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49 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 No sé si Shakespeare es más importante para los profesionales españoles del teatro que Lope o Calderón. Me da la impresión de que sí, a tenor del número de representaciones que acumulan uno y otros. Por supuesto que no voy a discutir su extraordinaria valía, pero no puede dejar de parecerme un fenómeno bastante curioso. Sólo hay que repasar las programaciones del Festival de Almagro para ver que el Bardo supera en producciones a cualquiera de nuestros grandes clásicos, tomados de uno en uno. Este hecho debería querer decir que el clásico inglés tiene una forma de montaje mucho más elaborada que los nuestros, siquiera sea por la cantidad con que se ofrece en los escenarios españoles. Pero no es del todo cierto. No creo que haya una manera determinada de hacer a Shakespeare, aunque tampoco estoy seguro de que la haya de los clásicos del Siglo de Oro. Los ejemplos de producciones que proceden de Inglaterra, principalmente, tienen merecida fama de superar en efectividad a los que se hacen aquí, aunque haya honrosas excepciones. De 1997 a 2001 vi una docena de montajes de obras de Shakespeare realizadas en España, lo que supone una media de tres por año, cifra bastante notable. No vi tres comedias de Lope o de Calderón en ese mismo período. De todos ellos tomé muchas notas en varias libretas, que me servirán ahora para tener delante detalles de otro modo imposibles de recordar. Aquellos montajes servirán para considerar si existe una línea de puesta en escena shakesperiana entre nosotros, o algo parecido. Aceptemos que no son ejemplos suficientes, pero sí bastantes. De las compañías que lo montaron hay un par de ellas que intentaron mantener cierta continuidad; se trata de dos equipos de trabajo que se dedicaron más a Shakespeare que a otros autores, y merece la pena indagar en ellos por si ofrecieran propuestas más consolidadas. El resto fueron producciones dentro de lo que es la oferta de la profesión en España, y que parten del valor añadido de lo que significa el poeta isabelino en una cartelera. Hay que empezar por Ur Teatro, dirigida por Helena Pimenta, compañía que ha tenido a Shakespeare como santo y seña. Todo empezó con el primer montaje que dio fama y reconocimiento al grupo, Sueño de una noche de verano, estrenado en 1991, y que recorrió toda España y buena parte del extranjero. De entonces acá han sido varios los textos del autor inglés que han presentado, desde un Romeo y Julieta (1995) muy actualizado hasta el reciente Macbeth (2011), cargado de elementos propios de la tecnología más actual. No sería difícil trazar un arco a lo largo de la trayectoria de Ur sobre lo que para ellos significa Shakespeare. Llegaríamos a la conclusión de que su mayor aportación estaría en la manera de acentuar todo lo que de teatro tienen aquellos textos. De teatro en un sentido muy contemporáneo, pues la principal característica de los montajes de Helena Pimenta es hacerlos próximos al público de hoy, de ahí la modernidad del vestuario, el enfático uso de la luz, la eficacia de decorados tan someros como elocuentes, y el sentido abiertamente expresivo de unos actores muy bien alec-cionados y entrenados. Y todo ello oliendo a teatro, por lo que, a lo largo de las representaciones, aparecen cantidad de situaciones de humor y recursos plásticos que llegan al público para su solaz y divertimento. A poco que nos fijemos pode-mos comprobar algunas concomitancias con montajes de conocidas compañías inglesas. Lo que no deja de ser muy significativo. Insisto en que quizás sea Ur el equipo artístico más dedicado a la obra de Shakespeare en España, aunque no sea el único autor de su repertorio. Shakespeare, uno de los nuestros César Oliva Ur Teatro: Sueño de una noche de verano, dirigida por Helena Pimienta. 50 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 En 1998, y en el Festival de Almagro, asistí al tercer montaje de Ur Teatro sobre texto shakesperiano: Trabajos de amor perdidos1, realizado tras los citados Sueño de una noche de verano y Romeo y Julieta. Nunca había visto Trabajos de amor perdidos en escena. En mi opinión, no se trata de una gran comedia, aunque por cada uno de sus rincones corre el genio del poeta. El motivo argumental es el enfrentamiento de la Navarra medieval con Francia por la cuestión de Aquitania, pero detrás de eso hay, como suele suceder en este autor, muchas más cosas. Por ejemplo, la singular renuncia a la vida mundana con que comienza la obra: los protagonistas juran cumplir dicho sacrificio. La enseñanza será inmediata: no se puede decir de esta agua no beberé. De alguna manera, es un motivo que Shakespeare repetirá en Mucho ruido y pocas nueces. Atendiendo a la manera de enfocar la dirección de la obra nos encontramos con una escenografía que era un verdadero espacio idílico en el que varios hombres se encierran como monjes por la mentada renuncia expresa a todo lo terrenal, renuncia que alcanza a la mujer considerada como objeto erótico. Sin embargo, a la primera presencia femenina en escena se cuestiona aquel juramento. Para conseguir ponderar tan drásticas posiciones, Pimenta acentuó el carácter coral de la compañía, con actores parecidos, vestidos también de forma parecida (inten-cionadamente anacrónico), lo que provocaba por añadidura alguna dificultad en la identificación de los interlocutores. Esa homogeneidad, valiosa para identificar a las cuatro parejas, iba a producir algunas confusiones. Dentro de las identifi-caciones más claras estaba el criado bufonesco, que lo interpretaba un chico de impecable presencia; nunca parecía gracioso, sino que no renunciaba a sus cualidades de galán; atípico, pero galán. En estos montajes corales son habituales los “dobletes”, estrategia de reparto por medio de la cual un actor puede hacer diversos papeles; en la profesión se dice que “dobla” diversos papeles. Esto, bien realizado como lo hacen los ingleses, no constituye ningún problema. Es algo muy común en la escena contemporánea, en la que las compañías no suelen disponer de posibilidades económicas para asignar un personaje por actor o actriz. Ur lo lleva a cabo dentro de ese espíritu de equipo que produce un gran equilibrio, aunque a veces también cierta dificultad a la hora de identificar los caracteres. Quizás en este montaje los dobletes se prodigaran en demasía. Los intérpretes tenían que acentuar en exceso los rasgos de los “doblados” para que no se pa-recieran. Esa constante duplicidad de personajes suele motivar que los papeles presenten caracteres menos definidos y más diluidos. Sin embargo, la resultante no resultó mal ni mucho menos: en vez de cuatro conflictos entre cuatro parejas aparecía el tema de la disputa existencial entre hombres y mujeres de manera más globalizada. Por eso, la apariencia general de la producción fue la de un grupo muy bien conjuntado con un notable nivel medio de interpretación. Uno de los elementos más destacados de esta compañía en los montajes shakespe-rianos son sus intencionados anacronismos, tanto en el texto como en el contexto. En el caso de Trabajos de amor perdidos se citaban automóviles alemanes, el euro (que todavía no había entrado en uso), se silbaba la conocida melodía de El puente sobre el río Kwai, se cantó Extraños en el paraíso remedando a Dalida, se mimaba el juego del golf. Estas soluciones, que en general resultan simpáticas, tienen el único peligro de que el espectador acabe viendo más los guiños que la propia acción dramática. En resumidas cuentas, esta producción guardaba una estrecha relación con los anteriores montajes sobre Shakespeare de la compañía, pues no aportaba nada que no estuviera ya en el primer Sueño de una noche de verano. Las herramientas utilizadas en ambos casos eran muy similares: reparto reducido a seis intérpretes, espacio limitado a una especie de caja multiusos, iluminación atrevida y sumamente expresiva, y una adaptación que reducía los elementos dramáticos a lo que mejor llegara al público. Ese sentido de la homogeneidad, esa disciplina de grupo, se seguía advirtiendo de manera rigurosa en la última producción de Ur, Macbeth (2011). Aquí, con mucha (1) 2 de julio de 1998. Almagro, Claustro de los Dominicos. Romeo y Julieta. Trabajos de amor perdidos. 51 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 más riqueza expresiva en la escenografía gracias a una pantalla que cubría todo el foro, y que mostraba a través de proyecciones muy diversos motivos, entre los que sobresalían los bélicos. Esa auténtica mezcla de cine y teatro se producía con evidente coherencia, aunque puede haber quien piense que el poder expresivo de uno debilite en exceso el del otro. El caso es que esta tendencia, que tiene ya numerosos ejemplos en el teatro europeo, Ur la desarrolla aquí con enorme eficacia. Entre otras cualidades consigue que un elenco de pocos actores se mul-tiplique por decenas. Las batallas así son enormemente espectaculares. Insisto en la sobriedad y dignidad del trabajo, aunque no oculto el que pudiera ser el único tributo que pague una compañía como ésta, que basa su trabajo en su sólida homogeneidad: no contar con intérpretes de probado peso específico que se hagan cargo de personajes de la enjundia de Macbeth, Lady Macbeth o Duncan. Macbeth, bien entendido e interpretado por José Tomé, posiblemente necesite un físico que impresione tanto como el personaje. Los protagonistas de Shakespeare son eso: seres extraordinarios. Por eso elencos como el de Ur, que se basan en un admirable espíritu colectivo, no disponen del primer actor ideal, si es que en verdad existiera ese primer actor ideal. Pero ese es otro tema. Personalmente prefiero un grupo que destaque por su buen nivel medio que otro con una gran figura y el resto mediocre. Si no como compañía, sí como creador, es necesario citar en esta galería de formas de mostrar a Shakespeare en España a Adrián Daumas. Con él tuvimos ocasión de ver la poco conocida tragedia Ricardo II2. Daumas es otro director atípico, no muy habitual en las carteleras, culto, de sólida formación, que mantuvo un hueco en la cartelera de Almagro durante varios años. Lo merecía. La diferencia con Helena Pimenta está en que nunca contó con un grupo más o menos estable, sino que cada verano tenía que renovar, si no todos, sí la mayoría de intérpretes. Lo cual le causó ciertas limitaciones, tanto en el tipo de montaje como en el número de actores a utilizar. Al no poder ser estos muy numerosos, y la mayoría de repartos de obras de Shakespeare lo son, Daumas recurrió al uso de dobletes, con todo lo que eso conlleva. Ricardo II es uno de los textos más desconocidos, y quizás menos interesantes de su autor, al menos en mi opinión. Por eso resulta especialmente curioso poder verlo en un escenario español. Dramatiza un hecho histórico, como muchas otras obras del autor, que a nuestros espectadores llega con cierta dificultad al no estar habituados a la tradición inglesa. Por eso no nos interesa tanto el conflicto entre aquellos reyes como la reflexión sobre el poder que, de alguna manera, siempre aparece en Shakespeare. En este caso, la idea más interesante aparece al final de la obra, cuando Ricardo, que hace ostentación de su grandeza, muestra un evidente temor. Lo que no deja de ser curioso en alguien que, como él, siempre ha infundido miedo. Estamos ante el motivo del asesino asesinado, redundan-te en el autor, pues no son pocos los protagonistas homicidas que finalmente mueren de forma violenta. Para llegar a eso, Daumas no puso sobre el escenario carne dramática, sino palabras que cuentan hechos, con personajes no muy bien definidos, seguramente por las propias limitaciones de la compañía. Por motivos presupuestarios, sin duda, contaban con muy pocos efectivos, por lo que utilizaba de manera excesiva los dobletes; en el escenario vi actores que hacían dos, tres y más papeles, sin tiempo entre escenas para que cada uno de ellos presentara algún rasgo diferenciador. Y el recurso de acentuar las voces con el grito no parece el más adecuado. El público no acepta que un actor o una actriz haga dos papeles diferentes y que parezcan el mismo. Todo esto destacaba el principal problema de esta producción: la confusión. El texto ya lo es por los excesivos apoyos históricos en los que transcurre la narración, y por la reiteración de nombres ingleses difíciles de recordar para el espectador español. Sin embargo, la textura que ofreció Daumas en su montaje era muy atractiva. Muchos de los recursos plásticos recordaban montajes extranjeros, con elementos (2) 23 de julio de 1998. Almagro, Teatro Principal. Sueño de una noche de verano. 