C!Tll!BUI
JARDÍN.
lA AlTERIDD DE
10 ETERNO Arturo González Dorado
{&porlaje fotográfico de
Jlllln Ramón González. González).
ArlHro González Dorado
Conod a Arturo González Dorado un día de diciembre en el Instituto de LJ/erahlra y LJngiiístita de
La Habana. Se celebraba allí el W Coloquio En el Jardín dedicado a exaltar la figura de Dulce
María L1!Jnaz en su Centenario. Dese11brí que sus ens~os carecían de notas bibliográjitas, al estilo de
Blanchot o Bache/ar, de Lezama o Barthes, como si sólo interesase la evocación, la faerz.a de la palabra
para que no desapartZfa en ningún caso lo inditJidNa4 lo estético. Esa misma larde dimos un lar;p
paseo hasta el Gran Teatro Nacional para asistir a una entrañable velada. Hablamos de muchas
cosas, me introdujo en el alma de la ciudad y le prometí que volvería a sumergirme en la magia del
Jardín lqynaziano. Poco después supe que se le había concedido el Gran Premio por el trabajo que
aparece a continuación y entonces, no sé por qué, recordé a ArlHro sentado en un banco mojado por la
llutJia, frente al hotel Inglaterra.
José Javier Hemández
Loynu: de un punto negro
a otro negro también, voy ca-
111Ínado. Y es que la distancia
rodea la intimidad
de Bárbara, el punto, el
abismo, tentador y suave,
la espesura, es distancia
en su inmediatez, tal
vez el vórtice desde donde
ella se ve y se refleja,
desde donde su vida, esa
que en el texto nos llega
como resonanoa, acorde
de la interioridad te-
"Alllt aq11ella sing11lar actil'lld,y sin muchos ánimos para prolongar la escma, el desroncertado
itlltrloaitor decidió seguir de largo ... " mida por su belleza que-
Una mujer y un jardín, la selva de los recuerdos,
el ansia, añoranza inefable de vida y
muerte, de infinito y cercanía, romance yactualidad.
El tiempo. Texto extemporáneo
ciertamente, pero aún así, y sobre todo por
ello, actual. ¿Acaso una mujer y un jardín no son
Jos motivos eternos?, pero en otra parte dice la
man te, se yergue a la
pregunta, al temor anhelante por lo inefable.
Bárbara, nombre duro sin dudas, extranjera
y asombro, deseo que exuda el texto
y es, en su trémula añoranza, nostalgia;
más, la poeisis que como un hálito, desde la
estructura verbal se distiende al Sentido,
inasible y cercano, como Bárbara, como la
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C!THAIUI
mujer, como su propia pregunta y esencia,
disuelta en otros nombres del pasado,
trasmigraciones o arquetipos, ecos en definitiva
de lo actual que más que resonar llamando
indican el punto central, la escritura
que Bárbara, en su
propio ser, hace al y
desde el tiempo.
Leer Jardín es
una experiencia sorpresiva,
iluminadora
y silenciosa. La introducción
linda, al
filo de la navaja, con
lo excesivamente
candoroso. Una mu-panas,
no sólo en el tiempo de su escritura,
sino muy probablemente aún ahora, está solitario
en medio de la producción nacional
del periodo, pero se basta a sí mismo, cerrándose
se abre. Rebota en el sentido posi-jer
contempla en su
jardín el mundo,
mira la luna y esta
cae a sus pies, recoge
los pedazos y los
cubre en su regazo.
Sin embargo, el dis-
"Salía el sol Por encima de la hojarasca y los escombros escapaba 11na lagartija amarilla ... "
curso narrativo comienza, retratos, el pasado.
Lo irreal sienta la tónica, lo Real desde
otro ángulo, porque, ¿no es verdadera cuando
se bucea en lo más íntimo la aseveración
de Valery?,pensar,pensares perder el hilo, y está
tónica, visible desde el mero comienzo de
jardín, aunque sin extraviarse, sin renunciar
al logos, es el camino donde el pensamiento
se vuelve contra sí mismo. Una mujer toma
la luna y el símbolo es indicación y soporte.
