EL RINCÓN DE UN QUICIO OSCURO
(Sobre Rubén Oarío y el 98)
na tarde de diciembre de 1896, en
la casa de su hermana Ignacia, calle
de las Vendederas en Huelva,
Juan Ramón Jiménez leía, embargado
por la novedad, unos poemas
de Rubén Darío que habían aparecido en
La Nueva Ilustración de Barcelona. Un reventar
de cohetes, un repicar de campanas, gritos, y
las notas de la marcha de Cádiz que tocaba una
banda lo hicieron salir al balcón, y vio que las
calles estaban llenas de gente porque pueblo y
autoridades celebraban la muerte de José Antonio
Maceo al grito entusiasta de ¡mueran los
mambises!
Se quedó acongojado contemplando aquella
celebración que presidían los curas y los militares,
en la mano el número de la revista. Y,
triste, como si el muerto fuera Darío y la celebración
contra Darío, pensó en América, y en
Cuba de los cromos de las cajas de tabaco con
sus paisajes románticos de palmas airosas, y superpuso
en su mente el rostro de Maceo, que
adornaba las cajas de chocolate, al de Darío que
lo miraba desde la portada de la revista.
Por las calles y plazas en toda España se festejaba
en grandes algaradas la caída de Maceo,
que se tomaba como anuncio del triunfo inminente
de la guerra en Cuba. El General Weyler,
que había inventado desde entonces la reconcentración
de campesinos en aldeas estratégi-
12 f!/{evista de ~~encias y r¿J{;imanidades
Sergio Ramírez
cas, lo había cazado con su ardid de partir la
isla en cuatro con fosos rellenos de dinamita y
alambre de púas que los focos eléctricos iluminaban
en las noches.
Sergio Ramírez
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
Ruben Darío
La guerra de Cuba era una guerra perdida
desde muchos años atrás, y España no lo sabía,
o pretendía ignorarlo, y todavía ignoraba
mucho más a manos de quién iba a perderla.
Los dos rostros, Maceo y Darío, el uno negro,
el otro mestizo, representaban la imaginería
exótica de un continente del que sólo Cuba y
Puerto Rico quedaban ya ~orno parte del viejo
imperio; un rezago. Desde Céspedes, Cuba peleaba
otra vez su guerra de independencia, la
seguía peleando tras la caída de Martí en Dos
Ríos, en mayo del año anterior, y no iba a dejar
de peleada tras la muerte de Maceo. Para España,
era la última de sus guerras coloniales. Para
Estados Unidos, sería la primera de la cons-
, trucción de su imperio.
Ramiro de Maetzu, uno de los intelectuales
de la generación del 98, sabía ya que la guerra
en Cuba era una guerra en contra de los tiem-l'\
1'11\111'\I
pos, como lo sabía Darío. Maetzu se había ga,
nado la vida en Cuba -una colonia más rica
que la propia Península- recitando a Ibsen, a
Marx y Schopenhauer a los cigarreros de una
fábrica de tabaco, un oficio exótico, como aquellos
rostros de cromos y portadas. También ya
para entonces eran exóticos los indianos que
regresaban ricos a España, y se segregaban en
barrios nuevos, como recuerda Clarín en La
Regenta. La idea de América misma, lejana a los
ardides hispanistas de la restauración, era exótica.
Aquel sentimiento triunfal, que llegó a convertirse
en delirio, ya no cesaría ni cuando Estados
Unidos entró en la guerra menos de dos
años después, y los acontecimientos fueron demasiado
vertiginosos para que el público de los
cafés y las corridas entendiera que se trataba,
desde el principio, de una guerra perdida. Por
diez céntimos los niños podían volar el Maine
en una postal untada con una pequeña dotación
de fósforo, y el ardor patriótico alcanzaba
para atizar campañas en contra del consumo
de la Emulsión de Scott, por ser producto yanki.
Un enemigo lejano y más bien risible, zaherido
en las zarzuehts.' «¿Cómo va a tener miedo
de los marranos el país de las corridas de toros?
