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La investigación que durante casi una década hemos llevado a cabo sobre la vida y la
obra de Sebastián Padrón Acosta (Puerto de la Cruz, 1900; Santa Cruz de Tenerife, 1953)
no ha sido nada fácil. Hemos tenido que partir sin apenas datos que nos aproximaran
hasta los núcleos de importancia de su figura. En este proceso, los primeros textos suyos
que aparecieron ante mis ojos, mientras leía la prensa histórica de Canarias, poco se
complementaban con la información que sobre el portuense se había escrito. Es más:
hasta cierto punto la ponían en tela de juicio, la contradecían o acaso simplemente la
matizaban y completaban.
Pero ¿qué era exactamente lo que se había dicho sobre el perfil del cura escritor? Más
allá de contados y escuetos artículos difundidos tras su muerte y de otros en torno al
año 1966, cuando aparecen sus libros Retablo canario del siglo XIX y Poetas canarios de
los siglos XIX y XX, lo que poseíamos venía de la mano de María Rosa Alonso y, sobre
todo, de Sebastián de la Nuez. La primera había hecho público antes del fallecimiento de
Padrón Acosta, en un texto dado a conocer en el periódico grancanario Falange, en 1951,
un artículo a propósito de varios de los escritos de nuestro protagonista, y aprovechaba
la ocasión para realzar la valía de sus menesteres críticos y literarios. A este artículo se
sumaría una suerte de obituario de la misma intelectual que iba a sentar las bases del
escrito que, más de una década después, Sebastián de la Nuez insertaría como prólogo al
ya aludido estudio sobre los poetas isleños modernos, un libro profusamente consultado
por los interesados y especialistas en la Literatura Canaria, que iba a tener además una
nueva impresión a finales de la década de los setenta. Tan solo en el año 2000, cuando se
cumplía el centenario de su nacimiento, Miguel Melián García diría algo más de lo sabido;
aunque bien es verdad que sus aportes se deben sobre todo a determinados matices
vitales y a algunos testimonios en primera persona sobre su amistad con el literato del
Puerto de la Cruz, amén de incluir la casi totalidad de sus poemas, bastante desconocidos.
Con lo que –dicho lo anterior– resulta fácil inferir que los datos sobre el cura Padrón que
se han manejado y difundido aquí y allá, sin filtro alguno, se circunscriben, en su gran
mayoría, a lo transmitido por de la Nuez.
Mis resultados de rescate de textos disperdigados de Sebastián Padrón en los periódicos
del pasado fueron dando como resultado una gran cantidad de material emergido durante
la limitación temporal que abarcaba, más o menos, el quinquenio que iba desde 1920
a 1936; conglomerado textual que el catedrático de la Universidad de La Laguna había
despachado en su ensayo de un modo excesivamente superficial, seguramente por el
desconocimiento que poseía sobre él. Además, varios de los guiones que enumera sobre
su biografía, si bien tenían su importancia en medio de la nada del desconocimiento, se
fueron tornando en ocasiones oscuros y por instantes contradictorios. De más está decir
que las notas más holgadas allí, aunque con bastantes imprecisiones, tenían que ver con
los datos vinculados al Padrón Acosta final, el que hace su existencia y escribe desde
Santa Cruz de Tenerife a partir de 1940, según expresaba de la Nuez. El tiempo previo
era nebulosa, borradura, enigma y, por nuestra parte, ventana excesivamente ancha para
poder precisar siquiera algunas cuestiones que nos ayudaran a entender algo más el
horizonte de esta pluma vertebral de la literatura y la crítica artística canaria del siglo XX.
Y es así que, llegados a este cruce de nuestra determinación, optamos por zambullirnos
en conocer y desvelar –pues era primordial comenzar por el principio– lo que hemos
José Miguel Perera
Conocer a Sebastián Padrón
Acosta desde su biblioteca1
(1) Aunque esta conferencia fue leída el
26 de enero de 2017 en el IEHC, ha-bía
sido preparada para ofrecerse, casi
un mes antes, en el marco de la presen-tación
de la publicación La Biblioteca
del IEHC y el Fondo Sebastián Padrón
Acosta, de Margarita Rodríguez Espino-sa
y Sarai Cruz Martín. Causas externas
al conferenciante y a los organizadores
provocaron que se pospusiera.
Retrato Sebastián Padrón Acosta, por
Alonso Reyes, colección del IEHC.
