I
1898. CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA
DE ANTILLAS Y FILIPINAS
INDEPENDENCIA, REVOLUCIÓN Y CRISIS
POLÍTICA DEL 98
Coordinación: Dra. Dña. Mª Luisa Laviana Cuetos
Dr. D. Luis Navarro García
I.1
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LA INCÓGNITA DE MARTÍ
Luis Navarro García
Nuestro encuentro de este año viene marcado por la fecha, una fecha histórica
que ha removido sentimientos profundos en ambas orillas del Atlántico. El 98 constituye
un episodio doloroso cuya rememoración debería servir para indagar tan desapasionada-mente
como sea posible los errores entonces cometidos por todas las partes implicadas y
examinar si desde entonces se ha corregido el rumbo para continuar una navegación sin
tropiezos. Se trata, por tanto, sobre todo, de abrir un espacio de reflexión acerca de una
terrible experiencia bélica en la que se enfrentaron dos pueblos hermanos. Y esta reflexión
podría ser de alguna utilidad.
Ello es así porque, si toda Historia es Historia Contemporánea, la de 1898, por
distintas razones, es historia particularmente viva hoy. El 98 puede ser considerado toda-vía,
al cabo de un siglo, un capítulo inacabado, porque algunos de los problemas entonces
planteados en España y en Cuba aún pesan sobre las generaciones presentes, con pers-pectivas
de pasar al próximo milenio.
Decir que la independencia de Cuba se hizo mal sería declarar una obviedad, si se
admite que las independencias hispanoamericanas en general constituyeron un fracaso
generalizado atendiendo tanto al cerrado horizonte que encontraron ante sí las nuevas
repúblicas, como al costo, a veces crecidísimo, en vidas y bienes que tuvo aquella se-cesión.
En conjunto parece innegable que los pueblos hispanoamericanos conquistaron su
derecho a asumir la plena soberanía a un altísimo precio, pagado casi siempre antes y
muchas veces también después del cese del gobierno español. Porque, a fin de cuentas, y
a pesar de todos sus horrores y desastres, la conquista de la Independencia fue lo más fácil.
El caso cubano, tan largamente diferido en el tiempo, no constituye en esto una
excepción. Más bien al contrario, cierra el ciclo de desgarradoras separaciones con un
drama todavía más intenso y doloroso, quedando además abocada la nueva nación a una
situación absolutamente inédita, en manos de una potencia extranjera, mientras la vieja
metrópoli retrocedía a su primitivo solar para restañar sus heridas.
No trataremos aquí de discernir responsabilidades ni de levantar actas de acusa-ción,
que no es nuestro cometido, pero podríamos dedicar unos momentos a preguntarnos
si todo ese dolor y ese fracaso no pudieron haberles sido ahorrados a Cuba y a España.
Cualquier pueblo, en este caso el cubano y el español, tiene derecho a plantearse esta
cuestión en situación análoga.
Y para no remontarnos muy atrás podemos arrancar de 1878, considerando que
la paz del Zanjón pudiera haber sido el punto de partida de una nueva relación, más equi-librada
y comprensiva, entre la Gran Antilla y la metrópoli. Esto no se produjo en la
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medida necesaria, y ahí podemos señalar un primer desacierto que abría el camino a
futuras hostilidades. Una segunda contrariedad la constituyó la llamada Guerra Chiquita,
porque por chiquita que fuese proporcionó los argumentos precisos para negar a Cuba un
mejor trato desde el gobierno de Madrid. Naturalmente un tercer factor de desunión lo
constituyó la existencia y fortalecimiento, por reducidos que fuesen, de diversos núcleos
separatistas, dentro y fuera de la isla, porque esto acarreaba la persistente desconfianza de
cuantos esperaban la conservación de Cuba en el seno de la Monarquía. Un cuarto paso
desfavorable se dio cuando fue abandonado el proyecto de reformas propuesto por el
ministro Maura.
Por último, se pueden apuntar dos errores, difíciles de explicar, en los que incurre
el gobierno español a raíz de producirse los primeros chispazos del levantamiento de 1895:
uno fue el de nombrar al general Martínez Campos, hombre proclive a fórmulas con-ciliadoras,
para el gobierno de la isla en un momento en que la insurrección podía haber
sido sofocada mediante una resuelta actuación militar; el segundo -el sexto, si contamos
los que llevamos enumerados desde el Zanjón- fue el de haber suspendido, pretextando el
mismo alzamiento, la aplicación de la ley Abarzuza, ya aprobada en las Cortes. Porque ya
que se enviaba a Cuba a un general pacificador, hubiera convenido poner en sus manos los
instrumentos adecuados para esa misión: la concesión de una serie de medidas des-centralizadoras
que facilitasen una posición más cómoda y satisfactoria de Cuba en su
relación con España. Esta fórmula no hubiera detenido, probablemente, a los que ya se
hallaban con las armas en la mano, pero tal vez hubiera ganado la adhesión del resto de la
población, evitando la propagación de la insurgencia.
Los acontecimientos, sin embargo, siguieron un curso diferente. El reajuste de
las relaciones con Cuba después del Zanjón no fue suficientemente amplio y generoso.
