CATHARUM Revista de Ciencias Sociales y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº 17, 2018
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INTRODUCCIÓN
La imagen dominante de la ciencia en la actualidad es la de ser el instrumento que nos
enseña, finalmente y de forma fiable, cómo es lo real. La ciencia ha divulgado, durante
mucho tiempo, esta imagen de sí misma que ha calado profundamente en el imaginario
popular, primero en las sociedades occidentales, y después extendiéndose a todo el
planeta. Avalada por muchos éxitos indudables, que son de carácter práctico y técnico, el
discurso científico esconde, no obstante, un entramado de categorías cuestionables, un
peligroso uso del medio y de las personas, un poder en ejercicio y una justificación del
poder económico y militar.
La ciencia es una creación humana dotada de múltiples caras que han de ser vistas desde
todas las perspectivas posibles si no queremos mitificarla. En esta sociedad moderna
nuestra, en la que conviven multitud de creencias religiosas, ideológicas, estéticas, la
ciencia es la que ha vencido como creencia común, como una nueva religión en la que
depositamos, ahora, nuestras esperanzas de salvación.
Ciencia y Modernidad han constituido una pareja inseparable. Pero no es como la de
una pareja de amantes: su relación ha sido, más bien, la de progenitor –la ciencia– y
criatura –la modernidad–. Que lo moderno viene de la mano de la ciencia ha sido, y es,
una creencia dominante en nuestro entorno. Imagen que comparte la población culta y la
profana, enraizada en el imaginario colectivo como un auténtico dogma de fe. Asociada
a ella se halla otra convicción, la de la supremacía de Occidente que es quien posee el
saber verdadero, capaz de desentrañar los misterios de la naturaleza y de dominarla para
ponerla al servicio de la humanidad, una humanidad bastante restringida, por otra parte,
que queda oculta bajo la fórmula universal de esa denominación.
El propio discurrir de la ciencia ha tenido que ir aceptando los enormes límites de sus
conocimientos y de sus métodos, para desesperación de los esperanzados humanos a los
que aquella les había prometido un paraíso terrenal. La constatación de esos límites, no
obstante, no disuelve la solidez de esa creencia en la ciencia, hoy en día desplazada por
la tecnología, por la que se siente admiración y devoción.
Pues bien, en estas últimas décadas, a partir del acercamiento al análisis de la ciencia de
un conjunto de investigadores procedentes de los estudios culturales, de género, de la
sociología y la antropología, por solo citar algunos campos, resulta que la sólida pareja
que formaban ciencia y modernidad ha sido cuestionada como modelo indiscutible
de «verdad y progreso» y ha entrado en crisis. Voy a utilizar en este análisis la visión
crítica que han desarrollado pensadores franceses contemporáneos: Bruno Latour y Serge
Gruzinski, que cuestionan, cada uno a su modo y en esferas distintas, la categoría de
«modernidad» y su relación con la ciencia. Latour nos coloca delante de un espejo en
el que quiere hacernos ver que «nunca fuimos modernos», Gruzinski nos recuerda con
insistencia que la «modernidad», de la que tan orgullosos nos sentimos los occidentales,
no es solo nuestra. Y la conclusión que comparten es que somos solo una cultura entre
otras, y que asumirlo supone un cambio radical de mirada y de posición en el mundo y
Maca Macarrón
Nuevas perspectivas sobre
Ciencia y Modernidad.
Circulación y mestizaje del
conocimiento en Nueva España
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en el conocimiento. La línea conductora que vertebra mi texto es la teoría del actor-red
que ha ofrecido Latour para explicar cómo se construye lo «social» y que, en mi opinión,
se puede entrever también en el análisis histórico de Gruzinski1 sobre la «mundialización
ibérica» y la Nueva España. Dada la complejidad y dificultad del proyecto expansionista
de la Monarquía católica, el análisis de la sociedad novohispana constituye un magnífico
ejemplo sobre cómo se construye un nuevo colectivo, cómo se ensambla todo un conjunto
de seres que hasta entonces eran independientes configurando así una estructura reticular
nunca antes vista que ponía en contacto las cuatro partes del mundo.