52 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 escénicos modernos, valientes y polifuncionales. Espléndido el vestuario, lleno de sugerentes detalles. También la música colaboraba a crear una ambientación contemporánea aunque impregnada de reminiscencias isabelinas. Por otra parte, lo que me llamó la atención fue la ausencia casi total de elementos humorísticos, tanto en texto como en actuación, ya que siempre, hasta en la tragedia más cruel, Shakespeare sabe que el público agradece cualquier salida bufonesca. La inter-pretación, en líneas generales, era demasiado irregular, con actores espléndidos y otros a los que venía grande la propuesta. Quizás el mismo montaje con otros mimbres hubiera sido distinto. Un nuevo Shakespeare de Adrián Daumas, también presentado en Almagro, nos ratifica en las características generales advertidas en el anterior: Como gustéis3. Si el arranque resultaba ciertamente prometedor (Celia y Rosalina mostrando de manera eficaz el doble plano de drama y comedia en el que viven), la aparición de Orlando hizo tambalear el edificio dramatúrgico que empezaba a alzarse. El afán de modernizarlo todo, hasta el físico de los personajes, determinó que un chico vulgar, con los pelos de punta tintados de rubio, nunca pareciera ser el enamorado y vitalista Orlando. El resto del elenco sí que era interesante, a pesar de que el acostumbrado juego de dobletes no hiciera creíbles varios personajes. La puesta en escena se apoyaba en un simple juego escénico: cortinas que ofre-cían un delante (palacio) y un detrás (bosque). Una veintena de cuerdas, de las que colgaban tres o cuatro vestidos, significaban los árboles. Estaba bien la idea, sobre todo al principio, cuando la novedad era evidente. Pero, después de la sorpresa inicial, la insistencia en el juego debilitó un efecto demasiado reiterativo. El vestuario volvía a parecer muy expresivo, a excepción del atuendo de Rosalina cuando va vestida de dama, tan estrafalario como inadecuado. En el personaje del bufón Parragón se advertían los mayores toques shakesperianos del montaje. Su perfil, totalmente alejado del gracioso del Siglo de Oro, resultaba realmente ingenioso. En suma, aunque se tratara de una obra difícil, fue acometida con el entusiasmo y empeño que caracteriza a este director. El principal mérito que le otorgué en ese momento fue intentar un estilo de montaje de Shakespeare distinto, llevado a sus últimas consecuencias a pesar de no disponer de los materiales de que el director hubiera querido disponer. Con este espectáculo recibí las mismas sensaciones que con Ricardo II: excelentes ideas, atrevidas soluciones llenas de elementos sugerentes, pero una realización que no estaba en consonancia con sus planteamientos. Los siguientes montajes sobre obras de Shakespeare de los que voy a tratar apare-cieron de forma puntual, con directores que no se pueden considerar especialistas en el autor inglés. Por eso, salvo excepciones, no propusieron ideas atrevidas o renovadoras, sino que, como buenos profesionales, intentaron conseguir resultados inmediatos de cara al público. Por orden cronológico comenzaremos por Mucho ruido y pocas nueces4, dirigida por Juan Carlos Corazza, un reconocido maestro de la escena con escuela propia en Madrid, de donde procedían muchos de los actores del reparto. Corazza, argentino de nacimiento, vive en España desde hace años. Hay que empezar diciendo que el referente de la película de Kenneth Branagh resultó inevitable. Estrenada cuatro años antes, en 1993, era demasiada tentación para no imitar algunas de sus particularidades. ¡Cómo no dejarse influir por una producción tan vitalista y deliciosa! Pero esto, que es bueno de cara al espectador, tiene su parte negativa cuando, por ejemplo, se comparan los actores uno a uno. Y conste que buena parte del elenco de Corazza eran profesionales de cierta trayectoria. Todos ellos llevaban la lección aprendida: transmitir un saludable aroma de juventud, de una juventud alegre y confiada, que hace del carpe diem su estandarte. Pero Shakespeare es eso y bastante más. Detrás de ese canto a la vida hay amores encontrados, celos sin control, apariencias más que realidades, referencias a batallas y desgracias mitigadas por lo que son descansos de guerreros, decepciones, frustraciones de unos ideales, derrotas espirituales, saber que junto a tanta alegría de vivir hay mucho de prevención por morir… (3) 25 de julio de 2000. Teatro Principal de Almagro. El año anterior el director había ofrecido Los enredos de Scapin, de Molière, en el mismo local, en adaptación de Mauro Armiño, montaje lleno de ideas y posibilidades, en cierto modo frustrado por la escasa entidad de la compañía. (4) 4 de julio de 1997. Almagro, Claustro de los Dominicos. Ricardo II, de Adrián Dumas. 53 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 aunque sea de felicidad. Después del increíble engaño del personaje de don Juan las cosas no pueden quedar como estaban, aunque en esta versión sí que lo parece, habida cuenta la trivial solución final. Detecté un cierto afán por infantilizar las cosas, más que trivializarlas, cosa que se advierte en los añadidos al texto y hasta en la manera como se encara el original. El resultado fue un querer situarse por encima del autor, operación generalmente condenada al fracaso. No es bueno pasarse de listos. Ni siquiera en el teatro, en donde tan fácil es parecerlo. Porque en el pecado va la penitencia. Pasarse de listo suele dar un toque bachiller que no pasa desapercibido al espectador avezado. Había en el texto demasiados la-tiguillos («estamos haciendo a Shakespeare», «esto no es Hamlet, es Mucho ruido y pocas nueces», hasta citas del Quijote…) que agobian más que hacen gracia. La obra no los necesita. Sin embargo, la representación disponía de ingredientes muy notables para ne-cesitar guiños innecesarios. El clima creado por los intérpretes es parangonable al de la película. Los diálogos de contenido feminista llegaban muy sugerentes, así como el movimiento escénico, en el que incluyo un sencillo pero eficaz dis-positivo, con un juego de cortinas simple pero suficiente para contar la historia. La interpretación, interesante en líneas generales, pareció mejor en las actrices que en los actores. El personaje de Beatriz, arisco por su forma de ser, exageraba quizás los graves de su voz, pero en gesto, en comprensión del papel, en gracia y eficacia, era sumamente brillante. Como las criadas, Margarita y Úrsula. Los actores parecieron más irregulares, menos el que interpretó a don Juan, que sorprendió por sus muchos matices. También el papel de Antonio fue compuesto como una excelente caricatura. En el resto afloraban demasiadas carencias. Sobre todo por la endiablada velocidad en el hablar, que hacía complicada la comprensión del texto. Pero el reparto resultaba eficaz, a pesar de que los pequeños papeles fueron interpretados más por alumnos que por profesionales. También en esta representación, como en las antes comentadas, los dobletes no siempre estaban justificados. Por ejemplo, el actor que interpretaba a don Juan hacía después uno de los alguaciles, sin apenas variar el tipo. Por otra parte, a la música le faltaba una mayor densidad, tan importante como es en el teatro de Shakespeare, y eso que se contaba con el notable creador Luis Delgado. Se podría decir que más que calidad faltaba cantidad, presencia, continuidad. Quizás no contaron con tiempo suficiente para trabajar la música todo el tiempo que hubiera sido conveniente. Con todo, esta producción de Mucho ruido y pocas nueces contenía propuestas interesantes, a pesar de sus limitaciones de producción, llenas de toques juveniles, que intentaron acercarnos, aunque fuera de puntillas, al genio de Shakespeare.5 Una postura más cercana a la manera europea, o inglesa, de montar a Shakespeare, vino de la mano de Calixto Bieito con su montaje de La tempestad6, en versión de Miquel Deselot. Si alguien de los nuestros podía dar un toque más cercano a la modernidad del poeta inglés ese era sin duda Bieito, ya que deambuló por aquellos pagos con frecuencia, sobre todo en el Festival de Edimburgo. Su puesta en escena olía de otra manera, estaba llena de sugerencias, de aristas, de luces y sombras. Según Tomás Marco, compañero de localidad, y entonces Director General del INAEM, su montaje le recordaba de manera extraordinaria el de Peter Brook sobre la misma obra; de ahí que mostrara ciertas reservas al que vimos en el escenario almagreño. Pero al no tener yo esa referencia, no pude apoyarme en nada, a pesar de que pudiera sospechar que habría relación con otras Tempestades. Yo sí vi, en el Teatro Valle de Roma, el excelente trabajo de Giorgio Strehler, pero eso era otra cosa. Aquel estaba construido a base de elementos más mágicos que paródicos, que eran los que aquí predominaban. El director italiano solucionaba la tempestad del principio con telas teñidas de varios tonos de azul que se movían incesantemente; los vuelos de Ariel parecían de acróbatas de circo; la ambien-tación de la isla respiraba frondosidad… Tampoco el montaje de Bieito tenía mucha relación con otra interesante Tempestad que conocí en el Teatro Romea (6) 5 de julio de 1997, Teatro Principal de Almagro. (5) Al año siguiente pude ver otra versión de Mucho ruido y pocas nueces, a cargo del Aula de Teatro de la Universidad de Alicante, con versión y dirección de Juanluis Mira. Fue el 26 de noviembre de 2001, en el Teatro de la ESAD de Murcia. Una puesta en escena humilde y sin retórica, pero plena de aciertos: el escenario es-taba bordeado por una batería de nueve margaritas de alambre y plástico. Era la única decoración. Eso y una pantalla de foro, por donde aparecía una veintena de intérpretes con guitarra, percusión y teclado. De esa manera desenfadada se contaban las historias de amores y desamores de los personajes shakesperianos. Y se paliaban las lógicas deficiencias de la interpretación, como suele suceder en este tipo de grupos. La Tempestad, dirigida por Calixto Bieito. 54 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 de Murcia, creo que en 1984, dirigida por Jorge Lavelli e interpretada por Nuria Espert. De este, majestuoso y espectacular, sólo recuerdo el enorme cajón de madera en el que transcurría la acción, que ahogaba sin embargo el sentido de isla abierta, con el fin de utilizar varias puertas y ventanas camufladas en las paredes del decorado. De aquel cajón podía aparecer cualquier personaje, y siempre de manera sorprendente. Eso y el doblete de Nuria Espert (que era Próspero y Ariel a la vez), originaban más confusión que riqueza expresiva. Imagino que alguna Tempestad más habré visto en mi vida, pero en este momento no la recuerdo, o no la recuerdo bien7. Bieito prescindió del elemento mágico, como antes indiqué. Y lo hacía, como él resuelve todo, de manera rotunda. Próspero y Miranda se hablaban a ras del suelo, sin énfasis alguno. La explicación de la situación que hacía el padre era un relato meramente descriptivo, sin entonación alguna. Antes, Ariel nos había enseñado sin emoción, mediante una proyección, el naufragio de un barco napolitano. Describiendo. Tal vez la única magia que de alguna manera manejó el director estaba en el travestismo de Ariel, innecesario quizás: en mi opinión parecía dema-siado zafio (o zafia) y vulgar. Es el único punto que no terminó de convencerme de este montaje. Para mí Próspero es encantamiento, embrujo, hasta hechicería; y Ariel, aire, un ser etéreo casi imposible de definir. En este montaje Ariel parecía una loca llena de ingenio. De ahí que el espectáculo adoptara un cierto aire de music-hall que, a veces, resultaba un tanto necio. No había correspondencia o, al menos, no estaba lograda, entre la música shakesperiana y las alusiones al musical. Bieito busca con denuedo lo anticonvencional en todo. Y allí lo conseguía con una escenografía somera, sin rompientes ni tramoyas, y un suelo que aparentaba arena gruesa y negra, iluminado de manera sorprendente. También anticonven-cional resultó la interpretación: un Caliban alternativo, un Estéfano imaginativo, y un Trínculo ventrílocuo, pues llevaba unido a su brazo un muñeco que era una verdadera réplica de él. Más próxima a la norma estaba el grupo de nobles que desembarcan en la isla, todos vestidos con elegantes fracs, como hará luego Próspero cuando tenga que enfrentarse a ellos. Los citados nobles se resumían en cuatro que, a su vez, sintetizaban el sentir de cada uno de sus puntos de vista: el remordimiento de Alonso, la calidad humana de Gonzalo y la perversidad de los “malos” Sebastián y Antonio. Se trataba sin duda de una Tempestad distinta, mostrada desde una sugerente perspectiva, sin resto de arqueología shakesperiana alguna, pero llena de matices y sutilezas. La tasa que se paga en un proceso como este es minimizar en exceso la magia de la isla que representa ese otro mundo que Próspero ha ido forjando con su propia sabiduría y poderes sobrenaturales. Bieito prefirió poner el acento en el tema de la lucha por el poder, ya que la acción dramática se sitúa en el final de un período de abuso de la autoridad, y el principio de la restitución de un nuevo orden. Esto es lo que más llegaba en la representación. Más por supuesto que la historia de amor de la que saldrá el futuro gobierno napolitano. En conjunto, se trataba de un bonito espectáculo, quizá no del todo shakesperiano, pero que rezumaba teatro por todos sus poros. El nuevo Shakespeare que vamos a comentar, Ricardo III8, surgió de la iniciativa personal de un actor, José Pedro Carrión, que eligió a un director de prestigio para un proyecto que seguramente le rondaría de tiempo atrás. Hacer el papel de Ricardo III es una de las aspiraciones máximas de cualquier artista que se precie de tal. Encargó el montaje al americano John Strasberg, famoso por ser maestro de actores, y director con el que se podía asegurar un buen resultado. En principio, pues bien sabemos que los intrincados caminos de la creación teatral no aseguran nada. La versión fue de John D. Sanderson, profesor de la Universidad de Alicante, próximo a la creación teatral y cinematográfica española desde hace tiempo. A pesar de los excelentes mimbres, hay que empezar diciendo que el producto final no pasará a los anales del teatro, a no ser por la interpretación de Carrión, muy adecuada a su físico y temperamento. Compuso un personaje (7) Por ejemplo, la que hizo el TEU de Murcia, en 1963, dirigida por José Antonio Parra, con muchos compañeros en el esce-nario (José Manuel Garrido, Pepe Hervás, Pepe Molina, Federico Macabich…). Sólo recuerdo que un gato cruzó el escenario cuando Caliban mencionaba las fieras de la isla. Y poco más. (8) 15 de abril de 1999. Teatro Guerra, Lorca, Murcia. 