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CATHARUM Revista de Ciencias Sociales y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº14, 2015
El sábado 12 de octubre de 2014, Don José Álvarez Junco, Catedrático de Historia Con-temporánea
de la Universidad Complutense de Madrid, pronunció su conferencia «Los
Nacionalismos en la España Contemporánea», dentro de los Actos Conmemorativos del
12 de octubre que esta misma institución viene gestionando anualmente.
Muchísimas gracias, muchas gracias a todos. Gracias por estar aquí y muchísimas gracias
al instituto y por supuesto a Nicolás Rodríguez y a Juan Cruz por sugerirme venir. Es un
placer poder estar entre ustedes, y espero que cuenten conmigo para otras ocasiones. Es
desde luego un honor ocupar esta tribuna que han ocupado previamente tan distinguidas
personalidades, y si de una cosa me encuentro quejoso o dolido profundamente es de
que me hayan puesto un tema tan complicado como este y que me hayan concedido tan
solo 45 minutos. Yo había solicitado cuatro o cinco horas, pero me dijeron que era impo-sible.
Comprenderán que al tema de los nacionalismos en la España contemporánea yo
le he dedicado fácilmente veinte años de mi vida, he dado cursos de seis meses seguidos
hablando sobre este asunto. Es decir, que lo que voy a hacer aquí va a ser más bien una
enumeración casi telegráfica de temas y de cuestiones intentando definir de una manera
rápida lo que me parece a mí que son las respuestas adecuadas, y, por supuesto, si alguien
quiere mayores aclaraciones, estaré encantado de hacerlas.
Lo primero de todo sería que definiéramos un poquito los términos. Ser de ciencias políti-cas
en lugar de historiador puro y simple me obliga a definirlos un poco. ¿De qué vamos a
hablar? Naciones, nacionalismos. ¿Cómo entendemos los científicos sociales estas cosas?
Un poquito de teoría antes de empezar a hablar del caso español me parece que vendrá
bien.
Creo que se ha trabajado muchísimo el tema de los nacionalismos por parte de miles de
científicos del mundo entero –sociólogos, politólogos, economistas, psicólogos, antropó-logos–,
sobre muy distintos casos. Y que si hay una conclusión general a la que se puede
llegar es que en los últimos treinta o cuarenta años ha cambiado radicalmente nuestra
manera de entender los nacionalismos frente a lo que se decía, por ejemplo, en los años
sesenta. Si hay una conclusión general a la que podemos llegar es que las naciones son
una construcción histórica; es decir, que no son un fenómeno natural que se ha dado ni
obra de la divina providencia, ni los seres humanos nacemos dentro de una nación con
unas características culturales, psicológicas y morales. Así como tenemos unos rasgos
de piel, tenemos también características propias de esa nación: eso es lo que creen los
nacionalistas.
Los científicos sociales hemos llegado a esa conclusión después de trabajar sobre muchos
casos y después de vivir las terribles experiencias que han sobrevenido en el siglo XX,
debido a los nacionalismos en buena medida, especialmente las dos guerras mundiales
en Europa, y sobre todo los terribles excesos de la segunda, con casos de genocidios y
de depuraciones étnicas en muy diversos países. Y es que las naciones son un fenómeno
político construido porque sirven a intereses sobre todo políticos, en algunos casos eco-nómicos
y en otros culturales. Es el dominio de una élite sobre un conjunto social al que
convencen de que son de una manera, de que tienen unas reivindicaciones, de que hay
Los nacionalismos en
la España contemporánea
José Álvarez Junco
Transcripción de Alba Yanes y María García
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una voluntad colectiva y de que sus enemigos o sus rivales o los que no les dejan realizar
esa plenitud vital que tendrían si realizaran su voluntad volitiva son los vecinos, que son
los enemigos. Se trata de una minoría cultural interior o algún país opresor que está im-pidiendo
que realicen su libertad y su plenitud. Esto son las naciones. Y los nacionalismos
se han ido desarrollando de manera muy distinta según cada caso:
Primero, en los distintos países europeos, porque la fórmula del estado-nación fue una
fórmula europea, exportada después a las antiguas colonias y a otros lugares del mun-do
que han intentado adoptar también el formato de estado-nación, que es el que ha
regido en el mundo a lo largo de los últimos doscientos años y que hoy, seriamente,
creemos muchos, está en crisis. Y está siendo superado sobre todo por algunas fórmulas
innovadoras de la Unión Europea, arrebatando poderes soberanos a los viejos estados y
eliminando la idea, o suavizando al menos los incentivos para la idea, de que los pueblos
tienen derecho a dominar un territorio, que existen los pueblos, que hay una cosa que se
llama «voluntad colectiva» y que esa es la base de la soberanía y del dominio político de
un territorio. Bueno, esto es una especie de enunciado general sobre lo que pienso de los
nacionalismos, y no soy una excepción, porque creo que esto es lo que piensan la mayoría
de estudiosos en el mundo entero.