Noche, luna feminidad, pero más allá silencio
que se viste en el tropo y al fin, desde el
discurso, es lítote, apertura y belleza, exquisita
feminidad. El encuentro con lo irracional,
escándalo insoportable, que hay que
ocultar como se oculta la muerte. Nace la
escritura, el texto cuaja desde el dolor sentido,
escándalo de inasibilidad y quemadura:
No se puede asir, no puedo decirlo, necesito
aclararlo, porque en ello está, si este existe,
mi centro.
Libro extraordinario en las letras his-ble
que la escritura persigue, en meandros
perfectamente calculados, como si lo ambiguo
necesitara la precisión de la frase, la exactitud
de la forma, donde se vive sin lo viviente,
se muere sin muertos: el enigma sustentador
de la escritura. Experiencia reveladora,
leer Jardín es un choque con lo
arquetípico, pero encontronazo suave, casi
simbiosis de lectura y asombro.
Tan sólo se alcanza el infinito por lo finito que
no acaba de terminar y se prolonga sin cesar mediante
el rodeo ambiguo de la repetición, dice
Blanchot, y Jardín lo insinúa, tal vez lo cumple.
Bárbara es ella y es todos, lado otro de
la existencia, evade la clasificación y es más
mito que historia. Pero, ¿qué mito, cuál presencia
se revela desde Bárbara y su Jardín?
Se ha dicho que Jardín tiene connotaciones
místicas, y hay algo de ello, aunque no
sea del todo cierto (al menos en el sentido
que los místicos a lo largo de la historia
han definido su experiencia, la vivencia
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015.
inefable de la unidad del ser, la develación
de lo divino, que es ya no más nombre ni
sentimiento, sino realidad inmediata de eternidad).
Jardín está de lleno, y casi a su pesar,
en la Historia, o mejor, en el punto medio
donde la perspectiva histórica y ahistórica
se confunden y desgarran el ser. Bárbara no
comulga del todo con su Jardín, no puede
ser uno con él, no le es posible olvidar el
tiempo. Y es que la perspectiva ahistórica, la
de Eva antes de comer la manzana, la de los
pueblos y culturas del eterno retorno, cuando
el peso de la Historia no es aún angustia
y convite, esperanza y agobio, no es ya de la
mujer que vive a pesar de su aislamiento en
la civilización. El jardín es jungla pero también
orden artificial. La casa, los recuerdos,
la civitas que lo rodea y exprime, se hace uno
con él en su propio entorno pero sin
derse por completo. La armonía está rota:
Bárbara porta en sí, sin saberlo como todos,
el pecado original. Y su crecimiento, iniciación,
aquí sí cabe la palabra mística, está abierta
al vacío, el punto negro de la Loynaz, el
terror histórico, la añoranza y la dicotomía
del hombre. Pero el mito es presencia
medular, sustrato del discurso, aliento de la
poesía; más, el texto es mito, casi alegoría,
sin las connotaciones negativas que los románticos
pusieron al término (esta siempre
cae en el ámbito de la retórica, lo retórico
tiene un fin ajeno al discurso, es útil, lo artístico
se centra a sí mismo, y en su solipsismo
radical halla la plenitud, comulga con lo divino);
el mito es palabra de experiencia primaria,
transhistórica mejor que ahistórica. El
jardín es en el tiempo, aunque el tiempo esté
detenido a las seis y cuarto en el reloj de la
casa, ese que Bárbara mira y no quiere hacer
andar, en el crepúsculo insinuado desde lo
pasado que se cuela en los recuerdos, en Bárbara,
en el texto todo. El mito es necesidad
expresiva ante la experiencia del retorno,
ante la apertura angustiosa, bella e incierta a
la dimensión del existir. ]\,fito histórico pero
C!TH!RUM
mito al fin, es juego en la poesía que adorna
y recrea como necesidad ineludible de la escritura.
La narración pura, desde un acontecer
que persiga la verosimilitud, el simple contar
ansioso de reflejar la realidad, con las comillas
imprescindibles a toda definición de
lo Real, se hace hambre ante lo mítico; el símbolo
es pues conditio sine qua non de la estructura
del relato.
