CATHARUM Revista de Ciencias Sociales y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias Nº18, 2020 019
Agustín Espinosa y
Sebastián Padrón
Acosta: más allá del
blanco y del negro
José Miguel Perera
Todos conocemos de sobra cuál fue el destino de los autores y del grupo de van-guardia
canario al producirse de forma violenta el golpe de estado del general Fran-co
en julio de 1936; al igual que todos –a estas alturas– controlamos con más o
menos profundidad la trascendencia que cada uno de ellos tuvo en los años pre-vios
a la contienda. Estamos de acuerdo, sin duda, con que hubieran sido desea-bles
otras las circunstancias tras 1936 para vehicular de un modo más sonriente
y nutritivo las posibles trayectorias artísticas y vitales de todos ellos, además de
las de cualquier artista y de las de cualquier persona viviente en aquellos tiempos.
Tras la muerte del dictador, y como se ha manifestado en diversos foros, un gru-po
de profesores e investigadores, vinculados mayormente a la ULL, se propuso
sacar a la luz aquel bullente periodo previo a la conflagración con la finalidad
primera de no solo restituir una dignidad humana hecha añicos, sino –y más que
nada– de poner sobre la mesa desde la investigación y desde determinados pre-supuestos
estéticos la trascendencia de los vanguardistas insulares en el ámbito
propiamente canario y en el contexto artístico de la coordenada hispánica. Así, no
solo hubo multiplicidad de rescates en suplementos de periódicos, exposiciones,
artículos... sino especialmente investigaciones, tesis doctorales y publicaciones
de obras particulares o completas, unas conocidas y otras rescatadas de la cerra-da
ineditez o del más frío olvido. Los nombres de Agustín Espinosa, Pedro García
Cabrera, Domingo López Torres, Emeterio Gutiérrez Albelo, Eduardo Westerdahl,
Ernesto Pestana Nóbrega... comenzaron a ser realmente divulgados y conocidos
gracias al empeño loable en que andaban embarcados algunos como José Miguel
Pérez Corrales, Andrés Sánchez Robayna o Nilo Palenzuela Borges, entre otros.
Dicho esto, y posicionando por delante toda la meritoria e inexcusable labor de
estos investigadores durante el final de los setenta y comienzos de los ochenta
del siglo XX, nosotros estamos empeñados hace ya un buen tiempo en hacer ver
que la particular incidencia unidireccional que pusieron estos profesores en los
escritores vanguardistas ha borrado casi del mapa, a grandes rasgos, no solo
voces consideradas menores del propio grupo de los ismos como Ismael Domín-guez,
Agustín Miranda Junco o –por poner otro caso– José Antonio Rojas (olvido
que más o menos se ha comenzado a subsanar hace cerca de una década con el
En el centro. Jacqueline Lamba; junto a
ella, André Breton, y le siguen, Domingo
Pérez Minik, Pedro García Cabrera, Agus-tín
Espinosa y Benjamin Peret.
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impulso de la tesis doctoral de José Manuel Martín Fumero en la propia univer-sidad
lagunera), sino además las propuestas de toda una ristra de nombres y di-versas
corrientes que en los mismos lustros andaban elevando de similar modo,
y activamente, sus edificios artísticos. El periodo que va de finales de los años
veinte a 1936, del que tanto han hablado los mentados, se ha presentado enton-ces
–con estas inclinaciones evidentes, de las que seguro no quedan al margen
las tendencias ideológicas– desde una perspectiva que percibimos sesgada e
incompleta, pues parece que todo lo que alrededor había de las originales co-rrientes
experimentales no era más que una oposición llena de grandes cojeras y
de tristes lunares pobres y hueros, negativamente provincianos, frente a la visión
ultranovedosa y deslumbradora de las ideas renovadoras de las literaturas euro-peas
de vanguardia aclimatadas al terruño cercano.
Pero el daño –entiendo que inconsciente e involuntario– a una comprensión más
certera de nuestros momentos literarios insulares no solo queda en esto, pues
por idéntica vía de aquella legítima resurrección tomaron al pie de la letra –nues-tros
críticos contemporáneos de las vanguardias– la tan encorsetada y tacaña
panorámica que aquellos atrevidos escritores poseían sobre el siglo XIX canario,
como si sus opiniones hubieran sentado cátedra en ellos para siempre. Al alimón
de sus interpretaciones de las plumas renovadoras, fueron influyendo con más o
menos fuerza en el estado actual de las consideraciones sobre la tradición cana-ria,
con el resultado de que a día de hoy la compleja y viva centuria decimonónica
sea probablemente el periodo menos estudiado de cuantos componen el devenir
secular de nuestras letras.
