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Ciudad, Naturaleza y Política
1 hombre quiera o no quiera vive especialmente
en las ciudades y en
ellas pasa la mayor parte de su vida.
El número de "urbanitas", de gente
que vive en las ciudades ha ido creciendo
en proporciones aterradoras. Europa,
que hacia 1800 tenía una población urbana que
no pasaba del 3%, ha alcanzado ya el 50% y
Estados Unidos en 1960 llegaba al 69,9%. Estas
cifras no hacen sino crecer y pronto los campos
en todo el mundo quedarán casi despoblados
y quien sabe si explotados agrícolamente
desde las mismas ciudades o por equipos técnicos
móviles que tengan su centro operativo
en las mismas ciudades. La desaparición de la
civilización campesina y su sustitución absoluta
por la civilización urbana es uno de los fenómenos
más importantes de nuestra época.
Mientras el campo se despuebla se produce
un movimiento inverso, se Vtielve a él como
una medida profiláctica que asegure o por lo
menos tonifique la salud moral de los ciudadanos.
Éstos vuelven al campo para respirar aire
puro, para huir de la contaminación, del ruido,
de la agitación nerviosa que producen unos
desplazamientos difíciles, un trabajo alienante
y déspersonalizado y las intempestivas solicitaciones
de la sociedad de consumo; también para
huir del marco agrio y estridente donde no encuentra
más que fealdad y desorden y donde
no tiene lugar en qué poner los ojos con delec-
Fernando Chueca Goitia
tación y reposo. Pero este hombre que vuelve
al campo esporádicamente no se ha formado
en él, no pertenece a él, ni es, siquiera mínimamente,
heredero de una cultura campesina. Es
un ser extraño que se encuentra en el campo
como de visita y que acaso en su desarticulación
con el medio resulta más ajeno si cabe.
Ha ido al campo, no por el campo mismo, sino
siguiendo un impulso negativo de odio a la ciudad.
No ha buscado -entre otras cosas porque
no puede- su incorporación a la vida campesi-t
na, a la que es totalmente ajeno; ha buscado un
artificio evasivo para mitigar sus males como
si se tratara de una cura de reposo no muy distinta
de la de aquellos sanatorios, tan abundantes
en la época en que la tubei;,,culosis hacía estragos,
y que sometía al hombre a una situación
artificial, pues viviendo con vistas a la montaña,
en la quietud obligada por las prescripciones
médicas, gozando del sol y de la naturaleza,
su mundo no dejaba de ser el de la sociedad
urbana con sus pequeños problemas, intrigas,
rencillas, maledicencias y cominerías, exacerbadas
por la propia pasividad y alejamiento.
Ahora también surge una nueva sociedad curiosa,
que necesitará su Thomas Mann para
describirla, que vive los fines de semana en "urbanizaciones",
complejos, ciudades satélites que
reciben nombre como Playamar, Montesol, Mirasierra,
Fuenteclara y cosas por el estilo, inventadas
por los agentes publicitarios en busca
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
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de slogans atractivos. Estos mismos agentes
excitan el candor de las multitudes haciéndoles
soñar con que van a ser señores feudales,
virreyes de otros tiempos o por lo menos "gentlemans
farmers" y al final acaban tan contentos
en un chalet de cien metros cuadrados con
tres pinos alrededor, un club social con una barbacoa
para asar unas chuletas a la brasa y un
salón rústico para jugar al mus, para engañar el
tedio de unas veladas interminables. Si hay suerte
una piscina o un pequeño lago artificial, dos
o tres caballejos famélicos y una discoteca para
la juventud, aumentan las delicias de este panorama
encantador.
Pero en fin, bromas aparte, el caso es que se
ha constituido un hfürido campo-ciudad que
no sabemos todavía como clasificar exactamente
ni que implicaciones va a tener en la conducta
y costumbres humanas. Posiblemente en
lo que se refiere a nosotros, a lo que está pasando
en nuestro país, donde su aparición como
fenómeno social es muy reciente, estos lugares
presentan un alto "standard" moral, diferente
Zaragoza. Aragón.
por ejemplo del de las ciudades "champignon"
y playas, más o menos de moda, donde el público
heterogéneo de turistas y extranjeros es
de costumbres más licenciosas. Más todavía por
el hecho de que los individuos han perdido los
nexos y controles de su lugar de residencia y
viven en medio del anonimato, en lo que los
sociólogos llaman la "anomia" de determinados
medios, sobre todo urbanos, con población
numerosa y cosmopolita.