Símbolo múltiple y uno, poema traspuesto
e imbricado desde lo simbólico, por
lo cual el puro signo de las palabras se difunde
en la frase y resuena en la amplitud del
horizonte mítico. Si la Loynaz duda en la clasificación
de su texto, novela lírica, lírica
novelada, la duda es taxativa, es la conciencia
de la propia extemporaneidad del texto,
de su negativa a seguir las categorías
aristotélicas, a caber en la forma; y aquí la
poesía es imperiosa necesidad, el metarelato,
forzando un poco los términos para caer en
la óptica de Heidegger, por el cual el mito
adviene a la visión estética y la amplitud de
la experiencia contada, del acto creador (y
precedente) de la percepción; romántica en
verdad por su anhelo de asir lo inasible, pero
clásica, siguiendo a Ortega cuando dice que
el romanticismo es añoranza y el clasicismo
actualidad, por la concisión de la forma y la
actualidad que toma Bárbara y su jardín en
la arquitectura de la novela. Pero, este mito
que subyace en el texto, metáfora de la escritura
y pluralidad de respuestas en el lector,
enfrentado ante el sentido múltiple del texto,
mito histórico, del hombre en la civilización,
en la estructura del tiempo cuando el
pasado no es sólo eterno retorno, sino anhelo
desde lo mismo por longevo y nuevo, este
mito es femenino, con la potencia deseada
por muchas feministas de alcanzar esa dimensión
del Otro donde Ella hable más allá de
una voz para ser la Voz.
Si algo impacta ante Jardín es la inveterada
y medular presencia de lo femeni-
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015.
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no, de esa expresión de la dimensión humana
que tal vez sea eco de lo Real, dualidad
del ser, y lo cual, aunque imposible de asir
por completo, de explicar y reducir, es, como
la vivencia que el texto propone, inmediata
realidad sentida y autosuficiente en su apertura
a la certeza posible. Ella entonces sería
concreción en la poesía, y el mito, rodeando
como el hálito del jardín, el llamado del amor
muerto y vivo, es lado femenino, es mujer
que acoge lo humano y en su escisión lo integra
más allá de las palabras en el sentido que
estas toman, prometen, incorporan quizás,
temo decirlo aunque puedo sentirlo, desde
la propuesta del relato. Por ello Bárbara encarna
y trasciende la feminidad, el jardín es
presencia otra y una, compañia del vivir y
oscuridad dionisiaca que es Ella y el Otro,
no sólo de Bárbara sino también, y aún más,
del lector. Aquí la muerte acecha desde la
vida sin tiempo. Bárbara vive en un horizonte
de fantasmas, ella misma es fantasma de
los recuerdos, etérea criatura en un mundo
cálido y frío, en ocasiones gélido por su arcano
irreducible e inexorable. Y es vivida por
su entorno que la hace amar a ese Otro de sí
misma desde el Otro de su tiempo. Una Bárbara
actual que se pierde en las otras, o
en la Otra, la de las cartas, la del amor intenso
e incólume, profundo y estremecedor,
bello, al límite de lo ingenuo, como todo gran
amor.
El jardín la protege y mata, la encarcela
y le da el ser que la narración exhibe, el
propio de su coherencia interna, de la Bárbara
de Jardín que salta lo verosímil y es verosímil
desde sí, justo lo arquetípico disuelto
en el discurrir de la historia. Y es esta porfía
de Bárbara a su jardín, que la hace y no la
colma, simbiosis bifronte, atracción y traspaso,
espacio de transcurso en un lugar que
la envuelve y la reta, la justa medida de su
historicidad. Ya ella vive en el tiempo, ya no
encuentra las claves dadas desde siempre, ya
no es Eva ni nunca más podrá serlo aunque
se identifique con ella en eco eterno de la
Mujer.
