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Presentación de la conferencia “Charles Dickens enfrente del
Estanco Molina”
Les resultará un atrevimiento que yo presente a Juan Cruz aquí y ahora,
porque, sinceramente, no sé qué presentación precisa este hombre
en su propio pueblo, ante personas que lo aprecian, que conocen su
historia (su historia de escritor, de periodista, de editor), o que son sus
familiares y sus amigos. Empezaré repitiendo una vez más que Juan
nunca se ha ausentado realmente de esta tierra, y que pocas veces
ha habido una tierra tan recobrada y recordada por un ausente que
nunca llegó a serlo.
Hace unos días asistimos a la presentación de su último libro, Ojalá
octubre, el libro que, según nos dice, debía a su padre. Nos cuenta
que de su mano comenzó a descubrir la tierra de la infancia, cuando “la
cumbre de Erjos era lo más lejos que yo había ido en la vida, y parecía
ser la parte final de un universo”.
Nosotros conocimos a Juan unos años después, y no era, desde luego, ese
niño mimado, insoportable que él nos dice que fue. Estaba cerca de la
adolescencia y era un chico muy espabilado. El asma que padecía –como
el Che– lo sometía a frecuentes encierros que lo hicieron especialmente
sensible. Lo recordamos lector empedernido de todo lo impreso: perió-dicos,
chistes –como llamábamos entonces aquí a los comics–, novelas
de Julio Verne, versos de Kipling, y en el colegio jugaba a ser periodista,
inventándose entrevistas, y a ser escritor. Leía en las librerías del Puerto
y en la biblioteca de este Instituto de Estudios Hispánicos, adonde Ana
Lola Borges nos traía para darnos sus clases de Literatura, procurando
mantenernos cerca de los libros de los que nos hablaba. Eran los años
sesenta, los años de la primera Sección de Estudiantes.
Juan empezó muy pronto en el periodismo. Como saben, a los trece
años ya escribía crónicas deportivas para el Aire libre. También desde
muy joven nos asombraba participando en las tertulias político-literarias
de la Plaza, con personas tan mayores como entonces me parecían don
Luis Castañeda o mi propio padre. Ya en la Universidad, se licenció en
Historia y en Periodismo. Trabajó en La Tarde y, luego, en El Día, al que
Juan y otros periodistas, algunos también formados en aquella Escuela,
como Elfidio Alonso, o Luis León Barreto, convirtieron en el excelente
diario moderno que todavía añoramos, ejemplo de compromiso con
la España democrática que se inauguraba.
Hay pocas cosas que yo les pueda decir que no haya ya contado él,
porque este que fue precoz lector y escritor nunca se pudo librar de
la memoria. Aunque hay que decir que no basta con tener memoria
para recuperar el pasado: también hay que saber mirar como Juan,
tener la curiosidad y la capacidad de observación que él desarrolló
desde niño.
El universo novelístico de Juan Cruz empezó a fraguarse, Dios mío, hace
ya 36 años, en su primera novela, Crónica de la nada hecha pedazos,
Enfrente del Estanco de Molina
por Juan Cruz Ruiz
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premio Benito Pérez Armas 1971. Allí ya estaba presente la melancolía
del paraíso perdido. En su prólogo, Pérez Minik escribía: “Este novelista
insular tiene muy bien alojada la isla en su corazón. No se la puede
quitar de encima.” La novela, inscrita en la narrativa experimental de
aquellos años (“divagación personal”, la llamó Jorge Rodríguez Padrón)
fue para su autor “simplemente la crónica de la despedida del último
periodo de la adolescencia, cuando los desengaños amorosos y sociales
nos calan más hondo precisamente porque estamos menos curtidos.” Y
a pesar de que manifestó que no volvería a escribir otra novela como
aquella, publica Naranja, en el 75, que se entendió como un ejercicio
paralelo. Después siguieron muchos otros libros: Retrato de humo,
en 1982, o El sueño de Oslo, con el que obtuvo el premio Azorín de
novela 1987. Los recuerdos, las obsesiones, los sueños –unos más rotos
que otros– , los olores, los versos de los demás, las palabras –como
ojalá–, las canciones de una época, la literatura, sus fantasmas, van
viajando de un libro a otro como si fueran su equipaje. Y cada vez se
van incorporando elementos nuevos, como piezas de un puzzle que
ocupan su lugar hasta conformar una visión, compleja y cada vez más
profunda, de su infancia. Siempre la isla, y la memoria, que dota a su
narrativa del contenido lírico de un poema y convierte a sus poemas
en la narración de los sentimientos.
