CULPABLE
No le gustaba viajar en tren. Era aburrido,
lento, triste. Sólo le recordaba
despedidas y ausencias, siempre desórdenes
emocionales. El tren era en la memoria
. grávida, un laberinto de distancias y desvelos,
una mala experiencia.
Pero esta vez sería diferente. Se acercaba.
Regresaba descontando las horas, los ki lómetros
y los apeaderos hasta donde le estarían esperando,
Rosario con su angustia de los años perdidos
en la soledad yel abandono, Chela hecha
ya una mujercita anticipada, que no se avenía
con su bata de niña y su peinado de moño;
Iván, con más curiosidad que emoción, por el
padre que no recordaba y que tardíamente
venía a ocupar su lugar.
Todos trataban de imaginarse cómo sería en
lo adelante vivir en familia. Antonio tampoco
tenía idea de su futuro inmediato. Precisaba
sentarse ante ellos y con humildad pero sin olvidos,
contarles la verdadera historia de aquella
pesadilla, y preguntarles si a pesar de todo, merecía
otra oportunidad.
Después de pasar los elevadosl comenzó a
lloviznar. Como aquella tarde en que el mal
tiempo hizo muy dificil el funeral de Pancho
Vasallo. Los enterradores habían bebido toda
una botella de Bacardí, de manera que navegaban
sobre el lodo, renegando del tiempo y
la faena.
El cielo era parejamente gris. Llevaba horas
lloviendo de manera suave y persistente, como
A mis buenos amigos Ildemaro y Natalia,
aprovechando la magia del e-mail, les dedico
esta historia corta, todavía sin publicar.
La Habana, 22 de febrero del 2000.
un triste llanto de las nubes. Sólo la familia
del difunto y dos guardias rurales en servicio
se mantuvieron hasta el último instante sin preocuparse
por la lluvia que los empapaba. Amalía
había llorado mucho, atormentada por considerarse
culpable de aquella tragedia y porque
lamentaba la pérdida de un padre excepcional.
Vicente el agrónomo despidió el duelo, sólo
necesitó cinco minutos para decir que aquel
hombre que cubrían con tierra mojada siempre
había sido, sobre todas las cosas, generoso
y buen amigo.
A esas horas ya el matador había confesado.
Fue un caso fácil para la justicia, una declaración
completa y apresurada, absoluta. Antonio
resultó muy dócil aceptando la culpa, en
ocasiones daba la impresión de que no quería
defenderse.
No hizo falta extenderse en pesquisas o interrogatorios.
El arma nunca apareció y nadie
se propuso buscarla. Sólo Antonio la mencionó
de pasada en su testimonio, dijo que el
revólver lo había tirado al río. Nunca nadie se
tomó el trabajo de informarse de que Vasallo
había muerto por la bala de una vieja Parabelum.
La confesión dejaba sin efecto cualquier
preocupación por las pruebas.
El móvil se explicaba por el testimonio de
los testigos presenciales, que resultaron concardan
tes y tediosos. Tan iguales entre sí que
uno solo de ellos habría bastado para llenar
los requisitos de la investigación.
A T - N E O 55
El juicio no demoró en celebrarse y como era
tan reciente la ofensa, y tan bien considerada
la víctima, la condena de veinte años no mortificó
a nadie más allá de Rosario y sus hijos.
De pie, Antonio se enteró sin sorprenderse,
de que los próximos veinte años los pasaría tras
las rejas, lejos de su fiunilia y de su pueblo. Mirándose
la punta de los pies, mordiéndose los
labios, registró en su conciencia la noticia de
que ahora tendría que pasar muchas páginas en
blanco de su biografia y conocería cara a cara
esa muerte en vida que se llama soledad. También
sacó algunas cuentas, cuando dejara de llamarse
RN' 33455, el día de su regreso, tendría
53 años, el pelo blanco y estaría lleno de achaques,
pero en todo se equivocó.
Después de oír la condena, le concedieron
unos minutos para la despedida, en la puerta
de su casa, mientras los perros ladraban tristes,
como si supieran de las intenciones de aquellos
extraños. Ya de salida, Antonio sólo dijo
una palabra:
-Espérame.
-Te esperaremos -le respondió la mujer. Y lo
abrazó. No pudo darle ánimo porque no lo tenía
ni siquiera para ella. Los niños dormían a pesar
del último beso. Ellos no estaban advertidos
de lo largo que sería el adiós.