NATURALEZA versus CULTURA: BRUNO LATOUR
Cuando, desde el ámbito de la antropología, Bruno Latour quiso abordar el estudio de
las ciencias y las técnicas se encontró con que estas no formaban parte de las culturas, el
objeto de estudio de la antropología, porque pertenecían a otro territorio, el «natural»,
que constituía las antípodas de lo cultural. Acostumbrado desde su disciplina a estudiar las
culturas como un todo interrelacionado donde se mezclaban objetos, humanos, animales,
espíritus y antepasados, tal como lo percibían los miembros de esas comunidades, quería
averiguar la procedencia y la pertinencia de tal separación.
Constató que la separación en dos polos opuestos de naturaleza y sociedad-cultura era
la pieza central de lo que denominó como la Constitución moderna y que implicaba un
modo de hacer, de ver, de interpretar, de valorar y de establecer conclusiones. En el célebre
trabajo de sociología de la ciencia de Shapin y Schaffer Leviathan y la bomba de aire2,
que estudia una famosa polémica sostenida entre Boyle y Hobbes entre 1660 y principios
de 1670, Latour encuentra el momento fundacional de lo que de allí en adelante sería
considerado, de manera trascendente, como la Naturaleza y el modo como se la podía
y debía reconocer, por un lado, y la Sociedad y su esencia particular, por otro. El estudio
de dicha polémica puso de manifiesto la activación de todo un conjunto de prácticas,
la movilización de múltiples recursos, la introducción de «personajes» nuevos como la
bomba de aire que se convertían en los portavoces de la naturaleza, otorgándole a un
objeto un estatus desconocido hasta entonces y que definiría lo que va a constituir la
modernidad. De un lado quedaba lo natural, representado por Boyle, y del otro, lo social,
por Hobbes, institucionalizando a partir de ese momento esos dos polos constitucionales.
La antigua distinción platónica entre el mundo material de las opiniones y el mundo
verdadero de las ideas, nuestra «Modernidad» la reproducía convertida ahora en la
Naturaleza –el reino de lo natural, único– y la Sociedad –el reino de lo socio-cultural,
múltiple–, este último construido y, por tanto, artificial. El primero, en consecuencia,
verdadero, objetivo y universal, el segundo, incierto, dudoso y particular. La Constitución
moderna imponía, también, una idea del tiempo unidireccional e irreversible que borra
todo lo que deja atrás en un progreso ininterrumpido. Asumir estos presupuestos
constitucionales era ser moderno. Atrás quedaban los premodernos y su ignorancia,
adelante los modernos y su sabiduría.
La asimetría entre naturaleza y cultura se convierte entonces en una asimetría entre
el pasado y el futuro. El pasado era la confusión entre las cosas y los hombres;
el porvenir, aquello que ya no los confundirá. La modernización consiste en salir
siempre de una edad oscura que mezclaba las necesidades de la sociedad con la
verdad científica, para entrar en una edad nueva que finalmente distinguirá con
claridad lo que pertenece a la naturaleza y lo que viene de los humanos (pp.107-8)3.
Esa bipolaridad entre la naturaleza y la sociedad es solo el resultado tardío de la
estabilización de un conjunto de prácticas, de procesos, de movimientos, en los que los
agentes de esas prácticas –actantes4– son híbridos que movilizan a la vez lo social y lo
natural, sin responder a ninguno los dos extremos. Esos agentes, en los que Latour incluye
a las cosas y no solo a los humanos, son lo único real y han hecho posible la construcción
posterior –vacía sin ellos– de esa polaridad entre lo natural y lo social. Lo que realmente
(1) Gruzinski no selecciona previamente
los actores que son o no admisibles, les
facilita que hablen, se trate de humanos
o de no humanos, sigue sus rastros, re-nuncia
a subsumirlos en lo «cultural»,
está atento a lo local y a cómo se vuel-ve
global, otorga gran importancia a la
configuración de redes y no admite el
abismo usual entre «modernos» y «pre-modernos
».
(2) SHAPIN and SCHAFFER: Leviathan
ad the Air-Pump: Hobbes, Boyle, and the
Experimental Life, Princeton University
Press, 1985.
(3) LATOUR, Bruno: Nunca fuimos mo-dernos.
Ensayo de antropología simétri-ca,
Siglo XXI Editores, 2007.
(4) Latour ha acuñado este término para
indicar la inexistencia en la práctica de
algo que sea absolutamente natural o
socio-cultural a la vez que incorpora lo
humano y lo no humano.
