuzco e introducir la opinión sobre el
mismo de una serie de personajes que lo enriquecen y por otro evidenciar la existencia de
tertulias literarias con asistencia de mujeres o promovidas por ellas en las que se hablaba
de literatura, de modas y cualquier tipo de novedad, en ocasiones la velada podía ir acom-pañada
de música, baile o naipes y en muchas de éstas se practicaba el cortejo. Cualquiera
que fuese el tipo de reunión, literaria o de simple recreo, significaba un cambio respecto a
épocas anteriores, Martín Gaite, refiriéndose a estas reuniones y sobre todo al cortejo,
señala como los “tradicionales” veían en estas costumbres un desafío a la imagen que se
había acuñado de la mujer española y que ellos creían inamovible.23
El comunicante, Pánfilo Narváez, utilizando como recurso literario la falta de erudi-ción
propia y la carencia de libros de consulta, plantea la descripción de la tertulia como si
de la presentación de una obra de teatro se tratase, él mismo, al final de su misiva, utiliza
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el nombre de entremés para definir lo que acaba de narrar para el público lector. Verdade-ros
o ficticios los personajes reúnen las características del sainete: Doña Jacinta, la
anfitriona,“dama de respeto por su edad, por su literatura y su alto linaje, pues descendien-te
de los Reyes Godos y de los Incas del Perú”. Doña Margarita, “Madamita en quién
campean la hermosura, el donayre y un bello espíritu”. Don Narciso “que no conversa
sino de modas, de espíritu de jazmines y de agua de la vanda”. Don Crisanto, “estudiante
de esta ciudad, muy socarrón y burlesco” y el propio narrador del que conocemos su
erudición, su amistad preferente con la Señora de la casa a la que nombra como “mi Seño-ra
Doña Jacinta” y el interés de mediar en el debate sobre el Señorío o Señorismo de las
mujeres en favor de éstas. Componen la reunión, por tanto, la Señora y su admirador, la
damisela inteligente pero alocada, el petrimetre y el gracioso, inteligente y “cara dura”.
La tertulia se nos describe como un entremés en dos actos y un precipitado e hilarante
final, no entraremos en el desarrollo detallado de la misma, nos interesa su contenido y el
papel jugado por cada uno de los personajes respecto al tema central de la conversación: el
debate aparecido en el Mercurio. La toma de posiciones se realiza en un primer momento
de forma trivial mediante dos falsas cuartetas cruzadas entre Don Crisanto y Doña Marga-rita,
en ambas el Señora y Señor son utilizados para sostener las cualidades que según
cada uno de ellos adorna al otro u otra, la trivialidad nace del tono de duda que introducen
los interlocutores en su verso final.
No obstante, la salutación rimada será aprovechada por Doña Jacinta para introducir-nos
de forma seria en el debate que obligará a tomar partido a todos los componentes de la
tertulia: “¡ Ó Lucinda, Lucinda, doctísima prima mia! ¡ Cuanto te debe el estado Señoril,
pues tu excelente Carta, epílogo de bellas letras, de jurisprudencia, de derecho canónico y
quanto hay que saber, ha defendido y corroborado nuestro derecho al Señorismo! ¡ Que
Carta, Señores! ¡ Que Carta!”.24 Ante la respuesta irónica de Don Crisanto que utilizando
un tono exagerado alaba, con intención de ridiculizar, la erudición de la dignísima Lucinda,
que en verdad es muy sabionda, la anfitriona hace hincapié en los méritos de Lucinda e
introduce un elemento importante en el debate al decir de ella que su defensa del Señorismo
ha sido hecha con naturalidad y primor, sin ostentación ni deseos de mostrar su saber.
Importante precisión, si recordamos que lo más criticado de la actitud de Lucinda y recor-dado
ahora con la intervención de Don Crisanto, había sido su falta de discreción y pru-dencia,
por otra parte que una mujer admita y alabe el protagonismo público de otra en
nombre de todas es quizá lo más novedoso.
Posicionados dos de los contertulios, entraron en escena Doña Margarita y Don Narci-so,
la primera continuaba con su tono jocoso pero al ser reconvenida por su anfitriona se
trocó en una joven culta, capaz de responder con erudición y citas al tema traído a debate,
sin embargo, ante la sorpresa mostrada por Don Narciso por tal despliegue de conoci-mientos,
la dama adopta una actitud distinta a sus dos predecesoras, Lucinda y Jacinta,
hace ver que las citas le vinieron a la mente por casualidad, que no es tan versada como ha
podido parecer y que le interesa más la diversión que la cultura. Más no era fácil escapar
como mujer a una definición y toma de partido clara y, ante la insistencia de Don Narciso,
Doña Margarita opina sobre el fondo de la cuestión: acepta como abogada que ha defendi-do
sus intereses, tanto la erudición de Lucinda como su defensa pública, no obstante intro-duce
un matiz que no es baladí, ella lo hubiera hecho sin tanta vehemencia y en un tono de
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menor seriedad. Señorita de la alta sociedad cuzqueña no cree que sus honores, más que
derechos, se sientan amenazados por los de su clase, hombres caballerosos que la halagan
y la cortejan, es el contrapunto de Doña Jacinta y Lucinda. Doña Jacinta reafirma su pos-tura
con el enfado que le provoca el posicionamiento de su joven amiga, cuya cultura y
posibilidades de expresión son utilizadas en el propio lucimiento y a lo sumo en beneficio
de las de su entorno social pero que se muestra despreocupada por el destino del conjunto
de las mujeres.