De pie en el andén, Antonio echó un zozobrante
y largo vistazo al pueblo, como si quisiera
llevarse el paisaje en algún rincón de su
conciencia.
Aquel día el tren también salió en su hora.
La gente murmuró al paso del prisionero. Iba
cabizbajo, con las manos esposadas, arrastrando
las suelas de los zapatos. Uno de los soldados
lo ayudó a subir al vagón. El otro le brindó
un cigarro. Después su rostro se mantuvo
pegado a la ventanilla hasta perderse en la
lejanía.
Tantos años después apenas había cambiado
el paisaje, por eso tal vez era que el regreso le
parecía tan demorado. Los soldados que le
escoltaban iban tranquilos, sin poner mucho
empeño en la vigilia.
Ya casi llegaban. Antonio cerró los ojos y recordó
la mañana en que llegó allí, diez años atrás,
en julio, mientras las colmenas vibraban en los
trasiegas de la miel ámbar y los tomeguines del
pinar y de la tierra, cansados ya de procrear, se
juntaban para emigrar en andanadas.
Ella se paseaba entre el abejeo y las flores.
Aparecía y desaparecía sonriendo con humil-
56 A T - N E O
dad. Su lugar estaba escondido entre curujeyes,
juvas y marañones y una parra cimarrona techaba
los gua icajes y alimentaba a las abejas. Elle
dijo un halago fortuito, la muchacha sonrió y
fue en ese instante que Antonio tuvo la certeza
de que se quedaría a vivir allí por muchos
años, quizás por el resto de su vida. Se casaron.
Algunas veces fueron felices, otras no.
"Me habría gustado empezar de nuevo, - le
escribió un día desde su celda- y entonces no
habría desperdiciado un solo minuto a tu lado;
nadie sabe lo que tiene si no lo pierde".
Era algo que había descubierto cuando menos
lo esperaba. Cuando ya no podía sacar provecho
de esa reflexión y se lo llevaba el tren sin
que hubiera sacado boleto de regreso.
Rosario no tuvo fuerzas para ir a la estación,
pero estuvo pendiente de la hora de salida y
del silbato de la locomotora. Esa misma noche
recibió una visita inesperada. Lorenzo Puente
venía muy dispuesto a prestar su ayuda. Ella lo
recibió con desconfianza, creyéndolo un pescador
en río revuelto. En una escala de simpatías
del uno al diez, eUa lo habría considerado
menos de cinco.
Lorenzo nunca había sido tan amigo de Antonio,
ni siquiera le había querido dar empleo en
su finca. Era fácil darse cuenta de que la relación
entre ellos estaba regida por las circunstancias
y las coincidencias, pero nunca por una
amistad verdadera y profunda. Era que la vida
los había llevado por el mismo camino de guateques,
bares e infidelidades. En todo caso habían
sido más cómplices que amigos. Lo último
que sabía ella de esa conexión superficial,
había sido un escándalo público.
Rosario se avergonzaba por lo que andaba
diciendo la gente. El quiso salvar su matrimonio,
se humilló pidiéndole perdón, y ella volvió
a disculparlo. Dijo que por los niños, que
ninguna culpa tenían. Estaban decididos a
luchar porque se mantuviese unida la familia a
cualquier precio. Pero esta vez nada pudieron
hacer. Lo de la hija de Pancho Vasallo no aparecía
en las confesiones de Antonio y él siguió
negándolo, pero la muerte del viejo lo desmentía.
Por todo eso ella 10 recibió con reticencia.
-Qo¡e no se diga, Rosario, que por un pleito
de borrachera me iba a olvidar de un buen amigo
a la hora mala. !Déjese ayudar!
Rosario pidió un plazo, consultó a su marido
mediante una carta escrita con rasgos
naufragantes de ansiedad. La respuesta demo-
. LITERATURA '
ró dos largos meses en los que ella no admitió
ninguna ayuda. Al fin la respuesta de Antonio
llegó trayendo el consentimiento de que aceptara
sin miramientos ni menosprecios. lo que
Lorenzo le diera; que lo tomara convencida de
que era merecedora y guardando las distancias
en lo demás.
"Te debo una explicación", decía y no se ría
la última vez que la dejara intrigada con esas
verdades a mitad de camino.
"Me debes dos" le respondió ella, haciendo
alusión a Amalia.
