5
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
Detrás del muro: razón de
ser y valoración de la ar-quitectura
tradicional
por Juan-Julio Fernández
En cualquier latitud, el origen de la arquitectura que damos en llamar popular,
vernácula, colectiva, anónima, típica, espontánea, tradicional o propia del lugar
se pierde en la noche de los tiempos. La más próxima a este origen, hoy, es la
rural.
Cada uno de estos apelativos refleja un intento de aprehender lo que se intenta
definir, pero ninguno llega a abarcar el conjunto de características que se percibe
con los sentidos, pero que se resiste a cualquier intento de racionalizarlo.
Los pobladores de un territorio han ido desarrollando su existencia en un entorno
físico al que, en su devenir y con una manera de hacer, han ido añadiéndole una
cultura, a la vez que configurando una historia y estableciendo una tradición. La
arquitectura popular está condicionada por la relación hombre-mundo físico a lo largo
de un tiempo en el que se desarrolla una manera de construir para habitar.
En el caso de las Islas Canarias, una peculiaridad notable para acercarnos al pro-ceso
que se inicia con la vivienda-refugio y que continúa hoy con la búsqueda
del confort y del placer estético, es que sus orígenes están ahí, a la vuelta de la
esquina, coincidiendo con las fechas del descubrimiento de América, aconteci-miento
que se tiene como el arranque de la Edad Moderna. Como recojo en mi
libro Arquitectura Rural en La Palma, “la Historia de la Arquitectura se ha escrito
apoyándose en los grandes edificios del pasado, los considerados monumentos”.
Pero como también apunta mi amigo y compañero Rafael Manzano Martos en
cita también incluida en este libro, “cada día el hombre se interesa más por este
aspecto menor de la arquitectura que constituye el cobijo de la vida cotidiana del ser
humano, intuyendo que ahí está el origen de todo, aun cuando en sus principios sea
todavía difícil discernir dónde empieza la verdadera arquitectura y dónde termina el
nido o el habitáculo surgido de la pura intuición humana, o como diría Ruskin, dónde
está la frontera entre la pura construcción o edificación y la arquitectura, considerada
ya como arte, para lo que exigía que aportara una contribución a favor de la salud, la
fuerza y el placer del espíritu”.
En cualquier época y en cualquier latitud, la arquitectura ha estado, siempre,
supeditada al hombre. Éste empezó buscando un ámbito en el que guarecerse,
desalojando a otros animales de las cuevas que éstos, instintivamente, buscaban
para refugiarse. Pasada esta primera fase de troglodita, hay un momento en que
la arquitectura se asocia a la agricultura y, con el descubrimiento del fuego, al
hogar, con el que busca independencia, seguridad y, ya sedentario, cercanía al
puesto de trabajo. Es la vivienda rural.
Estos inicios que marcan el paso de la cueva a la casa –si es que ya podemos
aplicar este nombre a los primeros refugios construidos– son los que se rastrean
muy bien en Canarias y, en particular, en La Palma –que es donde yo los he
En La Palma, por los años 40, todavía
se habitaban cuevas.
6
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
estudiado– y en La Gomera y El Hierro –donde he profundizado menos–, islas
todas menos agredidas por la masificación del turismo.
No podemos perder de vista que la arquitectura es, fundamentalmente, organización
del espacio para que sea habitable. Esta condición utilitaria de la arquitectura es su
razón de ser y la que marca las diferencias con otras manifestaciones artísticas.
Está meridianamente claro que cuando el hombre empieza a construir no piensa
en otra cosa que en disponer de un refugio que le proporcione seguridad. Su pre-ocupación
termina cuando se siente seguro y ésta –y no otra– es la funcionalidad
inmediata que busca. La organización del espacio que ha logrado cerrar para que
le resulte más útil para otras funciones es una preocupación posterior.
En Europa, hasta comienzos del siglo XV –en sus últimos años es cuando se
consuma la conquista de Canarias– los más pobres tenían como viviendas unos
mínimos refugios en que dormir. Para ellos existir era sobrevivir. La utilidad y,
consecuentemente, la funcionalidad eran mínimas, como mínimo era el espacio
único disponible para cocinar, comer, dormir, reproducirse y relacionarse.
En Canarias, la vivienda-refugio que pueden construirse los que llegan apenas se
distingue de la cueva-cabaña de los
que ya estaban. Construidas muy rudi-mentariamente,
con una sola apertura
hacia el exterior y un ámbito único
prestaban a los nuevos pobladores las
mismas funciones de las que podían
disponer sus coetáneos europeos, que
ya vivían en la Historia.
La evolución posterior de la organización de la vivienda canaria sigue un ritmo
propio, un tempo que a finales del siglo XVIII se acerca al europeo, aunque con
algunas diferencias. Las primeras cabañas circulares –sin esquinas, porque la re-solución
de éstas ya necesita cierta maestría– debieron cubrirse a la manera en
que todavía hoy se siguen cubriendo algunas que se siguen construyendo en La
Palma en zonas de vendimia: un entramado de palos sobre el que se acumulan
ramajes para formar una cúpula semiesférica y presuntamente impermeable.
