1 \Tll\HL\I
El viaje, el paisaje y la pintura española
del siglo XIX* . ' '
Jesús Gutiérrez Burón
"El paisqje tiene hqy más aficionados que ningún otro género de pintura) si preguntáis
por qué, os responderán que por ser el más persona¿ el más suf¿jetivo) el más
libre. Yo) aquí en confianza, os diré que) sobre todas las razones filosóficas) hallo
una ml!J práctica para explicar el caso: el paisqje es el género en que con menos
trabqjo se puede llegar a la medianíd'. **
LA IMPORTANCIA DEL VIAJE
Picón está resaltando esas continuas salidas
al campo que Haes practicaba con sus discípulos
y defendiera ya en su mencionado discurso
de ingreso en la Academia: «Para el paisqjista)
la vida sencilla del campo ha de ser como una
necesidad. El pintor de paisaje debe en cierto modo
identificarse con la naturaleza campestre. ¿Quién no
ha sentido henchirse su pecho de un placer indefinible a
los primeros albores del sol de Mqyo? Entonces el estudio
entre cuatro paredes se hace insoportable; descuélganse
las cqjas) y empiezan los aprestos para una vida de
fatigas sanas y de afanosos trabqjos. Entonces renace en
é~ intérprete y admirador de las bellezas naturales) una
segunda existencia;y solo) ante el maravilloso espectáculo
de la creación, se arroba en esa música del alma
que ningún poeta acertará jamás a expresan> (1).
Método que contrastaba significativamente
con el de sus predecesores si nos atenemos a
los recuerdos de otro gran paisajista, Martín
Rico: <<Al final de curso salimos con Villaamil al campo,
pero dos o tres veces solamente, para hacer dibt!Jos o
acuarelas del natura~ explicándonos la perspectiva y la
manera de proceder y luego) durante el verano) cada uno
hacía lo que podía» (2 ).
Los viajes preconizados por Haes se vieron
favorecidos por dos hechos significativos: los
avances en el campo de las comunicaciones y
la mejora en los atalajes de los artistas. Lo primero
ya ha sido destacado anteriormente y su
importancia es tan obvia que hace innecesaria
cualquier explicación. Lo segundo es también
significativo aunque, por lo general, siempre se
le ha prestado men?s atención, quizá porque
se ha dado por supuesto. Pero no lo debía ser
tanto en la época, de lo contrario, no se explicarían
noticias como ésta aparecida en la prensa
contemporánea: «Hemos visto unos sencillos y
elegantes caballetes y cqjas para colores, sumamente cómodas
para el campo) las que han hallado gran aceptación
entre nuestros artistas» (3). Lógicamente esta
aludida comodidad facilitaba el traslado de los
artistas al campo, haciendo habituales figuras
como la de ¡Buenos días) Sr. Coubert! (4 ), y con
ello una mayor aceptación del realismo y la pintura
al aire libre.
Entre los muchos viajes de Haes, solo o en
compañía de algún discípulo, cabe destacar los
del Monasterio de Piedra (1856), Elche (1861),
* Segunda parte de la ponencia presentada por el autor del texto en el curso <<Arte y Pensamiento: Ciudades, viajeros y paraísos»,
organizado por la Fundación Universidad de Verano en La Gomera, del 24 al 28 de julio de 2000, dirigido por Antonio González
Rodríguez. La primera parte fue publicada en el número 2 de esta misma revista, Catharum, de juli_o/ diciembre de 2000.
** Federico Balart, «Exposición de Bellas Artes», El Imparcial, Madrid 07-01-1893.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
1 \'l'll \ lll u
Asturias, Cantabria y Vizcaya (1872), ]araba de
Aragón (1879), Asturias, País VascO y Navarra
(1874), Navarra (1875) y Mallorca (1878), amén
de los que realizó por el extranjero, especialmente
a la tierra de sus antepasados, Holanda,
aprovechando su dominio del holandés, el flamenco,
el francés, el inglés, y los conocimientos
del italiano y del alemán. Viajes en los que
aparte de realizar muchos estudios -empleaba
en cada uno aproximadamente unas dos horas,
aprovechándolos luego en el invierno para
las composiciones ejecutadas en el taller-, recogía
plantas y flores silvestres, transportándolas
cuidadosamente para transplantarlas en
su estudio y facilitar así una mayor exactitud en .
le recreación de los detalles de sus cuadros.
Un buen ejemplo de este proceder lo tenemos
en su cuadro Picos de Europa. La canal de
Mancorbo (1876), fruto del viaje a Asturias en
compañía de Beruete. En él, con un formato
vertical, más apropiado a este tipo de paisajes
que el modelo apaisado adecuado a las visiones
panorámicas de la llanura, se representa un
lugar típico de los Picos de Europa a base de:
- una pincelada quebrada y empastada de recuerdo
barbizoniano.
- unas tonalidades sensiblemente más claras
que las de sus dos primeras obras duras y
tabacosas, en palabras de Beruete, eón una
gradación de tonos desde los verdes luminosos
del primer término, el plano más
oscuro, hasta los tonos azulados, propios
de la luz de alta montaña, del último término,
el plano más claro.
De esta forma Haes no solo representa objetivamente
la orografía del lugar sino que logra
también captar su atmósfera tan particular
como apuntaba ya un crítico contemporáneo
al destacar «aquellas montanas del Norte envueltas
casi constantemente en densa niebla y perdidos sus picos
entre nubes, cuando por rara casualidad se levantan las
nubes. Y se rasga la niebla, la influencia de estos dos
elementos no desaparece de la atmó.ifera, y a una distancia
de una legua ya no se percibe nada, y los oijetos
más cercanos se ven a través de un prisma atmosférico
tan empañado, que la perspectiva aérea resulta exageradísima
» (5). Precisamente esta representación
tan objetiva, aparte de responder al método de
trabajo de Haes, marca claramente las diferencias
con Pérez Villaamil en cuyas obras de título
similar como Los Picos de Europa (1847), brilla
todo, desde la pincelada turneriana a la exaltación
romántica, menos la exactitud (6).
Con todo, en la obra de Haes late todavía el
espíritu romántico, el deseo de buscar lo singular,
lo extraordinario (7), aunque no tanto con
Jenaro Pérez Villaamil:
El castillo de Gaucín,
1848, Madrid, Museo
del Prado, Casón del
Buen Retiro.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
una dimensión espiritual sino más bien
moral, como buscando y recreando las
señales de autenticidad y hasta de identidad
nacional. Es la realidad que descubre
Marcelo, el protagonista de Peñas
Arn'ba (1895), en el viaje desde Madrid
a Tablanca. Cuando después de
dejar la estación de Reinosa -el último
vestigio urbano- se topa con la Naturaleza,
con las montañas: «Pocos pasos
antes de llegar yo al punto en que me aguardaba
el espolique, volvióse éste hacía mi; y
tendiendo el brazo derecho en dirección opuesta,
me dijo con cierta solemnidad que entona-·
ba m1!J bien con lo señalado por su mano)>:
- " El Puertu".
1'\Tll\Hl}I
5 ubí lo que me faltaba,· púseme junto a
Chisco y miré ... Tenía razón el espolique: era
mucha la tierra que había que pisar por aquel
lado. ¡Pero qué tierra, divino Dios! A mi
izguierda, y en pnmer término, dos altísimos
conos unidos por sus bases, de Norte a 5 ur,
como dos gemelos de una estirpe de gigantes,·
erifrente de ellos, a mi derecha, las cumbres de
Palombera dominadas por el Cuerno de
Peña 5 agra que extendía sus lomos col9sales
hacia el Oeste,· y allá en el fondo, pero m1!J
li:Jos, cerrando el espacio abierto entre Peña
Carlos de Haes: Canal de Mancorbo en los Picos de Europa, 1876,
Madrid, Museo del Prado, Casón d~l Buen Retiro.