» se decía en las crónicas taurinas. Y la imagen
del yanki fue la del cerdo, rudo, vulgar y
mantecoso. Una lucha ya inadvertidamente desigual
entre el león rampante y el cerdo productor
de montañas de tocino al que Darío, desde
Buenos Aires, aborrecía como enemigo de la
sangre latina. En mayo de 1898, cuando tras la
batalla de Cavite, que significó la pérdida de
Filipinas, era inminente la derrota en Cuba, escribía
desde Buenos Aires:
«Y los he visto a esos yankees, en sus abrumadoras
ciudades de hierro y piedra ... parecíame
sentir la opresión de una montaña, sentía
respirar en un país de cíclopes, comedores
de carne cruda, herreros bestiales, habitadores
de casas de mastodontes. Colorados, pesados,
groseros, van por sus calles empujándose y rozándose
animalmente a la caza del dólar. El ideal
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de esos calibanes está circunscrito a la bolsa y
la fábrica ... »
Esta era una visión del bárbaro que también
se alentaba en España en esos días, en los periódicos,
los sermones y los discursos, pero una
visión que no trasladaba a la opinión pública la
advertencia de que eran bárbaros ya poderosos,
preparándose para iniciar su expansión en
el mundo, dueños de los nuevos avances tecnológicos.
Y la imagen contrapuesta del viejo y
noble poderío español, arraigado en la propaganda
de los regímenes de la restauración, iba
a servir de muy poco. Darío, desde el otro lado
del Atlántico, muy partidario de España, bien
sentía, a la par que una fuga de americanos potros,
el estertor postrero de un caduco león.
En las tres décadas finales del siglo XIX los
Estados Unidos habían multiplicado sus índices
de producción en hierro, carbón y acero, ya
mayor que la de Inglaterra y Francia a la vez;
tenían, además, las fuentes del petróleo en su
Ruben Dario y Cesar Vallejo
propio territorio, y dos veces más kilómetros
construídos de ferrocarril que toda Europa en
su conjunto. Su producción de cereales era diez
veces mayor que las de Alemania y Francia. No
eran todavía la primera potencia naval, pero
comenzarían a serlo después de destrozar a la
flota española en Filipinas y Santiago de Cuba.
La era de las cañoneras, bajo McKinley, estaba
por abrirse. Y pronto empezarían los sufrimientos
del Caribe exótico, de donde Daría venía,
que se verían ocupados militarmente a partir
de entonces por la infantería de Marina, Haití,
México, Honduras, Nicaragua. Y así como
McKinley había ocupado Cuba y Puerto Rico
bajo un nuevo régimen colonial, Roosevelt segregaría
Panamá del territorio de Colombia para
construir el canal interoceánico.
Daría siempre había tomado partido del lado
de Cuba en su guerra de independencia, aunque
hubiera lamentado como un sacrificio inútil
la muerte de Martí: «¡Oh, maestro! ¿Qué
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has hecho?>> le preguntaba en un artículo recogido
en Los Raros. Martí, a quien había c;onoci-.
do en New York en 1893, invitado por él a un
mitín patriótico en Hardman Hall, lo llamó
entonces, hijo. Y desde entonces, Darío sabía
lo que aquellos «búfalos de dientes de plata>>
representaban para América: <<Behemot es gigantesco
pero no he de sacrificarme por mi
propia voluntad bajo sus patas».
Derrotada España, y sacrificada Cuba, Darío
volvía por España, y volvía a España, donde
sólo había estado una vez, con motivo de las
fiestas del cuarto centenario del descubrimiento
en 1892, como parte de la delegación de Nicaragua
que sólo constaba de dos personas.