Las tentativas insurreccionales y las conspiraciones continuaron, culminando con el esta-llido
del 24 de febrero de 1895, según lo dispuso el Partido Revolucionario Cubano, y la
guerra era un hecho desde ese momento, entre los separatistas cubanos y quienes de-seaban,
con el respaldo del gobierno peninsular, mantener la unión con España. Guerra
comenzada con escasísimo empuje por los insurrectos pero que, al no alcanzar éxito ni el
esfuerzo militar, ni las ofertas conciliadoras de Martínez Campos y de los partidos mo-nárquicos
cubanos, en plazo de un año se había propagado a toda la isla, poniendo a los
españoles a la defensiva.
El 24 de febrero de 1895 se abrió la caja de Pandora y los cuatro jinetes del
Apocalipsis galoparon sobre Cuba y sobre España: la guerra, y con ella el hambre, la peste
y la muerte.
Esa guerra, como es sabido, duraría tres años, hasta desembocar en la interven-ción
norteamericana y en un final muy distinto, y aun contrario, al inicialmente previsto
por quienes la desencadenaron. Y éste quisiera que fuese el motivo central de nuestra
reflexión: la enorme distancia entre los propósitos y los resultados.
Probablemente la principal clave del problema se encuentra en el plan de Martí y
su ejecución. El gran poeta, patriota y político que fue Martí no tenía por qué ser compe-tente
en asuntos militares y confiaba en un triunfo pronto y fácil, la guerra “generosa y
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breve” de que hablaba el programa del Partido Revolucionario Cubano. Pero su innegable
capacidad de organización y de persuasión, brillantemente demostrada cuando logró inte-grar
a todos los antiguos jefes de la Guerra Grande en la nueva intentona, no garantizaba,
en modo alguno, que los cubanos se alzasen en armas a una sola voz para ganar su inde-pendencia,
o que todos corriesen a colocarse pacíficamente bajo su bandera.
Nadie podría negar, ni él lo consentiría, la responsabilidad de Martí en el desen-cadenamiento
de la última guerra hispano-cubana. “Yo evoqué la guerra”, le escribe a
Federico Henríquez Carvajal. “Yo evoqué la guerra: mi responsabilidad comienza con
ella, en vez de acabar”. Ahora bien, en cuanto a la implicación de Martí, profeta armado,
en ese estallido, tres aspectos destacan en nuestra consideración: el primero, la fijación de
Martí en el recurso a la guerra como única vía hacia la independencia; el segundo, el
sentido de la urgencia de iniciar esa guerra para adelantarse a la amenaza norteamericana;
y el tercero, su convencimiento de que la población cubana estaba deseosa de entrar en
batalla, contando con importantes socorros del exterior, en tanto que España no estaba en
condiciones de reaccionar. Es este tercer punto el decisivo, pero merece detenerse un ins-tante
en los dos anteriores.
Primero. Es un hecho que Martí, desde el comienzo de la Guerra de los Diez
Años, tomó partido por la independencia y jamás modificó mucho ni poco esta resolución.
Pero lo que aquí más importa es que jamás concibió otra forma de luchar por Cuba que no
fuese la de la conspiración, la propaganda revolucionaria y la acción insurreccional. Con
esta visceral actitud negaba por entero la posibilidad de emplear otros medios no violentos
para alcanzar el mismo fin, y descartaba como inútiles los esfuerzos que los partidos po-líticos
cubanos venían haciendo por cambiar el estatuto colonial. En 1882 había escrito:
“Ya llegó Cuba en su actual estado y problemas al punto de entender de nuevo la incapa-cidad
de una política conciliadora y la necesidad de una revolución violenta”.1 Una década
después expresa en el Manifiesto del Partido Revolucionario Cubano: “La separación de
España es el único remedio a los males cubanos”.
Esta actitud del poeta parece cristalizada o reforzada, en efecto, a raíz de su
segundo exilio y su instalación, desde 1880, en Nueva York, y apenas concluída la Guerra
Chiquita empieza Martí a relacionarse con los generales Máximo Gómez y Antonio Maceo
para preparar el tercer alzamiento contra España. Funda el Partido Revolucionario Cuba-no
precisamente para organizar ese violento movimiento de secesión, y desde entonces
aparecen continuamente en sus escritos los conceptos de “guerra inevitable” y “revolución
santa”, llegando a calificar de criminal a “quien deja de promover la guerra inevitable”, si
bien luego hablará de “guerra sin odio”. Pero de la pluma del poeta de los Versos sencillos,
del poeta que escribía para los niños, salió la estremecedora imagen del “niño, hermano o
hijo de mártires y de héroes”, que no “piensa en más que en lo hermoso de morir a caballo,
peleando por el país, al pie de una palma”.2 No cabe duda de que, como predicador de la
religión del patriotismo, se dejaba llevar por el romanticismo nacionalista y revoluciona-rio.
Su propósito belicista alcanza su máxima expresión en las Bases del Partido Re-volucionario
Cubano. Un texto de poco más de una página en donde aparece siete veces la
palabra “guerra”. Allí anuncia “una guerra generosa y breve” (art. 2º), “una guerra de
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espíritu y métodos republicanos” (art. 3º), una “guerra... para el decoro y bien de todos los
cubanos” (art. 4º), y dice preparar “el triunfo rápido de la guerra”, “por medios que no
pongan innecesariamente en riesgo las vidas cubanas”, buscando “recursos continuos y
numerosos para la guerra” y relaciones que faciliten “el éxito de la guerra” (art. 8º, II, III,
IV y V).