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subrayado como Primera Etapa padroniana, esto es, las siluetas que delineaban con más
o menos precisión su vida y –especialmente– su obra desde 1900 hasta 1936. Ese fue
el proceso que nos vehiculó hasta la consecución de nuestra tesis doctoral, que, como se
entenderá, encontraría muchísimas paradas y frustraciones ante un panorama que seguía
sin aminorar dificultades (muchas de ellas todavía irresueltas). De entre todas quisiera
poner ante los ojos de ustedes específicamente dos: en primer lugar, y con respecto a
la obra, la dispersión de sus textos más que nada por el largo apaisado maremágnum
periodístico canario contemporáneo, lo que implicó y sigue implicando una duración
abultada (especulamos que tenemos en nuestro haber, en este aspecto, más de un 90%
recopilado); dispersión a la que habría que sumar el desconocimiento en torno al supuesto
archivo personal que, si los testimonios no mienten, existía en manos de su hermana Pilar
al menos hasta los años 90 del siglo XX. Esta última cuestión, la de los familiares directos
del religioso, es precisamente el segundo gran obstáculo con el que íbamos a topar, pues
hasta el día de hoy no hemos podido localizar a quienes debieron heredar –suponemos–
tales documentos; y quienes, sin duda, podrían habernos informado y ampliado y matizado
nuestras sospechas y especulaciones obtenidas, más o menos precariamente, en uno y
otro lado.
Si ya todo proceso investigativo en sí mismo es una constante revelación procesual,
pacientemente a través del tiempo, de aquello que anda oculto, por todo lo dicho
anteriormente será sencillo deducir que, en nuestro caso, cualquier resquicio, cualquier
detalle, cualquier testimonio o documento se fueron transformando en algo sustancial
para conformar al menos un sostén básico que nos socorriera en el momento de trazar una
interpretación más o menos aproximada, válida y legítima, sobre el erudito portuense. Cuál
no sería mi sorpresa entonces al descubrir que una institución del carisma de este Instituto,
ubicada en su pueblo natal, conservaba la biblioteca de nuestro investigado. Porque si
bien cualquier documento se presentaba elemental en el logro de los descubrimientos
que nos traíamos entre manos, la pervivencia de la biblioteca privada de este personaje,
fundamentalmente libresco y propiamente literato, nos podía acercar, al menos a priori,
muchísimos vislumbres y pistas inimaginables por otras vías. Y les puedo asegurar que así,
indefectiblemente, fue.
Creo que no me equivoco al afirmar que todos los tomos que conformaron sus libros
no se conservan en estas paredes (de hecho hay constancia de que algunos, con su
idiosincrática y registrada firma, andan en estantes de otros lugares); ni que todas sus
lecturas se estrecharan en las fronteras de los anaqueles de su hogar. Mas no cabe duda
de que el aproximado millar de ejemplares que aquí se atesora da cumplida muestra de lo
que en conjunto fue su completa biblioteca, con lo que de ellos es posible entresacar las
múltiples y diversas pesquisas que un archivo de este género puede ofrecer. Y no hablamos
solo de cuáles eran sus inclinaciones lectoras predilectas, sino también de las variadas
notas que se logran absorber desde otros elementos adláteres como los subrayados, las
anotaciones, las dedicatorias o, por poner otro caso significativo, los papeles insertos en
los tomos. De todo este conglomerado de elementos, precisamente, nos fuimos sirviendo
en la sucesión que intentaba esbozar nuestro objeto de estudio, porque a través de estas
sutiles referencias se abrieron nuevas puertas, se cerraron otras, se matizó y se precisó,
se confirmaron ideas… y se crearon nuevos enigmas. Para el conocimiento de la vida y
la obra de Sebastián Padrón Acosta su biblioteca convirtió nuestra mesa de trabajo, entre
idas y venidas a las páginas de sus libros, en algo más amable dentro de los fines que se
perseguían.
Para vislumbrar adecuadamente hasta qué punto los libros personales conservados son
tan importantes en la obtención de conocimientos sobre el autor, es metodológicamente
oportuno hacer una síntesis de la biografía y del estudio de su obra que hemos ido trazando
en estos últimos años. Con ella conoceremos mayormente, aunque de forma aproximada
y recortada, al cura Padrón, más que nada el de la primera etapa (el desvelamiento
profundo del segundo y último periodo santacrucero lo tenemos actualmente a medias);
Detalle de uno de sus cuadernos de poe-mas
manuscritos.