Jardín es un texto iniciático, pero desde
la iniciación en la historia, donde la experiencia
no ilumina del todo, sino, aunque encarnada
en un espacio conceptual y religioso,
deja a solas con la vida propia, con la
añoranza por el lugar de la nostalgia, el mundo
de los sueños que sabe del pasar, del
morir. Hay horror en el jardín, un horror que
exuda el misterio. Límite que segrega lo arcano,
atrae a sí y en su estancia desde siempre,
estancia mítica de natura madre y tumba,
se opone a esa historicidad que Bárbara
siente y es aunque sea inconscientemente. Los
retratos, la otra Bárbara, esa que acecha desde
cada detalle, oculta en su atmósfera, dueña
y casi réplica de la actual; la familia, el
mundo de afuera, donde las cosas pasan en
la trivial rutina de lo cotidiano.
Pero aquí un punto medular, enigma,
sugerencia de traspaso que indica algo esencial
a la nm'ela, según la entiendo. Este punto
de cruce entre civitas y natura, eros y sexo,
juntados en el lelos del jardín, que lanza, a
manera de saeta, la poesía y la vida ante la
realidad de un eterno hacerse, buscarse, volverse
desde un aliento, casi soplo divino, al
reflejo de mundos y tiempos, la Bárbara del
pabellón, de ese sitio nuevo y enigmático que
es un micromundo dentro del jardín, como
una puerta al otro lado, templo y altar, desde
donde el tiempo vuelve y el ciclo reclama,
esa otra es la enseñanza de lo erótico, de
un erotismo platónico que ella siente suyo y
lejano. Y es que la experiencia no es plena en
sí, es siempre eco de otra y esta a su vez de
otra alejándose en lo infinito de los universos
del alma, de la vivencia humana. Y toda
referencia a la añoranza última, al llamado
de lo insondable, que sentimos inasible pero
aún así irresistible, llamada que se traduce al
lenguaje en poesía, es erótica al fin. Porque
en la dimensión de hallazgo y entrega, de vue-
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015.
to hacia el Otro, humano, divino o diabólico,
la seducción máxima de la vida, y obviamente
del arte, es posible. Bárbara encuentra
el misterio del amor en el espejo de sí
misma, que es muerte, frialdad y ancestro,
nostalgia en resonancia con los retratos, con
C!TIWUI
guaje nombrando para dar realidad al ser.
Bárbara ama por otra, y la añoranza, la nota
del texto por la cual el tiempo marca, el pasado
que repite lo mismo desde lo siempre
nuevo, le llega desde un epistolario que descubre
en el secreto del pabellón, en ese es-
"No !/llfllba áe las flom,y a veces mostraba un exagerado apasionamimtrJ rosas t111/gam, romo el aefalto áemtido ron q11t se pavimmla las calks ... "
la casa toda, pero a la vez secreto abierto a
su justo momento, por el cual sufre las angustias
de otra, las vicisitudes de alguien que
le escribe a ella, a su homónima muerta y
perdida, viva en la quietud del lugar. Aquí la
historicidad, lo mítico de lo temporal, esa
apertura amatoria que es propia de la sociabilidad
citadina. Juego intelectivo, regodeo
en la mente cuando el cuerpo promete e insinúa
algo trascendente a él: el amor desde
el conocimiento, ese que lleva al arte como
cuerpo de su existencia, que necesita de la
poesía y es hecho desde ella, como el len-pacio
mítico desde donde el jardín muestra
su conexión con el cosmos de lo social, si
bien esta sociedad es óbita memoria y nada
más, onírica realidad de otro muerto, que es
también Bárbara y su jardín, la voz de alguien
y algo suyo y ajeno, justo como el sueño, el
anhelo, lo inconsciente.
¿Quién es el amante? El nombre no
importa, la vivencia ocurre en el jardín, en
el espacio sagrado de una casa que está fuera
del tiempo, y al unísono, en la temporalidad
que es Bárbara, que traen los recuerdos.