El sociólogo tendrá que estudiar estos híbridos
de campo-ciudad y la conducta de sus
residentes, sus implicaciones en la moral y en
la educación como consecuencia de las sociedades
que allí se formen. En principio estos
hombres son productos de la ciudad trasplantados
periódicamente al campo donde se constituyen
en sociedades -fin- de semana vinculadas
por nexos más o menos azarosos e independientes;
en la mayoría de los casos, de los
nexos habituales que rigen la vida de estos mismos
hombres en la ciudad.
Pero por el momento no creemos que estas
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migraciones esporádicas cambien el hecho de
ser el hombre un producto de la cultura urbana
y por lo tanto la ciudad sigue siendo el cuadro
donde se desenvuelve la vida humana y son
los hábitos de la ciudad los que transporta con
su B.M.W o su Land Rover al campo y no a la
viceversa. Y además este cuadro es cada vez en
mayor grado el cuadro de la gran ciudad, que
va poco a poco devorando a la pequeña. Esto
no es de hoy ni mucho menos. Ya don Antonio
Ponz en su carta primera del Tomo XV del
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entonces; pero el asunto es descifrar como crecen
las ciudad~s, si en virtud de su propia felicidad,
que resulta del perfecto cultivo, indusl!
i~ y comercio, o por la decadencia de los pueblos
que hay en su jurisdicción y distrito, cuyos
vecinos se ven frecuentemente en la dura precisión
de abandonar sus tristes hogares para
buscar el sustento en las grandes poblaciones".
Y más adelante: "Las grandes y desmedidas
poblaciones no son las que más me caen en
gracia: las comparo a los grandes ejércitos, don-
El Moncayo se alza hasta 2.316 m de altitud, aquí se ve desde Vozmediano (Soria).
Viaje de España nos decía a fines del siglo
XVIII hablando de Zaragoza lo siguiente: "Si
el aumento de la población en las capitales de
las provincias se hiciere sin disminución de sus
pueblos y aldeas, antes con un respectivo aumento
al de sus metrópolis, desde ahora yo
podria asegurar a usted que Aragón se había
aumentado extraordinariamente de diez a doce
años a esta parte, que fue la última vez que estuve
en Zaragoza, pues en sólo esta ciudad se
calcula que hay diez o doce mil almas más que
de los combatientes suelen contarse a centenares
de millares. Éstos, sin disciplina, valen poco,
y las ciudades populosas sin costumbres, poquísimo.
En ambos casos es embarazosa la multitud
y en algunos casos muy peligrosa ... a poco
que se enfríe la vigilancia del Gobierno asoman
las cabezas vicios a montones, la confusión,
el desorden y cuanta perversidad puede
1. mag.m arse '' .
Es curioso que para Ponz, Zaragoza, a fines
del siglo XVIII, era ya una macrópolis erizada
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de problemas que denuncia con una claridad
tal, que nos parece estar oyendo a un hombre
de hoy obsesionado por los vicios de las grandes
ciudades, su degradación moral y sus incomodidades.
Si el hombre está encadenado a la ciudad y
ella es el molde que troquela su existencia, no
bastando sus evasiones campestres para condicionar
su vida psíquica y moral, aunque puede
mejorar sus condiciones de vida física y la
de sus hijos con inyecciones de aire puro y con
ciertas posibilidades para ejercicio corporal, que
supongan una reserva para mejor conllevar su
existencia ciudadana, recaeremos en la decisiva
importancia ciudadana en nuestros días.
No vamos a abordar aquí lo que es la ciudad
porque esto nos llevaría muy lejos y en diversas
ocasiones ya he dado muchos vueltas al tema
enfocándolo desde muy diversos puntos de vista.
No olvidemos que, como dijo Walt Whitman,
la ciudad es la más comprensiva de las
obras del hombre y que nada que se refiera al
hombre le es ajeno. Pero la primera preocupación
que nos asalta es la de saber en qué medida
y hasta qué punto la ciudad es obra entera-
Puerto de la Cruz.
Tenerife
mente del hombre y en qué planos de la acción
consciente o inconsciente se ha originado la
ciudad. Todo esto es enormemente problemático.