Llamará a la guerra “desdicha espantosa”,3 pero la de Cuba, que no podría ser
nunca una guerra de razas, sería en cambio “una guerra culta” y también “una guerra sana
y vigorosa”.4
Segundo. Esa guerra, por otra parte, a la que Martí parece rendir culto, ha de ser
emprendida inmediatamente. Las razones son conocidas. El Congreso Internacional de
Washington, celebrado en 1889, en el que tomaría carta de naturaleza el movimiento
“panamericano”, fue para Martí el toque de alarma que avisaba del propósito de los Esta-dos
Unidos de expandirse de un modo u otro sobre Hispanoamérica. Los Estados Unidos
son “un pueblo rapaz de raíz, criado en la esperanza y certidumbre de la posesión del
continente”, en palabras de Martí, cuyas apetencias territoriales sobre México,
Centroamérica y las Antillas son manifiestas, por lo que “urge ponerle cuantos frenos se
puedan fraguar”. La repetición del mismo verbo, la fórmula apremiante con que se dirige
a los pueblos hermanos, denotan la zozobra del espíritu profético del poeta: “Urge decir,
porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segun-da
independencia”.5 En realidad, la intervención norteamericana de 1898 vendrá a dar la
razón al presentimiento de Martí, al tiempo que evidenciará el fracaso de su tentativa para
evitar tal intervención.
Pero la amenaza pende especialmente sobre las dos islas todavía españolas: Cuba
y Puerto Rico, y -lo que deja traslucir el antillanismo de Martí- sobre el conjunto de las
Antillas. “”Frente a la codicia de un vecino fuerte y desigual”, es preciso alcanzar la inde-pendencia
del “archipiélago feliz que la naturaleza puso en el nudo del mundo”, que está
“en el fiel de América” y que podría convertirse en “mero pontón de la guerra de una
república imperial”, mientras que si fueran libres serían “la garantía del equilibrio, la de la
independencia para la América española aún amenzada”.6 No era solo su posición inter-media
entre las dos Américas del Norte y del Sur lo que daba valor a las Antillas, sino su
proximidad al canal de Panamá, entonces en construcción: por eso dice de Cuba que está
“en el crucero del mundo” y “a las bocas del universo rico e industrial”, siendo ella misma
“nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los
continentes”.7 Eso la hace tanto más codiciable a los ojos de los Estados Unidos, y por eso
Martí ha asumido lo que él llama “mi deber de impedir a tiempo con la independencia de
Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más,
sobre nuestras tierras de América”.
La importancia de esta idea es declarada por Martí rotundamente: “Cuanto hice
hasta hoy, y haré, es para eso”, aunque añade: “En silencio ha tenido que ser y como
indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamar-se
en lo que son levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el
fin”.8 El sigilo o disimulo era doblemente obligado, puesto que en los odiados y temidos
Estados Unidos estaba la principal base de suministros de los insurrectos, que allí gozaban
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de simpatías entre los ciudadanos y autoridades, y allí recaudaban las contribuciones de
los miles de exiliados afiliados al Partido Revolucionario Cubano.
De suerte que -y este sería nuestro tercer punto-, para Martí, la guerra es no solo
necesaria e inevitable, sino además urgente. Si no se tuviera esto en cuenta, no se podría
comprender el grave error del poeta convertido en guía y fundador de una nación: su
convencimiento de que todo estaba a punto y se vivía el momento oportuno para iniciar las
hostilidades. Error de cálculo, se podría decir, si no fuera porque todo cálculo parece
alejado de la mente de Martí, que debía regirse, al menos en esta materia, más por sen-timientos
y emociones que por pura racionalidad. Más difícil de explicar, en cambio, es el
comportamiento de quienes debían dirigir esa guerra, Gómez y Maceo, y que aceptaron
ese compromiso en tan precarias condiciones. Por último, la responsabilidad recaería en
los dirigentes de la conspiración en el interior de Cuba, puesto que Martí esperaba que
fuesen los mismos cubanos residentes en la isla quienes fijasen el momento de dar el
“grito”.
En este punto decisivo todo dependía del Partido Revolucionario Cubano im-plantado
en la isla, encargado de ganar adeptos y de movilizar a los insurgentes. Ahora
bien, por más que el Partido contase con toda una red de células por toda la isla, con
delegados jerarquizados en municipios y provincias, la fuerza de cada uno de esos núcleos
era verdaderamente exigua, no obstante lo cual la estrategia planteada por Martí y Gómez
partía del estallido de una insurreción simultánea en toda la isla. Éste era un supuesto de
importancia capital. Como lo ha expuesto Francisco Pérez Guzmán,9 sólo con un levanta-miento
general de esta magnitud, de máxima potencia, al que de ningún modo podrían
hacer frente las autoridades coloniales tomadas por sorpresa, podía lograrse la anunciada
victoria tras una guerra “generosa y breve”, como todavía preconizaba Martí en Montecristi:
“una guerra digna del respeto de sus enemigos y el apoyo de los pueblos por su rígido
concepto del derecho del hombre y su aborrecimiento de la venganza estéril y la devasta-ción
inútil”. Con desbordante optimismo, Martí se mostraba ya en 1894 convencido de
que todo estaba a punto para dar la señal de partida.