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ocurre tiene lugar en esa región del medio donde esas prácticas son ejecutadas por algo
que Latour ha calificado con el nombre de «actor-red». El actor-red tiene forma estrellada,
el actor, al que otras muchas agencias hacen hacer, actuar, y que, a su vez, hace actuar
a otros, y esto es posible porque hay un conjunto de redes que llegan y parten de él, por
las que circulan, donde cobran sentido, por las que se extienden desde lo local, de donde
siempre proceden, a lo global, que es lo que pretenden en esa extensión. Vistas así las
cosas, la diferencia fundamental entre los modernos y los premodernos es exclusivamente
de tamaño, de alcance de las redes.
Ni lo natural, ni lo social o cultural han estado siempre ahí desarrollándose de manera
ordenada y sistemática, en un progreso constante, sino que lo que tiene lugar es una
movilización permanente de híbridos que construyen un universal en red. A este panorama
han respondido los antimodernos pretendiendo borrar el progreso y volver al pasado,
pero, advierte Latour, eso solo es invertir el sentido de una misma vía. No existe un pasado
único, flujo homogéneo y planetario, como tampoco existe la tradición.
Todas las tradiciones inmutables se transformaron anteayer. No se nace tradicional,
uno elige serlo innovando mucho5.
Frente al giro copernicano de Kant que va de las formas puras a los fenómenos, Latour nos
propone una «contrarrevolución copernicana», cuyo centro sea el «imperio del medio» y
cuyos extremos sean considerados solo resultados parciales y provisionales. El centro ya
no lo ocupa el sujeto, sino que tanto sujeto como objeto girarán en torno a la práctica de
los actantes –cuasi-sujetos, cuasi-objetos.
En efecto, la naturaleza gira, pero no alrededor del sujeto-sociedad. Gira alrededor
del colectivo productor de cosas y hombres»; igual le pasa al sujeto, que no gira
alrededor de la naturaleza, sino que «es obtenido a partir del colectivo productor de
hombres y de cosas6.
Naturaleza y Sociedad no son los términos que explican, sino los que han de ser explicados.
Hay pues que redistribuir la «esencia», otorgada hasta ahora solo a lo natural y lo social,
a todos los seres, esencia que no viene a ser otra cosa que la trayectoria que une todas
las diversas posiciones.
La esencia de algo es producto de su historia. Cada cosa deja su firma, es la
superposición de firmas7.
Y entonces ya no son meros intermediarios sino mediadores, es decir, actores
dotados de la capacidad de traducir lo que transportan, de redefinirlo, de
redesplegarlo, y también de traicionarlo. Los siervos se han vuelto ciudadanos libres8.
Querer «naturalizar lo social» –realistas– o «socializar la naturaleza» –constructivistas–
interpretando los mediadores como «totalmente naturales» o, al contrario, como
«totalmente sociales», siguen siendo, en opinión de Latour, visiones unidimensionales
e imperialistas.
Clasificar el conjunto de las entidades únicamente según la línea que va de
la naturaleza a la sociedad equivaldría a trazar mapas geográficos con ayuda
únicamente de la longitud9.
El antropólogo ya no compara culturas entre ellas, de las que excluía la suya propia,
obviamente, dotada de una «naturaleza universal», sino «naturalezas-culturas», que es
lo que realmente existe. Partiendo de estas, la pregunta es ahora: ¿son comparables?,
¿semejantes?, ¿iguales? Quizás con ello se puedan superar las conclusiones del
relativismo.
La idea de que los otros son absolutamente diferentes de nosotros, los occidentales, es la
auténtica convicción de los modernos. Los occidentales llevan consigo la historia, en sus
naves y armas, en sus múltiples aparatos científicos. Es el «destino» del hombre blanco,
para bien o para mal. Y esta diferencia es «radical», de modo que puede delimitarse
(5) Ibid, pp. 113, 114.
Bruno Latour, Nunca fuimos modernos.
Bruno Latour, L’Espoir de Pandore.
(6) Ibid, p. 118.
(7) Ibid, p. 129.
(8) Ibid, p. 121.
(9) Ibid, p. 127.
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una frontera absoluta entre la cultura occidental y las otras, olvidando que su única
peculiaridad, como nos dice Latour, es ser culturas entre otras10.
La división entre ellos y nosotros está íntimamente relacionada con otra gran división,
la de los humanos y los no humanos. Mientras que los otros solo tienen imágenes,
representaciones simbólicas de la naturaleza, nosotros, los occidentales, tenemos el
privilegio de conocer, a través de las ciencias, la naturaleza tal como es. La ciencia constituye
la clave de demarcación, olvidando que las ciencias mismas han de ser analizadas
reconociendo que no forman parte de ninguna región privilegiada, incuestionable e
inaccesible.