55 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 malvado sin necesidad de acentuar la deformidad física que indica el texto, que lo marca con propiedad y reiteración. Se dice que Ricardo III es el segundo personaje más importante de Shakespeare, después de Hamlet. Puede ser. Realmente es un papel muy complicado. Viendo este Ricardo III no pude evitar recordar la puesta en escena que había visto de esta obra, diez años antes en Leeds, dentro del espectáculo La guerra de las rosas. Allí todo fluía con naturalidad, y la numerosa compañía, que también tenía que doblar papeles, lo hacía con lógica teatral, dando tiempo a los cambios de vestuario, a camuflar las apariencias con sombreros o pelucas, de manera que resultaba muy difícil advertir si eran actores diferentes los que hacía aquellos personajes. Y cómo no evocar la película de Lawrence Olivier, en la que él, galán característico, adoptaba mediante maquillaje una apariencia inquietante, además de contarse la historia con meridiana claridad. Carrión no quiso acudir a la deformación tópica, y eso me pareció una interesante apuesta. Además que contrató a un buen director, al que le puso en el escenario un elenco con nombres de garantía, aunque escaso. Es el sino de las compañías privadas, que se mueven con presupuestos reducidos. Ricardo III es un drama muy grande, difícil de abarcar si no hay un cierto respaldo del sector público. Y aunque el montaje era digno, no dejó de ofrecer demasiadas limitaciones. Strasberg es muy buen maestro, repito, pero aquí no logró el ritmo que necesita un texto como Ricardo III. De ahí que asistiéramos a una representación plana, lineal, poco imaginativa, larga y desigual, sin apenas más momentos destacados que los que sugiere la obra, que coinciden, además, con determinadas situaciones del protagonista. Los problemas empezaban por los nombres ingleses, numerosos y de difícil retención, de manera que, a la media hora, no se sabía quién era quién. Únase a ello una discutible y curiosa expresión oral, que hacía que los actores cortaran las frases de manera arbitraria e indiscriminada. Carrión estaba mejor cuando aparecía solo (los soliloquios) que cuando se relacionaba con los demás. Las actrices estaban bien, por encima de los actores, irregularidad curiosa en un director como éste, maestro de la interpretación, que vela por la homogeneidad en la actuación. Ellos ofrecían una pobre imagen por sí mismos, pero también porque se veían obligados a hacer más papeles de los que podían. Un ejemplo: Alfredo Alba, que no estaba nada mal en su primera aparición, llegó a interpretar hasta siete personajes, aunque algunos fueran de figuración. Pensé que este actor establecía un récord en el teatro: se mataba o mataba tres o cuatro veces en la misma obra. Y todo ello sin mostrar demasiadas diferencias entre sus personajes. Otro actor, de apariencia joven, con moderna melena, tuvo que hacer de Cardenal. Resultaba totalmente inverosímil. De ahí que el gran problema de esta producción, por otra parte bien intencionada, fuera el manejo de los actores; curioso con John Strasberg. El montaje se alejaba de la espectacularidad, pero falló en su apuesta por la interpretación. Había un engolamiento general, que subrayaba de manera enfática todo cuanto ocurría en escena. Lo contrario de las compañías inglesas, que buscan siempre la naturalidad. Decíamos que el montaje apostaba por la simplicidad, y eso se hacía patente con una escenografía sencilla, de sólo un invento que se bastaba y sobraba: estrado giratorio sobre el que descansaba una tumba, que a veces era altar y otras, mesa. Todo ello adornado con buenos efectos de luz y composición. Se agradecía esa limpieza en la escena. El vestuario era correcto… a no ser porque, de pronto, un personaje, uno sólo (Tyrrel), aparecía con traje actual. Nunca supe por qué. Quizás la mayor y mejor sorpresa fue, al principio, cuando vimos a Ricardo salir de su propia tumba. Con eso se abría el ciclo vital del personaje, ya que, al final, el mismo Ricardo caía en el mismo sepulcro. Ese lance provocó un sutil guiño al espectador, pues, después de muerto, resurgía del túmulo para dirigirse al público, como haría a lo largo de la representación. Una espléndida metáfora que simboliza la eterna presencia de estos siniestros políticos entre nosotros. 56 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 Hamlet es una de esas obras que todo actor inglés que se precie tiene que hacer para doctorarse. En el teatro español hay quien, muy de vez en cuando, lo intenta. El excelente actor Lluis Homar9 lo intentó, con su propia puesta en escena, en un sistema de producción paralelo al citado anteriormente. Carrión y Homar son dos actores que propiciaron montajes de Shakespeare para hacer papeles que podían ser determinantes en sus trayectorias profesionales. Este Hamlet, que contó con la excelente versión de Ángel Luis Pujante, se caracterizó por su sobriedad: enorme escalera negra, con pequeño practicable también pintado de negro. Una imagen tosca y dura, pero suficiente para las numerosas entradas y salidas de los personajes. Ni siquiera la impactante aparición del espectro del padre de Hamlet presentaba algún elemento mágico. Sólo el aspecto del personaje, y su voz, denotaban cierta irrealidad. Así transcurrió una representación que, eso sí, rezumaba teatro por todas partes; rudo e imperfecto, pero teatro. Así fue la interpretación que hizo un Homar que, en principio, no parecía dar la imagen del joven príncipe danés, pero que poco a poco llegó a mostrarse del todo convincente. Quizá fuera una de esas interpretaciones de actores-directores que inevitablemente dejan flecos al no poder abarcar tantos matices y estar demasiado pendientes de todo lo demás. Pero el texto sonaba bien, que no es poco. (9) 25 de enero de 2000, Teatro Circo, Cartagena Luís Homar. Hamlet, dirigida por Luís Homar. 57 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 (10) 22 de julio de 2001, Claustro de los Dominicos, Almagro. La compañía era irregular, como viene sucediendo en cuantas producciones estamos reseñando. Quizás sea lógico en este tipo de obras, ambiciosas como lo son todas las de Shakespeare. Este reparto, que se componía de once intérpretes, resultaba insuficiente ante el elevado número de personajes. Eso obligó, por ejemplo, a suprimir uno de los dos sepultureros, cosa que llama la atención a cualquiera que conozca el texto. El papel de Claudio necesitaba más peso que el del actor que lo encarnaba. El rey usurpador requería más edad; se asemejaba demasiado a la figura de Hamlet. Hubiera sido conveniente un Laertes con más destreza y seguridad. Y que los cómicos tuvieran menos afectación. Llamaba la atención que el famoso parlamento de Hamlet en el que les aconseja naturalidad, aquí muy bien dicho, sea seguido de una actuación tan exagerada, con tartamudeos en muchas partes de la farsa. Poco caso le hicieron al Homar-director, y mucho menos al Homar-Hamlet. Tal fue así que no sólo lograron la indignación del rey (en la ficción) sino la del auditorio (en la realidad). En definitiva estamos hablando de un Hamlet correcto, con algunas imprecisiones propias de las circunstancias en que se hizo la producción. Entre dichas impreci-siones estaban las luchas con espadas, no demasiado elaboradas y bastante im-provisadas. La muerte de Polonio, por ejemplo, resultaba muy convencional; si el actor se hubiera apartado un poco, Hamlet no lo hubiera alcanzado. Con todo, la representación ofreció ritmo adecuado y un montaje lleno de buenas intenciones, aunque la principal fuera que LluisHomar se atreviera con semejante empresa. Otra de las compañías españolas que se han preocupado de manera casi constante por los clásicos es Teatro Corsario. Más por los españoles que por los extranjeros, aunque entre estos no podía faltar Shakespeare como autor de referencia. Su Titus Andronico10 fue recibido con indudable interés en todo el país. Es este un título que tiene su fama gracias a un mítico montaje de Peter Brook. Fuera de eso parece difícil de justificar su inclusión en un repertorio actual. Se trata de un teatro áspero, enloquecido, sólo sostenible por el ejercicio de grand-guignol que supone tal cadena de muertes violentas y asesinatos. Todo bastante dispa-ratado, facilitado por personajes de cartón-piedra, en el que el tópico de más difícil todavía se transmuta en el de más malo todavía. Shakespeare trasladó ese mundo de horror y sangre tomado de la historia romana a su propia realidad inglesa, de ahí que todo ese espanto tuviera plena vigencia en aquel momento: hijos que matan a padres, hermanos a hermanos, padres que se vengan con san-gre. El caso es que viendo este sobrio montaje uno no termina de entender las razones por las que, hoy día, esta obra puede interesar. No veo que la política actual, por muy nefasta que sea, se solucione con sangre. Ni veo dinastías que pretendan suceder a otras con crímenes. Ahora hay distintas sutilezas, quizás no menos condenables, pero de otro cariz. Entiendo a Urdiales queriendo sacar otra moraleja de esta obra emblemática, pero es que los continuos derramamientos de sangre se comen cualquier intención. Para ello planteó una puesta en escena sobria, con un decorado de tubos revestidos de telas blancas cuyos movimientos no resultaban del todo ágiles. Mejor parecieron el vestuario y la interpretación, con un nivel medio excelente como suele tener esta compañía, con físicos muy adecuados a tan terribles personajes, malcarados y sanguinarios. Ello da pie a ciertas sobreactuaciones que acentúan un tono excesivo, truculento, aunque quizás acorde con esta tragedia casi esperpéntica. En España, Shakespeare siempre ha tenido excelentes adaptadores, escritores famosos por otros géneros, que no resisten la tentación de dar su personal visión del poeta de Stratford. Este caso quedó patente con Otelo el moro11, en versión de Luis García Montero, programado en Almagro dos días después de Titus Andronico, y en el mismo escenario. La dirección era de Emilio Hernández. Estamos ante el paradójico drama de los celos, en el que un motivo tan convencional como el del pañuelo robado es capaz de desencadenar una verdadera tragedia. Esa falsedad se convierte en espléndida realidad cuando nos ceñimos al texto. Es magnífico (11) 24 de julio de 2001, Almagro, Claustro de los Dominicos. Otelo el Moro, versión de Luis García Montero. Teatro Corsario: Titus Andronicus. 