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pero especialmente podremos situarnos mejor al hacer alusión a determinados momentos
o asuntos que tienen que ver directa o indirectamente con su biblioteca como fuente de
revelación de sí mismo.
SÍNTESIS BIOGRÁFICA.
Sus primeras experiencias tienen tres puntos nucleares de coordenada espacial a través del
pulso palpitante del joven Padrón Acosta: el mentado Puerto de la Cruz que lo vio nacer,
La Orotava y la ciudad de La Laguna, donde comenzará con los estudios de Bachillerato y
donde se iniciará en el oficio de escritor, todo ello al filo de los años veinte y al calor de los
rotativos confesionales, sobre todo el periódico Gaceta de Tenerife, en el que colaboraría
hasta su extinción a finales de los años treinta. La Ciudad de los Adelantados arroparía,
asimismo, reuniones e intercambios con intelectuales diversos, en su mayoría apegados al
conservadurismo político y a la tendencia regionalista de finales del XIX y comienzos del
XX. A partir del trato con ellos se generará en el futuro cura un impulso trascendental de
preocupación hacia las temáticas insulares y la investigación, dos aspectos que seguirán
desarrollándose enlazadamente en él hasta el fin de sus días.
En La Orotava hizo el servicio militar, padeció tuberculosis pulmonar y vivió una
experiencia cultural intensa desde el semanario Heraldo de Orotava; a la par que en
la villa lagunera seguía con el Bachillerato. Rodarían poco a poco sus meses hasta que
en 1924 decide regresar al seminario –que había dejado en 1919 tras seis anualidades
interno– seguramente cuando recibe la negativa del amor terreno solicitado a la también
hija del Puerto Arcadia Montesdeoca. Volverán a contarse, entonces, otros cinco años
dentro del rutinario recinto religioso que apartarán la continuidad de sus colaboraciones
literarias, para llegar a 1928, cuando se ordena sacerdote. Su primer destino estará en
El Hierro y el segundo –mucho más intenso en todos los sentidos– en Santa Cruz de La
Palma, entre 1929 y 1931. En la capital palmera retomará la escritura pública y palpará
los enfrentamientos más duros de sus lidias estéticas e ideológicas, todas ellas frente a
destacados militantes de izquierda, justo antes de la llegada de la Segunda República y de
la marcha –parece que un tanto forzada– de aquella isla. Sus destinos religiosos lo harían
retornar al natal Puerto de la Cruz, en un momento políticamente tenso que coincide
con el aplazado fin de los estudios de Bachillerato para dar comienzo a los de Derecho.
Extrañamente nunca ocupará plaza principal en una iglesia, lo que le supondrá asimismo
poseer una economía precaria que paliarían sus familiares, algunos a lo largo del tiempo
muy apegados a él (sobre todo varios hermanos y su tía Angelina).
El aterrizaje definitivo en Santa Cruz de Tenerife, al final de la Primera Etapa y a las
puertas de la guerra, lo acercará durante un largo trecho al mundo de la enseñanza, y
parece que fundamentalmente a través de ella generará no pocas inquietudes artísticas
y literarias en jóvenes que saldrán a la palestra como creadores, o personas de la cultura,
a lo largo de los cuarenta. En la capital tinerfeña, cerca de algunos de los archivos y
bibliotecas más importantes de las Islas, y cerca de un conglomerado de intelectuales
diversos, irá creando su obra de madurez, la más difundida e importante vinculada a la
crítica artística y a la crítica literaria. Así, poco a poco, en el cierto erial cultural en que se
convirtió la posguerra primera en Tenerife, y particularmente por su participación en los
periódicos y las revistas canarias de prestigio de la época, Padrón Acosta irá derivando
en un referente público dentro de los ámbitos aludidos. Nunca aparcó del todo su faceta
creativa lírica y narrativa, y asimismo el sello de la belleza expresiva nunca dejaría de
emerger en sus escritos más teóricos y divulgativos. Morirá, como dijimos, en 1953, tras
un tiempo de reclusión voluntaria en su propia casa, en circunstancias llamativas, cuando
su productividad se encontraba en plena ebullición.
RECUENTO SOBRE SU OBRA LITERARIA.