Recientemente, este entrevistador entrevistado declaraba que escribe
para reconstruirse, para saber quién es en relación con los otros, y que
lo hace sobre sus recuerdos. Parece que no vale la pena el esfuerzo
de convertir en ficción novelesca las vivencias. “La ficción –nos dice
en otra ocasión– es un modo de visitar la vida. La realidad da más
rabia. Con esa rabia visité el pasado, y lo he traído, porque no podía
traerlo de otra manera, en forma de libro”. Ese libro era Retrato de
un hombre desnudo, y esa realidad es la que también nos conmueve
en Ojalá Octubre, La foto de los suecos, La playa del horizonte, o
El territorio de la memoria.
Juan Cruz no se puede curar de la memoria, “de la excesiva memoria
si es que tiene alguna cura, pero estoy convencido también de que si
no recuerdo no existo, y solo soy capaz de imaginar cosas que ya viví,
todo lo que ya me ha sucedido.”
Juan Cruz, que jamás se marchó de la isla a pesar de las vueltas que ha
dado, vuelve siempre a su infancia, que es la infancia de todos nosotros,
como también lo es su mar y su tierra. “La infancia es un olor”, “El mar
es el olor de la infancia”; “El mar es el mar de la infancia, porque es la
imaginación, la soledad, el misterio, la memoria, el miedo a la muerte,
la apropiación eterna de la infancia.” Y la literatura, “el verdadero
territorio libre sobre el que camina la memoria.”
Para nosotros es un privilegio haberlo conocido y conocerlo. Seguimos
con orgullo su recorrido profesional, sus entrevistas, sus intervenciones en
tertulias radiofónicas, su trabajo en El País –antes en Triunfo, la revista
más emblemática de la resistencia al Franquismo que nos tocó vivir–,
sus premios y su labor editorial. Hace unos años, comentando estos
éxitos profesionales y literarios de Juan, una amiga común, a quien la
ausencia también ha agudizado la memoria, quiso que advirtiéramos lo
que según ella confirmaba una profecía: “¿Has visto? –nos dijo–. Juanito
es el auténtico demonio de los libros”. Acaso Juan, cuando representó
en el colegio la obra de teatro infantil titulada así, “El demonio de los
libros” –cuya protagonista femenina era, por cierto, Nieves García,
nuestra querida Nievitas, a la que debemos mucho más que esta mención
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de pasada– acaso, digo, ya sospechaba que su vida y su futuro iban a
estar cimentados sobre los libros, o soñaba con ello.
Nunca apartó de su memoria ni de su literatura, que no sé si son lo
mismo, la tierra que le concedió el Premio por el que está aquí hoy con
nosotros: Premio Canarias 2000. Ese año lo recordamos con especial
cariño porque también fue pregonero ilustre de las Fiestas de Julio,
cerca de la Punta del Viento, el lugar desde donde decía que mejor se
olía el mar.
Nos ha convencido de que nunca lo perderemos de vista y de que
nunca se ha ido.
Juan: ojalá
Margarita Rodríguez Espinosa
Entonces, en nuestro barrio no había libros ni periódicos ni discos y tan solo había
una radio y un teléfono y los chicos íbamos a la escuela y meábamos juntos en
una palmera de dátiles, mientras el maestro escribía en unos cuadernos enormes
sus cuentas y sus cartas.
Nosotros hacíamos copiados y él nos miraba, de vez en cuando, por encima de sus
gafas redondas; tenía una cara roja, de tímido o de avergonzado, y hablaba muy
poco, mucho menos, imaginábamos también entonces, que lo que un maestro
debe hablar con sus discípulos.
Yo no recuerdo ni un solo día que nos hiciera un dictado o una suma, o que nos
llamara a la pizarra donde siempre estaba el resto de una frase borrada que jamás
fue sustituida por otra. A nuestro alrededor había palmeras y flores, y los dátiles
de la palmera. Nosotros íbamos a la escuela, casi todos, y a veces yo faltaba por
el asma o porque mi madre le tenía miedo al agua de las atarjeas, a la humedad
que producían las huertas y a que yo me muriera andando.