Tenía veintidós años entonces, pero ya había
publicado Á Zf'Í, al que Valera dedicó una de
sus Cartas Americanas; y en el salón de doña
Emilia Pardo Bazán, y en otros cenáculos, pudo
conocer entonces a toda la ancianidad intelectual
de España, al propio Valera, a Núñez de
Arce, a Zorrilla, a Campoamor, y a Menéndez
y Pelayo que vivía en el Hotel de las Cuatro
Naciones donde Darío se hospedaba; como
preámbulo, ausente el anciano en Santander,
un mozo le había abierto en secreto la puerta
del apartamento para dejarlo husmear entre sus
libros y papeles, y advirtió las sábanas manchadas
de tinta. Nunca escapó a su percepción que
aquella vieja generación intelectual moría ya,
cada uno de sus próceres coronados por turnos
en fiestas parnasianas, con lauros de utilería.
La nueva generación estaba por venir, y vendría
en la circunstancia de la derrota.
Un día de finales de no~embre de 1898 se
apareció en la redacción de La Nación en Buenos
Aires, para averiguar si no había en ciernes
la muerte de algún personaje célebre. Las notas
fúnebres se las encargaban por adelantado
-un croquetmort, como se llama él mismo- pero
sólo se las pagaban cuando el deceso se consupiaba,
y ya algunos, como Mark Twain, le habían
jugado la mala pasada de no morirse. Ese
año, fructífero en necrologías, le había tocado
escribir las de Mallarmé y Puvis de Chavanne.
CA 1%\lllJ ~1
Se encontró, en cambio, con que necesita-
. han de urgencia a alguien que fuera a España
para informar sobre las consecuencias de la
débacle, y él se ofreció voluntario. Iba a cumplir
treintidós años. Después de ÁZf'Í ya había publicado
Los Raros y Prosas Profanas en 1896, y
Juan Ramón Jiménez, el poeta adolescente que
lo leía en un balcón en Huelva mientras abajo
celebraban la muerte de Maceo, iría en su busca
luego a Madrid, y formaría parte de la pléyade
de los modernistas que nacería con Darío, y
con el fin del imperio colonial: Valle Inclán,
Azorín, Benavente, Baroja, Pérez de Ayala,
Villaespesa, los Machado. «Esparcí entre la juventud
los principios de libertad individual y
personalismo estético que había sido la base
de nuestra vida nueva en el pensamiento y el
arte de escribir. Y la juventud vibrante me siguió
», diría él mismo.
De aquel viaje -y ya no volvería más a Buenos
Aires, sino de paso- resultó Espana Contemporánea,
que contiene los despachos de más
de un año para La Nación, y que vistos en su
conjunto resultan una crónica lúcida -verdaderamente
contempqránea hoy día- de la vida
española del fin de1 siglo XIX, en momentos
de pesimismo e incertidumbre. U na España
«amputada, doliente, vencida>>, abatida de decadencia,
los ancianos poetas y oradores esperando
turno de ser embalsamados, las exposiciones
pictóricas aturdidas de color local, el teatro
sin lustre que sólo saca chispas en los corrales,
los periódicos de servidumbre política,
las editoriales de catálogos pobres y las librerías
lejos de las novedades europeas, y más lejos
aún de las americanas.
Y pudo ver a realce los colores de la España
honda, la vieja España negra tan de Goya y tan
socorrida -ya había en su memoria otra Juana
la Loca, la viuda de Cánovas del Castillo, que
se había encerrado en vida después del asesinato
de su marido- la España de los supliciados
de Semana Santa y la Reina Regenta, con fama
de avara, lavando los pies de los mendigos en
una ceremonia palaciega y los nobles sirvién-
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I' lTll .\Rnt
Rubén Darío en 1898.
doles la comida, como en una toma negra de
Buñuel; la España popular de los toreros, el
Guerra, Algabeño y Machaquito, y el entierro de
la sardina en la cuaresma de carnavales, ya la
gente olvidándose de la derrota mientras Madrid
iba llenándose de más mendigos inválidos
de guerra, los repatriados de Cuba y Filipinas
recibidos con charanga y alboroto mientras estallaban
los motines reprimidos a tiros, toda la
España siempre negra de los esperpentos de
Valle Inclán que en Luces de Bohemia agregaría a
otros dos -él mismo, y Darío- de paseo, bastón
en mano, entre las tumbas de un cementeno.