Luego se pasa a la planta cuadrada que se suele “arrimar” a una ladera y cubrir a
“un agua”, casi con la misma pendiente del terreno. La resolución de las esquinas
ya exige una cierta trabazón de los cabezotes o piedras más o menos careadas que
las conforman. Con el tiempo, la planta cuadrada se alarga, se hace rectangular y,
en la medida que la técnica avanza, la diferencia entre los lados se hace mayor.
De la cubierta a “un agua”, se pasa a la de “dos aguas” y a la de “tres aguas” y,
finalmente, a la de “cuatro aguas”, lo que ya supone el aprovechamiento máximo
de la planta rectangular, en el que el factor limitativo es la longitud de la cumbrera
y los empujes laterales se absorben con tirantes y esquineras.
Estos amarres se aprovechan para dividir el espacio interior y crear dos o tres
ámbitos separados por tabiques elementales que llegan hasta los tirantes que
atan transversalmente la cubierta, y empieza a conseguirse algo de intimidad.
A veces se aprovechan uno o los dos tirantes para apoyar en ellos y en el hastial
–muro de cabecera– correspondiente un entarimado de madera que hace de
cielo raso para la habitación que queda debajo y de piso para el espacio superior,
bajo la cubierta, al que se accede con una escalera de mano por una puerta que
se deja en el cerramiento vertical, generalmente de tablas, y que va del tirante
a la cubierta o, sin más, se mantiene abierto, para utilizarlo como granero o
trastero. La puerta única de acceso a la casa se abría en el espacio intermedio,
Las primeras cuevas-refugio y su orga-nización.
Refugios actuales de los vendimiadores
7
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
que se comunicaba por sendas aberturas con los laterales que podían tener o no
ventilación directa a través de ventanas o postigos. En unos casos, las ventanas
disponían de dos asientos de un cuarto de cilindro, rematados con tablones de tea
y que permitían sentarse y mirar o atender al exterior. En otros, los tres huecos
de los tres compartimentos interiores llegaban hasta el suelo, aunque la función
de puertas de los laterales podía quedar limitada por la fragmentación y distinta
articulación vertical de las hojas.
En esta casa lineal de una sola planta, la casa terrera por antonomasia, se cocina-ba
y comía fuera. El frente de la casa rural, cuando las condiciones lo permitían
orientado hacia el sur, contaba con un espacio aplanado, el terrero, con el tiempo
pavimentado con lajas o con guijas –cantos rodados de playa formando dibujos a
la manera portuguesa– y, a menudo, rematado por un poyo con tierra en el que se
cultivaban flores o plantas útiles y separaba este espacio del resto, generalmente
tierra de labor. En un extremo podía estar el lebrillo o poza, una vasija de barro con
forma de tronco de cono invertido empotrada en el poyo, para disponer de agua
para el fregado de cacharros, la limpieza y el lavado personal, sin desagües para
aprovechar al máximo el agua, que se echaba fuera con las manos. Algunas veces
con otros poyos adosados a las fachadas para sentarse, este espacio frontero y al
aire libre se dotaba de un entramado de madera, la latada, para sostener plantas
trepadoras –una parra o una enredadera– que, con su hoja caduca, proporcio-naban
sol en invierno y sombra en verano, creando un espacio de funcionalidad
múltiple, a menudo la verdadera zona de estar de la vivienda.
La cocina se construía siempre separada del cuerpo principal de la casa, mínima e
independiente, en el lado contrario de los vientos dominantes para reducir el riesgo
de incendios y de forma bastante precaria, con paredes de piedra seca y cubiertas
de teja vana, un poyo elemental para cocinar sobre tres piedras asentadas en él y
confiando la salida de humos a los intersticios entre las tejas o a dos o tres de ellas
levantadas a propósito, nunca a una chimenea. Con esta disposición empieza a
configurarse la casa terrera en L, característica del medio rural, en las que suelen
vivir los más pobres y que puede pasar a otra en U, cuando al cuerpo principal
de la casa se le añade otro normal a él, que se suele cubrir con una cubierta a una
sola agua de teja vana y destinar a establo, con frecuencia abierto hacia la especie
de patio que con esta disposición se configura, con puerta u ocasionalmente con
un cerramiento colgante de sacos abiertos y cosidos entre sí.
En otros casos, los pajeros para el ganado se construyen próximos pero inde-pendientes,
al igual que otros módulos que se utilizan como expansión –casa de
despejo o despojos, según Pérez Vidal– o como dormitorios para hijos varones,
cuando la familia aumenta. El cuarto de baño no existe y la higiene personal se
resolvía, en todos los casos, en cualquier abrigo del descampado, bajo un árbol,
cuando no en el establo o pajero de los animales domésticos. Con el tiempo se
habilitaba un cobertizo construido precariamente, con piedra seca y cubierta a un
agua que, en el norte de la isla de La Palma –la que más he estudiado– se llamaba
precisamente así, cuarto preciso. La escasez de agua reducía el lavado personal
a mínimos y una palangana o, con el tiempo, una bañera de zinc, instalada en
cualquier dependencia de la casa, podía permitir abluciones más completas en
circunstancias casi siempre excepcionales.
