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EL DIALECTO CANARIO
DE LA LUISIANA
l establecimiento de los españoles
en Luisiana determinó la venida de
familias canarias a las que el Rey
ofreció casa, algo semejante a lo que
había hecho al establecer las <<nue-vas
poblaciones» de Sierra Morena. Allí fueron
los siguientes barcos: Santísimo Sacramento, San
Ignacio de Ú!)ola, La Vidoria, San Juan Nepomuceno,
La Santa FaZJ Sagrado Corazón de Jesús, la fragata
Margan'tay el Santísima Trinidad. Sabemos puntualmente,
barco por barco, la gente que llegó.
Leyendo libros de Historia se pueden seguir
los avatares de estas gentes hasta finales de la
segunda guerra mundial. Los canarios se asentaron
en la Tierra de Bueyes, cerca de Nueva
Orleans, en posesiones que Pierre de Marigny
de Mandeville ofreció al Gobernador Gálvez.
Cuando se estableció la enseñanza pública
en Luisiana (1830) el francés era aprendido y
los nombres de los isleños, afrancesados. Esta
información científica es de dominio común.
Un informante me decía que "los curas eran
, franceses y al bautizar cambiaban los nombres
porque no entendían. Siempre ponían curas de
nación distinta". En una frustrada encuesta en
Belle Rose me atendió el último superviviente
Manuel Alvar Llpez
isleño. Su español no es que fuera vestigial, es
que no existía. Me dijo su nombre: Manuel
Cavalier, debía ser Caballé o Caballero, fruto
de incomprensión lingüística. Esta situación de
aislamiento hizo posible la incomunicación del
grupo en su propia lengua, abandonada a unos
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usos estrictament~ ~rales, y la penetración del
francés, que fue muy importante, en tanto quedaba
en un segundo plano el inglés.
Con el tiempo, los canarios se convirtieron
en un 'JOrgotten people". La población de Luisiana
aumentó con rapidez, llegaron los criollos de
Santo Domingo, Haití ... , y se extendió el inglés.
Los descendientes de españoles iban quedando
como una rareza de la que no pudieron
zafarse; cuando William Henry Sparks hace una
descripción de los canarios (1870) sus observaciones
son de lo más tópico, como si nuestros
isleños fueran el espécimen de lo español
(¿Cuál es el tipo español?). Recuerdo el viaje de
Dumas a España, y en Irún encontró todo lo
que esperaba tropezarse en Sevilla: poco puede
la realidad ante los tópicos. Y ahí siguen.
Pero lo que importa: por 1850 los canarios
agricultores eran mayoría; menos, los pescadores
y cazadores. Vino la guerra de Secesión
cfnstiluto det~rudi-Os r}(fspániC-OS de'(,~narias 9
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l'ATIHRDI
(1861) y las cosas empeoraron: ocupación de
Luisiana (1861-1877) y deterioro de la situación
de los blancos, que sirvieron en la guerra
del 98, acaso sin adivinar que un día, en la Isla
de Delacroix, me diría uno de ellos, en un vibrante
español, el viejo Chelito con 96 años a
cuestas: ''Y o soy americano, pero mi sangre es
española. Nunca hubiera disparado en una guerra
contra España. Hubiera clavado en el suelo
la boca del fusil". Los isleños sirvieron a Estados
Unidos en las guerras del 14 y del 39: era
lo justo; ocuparon puestos de responsabilidad.
Nos interesan las noticias si afectan a la lengua.
C. Din señala la decadencia de las comunidades
isleñas: gentes que seguían pescando y cazando,
pero que se han diluido en los grupos
que los rodean. Mis informantes dicen que las
cosas cambiaron antes; me hablan de los terribles
huracanes de 1904 y 1915, que les destruyeron
sus poblados, y los dispersaron. Tengo
en mis notas nombres cuya historia es de una
tristeza infinita: Pepita Melerín, Pedro Menés,
María Molero ... Las gentes huían del temporal;
la madre llevaba emburrujada en una manta a
su niñita, todo era fango, la mujer, la manta.
Cuando quedó a salvo, abrió la frazada, y estaba
vacía. La niña quedó en el barrizal. El hombre
que horrorizado subió a un árbol con su
perro; creían estar seguros, cuando del barro
salieron dos horribles cabezas; culebras asustadas
que habían buscado la misma salvación.
La casa arrancada de cuajo sin dejar la huella
de su asiento; sólo al llegar la primavera, las
flores ordenadas en un recuadro dejaban saber
dónde hubo un jardincito. Gentes de mis islas.