58 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 cómo la polilla de la duda poco a poco hace estragos. Lo cual resulta evidente en el montaje de Hernández, con su aire de contemporaneidad, marcado sobre todo por las guerreras caquis de los soldados y los amplios y brillantes vestidos de Desdémona. También, por la manera de acentuar el erotismo de las situacio-nes (desnudos integrales al principio de la representación), principalmente en el enfrentamiento de la dulce y tierna esposa con el voluptuoso moro. Nada hace presagiar, como debe ser, los derroteros de esa tormentosa relación, la cual va apareciendo ante la hipócrita sonrisa del Magnífico y una corte de lechuguinos que sólo viven para conocer el resultado del conflicto. Todo en el escenario resultaba muy sensual, partiendo de la propia imagen de Otelo. El actor que interpretaba Yago, en cambio, producía un excesivo aire chabacano; demasiado vulgar para aspirar a ser un alto mando en la milicia. Es el único problema que advertí en la dirección: una tendencia al subrayado, a no dejar fluir de manera natural la historia, con añadidos que no siempre facilitan la acción, aunque le den brillo. Por ejemplo, que una especie de coro de cortesanos vaya diciendo el número de actos; o el previsible juego de alfombras que adornan la totalidad del suelo, en un alarde de intención orientalista, alfombras que los actores van quitando escena a escena para dejar patente la crudeza de mostrar la desnudez de las tablas cuando se llega al final. No obstante, pienso que fueron mayores los aciertos que los defectos de este montaje bien intencionado y mejor interpretado. Sin embargo, no creo que el elemento shakesperiano fuera determinante para sus resultados. Quizás con El castigo sin venganza, de Lope de Vega, hubiéramos asistido a una puesta en escena de semejante textura. Nos hemos detenido en ocho obras concretas de Shakespeare, y citado elementos de otras cuatro o cinco, todas ellas hechas en España en un período de unos tres años, como ejemplo de ciertas tendencias estéticas y técnicas al representar al poeta inglés en nuestros escenarios. No deja de ser un botón de muestra, pero tampoco creo que, fuera de los citados, haya otros trabajos que marquen una línea demasiado diferente a la que hemos anotado. Salvo en un par de casos, el montar a Shakespeare se produce para satisfacer el normal deseo de atreverse con una gran producción, deseo del que participan también quienes toman al poeta inglés como base de su repertorio. Considerando los montajes menciona-dos podríamos confirmar la continua búsqueda de un estilo en la forma de ver y de hacer a este autor. Por cuanto hemos dicho antes resumimos los principales elementos encontrados en cinco puntos básicos: 1) las adaptaciones tienden a un acercamiento contemporáneo al texto clásico; 2) hay una notable predilección por tratar los grandes temas del autor (amor, muerte, usurpación de personalidad o autoridad, lucha desesperada por el poder...) como hechos universales; 3) las puestas en escena son sencillas, con escenografías polifuncionales y vestuarios con intención de actualización; 4) las interpretaciones están cargadas de naturalidad y espontaneidad, y casi nunca van exentas de elementos de humor; 5) la música, más que ilustrar, participa de la acción con motivos relacionados con la historia. Seguramente habrá otras características que añadir a las anteriormente resumidas. Y seguramente también muchas de ellas se podrían aplicar sin problema alguno a los clásicos españoles. Lo que nos lleva a una buena consecuencia: si los ingleses han desarrollado de manera convincente una aproximación a las obras de ayer, personificadas en Shakespeare, pero extensibles a Christopher Marlowe, Thomas Kyd, Thomas Middleton o John Ford, las mismas maneras se podrían aplicar a Lope, Calderón, Tirso, etc. Ese enfoque desenfadado pero profundo, adornado pero sencillo, de interpretaciones mucho más naturales que afectadas, es acorde con el buen gusto y la modernidad, condiciones siempre preferidas por el público, ya sea la obra inglesa, española o francesa. ¿Por qué no ponerlos en práctica con la decisión y medida que se requiere? 59 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 Cuando, en 1990, publiqué mi primer libro de viaje –El río del olvido fue su título–, tuve que dar más explicaciones que si hubiese asesinado a alguien. Comenzando por el editor, que se quedó sorprendido cuando le anuncié el carácter del libro (bien es verdad que lo disimuló muy bien), y terminando por el último lector, parecía como si aquél fuera una provocación, como si nadie recordara ya la lar-guísima tradición de literatura de viaje que España tiene desde hace siglos. Era como si Camilo José Cela, con su célebre Viaje a la Alcarria, hubiese agotado el género y los Delibes, Carnicer, Juan Goytisolo, Sueiro, Ferres, Torbado o Leguineche no existieran, de la misma manera en que Unamuno, Azorín, Ortega o Pla habrían quedado borrados por el renombrado libro del Premio Nobel gallego. Así que, en aquellos meses, me harté de contestar a periodistas que, con su tradicional osadía, consideraban una extravagancia que mi libro no fuera una novela (aún hoy me sigue ocurriendo) y de explicarles una y otra vez lo que en cualquier país de Europa hasta los estudiantes de bachillerato saben: que la literatura de viaje es tan vieja como el mundo; que todos los grandes libros fundacionales, desde la Anábasis al Quijote, pasando por la Odisea, la Canción de Roldán o el Cantar de Mío Cid, han sido libros de viajes, aunque a veces se disfracen de romances o novelas, y que la literatura de viaje, en fin, es la literatura en estado puro o, por lo menos, la que mejor simboliza a toda ella. ¿Pues qué diferencia hay entre la imagen de un hombre que camina por un sitio y, a la caída de la tarde, se sienta bajo un árbol o en el cuarto de su hotel a escribir lo que ha visto y le ha ocurrido en ese día y la del hombre que va andando por la vida y, cada cierto tiempo, se sienta a recordar lo que ha visto o le ha ocurrido hasta ese instante? Pero, en aquel momento, cuando yo publiqué El río del olvido, la literatura estaba viviendo un auge de la novela cuyos efectos (positivos y no tanto) todavía se mantienen hoy en día. Así que todo lo que no fuera publicar novelas, a ser posible con periodi-cidad anual, se consideraba una extravagancia, además de una torpeza. Si el público leía novelas, si el mercado demandaba –y pagaba en consecuencia– fic-ciones y más ficciones, ¿a qué andar experimentando con otros géneros literarios cuya rentabilidad económica no era la misma? A lo largo de los noventa, sin embargo, las cosas cambiaron sustancialmente. La persistencia de algún autor, entre los que me cuento, en el cultivo de la extravagancia, el cansancio paulatino de un mercado saturado de novelas (y de novelistas profesionales) y el inesperado éxito de algunos libros de viaje refrendados por la firma de afamados escritores extranjeros (El desvío a Santiago, de Cees Noteboon, o El Danubio, de Claudio Magris, por ejemplo) hicieron que los editores comenzaran a mirar con interés un género que hasta entonces consideraban una servidumbre a la que de cuando en cuando les obligábamos algunos escritores testarudos. Todavía tengo presente el gesto de sorpresa de los míos cuando, después de un tiempo esperando un original, me presentaba en la editorial con un libro que no era una novela. «Bien, está bien», solían decirme, disimulando su contrariedad, «¿pero para cuándo una nueva novela?» Pero, como decía, el péndulo de las modas, que siempre es im-previsible, junto a los inesperados éxitos de algunos libros de viaje, hizo que el género se abriera paso en los catálogos de las editoriales, incluso en las relaciones de libros más vendidos, al tiempo que aparecían revistas y editoriales dedicadas en exclusiva a él. Uno, en su devoción, se alegra de ello, pero no deja de sospechar que, detrás de ese interés, lo único que existe, como siempre, es el mercado y que, transcurrido un tiempo, la moda se pasará y la literatura de viaje volverá a El viaje como pretexto Julio Llamazares El río del olvido, portada. Trás-os-montes, portada. 60 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 la postración en la que ha estado sumida durante décadas. Porque de lo que se trata no es de publicarla, sino de entender su razón final. ¿Qué es lo que mueve a un hombre, escritor reconocido o aspirante a serlo un día, a coger la maleta y un cuaderno y, abandonando la comodidad de su casa, echarse a cualquier camino para escribir al regreso lo que aquél le haya deparado? La respuesta no es sencilla, pero lo que parece claro es que, detrás de cualquier otra intención, está la de despegarse del habitual entorno de vida; y, también, y al mismo tiempo, la de enfrentarse a otros diferentes. Es lo que hacen también los turistas que cada año invaden por millones el planeta buscando nuevas experiencias. Pero, a diferencia de éstos, el viajero literario va buscando sobre todo la poesía que los caminos guardan en cada recodo. Los caminos no se andan con las piernas, se andan con el corazón, dijo Cela en alguno de sus libros, y a fe que no andaba errado, pues cualquier camino vale para encontrar la felicidad o, al revés, para sentirse el hombre más solitario del mundo. Como para los primeros viajeros (los que escri-bieron el Éxodo, la Anábasis o la Ilíada, pero también los que recorrieron caminos desconocidos sin dejar una sola línea de testimonio), el viaje es un pretexto para contar, como lo es la novela. En ésta, el viaje es ficticio (y en el tiempo, normal-mente), pero es viaje al fin y al cabo por más que muchos lo ignoren, comenzando por los propios escritores. Y no sólo, como podría alguien pensar, porque la mayoría de las novelas encierran viajes en su interior (el Quijote es un ejemplo), sino porque la propia esencia de novelar estriba en despegarse de lo real para emprender un viaje hacia lo desconocido. En la literatura viajera, el viaje es pre-cisamente el motor del texto, el motivo que da pie a ese desplazamiento de la razón que en ella se da por partida doble: se viaja cuando se hace el camino y se vuelve a viajar cuando se narra. De ahí la necesidad que toda persona tiene, sea escritor o no, de contar lo que ha visto y ha vivido cuando regresa de un viaje, ya sea de placer o de negocios. El afán por conocer, por huir de la rutina, por vivir experiencias diferentes y descubrir paisajes distintos, está, por tanto, en el origen de todo viaje, pero no es suficiente para hacer de éste literatura. Claro está que todo viaje puede relatarse en libro, pero no todo libro que cuenta un viaje es un viaje literario, de la misma manera en que no a toda historia puesta en un libro se la puede considerar novela. La literatura de viaje, como ésta, para serlo, necesita una intención, una predisposición estética por parte de quien la escribe. Y esa predisposición no todo el mundo la tiene cuando comienza a andar un camino. Como decía el viajero que yo fui por Trás-os-Montes, no es lo mismo ser viajero que turista: «Turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por pa-sión ». La pasión (de contar trascendiendo lo vivido, pero también de contarse uno a sí mismo al mismo tiempo) ha de estar, pues, en el origen mismo del viaje para que éste sea literario. El viaje, como metáfora de la vida (y de la propia li-teratura: cuando uno empieza a escribir, como cuando empieza un viaje, no sabe nunca lo que le sucederá), se convierte así en un pretexto para reflexionar sobre la condición humana. Emprender un viaje, el que sea, sin saber lo que encontrarás, lo que te sucederá en él, ni siquiera si querrás o podrás contarlo a la vuelta, produce una emoción, mezcla de libertad y de inseguridad vital, que hace que nos sintamos fuera de la realidad; pero también, y a la vez, dueños de ella, como ocurre cuando uno hace ficción. Porque, aparte del camino, está el paisaje, que en el viaje cambia continuamente. Puede ser más exótico o común, más hermoso o menos bello, pero el paisaje, que, junto con el azar y los personajes, compone los tres pilares de la literatura viajera desde que existe, en el viaje se convierte en un espejo en el que nos reflejamos sin darnos cuenta. Da lo mismo que sea exótico o vulgar, familiar o desconocido, el paisaje nos devuelve el reflejo de lo que somos, enfrentándonos a nosotros mismos. Y, como el paisaje cambia, también cambiamos nosotros. Por último, el viaje es también un pretexto para soñar, como la narración lo es en el cuento. El hombre viaja al soñar, pero también sueña mientras camina. Si así no fuera, si al escribir o viajar siguiera en el mismo sitio, con las mismas obsesiones y las mismas ataduras cotidianas, nadie caminaría ni escribiría, salvo por profesión, que también se da. Pero la profesionalización del viaje choca con la precariedad de éste. En el viaje, la estructura es una línea, la del camino que 61 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 se recorre y no siempre en línea recta, y lo mismo sucede con el argumento, y hasta con los personajes, que aparecen por sorpresa y apenas viven unos segundos. Al revés que en las novelas, en los libros de viaje el azar es el que manda. De ahí la grandeza de un género que fue el primero en nacer y de ahí que el hombre, después de miles de años, siga viajando para contar, pese a que de antemano sepa que tampoco el viaje es definitivo. Lo decía el viajero que también fui por las altas montañas del río Curueño viendo a un ciego que, de tanto ir y venir por el huerto de su casa guiándose de una cuerda, había hecho un surco en la hierba: «El viajero es un hombre que nunca deja de andar y nunca llega a ninguna parte».