Lorenzo se hizo cargo de las deudas, las compras
imprescindibles y otros detalles como la
escuela de los muchachos, la salud, el mantenimiento
de la vivienda y algunos contratiempos
que se presentaban sin aviso.
En ningún mo mento Lorenzo trató de aprovecharse
de su condición de bienhechor, no
imentó sacar ventaja del desamparo de la muchacha,
ni siquiera en las circunstancias más propicias.
Aún así no faltaron los comentarios torcidos
en la vecindad, los chismes, las apuestas
y la vigilia tras los postigos, el afán por descubrir
qué mágica razón inspiraba la bondad del
vaquero.
Hasta los más distraídos se extrañaban de que
aquél rijoso y engreído vecino estuviese haciéndole
tan consagrado culto a la amistad. Nadie
le conocía a Lorenzo ese costado tan sentimental.
Aquello dio mucho que hablar. Rosa rio se
enteraba de todas las intrigas y habladurias, suma
con paciencia todas las asechanzas. Ella trat aba
de preservar a los niños de la urdimbre de
los chismes, aunque a veces tocaban a su propia
puerta para traerle a casa la patraña. Y otras
los propios niños se encargaban de hacer preguntas
difíciles de responder.
En un par de ocasio nes Rosario recibió anónimos
muy hi rientes, cuyo contenido era ofensivo
igualmente para Antonio y para ella. Con
una letra grande y dispareja, en el primero de
los mensajes, le aseguraban que su marido
había matado por o tra mujer, y que ella hacía
bien con Pilgarl. <Qn l. mi,m. moncdd. El e~un·
do papel era una amenaza, de alguien que est aba
esperando que Antonio regresara para administrarle
su just icia personal, ya que la de los
jueces era demasiada benigna y no cobraba la
cuenta ojo por ojo. A pesar de la gravedad del
asunto, los dos papeles ardieron en el fogón
de Rosario sin que ella denunciara el acoso. Todo
se redujo a alertar al marido cautivo en una de
sus cartas, pero él le respondió que aquello no
era más que parte de las provocaciones que sufrían,
quizás organizadas por los parientes del
viejo Vasallo.
Más de una noche de insomnio ded icó Rosario
al intento de descubrir otro camino que la
lib rara de aquella pesadi lla, estaba dispuesta a
cualquier sacrificio po r sus hijos, pero no sa bía
encontrar otra solución que aquella que le
apo rtaba tan mala fama. Terminó rindiéndose
a su destino, confiada en su probidad y en el
consentimiento que le había dado su marido.
Desde la cárcel Antonio estaba al tanto de
casi todo, con el tiempo logró un asombroso
canal de comunicación es table y rápido en el
que intervenían, en admirable cadena solid aria,
un pescador de langostas de Bataban ó, un
chofer de alquiler y el fogonero de un treo. Hacía
cartas largas queriendo abarcar la rea lidad inalcanzable,
intentando disponer y decid ir a di stancia,
empeñado en vencer las consecuencias
de su alejamiento. Aunque él también cargaba
con su pena, y frecuentaba el límite de su res istencia,
le inculcaba a Rosa rio que esperara, que
confiara, y que siguiera tomando como suyo
aquello que Lo renzo le entregaba, haciéndose
a la idea de que no lo hacía en el plano de la
limosna ni por un favo r, sino po r algo más all egado
al deber. cumpliendo un compromiso
inexcusable, cuya natu raleza debía ocultar hasta
que un día, librado de esa obligación pudiera
contarle en detalle todo aquello que había
callado hasta entonces. Antonio también gastaba
muchas palabras compart iendo con ella,
a di stancia, sus reflexiones, y haciéndole nuevas
promesas de lea ltad y amor eternos. Eso la
hacía llorar.
Religiosamente Lorenzo cu mplió la promesa
que había hecho al prisionero. Nunca faltó
a su palabra, ni dejó sin responder ninguna de
las peticiones de Rosario. Así fue cada día,
cada mes, cada año, hasta la mañana en que se
despertó con la convicción de que se le acababa
la vida.
¡;'rn una vieja dolencia, a veces olvidada, que
de pronto le puso una trampa y lo castigó con
saña. Era invierno yeso apresuraba el trabajo
preciso de la muerte. Y llegó el momento en
que él supo que ya no habría alivio posib le. ni
médico ni medicina, ni embrujo, ni casualidad
que lo salva ra.