El tiempo pasa y muchos de los presupuestos barajados –por parte de los pro-pios
autores del periodo prebélico y por los críticos– apenas se cuestionan ni
son repensados; tantas de esas ideas testimoniadas mínimamente son revisa-das
desde anteojos diferentes, dando así por hecho como verdades anchamente
absolutas particularizados puntos de vista de estos y de aquellos. Precisamente
lo que creemos es que, si realmente el sintagma de tiempo aludido fue tan rico,
tendría que generar una mayor copiosidad de lecturas que las que hasta ahora
se han hecho públicas, y sin ningún tipo de reparos ni cortapisas. Pienso para
esto último, por ejemplo, en el tan puntiagudo asunto de los textos de Espinosa
durante la Guerra Civil, antes de su muerte (aunque ya hay una tesis, en francés,
sobre este motivo): ¿hasta cuándo, y bajo qué enrevesados o sospechosos crite-rios,
vamos a seguir evitando estos hechos y estos textos? ¿Y por qué? O, en otro
sentido, ¿hasta cuándo habrá que esperar para empezar a conocer en serio figu-ras
claves de aquellos años como Luis Álvarez Cruz, José María Benítez Toledo,
el propio Sebastián Padrón Acosta y tantas otras cabezas (con más o menos im-portancia
estética, pero siempre con todo su interés histórico) que hemos dejado
a la deriva de un futuro muy poco halagüeño para ellos? Acaso hayamos visto
alguna luz, durante los últimos tiempos y en relación directa con Espinosa, en
algunos gestos interpretativos que en el suplemento de Cultura de La Provincia
se publicaron hace unos meses (23 de febrero de 2019), en los que parece se da
una cara –no siempre grata ni cómoda– de la obra del catedrático portuense por
parte del filósofo Daniel Barreto y del escritor Miguel Pérez Alvarado, sin lugar a
dudas altamente sugerentes a la hora de avivar estas novedades añoradas ante-dichas.
Y en este sentido ponía sobre la mesa el que les habla, en el mismo marco
periodístico (2 de marzo de 2019), algunas cuestiones en relación con el crítico
Juan Manuel Trujillo como posibles contradicciones en sus planteamientos frente
El Instituto de Canarias. Foto de 1931
(Fototeca Nacional).
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a la tan escasa importancia que los vanguardistas daban a la historia, cuando él
mismo se iba a convertir en una especie de historiador insular, durante 1935,
publicando y coordinando la sección Clásicos canarios de La Tarde. Son algunos
casos entre tantos desde los que –creemos– hoy podrían abrirse puertas insólitas
a la hora de ampliar los horizontes del tema que tratamos.
¿Se conocieron el cura Padrón Acosta y Agustín Espinosa? A pesar de que hasta
ahora no haya documentación que lo certifique, sería casi imposible pensar que
no cuando sus itinerarios vitales se entrecruzan claramente en puntos geográficos
tinerfeños y en diversos momentos. ¿Habrían mantenido alguna conversación? Y
si fuera así, ¿dónde y cuándo? ¿En qué contextos? Fijémonos en que Espinosa es
apenas tres años mayor que Padrón Acosta, con lo que durante las infancias en el
propio y estrecho Puerto de la Cruz probablemente tuvieran contacto, de alguna
manera, sus familias y ellos mismos como niños... Cierto es que pudieran haber
coincidido también en la época lagunera del Bachillerato, cuando los dos comien-zan
a publicar sus textos primeros casi al unísono, pero aquí sí que los itinerarios
se bifurcan pues, primeramente, Padrón irá a estudiar al Seminario y, cuando mo-mentáneamente
lo deja a finales de la segunda década del XX, Espinosa se ha
marchado a la Península para empezar con su imparable formación universitaria.