La casa de dos plantas, casa alta o sobradada, suele ser la habitual de labradores
más acomodados. El sentido del ahorro y el terreno inclinado impulsan el creci-miento
de la casa en altura, con una segunda planta superpuesta a la primera,
que quedaba semienterrada; el terreno horizontal, en cambio, aconseja crecer
en el mismo plano, con la agregación de otros módulos, en la misma dirección o
perpendicularmente al primero. En un caso y otro, con la construcción modular
se abren todas las combinaciones posibles para agrandar el espacio, separar las
funciones, conseguir intimidad y buscar algo de confort. No hay reglas fijas: la
Casas de arrimo, con aljibe y “colade-ra”,
para guardar y decantar el agua de
las escorrentías.
Muros de mampostería con lienzos y
esquinas “careadas” y rellenos.
Casa “terrera”.
La “latada” y las flores.
Casa terrera en L de sorprendente
modernidad.
8
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
versatilidad del crecimiento modular es grande y favorecida por la bondad del
clima, que permite resolver las intercomunicaciones por el exterior, y los resul-tados
llaman la atención por su lógico acoplamiento y por un juego volumétrico
de gran belleza.
Las casas de dos plantas, en terrenos inclinados y orientados hacia el sur, depa-ran
soluciones que para sus ocupantes, además de útiles resultan funcionales y
confortables: la planta baja, insertada en el terreno, es segura y fresca; la alta,
sobresaliente del mismo, cuenta con dos fachadas, una mirando al norte que se
mantiene ciega o, a lo sumo, con algunos postigos para protegerla del aire y del
agua, y otra, orientada al sur, en la que se abren los huecos, que quedan protegidos
del viento, bien asoleados y fuera de la curiosidad ajena. Las plantas bajas, las
lonjas, se suelen destinar a almacenamiento, en tanto que las altas suelen reservarse
para vivienda. La comunicación entre ambas se resuelve, habitualmente, con una
escalera exterior, que puede ser de madera, de piedra o mixta y con uno o dos
tramos, según la disposición y emplazamiento de la casa. Excepcionalmente, en
las casas con dos habitaciones en la planta alta, una se destina a dormitorio de
los padres y otra a sala, para recibir y como dormitorio para las hijas, en tanto
que los varones, cuando los había, iban a dormir a las lonjas, a las que se accedía
desde la sala por una escalera de madera con escotillón, una tapa de levantar
encajada en el suallado que se cerraba después de utilizar la escalera.
En las casas de arrimo, con acceso por el nivel superior, la escalera es descendente
y termina en un patio abierto o terrero; en las exentas, con el acceso en planta
baja, la escalera es ascendente y suele llegar a un balcón o galería, también con
muchas variantes, abiertas o cerradas, que suelen cumplir la misma función que
el terrero, de estancia al aire libre. En este sentido se puede hablar de que la casa
canaria en general, y la palmera en particular, se construye secuencialmente, a
medida que las necesidades y la economía lo permiten o aconsejan, y de su historia
puede decirse que es la historia de la búsqueda de la intimidad y del confort, una
manera de referirnos a su funcionalidad y, de alguna forma, por las soluciones
conseguidas, a su modernidad.
En la casa de campo más completa, la que se conoce como hacienda, ocupada
temporalmente por propietarios que tienen la casa principal en la ciudad, se llega
a alcanzar ya una complejidad notable, con separación de funciones, apertura de
puerta auxiliar de servicio y aprovechamiento de los espacios abiertos, patios,
balcones o terrazas para alcanzar grados de funcionalidad y de confort más que
aceptables. En este tipo de casas, la planta baja es la que resuelve el acceso, de
caballerías y carruajes incluso, y permite habilitar espacios para el entretenimiento
y el despacho de los propietarios. En la planta alta, ya hay otros para la vida de
relación –salas de recibir o de estar–, de trabajo –cocina, despensa, cuartos de
costura y de plancha–, de descanso –dormitorios– y para la higiene –los primeros
retretes–, aunque el lavado de la ropa se mantiene fuera de la casa. Los balcones
permiten prolongar la vivienda hacia el exterior, disfrutando del paisaje y de las
excelencias del clima, y las galerías altas, rodeando el patio interior, facilitan la
comunicación y el acceso a las distintas dependencias de la casa, y, aunque, al
principio abiertos, muchos, a comienzos del siglo XX, acaban con cerramientos de
cristales que mejoran su aprovechamiento y añaden comodidad a su uso. En este
sentido, puede decirse que las haciendas suelen diferir poco de las casas urbanas
más importantes, si bien éstas, al desarrollarse entre medianerías, no cuentan con
las fachadas laterales para abrir huecos. En las haciendas rurales, las viviendas para
el personal al servicio de los propietarios, así como otras dependencias –bodega,
cuartos de aperos, almacenes y graneros y, por supuesto, de animales domésti-cos–
suelen ocupar cuerpos anejos, próximos pero separados del principal. Puede
decirse, con propiedad, que más que viviendas son conjuntos residenciales que a
menudo incluyen portadas almenadas con escudos nobiliarios, ermitas, oratorios
y jardines privados que definen el estatus social de los dueños.
