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Cuando, en 1990, publiqué mi primer libro de viaje –El río del olvido fue su título–,
tuve que dar más explicaciones que si hubiese asesinado a alguien. Comenzando
por el editor, que se quedó sorprendido cuando le anuncié el carácter del libro
(bien es verdad que lo disimuló muy bien), y terminando por el último lector,
parecía como si aquél fuera una provocación, como si nadie recordara ya la lar-guísima
tradición de literatura de viaje que España tiene desde hace siglos. Era
como si Camilo José Cela, con su célebre Viaje a la Alcarria, hubiese agotado el
género y los Delibes, Carnicer, Juan Goytisolo, Sueiro, Ferres, Torbado o Leguineche
no existieran, de la misma manera en que Unamuno, Azorín, Ortega o Pla habrían
quedado borrados por el renombrado libro del Premio Nobel gallego. Así que,
en aquellos meses, me harté de contestar a periodistas que, con su tradicional
osadía, consideraban una extravagancia que mi libro no fuera una novela (aún
hoy me sigue ocurriendo) y de explicarles una y otra vez lo que en cualquier país
de Europa hasta los estudiantes de bachillerato saben: que la literatura de viaje
es tan vieja como el mundo; que todos los grandes libros fundacionales, desde la
Anábasis al Quijote, pasando por la Odisea, la Canción de Roldán o el Cantar de Mío
Cid, han sido libros de viajes, aunque a veces se disfracen de romances o novelas,
y que la literatura de viaje, en fin, es la literatura en estado puro o, por lo menos,
la que mejor simboliza a toda ella. ¿Pues qué diferencia hay entre la imagen de
un hombre que camina por un sitio y, a la caída de la tarde, se sienta bajo un
árbol o en el cuarto de su hotel a escribir lo que ha visto y le ha ocurrido en ese
día y la del hombre que va andando por la vida y, cada cierto tiempo, se sienta
a recordar lo que ha visto o le ha ocurrido hasta ese instante? Pero, en aquel
momento, cuando yo publiqué El río del olvido, la literatura estaba viviendo un
auge de la novela cuyos efectos (positivos y no tanto) todavía se mantienen hoy
en día. Así que todo lo que no fuera publicar novelas, a ser posible con periodi-cidad
anual, se consideraba una extravagancia, además de una torpeza. Si el
público leía novelas, si el mercado demandaba –y pagaba en consecuencia– fic-ciones
y más ficciones, ¿a qué andar experimentando con otros géneros literarios
cuya rentabilidad económica no era la misma? A lo largo de los noventa, sin
embargo, las cosas cambiaron sustancialmente. La persistencia de algún autor,
entre los que me cuento, en el cultivo de la extravagancia, el cansancio paulatino
de un mercado saturado de novelas (y de novelistas profesionales) y el inesperado
éxito de algunos libros de viaje refrendados por la firma de afamados escritores
extranjeros (El desvío a Santiago, de Cees Noteboon, o El Danubio, de Claudio
Magris, por ejemplo) hicieron que los editores comenzaran a mirar con interés
un género que hasta entonces consideraban una servidumbre a la que de cuando
en cuando les obligábamos algunos escritores testarudos. Todavía tengo presente
el gesto de sorpresa de los míos cuando, después de un tiempo esperando un
original, me presentaba en la editorial con un libro que no era una novela. «Bien,
está bien», solían decirme, disimulando su contrariedad, «¿pero para cuándo una
nueva novela?» Pero, como decía, el péndulo de las modas, que siempre es im-previsible,
junto a los inesperados éxitos de algunos libros de viaje, hizo que el
género se abriera paso en los catálogos de las editoriales, incluso en las relaciones
de libros más vendidos, al tiempo que aparecían revistas y editoriales dedicadas
en exclusiva a él. Uno, en su devoción, se alegra de ello, pero no deja de sospechar
que, detrás de ese interés, lo único que existe, como siempre, es el mercado y
que, transcurrido un tiempo, la moda se pasará y la literatura de viaje volverá a
El viaje como pretexto
Julio Llamazares
El río del olvido, portada.
Trás-os-montes, portada.