Mi madre era muy exagerada, y me tenía en casa como si me guardara en una
redoma. Como me tenía en casa me tenía que distraer, e inventaba juegos, mu-chos
de ellos juegos de palabras, chistes, versos… Muchos de esos chistes y de
esos versos se quedaron en mi memoria, impregnados de la gracia que ella les
daba; y mientras mi padre volvía de los trabajos y de las noches y de los caminos
y de las carreteras ella trataba de arroparme y de dormirme con cuentos que
ella se inventaba o con las historias, siempre modificadas por ella, de Genoveva
de Brabante o de lo que habían hecho los emigrantes de su barrio y de su casa
a Cuba o a Venezuela.
Ella no sabía de veras qué había sucedido con ellos por esos mundos, pero como
yo le preguntaba mucho iba inventando cada vez más hasta redondear historias
que luego ya han figurado como verdaderas en mi memoria y en mis libros. Una
de ellas sitúa a un hermanastro suyo, creo que era hermanastro, que había de-cidido
viajar a Cuba porque había tenido un sueño –quizá la noche anterior a su
precipitado viaje– según el cual en el montículo donde pastaba una cabra había
un gran tesoro que él tendría que descubrir allí.
Muchos años después he seguido preguntando en casa si fue verdad, si es cierto
que aquel hermanastro de mi madre había hecho de veras ese viaje porque tuvo
Mi madre, Juana, y yo en el patio de mi
casa.
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ese sueño, pero nadie ya me sabe dar razón, y entonces a mi no se me ocurría
interrumpir a mi madre para preguntarme si lo que me decía era cierto o era
inventado.
Lo verdadero, lo que sí sé yo porque lo viví, y lo vivo hasta ahora mismo, es que
yo confundí algunas obsesiones o sueños o pesadillas del tío que hizo el viaje con
la mía propia; durante años, en aquella infancia o adolescencia, y aun después, yo
identifiqué aquella cabra y aquel montículo con el montículo que había enfrente
de casa y con la cabra que mi madre ordeñaba cada mañana, casi al amanecer,
para que bebieran leche todos en casa.
Y no sólo imaginé que esa cabra y ese montículo formaban parte real de la fic-ción
que ella había ido adornando con los materiales de su realidad, sino que en
algún momento, en medio de los delirios de la convalecencia, yo mismo fui aquel
emigrante, su hijo o su hermanastro, el hombre que había viajado en busca de
un tesoro y que nunca jamás retornó ni envió una carta ni mandó un aviso de
que estaba vivo o rico o pobre, en medio de la isla de la que mi madre hablaba
como si la tuviera a tiro de piedra o de sueño.
A lo largo de los tiempos he ido pensando, también, que esa ficción o esa espe-ranza
–el viaje, la vida mejor– de que el hermanastro sobreviviera a su aventura la
alimentaba ella con sus cuentos; si hablaba de él, él estaría vivo; si lo recordaba,
si hacía memoria, él seguía estando. Era su manera de escribir, casi a diario, su
historia. Sin duda, lo imaginaba caminando por Cuba, y ella misma se imaginó
Cuba; cuando contaba la isla, acaso como hizo con el montículo y con la cabra,
describía su propio entorno, las plataneras, las flores, la gente, las atarjeas, el agua,
la lucha por el agua, las madrugadas de penuria que ella convertía en madrugadas
extraordinarias, de grandes jolgorios y de fiestas; imaginaba los talleres donde las
mujeres hacían cigarros, mientras los hombres leían en voz alta las historias y las
leyendas cuyos títulos se le escapaban a ella, pero que luego fueron las historias
y las leyendas del Conde de Montecristo.