Casas “sobradadas” con accesos exte-riores.
9
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
Sin el rango de la hacienda, el sitio
hace referencia a un terreno de cultivo
con casa desahogada, ocupado o no
habitualmente por su propietario, pero
que la utiliza para estar al cuidado de
lo que siembra o del ganado que allí se
alimenta, con intención de diversificar la
producción de recursos con que atender
al consumo familiar. Suelen pertenecer
a labradores acomodados y, además
de casa, cuentan con dependencias
anejas, necesarias para la producción,
manipulación y almacenamiento: la-gar,
lonjas, graneros, pajeros y, por
descontado, aljibe.
Resulta sobremanera interesante seguir
el proceso de crecimiento y expansión de
las viviendas campesinas, apoyándose
en los módulos que con cubiertas independientes ya se han descrito. La adap-tación
al terreno, la búsqueda de la mejor orientación, la protección del viento
y de la lluvia –del mal tiempo– y la adecuación a las exigencias de las familias y
a las disponibilidades económicas de cada momento, intervienen en un proceso
que suele prolongarse a lo largo de varias generaciones y que, por el tamaño y la
independencia estructural y formal de los módulos, permiten resolver cualquier
situación de forma lógica y utilitaria, de manera que, al final, el resultado suele
ser de una clara funcionalidad, una de las características de la que se considera
modernidad arquitectónica y que, gracias al clima, la arquitectura popular cana-ria
anticipa con soluciones de sorprendente originalidad y convincente estética.
Resoluciones, a la postre, racionales: “La originalidad de la arquitectura canaria
reside, sobre todo, en sus estructuras funcionales, en su modernismo, antes de que éste
fuera conocido; en una composición totalmente desprovista de elementos inútilmente
decorativos y que no responden a los impulsos directos de las más lógicas y acuciantes
necesidades”, como ha escrito Alberto Sartoris, arquitecto y profesor italiano, al
referirse al futuro de la arquitectura canaria.
Podría entenderse, con Santo Tomás, que la belleza de nuestra arquitectura
vernácula no es otra cosa que “el esplendor de la verdad”, la que se sigue en el
proceso constructivo, económico, familiar y social que guió, en todo momento,
al constructor canario.
Ahora bien, esta arquitectura –toda arquitectura– se hinca en el suelo y cuando
se construye se destruye. El paisaje es
el país y aunque aparenta equilibrio,
algo cambia siempre. En puridad, el
paisaje es un desequilibrio permanente
y en él confluyen distintas fuerzas
que continuamente se contrarrestan
y el paisano –el hombre del país que
hace el paisaje– es uno más de los que
pueblan el territorio en el que todos
luchan por la vida. Se nace en un pai-saje
y se vive en una casa que forma
parte de él y cada uno se relaciona con
los demás que habitan otras casas y
comparten el paisaje y, entre todos,
se tejen referencias emocionales que
marcan la vida de cada uno.
Casa en un “sitio” de un labrador
acomodado.
Estructura funcional y juego de volúmenes
Desarrollo lineal y juego de cubiertas.
La “hacienda”, segunda vivienda del
propietario de la finca.
10
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
La arquitectura vernácula participa del entorno y ayuda a conformarlo. La de La
Palma, desde el siglo XV al XVIII, se mantiene fiel a unos patrones, no impuestos
sino elaborados colectivamente y aceptados por todos, que son el final de un
proceso en el que se van optimizando las posibilidades que ofrecen los materiales,
los medios y los métodos para construir y que permiten pasar del mínimo refugio
para sobrevivir al espacio que, además de seguridad, proporciona intimidad y
transmite bienestar.
El campesino palmero, como todo el canario, es consciente de la exigüidad del
territorio en el que tiene y del que tiene que vivir y valora al máximo la importancia
que supone mantener y mejorar el suelo productivo. De ahí que empiece prestando
más atención a la agricultura que a la arquitectura. La naturaleza volcánica del
suelo, así como la topografía accidentada y con fuertes pendientes de casi todas
las Islas, le obliga a abancalar el terreno, apartando las piedras que, de un lado,
le dejan disponible la tierra para el cultivo y, de otro, le sirven para construir los
muros que deben contenerla, evitando que las escorrentías la arrastren al mar y
propiciando los planos que el cultivo exige.
El paredero de las islas, impelido por esta exigencia, se convierte en un maestro en
el oficio de hacer el paisaje agrario, elevándolo hasta cotas y límites inverosímiles,
cuando no absurdos. En este proceso destruye el paisaje natural y construye otro
artificial que, con el tiempo, se llega a percibir tan natural como el primero, con
el que no entra en colisión: los muros que levanta con la piedra del lugar se ciñen
a las curvas de nivel y se acomodan a la inclinación del suelo, implantándose
con naturalidad y sin violencia alguna y transmitiendo la sensación de equilibrio
del proceso lógico y racionalizado que contrarresta el desequilibrio vital de la
naturaleza. Incluso, cuando le sobran y no las necesita para construir paredes,
apila las piedras de forma también lógica, conformando un tronco de pirámide
que retranquea llegado a cierta altura para utilizar el escalón así obtenido como
base para el siguiente y así hasta que agota el material o alcanza una altura ra-zonable.