El nombre del amante, la arcana reali-
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CmlilUI
dad del otro, es amor que se revela a Bárbara
como iniciación de un encuentro pretérito,
el develar del sentimiento por el cual la
realidad del otro, presente vivo y espíritu
fantasmagórico de un tiempo que antecede
a los retratos, a las vivencias de la casa; está
en ella, en el jardín, en el juego de sensaciones
y resonancias que el texto es. ¿Qué es en
sí? ¿Acaso no es justísima la aseveración de
Barthes: la literahlra es posible porq11e el 11111ndo
no está hecho? La poesía se hace necesidad, símbolo
de un estado, añoranza presente que
juega en la ternura de una mujer, eterna visión
de Ella descubriendo a quien la pretende;
y en esta historicidad de lo actual, cuando
la presencia coquetea con lo sensual, se
hunde en la lucha de contrarios que el sexo
es: poder y entrega, complemento y desafio,
drama del estar cuando te quiero y te rehuyo,
cuando para darme nece-sito
vencerte y sentirme vencido
en el resuello presuroso
que ataca en el consuelo, porque
él se da y rehuye, muere y
llama, seduce muerto a la Bárbara
viva, o fenecida desde
que se nos escapa a un momento
atemporal, aunque atado
en el tiempo de la historia.
El texto condiciona su
historicidad, ese dilema entre
lo eterno y el tiempo, la vanidad
de lo temporal y lo eterno,
dice Jasper, reconocimiento
de que lo eterno se define
las cartas porta un carácter estilizado, no sólo
por su propia belleza escritura!, sino por el
universo que encarna; ya para nosotros símbolo
y momento de un estado que nuestra
añoranza recoge en las regiones de lo soñado,
donde lo inconsciente recrea el símbolo
y el hallazgo, la estética de la pasión que nos
encuentra en la obra y es, desde Bárbara y
sus lecturas, relectura de un sueño, historia
de historias repetida hasta el cansancio y estrenada
desde siempre.
El pabellón es lugar tremebundo,
causa de enfermedad, de abandono tal vez,
de partida a un tiempo que se queda atrás,
aunque ya se iba, y tal vez nunca estuvo, desde
que ella se nos aparece en su inasible realidad
de arquetipo, de mujer ambigua e ignorante
de su destino. El pabellón es también
tempo de revivir la historia de un amor
como fenómeno en el tiempo, "a jm/ítl 1a #/l'Íll lllÍnllu/o; 1a stglliría .m.Jo .Jtl fJtml silltlpn aJll 111 tJo iatpasiblt, Sii
devienen momento epocal y fi- o/O btrlJio t1t tnerta. "
gura histórica de estilo y cir-cunstancias.
Bárbara entonces vive en su
momento, muy cercano al propio de la
Loynaz adolescente; y está circunstancias
suyas contribuyen ahora a verla dentro de la
dimensión arquetípica que para nosotros
hace su tiempo. Por eso el romanticismo de
pasado y nuevo. ¿Metempsicosis, tal vez pretexto
para regodearse en la escritura de un
epistolario alambicado y fogoso? No importa,
como no importa resolver la ecuación.
Literalidad senescente que es silencio ante la
evocación del texto: la oferta poética exime
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de un logos demasiado apegado a la ratio, la
insinuación es mejor, el murmullo, el secreto;
y por ello el símbolo, está constante del
texto, del mito que se desenvuelve en la historia,
se abre desde él y en él a la simbiosis
de mente y sentimiento en Bárbara, en el lector,
en el eco de la propuesta.
Pero Bárbara encuentra su salida, un
hombre, también símbolo, naturaleza masculina
que no repite al amante de las cartas,
pero sí lo complementa. Viajero, salvador,
galán y racionalista, llega desde fuera contra
el jardín, desde el mar, por el mar, pero sin
ser el mar de Bárbara, el océano seminal que
circunda el jardín y aliena del otro lado. Sentido
en el símbolo que separa del sentido del
cosmos vegetal, telúrico y germinal, quieto,
viviente y pegajoso, bello y mórbido.
Sin embargo, ella lo espera, lo evoca,
lo trae, lo ve venir y lo siente con miedo, cerval
intuitivo. Redondez del complemento.