Lo que conmovía más a España, desvastada
por la derrota, tal como lo percibió Darío desde
su arribo a ~arcelona a finales de 1898, era
el sentimiento, en el fin de siglo, del fin de todo
un poderío gestado cuatro siglos atrás con el
descubrimiento y que venía perdiendo impulso
desde siempre, una piedra que había empezado
a rodar ya desmoronándose, las semillas
de su propia destrucción en su cauda incan-descente
desde la derrota de la Armada Invencible
cuando Cervantes manco requisaba vituallas
en las provincias, hasta el reinado de
esperpentos de Carlos IV cuando Goya pintaba
a Godoy cebado en los establos reales, un
imperio que había terminado, realmente, con
las guerras de independencia del primer cuarto
de siglo en América, tras la invasión napoleónica.
Cuba, Puerto Rico y las Filipinas, no
eran sino las últimas pertenencias del reino venido
a menos. U na cauda ya macilenta que no
se apagaba con la debacle de 1898, y que arrastraría
todavía, por años, más allá del fin de siglo,
el peso muerto de la restauración.
Darío regresaba a España con el encargo de
ver a España como periodista, bajo la influencia
de ideas que siendo contradictorias, son recurrentes,
no sólo en Espana Contemporánea, sino
en otros escritos suyos, y aún en sus mejores
poemas de esa época, y que la debacle contribuyó
a aguzar. Recurrentes, pero no homógeneas.
Darío no tenía ideas ni homógeneas ni
invariables, más que las obsesivas de la vida y
la muerte; y advertía que si en sus cantos había
política, es porque la política era universal.
Y viendo ya de cerca a España en España,
sentado entre los jóvenes que le rodeaban, se
encontraba con visiones diversas, y también
contradictorias; desde los desparpajos anarquistas
de Valle Inclán, a las tesis regeneracionistas
de Maetzu, a Baroja que creía en las viejas
hidalgías castellanas, y a Unamuno que quería
enterrarlas. Y en su visión de la España contemporánea
Darío es precisamente atractivo por
contradictorio, y porque, además, la realidad lo
contradice, a su vez, muchas veces. En su selva
plena de armonía los ruidos del mundo no
siempre entraban tal como eran.
Traía a vender una Argentina donde al fin se
había realizado el ideal expuesto por Sarmiento
en Facundo, civilización triunfante contra barbarie.
Tras seis años de vivir en Buenos Aires,
primero como cónsul de Colombia, y después
como redactor de La Nación, Darío habla como
argentino, y su idea americana es argentina.
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Buenos Aires es la metrópoli universal, cosmopolita,
el crisol de razas, contrapunto de. New
York. Madrid, siempre provinciano, no.
Argentina es el país de la aurora, abierto a las
nutridas migraciones europeas -uno de los
grandes ideales del positivimo copiado en
América-, que atasca sus graneros, exporta
barco tras barco de carne congelada, levanta
enjambres de fábricas, y hace crecer una masa
obrera pujante, un espejo que multiplica a Bilbao
y Barcelona, nada más, pero que deja fuera
de sus reflejos a la España feudal y rural de los
caciques. Y Darío, con cifras en la mano, recomienda
que España debería hacer otro tanto,
modernizarse, transformar el régimen del campo,
introducir la ganadería en Andalucía, abrirse
al comercio internacional, desarrollar la industria.
Ser, en fin de cuentas, como Argentina.
En el Canto a fa Argentina, un largo poema
escrito en 1910 con motivo de las fiestas del
centenario de Buenos Aires, Daría canta las
glorias de esa tierra de promisión y granero del
orbe, sus montañas de simientes, sus hecatombes
bovinas, y llama los pueblos extraños a que
vengan a comer el pan de su harina, un país
abierto, tolerante, y en paz, según el guión de
Sarmiento en Facundo. Ensalza puntualmente las
corrientes migratorias, una estrofa para cada una
-rusos, judíos, italianos, suizos, franceses, españoles-
que han encontrado allá su tierra prometida,
y propone crear la otra España, la moderna,
en suelo de Argentina, con todos los inmigrantes
andaluces, asturianos, vascos, castellanos,
catalanes, levantinos que siguen llegando
en los barcos:
... que heredásteis Jos inmortales
fuegos de hogares latinos;
iberos de fa península
que las huellas del paso de Hércules
vísteis en el suelo natal.·
¡he aquí Ja .fragante campana
en donde crear otra España
en fa Argentina universal!