Estas pirámides han querido ser interpretadas en otras claves buscando
otros fines, cuando no son sino ejemplos, con todo el valor que la palabra en-traña,
del mimo con el que el agricultor trata a la tierra para hacerla productiva
y arrancarle el sustento y, hoy, con el valor añadido por una nueva sensibilidad,
que las entiende como parte del paisaje transformado para la subsistencia. En
su día fueron útiles al usar los escalonamientos como secaderos de frutas, pero,
como evidencia la construcción en algunas de ellas de escaleras para hacerlas
accesibles y la disposición en su coronación de algún abrigo contra los vientos, el
campesino también las entendió como un refugio para contemplar, con satisfac-ción,
el fruto de un trabajo titánico para conseguir una cosecha. Son, sin duda,
monumentos al denodado esfuerzo de las generaciones que nos han precedido
para legarnos un suelo apto para el cultivo y la subsistencia y, como tales, deben
valorarse y conservarse.
A la hora de la arquitectura, el agricultor
procede con la misma lógica: elige el
suelo residual, el morro o topo nada o
poco productivo, un lugar prominente
–también asomada o asomadita– desde
el que vigilar las cosechas y, en lo
posible, abrigado por la pendiente del
terreno circundante. Para cimentar la
casa, procede al abancalamiento del suelo, al que dedica la misma atención con
la que prepara la huerta o cantero e inicia un proceso que suele quedar abierto,
para continuarlo cuando las exigencias familiares o las posibilidades económicas
lo faciliten. En la arquitectura popular se comprueba que las soluciones cons-tructivas
siguen un proceso de evolución muy lento y que se prolonga durante
generaciones.
El “paredero” es un maestro del oficio. La
pirámide un monumento al campesino.
11
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
Este tempo largo minimiza los efectos perturbadores que la intrusión de la nueva
obra siempre conlleva, que van siendo asimilados paulatina y progresivamente y
propician el establecimiento de una relación afectiva del hombre con el paisaje
que él mismo modifica al tiempo que asume. Todo este proceso ha sido puesto
patas arriba en los últimos tiempos al construir aceleradamente y romper la
escala habitual con el tamaño y la magnitud de las actuaciones urbanizadoras y
constructivas, lo que se traduce en la indiferencia y el desarraigo que se aprecia en
las últimas generaciones, incapaces de asimilar cambios tan radicales, incluso con
métodos constructivos distantes y distintos, soluciones anticlimáticas y propuestas
que ignoran la morfología del lugar.
La fábrica tradicional se lleva a cabo con los materiales del lugar. No hay excava-doras
que alteren sustancialmente el suelo, ni grúas que con tecnologías avanzadas
permitan proyectar estructuras que disparan las alturas. La casa rural crece como
crecen los árboles, los animales domésticos, las propias personas y aunque con
ciclos más largos, como todos ellos, parece que también muere. En cualquier caso,
es parte del ecosistema cuyo desequilibrio interno y vital contribuye a traducir en
un paisaje equilibrado que resulta gratificante y tranquilizador.
La pasión por el paisaje no es una pasión inútil. Nace en el momento en que el
pastor busca en las masas verdes alimentos para él y para su ganado y se acrecienta
cuando se hace sedentario e inventa el paisaje agrario, para facilitar su lucha por
la subsistencia. En este paisaje y de esta lucha nace la casa rural, íntimamente
entrañada en la tierra en la que hinca
sus raíces y así se explica la relación
afectiva del hombre con el paisaje
verde, ligada al instinto genético de
alimentarse para sobrevivir y que hoy
se pone de manifiesto, de manera
ostensible, en la inclinación de muchos
residentes en medios urbanos a dispo-ner
de una segunda casa en el campo,
cosa que muchas veces materializan
construyéndola en emplazamientos
privilegiados, aunque de forma agre-siva.
Al contrario que el campesino, que procede con cautela y consigue una sutil
integración de su casa en el entorno, el urbanita, paradójicamente y en no pocos
casos, construye la suya de manera que distorsiona el paisaje del que se supone
que quiere gozar.
En La Palma, esta manera de hacer y de vivir perdura hasta bien avanzado el siglo
XVIII, en el que empiezan a detectarse en el medio rural influencia de modelos
culturales foráneos importados con la Ilustración a través de la ciudad. Comienzan
a aparecer en el campo casas que se apartan de las tipologías tradicionales, con
frecuencia derribando o destruyendo otras, y que incorporan elementos urbanos
que, de forma gratuita, tratan de aparentar lo que no hay ni es y buscan referencias
que se entienden como más cultas y se perciben como menos discriminatorias.
