CATHARUM Revista de Ciencias Sociales y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº 15, 2016
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HACIA UNA HERMENÉUTICA
DE LA EXTRAÑA: EL BURKA
Y LAS MUJERES-BOMBA
MUSULMANAS
El contexto contemporáneo
En un artículo de opinión aparecido en El País del 27 de enero del año 2015, titulado
«Cuando la riqueza campa a sus anchas», el filósofo político Fernando Vallespín trazaba
una panorámica de la actualidad dando su versión de algunas ideas establecidas
en torno a la década de 1990. Hasta entonces era prioritaria la preocupación por la
justicia distributiva y la igualdad, procedente de la tradición marxista, que acabaría
siendo denominada «paradigma de la distribución». En torno al cambio de siglo esa
preocupación sería desplazada progresivamente por la atención a las diferencias culturales
y multiculturales que afloraban en el espacio de la globalización, que habría de ser
conocido como «paradigma del reconocimiento». Unos años más tarde, en 2008, irrumpe
la crisis económica y vuelven a emerger con fuerza la desigualdad y la injusticia como
preocupaciones prioritarias. En el ámbito académico aparecen una serie de publicaciones
entre las que destaca la obra El capital en el siglo XXI del economista francés Thomas
Piketty, publicada en España en 20141. Este libro vuelve a poner en primer plano el
paradigma de la distribución y, de hecho, acaba proponiendo medidas redistributivas
como un «impuesto mundial sobre el capital», utópico o irrealizable a corto plazo, pero
que según su autor supone una cierta orientación hacia el futuro.
La panorámica no acaba aquí. El 7 de enero de 2015 tiene lugar en París el atentado
contra la revista Charlie Hebdo por un grupo terrorista islámico con un saldo de doce
periodistas franceses muertos. Este hecho –y otros relacionados con el Estado Islámico–2
vuelven a poner en primer plano el problema de la diferencia cultural entre Oriente y
Occidente que ya había aflorado en diversos actos terroristas y en la guerra contra el
terrorismo en la que llegó a participar la España de Aznar. Todo ello hace que resurja el
paradigma del reconocimiento, que prioriza la atención a las diferencias culturales.
El autor del artículo termina proponiendo que los dos paradigmas y sus respectivas
problemáticas –la distribución y el reconocimiento– no deben ser valores en competencia,
sino que deben converger en las políticas públicas. Y ello porque ambos tratan de dar
respuesta a lo mismo: la falta de respeto y de reconocimiento de unos por otros. Por
mi parte, añadiría algunas cosas más. La primera, que la falta de reconocimiento y
respeto se da en la relación entre los más poderosos y los más débiles. La segunda, que
lo que debe ser reconocido y respetado es la dignidad, el valor moral prioritario. Y una
tercera, que la diferencia cultural está entremezclada con la de clase y ambas con la de
género. La diferencia de clase es el objetivo a perpetuar por parte de los poderosos, y las
diferencias de género y cultura son utilizadas al servicio de ese objetivo: para inferiorizar
o infravalorar la humanidad de las personas implicadas y, de este modo, justificar la
desigualdad económica. Si hay personas inferiores a otras, no hay razón para repartir los
recursos económicos de forma igualitaria. Dicho de otro modo: la significación política del
sexismo y el racismo operan como justificaciones del clasismo.
La estructura desigualitaria sería insostenible sin la violencia estructural global que
hoy gobierna el mundo, no sólo en su expresión coyuntural, militar o paramilitar, sino
también en su modalidad estructural, cuya composición es compleja. Está directamente
relacionada con el clasismo, el sexismo y el racismo. Pero se intensifica en los millones
de personas que se ven obligadas a abandonar sus lugares de origen y emprender un
(1) Editorial Fondo de Cultura Económi-ca.
(2) Por ejemplo varios ataques terroristas
en París, en noviembre del mismo año,
en el que murieron 137 personas y otras
415 resultaron heridas.
Gabriel Bello Reguera
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viaje migratorio por causas y razones económicas y políticas. Un viaje que, iniciado como
liberador, puede acabar o bien en la muerte, como está sucediendo en el Mediterráneo,
o bien en la esclavitud de la explotación sexual3. Sólo en España se ven envueltas en
ella unas 20 000 mujeres procedentes del Este de Europa, de África y de Latinoamérica.
La causa de esta situación es la desigualdad económica que fuerza a estas mujeres a
buscarse la vida en condiciones de precariedad y vulnerabilidad que no controlan.
Por último, es preciso mencionar un par de elementos más que sostienen la violencia
estructural. El primero son las políticas que legalizan la desigualdad sean democráticas
o antidemocráticas. Y el segundo, una tupida red publicitaria global, entre mediática y
académica, que justifica o legitima la desigualdad en nombre de la libertad de mercado y
de la propiedad privada4. En esta situación tiene lugar la desregulación de los mercados
financieros, causantes de crisis económicas cuyas víctimas son personas inocentes que
son excluidas del trabajo, del salario y de su casa.