Pero los canarios tuvieron que dispersarse y en
la dispersión la lengua quedó dañada. Dejaron
de ser 'un grupo cerrado y hubo matrimonios
con gentes que ya no sabían español.
Un día de la primavera de 1991 recalé en
Poyras: íbamos a trabajar mi mujer y yo. Nos
acompañaba mi amigo, espejo de lealtades,
Arnulfo Ramírez. Alli se nos unió -Dios se lo
pague- Samuel Armistead. Fueron las presencias
que necesitaba la buena fortuna de mi tra-bajo.
Armistead, mi muy querido Sam, nos llevó
a su amigo Irvan Pérez. La hospitalidad
abrió, de par en par, sus puertas. Y yo empecé
con las preguntas. Los filólogos de otros campos
no podían creer en el implacable rigor del
dialectólogo: palabras y palabras, miles de palabras.
Un día y otro y otro. Irvan Pérez nos
daba, generosísima, hospitalidad y su esposa
-italiana- nos preparaba comidas canarias. Yo
apuntaba y mi mujer grababa. Sabíamos que
estábamos al final del prodigio; morirán estos
hombres y sus hijos no hablarán español, ni
criollo, ni vestigial. La muerte con un tajo firme.
Aquel hombre y su amigo Alfred, y las mujeres,
a las que llamaron, hablaban un español
como el mío. Sin fisuras y sin vacilaciones. No
voy a caer en la pedantería de hablar aquí de
dialectos, idiolectos y sociolectos, quédense para
las páginas de algún libro. Hablaban como yo.
Me decían: "beletén" y "guirre" y "fechar". Me
decían. Pero "¿un chile pequeñito y muy picante?"
Irvan y Alfred sonreían. ¿Por qué no
contestan? Verá es que ... ¡A que yo lo sé!: ''Putzta
la madre". Decidí volver al año siguiente, ahora
no con el cuestionario del Atlas de América,
sino con el cuestionario del Atlas de Canarias,
íntegro, sin lagunas. Pero no era todo. ¿Y el
mundo marinero? Volví con el cuestionario del
nuevo Atlas y con el volumen North American
Wildlife. Irvan y Alfred sabían todo. (¿Criollo?
¿ Vestigial?). Y yo traje montones de cuadernos
escritos y montones de cintas grabadas. Pero
era poco: Samuel Armistead me regaló veinticuatro
cintas con mis propias encuestas y otras
suyas.
Todo esto ha ido pasando a las páginas de
un libro. Lo que iba a ser un punto, en el Atlas
de América, se ha convertido en una continua
obsesión, hasta hoy, que en España es primavera
y aquí, en Albany, todavía ayer nevaba.
Desde el ventanal de mi estudio -enorme ventanal-
veo árboles desnudos y cielo plomizo.
Pero la alegría ha entrado a raudales en las palabras
de gentes que quiero mías, y en paisajes
que me ganaron para siempre. Estoy viendo,
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un cuidado y blanquísimo cementerio con nombres
familiares: "El primer regalo que i:os hiz9 ,
el Rey de España".
En éste breve resumen, así como en mi libro
'El dialecto canario de Luisiana '~ me he limitado,
en cuanto he podido, a mi propia.obra, no por
desdén a la ajena, que admiro más que el que
más (de ello doy fe en el sustento bibliográfico
de cada afirmación), sino por coherencia metodológica
y por huir de polémicas. Es fácil leer
afirmaciones categóricas que tienen casi cien
años en nuestros estudios (me refiero a Rousselot
y Gauchat) y se silencian los criterios de
grandes maestros hodiernos (digamos Labov).
Así es fácil buscar cabezas de turco para disparar.
¿Se conocen los nombres que acabo de ci-l'HIHllt\
I
tar? Y es que los críticos, cuántas veces, se encasillan
en su doctrina y no quieren entender la
ajena, ni siquiera cuando la tienen bajo los ojos.
Si es· que no hay otras razones menos confesables.
En cierta ocasión, don Emilio García
Gómez me decía: ''A ti ¿no te gusta discutir?"
Y yo le contesté: ''Bücher bleiben, Rezensionen überfahren
". Lo aprendí de un gran maestro alemán
y no quiero otra cosa que ser fiel a mi propio
quehacer. Habrá, y me parece muy bien, quien
discrepe de lo que yo he hecho en mi libro sobre
Luisiana. Pero olvídese de aspavientos y
haga otro mejor. Quiero decir: con más esfuerzo
en la recogida de materiales, con más geografía
conocida por el trabajo, y con más devoción
al elaborar los materiales.
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