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El término ciudad aparece citado muchas veces en los manuales de retórica como
ejemplo de sinécdoque tipo b, o sea, el todo por la parte, de manera que en
la frase la ciudad se amotinó debemos entender que únicamente se sublevaron
los habitantes, y no todos sino una parte de ellos y no la totalidad del censo, ni
tampoco participaron en la revuelta las farolas del alumbrado ni los campanarios
de las iglesias; este uso englobaría a todos aquellos que refiriéndose sólo a una
zona muy concreta y exigua de la ciudad nombran a la ciudad entera, a la manera
de aquellos viajeros que, una vez desembarcados, nunca pasaron en Santa Cruz
de Tenerife del bar de los bajos del Casino y del bazar Kohinoor, pero que luego
relataron sus experiencias no como una simple parada con cerveza y aceitunas y
la compra de un mantel con regateo sino como su estancia en la ciudad.
También el término ciudad se cita como metonimia tipo d, o sea, el continente
por el contenido: ¿qué opina Santa Cruz sobre el asunto de Las Teresitas?, pregunta
que no obtiene respuesta porque los encuestadores que la formulan se la suelen
hacer al Guerrero de Goslar o a la farola del mar, que habitualmente no responden
a este tipo de cuestiones.
Con estas dos perogrulladas quiero decir una tercera: casi nadie usa con literal
propiedad la palabra ciudad, sino metafóricamente, pues eso son la sinécdoque
y la metonimia, tipos especiales de metáfora. Así la usaré yo también cuando me
refiera a la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, tanto por propia experiencia como
por ajena, pues es evidente que, aunque sea mi ciudad natal, nunca se la conoce
del todo ni nunca deja de sorprender, como me sorprendo yo todavía cuando
voy al Hospital Universitario y recorro con el coche unos trescientos metros del
barrio La Multa en busca de aparcamiento, y se me vienen encima los nombres
Literatura de ciudad
Daniel Duque
Plaza de la Canderaria.
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de sus calles como una ironía sangrante o un chiste de gracia dudosa: Infante Juan
Manuel, Arcipreste de Hita, Canciller Ayala...
En fin.
La propuesta para esta ocasión es la de hacer un recorrido por la ciudad, un paseo
literario. Pues echémonos a andar por páginas escritas sobre Santa Cruz –hagamos
calle-hojeo– sin más justificación que las derivadas de mi propio gusto o disgusto.
Así es que voy pasear por Santa Cruz y lo voy a hacer de día y de noche, por
el cuerpo y por el alma de la ciudad. Empezaré por el día y por el cuerpo, con
tres escritores peninsulares y un pintor, también peninsular, que dejaron unas
pinceladas muy sueltas, excesivamente ligeras, pero que representan muy bien
la visión despreocupada que la ciudad les transmitió, esa imagen que se llevaron
aquellos viajeros de principios del siglo XX que venían a la Isla por barco, que,
con suerte, recorrían la plaza de la Constitución, que después marchaban a La
Orotava, subían al Teide y volvían a la ciudad, exhaustos y excitados por la visión
del gigante generalife, disparate coplero éste del generalife, producto de la rima,
del que quizá convenga ocuparse algún día.
Naturalmente luego de lo que hablaban era del Teide, y si lo hacían de Santa Cruz
era de una manera tan descafeinada y sosa que, en algún caso, da hasta coraje.
Por ejemplo, José María Sagarra1 quien, entre otras cosas, dice:
Si Gran Canaria vista en el mapa hace el efecto de un pastel, Tenerife
tiene un parecido sorprendente con una chuleta a la parrilla. Una
chuleta inmensa, jugosa, gustosísima, encima de esta fuente de
ensalada desesperadamente azufrada que es el Atlántico. Y en el
centro carnoso de la chuleta, la sustancia de Tenerife va hinchán-dose
hasta producir esa ampolla monstruosa y volcánica que es
el Teide. El Teide representa el esfuerzo de las islas Canarias para
crear algo que tenga resonancias épicas y una teatralidad convin-cente.