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Título y subtítulo | Shakespeare, uno de los nuestros |
Autor principal | Oliva, César |
Entidad | Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias |
Numeración | Número 13 |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | Puerto de la Cruz |
Editorial | Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias |
Fecha | 2013 |
Páginas | pp. 045-057 |
Materias | Publicaciones periódicas ; Tenerife ; Puerto de la Cruz ; Ciencias Sociales ; Humanidades ; Teatro contemporáneo ; William Shakespeare (crítica e interpretación) |
Enlaces relacionados | http://www.iehcan.com/category/publicaciones/catharum/ |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Tamaño de archivo | 412 KB |
Texto | 49 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 No sé si Shakespeare es más importante para los profesionales españoles del teatro que Lope o Calderón. Me da la impresión de que sí, a tenor del número de representaciones que acumulan uno y otros. Por supuesto que no voy a discutir su extraordinaria valía, pero no puede dejar de parecerme un fenómeno bastante curioso. Sólo hay que repasar las programaciones del Festival de Almagro para ver que el Bardo supera en producciones a cualquiera de nuestros grandes clásicos, tomados de uno en uno. Este hecho debería querer decir que el clásico inglés tiene una forma de montaje mucho más elaborada que los nuestros, siquiera sea por la cantidad con que se ofrece en los escenarios españoles. Pero no es del todo cierto. No creo que haya una manera determinada de hacer a Shakespeare, aunque tampoco estoy seguro de que la haya de los clásicos del Siglo de Oro. Los ejemplos de producciones que proceden de Inglaterra, principalmente, tienen merecida fama de superar en efectividad a los que se hacen aquí, aunque haya honrosas excepciones. De 1997 a 2001 vi una docena de montajes de obras de Shakespeare realizadas en España, lo que supone una media de tres por año, cifra bastante notable. No vi tres comedias de Lope o de Calderón en ese mismo período. De todos ellos tomé muchas notas en varias libretas, que me servirán ahora para tener delante detalles de otro modo imposibles de recordar. Aquellos montajes servirán para considerar si existe una línea de puesta en escena shakesperiana entre nosotros, o algo parecido. Aceptemos que no son ejemplos suficientes, pero sí bastantes. De las compañías que lo montaron hay un par de ellas que intentaron mantener cierta continuidad; se trata de dos equipos de trabajo que se dedicaron más a Shakespeare que a otros autores, y merece la pena indagar en ellos por si ofrecieran propuestas más consolidadas. El resto fueron producciones dentro de lo que es la oferta de la profesión en España, y que parten del valor añadido de lo que significa el poeta isabelino en una cartelera. Hay que empezar por Ur Teatro, dirigida por Helena Pimenta, compañía que ha tenido a Shakespeare como santo y seña. Todo empezó con el primer montaje que dio fama y reconocimiento al grupo, Sueño de una noche de verano, estrenado en 1991, y que recorrió toda España y buena parte del extranjero. De entonces acá han sido varios los textos del autor inglés que han presentado, desde un Romeo y Julieta (1995) muy actualizado hasta el reciente Macbeth (2011), cargado de elementos propios de la tecnología más actual. No sería difícil trazar un arco a lo largo de la trayectoria de Ur sobre lo que para ellos significa Shakespeare. Llegaríamos a la conclusión de que su mayor aportación estaría en la manera de acentuar todo lo que de teatro tienen aquellos textos. De teatro en un sentido muy contemporáneo, pues la principal característica de los montajes de Helena Pimenta es hacerlos próximos al público de hoy, de ahí la modernidad del vestuario, el enfático uso de la luz, la eficacia de decorados tan someros como elocuentes, y el sentido abiertamente expresivo de unos actores muy bien alec-cionados y entrenados. Y todo ello oliendo a teatro, por lo que, a lo largo de las representaciones, aparecen cantidad de situaciones de humor y recursos plásticos que llegan al público para su solaz y divertimento. A poco que nos fijemos pode-mos comprobar algunas concomitancias con montajes de conocidas compañías inglesas. Lo que no deja de ser muy significativo. Insisto en que quizás sea Ur el equipo artístico más dedicado a la obra de Shakespeare en España, aunque no sea el único autor de su repertorio. Shakespeare, uno de los nuestros César Oliva Ur Teatro: Sueño de una noche de verano, dirigida por Helena Pimienta. 50 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 En 1998, y en el Festival de Almagro, asistí al tercer montaje de Ur Teatro sobre texto shakesperiano: Trabajos de amor perdidos1, realizado tras los citados Sueño de una noche de verano y Romeo y Julieta. Nunca había visto Trabajos de amor perdidos en escena. En mi opinión, no se trata de una gran comedia, aunque por cada uno de sus rincones corre el genio del poeta. El motivo argumental es el enfrentamiento de la Navarra medieval con Francia por la cuestión de Aquitania, pero detrás de eso hay, como suele suceder en este autor, muchas más cosas. Por ejemplo, la singular renuncia a la vida mundana con que comienza la obra: los protagonistas juran cumplir dicho sacrificio. La enseñanza será inmediata: no se puede decir de esta agua no beberé. De alguna manera, es un motivo que Shakespeare repetirá en Mucho ruido y pocas nueces. Atendiendo a la manera de enfocar la dirección de la obra nos encontramos con una escenografía que era un verdadero espacio idílico en el que varios hombres se encierran como monjes por la mentada renuncia expresa a todo lo terrenal, renuncia que alcanza a la mujer considerada como objeto erótico. Sin embargo, a la primera presencia femenina en escena se cuestiona aquel juramento. Para conseguir ponderar tan drásticas posiciones, Pimenta acentuó el carácter coral de la compañía, con actores parecidos, vestidos también de forma parecida (inten-cionadamente anacrónico), lo que provocaba por añadidura alguna dificultad en la identificación de los interlocutores. Esa homogeneidad, valiosa para identificar a las cuatro parejas, iba a producir algunas confusiones. Dentro de las identifi-caciones más claras estaba el criado bufonesco, que lo interpretaba un chico de impecable presencia; nunca parecía gracioso, sino que no renunciaba a sus cualidades de galán; atípico, pero galán. En estos montajes corales son habituales los “dobletes”, estrategia de reparto por medio de la cual un actor puede hacer diversos papeles; en la profesión se dice que “dobla” diversos papeles. Esto, bien realizado como lo hacen los ingleses, no constituye ningún problema. Es algo muy común en la escena contemporánea, en la que las compañías no suelen disponer de posibilidades económicas para asignar un personaje por actor o actriz. Ur lo lleva a cabo dentro de ese espíritu de equipo que produce un gran equilibrio, aunque a veces también cierta dificultad a la hora de identificar los caracteres. Quizás en este montaje los dobletes se prodigaran en demasía. Los intérpretes tenían que acentuar en exceso los rasgos de los “doblados” para que no se pa-recieran. Esa constante duplicidad de personajes suele motivar que los papeles presenten caracteres menos definidos y más diluidos. Sin embargo, la resultante no resultó mal ni mucho menos: en vez de cuatro conflictos entre cuatro parejas aparecía el tema de la disputa existencial entre hombres y mujeres de manera más globalizada. Por eso, la apariencia general de la producción fue la de un grupo muy bien conjuntado con un notable nivel medio de interpretación. Uno de los elementos más destacados de esta compañía en los montajes shakespe-rianos son sus intencionados anacronismos, tanto en el texto como en el contexto. En el caso de Trabajos de amor perdidos se citaban automóviles alemanes, el euro (que todavía no había entrado en uso), se silbaba la conocida melodía de El puente sobre el río Kwai, se cantó Extraños en el paraíso remedando a Dalida, se mimaba el juego del golf. Estas soluciones, que en general resultan simpáticas, tienen el único peligro de que el espectador acabe viendo más los guiños que la propia acción dramática. En resumidas cuentas, esta producción guardaba una estrecha relación con los anteriores montajes sobre Shakespeare de la compañía, pues no aportaba nada que no estuviera ya en el primer Sueño de una noche de verano. Las herramientas utilizadas en ambos casos eran muy similares: reparto reducido a seis intérpretes, espacio limitado a una especie de caja multiusos, iluminación atrevida y sumamente expresiva, y una adaptación que reducía los elementos dramáticos a lo que mejor llegara al público. Ese sentido de la homogeneidad, esa disciplina de grupo, se seguía advirtiendo de manera rigurosa en la última producción de Ur, Macbeth (2011). Aquí, con mucha (1) 2 de julio de 1998. Almagro, Claustro de los Dominicos. Romeo y Julieta. Trabajos de amor perdidos. 51 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 más riqueza expresiva en la escenografía gracias a una pantalla que cubría todo el foro, y que mostraba a través de proyecciones muy diversos motivos, entre los que sobresalían los bélicos. Esa auténtica mezcla de cine y teatro se producía con evidente coherencia, aunque puede haber quien piense que el poder expresivo de uno debilite en exceso el del otro. El caso es que esta tendencia, que tiene ya numerosos ejemplos en el teatro europeo, Ur la desarrolla aquí con enorme eficacia. Entre otras cualidades consigue que un elenco de pocos actores se mul-tiplique por decenas. Las batallas así son enormemente espectaculares. Insisto en la sobriedad y dignidad del trabajo, aunque no oculto el que pudiera ser el único tributo que pague una compañía como ésta, que basa su trabajo en su sólida homogeneidad: no contar con intérpretes de probado peso específico que se hagan cargo de personajes de la enjundia de Macbeth, Lady Macbeth o Duncan. Macbeth, bien entendido e interpretado por José Tomé, posiblemente necesite un físico que impresione tanto como el personaje. Los protagonistas de Shakespeare son eso: seres extraordinarios. Por eso elencos como el de Ur, que se basan en un admirable espíritu colectivo, no disponen del primer actor ideal, si es que en verdad existiera ese primer actor ideal. Pero ese es otro tema. Personalmente prefiero un grupo que destaque por su buen nivel medio que otro con una gran figura y el resto mediocre. Si no como compañía, sí como creador, es necesario citar en esta galería de formas de mostrar a Shakespeare en España a Adrián Daumas. Con él tuvimos ocasión de ver la poco conocida tragedia Ricardo II2. Daumas es otro director atípico, no muy habitual en las carteleras, culto, de sólida formación, que mantuvo un hueco en la cartelera de Almagro durante varios años. Lo merecía. La diferencia con Helena Pimenta está en que nunca contó con un grupo más o menos estable, sino que cada verano tenía que renovar, si no todos, sí la mayoría de intérpretes. Lo cual le causó ciertas limitaciones, tanto en el tipo de montaje como en el número de actores a utilizar. Al no poder ser estos muy numerosos, y la mayoría de repartos de obras de Shakespeare lo son, Daumas recurrió al uso de dobletes, con todo lo que eso conlleva. Ricardo II es uno de los textos más desconocidos, y quizás menos interesantes de su autor, al menos en mi opinión. Por eso resulta especialmente curioso poder verlo en un escenario español. Dramatiza un hecho histórico, como muchas otras obras del autor, que a nuestros espectadores llega con cierta dificultad al no estar habituados a la tradición inglesa. Por eso no nos interesa tanto el conflicto entre aquellos reyes como la reflexión sobre el poder que, de alguna manera, siempre aparece en Shakespeare. En este caso, la idea más interesante aparece al final de la obra, cuando Ricardo, que hace ostentación de su grandeza, muestra un evidente temor. Lo que no deja de ser curioso en alguien que, como él, siempre ha infundido miedo. Estamos ante el motivo del asesino asesinado, redundan-te en el autor, pues no son pocos los protagonistas homicidas que finalmente mueren de forma violenta. Para llegar a eso, Daumas no puso sobre el escenario carne dramática, sino palabras que cuentan hechos, con personajes no muy bien definidos, seguramente por las propias limitaciones de la compañía. Por motivos presupuestarios, sin duda, contaban con muy pocos efectivos, por lo que utilizaba de manera excesiva los dobletes; en el escenario vi actores que hacían dos, tres y más papeles, sin tiempo entre escenas para que cada uno de ellos presentara algún rasgo diferenciador. Y el recurso de acentuar las voces con el grito no parece el más adecuado. El público no acepta que un actor o una actriz haga dos papeles diferentes y que parezcan el mismo. Todo esto destacaba el principal problema de esta producción: la confusión. El texto ya lo es por los excesivos apoyos históricos en los que transcurre la narración, y por la reiteración de nombres ingleses difíciles de recordar para el espectador español. Sin embargo, la textura que ofreció Daumas en su montaje era muy atractiva. Muchos de los recursos plásticos recordaban montajes extranjeros, con elementos (2) 23 de julio de 1998. Almagro, Teatro Principal. Sueño de una noche de verano. 