Después de toda una noche navegando en
febril reflexión, hizo qu e su mujer llamara a
A T - N E O 57
un cura, viejo amigo de la familia, que 10 había
casado y bautizado a sus hijos, sacerdote franciscano
que vino pronto en auxilio de su alma,
ya que su cuerpo no tenía remedio.
-Padre, -le dijo- siento que me muero y no
quiero irme sin confesar mis pecados.
El cura lo oyó oon gran paciencia. Al prin.
cipio todo era vulgarmente cotidiano, pecados
menores, simples pompas del Diablo, pero después
pasó a faltas mayores, mencionó la soberbia,
la ira, la lujuria, y después dijo lo peor:
-Yo tengo una deuda grande con Dios, y con
los hombres, padre, cometí un grave error y casi
no tengo tiempo para repararlo.
La cercanía de la muerte le espantaba, pero
mucho más enfrentaría grávido de culpa. Casi
no tenía fuerzas para acusarse. La mujer del enfermo
colocó un mantel blanco sobre la mesa, y ~
encima dispuso el padre los elementos de la extre- '
maunción: el crucifijo, los cirios, el platillo
con pan y algodón, el agua bendita. La con· .
versación con el sacerdote no le bastó. Necesitaba
que lo oyera alguien más que Dios.
-Hijo mío, te asiste la razón, pero no está en
rni rnano ayudarte. Ni siquiera tu rnujer está
en el derecho de saber lo que me contaste.
El cura le explicó el significado secreto de su
confesión, intimo, inviolable, aún ante las leyes
terrenales. La muerte llegó antes de que terminasen
las preces del agonizante. Fue a partir de
entonces que el secreto bien guardado de Lore.ozo.
se quedó para siempre con el francisc~o.
Si la justicia humana hubiese sido tan benévola
como la de Dios, él se habría confesado mucho
antes frente a la ley de los hombres. o/c,
Vicente el agrónomo despidió el duelo. Como "
no conocía muy bien al finado, tuvo que hacer
preguntas sobre su persona y fue muy cuidadoso
con los adjetivos. De lo que le dijeron ',',
sacó esta reflexión:
"Si la muerte suele ser también un castigo de
Dios, únicamente Lorenzo sabrá cuál de sus pecados
despertó su ira ciega; yo sólo quiero despedirlo
reconociendo al menos una de sus virtudes:
el silencio."
Rosario se sintió por segunda vez desamparada.
Le escúbió a Antonio contándole la rnala
muerte de Lorenzo, y pidiéndole que le recomendara
qué hacer ante semejante encrucijada.
Por primera vez Antonio dio varias leídas a
una carta de su mujer. La noticia de la muerte
de Lorenzo le parecía increíble, pero allí estaba
todo claro, con detalles del funeral y sin espacio
1;..,' -v'lY '"""-....
para las dudas. No durmió esa noche y a la mañ a·
na siguiente pidió una entrevista con el reedu·
cador'. Lo mencionó por su apellido, ya se
conocían, el teniente Ramos había estudiado
su expediente, y como resultado de varias con·
versaciones y del examen de los papeles, exis·
tía una solicitud de rebaja de pena para el reclu·
so 33455. Estaba respaldada por el comportamiento
durante más de diez años, y el lado débi l
de la reclamación era que Ramos nunca había
podido descodificar los silencios del prisione·
ro. Su biografía era demasiado sospechosa. Al
cometer el asesinato tenía limpios antecedentes
y una reputación de gente pacífica, lo que
ratificaba su comportamiento en prisión. Cuan·
do en enero de 1958 se desmoronó el régimen
de Fulgencio Batista, Antonio lo supo gracias
a un grupo de presos que vino a anunciarle la
liberación. Uno de ellos traía las llaves de las
celdas, las rejas se abrieron y los pocos custodios
que se habían quedado allí estaban muer-
~ tos de miedo. Era así de sencillo, salir a la calle,
S.. . la libertad. Ya no había Batista, ya no había
&obierno.
Todos salieron a la calle, pero él se sintió atado
~ a algo que estaba mucho más allá de esos suce·
.sos, y se quedó allí tirado en un camastro,
~ junto con un viejo que no huyó porque su cuen·
ta se agotaba y no quería gravarla con nuevos
delitos.
Cuando llegaron los nuevos custodios lo
encontraron allí, mansamente esperando, como
el día en que extendiera sus manos para ser esposado
tras declararse asesino. Entonces Ramos
era soldado raso, y conoció a Antonio cuando
lo tuvo de ayudante en la cocina. Le costaba
trabajo pensar que se tratara de un simple
aseSinO.