En segundo lugar empiezo a hablar sobre el caso español, el caso español y sus antece-dentes:
El nacionalismo es un fenómeno contemporáneo; por lo tanto no podemos hablar de
nacionalismo español o nación española en el siglo I d.C., ni mucho menos en el siglo
III d.C., ni tampoco en el siglo XII d.C.: es un fenómeno contemporáneo. ¿Por qué es un
fenómeno contemporáneo? Porque la nación fue el sujeto colectivo inventado por las
revoluciones antiabsolutistas, revoluciones liberales. Es decir, cuando los colonos nortea-mericanos
se rebelaron contra el rey de Inglaterra y dijeron «no queremos obedecer las
órdenes que nos llegan de Inglaterra, especialmente en relación con los impuestos», fue
cuando eligieron un sujeto alternativo al soberano inglés, y ese sujeto alternativo era
«nosotros»: We the People of the United States, ‘nosotros el pueblo de los Estados Unidos’.
Ahí no existe la palabra nación, pero encontramos el «nosotros», es decir, el pueblo,
que en inglés se utiliza bastante más que nación y con un sentido diferente. Cuando los
revolucionarios franceses, muy poco después, le fueron a poner cortapisas a la voluntad
de Luis XVI y este dijo: «¿Pero quiénes son ustedes?», los representantes de los Estados
Generales le contestaron: «La nación francesa». Es decir, existe un sujeto colectivo, «la
nación», que es el que tiene derecho a tomar las decisiones legítimas sobre los destinos
de esta parte del mundo que se llama Francia.
En España no empieza a ocurrir esto hasta que no hay una revolución liberal o hasta que
a alguno se le empieza a abrir la cabeza y comienza a pensar que podría haber una revo-lución
liberal y que se podría terminar con el absolutismo monárquico. Que el soberano
de España no es su majestad el Rey, no es el dueño de este país: los dueños de este país
somos nosotros, los españoles, y esa es una idea que no se pone sobre papel hasta la
Constitución de Cádiz de 1812. Por tanto es una idea moderna, más bien contemporánea,
siglos XIX y XX. Eso de ninguna manera quiere decir que antes de esa fecha no se hubiera
ido elaborando algo así como una identidad española, claro que sí. Ya en la Antigüedad se
empieza a hablar de Iberia por parte de los griegos, de Hispania por parte de los latinos,
y se empieza a hablar de que a Hispania vino Hércules, que cerró el Mediterráneo porque
sus aguas se vertían al Atlántico, y lo cerró con enormes rocas, y después de eso dejó aquí
a su hijo, que se llamaba Hispano, y por eso esta tierra se llama Hispania, y que este fue el
primer rey de Hispania, etcétera. Empieza ahí a hablarse ya de la identidad de Hispania y
de que existen los hispanos. Nunca hubo una provincia romana que se llamara Hispania;
como mínimo fueron dos: Hispania Ulterior y Citerior. Y en algún momento fueron tres,
y en otro momento fueron cinco. Pero sí había una idea de una cosa que se llamaba
Hispania, que en la Edad Media terminará siendo traducida por Alfonso X el Sabio como
España. Claro que Hispania o España no quería decir lo mismo que ahora, porque quería
decir península ibérica y no incluía, por ejemplo, a Canarias, y sí a Portugal. Desde luego,
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Portugal era parte de España, así que, aunque el término se mantenga, el significado
no es el mismo indiscutiblemente. El término de los hispani, posteriormente traducido al
francés como ‘españoles’, se utiliza al final de la Edad Media para referirse a los reinos
cristianos que están situados al sur de los Pirineos, no a los reinos musulmanes, que se
llamaban Al-Andalus. Y como Alfonso X es un rey muy culto, y entre otras cosas sabía
francés, pues utiliza para traducir hispani el término «español». Un término muy raro, un
adjetivo muy raro, porque, si lo piensan ustedes, en la lengua castellana no existe ningún
otro colectivo, ningún otro gentilicio para referirse a otra población que termine en –ol;
solo se me ocurre uno, que es mongol, pero creo que no hay ningún otro. Lo normal es
que hispani hubiera terminado dando en castellano espanido, espanense, españón, que tienen
las terminaciones normales de los gentilicios españoles. Pero fue la influencia francesa lo
que hizo que acabara dando «español».