5 agra y los dos conos, las enormes Penas de Europa,
coronadas ya de nieve, surgiendo desde las orillas del
Cantábn.co y elevándose mqjestuosas entre blanquecinas
voladuras de gasa transparente, hasta tocar las espesas
nubes del cielo con su ondulante y gallarda crestería.
Por el lado en que me encontraba yo, descendía la sierra
blandamente hasta la base del primer cono, de la cual
arrancaba hacia la derecha un cerro de acceso fáci4 que
resultaría montaña desde el fondo de la barranca en
que terminaba bruscamente. Lo que había entre la loma
de este cerro y el espacio limitado por las Peñas de Europa,
no era posible descubrirlo, porque lo bqjo quedaba
oc'ulto por el cerro, y lo alto me lo tapaba una neblina
que andaba cerniéndose en jirones, de quebrada en
quebrada y de boquete en boquete. Sin aquel obstáculo
pertina;z; hubiera visto, al decir del espolique, maravillas
de pueblos y comarcas, y hasta el mar por el boquete
de Peña 5 agra. Hacía más imponente el cuadro el contraste
de la luz del sol iluminando gran parte de los
altísimos peñascos más próximos y reluciendo a lo lr:Jos
sobre las voladuras de los Pin.neos, con la tétrica penumbra
del fondo de aquel brocal enorme, C1!JO lado
más bqjo me servía de observatorio)> (8).
Ganado por esas montañas Marcelo va a experimentar
su conversión renunciando al tipo
de vida urbano para perpetuar el patriarcalismo
de su tío Don Celso. Uno de los momentos
decisivos de este proceso tiene lugar a lo largo
del capítulo XII, la descripción de una caminata
que le lleva a contemplar las montañas no ya
desde abajo sino desde la cima, y no con Chisco,
el espolique de antes, sino con Don Sabas, el
cura de Tablanca, con el que tiene este aleccionador
diálogo que cierra la jornada:
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
1 .\Tll \111 \1
- ¿Se ha visto todo bien? - me preguntó volviendo
en sí de repente.
A todo mi sabor - le respondí.
Pues hacerse cuenta de que ya se ha visto algo de
las grandes obras ·de· Dios que tenemos por acá.
- ¡Grande es, en efecto, y hermoso y admirable este
espectáculo! - repliqué.
- ¿Grande? - repitió el Cura,· y volvió a contemplarle
en todas direcciones con los brazos extendidos,
como si quisiera darme de aquel modo la medida
de su magnitud.
Después descubrió la cabeza, C11JOS cabellos grises
flotaron en el aire; elevó al cielo la mirada y la
mano con sombrero y todo, y exclamó con voz solemne
y varonil que vibraba con extraño son en el ·
silencio imponente de aquellas alturas mqjestuosas:
- Excelsus super omnes gentes, Damínus, et super
coelos ... gloria f!Jus.
Sería por el estado excepcional de mi espíritu o por
obra de un agente externo cualquiera; pero es lo
cierto que a mi me pareció que aquella nota final
estampada en el cuadro por el Cura de Tablanca,
rqyaba en lo sublime» (9).
Para plasmar esta descripción, romántica hasta
en los términos empleados, no podemos remitirnos
a Haes, -aunque en su ya mencionado
varias veces discurso de ingreso en la Academia
dejara clara su predilección por el paisaje
«misterioso, grandioso, gigantesco y sombrío ... (que)
eleva el pensamiento a las regiones del infinit~ .rino
que debemos retrotraernos a Friedrich, a su Caminante
sobre un mar de nubes (1813-1815 ), y a esta
descripción de Carus: «De pie, en lo alto de la montaña
contempla las largas hileras de las colinas, observa
el curso de los ríos y todas las maravillas qt;e se ofrecen
a tus qjos: ¿qué sentimiento te invade? Es un rezo sosegado,
te pierdes en el espacio infinito, todo tu ser experimenta
una clarificación y una purificación, desaparece
tu yo, no eres nada, Dios lo es todo. E l hombre al
contemplar la magnijica unidad de un paisqje tomó con-ciencia
de su propia insignificancia y comprendiendo
que todo es cosa de Dios, el mismo se pierde en este
infinito, renunciando a cualquier forma de existencia
individual. Perderse de esta forma no es perderse, es
ganar, ya que lo que normalmente no se puede ver de
otra forma que por el espíritu se hace accesible incluso
al qjo físico, ya que se convence de la unidad del universo-
(10).
La contemplación de este cuadro y la lectura
del diálogo de Pereda parece una invitación a
recitar la última estrofa de la Oda de la A legria
(1785) de Friedrich Schiller, retomado por
Beethoven para el cuarto tiempo de su novena
sinfonía (1824):
«¡Abrazaos, millones de criaturas!
¡Que ese beso envuelva al mundo entero!
¡Hermanos! Sobre la bóveda estrellada
ha de habitar un Padre amoroso.
¿Os prosternais, millones de criaturas?
¿No vislumbras, mundo, a tu Creador?
¡Búscalo por encima de la bóveda estrellada!
Sobre las estrellas ha de habitan>.
Estrofa significativa por sí misma y porque
refleja una reacción muy distinta de la experimentada
por Petrarca cuando, después de ascender
al Mont-Ventoux y de «abandonarse» a
la contemplación de la Naturaleza, hace esta
reflexión movida por la lectura de Las Confesiones
de San Agustín: «Quedé confundido y pidiéndole
a mi hermano (que quería oír misa) que no me molestara,
cerré el libro, furioso conmigo mismo por estar
todavía admirando cosas terrestres, cuando hubiera podido
aprender, desde hacía mucho tiempo, hasta de los
filósofos paganos, que no hqy nada admirable salvo el
alma, que, cuando es grande, no encuentra nada grande
fuera de sí misma. Entonces, en verdad, me convencí de
que ya había pasado bastante rato mirando a la montana;
volví hacia mi mismo mi mirada interior, y a
partir de aquel momento no salió una sola sílaba de mi
boca hasta que llegamos de nuevo al pie de la montaña)>.
Son claramente las secuelas del olvido de
la Naturaleza durante la Edad Media apuntada
en la presentación.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
Jenaro Pérez Villaarnil: Sevilla
en tiempo de los árabes,
1848, Patrimonio Nacional
Madrid, Palacio de El Pardo
(foto Oronoz).
BUSCANDO REFUGIO
El magisterio de Haes y sus repetidos triunfos
en las exposiciones, acompañados del reconocimiento
oficial y de la aceptación de sus
obras en el mercado artístico, tiene una clara
repercusión en la proliferación de los viajes
de los artistas que en su deseo de llegar a los
lugares más recónditos -en la creencia de que
ello les proporcionaría el éxito tal como apuntara
Martín Rico- mantenían el máximo secreto
posible sobre los lugares de destino (11 ). Precisamente
esta condición juega un papel importante
en uno de los mejores cuentos de Clarín,
Doña Berta, ya desde el inicio: «Hqy un lugar
en el N orle de Espana adonde no llegaron nunca ni
los romanos ni los moros;y sí dona Berta de Rondaliego,
propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera
algo más de historia, juraría que jamás Agripa, ni Augusto,
ni Muza, ni Tarik habían puesto la osada planta
sobre el suelo, mullido siempre con tupida hierba
fresca,jugosa, oscura, aterciopelado y reluciente, de aquel
rincón S"!)'O, todo S"!)'O, sordo, como ella, a los rumores
del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles
infinitos y de lozanos prados, como ella lo está en franela
amarilla, por culpa de sus achaques)> (12).