La más llamativa de estas importaciones es la que trata de ocultar el tejado detrás
de un parapeto de fábrica propio de la arquitectura urbana, donde se explica al
canalizar el agua de lluvia para que no caiga directamente a la calle y sobre los
viandantes. Con este parapeto se eleva la fachada y se cambia la apariencia de la
casa tradicional, ocultando los faldones de las cubiertas que tanto favorecían su
integración en el entorno y tanto contribuían a la definición de un paisaje campesino
en el que la tierra de los tejados se confundía con la del suelo circundante.
También aparece una preocupación por la simetría que se traduce en la superposición
y correspondencia vertical de los huecos, repartiéndolos de forma especular en la
El agricultor elige el “morro” o “topo”
improductivo para su vivienda.
El “forro”, antes de poner las tejas, añade
calidad a la cubierta.
Con los materiales del lugar, la casa se
funde en el entorno. Un paisaje sensitivo,
buscando el verde.
En el siglo XVIII, la casa rural copia la
urbana.
12
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
fachada, y surge también la cubierta plana, la azotea, más lógica para el efecto
buscado que esta pretensión formal de ocultar la cubierta inclinada. La nueva
estética afecta también a las ventanas, que siguen manteniendo la proporción
vertical, pero que reducen sus secciones de madera y prácticamente sustituyen
los antepechos de este material por otros de fábrica, que se utilizan para dibujar
formas generalmente geométricas y, a veces, con esgrafiados, que se obtienen
superponiendo capas de distintos colores que se descubren a voluntad para obte-ner
dibujos, casi siempre con predominio de círculos, cuadrados y rombos, y que
también se repiten en las franjas verticales con las que se resaltan las esquinas,
para acentuar la sensación de altura, o se decoran las cornisas, para añadir pres-tancia.
Asimismo aparece la moda de terminar las puertas y ventanas con arcos
o de coronar huecos con esbozos de cornisas, en clara referencia a la arquitectura
que se considera más culta. El acceso a la vivienda, situada en la planta alta, se
resuelve con una escalera exterior, generalmente el costado opuesto a los vien-tos
dominantes y que deja, del otro lado, un lugar para el aljibe, cuya cubierta,
casi siempre ya de fábrica y no de madera, constituye el tendido, utilizado como
secadero de frutas o de ropa y como terraza.
Una nueva devoción por lo urbano y por lo que la ciudad significa, induce a buscar
un nuevo orden alineando las casas al borde de cualquier camino, llegando a
adosarlas, cosa que propicia la formación de alineaciones y la creación de núcleos,
con lo que la relación de la casa con el entorno empieza a ser distinta. Este tipo
de viviendas, con referencias urbanas, se prodiga y llega a ser característico en los
bordes de las carreteras. Al principio del siglo XX, el tinglado o alpende pierde su
aspecto primitivo, como prolongación de uno de los faldones de la cubierta, y se
convierte en una logia, con reminiscencias renacentistas y neoclásicas. Antes, en
el siglo XIX, hay una clara incorporación de otros elementos foráneos, como las
cúpulas insertadas en los tejados para cubrir miradores o adosadas a la fachada
principal para formar estancias, claramente diferenciados del resto de la edifi-cación,
que sigue obedeciendo a pautas más tradicionales y, con el gusto de la
época, se incorporan pinturas decorativas o alegóricas a las paredes de algunas
de las estancias interiores más representativas. También empieza a utilizarse la
teja plana, que llega de Francia y que, aunque resulta menos vulnerable al viento,
a veces se mina o filtra el agua, pero las cubiertas siguen manteniendo la misma
estructura tradicional y, por su menor peso, suelen prodigarse en los sitios peor
comunicados y con más dificultades para el transporte. Con todo, aún no se
produce la ruptura llamativa que va a producirse en épocas posteriores, cuando
después del largo período de las guerras y posguerras, en el que se paraliza toda
actividad constructora, se pierden los oficios y se introducen, con materiales y
técnicas nuevos, otros modos de hacer que ni abandonan del todo la tradición ni
incorporan, con rigor y calidad, las aportaciones de la modernidad.
Llegados a este punto, podemos estar todos de acuerdo en que la arquitectura
es paisaje y, a la vez, historia, y que al valor intrínseco del patrimonio asignable
a cada uno de los propietarios de edificios debe añadirse el que, como acervo
colectivo, confiere al conjunto un valor superior al que, como suma, correspondería
a la simple agregación de los sumandos.
Si juzgamos por lo que hoy ocurre en La Palma, La Gomera y El Hierro, menos
acosadas por una sobrepoblación permanente o temporal, este patrimonio co-mún
acusa los efectos de muchas causas: la falta de medios y de conocimientos
de los propietarios para intervenir en él de forma que puedan asumir y sea
conveniente para todos; la falta de información que los ciudadanos tienen de lo
que significa este acervo común; la nula o mínima promoción de sus valores; y la
falta de órganos de la administración que además de velar por su mantenimiento
asesoren a los usuarios para que actúen en él de manera correcta, facilitándoles
los incentivos que la fomenten.