Ella elaboraba, con expresiones de la cosecha de su propia memoria, nuevas
historias a partir de historias ya sabidas, y a mi no me importaba tanto no ir a la
escuela porque ella había convertido en un rito diario contar para entretenerme, y
yo no veía la hora en que no hubiera gente en la casa o en los alrededores, en que
ella no tuviera que hacer nada, para que hallara un tiempo, breve pero profundo,
lento, para sentarse a mi lado en la cama y decirme cualquier ocurrencia que se le
hubiera venido a la cabeza entre el último instante en que fregó los cacharros en
la cocina, se limpió las manos en el delantal, puso el café al fuego y vino a verme
a la cuna o a la cama o al salón donde yo ordenaba papeles de la escuela como
si ya fuera un escritor o un lector, o mientras yo escuchaba la radio. Cuando ya
se sentaba a mi lado venía con las manos frías, y siempre relaciono esos periodos
de paz y de esperanza con sus manos frías y sus gafas y sus pecas, las pecas que
le fueron naciendo y que ella decía que eran manchas de melancolía.
Lo que recuerdo mucho de aquellos días en casa, antes de que ella me contara
e incluso cuando ya me estaba contando, era el silencio; el silencio de las plata-neras
y del barranco; no se oía nada, y cuando se oía algo era el ruido lejano del
camión de mi padre dando trabajosamente la vuelta en el Fuerte, aparcando en
medio del barranco, donde luego los chicos hicimos un campo de fútbol en el
que a veces yo jugaba de lateral derecho o de portero y donde mi abuelo Silverio
domaba los burros de los hombres de los alrededores. Eran burros pequeños y
torpes, desaliñados, burros pobres como los burros, y mi abuelo los domaba con
la destreza de un general.
Nuestra vida se hacía en el barrio, y nosotros, los chicos del barrio, apenas salíamos
de la Calle Nueva y de La Asomada para otra cosa que para ir al médico o para
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Elena, mi sobrina y ahijada, mi hija Eva
y mi madre, también en el patio.
acompañar a los padres a alguna excursión que tuviera que ver con las fiestas
del pueblo o con los viajes que se hacían entonces en los camiones enramados a
las fiestas de la Virgen de Candelaria. A las fiestas fuimos alguna que otra vez, se
escuchaban los ruidos de los preparativos en la madrugada, y luego nos montá-bamos
en el camión como si fuéramos a descubrir otro mundo.
A veces esas fiestas, y también las fiestas del pueblo, eran muy venturosas; íbamos
a jugar con los cochitos locos, jugábamos a que éramos conductores, y mi madre
concursaba en las tómbolas. Un día le tocó un cubo en una tómbola, y se puso
tan excitada y tan nerviosa que parecía que le había tocado la lotería. Entonces la
suerte era tan esquiva que si conseguías premio tenías que proclamarlo y celebrarlo
para que no se te olvidara, y para que el barrio supiera que no te iba tan mal.
Aquel cubo que se ganó mi madre en una rifa, y de cuyo contenido apenas tengo
idea ahora, dio mucho de sí en casa, porque parecía una señal de que nos podría
estar cambiando el signo de la suerte; pero mi madre podía ser muy alegre y
también muy escéptica, es decir, que siempre fue muy realista, y cuando nosotros
le recordábamos que aquel día había
tenido suerte nos espantaba con alguna
de sus frases pesimistas, que usaba
sobre todo para que a mi padre no se
le subiera el éxito a la cabeza.
Recuerdo también una excursión a
la playa, y hay fotografías en las que
todos estábamos muy felices; había
vino, y brindaban, estábamos en lo
que antes se llamaba El Charco de la
Soga, donde muchos años después la
corriente y mi imprevisión por poco
hacen imposible que hoy esté descri-biendo
estos recuerdos.
Me salvó de desaparecer en el mar, y
de ahogarme, seguramente, un chico
de La Orotava, que estaba atento
desde las orillas a mis evoluciones a
bordo de un neumático cada vez más negro, negro como la goma y negro como
el atardecer y negro como los roques de Martiánez…
El chico se zambulló en el mar, dio unas cuantas brazadas y me alcanzó cuando
el neumático y yo superábamos ya la barra de piedras que distinguía la playa de
Martiánez propiamente dicha del Charco de la Soga, que es donde se hicieron
esas fotografías tan alegres de mi familia yendo a la playa.
Mi madre no me dejaba ir a la playa, ni solo ni en compañía, porque ella temía,
siempre temía, por mi salud y por mi seguridad; me guardaba en una redoma,
y así lo decía ella, “hay que guardarte en una redoma de cristal”, e impedía que
me diera el aire o el sol o el agua porque cualquier elemento de la naturaleza,
incontrolado o descontrolado, podía darme un golpe de muerte.