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la postración en la que ha estado sumida durante décadas. Porque de lo que se
trata no es de publicarla, sino de entender su razón final. ¿Qué es lo que mueve
a un hombre, escritor reconocido o aspirante a serlo un día, a coger la maleta y
un cuaderno y, abandonando la comodidad de su casa, echarse a cualquier camino
para escribir al regreso lo que aquél le haya deparado? La respuesta no es sencilla,
pero lo que parece claro es que, detrás de cualquier otra intención, está la de
despegarse del habitual entorno de vida; y, también, y al mismo tiempo, la de
enfrentarse a otros diferentes. Es lo que hacen también los turistas que cada año
invaden por millones el planeta buscando nuevas experiencias. Pero, a diferencia
de éstos, el viajero literario va buscando sobre todo la poesía que los caminos
guardan en cada recodo. Los caminos no se andan con las piernas, se andan con
el corazón, dijo Cela en alguno de sus libros, y a fe que no andaba errado, pues
cualquier camino vale para encontrar la felicidad o, al revés, para sentirse el
hombre más solitario del mundo. Como para los primeros viajeros (los que escri-bieron
el Éxodo, la Anábasis o la Ilíada, pero también los que recorrieron caminos
desconocidos sin dejar una sola línea de testimonio), el viaje es un pretexto para
contar, como lo es la novela. En ésta, el viaje es ficticio (y en el tiempo, normal-mente),
pero es viaje al fin y al cabo por más que muchos lo ignoren, comenzando
por los propios escritores. Y no sólo, como podría alguien pensar, porque la
mayoría de las novelas encierran viajes en su interior (el Quijote es un ejemplo),
sino porque la propia esencia de novelar estriba en despegarse de lo real para
emprender un viaje hacia lo desconocido. En la literatura viajera, el viaje es pre-cisamente
el motor del texto, el motivo que da pie a ese desplazamiento de la
razón que en ella se da por partida doble: se viaja cuando se hace el camino y se
vuelve a viajar cuando se narra. De ahí la necesidad que toda persona tiene, sea
escritor o no, de contar lo que ha visto y ha vivido cuando regresa de un viaje,
ya sea de placer o de negocios. El afán por conocer, por huir de la rutina, por vivir
experiencias diferentes y descubrir paisajes distintos, está, por tanto, en el origen
de todo viaje, pero no es suficiente para hacer de éste literatura. Claro está que
todo viaje puede relatarse en libro, pero no todo libro que cuenta un viaje es un
viaje literario, de la misma manera en que no a toda historia puesta en un libro
se la puede considerar novela. La literatura de viaje, como ésta, para serlo, necesita
una intención, una predisposición estética por parte de quien la escribe. Y esa
predisposición no todo el mundo la tiene cuando comienza a andar un camino.
Como decía el viajero que yo fui por Trás-os-Montes, no es lo mismo ser viajero
que turista: «Turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por pa-sión
». La pasión (de contar trascendiendo lo vivido, pero también de contarse
uno a sí mismo al mismo tiempo) ha de estar, pues, en el origen mismo del viaje
para que éste sea literario. El viaje, como metáfora de la vida (y de la propia li-teratura:
cuando uno empieza a escribir, como cuando empieza un viaje, no sabe
nunca lo que le sucederá), se convierte así en un pretexto para reflexionar sobre
la condición humana. Emprender un viaje, el que sea, sin saber lo que encontrarás,
lo que te sucederá en él, ni siquiera si querrás o podrás contarlo a la vuelta,
produce una emoción, mezcla de libertad y de inseguridad vital, que hace que
nos sintamos fuera de la realidad; pero también, y a la vez, dueños de ella, como
ocurre cuando uno hace ficción. Porque, aparte del camino, está el paisaje, que
en el viaje cambia continuamente. Puede ser más exótico o común, más hermoso
o menos bello, pero el paisaje, que, junto con el azar y los personajes, compone
los tres pilares de la literatura viajera desde que existe, en el viaje se convierte en
un espejo en el que nos reflejamos sin darnos cuenta. Da lo mismo que sea exótico
o vulgar, familiar o desconocido, el paisaje nos devuelve el reflejo de lo que somos,
enfrentándonos a nosotros mismos. Y, como el paisaje cambia, también cambiamos
nosotros. Por último, el viaje es también un pretexto para soñar, como la narración
lo es en el cuento. El hombre viaja al soñar, pero también sueña mientras camina.
Si así no fuera, si al escribir o viajar siguiera en el mismo sitio, con las mismas
obsesiones y las mismas ataduras cotidianas, nadie caminaría ni escribiría, salvo
por profesión, que también se da. Pero la profesionalización del viaje choca con
la precariedad de éste. En el viaje, la estructura es una línea, la del camino que
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se recorre y no siempre en línea recta, y lo mismo sucede con el argumento, y
hasta con los personajes, que aparecen por sorpresa y apenas viven unos segundos.
Al revés que en las novelas, en los libros de viaje el azar es el que manda. De ahí
la grandeza de un género que fue el primero en nacer y de ahí que el hombre,
después de miles de años, siga viajando para contar, pese a que de antemano
sepa que tampoco el viaje es definitivo. Lo decía el viajero que también fui por
las altas montañas del río Curueño viendo a un ciego que, de tanto ir y venir por
el huerto de su casa guiándose de una cuerda, había hecho un surco en la hierba:
«El viajero es un hombre que nunca deja de andar y nunca llega a ninguna
parte».