“Alpendes”, tradicional uno, culto otro.
La teja “francesa” supone una innovación
que resulta rentable.
En las chimeneas, funcionales, el “artista”
derrocha imaginación.
En el siglo XVIII, la casa rural copia la
urbana.
13
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
Pero otra cuestión, distinta de la conservación del patrimonio común, es la de cómo
se debe actuar hoy en un territorio, sobre todo cuando es exiguo y escaso como
es el nuestro y que, acaso, puede entenderse como un tubo de ensayo –la isla, en
su limitación y aislamiento lo es– para ensayar y extrapolar conclusiones.
Apreciar la arquitectura vernácula o tradicional no significa copiarla o, peor aún,
imitarla, para resolver, hoy, problemas distintos a los que justificaron aquélla.
Como apuntaba ya en 1953 el ya citado Sartoris, lo que puede ser procedente es
“dejarse impregnar poco a poco por su alma”. Para este mismo autor, arquitecto y
crítico, “es indudable que el espíritu constructivo canario ha obtenido de las constantes
universales de la arquitectura mediterránea su sustancia, sus valores intrínsecos, sus
acentos brillantes, sus detalles singulares, sus superestructuras”.
Las formas arquitectónicas del pasado que más admiramos y que encontramos
más entroncadas con el paisaje se resolvieron para satisfacer una existencia que,
en gran medida, transcurre al aire libre y con materiales, colores y texturas del
país –piedra, cal, madera de tea–. Hoy no es posible continuar con este sistema
constructivo, pero sí es posible y deseable no perder de vista “la oportunidad” de
esta arquitectura que radica –otra vez en palabras de Sartoris– “en sus estructuras
funcionales, en su modernismo antes de que éste fuera conocido, en una composición
casi totalmente desprovista de elementos inútilmente decorativos y que no responden
a los impulsos directos de las más lógicas y acuciantes necesidades”.
Una vez más, una apelación a la lógica y a la racionalidad: lo que es lógico es
estético, viene a decir el profesor italiano, un lenguaje menos retórico que el de
Santo Tomás de Aquino, de varios siglos antes: “La Belleza es el esplendor de la
Verdad”.
Los problemas, en Canarias –y sin duda de forma más acuciante que en otros
territorios– estriban, en mi opinión, en que no hemos sido capaces –los arquitec-tos,
los promotores, los políticos y la sociedad, en gran parte de “aluviones” de
últimas horas– de beber en los principios –mi profesor, Fernando Chueca, hablaba,
con gran acierto de invariantes, lo que permanece inmutable cuando otras cosas
cambian– de la arquitectura canaria del pasado y hemos sucumbido a los efectos
negativos de la globalización. En lugar de ir de lo particular a lo universal –como
han hecho, por ejemplo, en Méjico, arquitectos como Barragán y Legorreta–,
hemos querido ir –o venir– de lo general a lo particular y en lugar de buscar en
las fuentes de una arquitectura canaria tradicional, que fue moderna antes de
que lo fuera en otras latitudes –quiero referirme a su lógica racional con austera
economía de medios–, muchas veces hemos imitado sin más la arquitectura nórdi-ca;
hemos preferido cristaleras y muros cortina a haces exteriores de las fachadas
que a emplazarlas en huecos bien protegidos de sobrecalentamientos indeseables;
antes que por las ventilaciones cruzadas entre huecos al norte y al sur, apostamos
por el aire acondicionado; antes que fachadas planas y de líneas sencillas, hemos
preferido otras con entrantes y salientes barroquizantes; antes hemos optado
por volúmenes compactos y a veces excesivos que por una fragmentación rica y
armoniosa, “plásticamente estudiados para responder a la potencia del sol y a la
pureza refulgente de la luz”, esto último en palabras de Sartoris.
En particular, en mi andadura he echado de menos unas cartas bioclimáticas de
inmediata y fácil aplicación para determinar el tratamiento más adecuado para
una fachada, según su orientación, o para resolver, de la forma más convenien-te,
la compenetración del interior de nuestras casas con el exterior, otro de los
invariantes de nuestra arquitectura castiza –de casta, como apuntaba Chueca–,
permitida, como en pocas partes, por la benignidad del clima. Y, al margen de
lo estrictamente arquitectónico, hay otros factores que inciden en la adaptación
de la arquitectura al paisaje –el país– y que debería ser motivo de otro –o de
Casas rurales actuales en las que una en-tiende
la tradición y la otra la desconoce.
Arquitectura mexicana actual, de autor,
“moderna y tradicional”.
14
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
otros– seminarios: ¿se puede seguir consumiendo territorio para urbanizar y
edificar?; ¿es mejor un uso extensivo del territorio que otro intensivo?; ¿se pueden
seguir prodigando infraestructuras para atender a necesidades creadas por una
irracional utilización del territorio?; ¿es conveniente una proliferación normativa
que propicie intervenciones discrecionales, cuando no arbitrarias, para regular
la utilización del suelo?; ¿se puede seguir hablando de desarrollo sostenible sin
un pacto social, aceptado por todos, que defina, previamente, la significación
del sustantivo desarrollo y del adjetivo sostenible? Y todavía me dejo en el tintero
muchos más interrogantes.