Junto con la creencia, puramente ilusoria, de contar con una nutrida hueste de
seguidores en la isla, el otro factor que debía influir en la confianza de Martí sería la
debilidad militar de España. Al dato de la reducida guarnición existente en la isla -sólo
unos 14.000 hombres, como resultado de las restricciones impuestas en los llamados presu-puestos
de paz- se añadiría el de la incapacidad manifestada por la misma metrópoli al
intentar movilizar unos miles de soldados para hacer frente a un conflicto en Melilla. Ante
un levantamiento de grandes proporciones como el que al parecer se preparaba en Cuba,
España no podría resistir. “Si España -decía Martí- se ha visto en un aprieto para mandar a
Melilla 25.000 hombres, ¿cómo puede mandar un ejército mayor a Cuba?”.10 Si alguien le
hubiera anunciado a Martí que España enviaría 220.000 soldados a Cuba en dos años, no
lo hubiera creído. En cambio los sucesos de Melilla le habían infundido tal entusiasmo
que creyó posible precipitar el alzamiento a diciembre de 1893.
Esta errada percepción de la potencia del adversario está también en el origen de
la tragedia posterior. Según los cálculos de Martí, no habría reacción española y por tanto
era llegado el momento de mostrar generosidad con los peninsulares residentes en la isla.
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“La guerra -dice el plan de alzamiento firmado en Nueva York el 8 de diciembre de 1894
por José Martí, “Mayía” Rodríguez y Enrique Collazo- debe procurar como medio princi-pal
de éxito y robustez inmediatas y prueba de su cordialidad asegurarse la benevolencia o
indecisión de los españoles arraigados en la isla...”. Se combatiría al español que resistie-se,
pero se procuraría aquietar o proteger al español que no hiciese armas.11
Martí, como otros conspiradores que sueñan la realidad desde el exilio, confundi-do
además por los informes de sus principales seguidores dentro de la isla, podría imagi-nar
la independencia de Cuba como un desembarco glorioso y una entrada triunfal en La
Habana. Confiando en ello, puso en marcha el proceso que vino a interrumpir la otra vía
por la que se venía preparando el futuro de Cuba: el debate parlamentario en las Cortes
Españolas, que es otro plano que conviene tener presente para apreciar con justeza el
sentido y trascendencia de los sucesos de 1895 y, al fin, del 98.
En la mente de los políticos españoles se iba abriendo paso la idea de que era
justo y razonable conceder un cierto grado de autonomía a Cuba y Puerto Rico, y mejorar
en general la administración de las colonias ultramarinas. Es éste un episodio habitual-mente
olvidado, o al menos desdeñado, por los historiadores por la sencilla razón de que
no produjo resultados efectivos. Pero no los produjo, ante todo, porque se atravesó la
guerra de Martí. Importa, sin embargo, recordar, que ya en 5 de junio de 1893 un ministro
liberal español, Antonio Maura, había emprendido esa política de saneamiento de las ins-tituciones
coloniales y presentado un proyecto de ley para el gobierno y administración
civil de Cuba y Puerto Rico. Ese proyecto fue seriamente combatido en los dos meses
siguientes y Maura, falto del apoyo de sus correligionarios, dimitió.12
Pero un año después, otro ministro de Ultramar, Abarzuza, formando parte tam-bién
de otro gobierno de Sagasta, reasumió el proyecto de Maura, con una serie de modi-ficaciones
negociadas a principios de diciembre de 1894 con el conservador Romero Ro-bledo,
logrando su aprobación el 13 de febrero de 1895 y su publicación como ley el
siguiente 12 de marzo. Esta ley no era plenamente satisfactoria para los autonomistas
cubanos, pero significaba un paso importante y, en opinión de uno de sus líderes, Eliseo
Giberga, era en algunos puntos mejor que la que habían tenido los canadienses. De este
episodio resulta, en fin, que pese a las deficiencias del parlamentarismo de la Restaura-ción,
los autonomistas cubanos habían logrado abrir brecha en la resistencia inicial de los
dos grandes partidos nacionales; que los mismos liberales que en principio adoptaron esta
nueva actitud flaquearon luego en su defensa, pero que inmediatamente los conservadores
avanzaron sus posiciones para llegar a un entendimiento con los liberales y otorgar una
fórmula descentralizadora y de parcial autogobierno de las Antillas. Por su parte, autono-mistas
y reformistas cubanos daban la bienvenida a la nueva ley. Como escribió José Luis
Comellas, “tal vez algo se hubiera hecho si el 24 de febrero de 1895 no se hubiera dado el
Grito de Baire”.13
Pero el Grito de Baire se dio, interfiriendo en el proyecto autonomista, y de inme-diato
pudo verse que el plan de Martí había fallado casi por completo.14
Ello se debió fundamentalmente a que en realidad los preparativos para la insu-rrección
distaban mucho de haberse completado, pero los mismos jefes locales, en cuyas
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manos había dejado Martí la decisión, apremiaban por un rompimiento lo más inmediato
posible, no porque todo estuviera a punto sino, al contrario, sencillamente porque la acti-vidad
de la Policía española hacía peligrar todo lo que hasta entonces se había organizado.