Después su conducta en prisión siguió siendo
impecable. Sólo estuvo involucrado en un
hecho violento, y fue tratando de evitar un cri·
men tras las rejas.
Seis meses hacía que el teniente Ramos conversaba
con frecuen,ia ,on el 334551 a quien
llamaba por su nombre. El móvil de su crimen
era el tema recurrente, Ramos no podía hacer
Jj encajar la personalidad de Antonio con lo narrad
en el informe de su causa. Ramos era basl
ta te escéptico ante las reclamaciones de los
~ec usos. Casi nunca reconocían su culpa, eran
pór lo general, víctimas, estaban allí a causa de
f' mal manejo de la justicia, o por una casua·
, j(tl,d, O un error, o por haber callado en virtud \ .
de la hombría. Pero cuando Antonio le aseguraba
que no tenia nada de qué arrepentirse, él lo creía.
Cuando empezó a atender al grupo de los homi·
cidas, el teniente Ramos se dio cuenta enseguida
que Antonio era una excepción. El grupo
era muy diverso. Las personal idades muy variadas.
Los había depravados, agresivos, y también
casuales, circunstanciales, como el que estando
ebrio había regresado a casa y sorprendido a su
mujer con un amante, o el atormentado por un
chantaje, o el que había sido gravemente humi·
liado delante de su novia, O el guajirito que no
soportó ver como desalojaban a sus padres y
quemaban su bohío.
Definitivamente Antonio no encajaba en el
grupo, aunque sabía sobrellevarlo, y ellos le llamaban
"el secretario", porque tenía buena letra
y aceptaba escribirles cartas y reclamaciones. La
historia de Antonio gi raba alrededor de una anécdota
sencill a, un simple problema de f.1ldas,
pero no dejaba de pensar en su mujer y sus hijos.
Entonces, cuando esa mañana le oyó decir que
era inocente, fue como la rat ificación de una
vieja sospecha. Aún así, no era caso de resolver
con dos palabras. ¿O era que Antonio empezaba
a imitar a sus compañeros de celda que
juraban estar tras las rejas injustamente?
Antonio apenas argumentó a su favor, sólo
le dijo al oficial que era inocente y que si se
revisaba su caso aplicando las técnicas crimi·
nalísticas y la deducción podría llegarse fácilmente
a la verdad.
El oficial insistió en oír su versión. Antonio
describió vagamente cómo había ido a aquella
fiesta de los Vasallo, cómo después de una tonta
discusión decidió irse y salió en busca de su caba·
110, y ya estando camino de su casa escuchó el
disparo.
Era una historia demasiado simple como para
ser creída. Sobre todo no había explicación
para su silencio por años. Antonio dijo que al
ser acusado se aturdió y no supo defenderse,
que era muy joven y la justicia de entonces no
qui"o e"cucharlo, que todo fue muy dpido y
se conformó a su desgracia, pero que ahora, con
el tiempo, y estando ya sus hijos en edad de hacer
preguntas, quería hacer algo por abrirle paso a
la verdad.
Sin embargo Ramos intuyó que aquel hombre
mentía, o que al menos estaba diciendo ver·
dades a mitad de camino. Ramos sólo le pro·
metió que procedería según los reglamentos, que
seguramente todo se investigaría. Lo llevaron a
A T - N E O 59
la dirección del penal. Allí también tuvo que
responder preguntas. El mantenía su relato sin
quitar ni poner palabras. Parecía aprendido de
memoria. Le tomaron declaración. Dos semanas
después debían llevarlo al "lugar de los
hechos". Se nombró a un oficial investigador
que hizo las primeras indagaciones. El tiempo
y el olvido se dieron la mano para dificultar
las cosas.
La muerte de Pancho Vasallo yacía bajo un
manto de viejas anécdotas a veces contradictorias.
Los peritos iniciaron su trabajo con lo
poco que tenían, que apenas se reducía al paisaje.
Costó mucho esfuerzo encontrar a un
grupo de "testigos presenciales". También fue
dificil locali zar a la familia, que estaba dispersa
y además no se interesaba por hurgar en el
pasado. Lo principal era que ya nadie le devolvería
la vida a Pancho Vasallo.
Los hijos de la víctima no estuvieron presentes.