A lo largo de la Edad Media se va creando una cierta identidad para los cristianos del sur
de los Pirineos que se llama «los españoles». Con los Reyes Católicos, como sabemos, se
produce un acontecimiento fundamental, que es la unión de reinos. Los dos reinos más
grandes de la península, el reino de Castilla y el reino de Aragón –o más bien la monar-quía
aragonesa, que se compone de varios reinos– se funden con Fernando e Isabel, que
a continuación conquistan un tercer reino, que es el de Granada, a los musulmanes. Una
vez muerta Isabel, Fernando se casa con una aspirante al trono de Navarra y envía sus
tropas y conquista Navarra. Con lo cual hay ya cuatro reinos de la península, todos menos
Portugal. Y naturalmente Fernando e Isabel hacen todo lo posible para casar a sus hijos
con los herederos de Portugal y así unir toda la antigua Hispania. Y algo más, porque ha-bía
también territorios italianos, y, como ustedes saben, empieza también por esa época
la expansión por África y la conquista de islas atlánticas como las de Canarias; es decir,
que van ampliando sus reinos. No están logrando la unidad nacional, como decían las
historias que nos enseñaban a los niños durante el franquismo. La reina Isabel no tenía
ni idea de lo que era eso que llamaban «unidad nacional», ni le importaba un bledo. Lo
que a Fernando e Isabel les importaba era reunir cuantos más territorios podían, como a
cualquier gran señor feudal o como a cualquier gran monarca o emperador de la época
medieval. Tanto es así que cuando Fernando se casa en su segundo matrimonio lo hace
con la heredera o una de las aspirantes al trono de Navarra. Hacen unas capitulaciones
matrimoniales y en una de ellas, la de Foix, consigue que los hijos que nazcan de ese se-gundo
matrimonio hereden los territorios de la corona de Aragón más los territorios italia-nos
incluidos dentro de ella. Mientras que los hijos del matrimonio anterior de Fernando
heredarán Castilla, Granada, los territorios africanos y lo descubierto en el Atlántico, in-cluyendo
todos los territorios de América. Es decir, que Fernando está pensando en dividir
sus reinos como cualquier rey medieval. Por tanto, de «unidad nacional» nada. Lo que hay
es un hecho político, una unión política circunstancial. Pero, por azar, ese segundo matri-monio
no tuvo hijos. Bueno, sí tuvo un hijo, pero murió a los dos o tres meses, de manera
que no hubo esa división entre Aragón y Castilla que se podía haber dado si el segundo
matrimonio hubiera tenido hijos que hubieran llegado a la edad de heredar y procrear.
El segundo hecho importantísimo que ocurre también en el reinado de los Reyes Católi-cos
es la unidad religiosa. Hispania o Espania era en ese momento una de las zonas más
multiculturales de Europa y coexistían al menos las tres religiones clásicas: la cristiana,
la musulmana y la judía. Los Reyes Católicos, tres meses después de haber conquistado
Granada, expulsaron a los judíos, como se sabe, y diez años después, en 1502, a los
musulmanes, contraviniendo lo que habían firmado en las Capitulaciones de Granada
con el rey Boabdil, en las que habían jurado que respetarían la religión de sus súbditos,
la manera de vestir, la lengua y sus jueces naturales, etcétera. Pero no parece que el
perjurio sea ningún inconveniente, porque la Iglesia está en todo momento pensando en
canonizar a Isabel la Católica.
Expulsaron a los musulmanes, expulsaron a los judíos y posteriormente incluso a los
musulmanes que en un principio se convirtieron y se llamaron moriscos, que fueron ex-pulsados
por una segunda vez en tiempos de Felipe IV. Con lo cual, para ser súbdito del
rey de España o del Monarca Católico, que era también su título oficial concedido por el
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papa Alejandro VI, había que ser católico. Así pues, se iba formando una unidad alrededor
de dos hechos: uno, ser súbdito de ese monarca; dos, ser católico. Pero son dos datos muy
importantes que marcan a los españoles a lo largo de los siglos XVI, XVII e incluso XVIII.
Los siglos XVI y XVII son marcados de manera muy fuerte porque son los siglos de la Con-trarreforma,
y España va a defender una posición muy clara, muy dura y tajante a favor
del papa, llegando a ser la gran potencia papista. La leyenda negra va subrayar mucho
el fanatismo y las crueldades de los españoles, que defienden la autoridad del pontífice
frente a las nuevas teorías de Lutero. Por lo tanto, sí se va forjando una identidad, política
por un lado y cultural-religiosa por otro.
Pero llega la Edad Contemporánea con la invasión de las tropas napoleónicas a España y
en ese momento uno se da cuenta de que la identidad que se ha ido formando en siglos
anteriores es bastante fuerte porque hay una reacción muy marcada a favor del rey y de
la religión contra esos franceses que, entre otras cosas, son anticlericales, y que han sido
regicidas, que le han cortado la cabeza a su rey. Las élites no estaban divididas, más bien
estuvieron a favor del nuevo rey, de José Bonaparte, pero la reacción popular y las diri-gidas
sobre todo por el bajo clero fueron muy fuertes contra los franceses y les plantea-ron
muchísimos problemas, como todos sabemos, para controlar la península. Es en ese
momento de lucha contra Napoleón, en que el país se ha quedado sin rey porque tanto
el monarca anterior, Carlos IV, como el nuevo, Fernando VII, están prisioneros en Francia,
cuando las Cortes reunidas en Cádiz van declarando, en aquellos famosos tres primeros
artículos de la Constitución, el dogma de la soberanía nacional: España no es ni puede ser
propiedad de ninguna familia ni persona, lo cual quiere decir que España pertenece a los
españoles, al conjunto humano que somos los españoles, y si tenemos un rey es porque
nosotros queremos tenerle como rey y en las condiciones que nosotros le pongamos,
naturalmente. Con lo cual se está proclamando ahí ya el dogma de la soberanía nacional.