Concurren en este punto del máximo interés una serie de informaciones. El periodista y
político español Tesifonte Gallego dice que todo se aireaba en la acera del Louvre, de
modo que las bravatas de los jóvenes habaneros daban publicidad a la marcha de la cons-piración.
Por eso dice que la insurrección “no se engendró en las sombras, sino en la plaza
pública, con la claridad de la luz meridiana”.15 En el bando contrario, Juan Gualberto
Gómez se dará tono muchos años después presumiendo de su condición de conspirador,
de su actividad clandestina y sus complicadas maniobras para eludir la vigilancia policial,
que era de todos modos tan eficaz que el capitán general llamó a Gómez a su presencia la
víspera del levantamiento.
El acoso policial empujaba a los conspiradores a la huida hacia adelante. No de
otro modo había estallado, abortivamente, la Guerra Chiquita, lo que contribuyó a su bre-vedad
y corta entidad, y también la insurrección del 24 de febrero de 1895 puede conside-rarse
un alzamiento abortivo, como por otra parte lo demuestran sus pobres resultados. El
levantamiento sólo tuvo lugar en Oriente, y esto sólo con unos cuantos grupos muy redu-cidos.
En otras provincias no se produjo novedad alguna, y los mínimos conatos ocurridos
en La Habana, Matanzas y Las Villas fueron rápidamente dominados por el capitán ge-neral.
El fracaso del alzamiento de febrero -que en parte debe también atribuirse a las
esperanzas que habían suscitado los proyectos autonomistas de Maura y Abarzuza- dejó la
insurrección circunscrita a Oriente, situación que perduraba a la fecha de la llegada a la
isla de los principales jefes residentes en el exterior, que no tuvo lugar hasta la primera
quincena de abril de 1895. Para entonces estaba claro que el plan de insurrección masiva
y fulminante de Martí se había evaporado y que, de persistir en sus propósitos, había que
encarar una nueva guerra de larga duración y de muy incierto resultado. Por eso revisten
particular interés algunos escritos redactados por Martí ya en Cuba, en los días que prece-dieron
a su muerte, ocurrida el 19 de mayo. Entre esos documentos están las circulares
firmadas conjuntamente con Gómez, en las que se dan directrices acerca del modo de
hacer la guerra; otro texto importante es la célebre carta inconclusa dirigida a su amigo
mexicano Manuel Mercado.
En la circular conjunta de Martí y Gómez, después de hablar de generosidad y de
evitar la violencia innecesaria, se anuncia la posible destrucción de propiedades y el pro-pósito
de los insurrectos de apoderarse de los bienes precisos para su subsistencia, porque
“la guerra se debe mantener del país”. Martí firma una circular en la que exalta la “volun-tad
inquebrantable de vencer, con ausencia completa de odio”, pero Gómez por su parte
avisa de que “todo lo que sirva a los enemigos de la Revolución será destruído”, y que “la
guerra tomará sin vacilar los (recursos)... que con imprudencia se le nieguen”, añadiendo:
“la guerra tiene derecho a mantenerse del país en cuyo bien se hace...”, aunque se condene
la violencia innecesaria y la devastación inútil.16
Estamos pues, en abril de 1895, en los umbrales de una guerra larga, jamás pre-vista
por Martí, y con un embrión de ejército carente de casi todo lo necesario, no solo
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para combatir, sino para simplemente mantenerse. El optimismo de Martí era indudable
cuando le escribía a Gonzalo de Quesada: “Mil armas más y parque para un año, y hemos
vencido”.17 Pero realmente se anunciaba, quiérase o no, una época de violencias y despo-jos,
y pronto, además, de destrucciones cuantiosas: la tea al servicio de la revolución. La
tea, única arma con que contaban los insurgentes para obligar a España a abandonar la
isla. Pero ¿no habría algún modo de ejercer mayor presión sobre la metrópoli?
Esto, cabe imaginar, es lo que debía ocupar la mente de Martí en sus últimos días,
pues en la carta a Mercado hay una clara mención de su propósito de obtener ayuda de
México, principal beneficiario de que Cuba no cayese en poder de los Estados Unidos.
Dice así, en pocas frases: “Y México ¿no hallará modo sagaz, efectivo e inmediato de
auxiliar a tiempo a quien lo defiende? Sí lo hallará, o yo se lo hallaré. Esto es muerte o
vida, y no cabe errar. El modo discreto es lo único que se ha de ver. Ya yo lo habría hallado
y propuesto. Pero he de tener más autoridad en mí, o de saber quién la tiene, antes de obrar
o aconsejar. Acabo de llegar. Puede aún tardar dos meses, si ha de ser real y estable, la
constitución de nuestro gobierno, útil y sencillo... Con la representación que tengo, no
quiero hacer nada que parezca extensión caprichosa de ella...”.