Ella exageraba, claro, y mi naturaleza lo sabía; lo sabía, hasta que un día la hu-medad
de la plaza del Charco y una visión terrible, angustiosa, la visión de un
chico que tenía la cara sudorosa e inquietante, me produjo un tremendo ataque
de asma del que me salvó un entrenador de fútbol de apellido Godoy.
El fútbol fue, por otra parte, mi primera vía de escape, en la vida y en la familia;
la radio que llegó a casa, y que entró en ella a pesar de la oposición casi triden-
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tina de mi madre, ella creía que con la radio llegaba el diablo a nuestra casa, me
aficionó primero al fútbol, y luego a la escritura. Hasta entonces lo que yo había
oído contar se lo había oído contar a mi madre; se contaban cosas, de la familia,
del barrio, se contaban cosas de otro tiempo, de la preguerra casi siempre, de la
posguerra no se decía nada; mi padre hablaba muy poco y mis hermanos estaban
fuera, trabajando desde muy pronto, y yo preguntaba y preguntaba, y mi madre
respondía sólo cuando le daba la gana.
Así que lo que yo sabía de las palabras y de la sintaxis oral venía de las palabras
de mi madre, de sus cuentos, de sus historias, de sus versos, de sus chistes, de sus
historietas. Su voz era la voz que yo escuchaba; a veces, gracias a lo que ella me
contaba, yo construía mis propias fantasías, pero yo no tuve ninguna referencia,
ni escrita ni oral, que no fuera, básicamente, la que me daba mi madre. Una vez
alguien llevó a casa un recorte de periódico, del periódico El Día, donde yo tra-bajaría
mucho más tarde; era una página enorme, de tamaño sábana, que era el
tamaño que entonces tenía ese periódico, y mi madre ensayó a leer ese recorte
conmigo; como yo sabía leer algo y ella también sabía leer un poco más que yo,
los dos fuimos aprendiéndonos lo que decía el diario como si fuera una lección.
Ella abría cada día las cuatro partes en que había convertido esa sábana escrita y
me leía los primeros párrafos, y yo seguía luego, hasta que completábamos, con
trabajo pero con fruición, con pasión de saber, esa lectura periodística.
Siempre cifro en ese momento, y en ese recorte, y en la aparición de la radio en
casa, el crecimiento de mi gusto por la lectura. La radio ya me daba la sintaxis casi
hecha, yo sabía que si yo repetía lo que escuchaba en la radio estaba hablando
bien, por decirlo así, y procuraba imitar a los locutores; escuchaba la música,
claro, pero mi pasión era la palabra, las series, las novelas, los discos dedicados,
las entrevistas, las noticias, y, sobre todo, los partidos de fútbol.
Hasta mucho más tarde no supe que la radio estaba hablando un lenguaje y mi
madre se estaba sirviendo de otro. Mi madre hablaba con el lenguaje que pasó
por Tenerife en el siglo XIX, y la radio ya hablaba el lenguaje de mediados del siglo
XX. Mi madre era una campesina de muy pocas letras, se quedó con la sintaxis
y con muchas palabras del léxico que se fue formando entre España y América,
el suyo era un lenguaje de transición, y el que yo estaba escuchando por otros
medios –y en seguida, a través de la prensa– era un lenguaje diferente, propio
ya de una gramática más sincrética, más avanzada, que la que mi madre, y esto
lo digo con todas las consecuencias, dominaba.
Una vez alguien hizo broma de lo que hablaba mi madre, que hablaba mucho,
la verdad; acaso fue la primera vez que sentí que humillar es de débiles, y que
la humillación fortalece al que la padece; pero a lo largo de los años me he ido
enorgulleciendo más de que fuera tan parlanchina: es que sabía hablar, lo hacía
con soltura, con una inteligencia sencilla y risueña que le servía para no avergo-zanzarse
de no saber y por tanto de preguntar.
Y aunque supiera hablar a mí me parecía que hablaba mal, que decía muy mal lo
que sabía, y que tenía que decirlo de otra manera. Por eso le rectificaba tanto, en
público y en privado, y ella reaccionaba, con sinsabor a veces y de coña otras:
–Mira, Juanillo, yo sé decir hilo e hilacha y mierda pa quien me tacha.