El nacionalismo español nace, por tanto, ligado al liberalismo, y va a seguir los avatares
del liberalismo. La derecha española, la derecha católico-conservadora en general, va
a ser antinacionalista en aquella primera fase. Ellos defienden la religión, defienden al
monarca absoluto, pero no defienden a España, ni mucho menos la soberanía del pueblo
español sobre este territorio. Durante la primera guerra carlista en 1836-37 –dense uste-des
cuenta de lo sorprendente que es este dato–, cuando en la prensa aparecían noticias
que decían que las tropas nacionales habían conquistado la ciudad tal o la colina cual,
querían decir «los liberales han conquistado», frente a los carlistas, a los que se llamaba
los usurpistas o el ejército católico o simplemente los carlistas. La idea de nación va ligada
al liberalismo porque la idea de nación, en definitiva, quiere decir que el poder procede de
abajo, que viene del pueblo. El pueblo establece el poder y le da legitimidad al poder y le
pone las condiciones del ejercicio del poder, incluso suplanta o elimina o destituye a quien
está en el poder, mientras que la idea tradicional de los conservadores era que el poder
viene de arriba, que viene de Dios. Dios nos ha colocado a este hombre providencial o a
Expulsión de los moriscos de España.
Promulgación de la Constitución de
1812, por Salvador de Vinegra.
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esta familia, que es la que debe regir este territorio. Por tanto, la idea de nación era una
idea democrática, era una idea de izquierdas. Cuando cien años después, en 1936-37-38,
la prensa publica «las tropas nacionales han conquistado una colina», quiere decir «las
tropas de Franco han conquistado una colina». La nación se ha convertido en una idea
de derechas. ¿Cómo se ha producido este proceso? Bueno, es una cosa muy complicada
a la que podríamos dedicarle mucho tiempo, pero el caso es que la derecha católica (digo
derecha católica porque el catolicismo es la base ideológica para el conservadurismo, en
ese momento) se ha dado cuenta de que la nación es un dogma absolutamente inevitable
en el mundo contemporáneo, y que lo que tienen que hacer es adecuar sus esquemas a
la nueva idea de nación. Y lo que hacen es convertir las viejas historias de la Iglesia espa-ñola
en historias de España, identificar España con el catolicismo: España ha sido grande
cuando ha defendido el catolicismo, España ha decaído cuando ha dejado de defender el
catolicismo, España es un país protegido por la providencia divina, etc. Y ahí se originará
la teoría definitiva de lo que se suele llamar el nacional-catolicismo. Y ese nacional-catoli-cismo
es el que acaba inspirando, pues, a Vázquez de Mella y a Primo de Rivera, y al final
al general Franco y a los sublevados en 1936.
En fin, en el siglo XIX ocurren muchas cosas: es un siglo muy azaroso, muy complica-do,
con constantes transferencias del poder, de izquierda a derecha, de absolutistas a
liberales, de liberales progresistas a liberales moderados y de moderados a progresistas
de nuevo; revolución del 68; caída de los Borbones; establecimiento de otra monarquía
que son los Saboya; después república, república unitaria, república federal; vuelven los
Borbones. Es un siglo complicadísimo. Consecuencia de este siglo es que el proceso de
nacionalización en España no se termina de hacer con suficiente fuerza. Entre otras cosas
porque no hay los acuerdos básicos que tiene que tener una comunidad para entenderse,
para que todos se consideren miembros del mismo cuerpo. Cuando en Estados Unidos un
policía persigue a un vendedor de objetos de contrabando en Nueva York, el policía lleva
una banderita norteamericana y el vendedor de objetos de contrabando también. Uno
será un delincuente, otro será un policía, pero los dos se consideran americanos. Bueno,
en España no había, por ejemplo, una bandera: había dos banderas como mínimo, tres
con los republicanos: la carlista; la liberal, roja y gualda, y la tricolor de los republicanos.
Tres banderas. No había un himno, había como mínimo dos: la Marcha Real por un lado, el
Himno de Riego por otro. No había una fiesta nacional, había veinticinco fiestas naciona-les
según el periodo político del que estemos hablando. Bueno, y el himno, cuando llegó a
haber un himno, no tenía letra. Y cualquiera se atreve a ponerle letra a ese himno. Porque
¿qué cantamos? ¿Cantamos las glorias de los tercios de Flandes y las tres carabelas y el
descubrimiento de América y la defensa de la fe católica? Pues habría muchos españoles
que a lo mejor no nos sentiríamos identificados con eso. ¿Cantamos las libertades y la
democracia y la constitución? Pues habría muchos españoles que no se sentirían identi-ficados
con eso. Es decir, no tenemos los acuerdos básicos sobre los que edificar los sím-bolos
mismos que unen a una comunidad. Este es uno de los problemas fundamentales
que para la construcción nacional vienen del siglo XIX. Hubo otros: por ejemplo, que el
Estado español se convirtió en una potencia muy débil, que perdió la mayor parte de su
imperio nada más comenzar el siglo XIX, y lo que quedaba del imperio a punto de finalizar
el siglo, en el año 98; que dejó de ser relevante por completo en la política internacional;
que tuvo unos problemas económicos espantosos, entre otras cosas debido a la pérdida
del imperio, con una deuda constante: solo pagar los intereses de la deuda se llevaba un
tercio del presupuesto nacional. El Estado no tenía dinero con el que construir carreteras
para crear un mercado único, ni tenía dinero con el que edificar escuelas para educar a
todos los españoles en la misma lengua como hacían los franceses, que tenían tanta di-versidad
lingüística como España al comenzar el siglo XIX y que dejaron, por supuesto, de
tenerla al terminar el siglo. El Estado era débil y con constantes zigzags políticos y peleas
políticas, como he dicho.