Sin el Teide, Tenerife sería una extensión de tierra buena
para la agricultura, para la holganza, para los acuarelistas o para
los tuberculosos. Una tierra dulce, sabrosa, tibia y brillante como
no debe haber otros descampados por esos mares de dios; pero
con el Teide las cosas cambian, este pezón de lava, de cuatro mil
metros, algo truncado en la cúspide y con collar de escoriaciones
dentro de las cuales se refugian las nieves perpetuas, tiene la virtud
de convertir la isla de Tenerife en uno de esos rincones de la tierra
en los cuales la geología se encoge y pierde su sentido básico, el
“oremus”, para dar a la palabra una especie de poesía cósmica y
declamatoria que no os deja llegar los pies al suelo. Estas cosas
como el Teide han sido la causa, sin duda, de que en el mundo se
produjera la música polifónica y que los grandes profetas muriesen
trágicamente después de haber anatematizado a los hombres más
poderosos de la tierra. Sin estas cosas como el Teide, los hombres
no hubieran tenido sobre la Divinidad y sobre el bien y el mal,
ideas tan cargadas de metal y de luces de bengala, y es muy
posible que personas como Wagner o Víctor Hugo no hubieran
dado tanto trabajo a las imprentas. Por esto, nosotros, hombres
del Mediterráneo, aficionados a los cafés y a no complicarnos la
existencia, cuando nos encontramos frente a una montaña tras-cendental
como el Teide, nos sentimos aplanados por el exotismo
y por todo lo que tiene de excesivo y monstruoso este paisaje.
De la ciudad, todavía, nada de nada, y sólo un poco más adelante se referirá a
ella con estas magras palabras:
(1) Para los textos de los escritores José
Mª Sagarra, Santiago Rusiñol y Eduardo
Zamacois, véase la obra Tenerife visto por
los grandes escritores. Publicaciones de
La Prensa. Santa Cruz de Tenerife, 1933.
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En Santa Cruz, las calles y las plazas tienen un gusto marcado de
capital de provincia española mucho más que en Las Palmas. Y
os produce el efecto de que en este puerto las ideas, las personas
y los cafés están más ordenados y respiran a pulmón más lleno.
Es evidente la desproporción entre la desaforada inventiva con la que describe
la Isla y el Teide –a quien, por cierto, le regala unos metritos– y la desgana, la
brevedad y el malaje con las que despacha la ciudad. Pero bueno, al fin y al cabo,
el señor Sagarra, poeta y dramaturgo en lengua catalana, se tomó el trabajo de
bajar del barco y subir al Pico, cosa que no hizo Fernando Ojeda, el personaje de
la novela Los argonautas, de Vicente Blasco Ibáñez, quien, desde el vapor Goethe,
dejó constancia de su paso por Tenerife al describir lo bien situado que estaba
el Quisisana:
Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcá-nicas,
con cuadriláteros de tierra cultivada moteados de blancas
casitas. En la parte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían
las fortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados en
los ángulos por garitas salientes de piedra. La ciudad era de color
rosa y sobre ella se erguían los campanarios de varias iglesias con
cúpulas de azulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el
espacio las líneas de su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo
a través del férreo tramaje.
Más arriba de la ciudad, en una arruga de las montañas, ondeaba
la bandera de un castillo moderno: un hotel elegante al que venían
a respirar los tísicos septentrionales. Y entre el muelle y el trasa-tlántico
un anchuroso espacio de bahía con gabarras chatas […]
Citaré ahora al pintor, Santiago Rusiñol, modernista que nos describió con colores,
que nos pintó en vez de escribirnos:
A los cuatro días de navegar, allá, al final, se ven unas montañas
completamente rodeadas de mar. Cuando la tierra es rodeada de
mar, por poca geografía que se sepa, es fácil adivinar que se trata
de una isla.