Hasta hace algunos años no supe yo que su respuesta tenía más valor que mis
reproches; y fue cuando leí un libro de Álex Grijelmo, El genio del idioma, que
pone en claro lo que sucedió con el lenguaje de mi madre (un lenguaje hecho de
la combinación España-América, un viaje en el que Canarias era la intermediaria
más evidente) y con mi propio lenguaje: no era que ella hablase mal, es que
hablaba diferente. Leí el libro mucho después de su muerte, porque además se
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Instituto de Estudios Hispánicos de
publicó muchísimo después de que falleciera, pero no sabe Grijelmo el favor que Canarias. C/ Quintana 18.
me hizo ayudándome a pedirle perdón a mi madre por los reproches y por las
tachaduras que entonces tuve el descaro de hacerle.
Así que la radio me hizo y mi madre me conformó, me ayudó a imaginar que
todo lo imaginado siempre está a punto de existir. La ficción no existe, existen
las historias que uno va completando con su propia realidad; mi tío existió, yo lo
veía deambular por una Cuba que ella me explicó, y los cuentos, por ejemplo, el
de Genoveva de Brabante, que fue el que más y mejor me contó, eran trasuntos
de nuestra propia vida; ese niño que es amamantado por una cabra o por una
vaca en esa leyenda nórdica era yo mismo en el establo en el que mi madre
guardaba dos vacas.
Y junto a las vacas había cochinos, gallinas, pollos, conejos…, todo tipo de animales
domésticos, que poco a poco fueron siendo no sólo parte de nuestra familia sino
también parte de las fantasías que ella me fue contando; salvando muchísimo las
distancias, recordé todo esto cuando estuve en Aracataca y vi la vida que se hizo
en aquel pueblo que sirvió de base para que Gabriel García Márquez escribiera
Cien años de soledad. García Márquez se sirvió de lo que tenía al lado, y construyó
una fábula inmortal y extraordinaria que en todas partes se considera ajena a la
vida real; viviendo en Aracataca se descubre que la vida real es lo que se cuenta
en Cien años de soledad, que el gran creador de Macondo sólo se inventó el estilo,
la vida se la dio Aracataca.
Repito: salvando las distancias que hay, y que resulta obvio que son insalvables,
deduzco ahora, tantos años después, que mi madre nunca me contó historias
que ocurrieran mucho más lejos de la huerta donde ella recogía los plátanos y
los tomates que nos servían para acompañar el pescado salado que nos ponía
para almorzar o para cenar.
En ese ambiente crecí y me hice, aun sin libros; gracias a la radio, imaginaba
viajes y países, construía conversaciones e itinerarios, trataba de ser una persona
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Inicio de la C/ San Juan, con la librería
Santaella. en la que hubiera muchas personas, y viajaba por el entorno de mi casa o de mi
barrio como si estuviera descubriendo el mundo. Cuando ya fue posible salir de
casa sin otros impedimentos que las espasmódicas caídas en la enfermedad que
ha signado mi relación con el aire, fui a estudiar al Puerto, asistí a clases, aprendí
geografía y otras ciencias, y descubrí las librerías. Entonces descubrí el resto del
mundo; estaba la escuela, o el colegio, y después estaban los libros. Había dos
librerías entonces, la del muelle, la de don Eladio Santaella, y la de la plaza, la de
don Fernando Luis. A las dos iba a ver libros; veía cómo los compraban, me fijaba
en los títulos, escuchaba pedirlos, y hacía muchas fantasías por su contenido. Un
día, en la librería del muelle, Manolo, el dependiente, un chico de ojos azules
y pelo rizado que venía a trabajar desde Los Realejos, me dejó un libro, para
que lo tocara; era Javier Mariño, la primera novela de Gonzalo Torrente Ballester.
Estaba encuadernada en un azul muy fuerte; yo abrí el libro, Manolo me dijo
que lo oliese, y estuve leyendo algunas páginas. Manolo me preguntó si quería
llevármelo, que ya lo pagaría. Me dio vergüenza aceptarle el ofrecimiento, y lo
dejé allí, en la estantería.