Pasemos al siglo XX, porque aunque quería hablar de historia como les dije al principio,
tengo que ir muy rápido y no puedo detenerme. En el siglo XX culminan todos estos
desastres y todas estas peleas políticas, y ¿qué es lo que acaba ocurriendo? Pues lo que
acaba ocurriendo es que se llega a una terrible guerra civil, la de 1936-39, que no es la
Sexenio Revolucionario1868-1873,
Viñeta satírica de la revista La Flaca,
1873.
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primera en la historia de España, porque había habido tres guerras civiles en el siglo XIX,
pero desde luego ninguna de la magnitud de la de 1936-39. Y al terminar esa guerra civil
se establece una dictadura. Y esa dictadura durante casi cuarenta años domina el país,
como sabemos. Y lo domina, entre otras cosas, para establecer la unidad nacional, porque
uno de los peligros que había con la República según lo veían los rebeldes del 36 era la
disgregación de España, el desmembramiento de España, debido a los nacionalismos
separatistas de Cataluña y del País Vasco, sobre todo, pero también el gallego y algunos
otros que empezaban a surgir. Entonces, el franquismo vino asociado al nacionalismo es-pañol,
que se intentó imponer. ¿Cómo? Pues por la fuerza, de la manera en que se hacían
las cosas. A los catalanes a los que se pillaba por la calle hablando catalán, un policía les
decía: «No hables como un perro, habla en cristiano, habla la lengua del imperio». O les
daba una bofetada, o se los llevaba a comisaría, este tipo de cosas. No parece que esa
sea la mejor manera de ganarse el alma y el afecto de la gente. Lo que sí lograron es que
el catalán no tuviera expresión pública o tuviera muy pequeña expresión pública. Pero
desde luego se refugió en lo privado y permaneció y fue muy fuerte, como todos sabemos
que ocurrió.
La guerra civil fue producto de muchas cosas, no solamente de la tensión con los naciona-lismos
vasco y catalán. Nacionalismos vasco y catalán que, por otra parte, eran producto
de la debilidad del Estado español y de su fracaso, sobre todo al perder el imperio en
la guerra de 1898. A partir de ese momento es cuando se lanzan los dos como fuerzas
políticas que empiezan a tener algún éxito electoral. Pero no era solo eso, es que la Es-paña
de comienzos del siglo XX –hablo de hace cien años– tenía un terrible problema
educativo: no había escuelas, había un 60% de analfabetos. Y las escuelas estaban en
buena medida en manos de la Iglesia, no había escuelas públicas. Había un problema
agrario, de millones de braceros sin tierra, y provincias y provincias que estaban en manos
de unos cuantos latifundistas que prácticamente ni eran capaces de visitar sus fincas. Un
pretorianismo constante, un constante intervencionismo militar, con golpes de estado o
pronunciamientos que eran, contando los que tenían éxito y los que fallaban, casi uno
al año. Hubo aproximadamente un centenar de golpes, de intervenciones militares o de
intentonas de intervención militar a lo largo del siglo XIX. También un problema de cleri-calismo
y de peso de la Iglesia, muy superior incluso al normal en los países católicos, que
abrumaba y que coartaba la modernización de la cultura y del pensamiento en España.
Todos estos problemas, en la España de comienzos del siglo XX.
Lo curioso, lo interesante del asunto es que tras la guerra civil, tras los casi cuarenta años
de franquismo, tras el despegue económico de los años sesenta –a partir de 1959-60-
61–, tras la migración masiva de la España rural a la España urbana, estos problemas casi
habían desaparecido. Y una vez muerto Franco, se hace la transición y se hace de una
manera relativamente fácil y relativamente rápida. Y España se convierte en una democra-
Juan Negrín e Indalecio Prieto.
Desfile de la Victoria.