Los años en que Padrón Acosta hace vida fuera de las paredes constreñidas del
recinto religioso, entre La Laguna y La Orotava, son precisamente cuando el autor
de Lancelot está en Granada y Madrid: al volver el surrealista en 1924 a la uni-versidad
lagunera, Sebastián Padrón ha decidido en ese momento seguir con la
carrera eclesiástica como seminarista interno, plazo que durará hasta 1928. A
continuación vendrían los destinos piadosos en El Hierro y La Palma, hasta que
en 1931 regresa definitivamente a Tenerife para recalar, sobre 1933-1934 (antes
se movía entre el Puerto y La Laguna), en la capital santacrucera. Por su parte,
Espinosa, tras 1928, tomará diversos rumbos –extra e intrainsulares–, que nunca
serán coincidentes con el sacerdote. Solo cabe la posibilidad de que hubieran
tenido algo de contacto en torno a 1935-1936 (incluso en algunos años previos,
como diremos), cuando el vanguardista está de director del recién estrenado insti-tuto
de secundaria de Santa Cruz y el cura Padrón, apartado relativamente de sus
funciones eclesiales, con casi total seguridad ejercía labores de profesor.
Sin embargo, y a pesar de los posibles puntos de encuentro físicos y tempora-les,
resulta muy probable que esta hipotética cercanía nunca se diera de forma
profunda y productiva. Lo decimos porque, amén de las evidentes similitudes
en los comienzos como autores imbuidos de modernismo, las sendas estéticas
posteriores de ambos serán divergentes y casi chocantes. Cuando se funda La
Rosa de los Vientos en 1927 el ya casi presbítero, aunque públicamente ajeno
a la vida cultural, sin duda rechazaría la mayoría de los presupuestos teóricos y
artísticos que en ella se vertían, y estaría más del lado de las ideas de la revista
lagunera Horizonte, explícitamente contraria a los nuevos movimientos. Durante
la Segunda República, y a pesar de la nebulosa separación de Padrón del mundo
eclesial, las posturas ideológicas serán también, aparentemente, diferentes; y lo
mismo diríamos de esa fase final de posible coincidencia en Santa Cruz en torno
al año 1935, pues recordemos que se toca precisamente con el transcurso de
la II Exposición Internacional del Surrealismo y la venida del francés Breton y los
suyos, así como con la tan polémica proyección de La Edad de Oro de Buñuel,
donde las actitudes entre conservadores religiosos y los escritores de vanguardia
llegaron a ser realmente virulentas.
Portada del n. 5 de La Rosa de los Vien-tos
(1928), dirigida por Agustín Espinosa,
Juan Manuel Trujillo y Ernesto Pestana
Nóbrega.
Sebastián Padrón Acosta (sentado a la
izquierda) con unos compañeros en el Se-minario
de La Laguna.
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Una vez dicho todo lo anterior, hay dos cuestiones que se nos presentan claves:
¿existen alusiones o citas en sus obras donde mencionen al otro? Adelanto que,
en principio, no parece que Espinosa García mentara ni declarara nunca el nom-bre
o los textos de Padrón Acosta; no obstante, al revés sí pasará, y veremos a
continuación cómo, cuándo y en qué modos. La segunda cuestión es la siguiente:
más allá de las menciones directas, ¿habría algún tipo de puente, en algún as-pecto
de sus obras, en el que pudieran darse las manos estos dos significativos
literatos portuenses que van a marcar –cada uno a su manera– buena parte del
futuro de la creación y la investigación canarias?