Si los occidentales no hubieran hecho más que comerciar o conquistar, saquear y someter,
no se distinguirían radicalmente de los otros comerciantes y conquistadores. Pero ocurre
que inventaron la ciencia, actividad por entero distinta de la conquista y el comercio, la
política y la moral11.
Para mostrar los dos momentos de la Constitución moderna, el de mediación y el de
purificación, Latour recurre a la narración de Plauto sobre la vida de Marcelo, que ilustra
lo que Latour llama la «jugada de Arquímedes». En dicho texto, aparece un primer
momento en el que Arquímedes propone a Hierón su ley de la palanca, que este hará
inmediatamente poner en práctica, y a través de lo cual, el soberano, con las fuerzas de la
geometría y la estadística, ha multiplicado su poder.
Arquímedes torna mensurable la fuerza (física) y la fuerza (política) gracias a la relación
de proporción entre lo pequeño y lo grande12.
Se ha producido un híbrido entre formas de la política y leyes de la proporción, es el
trabajo de mediación. Pero en un segundo momento, Arquímedes se separa de ese nivel
práctico y se sitúa en otro plano, la región pura de las matemáticas.
La demostración matemática sigue siendo inconmensurable con los viles oficios
manuales, la política vulgar, las simples aplicaciones. Arquímedes es divino; el poder de
las matemáticas, sobrenatural. Todo resto de composición, de conexión, de alianza, de
unión entre los dos momentos ahora se borra13.
OTRO MODO DE VER LA HISTORIA: SERGE GRUZINSKI
A los nuevos modos de interpretación de la ciencia y su historia se suma la proliferación de
múltiples y novedosos modos de reflexionar y abordar el pasado, el presente y el futuro, de
entender, pues, la Historia. En este campo el trabajo de Serge Gruzinski, especializado en
la Nueva España y en la Monarquía Ibérica, es novedoso, potente y clarificador14. Si Latour
nos animaba a reanudar, a través del análisis de mediación, los tiempos «modernos» con
los «premodernos», Gruzinski, con una metáfora sencilla e ilustrativa, expresa lo que
debe constituir la tarea del historiador: operar como un electricista que repara un sistema
bloqueado, que vuelve a empatar los cables que permiten seguir el flujo continuo de la
construcción histórica.
A primera vista, la tarea es simple: se trata de desbloquear o de restablecer las
conexiones surgidas entre los mundos y las sociedades, un poco a la manera de un
electricista que vendría a reparar lo que el tiempo y los historiadores han separado15.
Y así pues, Gruzinski lucha contra el convencimiento de nuestra superioridad, que nos
impide comprendernos como una cultura entre otras. Contra todo tipo de etnocentrismo,
abandona la perspectiva de la universalidad occidental, cuestiona las manidas categorías
de sincretismo, cultura, mezcla de culturas, identidad, que son etiquetas simplificadoras
que finalmente ocultan más que aclarar, así como de los planteamientos dicotómicos
como significante-significado, forma-contenido y, también, la parcelación del saber.
Gruzinski critica las barreras o fronteras preconcebidas o prejuiciosas, se trate del
eurocentrismo, de los nacionalismos exacerbados a veces por los latinoamericanos o de
la radicalidad antietnocentrista que exhiben los representantes estadounidenses de los
(10) Ibid, p. 145.
(11) Ibid, p. 145.
(12) Ibid, p. 160.
(13) Ibid, p. 161.
(14) «Haría falta someter nuestros útiles
de historiadores a una crítica severa y
reexaminar las categorías canónicas
que organizan, condicionan y a menu-do
bloquean nuestras investigaciones:
economía, sociedad, civilización, arte,
cultura…». Serge Gruzinski, La pensée
metisse, Fayard, 1999, p. 49.
(15) Serge Gruzinski, Les quatres parties
du monde. Histoire d´une mondialisa-tion,
Éditions de La Martinière, 2004,
p. 35.
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«Estudios culturales o postcoloniales» y que imponen, paradójicamente, su lengua y sus
ideas a todos los demás.