Su primera obra soporta una actitud de oposición al materialismo obtuso de la Modernidad
corporeizado en el progreso de las ciudades, que lo margina como ser sensible del arte y
Firma de Padrón Acosta en uno de los li-bros
fundamentales de Agustín Espinosa
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como ser espiritual creyente. El ademán, considerablemente pesimista, que nace de este
posicionamiento frente a la sociedad de su momento es el que nos aclara por qué su
literatura creativa, por lo general, se apega al movimiento modernista; aunque en ciertos
aspectos también se sienta cercana al regionalismo, por ejemplo en el cultivo de las
recreaciones de leyendas canarias. Sus letras se manifestarán en el género de la crónica,
del ensayo y con mayor denuedo en el de la prosa poética de tono reflexivo. La expresión
se sacraliza en el unísono latido de representar la propia naturaleza nominada, que es en
él creación de Dios, reflejo análogo de perfección pues en la contemplación la persona
se comunica con lo divino; y esta manera suya de aprehender la exterioridad lo acerca a
ciertas tendencias místicas.
El subgénero de la crónica –conectado con el periodismo, y en el que sobresalen las
dedicadas a algunos núcleos geográficos de Tenerife– también será practicado en
su literatura. El ensayo, por su lado, le dará la posibilidad de avivar sus continuadas
turbaciones filosóficas, artísticas y emocionales. La crítica social que pone en marcha
es la consecuente oposición frontal a la sociedad teatralizada con la que cohabita, que
denuncia irónicamente y que pretende descalificar desde algunos presupuestos educativos
y los modelos humanos que defiende. Esta mirada transversal del crítico se orienta por
el quijotismo como filosofía idealista y, por encima de todo, por el modelo existencial de
Jesús y la catolicidad.
Así, y en resumidas cuentas, tenemos en Sebastián Padrón Acosta a un representante
del modernismo hispánico, en la vertiente del género de la prosa, que entronca de lleno
con el grupo modernista canario por afinidad de lenguaje literario, ligado a la realidad
circundante (para la alabanza o para la injuria) y entendible en el contexto social y
temporal de la circunstancia canaria del primer tercio del siglo XX. Si bien hay que tener
presente que la escritura padroniana soporta algunas influencias del llamado modernismo
castizo peninsular (sobre todo del escritor Ricardo León), Tomás Morales será –como en
tantos otros escritores de esos lustros– una de las figuras más influyentes en su literatura
primera.
La actividad de la crítica literaria por la que fundamentalmente se le ha conocido también
registra sus orígenes en tiempos de su primer periodo. Desde la llegada al espacio
público la literatura de Padrón mostró una inclinación decidida por el estudio de las
cuestiones canarias. La literatura creada desde las Islas será, así, uno de los asuntos más
inspeccionados en las reseñas periodísticas que le servirán de ensayos a su futuro ejercicio
examinador. Para la formulación de su perspectiva en torno a la Literatura Canaria
ingresaron en él sobre todo los tradicionales instrumentos del método histórico-literario
y algunas novedosas cuestiones planteadas por la Estilística, especialmente en lo que se
refiere a la manera antipositivista en que se desafía la interpretación de los textos. A todo
esto se iban a sumar los aparejos que encontraría en el adelantado catedrático catalán
de la Universidad de La Laguna Ángel Valbuena Prat, los que reclinara en su conferencia
lagunera de 1926 Algunos aspectos de la moderna poesía canaria, de donde tomará –con
algunas matizaciones– un criterio lógico para el ordenamiento del devenir histórico de la
poesía canaria moderna.
LA BIBLIOTECA AL COMPÁS DE SU VIDA Y SU OBRA.
Si comenzamos a adentrarnos propiamente en el valioso fondo de su biblioteca, que
conserva el IEHC desde su fundación, teniendo en mente los sucesivos lugares en donde
sus minutos de vida fueron transcurriendo, y que hemos detallado con anterioridad,
caeremos en la cuenta, por las fechas que el autor dató al lado de su firma, de que un
número considerable de libros fueron adquiridos a medida que se sucedía su extenso y
sinuoso periodo de formación. En la época lagunera, mientras estudiaba en el seminario
o en el antiguo Instituto de Canarias, se haría con publicaciones de clásicos en español
o extranjeros, aparte de con libros de canarios o de temática directamente religiosa.