Aquella isla es Tenerife. A medida que uno se va acercando, lo que
parecía una sombra grisácea son altísimos montes en cordillera; las
manchas son peñas inmensas, y lo que semejaban aves en descanso
son las costas de Santa Cruz de Tenerife.
Santa Cruz es un montón de casas que parece que bajan de la
montaña y se paran al pie del mar. Es una villa completamente
rosada: las casas, con tonos de pergamino; las azoteas, de encua-dernación;
los muros, de áncora oxidada. Por entre las casas se ven
platanares, y entre los platanares, las ventanas, todas pintadas de
tonos de sol: verde, azul claro, azul marino, rosa de piel de grana,
pero como si todos estos colores hubieran estado polvoreados
con oro. Un pueblo con aquellos tintes que sólo tienen las islas.
El Argentina echa anclas cerca de otros trasatlánticos, y un remol-cador
nos lleva a tierra.
Lo primero que se ve son estas casas especiales que hay en todos los
puertos de todo el mundo. Así como se habla de una arquitectura
religiosa o una arquitectura civil, a esta se la tendría que llamar
arquitectura carabinera.
Santiago Rusiñol.
El antiguo Hotel Quisisana.
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Barracas blancas con fajas encarnadas; fielatos con techos de pal-mas;
básculas, palos, depósitos y muelles llenos de cajas y toda
clase de señales, con un guarda en cada sitio, que está tomando
el sol como una lagartija.
Al entrar en la población todo es limpio, ordenado, con olor a
colada. Las tiendas parecen juguetes, que se tienen para pasar
el rato en ellas; dijérase que no quieren clientes, en evitación de
que les ensucien los mosaicos. Las aceras son lisas y limpias, y el
forastero no se atreve a pasar por encima por miedo a estropearlas;
aquí y allá se ven patios pequeñitos como una caja de juguetes;
y persianas pequeñas, y porticones, y chimeneas sin humo, para
no ensuciar el techo, y en medio de todo esto una gran plaza, lisa
y limpia como una azotea: aquella plaza de las islas, para estar
oyendo el ruido del mar y tomar el sol.
Acabaré este deambular mañanero y corporal con Eduardo Zamacois, que repre-senta
lo mismo que los anteriores pero con el añadido de una novedosa actitud:
la del viajero que va más allá de la descripción física y de pronto se arranca por
las peteneras de la exaltación del carácter insular y dice de nosotros tales cosas
que, dada nuestra insondable timidez canaria, me sonroja, aunque me recupero
con rapidez porque no creo yo que estas muestras de literatura de fotomatón
haya que tomárselas muy en serio. Dice Zamacois:
No tiene, sin embargo, la capital tinerfeña –y de ello debe con-gratularse–
la dureza que las guerras, el fanatismo religioso y las
violencias pasionales que nuestra raza dejaron en la arquitectura
de las ciudades andaluzas, con sus callejas retorcidas propicias al
crimen y sus ventanas estrechas, defendidas por rejas carcelarias.
Esa melancolía claustral, ese “miedo al hombre”, esa constante
“esclavitud de la mujer”, no pasaron el mar. Las calles de Santa
Cruz, como las de todas nuestras ciudades coloniales, son anchas
y rectas, y la mayoría de las casa de uno o dos pisos; las fachadas,
revocadas celosamente de blanco, de rosa o de azul, dan a la
población, vista desde el mar, una policromía jocunda de jardín.
En las ventanas no hay rejas; las puertas están abiertas; y estos
detalles de cordialidad se apoderan pronto del ánimo del forastero
y le conquistan. […]
No obstante su encantadora pequeñez, la capital tinerfeña es alegre,
bullidora, y lo inesperado –encanto mago de la vida–levantó un
asilo allí. El alma de Tenerife es mundial; tiene la inquietud cosmo-polita
de Panamá, de La Coruña, de Lisboa o de Marsella. Todos
los grandes sabios, y los grandes artistas de Europa, y los reyes del
oro yanqui, y los emigrantes que van a buscar la Fortuna al otro
lado del mar, y los turistas de la inmensa América, se detuvieron en
ella, al menos una vez, y dejaron en sus calles un perfume exótico,
una emoción de lejanía.