Poco después empecé a estudiar en el colegio de Segunda Enseñanza, cerca de
la plaza de la Iglesia; había allí una profesora muy industriosa y muy protestona,
Analola Borges, que nos quería convertir en escritores o por lo menos en personas
que hicieran prácticas de sintaxis, para pensar mejor, decía ella. Analola daba
lengua o literatura, y aunque pocos de nosotros hubiéramos leído nunca un libro
nos trataba como si ya fuéramos lectores. Un día nos provocó para que escribié-ramos
una redacción sobre lo que hacíamos en casa antes de venir al colegio; yo
siempre he creído que centré aquella descripción en los guayabos que mi madre
me daba para merendar, y le entregué el texto. Ella le puso una sola objeción,
porque yo situaba un adjetivo donde debía haber simplemente un sustantivo, o
quizá lo que ella vio allí era un coloquialismo que no debía figurar en un texto
llamado a ser leído, no dicho.
Pero, de resto, dijo, el texto está muy bien, “¿quién te lo hizo?”, preguntó. La
verdad es que no me lo hizo nadie; los dibujos sí me los hacía una vecina, Lola,
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que era una gran dibujante; pero la redacción la hice yo solo. A veces Analola nos
sacaba del colegio y nos daba clases en el Instituto de Estudios Hispánicos, en
una sala de reuniones donde ella lo dominaba todo; fumaba unos cigarrillos muy
finos, tomaba café con sorbos muy pequeños, y siempre tenía el labio superior
manchado de la última gota de café que había bebido. Cuando nos dejaba libres,
porque ella tenía algo que hacer, algunos de nosotros deambulábamos por el
Instituto, y a mi me gustaba mucho curiosear entre los libros.
Cuando descubrí, además, que esos libros se podían llevar en préstamo, debí
pensar que ese era el momento que yo debía aprovechar para empezar a tener
libros como los que me ofrecía Manolo en la librería del muelle. Pedí prestados
tres, de golpe, me abrieron la ficha, que aun debe estar en el Instituto, y me fui
a casa con ellos. Uno me entretuvo muchísimo, Viaje al fondo de la tierra, de Julio
Verne; otro me aburrió muchísimo, Pequeñeces, del padre Coloma, y otro me
resultó fascinante, Oliver Twist, de Charles Dickens, que me pareció que hablaba
de los chicos del barrio. Los leía junto a la cañería que había adosada a una de
las ventanas de la casa, escuchando como subía el agua, con su sonido sibilante
e igual, tan monótono; ahora siempre que leo recuerdo aquellos momentos y
aquella cañería.
Esos fueron mis primeros libros, y esa fue mi primera excursión dentro de una
biblioteca. Recuerdo nítidamente el viaje hasta el Instituto, compraba folios en
el Estanco Molina, ahí ponía los sellos para las cartas que ya escribía, o para las
cartas que yo mismo escribía para los emigrantes en Venezuela, por encargo de
las mujeres de mi barrio, y ahí tuve las primeras conversaciones de adolescente,
después de las conversaciones en la plaza, donde un hombre que se llamaba
Olegario me descubrió algunos nombres propios, como el de María Zambrano,
que me condujeron a conocer que en España se vivía una tremenda posguerra
que siguió a una terrible guerra que produjo un exilio intelectual, civil y político
que había diezmado la moral y la vida de los ciudadanos.
Olegario era uno de los hombres de la plaza; él sale en algunos de mis libros, y
en uno de ellos sale en una situación civil que aumentó por él mi admiración: le
vi desafiar la convención de que los hombres tenían que arrodillarse en un mo-mento
determinado de las procesiones. Yo estaba en la plaza del Charco, y le vi,
pasó la procesión, tocaron la música y él siguió, enhiesto, golpeándose la pierna
derecha con el periódico doblado.