Podemos nombrar, entre otros más, a autores como Vélez de Guevara, Saavedra y Fajardo,
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Quevedo, Espronceda, Jacinto Verdaguer, Marquina, Ventura de la Vega, Shakespeare,
Ruskin, la Canción de Roldán o el Lazarillo. De la etapa sucesiva orotavense, que dura
cerca de tres años, se puede constatar que, amén de dispares tomos de historia, se
nutrió de alguna obra de Aristófanes, de Gabriel y Galán o de su admiradísima santa
Teresa de Jesús. Además, se presenta específicamente expresiva la cantidad de libros
de texto o manuales propios de los estudios que llevaría a cabo tanto en el perímetro
del seminario como en la formación del Bachillerato: los hay de historia, de francés, de
griego, de geografía, de latín, de economía, de aritmética y geometría, de fisiología e
higiene, de filosofía y –lógicamente– de literatura. Y digo que son realmente seductores
porque en ellos se advierten muchísimas anotaciones y subrayados del joven y más o
menos inocente Sebastián que tienen un interés sumo para quien pretenda indagar, como
nosotros hemos hecho, en este instante de su existencia. Pero es que desde ellos, de igual
modo, cualquier interesado en investigar cómo era la formación religiosa y secundaria
canaria de ese periodo de la historia cosechará no pocas referencias y no pocos guiones
que le ayudarán sobremanera a hacerse una idea bastante amplia de la materia tratada.
A poco que uno examine someramente la lista de volúmenes que atesora el fondo
conservado, será evidente el número considerable de ejemplares de literatura presente,
sin duda alguna mayor que ningún otro campo de las letras y el conocimiento. Tan solo
desde este primer acercamiento uno llega a palpar con certeza la idea que desde muy
tempranamente, tras el fallecimiento del autor, Dacio Darias Padrón escribiría sobre el
presbítero portuense: su inclinada vocación hacia el arte de la palabra, una suerte de
sacerdocio literario que parece dejar en un segundo plano su oficio de cura. No creemos
que esta apreciación vaya desencaminada, mas no habrá que confundirla con que
nuestro autor se alejara de sus creencias religiosas, ya que estas seguirían intactas, como
una luz que guía, hasta el final de sus días. De hecho, si nos fijamos en las estanterías,
encontraremos una ingente cantidad de páginas religiosas y espirituales (incluso existe
mucha literatura de corte confesional). Estas no solo se localizan en su fase primera de
formación en el seminario, sino que también son parte de toda su vida posterior, afirmación
que puede comprobarse fácilmente a partir de la fecha de publicación de los diversos
libros sobre este asunto. Serían esenciales en su existencia –y se puede patentar a través
de su obra escrita– algunas historias de santos como el de Asís o la filosofía agustiniana;
pero tendrán una preferencia siempre perenne aquellas que se adentran en el universo de
la mística, a la que por afinidad de vivencias se sentirá apegado. Particularmente habría
que destacar algunas obras de santo Tomás de Aquino o Papini, sobre los que escribirá;
los diversos tomos del filósofo y ensayista Ernesto Hello o, de una manera destacada, la
Imitación de Cristo, tomo conocido usualmente como El Kempis, que le tatuará desde muy
joven un modelo de vida para sí que tenía como horizonte perpetuo el testimonio de los
pasos de Jesús.
Si bien la cuantía de tratados filosóficos no es copiosa, no dejan de tener presencia
en gran medida autores y libros básicos de la historia de la filosofía occidental. Se ha
de reseñar que muchos de ellos, al compás del grupo precedente, están en alto grado
emparentados con el cristianismo, lo cual vendría a reafirmar las convicciones personales
padronianas que decíamos más atrás. Figuras tan curiosas, en este sentido, como Pascal,
Scheler o el ruso Berdaieff se cuelan a través de su biblioteca para mostrarnos que, junto
a los tratados teológicos, su poseedor tenía resueltas inclinaciones a la reflexión sobre el
sentido de la vida y las vivencias (muy acorde a su existencial vivir con altos y bajos), lo que
para nosotros es nítidamente palpable en los textos de su autoría, y muy particularmente
en los comienzos de su trayectoria literaria.
Pero Sebastián Padrón Acosta tenía perfil de humanista, de persona preocupada por los
acontecimientos todos del devenir vital, por cualquier cosa que tuviera que ver con el ser
humano. De ahí que las temáticas de sus lecturas transiten de igual manera por un amplio
abanico de disciplinas. No es de extrañar que en una hora determinada de su vida, en
unas circunstancias en las que –sin que sepamos bien del todo por qué– no veía futuro
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a su labor como sacerdote, a partir de 1932, se animara para comenzar la carrera de
Derecho, donde realizó al menos dos cursos. Sin embargo, lo que parecía convencimiento
no tuvo continuidad, a pesar de que todo indica que el interés pervivió durante la década
del 40 (significativa es, en este orden de hechos, la dedicatoria que Simón Acosta pone a
un libro suyo regalado al cura donde lo trata de sacerdote y –curiosamente– abogado).