De modo que ésta era la última gran baza de Martí, la carta oculta que, jugada a
tiempo y con habilidad, pudiera asegurarle la victoria: conseguir el apoyo del gobierno
mexicano. Apoyo sagaz, proporcionado de manera discreta, sin duda para no levantar
sospechas en Washington. Para eso había viajado Martí a México un año antes, en julio de
1894. “Sin duda -escribió décadas después Gonzalo de Quesada y Miranda-, su principal
misión es pulsar el sentimiento del gobierno de México en relación con la nueva guerra de
Cuba, obtener el apoyo del general Porfirio Díaz. Si la entrevista con el presidente se
celebró, debió ser naturalmente muy secreta. Hay razones para pensar que se efectuó y
que Martí, con su fervor patriótico, logró hacerle olvidar a D. Porfirio que el cubano que
ahora solicitaba su cooperación, en un tiempo había sido simpatizador de su enemigo
Lerdo de Tejada”.18 Años antes, otro autor, José Núñez y Domínguez, había dejado cons-tancia
de que según muchos testigos de la época, el viaje de Martí para ver a Díaz había
sido un secreto a voces y que era sabido que D. Porfirio no quiso comprometer a su gobier-no
pero que de su bolsillo dio 20.000 pesos al revolucionario cubano.19
Estudios más recientes han puesto en claro la realidad de esa entrevista, solicita-da
por Martí el 23 de julio de 1894, y a la que D. Porfirio accedió con tanta rapidez que
Martí, que se había desplazado a Veracruz, no pudo acudir a la cita. Repitió entonces, el 27
de julio, su petición, y el encuentro se produjo probablemente el 1º de agosto. Es notable
el texto de la primera instancia de Martí a Díaz, presentada al dictador, como la segunda,
valiéndose de los buenos oficios de su amigo Manuel Mercado, que fue durante más de
dos décadas subsecretario de Gobernación en los gobiernos del país azteca:
“Un cubano prudente -escribe Martí-, investido hoy con la representación de sus
conciudadanos, que ha probado sin alarde y en horas críticas su amor vigilante a México,
y que no ve en la independencia de Cuba la simple emancipación política de la isla, sino la
salvación y nada menos de la seguridad e independencia de todos los pueblos hispa-noamericanos
y en especial de los de la parte norte del continente, ha venido a México,
confiando en la sagacidad profunda y constructiva del general Díaz y en su propia y abso-
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luta discreción a explicar en persona al pensador americano que hoy preside a México la
significación y alcance de la revolución sagrada de independencia, ordenada y previsora a
que se dispone Cuba”.20
Según tuvo ocasión de escribir poco después a Máximo Gómez, Martí regresó
muy satisfecho de los contactos establecidos en México, cuya utilidad, sin embargo, que-daba
pendiente de una última gestión a realizar cuando ya la revolución cubana hubiese
emprendido su curso. En el momento de escribir a Mercado su última carta, Martí es-peraba
poder iniciar este trato con México una vez que se hubiese constituido el gobierno
cubano, lo cual todavía podía demorarse dos meses... Parece lógico admitir que Martí
habría percibido la necesidad de que su revolución no quedase aislada, y que entre todos
los países hispanoamericanos México venía a ser el aliado preferible, tanto por su importan-cia
-el menos débil de los países vecinos de Cuba-, como por su especial sensibilización
frente al imperialismo norteamericano. No merece la pena preguntarse qué probabilidades
había de que el proyecto así concebido por Martí llegase a realizarse. El poeta sólo vivió
unas horas después de escribir las líneas citadas, y tras la desgraciada escaramuza de Dos
Ríos todo su plan se vino abajo. En realidad, para entonces (19 de mayo de 1895) ya su
plan había dejado de existir. El curso de la guerra que entonces empezaba, así como su
temido y no inesperado final, se encargarían de demostrarlo.
El sueño de la guerra breve y feliz se evapora al tiempo que empiezan a descu-brirse
dos hechos de mal augurio para los insurrectos sobrevivientes: la población cubana
no les sigue, y España ha iniciado diversas actuaciones encaminadas a liquidar el foco
rebelde de Oriente.
En efecto, aunque otra cosa creyeran Martí y sus informantes desde el interior de
la isla, la mayoría de la población no estaba en modo alguno a favor de una nueva aventura
militar. Para empezar, la mayoría de la población había estado, como es lógico, al margen
de la conspiración y el mismo Martí era prácticamente un desconocido en la isla, en la que
pocos años había residido a lo largo de su vida y en la que apenas habían tenido difusión
sus escritos.21 Añádase que culminaban por entonces, de manera más o menos satisfacto-ria,
los esfuerzos por dotar a Cuba de algún grado de autonomía o descentralización. Muy
poco después un autor podía citar estas palabras de Segismundo Moret: “Si pues en algún
momento parecía alejada la guerra civil o imposible la apelación a las armas, era en los
comienzos de 1895, cuando todos los partidos y todas las representaciones hablaban el
lenguaje de la paz”.22 Lo mismo y con mayor fuerza sostendría un personaje tan notable
como el exinsurrecto alcalde de Sancti Spiritus y gobernador de Las Villas Marcos García,
para quien el alzamiento de 1895, al que no quiso prestar su concurso, fue obra de gentes
desvinculadas de la realidad cubana del momento.23 El mismo Martí sospechaba que las
vacilaciones o demoras planteadas por algunos de sus seguidores se debían a las promesas
hechas por los políticos españoles. Por eso luego celebró el que el proyecto autonomista
hubiese sido silbado en el Congreso y amenazado con balazos, según decía, por el gobier-no.