Las diferencias y las distancias a menudo exageradas, reificadas, y a veces
imaginadas de todas clases terminan por enterrar las continuidades, escamotear las
coincidencias, o los pasajes que hacen viable el día a día de la coexistencia de los
seres y las sociedades.16
Esta visión considera que el trabajo historiográfico no puede olvidar la perspectiva
macrohistórica –World History–, complementada con los estudios microhistóricos de
valiosas situaciones y seres, tal como propone la «historia cultural»
descentrada, atenta al grado de permeabilidad de los mundos y a los entrecruzamientos
de civilizaciones
pero incorporando marcos más amplios que el arte y la cultura, a los que se ha restringido,
y que más allá de las «historias compartidas» pueda explicar
cómo y a qué precio los mundos se articulan.17
Y propone superar la idea de que el Renacimiento se limitó a una circulación entre
europeos y otomanos, del mismo modo que la de una expansión unidireccional desde
Europa al resto del mundo.
Las relaciones entre las artes europeas y amerindias, entre las mitologías del Viejo y
el Nuevo Mundo, revela una mecánica compleja. Esos fenómenos se desarrollan de
hecho en el seno de un campo más amplio, el de una historia todavía por construir
y que se apoyaría sobre las «historias conectadas», para retomar la fórmula del
historiador de Asia y Portugal, Sanjay Subrahmanyan.18
Lo que pretende Gruzinski, una vez ha encontrado esas «historias conectadas» en
territorios como el de la pintura (manierismo –el primer arte desplegado a la vez en
varios continentes–, grotescos, pero también la fábula antigua parecen puntos de
contacto atractivos entre las creencias amerindias y cristianas) es ampliar los horizontes
sobrepasando las divisiones al uso establecidas por la historiografía –el mundo occidental,
México, el mundo hispánico, la América latina– y tomar como marco grandes conjuntos
políticos, como el de la Monarquía católica, que se han dado en el pasado y que han
poseído una dimensión planetaria al agrupar cuatro continentes. (1580-1640, Felipe II,
III y IV).
Gruzinski ha acuñado el término de «mundialización ibérica», en el que diferencia dos
procesos, el de «occidentalización» y el de «globalización», cuando creíamos que este
último era un fenómeno de nuestro tiempo. Mientras que la occidentalización, que se
produjo primero que la globalización, persigue el dominio, la aculturación y el mestizaje,
la globalización exige una reproducción meticulosa y exacta de los cánones occidentales,
referidos especialmente a la racionalidad y su modo de conocer y al lenguaje y los modos
(17) Ibid. p. 34.
(16) Ibid. p. 33.
Serge Grucinski, Las cuatro partes del
mundo
Serge Grcinsli, Les quatre parties du
monde
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de expresión. Ambos procesos son sin embargo inseparables y actúan al mismo tiempo,
aunque en esferas y niveles distintos. Si la occidentalización, que permite el mestizaje,
se lleva a cabo, por ejemplo, en la construcción del colegio de Santa Cruz en Tlatelolco,
destinado a los indios nobles, la globalización se produce en las universidades, donde
se transmite y reproduce el saber occidental que debe quedar protegido de cualquier
contaminación.
A la «leyenda negra» impuesta desde fuera, los ibéricos han añadido su complejo de
no haberse sumado a tiempo al carro de la ciencia físico-matemática moderna. Es
sorprendente, sin embargo, que no se haya tenido en cuenta que en el proceso de la
mundialización ibérica, las herramientas aportadas por la geometría son usadas para
calcular las posiciones de los navíos, con ayuda de otros objetos, también producidos
por la matemática, pero también, aún, para construir las naves y calcular las cargas y
su distribución, para volver más precisas y potentes las armas de los occidentales,
para cartografiar el terreno, las rutas, trazar las ciudades. A lo que puede sumarse
una recolección de datos sobre el medio que encontraron, con objeto de entenderlo y
explotarlo, que forma parte de la nueva mirada hacia la «naturaleza» y las «culturas» que
constituirá, en breve, la ciencia moderna. El imperio de la Monarquía católica se construyó
en gran medida con esos híbridos que mezclan lo natural y lo social, lo humano y lo no
humano, la ciencia y la técnica con el poder, aumentando el tamaño del colectivo a escala
planetaria.
Superioridad y paternalismo se observan en la gran división moderna entre «ellos» y
«nosotros», situación que comenzó a articularse en la conquista del Nuevo Mundo. Ellos,
los salvajes o bárbaros, a los que había que domesticar o someter, o bien los pobres
y desorientados nativos, equivocados en su percepción de la verdad moral, religiosa o
«científica» –la aristotélico-tomista de ese momento–, y que también había que civilizar y
colocar en el buen camino. Para llevar a cabo esa empresa civilizadora puso en marcha una
movilización temprana e inusitada de sujetos, objetos, discursos, ideas, técnicas, saberes,
libros, textos, imágenes, mercancías, artefactos, plantas y animales, materiales. Pero
también microbios. ¿Qué papel jugaron todos esos elementos? ¿Cómo denominarlos?