Se entenderá sin dificultad alguna, por ello, que en su biblioteca aparezcan no pocos
manuales de esta materia, muchos subrayados y anotados con brío y ahínco. Incluso,
tenemos constancia por él mismo de que manejó la intención de estudiar Filosofía y
Letras, aunque –según la documentación conservada– no creemos que se ejecutara
nunca de manera oficial. Esto no quiere decir que las páginas que atesora su librería
estén desprovistas de las materias propias de la filología, pues encontramos en ella unos
cuantos manuales de historia de la literatura y unas cuantas gramáticas y libros cercanos
a la lingüística.
Como comentábamos, el conjunto de ejemplares literarios es sumamente importante a
la luz de su biblioteca completa conservada. En ellos sobresalen los que engloban la
literatura escrita en español, entre la que habría que subrayar varios momentos históricos.
Uno es el conocido como Siglo de Oro peninsular, especialmente formalizado en firmas
como las de Góngora, Calderón, Lope de Vega, fray Luis de León o las de la literatura
religiosa del misticismo de san Juan de la Cruz o de la ya nombrada santa Teresa de Jesús,
con especial incidencia de estas al final de su vida –según algunos testimonios–, pero
de igual modo en su juventud, tal y como se puede comprobar explícitamente en tantos
de sus escritos. Una de las plumas que más importancia tiene en su biblioteca, desde
diversos frentes, será la de Miguel de Cervantes, muy en la línea de la trascendencia
que adquirió el autor de El Quijote, y concretamente esta obra y este personaje, a través
de algunas lecturas de autores peninsulares de comienzos del siglo XX con relación al
quijotismo que anotamos.
El siglo XIX también será bastante transitado en sus libros, en cualquiera de los géneros
(resulta aquí curioso tener en cuenta la presencia de las novelas de Galdós, un autor tan
difícil de encajar en los ámbitos clericales); y en este menester es pertinente rememorar
que fue uno de los periodos literarios que más estudió el presbítero tinerfeño a la hora
de armarse de unos presupuestos teóricos que le sirvieran para interpretar la Literatura
Canaria del mismo periodo.
Por último, para acabar con el bloque en el que estamos estacionados, sería necesario
al menos plasmar que la cantidad de literatura del siglo XX que maneja, la literatura de
su tiempo, es muy abundante. A pesar de que la lista de estéticas y firmas no es corta,
palpamos que tenía determinados gustos más o menos definidos. Ello se comprueba
en casos como el de Ricardo León, un autor de moda en las primeras décadas del XX,
de tendencia algo modernista y con un mundo literario vinculado a la religión y al
conservadurismo, y al que el portuense leyó con interés en su juventud. También puede
observarse en la presencia relevante de autores como Valle-Inclán o Pío Baroja, con los
que probablemente se sintiera identificado en cierto modo. Todavía mayor sería el abrazo
de cosmovisión de vida, en tantos sentidos, con el pensamiento y la literatura de Miguel
de Unamuno. Para el caso de los tantos libros de Azorín y de Gabriel Miró, su admiración
Firma característica de los libros de su biblioteca
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se vería reflejada sin lugar a dudas en la prosa particular que cada uno ejercitaba, y de la
que de alguna manera vienen a ser deudores ciertos ademanes de la escritura padroniana
de su primera época.
La presencia de poetas latinoamericanos de finales del XIX y comienzos del XX
confirmaría aún más esas preferencias lectoras de las que se alimenta su escritura inicial
de corte modernista, y por esta razón es lógico que se puedan encontrar los versos de
tan eminentes voces como la del propio Rubén Darío, la de José Enrique Rodó o la de
Santos Chocano, aparte de la del espiritual y religioso Amado Nervo, al que sus pasiones
seguramente más darían cabida.
De las otras literaturas del mundo, particularmente clásicos occidentales de diversos
periodos, prevalecen algunos antiguos griegos, Dante, Shakespeare, Goethe, Milton o
Dickens, además de voces llamativas más cercanas como Verlaine, Francis Jammes o los
grandes portugueses Guerra Junqueiro, Camoens y Antero de Quental.