En esto nos detendremos en las próximas líneas para sacar de la realidad las su-tilidades
que siempre posee y que nos empeñamos constantemente en ocultar,
dividiéndola dicotómicamente entre buenos y malos, entre puros e impuros, en-tre
el blanco y el negro... como si no existiera una gama mayor de colores, como
si no existieran los matices, sin los que no se podría profundizar en nada. Sin
ellos todo se simplifica y se constriñe, y eso es lo que achacábamos al principio
a algunos colegas mayores en relación a sus análisis del periodo; y eso también
es lo que achacamos a la sociedad en general cuando enfrenta con argumentos
tan elementales y en ocasiones tan pacatos este tránsito convulso en la histo-ria
y la cultura. Por ello es que pretendemos auxiliar, desde aquí, una tolerancia
mayor para con los otros que pueda ir abriendo nuevos campos de estudio y
que –a su vez– promueva directa o indirectamente una mentalidad más amplia
y más respetuosa de la existencia y de la interpretación histórica. No se trata
de relativizar lo irrelativizable, los sistemas políticos abstractos en su intoleran-cia
ni el sufrimiento de cada una de las personas concretas en su circunstancia;
se trata –eso sí– de entender que la vida no es unidireccional ni monocorde, y
que si la observamos desde presupuestos claramente compartimentados la vio-lentamos
sobremanera y la entendemos bien poco. A partir de los ejemplos de
Agustín Espinosa y Sebastián Padrón Acosta pretendemos aportar nuestro grano
de arena en esta deriva, además de sugerir a los investigadores y preocupados
por el ámbito literario y cultural canario que se adentren en sus asuntos desde
enfoques similares al nuestro, puesto que –si se traduce bien cuál es el deseo y
la pretensión– sospechamos que desde ellos el entendimiento de las realidades
podría ser mayor y más completo, y seguramente –tal vez– un poco más justo.
Si partimos, entonces, y en principio, de las trayectorias desiguales de estos dos
perfiles de la intelectualidad literaria insular, podrían sorprendernos algunos as-pectos
inesperados o no tan nítidos como se prefiguraría desde el esquema que
tenemos ya inconsciente y previamente creado. Por poner un detalle mínimo, al
que hicimos referencia más arriba, quizás resultara algo sorpresiva la inclinación
modernista de ambos en los orígenes de sus escrituras. Bien es verdad que en
Espinosa el hecho fue esporádico y en Padrón Acosta duraría prácticamente –en
cierto sentido– hasta su muerte.
Cuestión más llamativa y peliaguda es la que han planteado algunos (el primero
de ellos fue Luis Alemany y luego recientemente, de manera directa y pormeno-rizada,
Beatriz Gómez Gutiérrez, en su tesis Los mitos y sus metamorfosis en la
obra de Agustín Espinosa. ¿De las vanguardias al fascismo?) acerca de la relación
de algunos de los textos de Espinosa anteriores a la guerra con ideas de tenden-cia
conservadora, que lo vincularían no tan forzadamente como se suele plantear
(sobre todo por su gran estudioso, Pérez Corrales) a la actitud de su literatura
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después de 1936 y hasta su triste fallecimiento. Cercanas a estas últimas ideas
se han dicho últimamente otras –decíamos– con aire de novedad, como las que
plantea Daniel Barreto González en el escrito aludido (de título «Construcción
total») sobre las propuestas generales de Agustín Espinosa, preguntándose: «¿en
qué sentido las opciones estéticas conllevan, ya en las formas mismas, una com-plicidad,
deliberada o no, con el autoritarismo político, sea de izquierdas o de
derechas?». Y propone que hay textos espinosianos que animan una exaltación
de la fuerza y de la técnica, de la velocidad y de la guerra... por cierto, todo muy
propio de la vanguardia, término de origen bélico, como sabemos. Ello conlleva-ría,
por ejemplo, que Lancelot pudiera ser leído como una realidad-isla que en el
enfoque del tinerfeño se presentara violentada por una subjetividad particular
que la pinta y recrea a su exacta medida, hecha mera abstracción productora
esquematizada, geografía integral como él mismo la llama. Incluso el antropólogo
Roberto Gil Hernández, que acaba de publicar el interesantísimo Los fantasmas
de los guanches. Fantología en las crónicas de la Conquista y la Anticonquista de
Canarias (Ediciones Idea, 2019), cuando llega a hablar del proceso interpretativo
de la perspectiva del literato sobre el mito de Dácil, anota que «Espinosa termina
por reproducir el mismo ideario romántico que asegura combatir, dando un giro
estético y ético a su obra que parece adelantar su proximidad, durante los últi-mos
años de su vida, al falangismo» (p. 178, nota 51) (de análogos contornos, y
hasta cierto punto, en esta última apreciación de Gil Hernández se está rozando
además el planteamiento que yo mismo defendía hace unos meses con relación a
Juan Manuel Trujillo y algunas de sus contradicciones teóricas sobre la tradición,
en las que puede estar cayendo igualmente Espinosa).