En ese retiro, Doña Berta -a la que Clarín
f\Tll \lll \J
describe magistralmente con tres colores: «cera,
tabaco y ceniza. Cera la pie~ ceniza la cabeza, tabaco
los qjos y el vestido» (13 )- se encuentra fortuitamente
con ''un pintor ilustre, que mientras dqaba en
Madrid su última obra maestra colgada donde la estaba
admirando media Espana, y dqaba a la crítica ocupada
en cantar las ala~anzas de su paleta, él huía del
incienso y del estrépito, _9, 1a solas con su musa, la soledad,
recorría los valles y vericuetos astunanos, sus amores
del estío, en busca de efectos de luz, de matices del
verde de la tierra y de los grises del cielo. Palmo a palmo
conoda todos los secretos de belleza natural de aquellos
repliegues de la marina;y por fin, más audaz o afortunado
que romanos y moros, había llegado, rompiendo
por malezas y toda clase de espesuras, al mismísimo
bosque de Zaornin y al monte mismísimo de
S usacasa, que era como llegar al riñón del riñón del
misterio" (14 ).
El encuentro resultará decisivo para Doña
Berta que abandona su retiro para trasladarse a
Madrid en busca de un cuadro del pintor, no
precisamente un paisaje sino un retrato de un
capitán muerto en acción heróica, en el que ella
espera reconocer al hijo, fruto de unos amores
desgraciados, que, para castigo y oprobio suyo,
nunca conoció. El viaje le sirve a ella para conocer
Madrid y a nosotros para entender la fuga
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
f \T 11 \lll "
de los pintores: «Había querido pasear por las cifueras
... , ¡pero estaban tan !<!Jos! ¡Las piernas St!JaS eran
tan flacas, y los coches tan caros y tan peligrosos! ... Por
fín, una, dos veces llegó a los límites de aquel caserío que
se le antqjaba inacabable ... ;pero renunció a tales descubrimientos,
porque el campo no era el campo, era un
desierto; ¡todo pardo! ¡todo seco! Se le apretaba el corazón,
y se tenía una lástima infinita. «¡Yo debía haberme
muerto sin ver esto, sin saber que había esta desolación
en el mundo; para una pobre viqa de S usacasa,
aquel rincón de la verde alegria, es demasiada pena estar
tan lqós del verdadero mundo, de la verdadera tierra,
y estar separada de la frescura, de la hierba, de las
ramas, por estas leguas y leguas de piedra y polvo.»
Mirando las tristes lontananzas, sentía la impresión de
mascar polvo y manosear tierra seca, y se le crispaban
las manos. Se sentía tan extrana a todo lo que la rodeaba,
que a veces, en mitad del arrqyo, tenía que contenerse
para no pedir socorro, para no pedir que por
caridad la llevasen a su Posadorio» (15).
A ese Posadorio al que había llegado el susodicho
pintor, de nombre Valencia, que no
parece descabellado identificar con Casto
Plasencia, natural de Cañizares (Guadalajara),
que pese a alcanzar los máximos honores, una
primera medalla en la Exposición de 1870 con
un monumental cuadro de historia, Orígenes
de la República de Roma, jugó un papel muy
importante en la difusión de la pintura al aire
libre, con el establecimiento de una colonia
de artistas en Muros del Nalón en 1884, como
una continuación de sus clases invernales en
Madrid, en el Círculo de Bellas Artes. Por allí
pasaron regularmente pintores como Lhardy,
Campuzano o Plá y, muy especialmente, el asturiano
Tomás García Sampedro. Ocasionalmente
también la tomaron como base para sus
excursiones por el Principado otros artistas tan
significados como Sorolla o Muñoz Degrain.
Un lugar más cercano que atraía también la
atención de los pintores era la Sierra de Guadarrama,
con la particularidad de que allí confluían
los intereses científicos y los artísticos.
Impulsada por la Institución Libre de Enseñanza
se constituye en 1886 la Sociedad para
estudios del Guadarrama con los F. Giner
de los Ríos, Macpherson, RíaMo, Cossío y Beruete.
Interesa destacar especialmente al primero
y al último. Este porque con sus cuadros
desde Paisqje de Torrelodones (1891) a El Guadarrama
desde el Plantío de los Infantes (1910-12) no
sólo recoge múltiples aspectos de la sierra sino
que refleja también su cosmopolitismo, emancipándose
de la tutela de Haes para acercarse a
Carlos de Haes: Vista del
Palacio Real desde la Casa
de Campo, 185 7, Madrid,
Academia de Bellas Artes
de San Fernando.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
Aureliano de Beruete:
Vista de la Vi¡ga desde el
Cambrón, 1895, Toledo,
Museo de Arte Contemporáneo.
las corrientes contemporáneas que tenían cabida
en París. Aquel porque con artículos como
Paisqje (1885) no sólo es el mentor de la valoración
de la sierra madrileña sino que acierta a
describir como pocos la modernidad de Beruete
-<<Jamás podré olvidar una puesta de so4 affá en ef
otoño último, vi con mis compañeros y alumnos de la
Institución Libre desde estos cerros de las Guadarramiiias.
Castilla la Nueva nos aparecía de color de
rosa; el so4 de púrpura, detrás de Siete Picos, cuya masa
fundida por igual con la de los cerros de "Riofrío en ef
más puro tono violeta, bqjo una delicada veladura blanquecina,
dqaba en sombra el valle de S egovia, enteramente
piano, obscuro, amoratado, como si todavía la
bañase el lago que lo cubriera en época lf!}ana. No recuerdo
haber sentido nunca una impresión de recogimiento
más profunda, más grande; más solemne, más
verdaderamente religiosa- y hasta adelantar el espíritu
del 98: «En ambos, se refiere a la llanura
y la montaña, se revela una fuerza interior tan robusta,
una grandeza tan severa, aún en sitios más pintorescos
y risueños, una nobleza y dignídad, un señorío,
como los que se advierten en el Greco o Veiázquez, los
pintores que mqor representan este carácter y modo de
ser poético de lo que pudiera /Jamarse espina dorsal de
Espan(w (16).
La alusión al Greco y a Velázquez es muy
significativa porque serán precisamente miem-f\
TH \UUI
bros de la Institución Libre de Enseñanza.
Beruete y Cossío, los primeros españoles empeñados
en el estudio, revalorización y acotamiento
de la obra de ambos artistas. Es más, el
recuerdo del pintor sevillano late claramente
en el poema del poeta del 98, Antonio Machado:
«¿Eres tú Guadarrama, viejo amigo / la sierra
gris y blanca/ fa sierra, de mis tardes madrileñas/ que
yo veía en el azul pintadá?)> (17).
La Sierra de Guadarrama va a ser también el
argumento preferente de las obras con las que
el vallisoletano Francisco Fernández de la Oliva
participa en los certámenes de 187 6 a 1881.
Sin embargo su academicismo de receta ya resultaba
por entonces un poco anacrónico, por
lo que obras como el Va/fe de Vi/Jaiba (1875)
pasan completamente inadvertidas a pesar de
algunos destellos originales en el color de los
fondos.
Caso diferente es el del discípulo predilecto
de Haes, el ilerdense Jaime Morera que subyugado
por el Guadarrama - «llegó a constituir en mi
cerebro una obsesión inevitable. Durante muchos años
acaricié el prqyecto de internarme en la Sierra para
admirarla en todo su esplendor y tratar de robarle sus
secretos- la recorre repetidamente desde 1895,
recogiendo sus recuerdos en un libro que publicaría
posteriormente en 1927. En sus reco-
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
I'\ T 11 \la ~I
rridos, acompañado por el lugareño Anselmo,
retratado en el cuadro El pintor y su guía, mantenía
todavía una actitud romántica - «Durante fas
largas caminatas, monologaba sobre fas cosas pasadas
y presentes, sobre recuerdos de hechos y personas; pues,
cuando se está solo y contemplando fa obra de Dios, se
aguza el pensamiento, se qfinan los sentidos, fas ideas se
agrandan y ennoblecen, y se producen emociones que
fortifican el carácter, amoldándolo y preparándolo para
hacernos más /levaderas fas luchas de fa vida» (18).
Sus obras, sin embargo, destacan por la solidez
de planos y por una característica limitada gama
cromática que acusan el recuerdo de los Macchiaioli,
visible ya en uno de los trabajos enviado
durante su estancia de pensionado en Roma:
Orilla nevada del Lago Trasimeno (1875).