Uno de los mayores valores que acapara el legado del que hablamos es la biblioteca
canaria, entre otros motivos por la cantidad de volúmenes, por la presencia de valiosas
ediciones añejas y por la inflada aparición de dedicatorias que sus autores le escribieron,
un conjunto de letras estas últimas tan fecundo de matices que –si nos paráramos a
comentarlo con parsimonia– nos daría para enunciar otra conferencia. La proliferación
de bibliografía isleña cerciora una lógica que se impone casi automáticamente: Sebastián
Padrón forma parte de la nutriente hornada de investigadores imprescindibles (María
Rosa Alonso, Serra Rafols y tantos otros) que dedicaron sus esfuerzos intelectuales a los
estudios canarios durante los años cuarenta, aunque cierto es que en su caso –como en
otros– esta voluntad había ido despuntando y ensayando poco a poco en las dos décadas
anteriores. En este bloque se vuelve a percibir su perspectiva interdisciplinar: libros de
historia natural, de emigración, de religiosidad, de la propia bibliografía pasada insular...
y concretamente de historia. No obstante, Padrón Acosta adquirirá singularmente galones
en dos espectros críticos principales: el del arte insular (no es casual en el fondo que
porta su nombre la suma de hojas sobre artes plásticas) y el de la historia y crítica de la
Literatura Canaria.
Este último aspecto del arte literario merecería un espacio mayor del que ahora podremos
destinarle, pero ello no quita para que señalemos unos cuantos ejes elementales de
interés como la reunión de textos del siglo XIX insular, periodo del que profusamente
escribió y del que probablemente sea todavía hoy el mayor conocedor. A estos se adhieren
las publicaciones de comienzos del siglo XX y de sus contemporáneos, a los que en
buena medida (sobre todo a los tinerfeños) conoció y con los que convivió, con más o
menos apego (personal, ideológico o estético), en dos estadios temporales claramente
diferenciados por el cisma histórico de la Guerra Civil: antes de ella al lado de figuras
Dedicatoria al cura de su admirada María Rosa Alonso
Detalle de uno de sus cuadernos de poe-mas
manuscritos.
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como Francisco González Díaz, Rodríguez Moure, Antonio Zerolo, Tabares Bartlett o
Fernando González; y después de 1939 junto a gente como Álvarez Cruz, Gutiérrez Albelo,
Amaro Lefranc o María Rosa Alonso. Para uno y otro periodo, con cierta continuidad a
pesar del acontecimiento bélico, tendríamos que nombrar su relación con la vida y la
obra de intelectuales como Leoncio Rodríguez, Manuel Verdugo, Alfredo Fuentes, Rafael
Arocha o Carlos Cruz.
Por otro lado, podemos atisbar tras algunas de las dedicatorias que se le obsequian
que no hubo propiamente una amistad, sino que más bien los libros en cuestión fueron
solicitados a los autores, a través de algún conocido, para poder confeccionar los estudios
críticos que deseaba formalizar. Es lo que se puede interpretar, desde nuestro punto
de vista, en uno de los ejemplares propios que le adjunta, por poner un ejemplo, el
grancanario Saulo Torón. Totalmente diferente es el conglomerado de cuadernillos
poéticos de jóvenes que comenzaban a publicar después de 1940, pues un gran grupo de
ellos fueron incluso alumnos y seguidores de las maneras líricas del propio cura. Por más
de uno fue reconocida la labor educativa que profesó como mentor nuestro erudito, y en
la gama de ofrendas que se le hacen en los pórticos de los volúmenes de su biblioteca
personal se leen este cariño y este afecto en agradecimiento. Entre ellos destacan los
ejemplares de Manuel Castañeda y Francisco del Toro, pero también los del palmero Luis
Cobiella Cuevas, el gomero Antonio Jesús Trujillo Armas o el propio artista plástico Juan
Ismael, que –como se ha estudiado– tuvo sus incursiones en el ámbito de la literatura,
con peculiar significación precisamente en estos años posbélicos primeros en los que, de
nuevo en Tenerife, coincidirá con el presbítero Padrón.
La presencia de manuales de historia y crítica literaria (además de los que tratan el
folklore y la lírica tradicional, que también trabajó para el contexto canario) denota las
preferencias antedichas, y por particularizar algo más esta cuestión pensemos en la
comparecencia bibliográfica de publicaciones como las de Rodríguez Marín, Menéndez
Pelayo o Menéndez Pidal, de corte más o menos tradicional en estas disciplinas; pero
también de otras más acordes a las nuevas metodologías como algunas de Carl Vossler
o del propio Ángel Valbuena Prat, del que precisamente beberá (en su conferencia
lagunera de 1926 y en su fundamental Poesía española contemporánea, materiales de su
biblioteca) para ir conformando varias de sus ideas en torno a la historia e interpretación
de la literatura en general y singularmente de la canaria.