La alteridad y la hermenéutica del extraño
Para explorar un poco esta problemática desde una perspectiva menos abstracta, recurriré
a la categoría de alteridad, cuya significación se refiere a la relación con el otro y a la
figura de ese otro, a la que he dedicado gran parte de mi trabajo en la estela de la ética de
la alteridad del filósofo judío-lituano-francés Emmanuel Levinas5. Más tarde, el sociólogo
alemán Ulrich Beck sitúa esa categoría en el primer plano de la globalización al asociarla
a «la confrontación involuntaria a escala mundial con el otro extraño», que da lugar a «la
hermenéutica del extraño para poder vivir y trabajar en un mundo en el que las tensiones
y divisiones violentas y las mezclas imprevisibles resultan normales»6.
Esta «hermenéutica del extraño» no sólo se refiere al otro de la otra cultura, sino también
de la otra clase y del otro género. Entre género y género y entre clase y clase ¿no existe
una extrañeza análoga a la que asociamos desde siempre entre cultura y cultura o entre
lengua y lengua? Por lo demás, un género sólo es visible como tal desde la mirada de otro
género que, por su parte, puede estar mediatizado por otra clase u otra cultura. Una clase
sólo es visible desde otra clase, que puede estar sesgada por otra cultura y otro género, y
una cultura desde otra cultura que siempre está diferenciada en clases y géneros. Como
reza una de las frases célebres de Wittgenstein, «un ojo no se ve a sí mismo». Pero el
ojo del otro género, de la otra clase y de la otra cultura es, en realidad, el ojo de las
otras personas que los encarnan o materializan en sus cuerpos vivos configurados por el
entrecruce de diferencias de género, clase y cultura.
Lo que no hay –al menos en el ámbito académico público y laico– es «el ojo de dios»
(hoy circulan varios por el espacio global, ya no uno solo) dotado de una mirada única
y universalmente válida que, en lugar de una «hermenéutica del otro extraño», pudiera
suministrar una verdad objetiva y única sobre toda la humanidad, en la que no quedaría
lugar para la extrañeza. Esta es la razón de que, por mi parte, me limite a un ensayo
de «hermenéutica del extraño», en la estela de U. Beck, sólo que sustituyendo «el
extraño» por «la extraña», ya que mi interpretación tendrá por objeto el uso del burka
en las sociedades europeas por parte de mujeres inmigrantes de identidad islámica o
musulmana, y el terrorismo suicida a cargo de mujeres de esa misma identidad practicado
en sus países de origen. En ambos casos se trata de mujeres afectadas no sólo por las
diferencias de género sino también de clase y cultura. En Europa no ha tenido lugar ningún
caso de terrorismo suicida femenino, pero no es descartable dada la diseminación global
de la violencia terrorista y contraterrorista, en cuyo contexto tiene lugar el reclutamiento
de mujeres y niñas al servicio del Estado Islámico, inicialmente como servidoras sexuales,
aunque no se puede descartar la prestación de otro tipo de servicios.
El burka y su significación transcultural
1.- La aparición en la sociedad europea de una mujer tocada con burka significa la
presencia de una otra extraña que, según la ética de Levinas, constituye por sí misma un
acto de interpelación a los europeos y europeas que no pueden eludir una respuesta. Sin
embargo, esta respuesta no es la misma en todos los casos. En primer lugar, hay cierta
desproporción o desmesura: cierta asimetría. Aunque no dispongo de datos rigurosos, el
número de mujeres tocadas con burka que han aparecido en Europa parece más bien
(4) Entre otras contribuciones al estudio
de la desigualdad global, resaltaría la de
Sasskia Sassen, Expulsiones. Brutalidad
y complejidad en la economía global,
Editorial Kazt, Madrid, 2015.
(5) Por ejemplo, en La construcción ética
del otro, Editorial Nobel, Oviedo, 1997,
Premio Internacional de Ensayo Jovella-nos
de aquel año.
(6) U. -beck, El dios personal. La indivi-dualización
y el espíritu del cosmopoli-tismo,
Ed. Paidós, Barcelona, 2009, p.
72.
(3) O en situaciones que aún desconoce-mos,
como ocurre con los 10 000 niños
desaparecidos entre los que llegan a
Europa solos, sin la protección de otros
familiares.
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escaso; sin embargo, han movilizado a la Unión Europea y a sus instituciones. A las de
estados nacionales como el francés, el belga, el español, etc.; a municipios como el de
Reus y otros dieciséis en Cataluña, así como a los medios de comunicación europeos que
toman partido por una u otra respuesta7.
Si buscamos una explicación de esta reacción desproporcionada seguramente
encontraríamos la islamofobia8: el temor a que el uso del burka se pueda normalizar
y reforzar la identidad islámica y el cuestionamiento de la identidad europea, o las
identidades nacionales europeas, que muchos miembros de una y otras ya consideran
amenazadas por la presencia de varios millones de inmigrantes musulmanes. En este
contexto, se considera que el islam es incompatible con la democracia porque niega la
libertad individual y el pluralismo, argumento usado por el italiano Giovanni Sartori para
proponer, en un libro titulado La sociedad multiétnica. Multiculturalismo, pluralismo y
extranjeros9, la prohibición de la entrada en Europa de inmigrantes musulmanes. Desde
entonces, salvo los atentados terroristas puntuales que han tenido lugar en Londres,
Madrid y París, a cargo de grupos concretos, los millones de inmigrantes musulmanes
que residen en Europa, regularizados o irregularizados, no han causado problemas que
no hayan podido irse resolviendo, como la mutilación genital de las niñas, el matrimonio
con hombres mayores impuesto por la familia o el uso del velo y el burka, al que me estoy
refiriendo.