Bárbara está fría al tacto. Seduce la
imagen, fría como un hongo, mirando a través
de los dedos cruzados en la cara; fría,
gélida. ¿Por qué está fría, por qué parece un
hongo? Asombra, pasma, por ello seduce;
quizás se abre al sentido, a esa pregunta del
texto: ¿cuánto es Bárbara la mujer toda o
solamente un lado de Ella? ¿La frialdad es la
abismal condición del jardín? ¿Importa acaso
la exégesis o sólo se vive desde la interioridad
compacta del discurso? Bárbara va al
mundo, el jardín es frío, ella ama. Su frialdad
es tal vez el punto que la separa, bifurca de
una totalidad femenina, o el otro lado, la
muerte que yace en ella, su estado de creatura
sin edad fija, de mito y cifra en un texto marcado
por el me/os de su sentido propio, de su
añoranza abierta al Tiempo, marcada y siendo
en y por el tiempo. Porque esta apertura
Y partida suya, iniciación nueva, es la
reafirmación en la temporalidad. Ella y la
muerte, Ella y la temporalidad. Está como
muerta para lo que la circunda, ajena al
CATH!BUM
contexto, como la mujer de las cartas, como
el símbolo que la guía y hace, unida con su
entorno pero fuera del tiempo, como el mito,
aunque sea un mito de tiempo.
Lugar primigenio, el jardín es frío a
la mirada de la cotidianidad. El arquetipo
seduce y mata, es inasible, corno la pasión
de las cartas, apertura al nuevo amor de la
vida. Entonces la civilización, el mundo descubierto
es escape y consecuencia. Bárbara
lo vive y es extraña, como su universo, su
jardín, la natura en la civitas, el substrato vital
y oculto en el fosco lugar de lo olvidado, perdido,
exorcizado y temido corno el hechizo
de Dionisias: el agujero de lo tectónico. La
guerra, por el contexto podemos suponer la
Primera Guerra Mundial, el rito de la vida
que se mata, se entrega a los ideales y pasiones
al odio y la rabia, al ciclo de ser. Aparente
locura de los hombres. El desastre que lo
arruina todo y se pierde en los nombres de
la muerte, en lo inicuo e inocuo de la vida.
Bárbara desea salir y sale al mundo, a la fascinante
luz de lo social que para ella ha sido
tan solo los fantasmas de los muertos, las voces
del jardín.
Hqy en el espíritu o no se que horror de la
repetición. Lo que se repite en nosotros jamás pertenece
al propio espíritu. La frase de Valery sirve
al caso, pero no es el todo. jardín, por el contrario,
dice que lo que se repite sí pertenece
al propio espíritu. ¿Dónde ir, que viene, qué
se hace? Nada importa, nada llena. Pero el
mundo sigue, el horror de la muerte insensata.
La frivolidad, el placer de ser y vivir y
creer, de encontrar el otro, lo masculino, racional
y diurno, en esta imagen ancestral pero
eterna, irreducible a conceptualización y
dialécticas epocales, negaciones de moda,
que se siente en uno, como el otro lado que
la Loynaz muestra sin caricaturizar: el juego
necesario y atrayente de ser, de escapar
y buscar, simplemente vivir buscan-
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C!THABOI
do, añorando ese no sé que escurridizo y a
veces deletéreo por su intensidad.
Y es que la modernidad es lo fuga:v la
moda fugitiva pero fascinante y contingente en su
aparente durabilidad del momento, la otra mitad es
lo eterno e inmutable, lo clásico. Tiene razón Ortega
porque ambas caras hacen el arte, ambos
lados están en jardín, y no se excluyen.
Se integran en el discurso desde el clasicismo
de la forma y el romance de la idea, más
del sentimiento. Porque como todo mito los
contrarios se resuelven en una realidad
alógica, si bien palpable para su propia percepción.
Aquí un mérito indiscutible de Jardín,
ese aire suyo tan original en las letras cubanas,
tan universal e hispánico, tan poético
y contenido en su forma sobria y elegante.
¿Acaso se pudiera haber dicho de otro
modo? ¿Acaso no es la técnica la
condicionante de la escritura, la proveedora
del sentido? Sí y no. Me parece más adecuado
pensar, y casi me atrevo a asegurarlo aunque
vacilo por su arrogancia especulativa,
que la idea es quien escoge su técnica, que el
discurso de Jardín no es primario, sino con-secuencia
de ese estado suyo, de ese te/os que
provoca y desenvuelve en su simbólica poética.