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cia. Y da la impresión de que se han terminado todos esos problemas, de que ya no hay
problema agrario. No lo hay, realmente no lo hay; los latifundistas y los braceros sin tierras
se han terminado. No hay problema de pretorianismo, sobre todo después de las últimas
intentonas de los años 81-82 y de la transformación del ejército que se ha producido a
partir de entonces. No hay problema clerical, por lo menos no tan fuerte como antes. Hay
una cierta separación Iglesia-Estado, aunque sigue habiendo una fuerte influencia de la
Iglesia, sobre todo en connivencia con las fuerzas conservadoras. No hay en ese momento
un problema económico, no somos un país tan atrasado. Vuelve a haber problema econó-mico
con la crisis actual, que es común a toda Europa, aunque aquí sea algo más fuerte.
Pero, de todas maneras, España ha logrado un cierto nivel de bienestar parecido ya al de
los países europeos, que es de los más altos del mundo. Se ha terminado con el problema
político de las dictaduras y se ha establecido una democracia que es más o menos homo-logable
con la de otros países. Y sin embargo persiste uno de los problemas heredados,
que es el de la distribución territorial del poder. Y el problema de los nacionalismos vasco
y catalán. Y a esto es a lo que quiero dedicar la última parte de la conferencia.
El problema de los nacionalismos vasco y catalán se intentó resolver en la Constitución de
1978, la actual, dándoles gusto a todos. En el artículo segundo se establecía la indisoluble
unidad de España, patria común e indivisible de todos los españoles. Pero, a la vez, ese
mismo artículo garantizaba el derecho a la autonomía de las regiones y nacionalidades.
No se sabe qué quiere decir derecho a la autonomía, es algo que no está consagrado por
el derecho internacional, y el concepto de nacionalidades tampoco tenía tradición jurídica
en España. En el preámbulo se dice también que la nación española desea proteger a
todos los españoles y a todos los pueblos de España en el ejercicio de los derechos huma-nos,
sus culturas, tradiciones, lenguas e instituciones; es decir, los pueblos existen antes
de la nación española, según parece, y la nación española quiere protegerlos. Tampoco
se sabe cuáles son estos pueblos y cuáles sus derechos a la autonomía. Como sabemos
también, en la Constitución del 78 se pensaba en dos categorías de autonomías: una,
las históricas, Cataluña, País Vasco y Galicia; y dos, el resto. Las históricas accederían a
la autonomía antes que las otras, y además tendrían un nivel de autonomía más grande,
un nivel de autogobierno mayor que el resto. El primero que rompió ese acuerdo, esa
baraja, fue el PSOE, que, como tenía mucha fuerza en Andalucía y pretendía desbancar
por completo a UCD allí, hizo la campaña para que no fueran tres sino cuatro las regiones
con el grado máximo de autonomía. Y lo consiguió a través de un referéndum en Anda-lucía
–es bien conocido, en enero del año 80–, un referéndum que además no ganaron,
porque tendrían que haberlo ganado en todas las provincias y no ocurrió así en Almería,
aunque se hizo un arreglo para que pudiera aceptarse. De esta forma Andalucía ya quedó
incorporada a las regiones que se consideraban nacionalidades o autonomías de primera.
A continuación, se estableció la competencia para intentar que todos los demás accedie-ran
a ese nivel y, en efecto, fueron accediendo otras. Con lo cual los catalanes y vascos
sobre todo, los nacionalistas catalanes y vascos, no se sintieron satisfechos porque, con
aquello del café para todos, estaban siendo colocados al mismo nivel que regiones recién
inventadas y sin ninguna tradición de autonomía, como La Rioja o Cantabria o Murcia,
etc. O Madrid. Y siguieron entonces la huida hacia adelante pidiendo mayores derechos.
Los demás quisieron ponerse al mismo nivel de ellos. En fin...
Protagonistas de la Transición.
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Hay un artículo del Estatuto valenciano actual que lo resume todo. Viene a decir que el
Gobierno valenciano tendrá derecho a tales y tales y tales competencias y a todas aque-llas
otras que tenga otra región autónoma, que ellos también quieren tenerlas. O sea, que
esta es una carrera que no hay posibilidad de que termine, sobre todo por los catalanes
y vascos, nacionalistas catalanes y vascos. (Si yo alguna vez digo catalanes y vascos recti-fíquenme,
porque no creo que exista una cosa unitaria que se llame catalanes ni vascos;
en Cataluña, por ejemplo, hay seis o siete tendencias políticas claramente diferenciadas y
nadie puede hablar en nombre de todos los catalanes.) Lo que querían los nacionalistas
era distanciarse de los otros, y los otros lo que quieren es que no se distancien sino po-nerse
ellos al mismo nivel, con lo cual es imposible que se pueda dar satisfacción a todos.
¿Qué más cosas han ocurrido a lo largo de estos treinta años? Bueno, si dejamos de lado
la crisis de los últimos siete, ocho años, en principio la historia había sido una historia de
éxito. Claro, no se puede dejar de lado esta crisis económica porque en buena parte ha
sido lo que ha desatado la nueva crisis con el catalanismo, pero sobre eso iremos ahora.