Sin embargo, hay otros argumentos asociados específicamente al burka que avalarían
su prohibición. Uno es que no puede ser usado en el espacio público porque en este, al
ser institucional, político y civil, todos somos iguales ante la ley democrática, más allá
de las diferencias de género, cultura, religión o clase social. Las expresiones estéticas
diferenciadas por creencias religiosas o culturales deben limitarse al espacio privado, el
único en el que el burka podría ser usado. En ese espacio, aunque no estamos de acuerdo
con su uso, que nos parece inaceptable, no recurrimos a la violencia penal contra sus
usuarias porque la tolerancia es una de las bases de la democracia.
Este argumento se refuerza con una segunda variante, la de la seguridad. De acuerdo
con él, todos debemos comportarnos de igual modo ante las exigencias de la seguridad
ciudadana, sobre todo en este tiempo tan inseguro ante las amenazas del terrorismo
islamista. Debemos estar y andar con el rostro descubierto para poder ser identificados
con garantías. No sólo eso. La ley obliga a ir acompañados de un carnet de identidad que
acredita que el rostro que aparece en la foto es el de su portador. No tendría sentido un
carnet de identidad con la foto de una cara tapada por un burka.
Hay, aún, un tercer razonamiento que parece definitivo. Según la versión de la citada Luz
Gómez García, «el islam atenta contra la dignidad de la mujer. La considera inferior, la
aparta de la vida pública y la recluye tras el velo [o el burka] y las musulmanas aceptan
gustosas esta sumisión»10. Dicho de otro modo, las mujeres tocadas con burka no sólo
son negadas en su valor de personas humanas, sino que ellas se identifican con esta
negación de sí mismas a través de la educación habitual en sus sociedades patriarcales
de procedencia. El fondo del argumento está en que las mujeres musulmanas en general,
y las tocadas con burka en especial, tienen una experiencia negativa de sí mismas y de su
propia identidad, como inferiores, sometidas y subordinadas, en lugar de tenerla positiva,
que es el significado de la dignidad humana.
De los diversos argumentos anteriores, se desprende que las mujeres musulmanas en una
sociedad democrática deben ser obligadas a desnudarse del burka y sustituirlo por otras
prendas, como la única forma de acceder a la libertad y a la dignidad: a una identidad
positiva vivida como positiva. Esta es, en líneas generales, la base argumental de la
prohibición de usar el burka en el espacio público por parte de los estados francés y belga,
avalados por el Tribunal Superior de la UE. Y también de ayuntamientos catalanes, cuya
decisión ha sido recurrida a instancias superiores y lleva paralizada en el Senado español
varios años. De otros países europeos (Alemania, Inglaterra, Italia, etc.) se habla menos.
Como puede apreciarse, la respuesta europea al uso del burka no es unánime y, pese a los
argumentos en contra a los que me acabo de referir, hay cierta tolerancia al uso del burka
según lo decidan sus portadoras. Esta actitud también cuenta con una base argumental
que trataré de contextualizar mediante un rodeo.
(8) Luz Gómez García, «Decálogo de la
islamofobia nacional», El País, 17-01-
2011.
(9) Editorial Taurus, Madrid, 2001.
(10) En el artículo ya citado.
(7) Los datos sobre el burka que utilizo en
este trabajo, proceden de Google y están
al alcance de todos. Primero, de Wikipe-dia,
que ofrece una perspectiva general
amplia, y después, de diversas entradas
que recogen materiales de prensa sobre
el burka en Europa, el burka en Espa-ña,
etc. Admito, por tanto, que pueden
ser mejorados a partir de trabajos aca-démicos
más elaborados. Pero creo que
son suficientes para un ensayo como el
presente que no pretende hacer aporta-ciones
socio-culturales novedosas.
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2.- Judith Butler, conocida filósofa norteamericana, aborda el uso del burka en uno de
sus lugares de origen, Afganistán, en su visión crítica de la guerra llevada a cabo en ese
país por el gobierno norteamericano y algunos europeos a comienzos de siglo. Su análisis
puede verse en el libro Vida precaria. El poder del duelo y la violencia11. En uno de sus
pasajes, Butler pone el foco en los rostros de jóvenes afganas, desnudadas del burka al
ser rescatadas de la opresión talibán por el ejército de los EEUU en la guerra posterior
a los atentados terroristas del 11-S de 2001. Las jóvenes en cuestión habrían sido
fotografiadas y las fotos difundidas globalmente, pero no con intenciones feministas de
liberar a esas jóvenes afganas, sino con un objetivo publicitario: justificar ante la opinión
pública global la guerra y el militarismo norteamericanos, y mostrar la superioridad de la
cultura norteamericana sobre la islámica.