52 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 escénicos modernos, valientes y polifuncionales. Espléndido el vestuario, lleno de sugerentes detalles. También la música colaboraba a crear una ambientación contemporánea aunque impregnada de reminiscencias isabelinas. Por otra parte, lo que me llamó la atención fue la ausencia casi total de elementos humorísticos, tanto en texto como en actuación, ya que siempre, hasta en la tragedia más cruel, Shakespeare sabe que el público agradece cualquier salida bufonesca. La inter-pretación, en líneas generales, era demasiado irregular, con actores espléndidos y otros a los que venía grande la propuesta. Quizás el mismo montaje con otros mimbres hubiera sido distinto. Un nuevo Shakespeare de Adrián Daumas, también presentado en Almagro, nos ratifica en las características generales advertidas en el anterior: Como gustéis3. Si el arranque resultaba ciertamente prometedor (Celia y Rosalina mostrando de manera eficaz el doble plano de drama y comedia en el que viven), la aparición de Orlando hizo tambalear el edificio dramatúrgico que empezaba a alzarse. El afán de modernizarlo todo, hasta el físico de los personajes, determinó que un chico vulgar, con los pelos de punta tintados de rubio, nunca pareciera ser el enamorado y vitalista Orlando. El resto del elenco sí que era interesante, a pesar de que el acostumbrado juego de dobletes no hiciera creíbles varios personajes. La puesta en escena se apoyaba en un simple juego escénico: cortinas que ofre-cían un delante (palacio) y un detrás (bosque). Una veintena de cuerdas, de las que colgaban tres o cuatro vestidos, significaban los árboles. Estaba bien la idea, sobre todo al principio, cuando la novedad era evidente. Pero, después de la sorpresa inicial, la insistencia en el juego debilitó un efecto demasiado reiterativo. El vestuario volvía a parecer muy expresivo, a excepción del atuendo de Rosalina cuando va vestida de dama, tan estrafalario como inadecuado. En el personaje del bufón Parragón se advertían los mayores toques shakesperianos del montaje. Su perfil, totalmente alejado del gracioso del Siglo de Oro, resultaba realmente ingenioso. En suma, aunque se tratara de una obra difícil, fue acometida con el entusiasmo y empeño que caracteriza a este director. El principal mérito que le otorgué en ese momento fue intentar un estilo de montaje de Shakespeare distinto, llevado a sus últimas consecuencias a pesar de no disponer de los materiales de que el director hubiera querido disponer. Con este espectáculo recibí las mismas sensaciones que con Ricardo II: excelentes ideas, atrevidas soluciones llenas de elementos sugerentes, pero una realización que no estaba en consonancia con sus planteamientos. Los siguientes montajes sobre obras de Shakespeare de los que voy a tratar apare-cieron de forma puntual, con directores que no se pueden considerar especialistas en el autor inglés. Por eso, salvo excepciones, no propusieron ideas atrevidas o renovadoras, sino que, como buenos profesionales, intentaron conseguir resultados inmediatos de cara al público. Por orden cronológico comenzaremos por Mucho ruido y pocas nueces4, dirigida por Juan Carlos Corazza, un reconocido maestro de la escena con escuela propia en Madrid, de donde procedían muchos de los actores del reparto. Corazza, argentino de nacimiento, vive en España desde hace años. Hay que empezar diciendo que el referente de la película de Kenneth Branagh resultó inevitable. Estrenada cuatro años antes, en 1993, era demasiada tentación para no imitar algunas de sus particularidades. ¡Cómo no dejarse influir por una producción tan vitalista y deliciosa! Pero esto, que es bueno de cara al espectador, tiene su parte negativa cuando, por ejemplo, se comparan los actores uno a uno. Y conste que buena parte del elenco de Corazza eran profesionales de cierta trayectoria. Todos ellos llevaban la lección aprendida: transmitir un saludable aroma de juventud, de una juventud alegre y confiada, que hace del carpe diem su estandarte. Pero Shakespeare es eso y bastante más. Detrás de ese canto a la vida hay amores encontrados, celos sin control, apariencias más que realidades, referencias a batallas y desgracias mitigadas por lo que son descansos de guerreros, decepciones, frustraciones de unos ideales, derrotas espirituales, saber que junto a tanta alegría de vivir hay mucho de prevención por morir… (3) 25 de julio de 2000. Teatro Principal de Almagro. El año anterior el director había ofrecido Los enredos de Scapin, de Molière, en el mismo local, en adaptación de Mauro Armiño, montaje lleno de ideas y posibilidades, en cierto modo frustrado por la escasa entidad de la compañía. (4) 4 de julio de 1997. Almagro, Claustro de los Dominicos. Ricardo II, de Adrián Dumas. 53 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 aunque sea de felicidad. Después del increíble engaño del personaje de don Juan las cosas no pueden quedar como estaban, aunque en esta versión sí que lo parece, habida cuenta la trivial solución final. Detecté un cierto afán por infantilizar las cosas, más que trivializarlas, cosa que se advierte en los añadidos al texto y hasta en la manera como se encara el original. El resultado fue un querer situarse por encima del autor, operación generalmente condenada al fracaso. No es bueno pasarse de listos. Ni siquiera en el teatro, en donde tan fácil es parecerlo. Porque en el pecado va la penitencia. Pasarse de listo suele dar un toque bachiller que no pasa desapercibido al espectador avezado. Había en el texto demasiados la-tiguillos («estamos haciendo a Shakespeare», «esto no es Hamlet, es Mucho ruido y pocas nueces», hasta citas del Quijote…) que agobian más que hacen gracia. La obra no los necesita. Sin embargo, la representación disponía de ingredientes muy notables para ne-cesitar guiños innecesarios. El clima creado por los intérpretes es parangonable al de la película. Los diálogos de contenido feminista llegaban muy sugerentes, así como el movimiento escénico, en el que incluyo un sencillo pero eficaz dis-positivo, con un juego de cortinas simple pero suficiente para contar la historia. La interpretación, interesante en líneas generales, pareció mejor en las actrices que en los actores. El personaje de Beatriz, arisco por su forma de ser, exageraba quizás los graves de su voz, pero en gesto, en comprensión del papel, en gracia y eficacia, era sumamente brillante. Como las criadas, Margarita y Úrsula. Los actores parecieron más irregulares, menos el que interpretó a don Juan, que sorprendió por sus muchos matices. También el papel de Antonio fue compuesto como una excelente caricatura. En el resto afloraban demasiadas carencias. Sobre todo por la endiablada velocidad en el hablar, que hacía complicada la comprensión del texto. Pero el reparto resultaba eficaz, a pesar de que los pequeños papeles fueron interpretados más por alumnos que por profesionales. También en esta representación, como en las antes comentadas, los dobletes no siempre estaban justificados. Por ejemplo, el actor que interpretaba a don Juan hacía después uno de los alguaciles, sin apenas variar el tipo. Por otra parte, a la música le faltaba una mayor densidad, tan importante como es en el teatro de Shakespeare, y eso que se contaba con el notable creador Luis Delgado. Se podría decir que más que calidad faltaba cantidad, presencia, continuidad. Quizás no contaron con tiempo suficiente para trabajar la música todo el tiempo que hubiera sido conveniente. Con todo, esta producción de Mucho ruido y pocas nueces contenía propuestas interesantes, a pesar de sus limitaciones de producción, llenas de toques juveniles, que intentaron acercarnos, aunque fuera de puntillas, al genio de Shakespeare.5 Una postura más cercana a la manera europea, o inglesa, de montar a Shakespeare, vino de la mano de Calixto Bieito con su montaje de La tempestad6, en versión de Miquel Deselot. Si alguien de los nuestros podía dar un toque más cercano a la modernidad del poeta inglés ese era sin duda Bieito, ya que deambuló por aquellos pagos con frecuencia, sobre todo en el Festival de Edimburgo. Su puesta en escena olía de otra manera, estaba llena de sugerencias, de aristas, de luces y sombras. Según Tomás Marco, compañero de localidad, y entonces Director General del INAEM, su montaje le recordaba de manera extraordinaria el de Peter Brook sobre la misma obra; de ahí que mostrara ciertas reservas al que vimos en el escenario almagreño. Pero al no tener yo esa referencia, no pude apoyarme en nada, a pesar de que pudiera sospechar que habría relación con otras Tempestades. Yo sí vi, en el Teatro Valle de Roma, el excelente trabajo de Giorgio Strehler, pero eso era otra cosa. Aquel estaba construido a base de elementos más mágicos que paródicos, que eran los que aquí predominaban. El director italiano solucionaba la tempestad del principio con telas teñidas de varios tonos de azul que se movían incesantemente; los vuelos de Ariel parecían de acróbatas de circo; la ambien-tación de la isla respiraba frondosidad… Tampoco el montaje de Bieito tenía mucha relación con otra interesante Tempestad que conocí en el Teatro Romea (6) 5 de julio de 1997, Teatro Principal de Almagro. (5) Al año siguiente pude ver otra versión de Mucho ruido y pocas nueces, a cargo del Aula de Teatro de la Universidad de Alicante, con versión y dirección de Juanluis Mira. Fue el 26 de noviembre de 2001, en el Teatro de la ESAD de Murcia. Una puesta en escena humilde y sin retórica, pero plena de aciertos: el escenario es-taba bordeado por una batería de nueve margaritas de alambre y plástico. Era la única decoración. Eso y una pantalla de foro, por donde aparecía una veintena de intérpretes con guitarra, percusión y teclado. De esa manera desenfadada se contaban las historias de amores y desamores de los personajes shakesperianos. Y se paliaban las lógicas deficiencias de la interpretación, como suele suceder en este tipo de grupos. La Tempestad, dirigida por Calixto Bieito. 54 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 de Murcia, creo que en 1984, dirigida por Jorge Lavelli e interpretada por Nuria Espert. De este, majestuoso y espectacular, sólo recuerdo el enorme cajón de madera en el que transcurría la acción, que ahogaba sin embargo el sentido de isla abierta, con el fin de utilizar varias puertas y ventanas camufladas en las paredes del decorado. De aquel cajón podía aparecer cualquier personaje, y siempre de manera sorprendente. Eso y el doblete de Nuria Espert (que era Próspero y Ariel a la vez), originaban más confusión que riqueza expresiva. Imagino que alguna Tempestad más habré visto en mi vida, pero en este momento no la recuerdo, o no la recuerdo bien7. Bieito prescindió del elemento mágico, como antes indiqué. Y lo hacía, como él resuelve todo, de manera rotunda. Próspero y Miranda se hablaban a ras del suelo, sin énfasis alguno. La explicación de la situación que hacía el padre era un relato meramente descriptivo, sin entonación alguna. Antes, Ariel nos había enseñado sin emoción, mediante una proyección, el naufragio de un barco napolitano. Describiendo. Tal vez la única magia que de alguna manera manejó el director estaba en el travestismo de Ariel, innecesario quizás: en mi opinión parecía dema-siado zafio (o zafia) y vulgar. Es el único punto que no terminó de convencerme de este montaje. Para mí Próspero es encantamiento, embrujo, hasta hechicería; y Ariel, aire, un ser etéreo casi imposible de definir. En este montaje Ariel parecía una loca llena de ingenio. De ahí que el espectáculo adoptara un cierto aire de music-hall que, a veces, resultaba un tanto necio. No había correspondencia o, al menos, no estaba lograda, entre la música shakesperiana y las alusiones al musical. Bieito busca con denuedo lo anticonvencional en todo. Y allí lo conseguía con una escenografía somera, sin rompientes ni tramoyas, y un suelo que aparentaba arena gruesa y negra, iluminado de manera sorprendente. También anticonven-cional resultó la interpretación: un Caliban alternativo, un Estéfano imaginativo, y un Trínculo ventrílocuo, pues llevaba unido a su brazo un muñeco que era una verdadera réplica de él. Más próxima a la norma estaba el grupo de nobles que desembarcan en la isla, todos vestidos con elegantes fracs, como hará luego Próspero cuando tenga que enfrentarse a ellos. Los citados nobles se resumían en cuatro que, a su vez, sintetizaban el sentir de cada uno de sus puntos de vista: el remordimiento de Alonso, la calidad humana de Gonzalo y la perversidad de los “malos” Sebastián y Antonio. Se trataba sin duda de una Tempestad distinta, mostrada desde una sugerente perspectiva, sin resto de arqueología shakesperiana alguna, pero llena de matices y sutilezas. La tasa que se paga en un proceso como este es minimizar en exceso la magia de la isla que representa ese otro mundo que Próspero ha ido forjando con su propia sabiduría y poderes sobrenaturales. Bieito prefirió poner el acento en el tema de la lucha por el poder, ya que la acción dramática se sitúa en el final de un período de abuso de la autoridad, y el principio de la restitución de un nuevo orden. Esto es lo que más llegaba en la representación. Más por supuesto que la historia de amor de la que saldrá el futuro gobierno napolitano. En conjunto, se trataba de un bonito espectáculo, quizá no del todo shakesperiano, pero que rezumaba teatro por todos sus poros. El nuevo Shakespeare que vamos a comentar, Ricardo III8, surgió de la iniciativa personal de un actor, José Pedro Carrión, que eligió a un director de prestigio para un proyecto que seguramente le rondaría de tiempo atrás. Hacer el papel de Ricardo III es una de las aspiraciones máximas de cualquier artista que se precie de tal. Encargó el montaje al americano John Strasberg, famoso por ser maestro de actores, y director con el que se podía asegurar un buen resultado. En principio, pues bien sabemos que los intrincados caminos de la creación teatral no aseguran nada. La versión fue de John D. Sanderson, profesor de la Universidad de Alicante, próximo a la creación teatral y cinematográfica española desde hace tiempo. A pesar de los excelentes mimbres, hay que empezar diciendo que el producto final no pasará a los anales del teatro, a no ser por la interpretación de Carrión, muy adecuada a su físico y temperamento. Compuso un personaje (7) Por ejemplo, la que hizo el TEU de Murcia, en 1963, dirigida por José Antonio Parra, con muchos compañeros en el esce-nario (José Manuel Garrido, Pepe Hervás, Pepe Molina, Federico Macabich…). Sólo recuerdo que un gato cruzó el escenario cuando Caliban mencionaba las fieras de la isla. Y poco más. (8) 15 de abril de 1999. Teatro Guerra, Lorca, Murcia. 