I' .\1111.\ 11 (J\I
No dejaba de ser un espejismo el desarrollo
. ipterno y la prosperidad argentina, como lo fue
bajo Perón, y como aún lo sigue siendo un siglo
después. Argentina exportaba -en barcos
británicos- carne congelada y cereales, pero el
régimen de propiedad seguía siendo atrozmente
feudal, de explotación inicua de los trabajadores
campesinos; y, para colmo, la expansión del
comercio exterior estaba en manos de Inglaterra,
para entonces la mayor potencia colonial
del mundo. Inglaterra, que además de los barcos,
era dueña de los ferrocarriles, los frigoríficos,
las fábricas de conservas, el gas, los tranvías,
la banca y los seguros, y le vendía a Argentina
las manufacturas.
El ingreso de Argentina en los mercados internacionales
no significaba industrialización
real, ni desarrollo hacia adentro, como el que
impulsaban en Estados Unidos <<los estupendos
gorilas colorados», lanzándose hacia el oeste
con los ferrocarriles y abriendo a la agricultura
mecanizada nuevos campos, sino una alianza
entre el capital oligárquico y los capitales ingleses.
Argentina no era,, realmente, el otro polo de
desarrollo en el continente americano, como
contaba, y cantaba, Daría, aunque lo parecía, y
aunque tenía más pujanza que España empobrecida.
Buenos Aires era, de verdad, una gran
urbe. Precisamente, la política de los gobiernos
liberales posteriores a la dictadura de Rosas
-el de Bartolomé Mitre, propietario de La
Nación el primero- había consistido en convertir
a Buenos Aires en eje de atracción e impulso, y
era ya la metrópoli macrocéfala, típica de la
posterior configuración urbana de América Latina,
tan engañosa para medir el desarrollo. La
Nación, uno de los diarios más grandes del mundo,
tenía lectores suficientes para enviar a Europa
un corresponsal como Darío con tarjeta
de presentación en cartulina de lino, un verdadero
embajador. Ningún diario de Madrid, con
tiradas mucho más modestas, podía pagarse
entonces ese lujo.
Mitre puso desde el principio a su periódico
e f nslitulo de t~tudÍ()S e Y(rspánicos de '€anorias 17
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l'\TD\RUI
del lado de España en la guerra contra los Estados
U nidos. Electo en 1862, tras la caída de
Rosas, había gobernado con el apoyo de la burguesía
porteña más moderna. Para él, partidario
de una Argentina unitaria y de cabeza fuerte
como debía serlo Buenos Aires, seguía válido
el ideal de civilización y progreso que Sarmiento
-presidente en el período siguiente al
suyo- había planteado en Facundo.
Facundo no era un mito. Juan Facundo Quiroga,
caudillo sanguinario de La Rioja, había
mandado a Sarmiento al exilio. La Argentina
bárbara de los años posteriores a la independencia
se encarnaba en su figura, con todo lo que
representaba de brutalidad y atraso; ayudó a
poner a Rosas en el poder, y Rosas había sido
eficaz en su política de tierra arrasada entre los
indios para asegurar el dominio de los latifundistas
en las pampas. Rosas centralizó el poder
en sí mismo, y unificó a la Argentina, bajo su
puño, desarrollando el agro sin que la tierra se
quitara de manos de los terratenientes, y amplió
el comercio exterior. Era la modernidad
arcaica del caudillo.