A esta crítica, Judith Butler añade dos argumentos más. El primero es que los rostros
desnudos fotografiados no son los verdaderos rostros de las jóvenes afganas publicitadas.
En realidad los ocultan. Butler juega aquí con la distinción que toma de Emmanuel
Levinas entre el rostro-imagen, estable y fijo, y el rostro-expresión o rostro-emoción,
móvil y cambiante, que es imposible fijar en una imagen estática. El rostro-imagen puede
ocultar y falsear el rostro-emoción y, según Butler, las fotos de las caras desnudas ocultan
el verdadero rostro de las jóvenes afganas. Ocultan el rostro-dolor causado por la misma
guerra que las fotos publicitan como liberadora de la opresión patriarcal islamista, lo cual
constituye una falsificación de los efectos y consecuencias de esa guerra. «Todas esas
imágenes parecen suspender la precariedad de la vida», escribe Butler12.
En segundo lugar, ocultan y falsifican las emociones positivas que viven las mujeres
afganas que usan el burka habitualmente. Haciéndose eco de un conferenciante sobre el
tema13, Butler llama la atención sobre esa prenda como significado de pertenencia a una
comunidad, a una religión, a una familia y a una historia. El burka, además, significaría
protección contra la vergüenza y opera como una línea de demarcación del espacio en
el que es posible la actividad femenina. En este contexto, el burka aparece como un
instrumento de protección de la vulnerabilidad y precariedad de las mujeres, al menos en
los países donde está en uso. Y eso implicaría, allí, una cierta valoración positiva.
La vulnerabilidad parece estar asociada al burka desde tiempos preislámicos, cuando
comenzó a ser usado por hombres y mujeres en países desérticos como protección contra la
arena movida por la fuerza del viento. A partir de ahí, habría sido usado para proteger a las
mujeres jóvenes de ser raptadas con fines sexuales y procreativos por varones pertenecientes
a grupos tribales diferentes. El burka impedía distinguir a una mujer joven de otra no tan
joven. Visto así, no es una imposición coránica y, de hecho, tal como lo conocemos ahora
parece ser de origen más bien reciente. Quizá por eso, una mayoría de musulmanes no está
de acuerdo con su uso allí donde tiene lugar, pero tampoco está prohibido.
Volviendo a la argumentación de Judith Butler, el burka forma parte de un ethos –en su
significado griego de carácter y costumbre– con el que están identificadas las mujeres que
lo usan habitualmente. Y no parece muy plausible que esas mujeres estén en condiciones
de desnudarse de él y de lo que significa de un día para otro al llegar a Europa. Sería como
desnudarse no sólo en el sentido físico y estético sino también emocional, psicológico y
moral: desnudarse o desprenderse de los hábitos que constituyen su propio carácter y su
propia identidad, de su sentido de la decencia y la indecencia y del bien y del mal. En tal
caso, la exigencia perentoria de países como Francia o Bélgica y de varios ayuntamientos
catalanes de que las usuarias del burka se desnuden de él para aparecer en público sería,
para ellas, una violación peor que la que, según la mirada occidental, experimentan en
sus países de origen.
Detrás de esta exigencia democrática de liberar a esas mujeres de su encierro en el
burka, que se presenta como expresión de un imperativo moral y político, de inspiración
democrática y feminista, también puede estar el impulso autoritario, más o menos
consciente, de imponer la superioridad de la cultura occidental sobre la islámica, sin
tener en cuenta los sufrimientos que puede causar a las implicadas si se hace de forma
rígida, sin tener en cuenta su sensibilidad moral diferente. El hecho es que existen mujeres
inmigrantes habituadas a usar el burka y que se niegan a salir a la calle sin él porque eso
sería para ellas como desnudarse en público. Para ellas, estar vestidas es llevar burka,
vestirse a su modo culturalmente diferente.
(12) O. c., p. 80.
(13) O. c., pp. 179-180.
(11) Editorial Paidós, Buenos Aires, 2006.
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Como sostiene una de las proposiciones más polémicas del multiculturalismo, «todas las
culturas tienen igual valor», por lo que deben ser objeto de igual respeto. Al menos en
principio. Creo que la diferencia cultural es la que tienen en cuenta quienes defienden que
el uso o desuso del burka dependa de la libertad y la autonomía personal de las implicadas.
Por ello, la prohibición penalizada debería sustituirse por el diálogo intercultural que
permita a las afectadas decidir los tiempos y las formas de modificar su identidad estética
y adaptar su sentido de la dignidad.
3.- Para complementar la problemática del burka me voy a referir a un aspecto que suele
permanecer invisible: el «el harén en Occidente», que figura como título de un libro de la
socióloga marroquí Fatema Mernissi, Premio Príncipe de Asturias de las Letras en el año
200414. La autora contrapone el imaginario occidental del haren musulmán, elaborado
en términos artísticos y fantasiosos, a su propia experiencia de haber nacido y crecido en
uno de ellos. Para el imaginario occidental el harén es un lugar dedicado al placer sexual
en el que un hombre dispone de varias mujeres a su antojo. Sin embargo, para Fatema
Mernissi el harén es, ante todo, el lugar de reclusión de las mujeres, donde viven su vida
con los hijos y el personal de servicio, si lo hay, y en el que ellas son las que deciden el
modo de vivir la vida cotidiana. Los hombres viven la suya en el espacio público o social,
laboral, político o de ocio.