Si seguimos a Latour son todos ellos actores –actantes–, y el trabajo de Gruzinski ayuda
a rescatarlos, pensarlos y evaluarlos, así como a comprender su papel constitutivo de la
modernidad.
Volver a dejar que los flujos corran por sus canales para comprender la historia
precisamente siguiendo esos recorridos, esos viajes multidireccionales que no parten de
ninguna central privilegiada –la Monarquía católica en su caso–, sino que constituyen
un tránsito, un ir y venir constante de imágenes, textos y noticias, administradores y
monjes, militares, armas, crónicas, informes, chismes, mercancías de toda índole, aparatos
de medición. Una circulación permanente de información y de objetos, ellos también
informados (y socializados-humanizados, diría Latour) que configuran un mundo, las
mentes y los imaginarios de sus participantes, los movimientos constantes de múltiples
relaciones de poder.
Lo importante en esa «movilización ibérica» son justamente los actores que viajan, se
trasladan, se mueven y mueven lo que trasportan, los que crean esa mundialización.
Pero esos actores son de una alta complejidad y diversidad: instituciones, ideas, normas,
órdenes religiosas, servidores políticos y militares, navegantes, comerciantes, artistas y
aventureros, pero también objetos de todo tipo incluyendo los navíos –«ciudades flotantes»
las denominaba Campanella– y todos los artefactos que llevan en su interior, los propios
de la nave y los que transportan de un lado a otro. ¿Y todo bajo qué categoría puede ser
subsumido, naturaleza o cultura? Todos estos seres ya no son meros intermediarios sino
mediadores, es decir, que no son meros vehículos de algo ya dado, sino que traducen,
redefinen o traicionan aquello que transportan. Resulta fácil ver esto en los procesos de
mestizaje pero también ocurre en el transporte, el movimiento, el tránsito de todos los
actores intervinientes. Nada permanece puro más que en el relato imaginario. La historia
ha dejado de ser solo de los hombres y ahora es también de las cosas.
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(19) Latour también trabaja con hechos
insignificantes, va al laboratorio como
antropólogo a estudiar lo que allí hacen
los científicos.
Gruzinski hace girar su análisis sobre hechos que, como él mismo dice, podrían parecer
insignificantes19. Un personaje indio, converso, suficientemente instruido e hispanizado,
perteneciente a la nobleza pero no a la aristocracia indígena, cronista excepcional en
el que se funden, se mezclan, los acontecimientos, los imaginarios, los proyectos, las
lenguas: el indio chalca Domingo Chipalmahin, que destaca en su periódico el asesinato
del rey francés Henry IV, ocurrido en 1610.
¿Por qué un cronista indio, a priori encerrado en su lengua y universo indígena, se
interesa por tal acontecimiento? La curiosidad sola no puede explicarlo.
Quizás sea
el signo de «otra modernidad» que no se confundiría con la marcha ineluctable
hacia el absolutismo y menos aún con la racionalización del pensamiento europeo–
Montaigne desplazado por Descartes,
como lo habían interpretado prestigiosos historiadores europeos como Roland Mousnier
o americanos como Toulmin.
Ella haría aflorar un estado de espíritu, una sensibilidad, un saber sobre el mundo
nacido de la confrontación de una dominación a nivel planetario con otras sociedades
y otras civilizaciones.20
Ahora bien, ¿puede un indio ser moderno? Chipalmahin mezcla su tradición amerindia
de origen, que introduce en sus relatos, con los nuevos conocimientos en los que ha
sido instruido, y, aún más, es capaz de referir los errores cometidos, tanto los de sus
antepasados como los de los sabios europeos, en la aplicación de ese conocimiento que
viene del Viejo Mundo (eclipse, calendario). Gruzinski quiere reseñar que
Esta doble distancia es uno de los índices de esa modernidad planetaria.21
El mundo del indio Chipalmahin tiene una «capital mundial», Roma, y un «señor
universal», el Rey de España. Su universo se compone de las cuatro partes del mundo.