Don José Ortega solía decir que "la ciudad
es un ensayo de secesión que hace el hombre
para vivir fuera y frente al cosmos, tomando
de él porciones selectas y acotadas". Esto
parece establecer una dicotomía muy radical
entre campo y ciudad, pero hay que reconocer
que esa parte que se acota es previamente naturaleza
y que la naturaleza sigue manteniendo
su imperio. Si el espacio acotado tiene colinas
como ocurre en Roma o en Madrid, si pasa
por su centro un caudaloso río como en París
o Londres, si el espacio está a la vera del mar,
en un estuario o donde quiera que sea, la naturaleza
será determinante. Y es justo que lo sea
pues la ciudad será más bella, interesante e incluso
agradable de vivir; en cuanto sea más fiel
al emplazamiento natural en que se asiente y
en cuanto que esa naturaleza, a pesar de la violencia
que haga sobre ella el hombre con sus
estructuras artificiales, esté más presente.
Si resulta estimulante vivir por ejemplo en
San Sebastián, es porque la naturaleza está en
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esta ciudad muy presente y la bahía de la Concha
con su curva gentil, los montes Urgull y de
!gueldo, que recogen la mirada, el río Urumea
que presta variedad a la aglomeración urbana,
siguen actuando como elementos naturales. Y
que decir de esta ciudad que hoy me acoge, el
Puerto de la Cruz, que no ha perdido su entrega
a la naturaleza a través del mar y sus promontorios,
sino que la ha elevado en rango,
primor y jerarquía. San Francisco de California,
la ciudad más bella de los Estados Unidos, puede
resultar incómoda por sus muchas colinas y
calles empinadas por donde suben y bajan los
pintorescos tranvías de cables, ¿pero qué vecino
de San Francisco cambiaría estos accidentes
por las comodidades de una ciudad enteramente
llana?. Esto prueba claramente que la
ciudad es algo más que una máquina y que si
los imperativos de nuestra civilización tecnológica
ya hacen lo posible por maquinizar la
ciudad todo lo que hagamos por contravenir
esta tendencia será a la larga una forma de
liberarnos de la esclavitud de l~ máquina, liberación
que estamos dispuestos a pagar aunque
tengamos que hacerlo al precio de aceptar ciertas
incomodidades e inconvenientes de orden
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Attalos-Estoa, Atenas.
funcional.
En su teoría de la ciudad Ortega se apoya en
la que podríamos llamar ciudad mediterránea
clásica, ciudad pública, locuaz y política. "La
urbe -dice nuestro gran filósofo- es, ante todo
esto: plazuela ágora, lμgar para lo conversación,
la disputa, la elocuenC:ia, la política. En su rigor
la urbe clásica no debería tener casas, sino sólo
fachadas que son necesarias para cerrar una
plaza, escena artificial que el animal político
acota sobre un espacio agrícola". Y luego afirma:
"La ciudad clásica nace de un instinto
opuesto al doméstico. Se edifica la casa para
estar en ella; se funda la ciudad para salir de la
casa y reunirse con otros que también han salido
de sus casas".
Se mueve, por tanto, Ortega dentro de la
órbita de la ciudad clásica, es decir, de la ciudad
política. La ciudad donde se conversa y los contactos
primarios predominan sobre los secundarios.
El ágora es la gran sala de reunión y
sede de la tertulia ciudadana, que a la larga es la
tertulia política. Qué duda cabe que este tipo
de ciudad locuaz y parlera ha tenido mucho
que ver con el desarrollo de la vida ciudadan~,
y en la medida en que esta locuacidad se pier-
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de, decae el ejercicio de la ciudadanía. Por eso
las ciudades de la civilización anglosajona, ciudades
calladas o reservadas, tienen de vida doméstica
lo que les falta de vida civil. Esta distinción
entre ciudades domésticas y ciudades
públicas es más profunda de lo que parece y
no ha sido suficiente explayada por aquellos
que se han dedicado al estudio de la ciudad.
Una es ciudad de puertas adentro y otra es ciudad
de puertas afuera. Aunque a primera vista
resulte paradójico, la ciudad exteriorizada es
mucho más opuesta al campo que la ciudad
interiorizada. La cosa es obvia: para los vecinos
de la primera, el verdadero hábitat es el
exterior, la calle y la plaza, que, aunque no tiene
techo, tiene paredes (fachadas) que la segregan
del campo circundante. Sin embargo, la
ciudad íntima tiene su "hábitat" en la casa, defmida
por techos y paredes. No necesitan segregarse
del campo, ya que éste, en el fondo, es
·aislante que ayuda poderosamente la intimidad.