A partir de esta diferencia de la imagen del harén musulmán entre Occidente y el mundo
islámico, la autora propone la idea de que en las sociedades occidentales también hay
un harén en el que se encierra a las mujeres. A unas para marginarlas e invisibilizarlas y
a otras para recluirlas en el espacio de mayor visibilidad simbólica: el mundo de la moda
y su imaginario estético, que impone sus exigencias normativas a través de mensajes
publicitarios del tipo «o te vistes, te calzas y te pintas según la norma, o no eres una mujer
como debe ser, apreciable y, sobre todo, deseable». Las exigencias normativas incluyen
una talla determinada que da forma al cuerpo y una valoración superior del cuerpo joven
y esbelto sobre otros que no lo son. Las mujeres que no siguen estas normas –las que
son obesas, poco agraciadas o han sobrepasado la etapa de madurez– son condenadas
a la invisibilidad: como si estuvieran encerradas en un harén. Solo que ahora el harén es
un espacio simbólico, que determina lo que es visible o invisible. «De repente –escribe
Mernissi– el misterio del «harén europeo» cobró sentido ante mí. En esa parte del mundo,
el arma empleada es ensalzar la juventud a toda costa y condenar el envejecimiento»15.
Sagazmente, la autora señala que si el hombre musulmán utiliza el espacio como elemento
de dominación de las mujeres, mediante la delimitación público/privado, el europeo utiliza
el tiempo en la distinción juventud/envejecimiento para invisibilizar el cuerpo imperfecto y
enfatizar el (supuestamente) perfecto16.
Guerra, terrorismo y horrorismo
El mayor contraste con el cuerpo perfecto de las jóvenes occidentales es el del cuerpo
autodestruido que tiene lugar en el terrorismo suicida femenino. Su arma típica,
desconocida hasta nuestros días, es el cuerpo-bomba, el cuerpo que lleva adheridos
explosivos que lo hacen explotar en pedazos, como a los que, por azar, están cerca. Estos
serían los «cuerpos inermes» que, según la politóloga italiana Adriana Cavarero, están
hoy expuestos a la violencia terrorista o belicista global (daños colaterales, drones, etc.).
En el ámbito del terrorismo suicida han llamado la atención algunas mujeres musulmanas,
tradicionalmente alejadas de las prácticas de la violencia, considerada cosa de hombres,
y más en los países islámicos en los que ocupan una posición abiertamente secundaria
y subordinada. Estos cuerpos de mujer actúan –o son activados– en lugares como
Palestina, Chechenia, Irak o Pakistán, en el marco de algún tipo de enfrentamiento entre
Oriente y Occidente, o bien entre grupos de musulmanes diferenciados por sus respectivas
creencias islámicas, como chiíes y sunníes, movilizados por la invasión norteamericana de
Irak. Adriana Cavarero sugiere que los cuerpos de mujer-bomba a veces son manipulados
por hombres en calidad de «líderes» políticos, pero otras actúan por decisión libre de sus
titulares, forzadas, desde luego, por la violencia que las acosa en situación de precariedad
y vulnerabilidad extremas.
La autora italiana utiliza este cuerpo-arma (no cuerpo-alma) y sus efectos destructivos
para ilustrar la noción de horrorismo, de cuya historia y significación actual se ocupa en
un libro titulado, precisamente, Horrorismo. Nombrando la violencia contemporánea17.
(14) Fatema Mernissi, El harén de Occi-dente,
Ed. Espasa, Madrid, 2006.
(15) O. c., p. 246.
(17) Ed. Anthropos, Barcelona, 2009.
(16) En el diario online Infolibre del día
5 de julio de 2015 se podía leer la si-guiente
entradilla: «La publicidad dice:
si estás gorda quédate en casa». Y aña-día
que la campaña «No seas presa de la
talla» denuncia que «con la llegada del
verano se multiplican los mensajes para
tener un cuerpo perfecto». Por su parte,
en el diario El País del día 30-1-2016,
en la sección «Revista Sábado», la actriz
Natalia Verbeke, preguntada sobre la
presión a que son sometidas las mujeres
respecto de su imagen, respondía: «Esa
presión es absolutamente en toda la so-ciedad…
En cualquier profesión todo se
orienta a buscar un estereotipo de mu-jer.
Una que quiera trabajar en el Corte
Inglés, posiblemente tenga más opciones
de que la contraten si tiene una talla 38
en lugar de una 42».