Otro hombre que había en esa plaza era don Luis Castañeda. Don Luis me des-cubrió
a Ángel Ganivet, a Miguel de Unamuno y a Albert Camus. Él era bastante
unamuniano; se sabía muchas frases de memoria, y las recitaba en medio de las
conversaciones que yo le oía de lejos; alguna vez supo que yo era un chico muy
interesado en lo que se decía en sus tertulias, que compartía primero con don
Celestino Cobiella, el médico, y mucho más tarde con mi gran amigo Edmundo
A. Esedín del Ródano, que me descubrió a Anatole France y a Jorge Luis Borges.
Don Luis sabía muchísimo, y escribía con soltura, utilizando una retórica que debía
venirle de muy lejos, de la época de la República, y aún antes. Tenía la herida de
un país cuya inteligencia había sido vencida, y convivía con humor y con ironía,
a veces con rabia, con ese fracaso. Luego se ha dicho que mi pueblo era liberal,
que la gente toleraba la opinión de los otros, pero don Luis sufrió la ignominia
de la incomprensión, y yo sé que mi pueblo sufrió la opresión del silencio ante el
que aquel gesto de Olegario suponía un símbolo de rebeldía.
Don Luis me decía que yo tenía que leer El Cristo de Velázquez, de Unamuno, y yo
lo leía como si él me fuera a tomar la lección; luego le hablaba de esos versos,
y yo entendía que él me hacía muchísimo caso; a veces pensaba que don Luis y
Unamuno se habían conocido, que incluso habían sido amigos; don Luis hablaba
alzando su bastón, como si fuera a empuñar un mosquetón; era enfático pero
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tierno, un hombre fuera de lo común en un mundo que yo empezaba a descubrir
como si fuera una pintura llena de personas muy diversas.
Después don Luis me aficionó a Camus. Yo conseguía esos libros en el Instituto,
enfrente del Estanco Molina, al lado de Correos, cerca de donde luego se sepul-taría
tantas décadas el museo que regaló al Puerto Eduardo Westerdahl, pero,
como decía la mujer del barbero de mi calle, ese es otro cantar. Camus llenó mi
adolescencia y el principio de mi juventud casi hasta que descubrí a Cortázar y
a Cabrera Infante, pero de nuevo este es otro cantar. Había en Camus una ato-mósfera
que siempre identifiqué con el lugar en el que yo vivía. Un día empecé,
en esos años, un ensayo sobre Albert Camus; lo escribía en hojas cuadriculadas,
con lápiz rojo, y lo primero que puse en el papel fue esta frase: “Sobre la obra
de Albert Camus hay mucho sol”. Luego no puedo recordar qué puse, además,
pero ahora que ha pasado el tiempo y que han pasado tantos libros por mi vida
y por mi memoria, sé que esas primeras lecturas, algunas de las cuales hice en el
Instituto, hicieron mi vida, la pusieron en marcha, le dieron sentimiento, proyecto
y melancolía.
Hace unos años descubrí un librito de Camus, El revés y el derecho, que me so-bresaltó.
Fue como si de pronto hallara ahí algunos de los pensamientos que uno
pudo haber tenido entonces, junto a don Luis, por ejemplo, sobre el momento
en que vivimos aquella posguerra larga y terrible. Pero no sé si don Luis leyó ese
librito, ni puedo recordar, claro, si me habló de ello. Pero déjenmer que repro-duzca
algunas líneas que cuando me asaltaron me hicieron revivir todo lo que
algún día he querido contar. Esto decía Camus de su propio barrio: “En mi caso,
sé que mi fuente está (…) en este mundo de pobreza y de luz en el que he vivido
tanto tiempo y cuyo recuerdo todavía me preserva de los dos peligros contra-rios
que amenazar a todo artista: el resentimiento y la satisfacción. Ante todo,
jamás la pobreza ha constituido una desdicha para mi, porque la luz derramó
sus riquezas sobre ella. (…) Para corregir una indiferencia natural, me encontré
equdistante de la miseria y del sol. La miseria me impidió creer que todo está
bien bajo el sol, y en la historia; el sol me enseñó que la historia no es todo. (…)
En cualquier caso, el espléndido calor que reinó sobre mi infancia me ha privado
de todo resentimiento”.
Ahora cifro en esas palabras, y en aquellas primeras experiencias con las palabras,
con los libros y con la gente, la voluntad de vivir que desde entonces late en mi
manera de ser, en mi esperanza y en mi trayecto, y hoy que la memoria ya va
envolviendo el futuro en el aroma del pasado, quiero decir que fue decisivo para
mi felicidad y para mi que un día entrara por primera vez en este edificio de
piedra, silencioso, esencial, que había enfrente del Estanco Molina.