Hasta aquí les he mostrado un Santa Cruz al sol, a pleno día, a puro golpe de
tópico cordial, de adjetivo cariñoso o con cierto toque despectivo, de descripción
aterciopelada de quienes escribieron sin haberse recuperado del golpe mítico de
arribar a una isla en medio del Atlántico, aunque dicho sea con sinceridad siempre
salieron mejor parados la isla, y sobre todo el Teide, que Santa Cruz, a la que siem-pre
se la describió de lejos, como un lugar de paso para visitar su interior, un lugar
para tomarse un güisqui mientras se recordaba la majestuosidad de la montaña.
Así lo sintió Andre Breton2, quien apenas citó la ciudad en su famoso escrito, pero
que sin embargo retrató la isla para la gloria: “En ninguna parte como en Tenerife
(2) Andrè Breton: El amor loco, pág. 83.
Alianza Literaria, 2000.
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(3) Francisco Pimentel: Santa Cruz la nuit,
pág. 11. Ayuntamiento de Santa Cruz de
Tenerife, 1984.
hubiese podido tener menos separadas las dos puntas del compás con las que
tocaba simultáneamente todo lo que puede ser lejano, todo lo que puede darse”.
Pero hay también un Santa Cruz nocturno, espléndido, únicamente para iniciados.
A él llegaremos de la mano y la palabra alucinada y genial de Francisco Pimentel
en el primer artículo de su extraordinaria serie Santa Cruz la nuit3, el publicado el
sábado 25 de mayo de 1957 que inició aquel maravilloso conjunto que luego se
conformó como un libro:
Es bello Santa cruz de noche, aun con el galicismo. No cabe duda
que es agradable darse unas vueltas por los paseos de ronda,
cuando casualmente ya no pasea nadie, y no le sigue a uno más
que la propia sombra. Al filo de la madrugada se sienta la cabeza
y no se oye otro lenguaje que el que habla la noche, tan puro de
callado. Si acaso, algún ladrido de perro o el bostezar de sueño
de los últimos noctámbulos.
Enfila uno esas calles de Dios y sin un alma y no se encoge el
ánimo, antes por el contrario, en la plaza de España el luminoso
espectáculo nos devuelve una feliz estampa neoyorquina, junto a
las luces náuticas de la bahía.
En esta nueva versión de la ciudad, todo se poetiza, y, ¿por qué
no?, hasta los chorros de luz de las barras recién inauguradas del
Pilar, que un amigo paseante, español por más señas, me las elogió
como una innovación de Hamburgo.
La rendija de luz de las puertas a medio cerrar de una taberna me
denunciaron la presencia de una troupe de gitanos, verdaderos
hijos de Faraón, de esa raza más vieja que el sol, y allí fue hasta
el delirio de las danzas rituales y el palmotear de las manos, allí
donde yo era casi el único payo.
Y ya cerca de la cama, uno se ha desayunado con churros, y con
coplas en ese espacio de aguafuerte de la recova Vieja, que es-pera
su Utrillo tinerfeño que la inmortalice, como un rinconcito
montmartriano en el amanecer que lo baña con su luz lechosa.
Y lleno de colores, de sombras, de luces, de pecados, de bostezos,
uno se mete en su casa, al mismo compás de las escobas municipales
que retornan presurosas.
Y aquí paz… y en el cielo ¡gloria!