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Entre otros, la autora destaca dos rasgos. El primero es que esa noción desmiente el
vocabulario político actual que distingue entre «terrorismo» y «guerra», esta como
legítima o justa y aquel como ilegítimo e injusto. Para la autora italiana, esta distinción
habría quedado anticuada porque ambos tipos de violencia son iguales en sus efectos, que
son igualmente destructivos e indiscriminados18. Entonces, la palabra que hay que usar
para nombrar la violencia indiscriminada actual es horror, no terror. En segundo lugar, el
horrorismo pretende transferir a las víctimas inocentes e inermes (indefensas) la atención
que tradicionalmente se presta a los guerreros o agresores19. Pero esta transferencia es
compleja porque «el» o «la» terrorista suicida es, a la vez, guerrero y víctima. Víctima por
partida doble. Lo es de la violencia contra la que reacciona y de la que ella practica como
reacción extrema.
Lo ilustra con varios ejemplos de los que mencionaré dos. El primero procede del relato de
un padre checheno, cuya hija había muerto en un acto de terrorismo suicida:
De mi hija había quedado solo la cabeza. Tenía los cabellos desgreñados,
como si hubiese sido el viento el que se los desarreglase… Además de la
cabeza habían quedado un hombro y un dedito con la uña. Puse todo junto
en el paquete. De Ajza no quedaban más de cinco o seis kilos, no más20.
El segundo ejemplo tiene que ver con dos chicas de 16 años, una palestina y otra judía,
que, sin conocerse, se ven envueltas en el mismo acto de terrorismo suicida. Lo ejecuta
la palestina, a la entrada de un supermercado israelí en el que entraba la judía, recién
llegada de California, justo en el momento de la explosión. Resulta que las dos se parecían
mucho y eso hizo que los pedazos que quedaron de una y otra fueran atribuidos todos a
la chica palestina. Hasta que la madre de la israelí, al ver las imágenes del acontecimiento
en Televisión, reconoció la cara y la cabeza de su hija, que habían quedado enteras21.
Adriana Cavarero enmarca estos dos hechos terroristas en un contexto teórico complejo,
lleno de razonamientos y observaciones interesantes de los que únicamente voy a
mencionar algunos. Uno de ellos es que un cuerpo deshecho pierde su individualidad y,
además, la violencia que lo despedaza ofende la dignidad ontológica que posee la figura
humana que la hace admirable. Y observa que la cabeza separada del cuerpo –intacta,
casualmente, en los dos relatos– es lo más repugnante, ya que, a diferencia de los otros
restos del cuerpo despedazado, en ella aún se expresa un rostro en su singularidad.
Si nos atenemos a la intención de las chicas chechena y palestina, la explosión de sus
cuerpos-bomba tiene por objeto la destrucción del cuerpo de los otros, invasores de
sus respectivos países: rusos en un caso, israelíes en el otro. El recurso al cuerpo propio
como arma parece responder a la necesidad de simular normalidad en el medio en que
va a tener lugar la explosión, en el que portar armas de forma visible es mortal. Y la
autodestrucción es el precio a pagar por la destrucción de los otros en defensa de un
«nosotros» colectivo, acción que se conoce como martirio. Sin embargo, más allá de sus
intenciones, con este tipo de actos, las mujeres musulmanas, tradicionalmente sometidas
a la ley patriarcal, que construye su identidad de género, subvierten esa ley al decidir ser
guerreras y, por lo tanto, activistas y protagonistas. En palabras de Cavarero, «arrancan la
cortina patriarcal del velo del cuerpo femenino para entregarlo a la carnicería a la que se
encuentra arrastrado»22. El acto de terror suicida no sólo ofende la dignidad del cuerpo
suicidado, sino que también descalifica la cultura patriarcal que impone el velo como una
cortina que invisibiliza el rostro.
El asunto no acaba aquí. Cavarero da un paso más mediante una cita de la pensadora
hindú asentada en los EEUU Gayatri Spivak, según la cual en el acto de terrorismo suicida
(…) la destrucción de otras personas se hace indistinguible de la propia. La
resistencia suicida es un mensaje inscrito en el cuerpo cuando ningún otro
medio funciona. Es al mismo tiempo ejecución y luto, tanto para el sí mismo
como para el otro. Porque tú mueres conmigo por la misma causa, no importa
el lado del que estés23.
(18) Yo me atrevería a decir que, según
los criterios de destructividad e indis-criminación
(daños colaterales), la vio-lencia
bélica es peor que la terrorista.
Todo depende de quiénes y desde dónde
la juzguen. Yo no conozco ninguna com-paración
entre ambos tipos de violencia
en número de muertos, daños causados
y los terrores y horrores producidos en
la población respectiva victimizada. ¿A
qué puede deberse esta ausencia de con-traste?
(19) O. c., p. 12.
(20) O. c., p. 25. Los chechenos son musul-manes
sunníes y vienen resistiendo ata-ques
de los rusos, cristianos ortodoxos,
desde hace siglos.
(21) O. c., pp. 168-169.
(22) O. c., pp. 162-163.
(23) Citado por A. Cavarero en o. c., p.
101. El texto citado de Gayatri C. Spi-vak,
procede de su trabajo «Terror. A
Speech After 9-11», Boundary 2, 2
(2004), pp. 81-111.