Pero el ideal civilizador propuesto en Facundo
también era un mito americano, de inspiración
europea. Sarmiento admiraba a John Fenimore
Cooper en su visión de E/ último Mohicano,
donde, a fuerza, del choque de dos razas una
debía resultar triunfante. Civilización, otra vez,
contra barbarie. El progreso pasaba necesariamente
por esta dilucidación; y la raza vencedora
del salvaje era europea, ni siquiera mestiza.
Lo que resultó fue que en Argentina, como en
toda la América Latina bajo los gobiernos liberales,
nuevos terratenientes -muchos de ellos
mestizos disfrazados de europeos- pasaron a
señorear la economía agraria, y la forma de dominio
fue siempre feudal.
Darío comparte muchas veces este ideal de
civilización americana, que llega a emparentarse
con el darwinismo social, extremo del positivismo
europeo, tan de moda en la época pero
ya al fin de siglo sujeto a revisión, como estaba
ocurriendo dentro de España entre los jóve-nes
de la generación del 98. El progreso ya no
sería inevitable, ni sólo sobrevivirían los más
fuertes. La razón se había vuelto diabólica. Es
Unamuno el que señala la pérdida absoluta de
fe en la razón humana, base del iluminismo, y
la necesaria vuelta a la fe en el hombre, que es
más que razón, como en tiempos del renacimiento.
Y Darío, el positivista americano, es el
que más creía, a la vez, en su propuesta literaria,
en la necesidad del regreso a los abismos
de la psiquis individual, sensaciones más que
razones.
La esencia del modernismo dariano es el artista
capaz de mirarse a sí mismo: <<¿tu corazón
las voces ocultas interpreta?», interroga Darío
a Juan Ramón Jiménez, planteándole los requisitos
para ser poeta. Libertad en el arte y personalismo
estético. Y no pocos de los escritores
que desde sus obras liquidaban cuentas con
el positivismo en el final del siglo -Ibsen, Dostoyevski,
Tolstoi- estaban entre sus raros de
Los Raros.
Pero más allá de estas dilucidaciones, el mundo
se estaba repartiendo entre las potencias, a
finales del siglo XIX, en base a un darwinismo
aún más feroz, el darwinismo geopolítico, un
reparto del que España había sido excluída por
el dictum de quienes ahora dominaban la tecnología
de punta, transporte, comunicaciones,
armamentos. Lord Salibsury hablaba en mayo
de 1898 de «naciones moribundas» que no debían
estorbar la misión civilizadora de las grandes
potencias en África, Asia y América.
Es a esa España moribunda desde hace siglos,
que ha arrastrado en su cauda las semillas
de su propia decadencia, a la que ahora hay que
culpar, la raza «atrasada, imaginativa, y presuntosa,
perezosa e improvisadora, incapaz para
todo» de que habla Joaquín Costa, y que según
Maetzu sólo será regenerada si llega a ser un
día vasca, o catalana. Es decir, que trabaje para
ser moderna. Darío, también está de acuerdo.
Pero a la vez exalta a la otra España, la de Goya,
la de Cervantes, la de Quevedo, que lo asalta
con sus legiones de mendigos desde que baja
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en la estación ferroviaria, y que encuentra viva
en sus chulos, en su manolas, mozos de c_ordel, .
cocheros, carreteros y desocupados desde que·
se asoma a la Puerta del Sol donde por toda
novedad moderna circula un tranvía eléctrico.
Con la derrota, Darío ampara todo un concepto
de España de siempre, que tiene un vago
arraigo lírico en la propuesta restauradora de
contrarreforma y reconquista, pero en contrapunto
a la advenediza pretensión imperial de
Estados Unidos, bárbara y arrogante, y la extiende
al concepto de América española -un
eco también del hispanismo restaurador-. Reconstruir
las glorias de España, en España y en
todo ese universo descuadernado del viejo imperio
americano, de panteras condecoradas y
licenciados venales y presuntuosos, no es ya
más sino un sueño necio. Y también lo sabe.