No queremos extrapolar los hechos y que éstos nos conduzcan a pensar que las damas
criollas de la alta sociedad cuzqueña en este caso, pero podríamos hacer extensiva nuestra
reflexión a todas las mujeres criollas ricas de la colonia, fueron cultas, participaron en
tertulias literarias o de recreo, practicaban el cortejo o se dedicaban a defender los dere-chos
de las mujeres como ciudadanas. Este planteamiento sería tan falso predicado de la
colonia como de la Península, lo que tratamos de evidenciar es que algo se movía, que la
Ilustración y sus instrumentos, como papeles periódicos, salones, sociedades..., habían
provocado fracturas en el modelo de relaciones de género anterior y sobre todo habían
permitido aflorar modos de expresión, lugares donde la crítica era posible. Estas oportuni-dades
fueron aprovechadas por algunas mujeres y muchas otras se beneficiaron de su
esfuerzo y éste fue un fenómeno que sucedió en todos los rincones de los territorios de la
Monarquía y una buena prueba es este debate narrado en un papel periódico de una Socie-dad
Económica de Amigos del País como la de Lima, hija de las luces, en un territorio
ultramarino donde la Ilustración y los cambios de costumbres se suponía que llegaban
matizados y en un lugar periférico de la Colonia como el Cuzco.
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NOTAS
1 Biblioteca Nacional del Perú, Mercurio Peruano, Edición Facsimilar, Lima, 1964, tomo I, pág. 152.
2 Molina Petit, C., Dialéctica feminista de la Ilustración, Madrid, 1994, p.20.
3 Iris Marion Young, “ Vida política y diferencia de grupo: una crítica del ideal de ciudadanía universal”
en Perspectivas feministas en teoría política, Barcelona, 1996, p. 102.
4 Aldaraca, B.A., El Ángel del hogar: Galdós y la ideología de la domisticidad en España, Madrid, 1992,
p.22.
5 Feijoo, B.J., Defensa de la Mujer. Discurso XVI del Teatro Crítico, Edic. De V. Sau, Barcelona, 1997, p.
15.
6 Ibídem, p. 26.
7 Amar y Borbón, J. “Discurso en defensa del talento de las Mujeres” en Memorial Literario, 5 de Julio de
1768.
8 Campillo y Cosio, J., Nuevo Sistema de gobierno económico para América, Biblioteca de Palacio, M.
nº1144, folio197.
9 Arbiol, Fr. A. La Familia Regulada, con doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia
Católica, Barcelona, 1815, p. 490 y ss.
10 Carta escrita a la Sociedad..., en Mercurio Peruano, nº 40, 19 de mayo, 1991, p. 44.
11 “Carta escrita de la Ciudad de Cuzco en defensa del Señorío de las Mugeres, contra la impresa en el
Mercurio nº 40”, en Mercurio Peruano nº 111, 29 de diciembre de 1791, Edic. Facsimilar, Lima 1964,
Tomo III, p. 64. El subrayado es nuestro.
12 “Carta escrita de la Ciudad de Cuzco en defensa del Señorío de las Mugeres, contra la impresa en el
Mercurio nº 40.”, en Mercurio Peruano, nº 111, 29 de diciembre de 1791, Edic. Facsimilar, Lima 1964,
Tomo III, p. 65.
13 Ibídem, p. 66.
14 Ibídem, p. 67. El subrayado es nuestro.
15 Ibídem, p. 67.
16 Ibídem, p. 67.
17 “Nuevo rasgo prosbólico contra el Señorismo de las mugeres remitido de la Ciudad del Cuzco, en vindi-cación
de la Carta impresa en el Mercurio núm. 40 y criticando la inserta en el núm. 111”. en el Mercurio
Peruano, 19 de abril, 1992, Edición Facsimilar, Lima, 1964, Tomo IV, p. 268 y Molière, Les femmes
savantes, París, 1959, p. 10.
18 Ibídem, p. 268.
19 Ibídem, p. 269 y ss. El subrayado es nuestro.
20 Ibídem, p.p. 271-272. El subrayado es nuestro.
21 Ibídem, p. 273.
22 “Conversación sobre el Señorismo de las mujeres, criticando la Carta inserta en el Mercurio núm. 111.
Recibida por el correo de Valles” en Mercurio Peruano, 22 de abril, 1792, Edic. Facsimilar, Lima, 1964,
Tomo IV, p. 278 y ss.
23 Martín Gaite, C., Usos amorosos del XVIII en España, Barcelona, 1981, p. 15.
24 “Conversación sobre el Señorismo de las mujeres, criticando la Carta inserta en el Mercurio núm. 111.
Recibida por el correo de Valles” en Mercurio Peruano, 22 de abril, 1792, Edic. Facsimilar, Lima, 1964,
Tomo IV, p. 280.