Por nuestra parte, soy de los que piensa, y reinsisto en ello desde hace mucho,
que para poder entender de manera más o menos profunda la obra completa de
un autor, una parte de ella e incluso un periodo artístico en su conjunto, es necesa-rio
tener en cuenta todos los escritos que fueron generados por su pluma particu-lar
o durante el transcurso de tiempo en cuestión. La palpable y delicada rotura en
la asombrosa y juguetona escritura espinosiana tras el golpe de estado franquista
no puede implicar, de ninguna manera y bajo ninguna excusa, que ocultemos to-dos
esos textos que diera a conocer en los medios conservadores existentes. Por-que
en ellos también está Agustín Espinosa: tuviera las inclinaciones ideológicas
que tuviera, viviera las contradicciones que viviera, se sintiera muy forzado o poco
forzado a escribir así. No hay que ocultar nada porque tampoco hay que acusar
a nadie, injusta y torticeramente, si lo que queremos es poder llegar un día a al-gunos
aspectos consensuados más en el conocimiento concreto de este escritor
maravilloso y de este tan cargado instante de nuestra historia artística. ¿Quién va
a atreverse a afirmar, tras leer los escritos aludidos, que Espinosa deja de ser por
ellos una de las más grandes figuras de la historia literaria del Archipiélago, así
como del mundo hispánico en los ambientes de vanguardia?
En otro orden de cosas, el artículo del cura Padrón del 1 de abril de 1933 prota-gonizado
por El Poeta y San Marcos, libro de Andrés de Lorenzo Cáceres, sobre el
que escribiría Espinosa días después, es la manifestación explícita más evidente
de nuestro religioso crítico literario, por aquellos años previos a la guerra, sobre
una obra de la órbita vanguardista. Lo curioso e inesperado desde nuestros rá-canos
prejuicios es que, en general, y a diferencia de lo que a priori se pensaría,
hace una muy positiva valoración de ella, en un ejercicio de apertura a los nuevos
lenguajes que están constituidos de «rebelde juventud de una forma nueva» que
El poeta y San Marcos, Andrés de Lorenzo
Cáceres, Tenerife, 1929.
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rechaza los tópicos («máscara de los impotentes») y el encanto de una vieja ido-latría,
que no es ni quiere ser pieza de museo, y sí que es de una belleza inédita.
Pondrá, como no podría ser menos y como casi siempre, sus puntos sobre las íes
en cierta mirada volteriana (antirreligiosa) de un rincón de los poemas del libro lla-mados
burlados; y así también lo hará con la sección «Graziela», que directamente
sobra, según manifiesta. Tiene ante sus ojos, en conclusión, «una rebeldía digna
de respeto». «El libro es más que una esperanza. Es la realización de una dorada
quimera. La conquista de un lírico sueño. El gesto arisco de Andrés de Lorenzo
Cáceres es un gesto innovador y simpático. El libro es fresco, matinal. Tiene luces
de aurora, púrpuras de Poniente, reciedumbres de juventud, alarma de mar bra-vío,
olor de selva virgen». Ambos autores, por cierto, están de acuerdo en subrayar
que la prosa de Lorenzo Cáceres es de las mejores que se estilan en la época. Pero
todavía hay más, para el asunto que hoy nos convoca: casi al comienzo del texto
Padrón Acosta escribe este significativo párrafo:
Un hombre, aparentemente indiferente y seco, pero preocupado y
afectuoso en la intimidad, lleva el timón del esquife. Agustín Espinosa,
el de las albas futuras. Una racha salobre de la rosa de los vientos
estremece las lonas triunfales y estridentes del navío.
O sea, el cura Padrón afirma explícitamente y en sentido positivo que es la in-fluencia
directa de Espinosa y sus propuestas escriturales novedosas, comparti-das
con los antiguos compañeros de La Rosa de los Vientos a partir de 1927, las
que promueven la escritura antitradicional y moderna de Lorenzo Cáceres que
anda alabando. Y es más: todo parece indicar que a estas alturas del año 1933
en algún cruce habían coincidido de alguna manera los dos portuenses, y el res-peto
del sacerdote hacia el catedrático de literatura es manifiesto, claramente an-tes
de que llegara la guerra, pues fijémonos bien en lo que escribe: «un hombre,
aparentemente indiferente y seco, pero preocupado y afectuoso en la intimidad,
lleva el timón del esquife».