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Esta cita transmite al menos dos mensajes. El primero es que el terrorismo suicida destruye
el sentido de la distinción nosotros/ellos que distingue tradicionalmente a dos grupos
culturales enfrentados. La destrucción de cuerpos de un lado y otro por el mismo acto de
violencia los convierte en indistinguibles. Y el segundo, que este mensaje no puede ser
comunicado eficazmente mediante los medios lingüísticos tradicionales como el habla y
la escritura y, sin embargo, puede ser transmitido mediante la imagen de la destrucción
conjunta de cuerpos que, en esa conjunción violenta, pierden la condición «nuestros» y
«de los otros».
La justificación del horror
Me gustaría conectar los mensajes anteriores, tan novedosos como extraños, con dos tipos
de reflexiones, una histórica y otra teórica o filosófica, referidas ambas al enfrentamiento
entre Oriente y Occidente24. Históricamente, este enfrentamiento tiene raíces griegas
pues, que yo sepa, comienza en las guerras entre griegos y persas anteriores a la era
cristiana, a las que siguen las conquistas del Imperio romano de Egipto y Oriente Medio
–recuérdese la figura de Cleopatra–. Después tendrán lugar las Cruzadas de los reinos
cristianos contra el Islam a partir del siglo XIII. Le sigue la batalla de Lepanto del entonces
Imperio español contra los turcos en el siglo XVI (en la que Cervantes perdió el brazo
izquierdo) y, a partir del XIX, la colonización imperialista de Oriente Medio a cargo de
Francia e Inglaterra, hasta llegar a la invasión, conquista y colonización del territorio
palestino por el sionismo israelí en 1948, apoyada por Occidente, cuya violencia sigue
viva. Y, para acabar, están las guerras de la familia norteamericana Bush, padre e hijo,
contra Irak y Afganistán, apoyadas por varios países europeos, entre ellos la España de
Aznar, que comenzaron en torno a 1990 y cuyas consecuencias aún perviven. Por ejemplo
en el Estado Islámico, que, en gran parte, es una reacción contra aquellas guerras.
En el trasfondo de este enfrentamiento de siglos hay un sistema de creencias que,
más allá de las diferentes expresiones culturales, teológicas y filosóficas, encubren una
significación estructuralmente política. Este sistema creencial ha sido analizado por el
filósofo norteamericano R. Bernstein, en su crítica de las guerras norteamericanas contra
el terror (oriental) en un libro titulado El abuso del mal25. La expresión «abuso del mal» se
refiere a utilizar la retórica del mal de forma abusiva para manipular a la opinión pública,
como cuando el Presidente Bush se refirió al «eje del mal» que había imaginado él mismo
para justificar las guerras de Oriente Medio26. Ese supuesto «eje», construido en y desde
los EEUU como línea de separación entre el mal oriental y el bien occidental, encubre el
sistema de creencias que visibiliza Bernstein, compartido en ambos lados del supuesto
eje. Se trata de un sistema patriarcal27 que opera como estructura habitual, histórica,
sociológica y cultural, integrada por los siguientes elementos.
Primero: cada lado del enfrentamiento –cada «nosotros» enfrentado a un «otro», situado
al otro lado– interioriza el mismo dilema moral: «o disponemos de un fundamento único
para discriminar entre el bien y el mal o vamos a un caos moral, político y existencial; está
en juego nuestra supervivencia biológica y cultural: nosotros mismos».
Segundo: cada «nosotros» adopta el principio político según el cual él mismo se
autoinstituye –recurriendo a su propio dios, al que considera «el verdadero»; o a una
categoría filosófica similar– como poseedor único del poder moral que decide de forma
indiscutible lo que debe y no debe ocurrir.
Tercero: la posesión del poder moral único y exclusivo, último e indiscutible, legitima el
uso político de la violencia contra el otro, cuya sola existencia implica, desde su diferencia
y su alteridad, una amenaza o un peligro no sólo para el fundamento moral y político en
cuestión, sino también para la propia existencia.
Este sistema de creencias apareció materializado en imágenes fotográficas y mediáticas
diversas, como las que ha difundido el Estado Islámico de prisioneros occidentales en el
acto de ser degollados o torturados. O como las de tres líderes occidentales que, reunidos
en las islas Azores, publicitaron la declaración de guerra a Irak en el año 2003. Y, en esa
línea, las de los jefes de estado occidentales reunidos en París al comienzo del año 2015
para asistir al duelo oficial por los periodistas de la revista Charlie Hebdo asesinados
por terroristas islámicos. Esta foto, además de expresar duelo político por las víctimas
(24) A sabiendas de que, como sostiene
el intelectual postcolonialista palestino
E. Said (Orientalismo, Ediciones Liber-tarias,
Madrid, 1990), que hizo toda su
carrera académica en una prestigiosa
Universidad de Nueva York, «Oriente» no
es más que un imaginario construido por
el imperialismo occidental en la época
colonialista. A este libro respondió años
más tarde otro, Occidentalismo (Ed. Pe-nínsula,
Barcelona, 2005), a cargo de I.
Buruma y A. Margalit (este israelí), en
el que se expone la imagen de Occidente
construida por el fundamentalismo is-lámico.