En Cantos de vida y esperanza, su libro más trascendental,
están sus mejores poemas españoles,
que son poemas de esperanza forzada, traspasados
por la conmoción. En Salutación del optimista
hay mil cachorros sueltos del león español,
pero en us Cisnes sólo se escucha el estertor
postrero de ese león caduco. Ha llegado la
era del cerdo que coloca en cada puerto del
Caribe sus acorazados:
¿Seremos entngidos a hs bárbaros fieros?
tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no h<!J nobkr hidalgps ni braws caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
El cisne es el ave heráldica del modernismo.
Es el ideal del arte, el de la poesía, la belleza, y
a la vez el único símbolo que ahora puede oponerse
a los bárbaros fieros que conquistan el
mundo. Es en sus alas que Darío quiere dejar
escrita su protesta, al menos.
Y pone su fe inútil en la nobleza antigua de
los bravos caballeros, el primero de ellos Don
9 uijote. Un cuento suyo, D.Q, que si se publicó
en Buenos Aires en el almanaque Peuser de
1899, debió haber sido escrito en Madrid en
1898, revela la magnitud de esa fe: el abandera-
Ministro de Nicaragua en Madrid,
«embajador de uniforme 'alquilado».
f\1'11.\IH l1
do de la tropa acantonada en Santiago de Cuba,
un enjuto manchego ya maduro en edad y de
poco hablar, al que apenas se conoce por sus
iniciales D.Q, se arroja al vacío cuando se recibe
la orden de rendición ante los yankis; «y todavía,
de lo negro del abismo, devolvieron las
rocas un ruido metálico, como de una armadura>>.
Dejar constancia, por lo menos.
En las crónicas de la conquista, delante de
los soldados españoles peleaba Santiago a caballo
contra los indios, como había peleado
contra los moros, matando él solo muchos cientos.
Ahora, este otro caballero de armadura
-rey de los hidalgos, señores de los tristes- no
tiene ya otro recurso que despeñarse frente a la
ignominia de la derrota.
Para quienes como Azorín y Baroja creían
en la moral del hidalgo castellano, Don Quijote
la encarnaba como ningún otro, aún en la
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l'\l'IURUI
derrota; para U namuno, igual que para Maetzu,
representaba más bien la decadencia, una rémora
espiritual, y material, que seguía haciendo
arcaica a España. El futuro, para Maetzu,
estaba en algo muy parecido a la formidable
maquinaria del progreso yanki, que había visto
trepidar en Nueva York, como la había visto
Darío, y no en el páramo manchego. Y como,
de todos modos, creía Darío que debía ocurrir
en España, si ya creía que estaba ocurriendo en
Argentina. El progreso, para Maetzu, no estaba
en los campos desolados de la España rural,
sino en las ciudades iluminadas; las mismas ciudades
feéricas que Darío adoraba -fulgor, velocidad-
íconos del modernismo.
«Este país de obispos gordos, de generales
tontos, de políticos usureros, enredadores y
analfabetos, no quiere verse en esas yermas llanuras
sin árboles, de suelo arenoso, en el que
apenas si se destacan cabañas de barro, donde
viven vida animal doce millones de gusanos,
que doblan el cuerpo, al surcar la tierra con aquel
arado, que importaron los árabes al conquistar
Iberia», dice Maetzu en Hacia otra Espana, y
Darío le da la razón, y lo saluda entonces como
<<Un vasco bravísimo y fuerte».
Había también algo muy importante que dilucidar,
y en lo que Darío y el modernismo fueron
claves. El anquilosamiento de la lengua era
una expresión de la rémora de transformación
social que la restauración seguía imponiendo.
Las rigideces de la vieja gramática y el purismo
castizo eran la parálisis de la sociedad también,
una expresión del ideal reaccionario de la vieja
España hispanista, la España eterna que Darío
añoraba, pero a la que ayudaría a enterrar con
la revolución modernista en la lengua. Y en la
aventura de cambiar la lengua, unos y otros,
cualquiera que fuese su camino -Valle Inclán
iconoclasta, Machado después republicano,
Maetzu por último falangista- sí que estaban
de acuerdo.