La novela es abismo de significado, símbolo
del símbolo, y el tiempo el espacio subyacente
desde donde el discurso cobra sentido.
Pero ¿qué hace el tiempo, qué obliga a
desenvolver el discurso, el drama de la Bárbara
tan nútica y mujer, tan atemporal en su
esencia e histórica en su devenir?
Lo que no se tiene y sabemos sin embargo
que existe inasible en algún punto, nos llena el alma
de un agridulce sentimiento, la poesía puede, aunque
sea fugazmente, establecer ese contacto. La cita de
la Loynaz es reveladora del propósito del
texto, cifra de la angustia y encanto de esa
Bárbara que se evade de su Jardín, pero no
lo deja, sino lo arrastra consigo, desde y en
su feminidad radical, virginal aunque pase
por ella el tiempo y los sufrimientos, inmaculada
en su devenir que no se contamina,
sino se desliza en el mundo, como otro sueño
que repite, en una octava distinta, ligeramente
disonante: el espíritu del pabellón, el
recuerdo de los retratos, el mundo tras la reja,
el mar al otro lado del Jardín, al otro lado de
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su mundo, al otro lado de su ser.
Bárbara regresa, y nosotros con ella,
pero ya no es lo mismo, en apariencia al menos,
ya se pierde en los lugares familiares, y
al fin, en una escena estremecedora, abierta
al significado y paralizante ante su ambigua
presencia de inexorabilidad, es devorada por
el Jardín. ¿Metáfora de la civilización matando
a lo natural? ¿Acaso salió alguna vez?
¿Acaso el tiempo ha pasado? Sí, pero la conclusión
del texto es aún más original, si eso
cabe, que el conjunto anterior. Uno siente
asociaciones inevitables. Es difícil no pensar
en el Juego de Abalorios de Herman Hesse, o
en el Lobo Estepario, en esas novelas también
iniciáticas, de búsqueda tras el sentido final
de la existencia. Pero la similitud, dejando
de lado el aspecto estilístico, llega hasta aquí.
Si ellos se pierden (o se hallan) en una realidad
que puede ser la iluminación desde una
perspectiva oriental., Bárbara es tragada por
el jardín y contempla, como condenada, tal
vez definitivamente liberada, como la ninfa
eco llorando en las cañadas, los intrusos que
llegan a su Jardín, el mundo, el Tiempo. El
horror, calmado y tal vez tierno, el horror
del principio, el punto negro desde donde
se viene y al cual se va, aguarda en Bárbara
desde siempre. ¿Qué logró, qué encontró?
Tampoco importa saberlo, sólo sentirlo. Y
es que esa absorción suya en el Jardín es también
visión de lo femenino como oscuridad,
como la muerte que acecha en el jardín, que
es el fantasma de un pasado añorado y visible
en los sueños, en ese mundo que la poesía
trata de aprender y que Jardín exhibe, en
su ambigua claridad, desde el lado otro, el
de Ella. Porque esa feminidad radical de la
escritura no se queda en la sintaxis, en el me/os
estilístico y corrosivo, en la imagen que la
lectura provoca, pasmando por el colosal
dominio del idioma, sino busca la matriz de
gestación desde donde brota el impulso creador,
el horizonte en donde el lenguaje se pierde
y queda sólo la convención gratuita pero
CATHABill
fundamentada en ese lado oscuro, noche original,
madre de muerte y vida que nos trae a
la existencia; escudriñándose mientras intenta
violar lo inmaculado, lo prometido, lo
añorado en la escritura. Bárbara se pierde,
la escritura no responde: el presupuesto romántico
del arte como expresión de lo irracional,
dicho desde lo irracional y cercano a
lo divino. No obstante, la depuración de las
palabras, del estilo, el clasicismo de la forma,
la mesura en la pasión, el idíoma usado
sin pretensiones de innovación , pero que por
su cuidado extremo se hace innovador, único
desde su sustrato modernista, cerca el desenfreno
romántico, lo ciñe y adecua a su propuesta.