En ambos casos, tanto Oriente
como Occidente aparecen no como rea-lidades,
sino como construcciones ideo-lógicas.
(25) R.J. Bernstein, El abuso del mal, Ed.
Kazt, Buenos Aires, 2005.
(26) El filósofo moral australiano que
trabaja en Norteamérica, Peter Singer,
dedicó un libro a criticar la «moral» del
Presidente Bush (hijo) en el que da cuen-ta
de que habló del mal en 319 discursos,
usando el sustantivo «mal» en 914 oca-siones
y el adjetivo «malo/a» en 132 (El
presidente del bien y del mal. Las contra-dicciones
éticas de George W. Bush, Edi-torial
Tusquets, Barcelona, 2004, p. 32).
(27) La calificación de «patriarcal» no es
de Bernstein sino mía. La uso porque
creo que es acertada y, como tal, un buen
complemento de la su crítica.
CATHARUM Revista de Ciencias Sociales y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias · nº 15, 2016
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de la violencia, transmitía algo más: «nosotros, los jefes occidentales, encarnamos
el fundamento moral y político de la humanidad frente a la amenaza del terrorismo
islamista». Y, aunque se insistía en que ese terrorismo no debe ser confundido con el
islam en general, la islamofobia se incrementó a partir de la creencia secular, habitual y
normalizada, de que la razón moral y política está de parte de Occidente, mientras que
Oriente estaría pervertido por la violencia en su misma raíz cultural. Es lo que sugieren
las caricaturas de un Mahoma ataviado con un turbante-bomba, publicadas inicialmente
por el diario danés de derecha Jyllands-Posten, en septiembre de 2005, y después por
la Revista parisina Charlie Hebdó, a cuyos responsables les habría de costar el mortífero
ataque terrorista al que me he referido más atrás.
Conviene no perder de vista que el objetivo de la crítica de Bernstein al sistema de
creencias fundamentalista no consiste en deslegitimar la apropiación occidental del poder
moral total o totalitario para otorgársela al poder oriental. En su crítica a las guerras
occidentales, lo que Bernstein denuncia es un mismo sistema de creencias que comparten
tanto los terroristas fundamentalistas orientales como los antiterroristas imperialistas
occidentales en su intercambio de una violencia que, según Adriana Cavarero, ya no es
ni terrorista ni belicista sino horrorista. Un horror que equipara a unos y otros en el
mismo error moral y político, teocrático y/o metafísico, que está detrás de la violencia
contemporánea intercambiada28.
Vista así, la crítica filosófica de Bernstein a las guerras norteamericanas en Irak y Afganistán
sería convergente con el mensaje de fondo del terrorismo suicida femenino que interpreta
Gayatri Spivak: que, más allá de las intenciones de sus protagonistas, deconstruye la
diferencia entre el nosotros que pretende aterrorizar y el ellos supuestamente aterrorizado.
Dos sistemas que comparten la misma estructura patriarcal de poder político, autoritario y
totalitario, predemocrático y antidemocrático por más que su retórica moral sea diferente.
Finalmente, cabe inferir la conclusión de que el horrorismo, tal como lo explica Adriana
Cavarero, reproduce el modelo de la «violencia de todos contra todos» cuyo espectro
utilizó Hobbes en la Inglaterra del siglo XVI para justificar su propuesta de un contrato
social y político que evitara la autodestrucción compartida en las guerras de religión
de entonces. Hoy ese contrato ya no puede limitarse a Inglaterra ni siquiera a Europa,
reconvertida de dueña del mundo en una de sus provincias, sino que debe implicar a
Occidente y Oriente. Va de suyo que un contrato exige, como cualquier otro, diálogo que,
en el mundo de hoy, no puede ser monocultural –al estilo del impuesto por el colonialismo
y el neocolonialismo occidentales–, sino que sólo puede ser intercultural e interlingüístico.
El hecho de que esta tarea sea muy difícil, e imposible a corto y medio plazo, no es un
buen argumento para no hablar de ella. Sobre todo cuando la violencia arrecia al ser
respondida con más violencia.
(28) Esta afirmación puede ser cuestiona-da
diciendo que nosotros, los occiden-tales,
somos demócratas, mientras que
ellos no lo son. Esto es verdad sólo en
parte. Somos demócratas en el interior
de Occidente (y aun así habría que ver
hasta qué punto). Pero en el exterior, en
la sociedad global, somos imperialistas
–en la estela del Imperio romano– des-de
el comienzo del colonialismo europeo
hasta su sustituto, el neocolonialismo
norteamericano, cuyos últimos episodios
son las guerras norteamericanas (y eu-ropeas)
en Oriente Medio. El hecho de
que algunos imperios coloniales y neoco-loniales
(Inglaterra, Francia y EEUU)
hayan sido, a la vez, democracias na-cionales,
no convierte al imperialismo
en demócrata. Al revés: convierte a la
democracia en imperialista. Por eso creo
que la crítica de los sionistas israelíes a
los palestinos con el argumento de que
ellos son demócratas mientras que sus
«otros» son terroristas, es fraudulenta.
La democracia israelí es un episodio más
del imperialismo neocolonialista.