Otro asunto altamente significativo en estos planteamientos que hacemos, cues-tionadores
de prejuicios sobre dos figuras supuestamente enfrentadas por sus
inclinaciones humanas y artísticas, es uno de mis últimos descubrimientos en
nuestra ya larga investigación sobre el presbítero Padrón. Este mismo verano,
mirando la prensa grancanaria del año 1941, me encuentro de un modo total-mente
inesperado y fortuito una escueta nota donde se daba noticia de que a
Luis Sebastián Padrón García, padre del cura escritor y en ese instante secretario
del Ayuntamiento gomero de Alajeró, le fue incoado un expediente de responsa-bilidades
políticas a finales de 1940, expediente conservado en perfectas con-diciones
y que hemos podido ver y estudiar en el Archivo Histórico Provincial de
Las Palmas, a partir del que –asimismo– hemos logrado descubrir unas cuantas
pistas más, claves para ir completando la biografía de nuestro crítico. Una de
ellas es precisar cuándo estuvieron sus progenitores instalados en la isla de Fuer-teventura,
de lo que teníamos noticia borrosa, en la que el padre tenía un puesto
en la administración pública como secretario del Ayuntamiento y del Juzgado de
Betancuria. Allí hicieron vida él y su anciana mujer unos cuantos años, justo hasta
que estalla la guerra, momento en el que decide renunciar al cargo y volverse a la
isla de Tenerife con sus hijos, residentes en Santa Cruz, y en especial al lado del
sacerdote literato, que escribe a su madre (la carta mecanografiada se conserva
en el dosier) rogándole que dejen de vivir en la isla majorera ya, que están ma-
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yores, que no pueden sobrevivir en la situación precaria en la que habitan, tras
el empeoramiento de los nuevos tiempos de pugna, y que convenza a su padre
para que se quite de la cabeza el empecinamiento de quedarse. Pero el asunto
de fondo es que Padrón García, el padre de nuestro cura, es acusado, junto a
otras tres personas más, vinculadas al Frente Popular en la institución local de
Fuerteventura, de haber favorecido desde su burocrático puesto el gobierno de
las izquierdas en las elecciones de febrero de 1936 con amaño del escrutinio de
resultados. Sea como sea, y ya que no tenemos tiempo en este marco para más,
quede como subrayado destacado en nuestro intento de derribar algunos prejui-cios
el hecho de que en medio de la existencia de nuestro sacerdote conservador
un miembro tan directo de su familia ha sido señalado, con unas intenciones
parece que totalmente injustas, por esferas de la derecha como miembro bene-factor
de los grupos republicanos.
Se dejó claro hace unos instantes que el valor señalado por Sebastián Padrón sobre
Agustín Espinosa era realidad, con todos los matices interpretables que se desee,
desde años antes de comenzar la guerra. Esta positiva consideración se irá trans-formando
en nítida respetabilidad –una vez fallecido el autor de Media hora jugan-do
a los dados–, en un grado tal que pudiéramos afirmar que, para el presbítero
Padrón, Espinosa será una legítima y acreditada autoridad, especialmente en lo
referido al ámbito investigativo, y sin estar ajeno del todo a sus siluetas creativas.
Las referencias directas y explícitas del vanguardista en la obra padroniana son
numerosas en los últimos trece años de su vida, los de la segunda etapa de su
periplo intelectual, sin duda la más fructífera y madura. Estas indicaciones se exhi-ben
al tomarlo como voz facultada a la hora de tratar el mito de Dácil a lo largo de
la literatura canaria (en su ensayo sobre Ignacio de Negrín, dentro de su póstumo
Poetas canarios de los siglos XIX y XX, aunque escrito a comienzos de la década del
cuarenta), a la hora de hablar del peculiar doctoral escritor Graciliano Afonso en un
artículo de 1944 o en el detalle de nombrar La Palma como Isla del Arcángel en un
artículo de 1946 sobre el artista Mario Baudet Oliver.