La historia era más o menos una historia de éxito al llegar el año 2000 o algo así, y daba
la impresión de que todos los problemas podían irse resolviendo. Parecía incluso que el
nacionalismo empezaba a tener mala prensa porque se veía ligado a terrorismo, en el
caso español a ETA. El nacionalismo se asociaba siempre a terrorismo en otras zonas del
mundo, a países atrasados, a países con problemas. Y nosotros queríamos ser como los
ingleses, como los franceses, como los alemanes, que no tienen problemas, entre otras
cosas, de nacionalismo. Daba la impresión de que los nacionalistas vascos y catalanes
no tenían apoyo internacional. Siguen sin tenerlo. Y un nacionalismo, un movimiento
secesionista que no tiene apoyo internacional, dificilísimo es que triunfe. En Ucrania
ha triunfado un secesionismo en Crimea, pero porque ha tenido evidentemente apoyo
ruso. En la península ibérica en los últimos cinco siglos solo ha habido un movimiento
secesionista que ha tenido éxito, el portugués, pero porque tuvo apoyo internacional,
tuvo apoyo de Inglaterra. Y Portugal sobrevivió durante siglos siendo una especie de
protectorado de ese país. Es decir, que el apoyo internacional es absolutamente crucial
para estas cosas. No existía tampoco ese elemento. Estábamos en la Unión Europea. En
la Unión Europea el Estado español estaba cediendo competencias hacia arriba. En el
interior estaba cediendo competencias hacia abajo, a las comunidades autónomas. Daba
la impresión de que se podría llegar a un acuerdo. La Constitución del 78 no dejaba
claramente establecido cuáles son las competencias y cuáles los recursos que correspon-den
al Estado central; cuáles son los que corresponden a las comunidades autónomas
y cuáles a los ayuntamientos. Se iba llegando a acuerdos, pero de una manera muy asi-métrica
y a través de las sentencias del Tribunal Constitucional, y parecía que teníamos
una manera de ir tirando más o menos. Pero, desgraciadamente, en los últimos tiempos
parece que las cosas han empeorado.
Si me hubieran preguntado cuál era mi opinión y por dónde podía ir España hace so-lamente
cuatro o cinco años, yo habría dicho que había tres posibilidades. Una, que se
produzca una fragmentación a la balcánica, que nos dividamos y que se creen estados
independientes que intenten ser homogéneos culturalmente; que los castellanoparlantes
se conviertan en una minoría discriminada en Cataluña o en el País Vasco o en Galicia.
Esa sería una solución bastante mala: yo diría que no es una solución muy moderna, muy
acorde con los tiempos, pero es una posibilidad, aunque no la creo muy cercana. Otra
posibilidad, la mejor, la más sensata, la más racional: que lleguemos a un acuerdo de fe-deralizar
este país, que reformemos la Constitución del 78 y que establezcamos con clari-dad
cuáles son los poderes del Estado central, cuáles son los poderes de las comunidades
autónomas, cuáles son sus competencias y recursos, y nos atengamos a eso en el futuro.
Que pongamos sobre el papel los acuerdos, que ese papel se llame constitución, y que los
acuerdos sean aquellos a los que hemos llegado en estos treinta años de democracia o
los que consideremos necesarios para seguir juntos en el futuro. Eso es más racional, más
sensato, pero no lo veo muy probable. Y la tercera posibilidad, que continuemos como
estábamos y que siga habiendo bastante lío pero que más o menos sigamos conviviendo
con pequeños apaños o chapuzas, dependiendo de cuál sea la situación política. Esto es
lo que yo hubiera dicho hace cuatro años.
Aberri Eguna.
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Pero desde 2010 o 2011 para acá las cosas han empeorado, en buena parte debido a los
desacuerdos entre los dos partidos principales del país. Para empezar, el propio gobierno
del PP en el segundo mandato de Aznar, a partir del año 2000, logró enemistarse con
los dos nacionalismos. Reveló que en los primeros cuatro años había llegado a acuerdos
con los vascos y los catalanes –Aznar había sido bastante realista y bastante sensato–,
pero en los siguientes cuatro años, en cuanto tuvo mayoría absoluta, reveló su verdadera
personalidad y logró que los dos se enemistaran con él. Con los vascos ocurrió el famoso
proyecto de Ibarretxe, que era prácticamente romper la baraja: consistía en establecer un
acuerdo confederal con España, con lo cual los vascos podían marcharse cuando quisie-ran.
El proyecto Ibarretxe fue neutralizado en su debido momento y no llegó a más.
Con los catalanes la cosa se envenenó hasta el punto de que se hizo el pacto del Tinell;
por él todos los partidos catalanes decidieron coaligarse contra el PP y resolvieron, inclui-do
el Partido Socialista Catalán, no llegar nunca a ningún acuerdo con el Partido Popular:
ningún acuerdo de gobierno, ningún pacto de gobierno. Llegó a continuación Zapatero,
y una de las causas que le llevó a la Moncloa fue prometer al nacionalismo catalán que
aprobaría la reforma del Estatuto que fuera aprobada por el Parlamento de Cataluña.