55 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 malvado sin necesidad de acentuar la deformidad física que indica el texto, que lo marca con propiedad y reiteración. Se dice que Ricardo III es el segundo personaje más importante de Shakespeare, después de Hamlet. Puede ser. Realmente es un papel muy complicado. Viendo este Ricardo III no pude evitar recordar la puesta en escena que había visto de esta obra, diez años antes en Leeds, dentro del espectáculo La guerra de las rosas. Allí todo fluía con naturalidad, y la numerosa compañía, que también tenía que doblar papeles, lo hacía con lógica teatral, dando tiempo a los cambios de vestuario, a camuflar las apariencias con sombreros o pelucas, de manera que resultaba muy difícil advertir si eran actores diferentes los que hacía aquellos personajes. Y cómo no evocar la película de Lawrence Olivier, en la que él, galán característico, adoptaba mediante maquillaje una apariencia inquietante, además de contarse la historia con meridiana claridad. Carrión no quiso acudir a la deformación tópica, y eso me pareció una interesante apuesta. Además que contrató a un buen director, al que le puso en el escenario un elenco con nombres de garantía, aunque escaso. Es el sino de las compañías privadas, que se mueven con presupuestos reducidos. Ricardo III es un drama muy grande, difícil de abarcar si no hay un cierto respaldo del sector público. Y aunque el montaje era digno, no dejó de ofrecer demasiadas limitaciones. Strasberg es muy buen maestro, repito, pero aquí no logró el ritmo que necesita un texto como Ricardo III. De ahí que asistiéramos a una representación plana, lineal, poco imaginativa, larga y desigual, sin apenas más momentos destacados que los que sugiere la obra, que coinciden, además, con determinadas situaciones del protagonista. Los problemas empezaban por los nombres ingleses, numerosos y de difícil retención, de manera que, a la media hora, no se sabía quién era quién. Únase a ello una discutible y curiosa expresión oral, que hacía que los actores cortaran las frases de manera arbitraria e indiscriminada. Carrión estaba mejor cuando aparecía solo (los soliloquios) que cuando se relacionaba con los demás. Las actrices estaban bien, por encima de los actores, irregularidad curiosa en un director como éste, maestro de la interpretación, que vela por la homogeneidad en la actuación. Ellos ofrecían una pobre imagen por sí mismos, pero también porque se veían obligados a hacer más papeles de los que podían. Un ejemplo: Alfredo Alba, que no estaba nada mal en su primera aparición, llegó a interpretar hasta siete personajes, aunque algunos fueran de figuración. Pensé que este actor establecía un récord en el teatro: se mataba o mataba tres o cuatro veces en la misma obra. Y todo ello sin mostrar demasiadas diferencias entre sus personajes. Otro actor, de apariencia joven, con moderna melena, tuvo que hacer de Cardenal. Resultaba totalmente inverosímil. De ahí que el gran problema de esta producción, por otra parte bien intencionada, fuera el manejo de los actores; curioso con John Strasberg. El montaje se alejaba de la espectacularidad, pero falló en su apuesta por la interpretación. Había un engolamiento general, que subrayaba de manera enfática todo cuanto ocurría en escena. Lo contrario de las compañías inglesas, que buscan siempre la naturalidad. Decíamos que el montaje apostaba por la simplicidad, y eso se hacía patente con una escenografía sencilla, de sólo un invento que se bastaba y sobraba: estrado giratorio sobre el que descansaba una tumba, que a veces era altar y otras, mesa. Todo ello adornado con buenos efectos de luz y composición. Se agradecía esa limpieza en la escena. El vestuario era correcto… a no ser porque, de pronto, un personaje, uno sólo (Tyrrel), aparecía con traje actual. Nunca supe por qué. Quizás la mayor y mejor sorpresa fue, al principio, cuando vimos a Ricardo salir de su propia tumba. Con eso se abría el ciclo vital del personaje, ya que, al final, el mismo Ricardo caía en el mismo sepulcro. Ese lance provocó un sutil guiño al espectador, pues, después de muerto, resurgía del túmulo para dirigirse al público, como haría a lo largo de la representación. Una espléndida metáfora que simboliza la eterna presencia de estos siniestros políticos entre nosotros. 56 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 Hamlet es una de esas obras que todo actor inglés que se precie tiene que hacer para doctorarse. En el teatro español hay quien, muy de vez en cuando, lo intenta. El excelente actor Lluis Homar9 lo intentó, con su propia puesta en escena, en un sistema de producción paralelo al citado anteriormente. Carrión y Homar son dos actores que propiciaron montajes de Shakespeare para hacer papeles que podían ser determinantes en sus trayectorias profesionales. Este Hamlet, que contó con la excelente versión de Ángel Luis Pujante, se caracterizó por su sobriedad: enorme escalera negra, con pequeño practicable también pintado de negro. Una imagen tosca y dura, pero suficiente para las numerosas entradas y salidas de los personajes. Ni siquiera la impactante aparición del espectro del padre de Hamlet presentaba algún elemento mágico. Sólo el aspecto del personaje, y su voz, denotaban cierta irrealidad. Así transcurrió una representación que, eso sí, rezumaba teatro por todas partes; rudo e imperfecto, pero teatro. Así fue la interpretación que hizo un Homar que, en principio, no parecía dar la imagen del joven príncipe danés, pero que poco a poco llegó a mostrarse del todo convincente. Quizá fuera una de esas interpretaciones de actores-directores que inevitablemente dejan flecos al no poder abarcar tantos matices y estar demasiado pendientes de todo lo demás. Pero el texto sonaba bien, que no es poco. (9) 25 de enero de 2000, Teatro Circo, Cartagena Luís Homar. Hamlet, dirigida por Luís Homar. 57 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 (10) 22 de julio de 2001, Claustro de los Dominicos, Almagro. La compañía era irregular, como viene sucediendo en cuantas producciones estamos reseñando. Quizás sea lógico en este tipo de obras, ambiciosas como lo son todas las de Shakespeare. Este reparto, que se componía de once intérpretes, resultaba insuficiente ante el elevado número de personajes. Eso obligó, por ejemplo, a suprimir uno de los dos sepultureros, cosa que llama la atención a cualquiera que conozca el texto. El papel de Claudio necesitaba más peso que el del actor que lo encarnaba. El rey usurpador requería más edad; se asemejaba demasiado a la figura de Hamlet. Hubiera sido conveniente un Laertes con más destreza y seguridad. Y que los cómicos tuvieran menos afectación. Llamaba la atención que el famoso parlamento de Hamlet en el que les aconseja naturalidad, aquí muy bien dicho, sea seguido de una actuación tan exagerada, con tartamudeos en muchas partes de la farsa. Poco caso le hicieron al Homar-director, y mucho menos al Homar-Hamlet. Tal fue así que no sólo lograron la indignación del rey (en la ficción) sino la del auditorio (en la realidad). En definitiva estamos hablando de un Hamlet correcto, con algunas imprecisiones propias de las circunstancias en que se hizo la producción. Entre dichas impreci-siones estaban las luchas con espadas, no demasiado elaboradas y bastante im-provisadas. La muerte de Polonio, por ejemplo, resultaba muy convencional; si el actor se hubiera apartado un poco, Hamlet no lo hubiera alcanzado. Con todo, la representación ofreció ritmo adecuado y un montaje lleno de buenas intenciones, aunque la principal fuera que LluisHomar se atreviera con semejante empresa. Otra de las compañías españolas que se han preocupado de manera casi constante por los clásicos es Teatro Corsario. Más por los españoles que por los extranjeros, aunque entre estos no podía faltar Shakespeare como autor de referencia. Su Titus Andronico10 fue recibido con indudable interés en todo el país. Es este un título que tiene su fama gracias a un mítico montaje de Peter Brook. Fuera de eso parece difícil de justificar su inclusión en un repertorio actual. Se trata de un teatro áspero, enloquecido, sólo sostenible por el ejercicio de grand-guignol que supone tal cadena de muertes violentas y asesinatos. Todo bastante dispa-ratado, facilitado por personajes de cartón-piedra, en el que el tópico de más difícil todavía se transmuta en el de más malo todavía. Shakespeare trasladó ese mundo de horror y sangre tomado de la historia romana a su propia realidad inglesa, de ahí que todo ese espanto tuviera plena vigencia en aquel momento: hijos que matan a padres, hermanos a hermanos, padres que se vengan con san-gre. El caso es que viendo este sobrio montaje uno no termina de entender las razones por las que, hoy día, esta obra puede interesar. No veo que la política actual, por muy nefasta que sea, se solucione con sangre. Ni veo dinastías que pretendan suceder a otras con crímenes. Ahora hay distintas sutilezas, quizás no menos condenables, pero de otro cariz. Entiendo a Urdiales queriendo sacar otra moraleja de esta obra emblemática, pero es que los continuos derramamientos de sangre se comen cualquier intención. Para ello planteó una puesta en escena sobria, con un decorado de tubos revestidos de telas blancas cuyos movimientos no resultaban del todo ágiles. Mejor parecieron el vestuario y la interpretación, con un nivel medio excelente como suele tener esta compañía, con físicos muy adecuados a tan terribles personajes, malcarados y sanguinarios. Ello da pie a ciertas sobreactuaciones que acentúan un tono excesivo, truculento, aunque quizás acorde con esta tragedia casi esperpéntica. En España, Shakespeare siempre ha tenido excelentes adaptadores, escritores famosos por otros géneros, que no resisten la tentación de dar su personal visión del poeta de Stratford. Este caso quedó patente con Otelo el moro11, en versión de Luis García Montero, programado en Almagro dos días después de Titus Andronico, y en el mismo escenario. La dirección era de Emilio Hernández. Estamos ante el paradójico drama de los celos, en el que un motivo tan convencional como el del pañuelo robado es capaz de desencadenar una verdadera tragedia. Esa falsedad se convierte en espléndida realidad cuando nos ceñimos al texto. Es magnífico (11) 24 de julio de 2001, Almagro, Claustro de los Dominicos. Otelo el Moro, versión de Luis García Montero. Teatro Corsario: Titus Andronicus. 