Asimismo, parece bastante elocuente desde la dimensión en la que nos expre-samos
que haya incluido un soneto de Agustín Espinosa en esa obra clave de la
historia literaria del Archipiélago que fue sus Cien sonetos de autores canarios,
un trabajo modelado hacia el final de su existencia que viene a ser una suerte de
protohistoria de la literatura insular a partir del esquema métrico del soneto. En
él habría que caer en la cuenta del siguiente detalle: al hacer la reseña básica que
incluye de cada escritor, no se excluye ni se oculta Crimen, el libro que –como
sabemos– más problemas daría a Espinosa con el ámbito eclesiástico y con las
derechas, y más que nada a la hora de la apertura de su expediente de depura-ción
(de él y de otros expedientes a personas vinculadas a la enseñanza se habla
con minuciosidad en la reciente obra de Iñaki Navarro Marchante Profesorado
sancionado y depurado en la provincia de Las Palmas durante la Guerra Civil y el
primer franquismo: CanariasEbook, 2018).
Pero si hay una temática en la que Padrón Acosta reconoce y manifiesta reite-radamente
el valor de la autoridad de Espinosa García es la del romancero, y
lo acciona en su serie de artículos –de mitad de los años cuarenta– que porta
el membrete Musa popular canaria, sobre la copla y los cantares tradicionales
insulares, que luego formarán el librito La copla (materiales recopilados manus-critos
relacionados con este cuaderno están conservados en el archivo del IEHC,
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y llegaron a él junto a los volúmenes de la biblioteca particular del religioso del
Puerto). Como ya ha sido reconocido por actuales estudiosos de los fenómenos
de la oralidad, como el propio Maximiano Trapero, Espinosa es uno de los prime-ros
en adentrarse, en Canarias, en este tipo de recopilaciones y análisis de los
textos, y ello mismo no le es ajeno a Sebastián Padrón, que lo inscribe en diversos
rincones de la serie, sobre todo cuando nos explica la temática del mar en este
formato de poemas y al hablar de los romances de cautivos. (Por cierto, en uno
de esos textos bautiza a Espinosa como escritor de las últimas pistas: «El mar y la
copla», LT, 19 de enero de 1944; otra vez aludiéndo a él con una de las señales
de estilo más espinosianas: su moderno y adelantado sello de escritura.)
Uno de las obras en que más se evidencia esta admiración expresa del cura ha-cia
el catedrático es Lancelot, sobre la que Padrón Acosta parece sentir volcada
inclinación (no está de más recordar que el ejemplar de su biblioteca personal es
mimosamente conservado también en el recinto del IEHC). Las menciones que
comentamos no son pocas, y el origen de estas se debe a múltiples móviles: sim-plemente
como celebración de haber cantado la isla de Lanzarote literariamente,
por lo que califica el libro de maravilloso (lo hace en el ensayo sobre Francisco
Jordán, en Poetas canarios de los..., de comienzos de la década del 40); como
ejemplo de autor insular que reflexionó sobre el tema del don Juan y de Clavijo y
Fajardo, sobre el que –recordemos– hizo su tesis doctoral; como relación entre
este último escritor ilustrado y la isla conejera que lo vio nacer o sus influencias
para acabar con los autos sacramentales, esto en la historia del teatro póstuma
del presbítero escritor; o –incluso– como fuente para localizar un cuadro de Luis
de la Cruz en la iglesia de Tinajo.
He dejado para el final el que me parece uno de los textos más reveladores de
los tantos escritos y desconocidos de Sebastián Padrón durante la década de
los cuarenta. Además, «Caracola del Novecientos» (que así se llama y que fue
publicado en La Tarde el 21 de septiembre de 1944) versa –con el pretexto del
motivo del mar insular en la literatura– directa y valorativamente sobre el ciclo
creativo de las vanguardias canarias, que había quedado sepultado y silenciado
tras el estallido ilegal del golpe franquista. Por lo tanto, estamos sin duda ante
el primer texto crítico de la posguerra que va a volver a hablar sucintamente, sin
tapujos y sobre todo en sentido positivo, de la mayoría de estos escritores consi-derados
desvergonzados e insolentes por los bien posicionados estamentos de
poder conservador. Pero lo más llamativo resulta cuando pensamos que quien
lo está escribiendo es un sacerdote, de firmes convicciones piadosas e indisi-mulada
tendencia tradicionalista, que se abre solidariamente y de una manera
ciertamente ecuánime hacia corrientes que en principio eran contrarias a su gus-to
e ideología. Sebastián Padrón hace un legítimo e imparcial esfuerzo público,
cuando todavía el régimen no había aflojado mucho sus garras, de separar la paja
del trigo colocando a los principales escritores de aquellos años en la escala que
merecían. Todo ello, por supuesto (en esto el cura nunca se corta), reconociendo
que la actitud juvenil de alguno «malogró muchas cosas» y llevó en ocasiones a
«estridencias y cómicas actitudes» en nada aplaudibles para él. Por tanto, «este
movimiento [...] fue una hora de renovación de la metáfora, de inquietud por re-solver
en nuevos planos los temas estéticos [...]». Añade que «es digno de un de-tenido
estudio este movimiento poético que producen en Canarias Juan Ramón
Jiménez y las escuelas que, con motivo de este poeta, surgieron en España». No
sé si se cae en la cuenta de la importancia de los términos en los que se expresa
Lancelot 28o 7 o, de Espinosa, con ilustra-ciones
del autor, Ed. Alfa, Madrid, 1929.