Más allá de lo propiamente libresco, el fondo que ha llegado hasta nuestros días posee
determinados elementos en principio marginales a los contenidos pero que revierten en
algunos conocimientos más o menos trascendentales por múltiples raíces. Ya han sido
Portada de uno de los principales libros
del modernista Saulo Torón.
Dedicatoria de Juan Ismael en su libro de poemas.
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sugeridas varias cuestiones en torno a las dedicatorias, las que en tantos casos habrán de
ser contextualizadas para embolsarnos algún entendimiento (un ejemplo: cuando Darias
Montesinos le escribe en uno de sus tomos «insigne poeta “aureamente espigado”»,
solo podrá traducirse con acierto si se conoce que Padrón Acosta ganó una espiga de
oro en un concurso lagunero de coplas poco antes de su muerte). También se encuentran
muchos papeles o varias postales que, por una u otra causa, deberían conservarse en el
sitio preciso donde se encuentran, ya que en ellos se esconden en ocasiones sorpresas
impensadas para los investigadores. Dos modelos de esto pudieran ser las tarjetas que
le envía, pongamos por caso, Buenaventura Bonnet, a quien tan cercano se sentía, o
la que le hace llegar en 1949 su tía Angelina Padrón García, una persona sin la que –
estamos seguros– no se podría profundizar del todo en la crónica de existencia de nuestro
protagonista.
De parecida forma a como uno halla recortes en medio de los libros del cura, también
se tropieza con infinidad de enigmas por resolver, de los que solo expondré alguno
interrogativamente: ¿cuál es la finalidad de las notas que muchas veces toma sobre
determinado vocabulario de un libro, como en alguno de Galdós? ¿Comunicaba a los
autores que conocía las correcciones que les hace en los libros que le regalan? ¿Era
realmente de su biblioteca el fundamental ejemplar de La deshumanización del arte de
Ortega y Gasset, que parece adquirió en Sevilla el médico Manuel Parejo? ¿Son libros
suyos algunos en los que se puede leer la firma manuscrita de José María Benítez
Toledo, un interesantísimo escritor de Garachico por estudiar, figura central en la política
republicana tinerfeña, radicalmente opuesto en su ideología al sacerdote, y que se
exiliaría tras estallar la Guerra Civil? Y, en fin, ¿cómo llegan a sus manos algunos contados
ejemplares que fueron de otro hijo del Puerto de la Cruz, también de izquierdas, como
Rodríguez Figueroa, asesinado al poco de estallar la contienda?
Punto y aparte y tantos otros minutos necesitarían los comentarios sobre los cuadernos
personales de poesía y de coplas canarias manuscritos, pero ese ya sería el argumento de
otro capítulo del que ahora no nos toca disertar.
En conclusión, podríamos finalizar reafirmando que la importancia y la trascendencia del
fondo Sebastián Padrón Acosta del IEHC son evidentes por diversas razones. En primer
lugar porque en él existe una colección de libros en sí mismos valiosos, algunos de ellos hoy
verdaderas rarezas por su antigüedad y por el estrecho número de volúmenes que fueron
editados (entre ellos, y por este motivo, ocupa una posición fundamental la bibliografía
canaria). Otra de las causas de la valía del legado reside en que es fuente primordial para
los estudios sobre literatura, especialmente insular, de la época en que vivió el escritor;
además de repertorio delicado para otros estudios relativamente anexados a la formación
del erudito. Y, sobre todo, la biblioteca de Padrón Acosta se eleva fuente básica para
conocer los aspectos vertebrales de la vida y la obra de su dueño, tanto por ser muestrario
más o menos claro de sus lecturas y deferencias intelectuales como por alcanzar en ellas
sus personales anotaciones, subrayados, apuntes...; que podrán ayudar ahora y en un
futuro a los investigadores que, como yo, decidan seguir completando la silueta del cura
poeta, una figura esencial de la intelectualidad canaria de la primera mitad del siglo XX
todavía en gran medida por descubrir.
Por todo ello creo que es un gran orgullo para el IEHC haber conservado durante tantos
años este legado tan valioso, y aplaudo públicamente en esta ocasión que se hayan
animado a darle la importancia que creemos merece con iniciativas como la que hoy aquí
se ha presentado o la inclusión del fondo en la red BiCa, creando de esa forma una mayor
visibilidad a lo que sin duda merece ser conocido para también, así, ser respetado.