Por consiguiente, la ciudad de las fachadas es
mucho más urbana, si por tal se entiende una
entidad opuesta al campo, que la ciudad de los
interiores. Por tanto, es perfectamente comprensible
que para todo hombre latinizado y
mediterráneo lo esencial y definitivo de la ciudad
sea la plaza y lo que ésta signifique, de modo
que cuando falta no acierta a comprender que
una aglomeración urbana puede llamarse ciudad.
Ya tenemos, pues, sentado que la ciudad es
un hecho político y que es política, sobre todo
la ciudad clásica mediterránea, locuaz y parlera.
Este tipo de ciudad no es sólo un hecho político
sino que es en ella donde toda política tiene
su asiento, por lo que no es de extrañar que del
nombre griego de ciudad, polis, haya surgido
el sustantivo de política que significa la actividad
o ejercicio de los hombres para gobernar y
administrar la cosa pública.
Aristóteles ya defmió la ciudad como "un
cierto número de ciudadanos, de modo que
debemos considerar a quién hay que llamar ciudadanos
y quién es el ciudadano". Llamamos,
Aristóteles. 384-322 a.C.
pues, ciudadano de una ciudad al que tiene la
facultad de intervenir en las funciones deliberativa
y judicial de la misma, y ciudad en general,
al número total de estos ciudadanos que
basta para la suficiencia de la vida"
La Polis griega es una ciudad donde se discute,
se delibera, se gobierna, se administra justicia
y florece la cosa pública. Llegando a una
caricatura, diríamos que es una ciudad de abogados,
donde lo fundamental son las estructuras
públicas y lo secundario las domésticas.
El lujo ciudadano radicaba en el templo y el
ágora. Con el desarrollo de la democracia en
las ciudades-estado de Grecia, aparecen en ellas
nuevos elementos urbanísticos, que indican una
colaboración mucho más estrecha del pueblo
en los asuntos de la comunidad. Aparte de los
templos, que representaban para los griegos la
culminación de su mundo espiritual y el orgullo
mayor de su creación artística, surgen en la
ciudad diversos edificios dedicados al bien público
y al desarrollo de la democracia. General-
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mente estos edificios se situaban en torno al
ágora o plaza pública, que al principio albergaba
el mercado y que luego vino a constituir el
verdadero centro político de la ciudad. En torno
a éste ágora se construía el eclesiasterón (sala
para asambleas públicas), el bouleutérion (sala
para asambleas municipales), el prytaneion
(donde se reunía la cámara municipal). ·Generalmente
está situada también la stoa, construcción
alargada, que cerraba a ve~es uno de los
costados del ágora, · formada por pórticos de
una o dos plantas que servían para la vida de
relación y para el comercio. Aparte de estos
elementos políticos -administrativos- económicos
que formaban el núcleo de la ciudad,
constituyendo lo que hoy llamaríamos un centro
cívico, tenemos también otro factor importante
dentro de la ciudad griega, que es el que
correspondía a las diversiones y que dio lugar a
la construcción de teatros al aire libre y estadios
para los juegos olímpicos.
Como se desprende de todos estos hechos,
la ciudad había pasado de ·ser un amasijo de
viviendas humildes dominadas por el palacio
templo de un rey divinizado, como en los imperios
orientales, para convertirse en estructura
más compleja en la que dominaban aquellos
elementos que eran de disfrute general: plazas,
mercados, pórticos, edificios de la administración
pública, teatros, estadios, etc. En cambio,
como es lógico, no aparecen en las ciudades de
la democracia griega, dada su constitución política,
ningún palacio abrumador que represente
el poder de la autoridad de un jefe.
Demóstenes refiriéndose a los gloriosos días
antiguos, dice que en la vida privada era tan
ejemplar la moderación de los grandes, su apego
a las viejas costumbres tan exacto y escrupuloso,
que si cualquiera de vosotros descubriera
la casa de Aristóteles o de Meliciades, o de
cualquiera de los ilustres hombres de aquellos
tiempos, se daría cuenta que ni el más núnimo
esplendor la distinguía de las demás.
La ciudad de la democracia griega se apoya,
por consiguiente en una exigencia moral basa-l'Hll
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da en la virtud o ateté ciudadana. La riqueza y
esplendor de los templos es también de índole
moral. No se trata de una arquitectura enfática,
abn.imadora, colosalista, como la de los faraonés
egipcios o de los sátrapas de oriente, que
elevaban sus ziggurats con un empeño tan sobrehumano,
que dio lugar al mito de la torre
de babel como justo castigo a la osadía de los
hombres. El templo griego simboliza en cambio
la pureza y el honor y el arte se convierte
en el vehículo de un exigente anhelo de perfección.