Si volvemos a la Arquitectura, propongo convenir con el ya varias veces mentado
Alberto Sartoris, en que no se puede hablar de estilo canario para aminorar o
disfrazar los problemas. Este estilo no existe. Existe una manera o modo de hacer
canarios, basados en la experimentación y en la sabia aplicación de medios y
recursos, cosa que siempre ha sabido hacer el pueblo. Con Sartoris hay que decir
que “no hay ley alguna, por perfecta que sea, que sirva para crear un estilo” y
lo que me parece más evidente es que toda la lógica que se desprende de la ar-quitectura
vernácula desaparece cuando con materiales y sistemas estructurales
distintos se pretende revivir el pasado. Lo que resulta de este planteamiento es
una imitación –a lo sumo, facsímil– de algo que tuvo razón de ser y ha dejado de
tenerla y que como ley general las imitaciones son malas y no son tradición. “Lo
que no es tradición, es plagio”, decía con rotundidad Eugenio D´Ors.
No tiene sentido el seguir haciendo casitas canarias con bloques prefabricados de
hormigón, forjados con viguetas y bovedillas de cuarenta centímetros de espesor
para terminarlas con tejas de importación o, aún peor, resolver una cubierta plana
con un antepecho inclinado rodeando la casa con estas mismas tejas que a lo que
más se parecen es a la orla de una esquela mortuoria.
Con todo, una nueva nor-mativa
distinta y distante
de la actual, profusa, di-fusa
y confusa y que con-tinuamente
y sin motivos
justificados se enmienda y
continuamos prodigando,
sí puede ayudarnos a la
buena construcción y a una buena arquitectura, que, hay que decirlo, son cosas
distintas y que siendo deseable no siempre se dan juntas. Puede tratarse de una
buena arquitectura y de una mala construcción y, a la inversa, una buena cons-trucción
no ser arquitectura. El reto es que, aun así, seamos capaces de crear e
implantar en el territorio, más que leyes, una conciencia –que tiene que empezar
con la educación a niveles primarios– de que hemos de actuar de manera que
merezca la atención y el reconocimiento de las generaciones que nos sucedan.
En nuestro fragmentado Archipiélago hemos permitido una dispersión de acti-vidades
que necesitan desarrollarse en edificaciones más allá de lo razonable.
Hemos anatematizado la edificación en altura y beatificado las construcciones de
una y dos plantas por todo el territorio, urbanizado o no. En lugar de controlar e
impulsar debidamente las urbanizaciones previamente planificadas, se han tolerado
construcciones en cualquier lugar, en medio de un predio particular o al borde de
cualquier camino, sin exigir siquiera que estas construcciones sean exentas, con
fachadas en todos los costados, dejando las que en una calle llamamos medianerías
al descubierto. Y si esto, en cualquier geografía es un atentado al paisaje, en el
territorio nuestro, limitado y exiguo, es un asesinato. Y, para intentar contrarrestar
tamaños disparates, se ha querido mitificar un estilo canario sin profundizar en
la razón de ser de lo que así se quiere definir.
Casa propia del autor.
15
CATHARUM Revista de Ciencias y Humanidades del Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias
Desde siempre, la Arquitectura se ha hecho de dentro hacia fuera y para ser
utilitaria. Lo que a lo largo del tiempo hemos ido consignando como patrimonio
responde, más que a patrones preestablecidos, a buscar, como desde el siglo I
decía Vitruvio, seguridad, salubridad y belleza. La actual tendencia a lo que puede
percibirse como un conservacionismo a ultranza –de todo lo viejo, bueno, regular
o malo– podría explicarse ante la constatación de una desmedida ocupación de
suelo y de que lo que se construye no obedece a los principios vitruvianos. No
abogo, ni mucho menos, por suprimir el control y la defensa del patrimonio, sino,
como dice Oriol Bohigas, se trata de separarlos “de los escuetos datos históricos
y arqueológicos e incorporarlos en todo el proceso urbanístico”. Y no olvidemos,
como él mismo apunta, que “la arquitectura que marca la historia del arte es la
que introduce cambios revolucionarios, investigaciones profundas”.
Tampoco se trata de ser revolucionarios ni de hacer, por hacer, Arte. Ni está jus-tificado
ni está al alcance de cualquiera. Puede que así piensen los considerados
–o autoconsiderados– arquitectos del star system, los arquitectos estrella, que,
con sobrados ejemplos, se apartan del requisito previo de la utilidad y acaban
haciendo macroesculturas a mayor gloria del faraón de turno, en las que priva la
forma sobre la función, lo externo sobre lo interno, la representación sobre el
servicio, algo en lo que no cae, ni de lejos, la arquitectura que tradicionalmente
se ha venido haciendo en Canarias y de cuya razón de ser, como base de una
valoración objetiva, hemos venido aquí a intentar decir algo y con ánimo de
participar en un debate, siempre abierto y, ahora mismo, en mi modesta opinión,
más que necesario.