Ese espíritu de Jardín que rodea conteniendo
la expresión, como lo apolíneo en
matrimonio belicoso pero indisoluble con
lo dionisiaco. La forma es medida y consecuencia,
simbiosis que proviene desde la
vocación de unitaria construcción de Sentido
de la novela: Ella no olvida que El existe,
Ella sabe de la inutilidad de un apresuramiento
hacia cualquier extremo y mira con calma,
tierna y sufrida, el paso dialéctico de lo
que es. Porque tal vez esta visión sólo sea,
como dice Derrida un irresistible impulso
del pensamiento que separa la realidad en
opuestos, pero es también posible, y de hecho
la tenacidad de la dualidad en la mente
de los hombres puede ser reflejo más o menos
inconsciente de la dualidad del estar en
el Tiempo.
Entonces esta temporalidad es también
el resultado posible tras la desaparición
de Bárbara, más aún, la inclusión del movimiento
en una quietud no mística, sino incierta,
aún irresoluble, aún añoranza que se
pierde en la mirada acechante de Bárbara,
ya con su destino abandonado a lo incierto
de lo extraliterario. Y es que el lenguaje es
críptico por su propia esencia, las palabras
son las cosas que crean, pero nunca
son las cosas porque las cosas no son más
©Del documento, los autores. Digitalización realizada por ULPGC. Biblioteca Universitaria, 2015.
C!TWUI
"Bri/Janm los m11ros b/atttptttllÍIJs tÍt ca~ CllalÍralÍos y simélriros; brillaron las rosas ... "
que la multiplicidad de las sensaciones y el
nombre que las acoge para dar lugar a lo
humano. Aquí la vocación poética del texto,
la traducción moderna, artística, personal, la
individualidad ya dificilmente olvidada tras
la revolución romántica, de lo mítico, de lo
esencial al alma. Aletheia, verdad, develación
en una traducción aproximada y mucho más
cercana al sentido en palabras de Heidegger.
Pero ¿develación de qué? ¿Qué queda, que
se responde, que se dice? Se cierra el texto y
sin embargo, se deja patente el presupuesto
del escritor, según Barthes para quien la literatura
es una frase que dice: no empiezo a
vivir hasta saber cual es el sentido de la vida.
No obstante, Jardín habla de lo previo, de lo
eterno que se difracta y fracciona, como espectro
de luz o cara de un poliedro infinito
y que justo por su mordiente intensidad hace
posible a posteriori el texto. Porque no es
~tuita la literatura, como afirma en otro
lado el propio Barthes, es en todo caso gratuidad
posible, y en Jardín más bien sería correcto
hablar de gracia, don luciferino y femenino.
Por ello el texto trasunta un sentido,
no sólo un sentido posible creado e intencionado
en la ambigüedad plural del lector,
sino una llamada, desesperada y maternal
ciertamente, a la provocación que el anhelo
de Sentido exige desde el texto por sí
mismo, y como evocación resonante en el
lector posible. Porque sí es posible sentir la
Aletheia en la lectura, la aserción de
Heidegger que la hace esencia del arte cuando
revela al ente en su desnudez, es más le
da la única revelación posible (excluyendo
tal vez la religiosa); porque algo se devela en
Jardín, si bien sea problemática, como la propia
vida, la respuesta a lo que es, a lo que se
da. En todo caso, si fuera posible darla con
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certeza, entonces sí sería absoluta gratuidad
la escritura, la literatura, la novela. Y es que
en el cierre del texto, abierto al misterio,
posible horror, posible salvación, el ritmo
acosa y es desastre desde su seducción, desde
el universo mostrado, temido, dual, pero
también es la mirada develadora de un ente
que es quizás el Tiempo, la vida toda desde
una porción que la incluye, la afirma y niega,
es negada y afirmada por ella. La traducción
de Aletehia como develación, en el arte no
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niega otra mirada, otra etimología, también
es posible interpretarla como errancia divina,
de modo que la verdad develada en el
texto sería el vagabundear de los dioses, porque
el ente desnudo es también el errar de
los dioses, es lo alógico, lo transracional, es
en fin lo poético, o mejor aquello que sólo
puede, sino asirse, al menos res balar un momento
en la poesía. Y Jardín, ambiciosamente,
tal vez lo haya logrado.
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