También hay otro Santa Cruz, medio camuflado en las brumas de la nostalgia, que
yo podría evocar para la ocasión desde una memoria felliniana de mi barrio del
Toscal de los años 60: aquellas noches de verano de cine al aire libre y cigarrillo
Ben Hur, el de los deportistas decía el anuncio de entonces, en la Muralla, junto
al cuartel de Almeida, cuando todavía no existía el edificio de usos múltiples y
desde allí se olía el mar y la resina de los carpinteros de ribera y se contemplaba
la bahía con sus barcos engalanados, el Rafael, el Michellangelo, el Funchal, con
sus gallardetes y sus lucecitas de proa a popa, abandonando la ciudad con una
elegancia lenta, iluminada y millonaria, y al enfilar la bocana del puerto hacían
sonar la sirena, tan marinera, a la que contestaba otra desde el Club Náutico. Y
justo en el lugar donde estuvo atracado el navío quedaba una oquedad misteriosa,
un agujero de desconsuelo por donde se perdían confusas ansiedades aventureras
de ir a otro lado, de salir de la isla, una frustración trasatlántica.
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Pero no es esa noche amable y juvenil de mi ciudad la que se atraviesa en mi pa-seo,
sino la que cayó sobre la ciudad en julio de 1936 y, aunque ha sido sustancia
de contenido de alguna novela, todavía oculta realidades y hechos que reclaman
un lugar en la descripción no literaria de la ciudad, un espacio en la sinécdoque,
porque durante muchos años fue una parte de ese todo que se llama Santa Cruz.
Me refiero a Fyffes, la prisión, el lugar en que los golpistas de Franco hacinaron
a republicanos, sindicalistas, librepensadores y antinazis, a falangistas maricas y
ladrones, presos comunes y delincuentes peligrosos, un lugar del que salieron para
no volver, hacia el Barranco del Hierro o hacia mar abajo en una gabarra, cene-tistas
y poetas, anarquistas y policías fieles a la República, un lugar de la ciudad
que no sólo fue lugar de encierro de muchos jóvenes canarios, sino de entierro,
porque allí murieron sus ilusiones. Y no hay peor crimen que pueda cometerse con
un joven al que se deja vivir que matarle la ilusión. Y la ciudad, el continente por
el contenido, guardó silencio entonces, y hoy sigue escondiendo la evidencia de
aquella connivencia. Domingo Pérez Minik, que estuvo en Fyffes y al que nunca
lo oí decir ni media palabra de su presidio –posiblemente porque esperaba que
fuésemos otros los que recordaran la historia–, retrató en un artículo sobre los
carnavales el talante de los chicharreros:
Por los carnavales, Santa Cruz se comportó siempre heroicamente,
acaso con más temple que ante los piratas de cualquier índole,
frente a la Inquisición o en la hora del ataque del gran Nelson. En
los cuarenta años de la última dictadura paternalista, los carnavales,
que irrumpieron en nuestra ciudad contra viento y marea, fueron el
único núcleo de resistencia seria que mantuvo en vilo a este Santa
cruz de Tenerife, hasta jugarse el todo por el todo frente a tantas
adversidades4.
La consecuencia de ese talante indolente de antaño que denunció de forma tan
británica Domingo Pérez es, por ejemplo, el mantenimiento de algunos monu-mentos
que aún perduran en nuestro Santa Cruz actual. No es pues de extrañar
que José Luis Sampedro, visitante ilustre y experimentado novelista –y además
buen conocedor de la ciudad pues vivió muchos inviernos en ella– pusiera sus
ojos y su ironía en uno de esos rincones “históricos” de Santa Cruz en su novela
La senda del drago5:
El monumento ocupa un gran espacio junto al mar, en el ángulo
agudo en que la Rambla termina, desembocando en la avenida
Francisco de la Roche. Su aduladora concepción es tan ampulosa y
barroca que resulta ridícula. Tiene de todo: fuente, espacio de agua,
surtidores en lanza, un ángel que (con las alas tan abiertas como
la envergadura de un avión) está tendido como un águila volando
en el espacio. Sobre su espalda se alza en pie, las manos apoyadas
en el pomo de su espada vencedora, hierático, el Generalísimo de
la Cruzada nada menos, de nombre civil Francisco Franco. En esta
ocasión le falta el agua al estanque base y así, en secano y con
suciedades de abandono, desmerece un poco, pero la intención
archiapologética del municipio erigidor no deja duda ninguna.