Influencia francesa, no italiana, van a reflejar
las obras de los hermanos Joaquim y Mariá
Vayreda, descubridores de la belleza de la comarca
gerundense de La Garrotxa, en cuya capital
y a la vez ciudad natal suya, Olot, fundarán
una escuela, la llamada Escuela de Olot,
en 1868. Una escuela en la que palpita el espíritu
de Barbizon, aunque formalmente estén
más cercanos de Corot -obras como el Paisqje otonaf
(h. 1880) parecen un calco de la célebre iglesia
de Maríssef del francés, con su atmósfera envolvente
cual una neblina, y una naturaleza marcada
por los árboles y el río con las figuras humanas
como simple complemento» (19)- para
reproducir en sus cuadros no sólo la Naturaleza
de una comarca tan admirada por ellos sino
su ideal de vida: el triunfo de lo rural aunando
su tradicionalismo y conservadurismo político
-los Vayreda eran declaradamente carlistas-
con una interpretación paternalista de la
religión complementada con una activa presencia
de una tradición literaria que se mueve entre
lo bucólico y lo folclórico. En definitiva, la
suya es una pintura que propone un acercamiento
a la Naturaleza con una mirada melancólica
capaz de seducir a sus contemporáneos, como
apunta este comentario que acompañaba la reproducción
de El invierno, paisqje de Cata/una de
Joaquim, premiado con la 3ª medalla en la Exposición
de 1878: «5 e ha dicho por algunos críticos
que el paisqje no se presta a fas creaciones del artista,
viéndose reducido éste a copiar fielmente fa naturaleza,
y si faltasen pruebas para justijicar fo iefundado de tal
juicio, el cuadro C1'!JO dibtgo damos en fa página 3 7
bastaría para demostrar su inexactitud. En él está sorprendido
ese indefinible encanto que los prados y bosques
efrecen,y trasladado al lienzo por virtud del misterioso
e inexplicable poder del genio, que sabe elevarse
de fo puramente terreno y matenaf a fas siempre fecundas
regiones del idealismo. Aquella dulcísima y delicada
vaguedad de términos; aquellas suaves ondulaciones
del agua; aquellos árboles, con tanta verdad y tanta
poesía agrupados; aquellas aves acuáticas que, estando
tan solas, parece como que pueblan todo el paisqje, tie-
Joaquim Vayreda:
Recan¡a, 1876, Barcelona,
Museu
d'Art Modern.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
nen tal encanto, producen tal dulce impresión en el que
las contempla, que se siente identificado su espín'tu con
el del artista, y no acierta a separarse del lienzo, como
no acertaría a separarse del delicioso paisqje en él reproducido
» (20).
Comportamiento muy distinto va a ser el del
valenciano Antonio Muñoz Degrain quien, lejos
de circunscribirse a una comarca, como los
Vayreda, recorre distintas regiones de España
e incluso llega a la entonces remota Palestina.
Ya en su primera aparición en las Exposiciones
Nacionales, en 1862, demuestra esta tendencia
con obras como Paisqje de los Pirineos. No
será, sin embargo, hasta el certamen de 1866
cuando obtiene su primer gran éxito al alcanzar
una segunda medalla por su Paisqje del Pardo
al disiparse la niebla. Obra que nos permite ver
alguna de sus características más notables -una
Maria Vayreda: El viático, 1887, Barcelona, Museu d'Art
Modern.
fT l'll \ Rli ll
estudiada composición resuelta con una precisión
casi verista en las formas y los objetos envueltos
por una atmósfera brillante y húmeda
~orno consecuencia del aguacero-, y, a la vez,
diferenciarle claramente de su contemporáneo
Martín Rico que en su trabajo de oposición para
pensionado de paisaje, La Casa de Campo (vista
de la Sierra al fondo) (1861), con una estructura
muy similar responde, en cambio, a unos principios
más académicos en los que, pese al realismo
de los detalles, todavía quedan recuerdos
de su maestro Villaamil.
Dos obras de Muñoz Degrain que tienen por
tema a Granada -Chubasco en Granada. Recuerdo
de Granada (h. 1880)y Vista de/Alhambra (1914}dan
buena muestra de la originalidad y evolución
de este pintor que, pese a ser más conocido
por sus cuadros de historia, Los Amantes de
Terue¿ por ejemplo, llegó a ser catedrático de
paisaje, sucediendo tras una polémica oposición
al propio Haes (21). En la primera, compuesto
como si fuera el decorado de un teatro,
alcanza una de las visiones más alucinantes de
Granada al aunar la referencia literaria del lugar
con la inquietan,te atmósfera propia de la
tormenta que se cie.frle amenazante. Se puede
decir que, sin faltar un ápice a la realidad, ha
plasmado una ciudad de leyenda.
En la segunda, la fantasía está más ligada a
los efectos cromáticos, sorprendentes tanto por
su fuerza como por su brillantez. Un colorido
que, sin duda, recuerda las obras del viaje a
Palestina, -motivado por el deseo de representar
las escenas bíblicas con el mayor realismo
posible, al igual que ocurriera con otros pintores
como H. Hunt o Simonet-y se debe relacionar
además con el movimiento simbolista.
En su originalidad, los colores parecen
más propios de una imagen visionaria que reflejo
de la realidad, como si Muñoz Degrain
pretendiera dejar en entredicho a Doña Emilia
Pardo Bazán, que, para describir una extraordinaria
puesta de sol, dice que es una «de esas
que dqan quedar mal a los pintores cuando se les mete
en la cabeza copiarlas» (22).
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
(' \T 11 \lll \1
ESCENAS Y LUGARES TÍPICOS
En sus viajes los artistas buscaban lugares
apartados e inaccesibles como si hubiera un
acuerdo tácito entre artistas y diletanes para
valorar los paisajes por el simple hecho de reproducir
una orografía extraordinaria. Pero, a
veces, no eran los escenarios sino las escenas
las que captaban su atención. Así, Gabriel,
el protagonista de la reflexión anterior de Pardo
Bazán, mientras está admirando la puesta
de sol se ve sorprendido por «Un tañido lento y
lf!jano, una gota, por decirlo así, de música apacible,
resignada, admirablemente poética en semr;ante lugar,
sobre todo por lo bien que se armonizaba con los
saudosos «¡qy ... lé... !él ... )> que segadoras y mcgadores
entonaban desde los campos y las eras, se df!ió oír repetidas
veces, a intervalos iguales ... El comandante se paró,
y una especie de escalefrio recorrió su cuerpo. Se le arrasaron
en lágrimas los qjos, lágrimas de esas que no corren,
que vuelven al punto a sumirse. ¡Cuántas veces
había oído hablar de la poesía del Ángelus! Y sin
conocerla, se la imaginaba de.iflorada por tanta nma de
coplero chirle, por tanto artículo sentimentaL.. Fue esto
mismo lo que aumentó la fuerza de la impresión, e hizo
más inefable el misten.oso tañido».
Parece obligado ilustrar este párrafo con la
conocida obra de Millet, El Ángelus (1855-57).
Reproducida con frecuencia en la prensa contemporánea,
había merecido comentarios como
éste: «¡Cuánta sencillez en la concepción .. .! ¡cuánta
sobnºedad! y, sin embargo, ¡cuánta poesía! ¡cuánta sublimidad
en ese preciso cuadro!» (23). Palabras que
responden al deseo de valorar la vida en el campo
y reivindicar la sinceridad y autenticidad del
mundo rural frente a la degradación moral y
humana en que se movían habitualmente los
protagonistas de las obras de Zola (24). En consecuencia,
no resulta extraño que en las escenas
rurales, cual La siega (h. 1881) de J. Vayreda
o Rezo de/Ángelus en el campo del alavés Ignacio
Díaz Olano -conocido también por el seudónimo,
"GALOP", con el que firmaba sus colaboraciones
gráficas en el semanario vitoriano
El Danzarín-, tanto los campesinos como las
campesinas responden a una cierta idealidad.