58 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 cómo la polilla de la duda poco a poco hace estragos. Lo cual resulta evidente en el montaje de Hernández, con su aire de contemporaneidad, marcado sobre todo por las guerreras caquis de los soldados y los amplios y brillantes vestidos de Desdémona. También, por la manera de acentuar el erotismo de las situacio-nes (desnudos integrales al principio de la representación), principalmente en el enfrentamiento de la dulce y tierna esposa con el voluptuoso moro. Nada hace presagiar, como debe ser, los derroteros de esa tormentosa relación, la cual va apareciendo ante la hipócrita sonrisa del Magnífico y una corte de lechuguinos que sólo viven para conocer el resultado del conflicto. Todo en el escenario resultaba muy sensual, partiendo de la propia imagen de Otelo. El actor que interpretaba Yago, en cambio, producía un excesivo aire chabacano; demasiado vulgar para aspirar a ser un alto mando en la milicia. Es el único problema que advertí en la dirección: una tendencia al subrayado, a no dejar fluir de manera natural la historia, con añadidos que no siempre facilitan la acción, aunque le den brillo. Por ejemplo, que una especie de coro de cortesanos vaya diciendo el número de actos; o el previsible juego de alfombras que adornan la totalidad del suelo, en un alarde de intención orientalista, alfombras que los actores van quitando escena a escena para dejar patente la crudeza de mostrar la desnudez de las tablas cuando se llega al final. No obstante, pienso que fueron mayores los aciertos que los defectos de este montaje bien intencionado y mejor interpretado. Sin embargo, no creo que el elemento shakesperiano fuera determinante para sus resultados. Quizás con El castigo sin venganza, de Lope de Vega, hubiéramos asistido a una puesta en escena de semejante textura. Nos hemos detenido en ocho obras concretas de Shakespeare, y citado elementos de otras cuatro o cinco, todas ellas hechas en España en un período de unos tres años, como ejemplo de ciertas tendencias estéticas y técnicas al representar al poeta inglés en nuestros escenarios. No deja de ser un botón de muestra, pero tampoco creo que, fuera de los citados, haya otros trabajos que marquen una línea demasiado diferente a la que hemos anotado. Salvo en un par de casos, el montar a Shakespeare se produce para satisfacer el normal deseo de atreverse con una gran producción, deseo del que participan también quienes toman al poeta inglés como base de su repertorio. Considerando los montajes menciona-dos podríamos confirmar la continua búsqueda de un estilo en la forma de ver y de hacer a este autor. Por cuanto hemos dicho antes resumimos los principales elementos encontrados en cinco puntos básicos: 1) las adaptaciones tienden a un acercamiento contemporáneo al texto clásico; 2) hay una notable predilección por tratar los grandes temas del autor (amor, muerte, usurpación de personalidad o autoridad, lucha desesperada por el poder...) como hechos universales; 3) las puestas en escena son sencillas, con escenografías polifuncionales y vestuarios con intención de actualización; 4) las interpretaciones están cargadas de naturalidad y espontaneidad, y casi nunca van exentas de elementos de humor; 5) la música, más que ilustrar, participa de la acción con motivos relacionados con la historia. Seguramente habrá otras características que añadir a las anteriormente resumidas. Y seguramente también muchas de ellas se podrían aplicar sin problema alguno a los clásicos españoles. Lo que nos lleva a una buena consecuencia: si los ingleses han desarrollado de manera convincente una aproximación a las obras de ayer, personificadas en Shakespeare, pero extensibles a Christopher Marlowe, Thomas Kyd, Thomas Middleton o John Ford, las mismas maneras se podrían aplicar a Lope, Calderón, Tirso, etc. Ese enfoque desenfadado pero profundo, adornado pero sencillo, de interpretaciones mucho más naturales que afectadas, es acorde con el buen gusto y la modernidad, condiciones siempre preferidas por el público, ya sea la obra inglesa, española o francesa. ¿Por qué no ponerlos en práctica con la decisión y medida que se requiere? 59 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 Cuando, en 1990, publiqué mi primer libro de viaje –El río del olvido fue su título–, tuve que dar más explicaciones que si hubiese asesinado a alguien. Comenzando por el editor, que se quedó sorprendido cuando le anuncié el carácter del libro (bien es verdad que lo disimuló muy bien), y terminando por el último lector, parecía como si aquél fuera una provocación, como si nadie recordara ya la lar-guísima tradición de literatura de viaje que España tiene desde hace siglos. Era como si Camilo José Cela, con su célebre Viaje a la Alcarria, hubiese agotado el género y los Delibes, Carnicer, Juan Goytisolo, Sueiro, Ferres, Torbado o Leguineche no existieran, de la misma manera en que Unamuno, Azorín, Ortega o Pla habrían quedado borrados por el renombrado libro del Premio Nobel gallego. Así que, en aquellos meses, me harté de contestar a periodistas que, con su tradicional osadía, consideraban una extravagancia que mi libro no fuera una novela (aún hoy me sigue ocurriendo) y de explicarles una y otra vez lo que en cualquier país de Europa hasta los estudiantes de bachillerato saben: que la literatura de viaje es tan vieja como el mundo; que todos los grandes libros fundacionales, desde la Anábasis al Quijote, pasando por la Odisea, la Canción de Roldán o el Cantar de Mío Cid, han sido libros de viajes, aunque a veces se disfracen de romances o novelas, y que la literatura de viaje, en fin, es la literatura en estado puro o, por lo menos, la que mejor simboliza a toda ella. ¿Pues qué diferencia hay entre la imagen de un hombre que camina por un sitio y, a la caída de la tarde, se sienta bajo un árbol o en el cuarto de su hotel a escribir lo que ha visto y le ha ocurrido en ese día y la del hombre que va andando por la vida y, cada cierto tiempo, se sienta a recordar lo que ha visto o le ha ocurrido hasta ese instante? Pero, en aquel momento, cuando yo publiqué El río del olvido, la literatura estaba viviendo un auge de la novela cuyos efectos (positivos y no tanto) todavía se mantienen hoy en día. Así que todo lo que no fuera publicar novelas, a ser posible con periodi-cidad anual, se consideraba una extravagancia, además de una torpeza. Si el público leía novelas, si el mercado demandaba –y pagaba en consecuencia– fic-ciones y más ficciones, ¿a qué andar experimentando con otros géneros literarios cuya rentabilidad económica no era la misma? A lo largo de los noventa, sin embargo, las cosas cambiaron sustancialmente. La persistencia de algún autor, entre los que me cuento, en el cultivo de la extravagancia, el cansancio paulatino de un mercado saturado de novelas (y de novelistas profesionales) y el inesperado éxito de algunos libros de viaje refrendados por la firma de afamados escritores extranjeros (El desvío a Santiago, de Cees Noteboon, o El Danubio, de Claudio Magris, por ejemplo) hicieron que los editores comenzaran a mirar con interés un género que hasta entonces consideraban una servidumbre a la que de cuando en cuando les obligábamos algunos escritores testarudos. Todavía tengo presente el gesto de sorpresa de los míos cuando, después de un tiempo esperando un original, me presentaba en la editorial con un libro que no era una novela. «Bien, está bien», solían decirme, disimulando su contrariedad, «¿pero para cuándo una nueva novela?» Pero, como decía, el péndulo de las modas, que siempre es im-previsible, junto a los inesperados éxitos de algunos libros de viaje, hizo que el género se abriera paso en los catálogos de las editoriales, incluso en las relaciones de libros más vendidos, al tiempo que aparecían revistas y editoriales dedicadas en exclusiva a él. Uno, en su devoción, se alegra de ello, pero no deja de sospechar que, detrás de ese interés, lo único que existe, como siempre, es el mercado y que, transcurrido un tiempo, la moda se pasará y la literatura de viaje volverá a El viaje como pretexto Julio Llamazares El río del olvido, portada. Trás-os-montes, portada. 60 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 la postración en la que ha estado sumida durante décadas. Porque de lo que se trata no es de publicarla, sino de entender su razón final. ¿Qué es lo que mueve a un hombre, escritor reconocido o aspirante a serlo un día, a coger la maleta y un cuaderno y, abandonando la comodidad de su casa, echarse a cualquier camino para escribir al regreso lo que aquél le haya deparado? La respuesta no es sencilla, pero lo que parece claro es que, detrás de cualquier otra intención, está la de despegarse del habitual entorno de vida; y, también, y al mismo tiempo, la de enfrentarse a otros diferentes. Es lo que hacen también los turistas que cada año invaden por millones el planeta buscando nuevas experiencias. Pero, a diferencia de éstos, el viajero literario va buscando sobre todo la poesía que los caminos guardan en cada recodo. Los caminos no se andan con las piernas, se andan con el corazón, dijo Cela en alguno de sus libros, y a fe que no andaba errado, pues cualquier camino vale para encontrar la felicidad o, al revés, para sentirse el hombre más solitario del mundo. Como para los primeros viajeros (los que escri-bieron el Éxodo, la Anábasis o la Ilíada, pero también los que recorrieron caminos desconocidos sin dejar una sola línea de testimonio), el viaje es un pretexto para contar, como lo es la novela. En ésta, el viaje es ficticio (y en el tiempo, normal-mente), pero es viaje al fin y al cabo por más que muchos lo ignoren, comenzando por los propios escritores. Y no sólo, como podría alguien pensar, porque la mayoría de las novelas encierran viajes en su interior (el Quijote es un ejemplo), sino porque la propia esencia de novelar estriba en despegarse de lo real para emprender un viaje hacia lo desconocido. En la literatura viajera, el viaje es pre-cisamente el motor del texto, el motivo que da pie a ese desplazamiento de la razón que en ella se da por partida doble: se viaja cuando se hace el camino y se vuelve a viajar cuando se narra. De ahí la necesidad que toda persona tiene, sea escritor o no, de contar lo que ha visto y ha vivido cuando regresa de un viaje, ya sea de placer o de negocios. El afán por conocer, por huir de la rutina, por vivir experiencias diferentes y descubrir paisajes distintos, está, por tanto, en el origen de todo viaje, pero no es suficiente para hacer de éste literatura. Claro está que todo viaje puede relatarse en libro, pero no todo libro que cuenta un viaje es un viaje literario, de la misma manera en que no a toda historia puesta en un libro se la puede considerar novela. La literatura de viaje, como ésta, para serlo, necesita una intención, una predisposición estética por parte de quien la escribe. Y esa predisposición no todo el mundo la tiene cuando comienza a andar un camino. Como decía el viajero que yo fui por Trás-os-Montes, no es lo mismo ser viajero que turista: «Turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por pa-sión ». La pasión (de contar trascendiendo lo vivido, pero también de contarse uno a sí mismo al mismo tiempo) ha de estar, pues, en el origen mismo del viaje para que éste sea literario. El viaje, como metáfora de la vida (y de la propia li-teratura: cuando uno empieza a escribir, como cuando empieza un viaje, no sabe nunca lo que le sucederá), se convierte así en un pretexto para reflexionar sobre la condición humana. Emprender un viaje, el que sea, sin saber lo que encontrarás, lo que te sucederá en él, ni siquiera si querrás o podrás contarlo a la vuelta, produce una emoción, mezcla de libertad y de inseguridad vital, que hace que nos sintamos fuera de la realidad; pero también, y a la vez, dueños de ella, como ocurre cuando uno hace ficción. Porque, aparte del camino, está el paisaje, que en el viaje cambia continuamente. Puede ser más exótico o común, más hermoso o menos bello, pero el paisaje, que, junto con el azar y los personajes, compone los tres pilares de la literatura viajera desde que existe, en el viaje se convierte en un espejo en el que nos reflejamos sin darnos cuenta. Da lo mismo que sea exótico o vulgar, familiar o desconocido, el paisaje nos devuelve el reflejo de lo que somos, enfrentándonos a nosotros mismos. Y, como el paisaje cambia, también cambiamos nosotros. Por último, el viaje es también un pretexto para soñar, como la narración lo es en el cuento. El hombre viaja al soñar, pero también sueña mientras camina. Si así no fuera, si al escribir o viajar siguiera en el mismo sitio, con las mismas obsesiones y las mismas ataduras cotidianas, nadie caminaría ni escribiría, salvo por profesión, que también se da. Pero la profesionalización del viaje choca con la precariedad de éste. En el viaje, la estructura es una línea, la del camino que 61 CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº13, 2013 se recorre y no siempre en línea recta, y lo mismo sucede con el argumento, y hasta con los personajes, que aparecen por sorpresa y apenas viven unos segundos. Al revés que en las novelas, en los libros de viaje el azar es el que manda. De ahí la grandeza de un género que fue el primero en nacer y de ahí que el hombre, después de miles de años, siga viajando para contar, pese a que de antemano sepa que tampoco el viaje es definitivo. Lo decía el viajero que también fui por las altas montañas del río Curueño viendo a un ciego que, de tanto ir y venir por el huerto de su casa guiándose de una cuerda, había hecho un surco en la hierba: «El viajero es un hombre que nunca deja de andar y nunca llega a ninguna parte». |
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