Amalia Vasallo vivía con su fam ilia en el extranjero
y Celso Vasallo estaba ilocalizable, se había
ido de casa el mismo día del crimen. La muerte
de su padre le había trastornado. Todos sus
planes se derrumbaron con aquel disparo y ahora
andaba errando sin rum bo ni paradero fijo.
Al juez lo hallaron ya en retiro, criando gallos
de pelea en su finca de las afueras. Se acordaba
bien del expediente. Con una sola frase volvió
a cerrarlo:
-A confesión de partes, relevo de pruebas.
Todo estaba dicho referente a la ley.
Antonio soñaba despierto adelantándose a su
llegada. La imaginó de muchas maneras. El
solo hecho de poder pasar unas horas en su
pueblo lo llenaba felicidad.
Ramos le había prometido que antes de practi
car el experimento de instrucción lo llevaría
a encontrarse con su familia y hasta se haría la
vista gorda para que pasaran juntos un buen
rato.
Adormilado por el vaivén del ferrocarril,
Antonio volvió a recordar aquella noche de su
mala suerte. la fiesta estaba en su mejor momento,
los pies de los bailadores seguían el ritmo
del bajo cuando él llegó con sus mejores ropas
de domingo, un gran veguero encendido y
algunos tragos fuertes aligerándole el ánimo. Los
músicos se lucían con una pegajosa melodía:
"mamá yo quiero saber
de dónde son los cantantes"
Antonio echó un vistazo en el salón y la encontró
enseguida. Estaba en un rincón, discutien-do
con un montero de "El Paraíso". Ya sabía
que el montero andaba tras los pasos de Amalia,
pero no le importaba, al menos de eso quería
convencerse, iba a voltear la cara para desentenderse
de la pareja pero entonces le pareció
que la muchacha er,a acosada, yeso ya era
harina de otro costal. de manera que decidió
abrirse paso entre los bailadores, aligerado por
los vapores del alcohol.
El montero reclamaba cierta promesa y AmaIia
le zafaba el cuerpo cuando Antonio llegó
hasta ellos, ai rado, como gallo fino, aunque la
muchacha también lo rechazó.
Belén, que era como el perro guardián de los
Vasallo fue a avisarle al viejo. El recado se lo
dio a su manera, cargándolo con palabras retadoras.
Pidió permiso para act uar, pero Vasallo
dijo que ese era un asunto de familia y le tocaba
resolverlo personalmente.
La historia subterránea era que los dos amigos
habían compartido la misma relación y ahora
ambos habían quedado al margen. La discusión
estaba subida de tono cuando llegó Pancho Vasallo.
Solucionó aquello a su manera, abofeteó a
la muchacha y le ordenó a los hombres que
sa lieran de su fiesta. Lorenzo 10 hizo sin reparos.
Antonio maldij o al viejo y le advirtió que
aquella no era cuenta que pudiera quedarse sin
saldar.
Pancho Vasallo lo amenazó de otra manera:
-No se te olvide que con migo vivo no pisas
más esta casa.
-No me hace falta venir aquí para encontrarme
con Amalia.
-Entonces tendré que ir a tu casa, para que
sepa la pobre Rosario la clase de marido que
tiene.
-Amalia es tu hija, no tu querida.
-¡Tampoco será la tuya, hijo de la gran ... !
Se fueron a las manos, los bailadores lograron
separarlos. Como ya no se alcanzaban con
los puños, se lanzaban miradas feroces y se gritaban
insultos.
-Esta me la debes y te la cobro pronto. -Fue
lo último que dijo Antonio antes de salir en
busca de su caballo. Así al menos lo recordaba
la gente.
Belén dio unas palmadas so bre su cabeza, dijo
que la fiesta no había terminado, que todavía
quedaba mucha noche por delante. Convocó
a los músicos para que levantaran el ánimo con
una buena guaracha. La gente siguió bai lando.
Entonces se oyó el disparo. Los hombres salie-
,~, LIT E R A T U R A .
ron al portal, corrieron hacia varios rumbos.
Vieron que Amonio se alejaba al trote. Lo dela·
taba su sombrero blanco Stetson. Llamaron a
Pancho Vasallo, pero no respondí a. Salieron a
buscarlo. Lo hallaron tumbado sobre una laja
de piedra blanca, ya camino de la muerte. Loren zo
corrió a buscar su jeep, lo puso en marcha,
sobra ro n los brazos para cargar al herido. Lorenzo
manejó temerariamente a lo largo de un sinuoso
y enlodado camino. Casi una hora demo ró
el trayecto hasta llegar al médico. Al primer vistazo
dijo:
-Este hombre está muerto.