La misma idealidad que en el capítulo XlV
de Peñas Arriba impregna al Señor de Provedaño,
modelo de la honrada nobleza montañesa,
que, sorprendido por Marcelo en plena
faena agrícola, metiendo hierba, lejos de avergonzarse,
argumenta sin perder un ápice de su
compostura: -No le pido a usted perdón por los hábitos
y ocupaciones en que me encuentra, porque si tu-
Joaquín Vayreda: La
siega, c. 1881, Barcelona,
Museu d'Art Modern.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
Martín Rico: Lavanderas
de la Varen
ne, c. 1865,
Madrid, Museo
del Prado, Casón
del Buen Retiro.
viera a mengua emplearme tan a menudo como me empleo
en estas rudas labores, no me empleara. No me
dan ellas todo el pan que me nutre el cuerpo, pero me
qyudan a conservarle;y como a la par que convenientes,
me son m19 agradables y las tengo por honrosas, ¿a qué
acusarme de ellas como de un pecado contra los timbres
de mi linqje?)) (25).
La vinculación entre escenarios y escenas
hace que, a menudo, las obras se puedan considerar
indistintamente como paisajes o escenas
costumbristas. En este sentido pocos
temas se prestan tanto a la confusión como los
cuadros de lavanderas ya que, por un lado, la
necesaria presencia de los ríos obliga a representar
uno de los elementos más reproducidos
en la historia de los paisajes, mientras que, por
otro, las lavanderas con sus variadas posturas y
actitudes permiten un rico y colorista tratamiento
anecdótico. Ejemplo claro ·es el cuadro de
Pérez Villaamil, Las lavanderas del Manzanares
(1835), en el que con su habitual capricho y
artificio construye un paisaje fantástico, difícilmente
identificable con Madrid si no fuera por
la masa arquitectónica del Palacio Real y San
Francisco el Grande que se vislumbra en la lejaníaJ
Esta vista de los alrededores de Madrid responde
claramente a la forma de trabajar de
Pérez Villaamil, para el que no parece que fuera
muy necesaria la contemplación o examen
f'ATll\lt[\1
del escenario escogido, pese a que, según los
Recuerdos de Martín Rico, allí llevaba a sus discípulos.
Este hecho alcanza todavía más valor
si se considera que el cuadro en cuestión es
resultado de la prueba de pensado que le pone
la Academia en 1834 para ingresar en dicha institución:
La vista de alguno de los muchos puntos
que ofrecen los alrededores de Madrid.
Prueba para la que, por cierto, se le rechazó el
primer proyecto, Int<;rior del patio y tahona de la
So/edad, por caprichoso y fantástico.
Una vista parecida, aunque sin lavanderas,
Paisqje de la Ribera del Manzanares (1857-1860)
de Haes, realizada también con un motivo oficial
-la 3ª prueba de las oposiciones a la cátedra
de paisaje para cuya ejecución tenía 40
días- constata palmariamente la diferente concepción
que del paisaje tenían uno y otro catedráticos
del ramo de la Academia: frente al capricho
y artificio de Villaamil la rigurosidad y
precisión de los detalles de Haes. Si bien, es
cierto, todavía resulta un paisaje de composición
dada la imposibilidad de ubicarlo en un
sitio concreto, parece fruto de una observación.
directa. Con todo, la brillantez de la luz, el destello
de las formas bajo un límpido cielo zarco
resaltado por el contraste de pequeñas nubecitas
blancas era lo más sorprendente para sus contemporáneos,
hasta el punto de que, recordaría
años después Beruete hijo, «los procedimientos de
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
t'\'1'11\Hl\I
que se servía eran tan diferentes de los conocidos) tan
otra la brillantez de los colores que usaba) que en cierta
ocasión hubieron de descerrqjar la cqja de su uso con el
fin de sorprender algo que buscaban como causa secreta
de lo que no era otra cosa que el fruto de una enseñanza
sabía) basada en el estudio del natural...» (26).
Las lavanderas estarán presentes también en
los cuadros de los Vayreda, Las bugaderes, y de
Martín Rico, Lavanderas de la Varenne) que reflejan
su particular forma de interpretar las enseñanzas
de la Escuela de Barbizon y de Corot.
Es decir, estamos de nuevo ante la influencia
del viaje, que en el caso concreto de Rico es
consecuencia de su etapa de pensionado en
París. Precisamente este hecho va a ser muy
significativo ya que el cuadro, pese a ser premiado
con la 2º medalla en la Exposición Nacional
de 1866, va a despertar las reticencias
nacionalistas de la mayor parte de la crítica.
Algunos, como Federico Balart, enmascaran su
comentario: «Lo que principalmente pudiera echárselas
en cara (si cara tuvieran los países) es ... ¿cómo
diré yo?... cierta vaguedad de expresión) cierta indeterminación
de sentimiento) cierta falta de carácter, que en
ocasiones dija indiferente al espectador. .. )> (27). Otros,
como José Benedicto y Gregorio Cruzado Villaamil,
no se andaban con tapujos y directamente
le aconsejaban desandar el camino emprendido:
«Si quiere ser paisqjista) apostilla el último
en su prestigiosa revista El Arte en Espana)
vuelva a Espana) figúrese que nada ha pintado,
recuerde únicamente como erudición aprovechable,
tan solo como ejemplo digno de admiración,
pero no como guía, las obras de los
paisajistas que ha imitado, y sólo consigo · mismo
y con el talento que nos complacemos en
reconocer en él, imite a la naturaleza tal y como
el mismo la siente» (28).
Estas críticas, significativas por lo que encierran,
parecen añorar obras anteriores de Rico,
cual Orillas delAzañón (A.ragón), muy alabada por
su medalla de 3ª clase en la Exposición de 1860.
Un paisaje más cercano a obras de Haes -Alrededores
del Monasterio de Piedra- (29) o de Marti i
Alsina -Paisqje de Cataluña (1860)- por su con-cepción
académica, aunque en el caso del último
esté disimulada por su mayor vigorosidad
y su sentido agreste que parece acercarle a una
visión .más directa del natural. Una postura, en
definitiva, la de los críticos que denuncia el conservadurismo
en el que se movía el mundo del
arte en España, que en el caso que nos ocupa,
el paisaje, les llevaba a valorar unos modelos
descalificados ya sutilmente por anacrónicos y
antinaturales por Baudelaire en 1855 al comentar
la Exposición Universal de París: «En cuanto
al paisqje histórico) del que yo quiero decir algunas palabras
a manera de oficio de difuntos) no es ni la libre
fantasía) ni el admirable servilismo de los naturalistas:
es la moral trasladada a la naturaleza. 1Qué contradicción
y qué monstruosidad! La naturaleza no tiene otra
moral que el hecho. Porque ella múma es la mora4·y
sin embargo) se trata de reconstruirla y ordenarla según
reglas más sanas y más puras) reglas que no se encuentran
en el puro entusiasmo del idea4 sino en códigos
extraños que los adeptos no muestran a nadie)> (30).
Los pintores españoles estaban más cerca
de Baudelaire .que de los críticos nacionales. Por
eso no tardaron en imponerse las representaciones
de los distintos lugares a los que llegaban
en sus viajes. En estas obras, como apuntábamos
ya antes, el agua y los ríos juegan un
papel fundamental. En ellas, lógicamente, como
el tratamiento varía, podemos encontrar prácticamente
todas las tipologías del paisaje español.
Así, aparte de los vistos anteriormente, nos
podemos encontrar con el intimismo corotiano
no exento de un marcado componente nacionalista
de J. Vayreda-Cercanía del estanque (1883-
1886)-, que aderezado con la influencia prerrafaelista,
de tanta importancia en Cataluña, llega
a producir obras claramente simbolistas como
Ensueño de Brull, premiada con la 2ª medalla
en 1899.