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Sebastián Padrón dentro del contexto en el que se está diciendo, pero su peso en
la historia de la consideración crítica canaria sobre el movimiento de vanguardia
es meridianamente central.
Tras una valoración inicial de una posible vinculación, desde el enclave insular,
entre Saulo Torón y la escritura neopopulista de esos años, el cura nos enumera
a los siguientes poetas, destacando algún aspecto de cada uno: Julio Antonio
de la Rosa, Ismael Domínguez, José Antonio Rojas, Josefina de la Torre y Ramón
Feria. Además, eleva a dos líricos por encima de todos: Pedro García Cabrera (en
1944, cuando todavía no se le había concedido el indulto ni se había producido
su vuelta a Tenerife) y Emeterio Gutiérrez Albelo, con el que entablaría una ape-gada
amistad en esos años de primera posguerra. Otro detalle curioso es que los
libros del periodo a los que más da importancia son curiosamente dos de una
inclinación surrealista y vanguardista ostensible: Transparencias fugadas (y no
Líquenes, del que también habla) y Enigma del invitado, de García Cabrera y de
Gutiérrez Albelo, respectivamente.
Por último, enmarca el estadio vanguardista insular en torno a las revistas que
se gestaron, enumerando con todas sus sílabas las tres principales: Cartones, La
Rosa de los Vientos y la defenestrada por las hordas tradicionalistas Gaceta de
Arte. Aun así, y pensamos que con mucho tino y puntería, para el cura la principal
y más enriquecedora fue la inicial experiencia de La Rosa de los Vientos, «con
nautas expertos –enfatiza una vez más– como Agustín Espinosa y Ángel Valbue-na
Prat» (no está de más recordar que a este último Sebastián Padrón siempre
lo tendrá en alta estima por ser, como él, uno de los primeros en adentrarse en
hacer crítica e historia literarias serias sobre la literatura canaria).
Según lo expuesto e interpretado, escuetamente, en las líneas precedentes a par-tir
de estos dos trascendentes adalides de nuestra literatura de los años veinte,
treinta y cuarenta, nos parece vertebral concluir, como se había apuntado, que
el básico y simple esquema que se suele aplicar al contexto estético-histórico
vanguardista y sus alrededores no refleja con rigor muchos aspectos tomados
por secundarios o terciarios en el entendimiento de la historia literaria y su va-loración.
Las tres o cuatro ideas que sobre Agustín Espinosa hemos dejado caer
podrían hacer matizar algunos presupuestos de los que –sobre su literatura– se
escribe y divulga. No digamos, para el preciso caso de Sebastián Padrón Acosta,
el grado sumo de particularidades y matizaciones que se han de tener en cuenta
a la hora de pensar sobre un intelectual conservador, de tendencia modernista y
regionalista, tal y como hemos podido comprobar en sus palabras sobre las van-guardias
canarias y, concretamente, sobre el inimitable Agustín Espinosa.
Valgan, en suma, estos casos como impulso y sugerencia para continuar inda-gando
desde puntos de vista similares con la finalidad de seguir entendiendo, y
ahondando en él, un tiempo tan copioso y complejo en ideas e individualidades.
Este texto fue leído por el autor como conferencia dentro del ciclo 2019. Año
Agustín Espinosa el 31 de octubre de 2019 en el Instituto de Estudios Hispá-nicos
de Canarias (Puerto de la Cruz).