Todo refinamiento y todo sacrificio es
poco para que resplandezca en ellos una llama
espiritual capaz de purificar los sentimientos
de los hombres y de unir a la emoción religiosa
el encanto de una noble fruición estética, que
no niega el goce de los sentidos. Se trata de un
equilibrio ético-estético más difícil de conseguir
de lo que parece y que en cualquier momento
puede romperse.
Esta es la lección moral de la polis, la del
equilibrio, la de la proporción, la del horror a
la desmesura, lo que pudiéramos llamar el
antibabilonismo ¡Feliz edad aquella de las ciudades
que se podían ~b.arcar con una sola mirada
desde lo alto de su's acrópolis de mármol,
donde el número justo de ciudadanos no debe
pasar de aquella cifra que permita, según Aristóteles,
que el gobernante conozca directamente
a sus gobernados! Una ciudad del tamaño de
Babilonia debía ser casi incomprensible para la
mentalidad griega, que el mismo Aristóteles nos
dice que no es ciudad todo aquello que puede
encerrarse dentro de unos muros, porque a querer
se podría construir un muro todo alrededor
del Peloponeso. Babilonia era una aberración
para el espíritu griego, una realidad inmoral
que degradaba al hombre y lo aplastaba convirtiéndolo
en esclavo de unos poderes absorbentes
y omnímodos. Frente a la ciudad
como artefacto de los poderosos, Grecia quiso
erigir la ciudad como producto de una sociedad
de hombres libres, una ciudad virtuosa de
virtudes ciudadanas.
Junto a esta ciudad pública, en la que el tem-
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Vista parcial de la Gran Atenas desde la Acrópilis. En primer término, el Teseion.
plo, ágoras, stoas, mercados y estadios eran los
lugares donde se templaba la virtud ciudadana
y donde se ejercitaba la salud corporal, quedaba
la ciudad privada en un plano de estricta
autoridad. Este era el contrapunto moral en el
que se basaba la virtud de la ciudad griega, y
los ciudadanos que se actualizaban y realizaban
en el espacio público daban pruebas de
una austeridad espartana cuando se retiraban
al descanso en sus sencillas y humildes moradas.
La ciudad clásica nace, como dice Ortega,
de un instinto opuesto al doméstico. Por lo tanto
aunque no se llegara en todos los casos al
extremo de la educación colectiva y guerrera
del espartano, suponemos que el niño y el joven
en la ciudad clásica tendría en su educación
mucho menos que ver con el medio doméstico
que con el medio público, cuyas imágenes
y modelos se pondrían a su vista desde
su edad más precoz para hacerles partícipes de
un es tilo de vida del que la polis era elocuente
expresión. El gimnasio luego el estadio, no sólo
fortificaría su cuerpo sino le pondrían prQnto
ante la realidad del sesgo comunitario de su
existencia y le abrirían pronto los ojos a las responsabilidades
de esta existencia. Suponemos
también, que en ese aspecto la ciudad griega
sería una permanente escuela de conducta y una
imagen plástica y vivaz, por lo tanto ejemplar y
educadora, donde transcurrían sus primeros
pasos en la vida.
Hoy esto nos parece enormemente alejado,
pues nuestras ciudades no suponen, en ningún
caso, no sólo para el joven pero ni siquiera para
el adulto, una imagen plástica educadora; no
ennoblecen ni dirigen sus sentimientos hacia
ningún lado y no puede el niño extraer de ellas
ningún tipo de estímulos por la misma fuerza
de la imagen.
Hoy que tanta importancia tiene la educación
por la imagen a través de todos los medios
que facilita nuestra tecnología, el fotograbado
y los más perfectos sistemas de impresión,
el cine, la televisión, etc., la ciudad, por
contraste, ha dejado de ser una imagen válida
para el perfeccionamiento del espíritu y para la
educación estética. Ya volveremos sobre ello.
Sin duda el exquisito equilibrio griego fue
bastante efímero e incluso en los estados helenísticos
creció la desmesura, como una constante
amenaza del mundo oriental. Se desarrolló
el culto a la personalidad del poderoso y se
asestó un rudo golpe a la dignidad del hombre
como ser libre en un concierto de hombres libres.
El Coloso de Rodas, el Mausoleo de
Halicarnaso, la ciudad de Pérgamo, de Atalo I,
son pruebas no obstante sus cumplidas excelencias,
de esta ruptura del equilibrio.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015