Mientras, Casimiro Sainz, en un estilo muy
particular donde se mezclan el magisterio de
Haes y la pincelada entrecortado de Barbizon,
representa repetidamente un lugar tan significativo
como El nacimiento del Ebro. En algunos
casos su delicado lirismo adelanta la pintura del
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
Agustín Riancho: La
Cagigona, 1905, Santander,
Museo de Bellas
Artes.
que será el gran paisajista cántabro, Agustín
Riancho. Obras suyas como La Cagigona (1901),
pese a seguir cauces tradicionales en cuanto a
composición y anecdotismo del tema, gracias
a su ejecución a base de pinceladas deshechas
como una mancha continua de infinitos matices
verdes, se han convertido en la mejor representación
de la montaña cántabra. El mismo
autor parece consciente de este papel cuando
la escoge para donarla al Museo de Bellas
Artes de Santander en 1909 «aún cuando no sea
grande su mérito1 si como prueba del íntimo y leal amor
que siento por la Montaña y de la prefunda y sincera
admiración que en mi despiertan sus paisqjes1 espectáculos
siempre superiores al arte humano» (31).
Significativamente también se alcanzan los
momentos de mayor modernidad con las representaciones
de ríos, como en las distintas
versiones del Manzp.nares o del T qjo, en las que
Beruete se muestra en la línea del impresionismo.
Más claro es todavía el caso de Darío
Regoyos, tan incomprendido por su osadía, para
el gusto de los contemporáneos, que sus en- ·
víos a las Exposiciones Nacionales casi siempre
estaban condenados a ocupar la sala
del crimen. Nótese en ambos casos que sus
l'\Tn \ltUI
viajes al extranjero y su conocimiento de los
movimientos de París y Bruselas explican se
desmarque de la pintura habitual en España.
Los dos, Beruete y Regoyos, insisten una y otra
vez en la representación de lugares típicos y
hasta tópicos en la piμtura de paisaje española.
Valga como ejemplo :El Guadarrama (1885) de
Regoyos en el que la acostumbrada representación
de unas lavanderas en primer término
pierde todo su sentido anecdótico al quedar reducido
a un fuerte contraste de manchas de
color blanco frente a la masa azul amenazante
del Guadarrama que se alza al fondo. Quizá
Regoyos no hace otra cosa que responder a la
profunda y dramática impresión que le causara
la sierra madrileña, acusada expresamente en
el Viaje a la España negra: <<Áún desjués de haber
visto Navarra, Aragón y Castilla donde los extremos
de sequedad e inundación enrojece la tierra y horada en
los montes masas como templos indios con ilusiones de
monstruos encogidos o elefantes alineados como colosales
cariátides; aún después de todo esto se queda uno
asombrado ante aquel Guadarrama1 sobre todo por la
tarde. Enormes grupos de cuatro o cinco cantos amontonados
parecen túmulos de tiempos prehistóricos. No
se puede creer que la casualidad los hqya colocado de
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
tTl' 11 U: l \1
Daría de Regoyos: Mañana de Viernes Santo en Orduña,
1903, Barcelona, Museu d'Art Modern.
aquella manera extraña; otras veces forman bolas terribles
o grandes mesas de granito. Se buscan los epitafios,
pero nada; es la muerte inmensa, pero anónima»
(32).
Darío Regoyos es también, quizá por sumodernidad,
el pintor que más veces incorpora al
tren como un elemento más de sus paisajes.
Este es un hecho importante porque, como ya
apuntábamos al principio, el ferrocarril no es
sólo un elemento significativo del progreso sino
que influye decisivamente en el desarrollo del
género del paisaje al facilitar los desplazamientos
de los artistas (33). Sin embargo, ahora nos
interesa en cuanto es un elemento más de las
composiciones y, además, en tanto en cuanto
se trate de cuadros de paisajes. Es decir, no
basta con que aparezcan trenes como en la representación
monetiana de La Estación de Francia
de Barcelona (1911) de J. Colom, o ese muestrario
social que es Cazadores en la Estación del
Norte de Bilbao de Adolfo Guiard.
El cuadro de Jenaro Pérez Villaamil, Inauguración
del ferrocarril de Langreo por la Reina: Entrada
del tren en Gijón (1852), se puede considerar
como el pionero de las obras que nos interesan
aquí. En él, Villaamil, obligado sin duda
por el sentido documental de la representación,
se muestra menos fantasioso de lo habitual,
aunque sin perder por ello su peculiar tratamiento
de luz y colorantes aludido. También
aparece, si bien en contadas ocasiones, en las
Exposiciones Nacionales e incluso en envíos
de pensionados como La pavera de H. Estevan
Fernando. Firmado en Roma en 1883 representa
una visión panorámica de la campiña romana
resuelta con pinceladas pastosas y toques
sueltos para reflejar la calidad de los elementos
y la variedad del colorido, con un tren que
irrumpe deslizándose por la línea del horizonte.
En principio su presencia puede ser tan anecdótico
como la de los pavos del primer término,
pero, si nos fijamos en la muchacha que se
desentiende de su cometido -la vigilancia de la
pavada- para fijar su atención en el paso del
tren, podemos interpretarlo también como una
alusión al progreso, a ese futuro hacia el que
probablemente esté viajando también la mente
de la pavera.
No parece ofrecer dudas, en este sentido, la
interpretación del cuadro de Darío Regoyos,
Viernes Santo en Castilla (1904), en el que el ayer
-la procesión con sus imágenes penitentes, cirios-
se ve rebasado por el presente -el progreso,
representado por el ferrocarril-, contrastando,
además, la lentitud con la que el negro
cortejo procesional camina por una árida e inhóspito
Castilla, dando la espalda al futuro, a la
modernidad, que, en cambio, busca raudo el
tren.
Ciertamente Regoyos tiene también una serie
de obras en las que el ferrocarril actúa como
un elemento poético más, contribuyendo a aumentar
la magia idílica de lugares privilegiados
como el pueblo de Pancorbo y su entorno. Es
el caso de su cuadro Pancorbo. El tren que pasa,
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
Darío de Regoyos: Viernes Santo en Castilla, 1904, Bilbao,
Museo de Bellas Artes.
en el que la presencia del ingenio moderno,
saludado alborozosamente por una pareja de
niños, pone una nota de vidá nueva en el paisaje,
mientras los penachos de vapor se diluyen
en su intento de competir con las nubes.
El cuadro de Regoyos parece la plasmación
del prao donde transcurre la acción del cuento
Adiós Cordera de Cla:r;ín: «El prao Somonte era
un recorte triangular de terciopelo verde tendido) como
una colgadura) cuesta abqjo por la loma. U no de sus
ángulos) el inferior; lo despuntaba el camino de hierro
de Oviedo a Gijón. Un palo de telégrafo) plantado
allí como pendón de conquista) con sus jícaras blancas
y sus alambres paralelos) a derecha e izquierda) representaba
para Rosa y Pinín el ancho mundo desconocido)
misterioso) temible) eternamente ignorado» (34).
Pero, desgraciadamente, el conocimiento de ese
mundo, o, en otras palabras, la pérdida de su
inocencia, va a representar también el final del
mundo idílico de Rosa y Pinín, porque el tren
f .\Til \lt [ }I
se llevará, primero, a Cordera - «La llevan al
matadero... Carne de vaca) para comer los señores) los
curas) ... los indianos») -grita Pinín- (35), y más
tarde también al propio Pinín « ... carne de su alma)
carne de cañón para las ~ocuras del mundo) para las
ambiciones qjenas».
Entre corifusiones de dolor y de ideas) pensaba así la
pobre hermana viendo el tren perderse a lo lr:jos) silbando
triste) con silbidos que repercutían los castaños) las
vegas y los penascos ...
1Qué sola se quedaba! Ahora sí, ahora sí que era
un desierto el prao Somonte.
- 1Adiós) Pinínl¡ Adiós) Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones
apagados; con qué ira los alambres del telégrefo.
¡Oh!, bien hada la Cordera en no acercarse. Aquello
era el mundo) lo desconocido) que se lo llevaba todo. Y
sin pensarlo) Rosa apqyó la cabeza sobre el palo clavado
como un pendón en la punta del Somonte. El viento
cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica.
Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas)
de abandono) de soleda~ de muerte.
En las vibraciones rápidas, como quqidos) creía oír;
m19 lr:jana) la voz que sollozaba por la vía adelante:
- ¡Adiós, Rosal ¡Adiljs) Cordera!». (36)
El tren ya no se ve, pues, como el símbolo
del progreso. No es más el artilugio mecánico
que favorece el acercamiento a la Naturaleza
sino su profanación, como apuntaba Félix Escalas:
«la gran cabellera blanca de aquel monstruo de
hierro llegó hasta las verdes hqjas y las bañó con el rodo
del progreso) y las hqjas) marchitas súbitamente) cqyeron)
quemadas y muertas, mientras la máquina huía
mqjestuosamente del bosque profanado. Al mismo tiempo)
en la ciudad lqana quemaban los árboles arrancados
del viqo bosque para devolver el calor perdido a los
ciudadanos de cara pálida y brazos sin fuerza» (3 7 ).
Esas ciudades en las que tenían cabida toda una
serie de dolorosas secuelas sociales como las
recreadas por Sorolla en ¡Otra margarita! (189 2)
y Trata de blancas (1896) que, no por casualidad,
se desarrollan en un vagón de ferrocarril, un
vagón de tercera clase, símbolo y motor de la
ruptura con el mundo rural, el ambiente natural
de los protagonistas.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
l'\Tll \lll 11
NOTAS
1 HAES, C. ob. cit. pp. 295-296.
2 RICO, M. Recuerdos de mi vida. Madrid, s. a. (1909),
p. 13
3 La Gaceta Universa~ nº 23, Barcelona, 5-VI-1864,
p. 183.
4 El cuadro de Coubert, conocido en principio
como El encuentro, se convirtió en uno de los
cuadros más llamativos de la Exposición Uni-versal
de París de 1855, donde recibiría la deno-minación
actual. Por cierto, en España entonces
las figuras de los artistas en el campo no debían
ser tan habituales como lo prueba la anécdota
contada por Martín Rico sobre los peligros que
tuvo que arrostrar en sus viajes al Guadarrama
al confundirle los madereros, con un inspector
que iba a contar los pinos para impedir sus ilícitas
ganancias.
5 MINGOREVULGO. «La Exposición de Bellas
Artes». E l Cronista. Madrid, 16-IV-1876.
6 El método de trabajo de Pérez Villaamil queda
perfectamente reflejado en una anécdota que
recuerda, una vez más, Martín Rico: «Una vez los
discípulos le regalamos una cqja de colores a la <<guache»
y é~ en agradecimiento, nos pintó un cuadro a cada uno
en hqja de lata preparada que entonces se usaba mucho.
Cada mañana nos pintaba uno en un par de horas, po-nía
primera cuatro manchas con un cuchillo y después de
pensar un rato en aquellas manchas salían unas monta-ñas,
o bien una cascada, un bosque o una cueva de la-drones
». (Recuerdos de mi vida, p. 11 ). Se explica así
el resultado: caprichos, en los que dominaba la
fantasía, y el título es simplemente anecdótico.
7 Nuevamente en sus Recuerdos .... Martín Rico
refleja este sentimiento: «Entonces creíamos los jó-venes
que cuanto más lqos se iba y más alto se subía
eran mr:Jor los paisqjes, error que el tiempo se ha encar-gado
de desvanecer. No hqy necesidad de ir tan lr:Jos; sin
salir de Madrid, y quizás en sus mismas calles, se pue-den
hacer cuadritos interesantes; esto es una verdad que
ahora sabe todo el mundo, pero han pasado más de cua-renta
años para averiguarlo» (pág.23 ).
8 PEREDA, J. Mª. Peñas Arriba. Madrid, Cátedra
(Letras Hispánicas) 199 5, pp. 146-14 7.
84 .JA e-villa ck f; ie;lia; y rJf rilllfbJuJarÍe;
9 Idem, pp. 262-263. La exclamación en latín corresponde
al salmo 113 «Exaltado sobre todos los
pueblos, Señor, y por encima de los cielos ... su gloria».
10 El espíritu romántico de Carus queda también
presente en este párrafo de su II Carta sobre el
paisaje: «Sube a la cumbre de la montana, mira las
largas hileras de las colinas, contempla el discurn·r de
los ríos y toda la magnificencia que se abre a tu mirada,
¿y qué sentímiento se apodera de tí? Es un tranquilo
recogimiento, te pierdes a tí mismo en espacios ilimitados
y todo tu ser se aclara y sepuriftca apaciblemente, tu
yo se esfuma, tú no eras nada, Dios es todo» (Cartas y
anotacivas sobre la pintura de paisaje (Ed. De Javier
Arnaldo). Madrid. Visor (La Balsa de la Medusa),
1992, p. 71. Las palabras de Carus, en un
fiel reflejo del espíritu de la época, parecen responder
al poema de Goethe, «Por encima de las
cumbres siempre hqy sosiego)>, o a los versos del Himno
antes del amanecer en el valle de Chamoníx
de Colridge: «¡Oh monte terrible y silencioso! Te miré
/ hasta que, aún presente el corporal sentido, / del pensamiento
te desvaneciste: en oración / absorto, adore
sólo lo Invisibleh>.
11 Rafael DOMENECH recoge una anécdota que
refleja claramente este ambiente: «Hace años, al
comenzar el verano, le pregunté a uno de nuestros pintores
más eminentes -muerto ya- que en dónde veranearía,
y me contestó: ''si me promete el secreto se lo diré.
S qy de la comarca nortena X ... El año anterior, al via-jar
por allí, vi paisajes preciosos y quiero pintarlos. Pero
no lo divulgue usted, porque irían otros pintores, siempre
dispuestos a la caza del asunto, y quitaría a mis
cuadros el encanto de la novedad". Como el artista hace
años que ha muerto, divulgo el secreto ... pero, en memoria
S"!)'a, lo hago sólo a medias». (El nacionalismo en
Arte. Madrid, Ed. Páez, s/ a h. 1930, p. 80).
12 CLARIN. Doña Berta (1892). Barcelona, Planeta,
1983, p.7.
13 Idem. P. 23.
14 Idem. P. 22.
15 Idem. pp .. 42-43. La descripción de la vida en
Madrid resalta la paz idílica Posadorio, de la Naturaleza:
«Temía a la multitud. .. , pero sobre todo temía
el ser atropellada, pisada, triturada por caballos,
por ruedas. Cada coche, cada carro, era una fiera suelta
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
que se le echaba encima. Se arrqjaba a atravesar la
Puerta del Sol como una mártir cristiana podía entrar
en la arena del circo. El tranvía le parecía un monstruo
cauteloso, una serpiente insidiosa. La guillotina se la
figuraba como una cosa semr!Jante a las ruedas eséondi-das
resbalando como una cuchilla sobre las dos líneas
de hierro. El rumor de ruedas, pasos, campanas, silbatos
y trompetas llegaba a su cerebro corifuso, formidable,
en su misteriosa penumbra del sonido. Cuando el tranvía
llegaba por detrás y ella advertía su proximidadpor
señales que casi eran adivinaciones, por una serie de
rejli;jo del peligro próximo en los demás transeuntes, por
un temblor Si!JO, por el indeciso rumor, se apartaba doña
Berta con ligereza nerviosa, que parecía imposible en
una anciana; dqaba paso a la fiera, volviéndole la cara,
y también sonreía al tranvía, y hasta le hacía una
involuntaria reverencia,· pura adulación, porque en el
fondo del alma lo aborrece, sobre todo por traidor y alevoso.
¡Cómo se echaba encima! ¡Qué bárbara y refinada
crueldad!».
16 GINERDE LOS RÍOS, F. <<Paisqje» (1885). Recogido
· en Lecturas, V.I, 1915.