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Ambas partes coinciden, pues, en el efecto desmovilizador del alzamiento que
tuvieron los planes de Maura y de Abarzuza. Por eso se hace también necesario ponderar
aquí el giro favorable a España que hubieran podido tomar los acontecimientos si el go-
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bierno hubiera aplicado de inmediato el plan Abarzuza, en el que finalmente se habían
puesto de acuerdo todos los partidos. El mismo general Martínez Campos, enviado para
apagar el brote insurreccional, esperaba ser quien pusiera en vigor tal reforma. Pero el
gobierno de Cánovas optó por aplazar su ejecución hasta que la paz hubiera sido resta-blecida,
y la guerra continuó. Peor aún, las elecciones de diverso tipo dispuestas poco
después desde España hicieron posible, contra la voluntad de Martínez Campos, el despla-zamiento
de muchos reformistas y autonomistas que habían nutrido ayuntamientos y dipu-taciones
en Cuba durante la etapa inmediatamente anterior gracias a la neutralidad de
Sagasta y de su representante en La Habana, el general Calleja.25 Esto enfriaría la lealtad
de muchos autonomistas y les empujaría a cambiar de bando.
Desaparecido Martí y fracasado el pacificador Martínez Campos, la guerra de
independencia siguió derroteros diametralmente opuestos a los previstos por Martí. En
lugar de una guerra generosa y breve se dio una contienda prolongada durante tres años, a
consecuencia de la cual Cuba experimentó un grado terrible de devastación. Cuba se había
sumido en lo que Juan Gualberto Gómez había llamado muy anticipadamente “el recurso
de la desesperación”.
La isla en ruinas, los campos desolados, el considerable descenso experimentado
por la población al cabo de hambres y epidemias, nos hablan de la obstinada lucha soste-nida
a toda costa -a cualquier precio. La guerra de Martí se había convertido en la guerra
de Máximo Gómez, Antonio Maceo y Calixto García Íñiguez. Ya no se habló de “guerra
generosa y breve”, sino de alcanzar “un Ayacucho cubano”. Guerra total, más terrible aún
por ser guerra civil, que constituye un aviso y un preludio a todos los horrores de las
guerras del siglo XX.
Los rebeldes habían adoptado la consigna numantina de no admitir otra solución
que la de la independencia. Esto los llevó a dar muerte, como en la primera guerra, a
aquellos de cualquiera de ambos bandos que propusieron alguna forma de acuerdo, con lo
que se cerraba la puerta a cualquier entendimiento. Así fue, lamentablemente, incluso
cuando desde finales de 1897 se anunció y poco después se estableció el gobierno autonó-mico
de Cuba. Así se consumó la tragedia de 1898 que en fin de cuentas no es sino la
demostración de cuánta distancia media frecuentemente entre los propósitos y los resulta-dos
de las acciones de los hombres. La guerra, ni fue breve, ni sirvió para evitar la in-tervención
del vecino interesado y poderoso.
En realidad, la guerra dio pie a la intervención de los Estados Unidos, que ocupa-ron
militarmente la isla y posesionados de ella de un modo u otro, cayeron efectivamente,
con esa fuerza más, sobre Nuestra América.
Un significado militar insurrecto, el entonces coronel Manuel Piedra Martel, nos
transmite la impresión que le produjo la noticia de la derrota española en la batalla naval
de Santiago: “Mis gentes, a quienes se la leí, prorrumpieron en vivas a Cuba libre y a los
Estados Unidos. En cuanto a mí, he de confesar que la noticia no me produjo igual al-borozo.
He sido siempre devoto de mi abolengo, y en aquel instante sentí bullir en mis
venas la sangre de mis antepasados, la sangre española. Aquella victoria de los hombres
del Norte sobre los de mi estirpe hirió mi orgullo. Por otra parte, no me hallaba satisfecho
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con la forma imprecisa, arbitraria, en que los Estados Unidos intervenían con sus armas en
nuestra contienda”.26
La negación completa del fin propuesto por Martí se abre camino en las páginas
del Diario de Máximo Gómez en los primeros días de 1899. “Los americanos -dice Gómez-están
cobrando demasiado caro con la ocupación militar del país su espontánea interven-ción
en la guerra que con España hemos sostenido por la Libertad y la Independencia.
Nadie se explica la ocupación...”. Y así ni siquiera se celebró en Cuba la salida de las
tropas españolas: “Tristes se han ido ellos y tristes hemos quedado nosotros, porque un
poder extranjero los ha sustituido”. Estas son casi las palabras finales con que concluye el
Diario de campaña de este soldado dominicano que había combatido bajo las banderas de
España y de Cuba, del hombre que había tenido la más alta responsabilidad militar durante
casi cuatro años de guerra en la isla, desde que desembarcara junto con Martí en 1895.
Así se cierra un triste capítulo de la Historia de Cuba y de España, de España y de
Cuba. Confiemos en que la experiencia vivida durante el siglo transcurrido desde enton-ces
impida que vuelvan a surgir rencillas entre dos pueblos siempre tan próximos y tan
hermanados como el español y el cubano.