Su testimonio nos ofrece una imagen bastante fiel de la manera en que un habitante
de la capital, curioso y pasablemente informado de las cosas de su tiempo, se
representaba el mundo.
El indio Chimalpahin es un escritor mestizo. Su espíritu y su pluma mezclan tradiciones,
ideas y palabras que vienen al menos de dos universos: la sociedad amerindia y
la Europa occidental. Puede añadirse una tercera, en tanto que se pregunta por
las reacciones de los negros en México, o incluso una cuarta, cuando introduce
en su relato términos japoneses y especula sobre el sentido de las costumbres
japonesas. La manera en la que designa al rey de España es reveladora de esas
mezclas. «Comanahuac Tlahtohuani» «Señor universal». Combinación y reciclaje de
términos de su lengua, el nahualt, tomados prestados del pasado y de la cosmología
prehispánica, para designar una forma inédita de poder: aquel del que dispone el
rey de España desde que gobierna el «reino universal» «Caltepelt cemanahuac», es
decir, la Monarquía católica.22
Producto del choque y del entrecruzamiento de mundos, Chipalmahin es un ejemplo
–como el que se produce en pinturas, textos, religión, técnicas y otros– de mestizaje
originado a través de esa intensa circulación en redes sin precedentes que conectan los
cuatro continentes.
¿Cómo concebir las circulaciones y las relaciones entre mundos e historias múltiples
cuando el eurocentrismo, si no el provincianismo, la disputa en el gusto por lo exótico
y lo primitivo, parasita la lectura de pasados no europeos?23
La mundialización ibérica supuso una amplísima creación de redes hasta entonces
inexistentes, de modo que este inmenso flujo y movilización multidireccional puso en
contacto por primera vez las cuatro partes del mundo. ¿No contribuyó esto decisivamente
a la creación del pensamiento moderno? Además, hay que preguntarse por el papel
(20) Ibid, p. 22
(21) Ibid, p. 22
(22) Ibid, p. 29.
(23) Ibid, p. 32 Gruzinski sigue calificando
de eurocéntrica la perspectiva de Latour
al datar muy clásicamente el inicio de la
«Constitución moderna» en el s. XVII in-glés.
Una cultura Histórica y una larga
tradición de etnocentrismo no incita en
efecto a tener en cuenta la mirada de los
otros, menos aún aquella de un cronista
indio del México español. El hábito ¿no
impone que es Europa la que mira al res-to
del Mundo, y no la que es observada?
El ángulo mexicano se revela sin embar-go
tan instructivo como el francés o el
europeo. Ibid. p. 20
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que los saberes de las sociedades «premodernas» jugaron en la configuración de esa
otra mirada sobre el mundo natural propia de la nueva ciencia. Francisco Hernández
o Bernardino de Sahagún están entre los más destacados representantes, en Nueva
España, de una nueva curiosidad que recolectaba información y cosas que Europa recibía
como exótica y venían a llenar los «gabinetes de curiosidades». Estos gabinetes donde
se reunían objetos provenientes de las cuatro partes del mundo se convertirían pronto
en museos y tuvieron un papel relevante en el desarrollo de la ciencia moderna. Es
importante, entonces, saber quién recoge esos saberes, cómo se los interpreta, en qué se
los transforma, pero, también, cómo se mezclan esos saberes, qué procesos de mestizaje,
qué híbridos, se producen, cómo se mezclan los imaginarios, las artesanías, las técnicas,
las formas de alimentación, las terapias, los rituales o fiestas, los elementos religiosos, la
arquitectura, los materiales; en suma, cómo se negocian las relaciones de poder entre los
múltiples actores.
Redes construidas por la economía, las instituciones y burocracias al servicio de la Corona
y de la Iglesia, además, y sin confundirse con las primeras, banqueros, comerciantes,
órdenes religiosas, y entre ellas la poderosísima Compañía de Jesús, sin contar con
territorios como los de las artes plásticas, literarias, musicales, la arquitectura o el
urbanismo. Dispersa y fragmentada en un espacio planetario constituido por los cuatro
continentes y por los mares, sin pasado y con una duración efímera, conformada de
múltiples piezas procedentes de todos los continentes, cuya diversidad y articulación son
difíciles de explorar, este conjunto de redes pone en contacto las grandes civilizaciones
del mundo. Es ese despliegue de redes a nivel planetario lo propio de su espacio, lo que
la construye en su novedad y la alimenta, la que produce en esos tránsitos constantes una
amalgama de hombres, de sociedades y de civilizaciones.