17 Recogido por DE MIGUEL, P. Ob. Cit. p. 137.
18 MORERA, J. En la Sierra del Guadarrama. Divagaciones
sobre el recuerdo de un año en las nieves. Madrid,
1927, p. 14.
19 La cercanía entre Corot y J. Vayreda permite
que se puedan aplicar a este último comentario
que Ch. Baudelaire dirigía al primero, viendo
en sus paisajes «un hábito ingenuo, una gracia de espíritu
natural» ... «Corot es más bien un armonista que
· un colorista;y sus composiciones siempre libr~s de pedantería,
tienen un aspecto seductor por la misma simplicidad
del colon>. (Del paisqje, ob. Cit.).
20 La Academia. T. IV; nº 3; 23-VIII-1878, p. 43.
Números más tarde la misma revista reproducía
otra obra de Joaquim Vayreda del mismo
ciclo de las estaciones, en este caso El verano,
acompañado de un comentario igualmente elogioso
que termina significando a Vayreda como
Un artista en toda la extensión de la palabra. Siente la
naturaleza y sabe trasladar al lienzo lo que siente (nº
22; 15-XII-1878, pp. 340 y 350).
21 El elegido por la Academia había sido Jaime Morera
que desempeñaba interinamente el cargo,
1\T u \lll ll
pero la Administración hizo valer los mayores
méritos de,Muñoz Degrain, concretamente más
primeras medallas en las Exposiciones Nacionales,
para concederle definitivamente la plaza.
' Para más detalles ver GUTIÉRREZ BURÓN,
J. Las Exposiciones Nacionales de Pintura en Espana
en el s. XIX Madrid, Universidad Complutense,
1987. Capítulo, Premios.
22 PARDO BAZAN, E. La madre naturaleza (1881).
Madrid, Alianza, 1982. pp. 243-4. El párrafo
completo dice así: «Contribuía a ello el acercarse ya
el instante de calma suprema, la hora religiosa, el anochecer.
De la sombra que iba envolviendo el suelo
emergían las copas de los árboles, coronadas aún por
una pirámide de claridad: al Oeste, los arreboles se extendían
en frar!Jas inflamadas como el cráter de un volcán;
el contraste del incendio, pues hasta forma de llama
tenían las nubes, hacía verdear el azul celeste, y unas
cuantas nubecillas dispersas hacia el Poniente, parecían
gigantescas rosas y bolas de oro desparramadas por el
cielo. Una puesta de sol inverosími~ de esas que defan
quedar mal a los pintores cuando se les mete en la cabeza
copiarlas».
23 La Ilustración Española y Americana. T. VIII, nº
396; Madrid, 26-VII-1889.
24 Fernando ARAUJQ criticaba duramente a Zola
en La Ilustración Artística (1/4 / 88) porque en su
novela La Tierra traslada al mundo rural todo
el vicio propio del mundo .obrero y urbano,
porque «No existe, escribe, aldea ninguna en ninguna
parte del globo en que vivan tan sólo esos monstruosos
campesinos ... Arranquemos pues a Zola y su escuela el
inmerecido título de realismo con que han bautizado
sus concepciones» (cit. por LITUAK, L.). El tiempo
de los trenes. El paisqje español en el arte y la literatura
de/realismo (1849-1918). Barcelona, Serbal, 1991,
p. 56).
25 Peñas Arriba, ob. cit., p. 297.
26 BERUETE, A. Historia de la pintura española en el
siglo XIX. Elementos nacionales y extranjeros que han
influido en ella. (1903). La edición es póstuma, de
1926, p. 379.
27 BALART, F. «Exposición de Bellas Artes. 11».
GIL BLAS, Año Iv, nº 36. Madrid, 3-11-1867,
p.2.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
f\Tll rn 1 \1
28 CRUZADA VILLAAMIL, G. «La Exposición
Nacional de Bellas Artes de 1866». El Arte en
Espana. T. VI. Madrid 1867, pp. 35-36. El comentario
empezaba así: «Adrede hemos dqado para
cerrar el juicio Crítico de los paisqjistas, ocuparnos de D.
Martín Rico, porque este. pintor merece particular útudio.
Partió de España el Sr. Rico para estudiar el paisqje
en el extranjero, llevando de aquí grandes disposiciones
para el género. Pero pasando a ser paisqjista,
trocando los buriles de grabador en madera por la paleta
y los pinceles, dotado de la rara cualidad de motfestia,
y descorifiando demasiado de sus propias fuerzas, de su
natural inspiración y gusto, al pisar el suelo extra1!Jero,
al admirar el carácter y estilo de las obras de los rryes
del paisqje, el Sr. Rico, lo mismo que la mt!)er coqueta,
prodigó su amor a unos y a otros, olvidándose de si
mismo, descorifiando de su verdadera valía, convirtióse
en empañado espef o, que, con indecisión y entre dudas,
ora imitaba al uno, ora al otro, y formando un co1!Junto
heterogéneo, prod'!Jo unos paisqjes sin vida, sin verdad y
sin gracia. A este artista (caso raro en verdad) hqy que
aconsef arle lo contrario que a todos los demás ... » La
crítica de Cruzada Villaamil, bajo el título de
<!Juicio crítico de la Exposición Nacional de Bellas Artes
de 1867. Paisqje», aparece también en La Reforma
(nº 415, Madrid, 16II.1867). José Benedicto,
por su parte, escribe un folleto sobre la exposición
publicado por entregas en La España, dedicando
a Martín Rico las páginas 79 y 80, en
unos términos muy parecidos a los de Cruzada,
(nº6.324, Madrid, 23-II-1867).
29 Esta obra realizada en el verano de 1856,
después de la celebración de la Exposición
Nacional, es fruto de un viaje de Haes al
Monasterio de Piedra respondiendo a la invitación
de su propietario Federico Muntadas.
Viaje que tendrá una gran repercusión
porque, por una parte, contribuye a la difusión
de las maravillas y originalidad de esta
comarca, y, por otra, frustra el proyectado
regreso de Haes a Bélgica, facilitando así su
concurrencia a las oposiciones de la cátedra
de paisaje de la Academia. Además, si se
compara con obras de los viajes posterio-res,
cual Desfiladero de Yaraba (18 7 3), se puede
constatar perfectamente la evolución de
la pintura de Haes, con un formato vertical
en lugar de las visiones panorámicas, y con
una valoración de los primeros planos y una
acentuación de los colores, más ricos y contrastados,
-desaparecen los tonos tabaco,
según la ya mencionada expresión de Beruete-,
fruto quizá de su observación más
detallada como consecuencia de la fotografía.
30 BAUDELAIRE, Ch. Del paisqje, ob. cit., p.
124.
31 Recogido en el cat. Pintura española del siglo
XIX. Del neoclasicismo al modernismo. Madrid,
Ministerio de Cultura. 1992/1993, nº 56,
p.194. La exaltación de la cagiga, este típico
roble montañés me trae a la memoria otra
típica obra montañesa, El sabor de la Tierruca
(18 81) de Pereda que empieza «La cagiga aquella
era un soberbio ~jemp!ar de su especie ... », para
continuar describiendo la actividad del lugar.
32 Viqje a fa España negra (1899). Barcelona.
VERHAEREN, E. y REGOYOS, D. J. J. de
Olañeta. 1983, pp. 107-108. (El subrayado
es nuestro).
33 Tan significativo es el papel del ferrocarril
para el desarrollo de la pintura del paisaje
que Lily Litvok tituló significativamente E/
Tiempo de los trenes el estudio que sobre este
género tanto en pintura como en literatura
hace para Ediciones del Serbal, que se ha
citado ya anteriormente.
34 ALAS, L. «CLARÍN». ¡Adiós «Cordera»!
(189 3 ). Barcelona. Planeta, 1983, p.213.
35 Idem, p. 221.
36 Idem, p. 222.
37 ESCALAS, F. «Profanación». Péf e Ploma.
Barcelona, 1901. Cit. por LITJAK, p. 223.
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015