NOTAS
1 Martí a Máximo Gómez. Nueva York, 20 julio 1882.
2 “Con todos y por el bien de todos” (1891).
3 “Nuestras ideas”, 1892.
4 Manifiesto de Montecristi, 1895.
5 Crónica sobre el Congreso Internacional de Washington, 1889.
6 “El alma de la revolución y el deber de Cuba en América”, 1894.
7 Manifiesto de Montecristi, 1895.
8 Carta a Manuel Mercado, 1895.
9 Pérez Guzmán, Francisco: “La revolución del 95. De los alzamientos a la campaña de Occidente”. En
Barcia, Mª Carmen, y otros: Historia de Cuba. Las luchas por la independencia nacional y las transfor-maciones
estructurales (La Habana, Instituto de Historia de Cuba, 1996), p. 437.
10 Gallego, Tesifonte: La insurrección cubana. Crónicas de la campaña. La preparación de la guerra (Ma-drid
1897), p. 184.
11 Rosell Planas, Rebeca: Las claves de Martí y el plan de alzamiento de Cuba (La Habana 1948), p. 3-4.
12 Véase el reciente trabajo de De Diego, Emilio: “Las reformas de Maura, ¿la última oportunidad política
en las Antillas?”. En De Diego, E. (coord): 1895: la guerra en Cuba y la España de la Restauración
(Madrid, Universidad Complutense, 1996), p. 100-117.
13 Comellas García-Llera, José Luis: Cánovas del Castillo (Barcelona, Ariel, 1997), p. 325.
14 Hemos tratado estos episodios con diversa extensión en Navarro García, Luis: La independencia de Cuba
(Madrid, Mapfre, 1992), 337-365; y Las guerras de España en Cuba (Madrid, Encuentro, 1998), 133-
177.
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15 Gallego, p. 5.
16 Estas circulares aparecen en la obra de Boza, Bernabé: Mi diario de la guerra (La Habana 1974), habien-do
sido transcritas en el Apéndice de Buznego Rodríguez, Enrique, y otros: Mayor General Máximo
Gómez Báez. Sus campañas militares (La Habana 1986; 2 vols.). De todos modos, las primeras disposi-ciones
en este sentido habían sido dadas pocos días antes, el 20 de abril, por Maceo: “Queda prohibida
por la presente orden toda conferencia con el enemigo o individuos procedentes de él, y autorizando para
ahorcar sin formación de causa a todo emisario español”. Franco, José L.: Antonio Maceo. Apuntes para
una historia de su vida (La Habana 1954; 3 vols.), II, p. 122.
17 Carta a Gonzalo de Quesada y Benjamín J. Guerra. Jurisdicción de Baracoa, 16 abril 1895. Epistolario
(La Habana 1931; 3 vols.), III, p. 181-185.
18 Quesada y Miranda, Gonzalo de: Martí, hombre (La Habana 1944), p. 225.
19 Núñez y Domínguez, José de J.: Martí en México (México 1934), p. 177-181.
20 González Patricio, Rolando: “Nuestra América en la estrategia independentista del delegado José Martí”.
En Loyola Vega, Óscar: Cuba: la revolución de 1895 y el fin del imperio colonial español (Morelia,
Instituto de Investigaciones Históricas, 1995), p. 43-68. Herrera Franyutti, Alfonso: Martí en México
(México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1996), p. 313.
21 El actual “culto a Martí” hace olvidar que su persona y su obra eran conocidas sólo de muy pocos en Cuba
antes de y durante la guerra de 1895, y que la recopilación de su obra, eminentemente periodística, y la
exaltación de su figura comenzaron en torno a 1930. Vid. Santí, Enrico Mario: “José Martí and the Cuban
Revolution”. Cuban Studies, nº 16 (Pittsburgh 1986), p. 139-150. Eso permite a Emilio Roig proclamar
haber sido el primero en señalar el carácter antiimperialista de la obra de Martí en una conferencia pro-nunciada
en 1927 y que sirvió de base a estudios sucesivamente ampliados aparecidos en 1935 y 1936, de
nuevo en 1961, y recogidos en Roig de Leuchsenring, Emilio: Tres estudios martianos (La Habana 1983).
22 Benítez Veguillas, Mariano: Cuba ante la Historia y el sentido común (La Habana 1897), p. 97.
23 García, Marcos: Carta-folleto a José María Gálvez (Habana, enero de 1899). El ejemplar que hemos
manejado, conservado en el Archivo General de Indias, tiene una dedicatoria autógrafa “Al Excmo. Sr.
Don Camilo Polavieja, recuerdo de su afectísimo amigo”.
24 Rosell Planas, Rebeca: Las claves de Martí y el plan de alzamiento para Cuba (La Habana 1948), p. 18-
19.
25 Marcos García lamentó este episodio, que es también recordado por Roldán de Montaud, Inés: La Unión
Constitucional y la política colonial de España en Cuba (1868-1898) (Madrid, Universidad Complutense,
1991), p. 666-667.
26 Piedra Martel, Manuel: Mis primeros treinta años. Memorias. Infancia y adolescencia. La Guerra de
Independencia (La Habana 1944; 2ª ed.), p. 487.