Era una promesa bastante arriesgada. Como es sabido, el Parlamento de Cataluña se
apresuró a aprobar un estatuto nuevo en 2005, que era muy lanzado, muy en términos
confederales también, muy cercano a lo que había propuesto Ibarretxe. Zapatero tuvo
que desdecirse de lo que había dicho: retiró su apoyo a ese estatuto y hubo que negociar
otro. Y ese segundo estatuto aprobado por el Parlamento de Cataluña, aprobado por el
Parlamento español, aprobado por el conjunto del electorado catalán en referéndum, se
vio recusado por el PP ante el Tribunal Constitucional, y el Tribunal Constitucional recti-ficó
unos cuantos de sus artículos. Como mínimo reconocerán que hubo un timing. Y, en
fin, un procedimiento bastante defectuoso en la manera de hacerlo. Y aquello, muy bien
explotado por los nacionalistas más radicales, especialmente por Esquerra, desató la furia
de buenos sectores de la población catalana; y a partir de ahí se sucedieron las diadas de
2012 –que fue sorprendente: una enorme cantidad de gente y de banderas independen-tistas–,
de 2013 y la de 2014, que acaba de producirse.
Hoy estamos, pues, ante la tesitura de un enfrentamiento con el nacionalismo catalán y no
hay manera de saber por dónde va a continuar el asunto de aquí al 9 de noviembre, pues
algún acto más se va a desarrollar, o alguna escena más dentro de este acto. El presidente
Rajoy parece que sigue sin reaccionar, solamente opone la ley. Y la ley, por supuesto, hay
que ponerla y hay que cumplirla, tiene toda la razón, pero no basta: cuando hay amplias
corrientes de opinión que están pidiendo que se cambie esa ley no basta con decirles que
esa es la ley y no hay más que hacer. Parece que habría que negociar y ofrecer algún cami-
Daiada del 11 de septiembre.
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no intermedio, y, si no, hacer lo mismo que el primer ministro Cameron. Ya sé que aquí en
España ha sido criticado por muchos comentaristas de opinión que tachaban de completa
metedura de pata la convocatoria de este referéndum. Pero a mí me parece que ha sido
valiente, que ha agarrado el toro por los cuernos, y ha dicho: «Hacemos el referéndum,
pero lo vamos a hacer en los términos que yo digo o en unos términos negociados, con
una pregunta muy clara con solo dos opciones, que son el sí y el no». Y a continuación
ha hecho el referéndum y lo ha ganado. Y seguramente en este momento lo que dicen
las encuestas en Cataluña es que el referéndum lo perderían también los independen-tistas
y lo ganarían los unionistas, siempre que a esos unionistas se les ofreciera, como
ha ofrecido Cameron a los escoceses, un incremento del nivel de autogobierno en unos
términos pactados.
¿Cómo podemos terminar, concluir todo esto? Vivimos en una sociedad cada vez más
compleja. La España de 1995 a 2010 ha recibido aproximadamente seis millones de inmi-grantes.
No tiene sentido seguir planteando si hay algún problema con minorías étnicas.
Si lo hubiera sería con esos inmigrantes. Lo que hay entre catalanes y castellanos no son
diferencias étnicas, ni enfrentamientos entre comunidades étnicas; no ha habido todavía
ningún episodio de violencia, y esperemos que no se produzca en las próximas semanas.
El catalán y el castellano son dos lenguas que siguen coexistiendo en la vida diaria cata-lana
sin el menor problema. Otra cosa es en el ámbito público, en la esfera pública, que
está dominada por el catalán, igual que la esfera pública española está dominada por
el castellano, cuando la esfera pública española debería reflejar la diversidad lingüística
que existe en el país. Tenemos por tanto una situación muy diferente a la yugoslava. No
hay nada de lo que ocurre entre serbios y croatas, que no se casan entre sí; que viven en
barrios diferentes dentro de las ciudades; que si por casualidad coinciden un día en un
mismo bar se arma una gresca.
Nada de eso ocurre en el caso español. Aquí no hay enfrentamiento entre comunidades
étnicas: lo que hay es conflicto entre élites políticas que pugnan por más recursos y más
competencias. Eso sí es lo que ocurre, y por tanto es un ejemplo claro de un nacionalismo
inducido por unas élites interesadas en incrementar su poder. La violencia ha desapare-cido
incluso en el caso vasco; ETA no ha entregado las armas y no se ha disuelto, pero
está en una fase moribunda según todos los indicios. Tampoco hay una amenaza de inter-vención
violenta por parte de los militares, no hay ruido de sables por ningún lado. Solo
está el problema de la falta de entendimiento entre las élites locales y las élites centrales,
y el de la falta de entendimiento entre los dos principales partidos, el Partido Popular y el
Partido Socialista. Creo que las circunstancias deberían ser favorables para que se llegara
a una resolución pacífica, consensuada, del conflicto.
Me excuso de nuevo por haber pasado tan rápido sobre tantas cosas, y haber resuelto
de un plumazo asuntos que seguramente son bastante más complicados. Les agradezco
muchísimo la atención.