La bala le había quedado alojada en el pecho.
Lorenzo se ocupó de todo, corrió con los gastos,
dijo que no era hombre de rencores, que
la muerte había puesto fin a las rencill as. De
regreso a la fi nca uno de los peones le susurró
a Belén:
-Eso fue Anto nio
Alguien 10 había visto escapar al galope. Todos
sa lieron a buscarlo. El primero en llegar, en su
jeep, fue Lorenzo.
Antonio iba a reiniciar la pelea. Lorenzo lo
atajó:
-Vienen por ti, pero sé que eres inocente.
Antonio se dispuso a huir. pensó que lo mejor
sería esconderse has ta tanto se aclarase el suceso.
Lorenzo le recordó lo torpe y ciega que solía
ser la justicia, y que no iba a ser bueno abandonar
a la fa milia. ¿De qué iban a vivi r? - Excepto
que les dejes suficiente dinero
-¿De dónde vaya sacarlo?
Lorenzo se ofreció de comprador, pagaba
caro algo que Antonio podía darl e si estaba d ispuesto
a sacri fica rse po r los suyos.
Antonio le reco rdó que era inocente, y que
só lo necesita ba tiempo hasta que la verdad
emerg iera. Pero eran tiempos en que la verdad
tenía las piernas cort as. Lorenzo se lo recordó,
y también, sin querer echárselo en cara, le advirtió
que nada era fác il tratándose de jueces y policías,
y careciendo del dinero y las conexiones
que sin embargo a él le sobraban.
-~iero hacerte una buena proposición.
-Bueno, ol rte no me va a costar nada, - Anto-nio
comenzó a arreglar la montura de su caballo-
pero que sea con prisa.
-Es senci llo.- Me encargo de todos tus problemas
y tú te enca rgas de ese muerto.
Por si no lo había entendido, le añadió:
-Te compro caro lo único que tienes, tu
libertad.
Pensó en su madre enferma, en sus hijos, en
las deudas y las penurias fam il iares.
-¿Y si no me cumples?
-Te bastaría con hablar lo que sabes.
Cerraron el trato.
Después de eso Lorenzo fu e a su casa y le
contó a su mujer la magnitud de la tragedia.
Antonio se resignó a esperar que lo apresaran,
y después llovió mucho antes de que pareciera
que las cosas iban a volver a su justo luga r.
El trato había terminado. La muerte habia puesto
fin a la espera. A media tarde el tren comenzó
a disminuir velocidad. Después de una curva
Antonio pudo ver el apeadero. Había poca
gente, pero allí estaban ellos. Rosalía y Chela
lloraba abrazada a su madre. Iván esperaba
serio, con los brazos cruzados sobre el pecho.
El tren se detuvo. Antonio fue premeditadamente
despacioso, ahora cada segundo tenía para
él un signifi cado trascendenta l. Dejó que pasaran
delante unos ancianos ca rgados de bultos
y un matrimonio con niños muy traviesos. Después
ayudó a bajar los equipajes de unas señoras
de la iglesia.
Por fin puso los pies sobre su tierra. Soltó un
suspiro largo y echó a andar hacia los suyos.
Ellos también se movieron hacia el reencuentro.
A dos pasos del abrazo alguien se asomó
detrás de unos cajo nes y disparó. Fue ce rte ra la
bala de Celso Vasallo que había venido de lejos
muy lejos a cumplir una injusta promesa hecha
a su padre cuando ya nada podía responderle.
Como llovía, los enterradores habían bebido
mucho y ten ían problemas con su equilibrio y
su estado de ánimo. Rosario, Iván y Chela habían
llorado mucho, esperaban abrazados los
pasos del funera l. Pocas personas asistían.
Vicente el agrónomo despid ió el duelo. Sólo
bastaban cinco minutos para decir que aquel
hombre que cubrían de tierra siempre había sido,
a pesar de los chismes y sucesos, un hombre
familiar.
1 Un paso superior o puente que cruza por encima del
ferroca rril en las afueras de La Habana
2 RN: Reclusorio Nacional
3 Oficial de las actuales prisiones cubanas que tiene como
objetivo reeducar a los reclusos y prepararles su regreso
a la libertad. A veces, según la co nducta del reeducado,
aminora la condena.
A T = N E O 61