Diversas formas de explotación económica, de gobierno y de creencias son puestas en
contacto, en niveles de alta complejidad, se trate de las relaciones de poder que se ponen
en juego, o de la búsqueda de beneficios o de los enfrentamientos de creencias religiosas,
en las que inevitablemente todas las partes quedan transformadas en alguna medida y
así surgen mestizajes de todo tipo. Y estos últimos no pueden adscribirse, dice Gruzinski,
al ámbito de la cultura24, en tanto que son fenómenos de orden político, económico y
religioso que tienen lugar a escalas muy distintas, locales, regionales, coloniales o globales
(México, la Nueva España, la metrópoli, la Monarquía) y que ponen en marcha
empresas de dominación que precipitan los mestizajes o, en ciertos momentos, los
paralizan o borran […] La Monarquía católica y sus mundos mezclados son también
recorridos por miríadas de interacciones que reenvían a formas múltiples y móviles
de dominación25
¿Cómo interpretar estos fenómenos? ¿Responden a una estrategia única, a un diseño
global que se enfrenta a las historias locales? ¿Se deja esa realidad atrapar por estos
esquemas o es algo mucho más complejo? Gruzinski se interroga, partiendo de ese
contexto histórico, por la proliferación, y también por el límite, de mestizajes en sociedades
sometidas a una dominación con pretensiones universalistas.
Su posición teórica es la de restituir las «historias conectadas», pero advirtiendo que ese
proyecto no supone la existencia de
una historia del mundo susceptible de integrar los diferentes pasados de las
sociedades humanas en el seno de una narración unificada y desde un punto de
vista único.26
Este sugerente proyecto de Gruzinski nos anima a explorar nuevos territorios, a liberar
los archivos, a rescatar imágenes y textos que nos permitan hacer una lectura del pasado
desprejuiciada, que no sea etnocéntrica y tampoco eurocéntrica, y a construir una historia
que deje atrás fronteras artificiales, que escuche y esté atenta a lo que dicen y hacen
todos los actores, actores que no sólo son los sujetos. Sin ánimos de instaurar una última
y definitiva verdad, nos dice finalmente Gruzinski que
(24) La razón fundamental que esgrime es
la de que tal término implica «la creen-cia
–consciente, insconsciente o secreta–
de que existiría un “conjunto complejo”,
una totalidad coherente, estable, con
contornos tangibles, capaz de condicio-nar
los comportamientos». (La pensée
metisse, p. 45).
(25) Ibid, p. 40.
(26) Ibid, p. 452, nota 96.
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CATHARUM Revista de Ciencias Sociales y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº 17, 2018
(28) Ibid, pp. 365-66.
(27) Ibid, p. 40-41.
Casa Lorenzo Cáceres, Icod de los Vinos
Casa Lorenzo Cáceres, Icod de los Vinos.
Detalle.
ese pasado, tejido de «historias conectadas», si no es más revelador o más auténtico
que las versiones que lo han precedido, suscitan interrogantes que remodelan a
menudo los nuestros con la distancia crítica que imponen los siglos y los océanos.27
El arzobispo de México entre 1613 y 1627, Juan Pérez de la Serna (1573-1631), publicó
un edicto en el que podía leerse.
La disolución y el relajamiento de los pintores habiendo llegado al punto de pintar a los
devotos en compañía de sus amantes, ocultándolas bajo los atributos de la santidad, y
esos tipos de cuadros se encontraban en su casa y en sus habitaciones. Habíamos comen-zado
a descubrir cantidad de imágenes indecentes debidas a un mal pintor que se había
consagrado a hacer pinturas ridículas y sin valor, como un Niño Jesús cabalgando un
cordero, o haciendo correr una pequeña veleta en la mano, un pájaro atado a una cuerda
en la otra, y otras cosas de esta clase28.
Pues bien, quiero terminar ofreciendo un ejemplo de ese mestizaje que he encontrado en
la decoración del techo del zaguán de la Casa Museo Los Cáceres en Icod de los Vinos
(Tenerife). Un niño con un aura de santidad, un paraguas chino, un abanico japonés,
un lazo desmesurado que adorna su desnudez y, sobre todo, esa pulsera en la que por
medio de un hilo sujeta una mariposa. Me parece un ejemplo magnífico de esa creación
mestiza que llegó a nuestras islas en uno de esos tránsitos continuos que posibilitó la
mundialización ibérica.
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