Sobrevive a la vacuidad actual del resultado.
Por si alguno no ha caído, Sampedro se refiere al Monumento al Caudillo, conocido
popularmente como Descabello a la primera por Francisco Primero el Hidráulico. Ese
“gloricómico monumento caudillal”, según definición del autor de La sonrisa etrusca,
nos introducirá metafóricamente en la parte final del recorrido, por una zona, si
no prohibida, sí muy poco transitada todavía hoy: el lugar donde estuvo la prisión
de Fyffes. Naturalmente no les voy a descubrir ningún Mediterráneo puesto que
ya ha sido muy transitado, sino de reconocer, como hijo de esta ciudad que soy,
que Santa Cruz mantiene algunos de sus paseos bajo una intolerable oscuridad,
(5) José Luis Sanpedro: La senda del drago,
pág. 219. Areté, 2006.
José Luis Sampedro.
Domingo Pérez Minik.
(4) Domingo Pérez Minik: “Balance de
un carnaval atemperado”, en Isla y li-teratura,
tomo I, pág. 207. Editado por
CajaCanarias, 2004.
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totalmente invisibles. Le tomaré las palabras al escritor José Antonio Rial en su
novela La prisión de Fyffes, quien, por cierto, la última vez que visitó la isla antes de
su fallecimiento en Venezuela, sólo recibió un humildísimo homenaje de su editor
al que no asistió ninguna autoridad y otro de carácter privado que le rindió un
partido político. No es raro que ello sea así porque, en gran medida, el todo de
la ciudad actual se niega todavía a aceptar el comportamiento ausente y huidizo
de una parte importante de sus habitantes de entonces, o más claro todavía, se
empecina en no querer reconocer en muchos chicharreros de aquella época una
actitud conciliadora y pusilánime, de conformidad con aquella barbarie que se
practicó allí dentro y que, aunque todos conocían, negaron luego conocer; por eso,
la sinécdoque no incluye esa zona cercana a la Rambla entre sus paseos presen-tables,
de manera tal que el paisaje y el paisanaje de Fyffes es asunto del pasado
lejano, cuyas aguas, dice el refrán, no mueven molino, y de libros, de poquitos
libros con escasísimos lectores. Por eso, esa zona no entra en el recorrido visitable
de la ciudad. Es todavía, por autocensura, zona prohibida; tal es así que yo mismo
me sorprendí cuando al redactar estas cuartillas sobre Santa Cruz me di cuenta
hacia dónde iba, qué rumbo tomaban mis pasos literarios, qué fotografía era la
última que iba a mostrarles de la ciudad.
Dice José Antonio Rial6:
La unidad de Fyffes era su fuerza máxima. Afuera, la ciudad en
armas odiaba frenéticamente a la prisión política y hubiese que-rido
quemarla.
A veces, luego de un triunfo militar o de un revés, se formaban
manifestaciones organizadas por falangistas hembras y machos, y
pasaban por delante de la prisión pidiendo las cabezas de los presos.
Y aunque impresionaban los gritos histéricos y se sabía que podían
asaltar la cárcel y asesinar a los encerrados, porque la guardia
exterior había sido cedida a la milicia azul, el odio hacia los pro-vocadores
y la fraternidad de adentro fortalecían el ánimo y se
pasaba la prueba con cierta embriaguez.
Alguien cuyo nombre no recuerdo dijo que el collar del tiempo no permite que se
le saque una cuenta sin que se rompa el hilo de la historia. También esta parcela
urbana y esta secuencia de un tiempo terrible forman parte de la sinécdoque que
llamamos Santa Cruz. Y por eso la he arrastrado a esta página.
(6) José Antonio Rial: La prisión de Fyffes,
pág. 152. Centro de la Cultura Popular
Canaria, 2003.
José Antonio Rial.