Y junto con la propuesta de modernidad de
la literatura -que por una graciosa paradoja se
le llamó a veces decadente- Darío traía enton-ces
a España algo más importante que su visión
positivista: unas señales de identidad compartida.
A la hora de la debacle él devolvió a
España, en la renovación de la lengua común,
la prueba de que España era parte de la cultura
americana, una cultura mestiza de pluma debajo
del sombrero, capaz de crear un idioma nuevo
que regresaba a la península con Darío.
Aquel era, en momentos de crisis pero tambien
de búsqueda, un viaje de regreso que encarnaba
una gran ruptura y una gran invención después
de la cual ya nada sería lo mismo en la
lengua. Así lo había advertido Clarín: «el poeta
nicaragüense ha de traer cola y dejar huella, para
unos beneficiosa y para otros funesta».
La piedra que venía rodando desde siglos no
se había detenido en 1898 a la hora de la debacle,
y el régimen sepulcral de la restauración
sobrevivió todavía muchos años. Pero la corriente
de cambio ya se había establecido. Darío,
metido siempre dentro de su España contemporánea
como periodista, como embajador de
uniforme alquilado, como literato, estuvo siempre
allí, en las tertulias de los cafés y las librerías,
en las redacciones de los periódicos, en
los cenáculos, en la inquerida bohemia, y en su
propia soledad, en su pobreza y sus desamparos,
hasta la cercanía misma de su muerte.
Juan Ramón Jiménez lo dejaba, con repugnancia
y tristeza, cuando llegaba la hora en que
empezaba a beber lo que en crudo eufemismo
de dipsómano él llamaba su <<Veneno», y sólo
ya enterrado en Nicaragua recordaría Unamuno
que había tratado tan injustamente a aquel a
quien se le veía la pluma debajo del sombrero.
Y él, quizás borracho, lloraría a Castelar, que
había muerto enseñándole latín a su loro.
Era la España contemporánea suya y seguiría
siendo la España negra de Goya, Valle Inclán
y Buñuel juntos, y otra vez la suya. Aún en la
semana trágica de 1909, cuando la piedra aún
no terminaba de rodar, un carbonero alzado
en las barricadas en Barcelona sería fusilado por
haber bailado con el cadáver de una monja, otro
aguafuerte de la serie infinita en aquel año de
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015
turbulencias en que tuvo que cerrar la misión
de Nicaragua en la calle de Serrano después de
verse forzado a vender su piano, porque nadie
en Managua se acordaba de pagarle sus sueldos
de embajador y no tenía ni para el coche.
En Barcelona se embarcó para ya .i:unca más
volver, un 25 de octubre de 1915, gracias a un
pasaje que le había regalado el marqués de Comillas,
ya cuando arreciaban los vientos de la
primera guerra mundial. Pobre y enfermo, custodiado
por malandrines, ya a bordo de su camarote
del Antonio López se despedía llorando,
una despedida de toda la noche, de su hijo de
pocos años y de su mujer, la campesina de
Navalsauz que había conocido en el parque de
la Casa de Campo en 1899 mientras paseaba
con Valle Inclán y ella le daba de comer a los
cisnes del estanque -otro paseo entre cisnes,
como aquel entre tumbas-. Francisca Sánchez,
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la princesa Paca criada entre cabras en la sierra
de Gredos, la que olía a cebolla, no la princesa
. ·de Eboli de sus tardes de Aranjuez.
El último de sus poemas españoles será un
poema negro, y de los más hondos suyos, ése
que relata una peregrinación fantasmagórica a
Compostela en compañía de Valle Inclán -el
propio marqués de Bradomín-, todavía un paseo
final. Y Valle Inclán, en Luces de Bohemia,
hace que el personaje Rubén Darío recite, entre
esperpentos, la última estrofa de ese poema
desolado, un infinito juego de espejos oscuros
entre los dos:
.. .la ruta tenía su fin
y dividimos un pan duro
en el rincón de un quicio oscuro
con el Marqués de Bradomín.
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©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015