Cuadernos del Ateneo 29
PPOESÍA DE LA ACCIÓN:
LA SINGULARIDAD DEL TEATRO ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO
TEATRO
Miguel Martín Echarri
Mª Victoria Toajas Roger
¡Oh, una musa de fuego que ascendiera
al cielo más brillante del ingenio,
un reino por escena, actuando príncipes,
monarcas contemplando nuestra escena!
Asumiría entonces el guerrero Enrique
el aspecto de Marte; y a sus pies,
atados como perros, estarían
Hombre, Fuego y Espada en pie de guerra.
Pero perdona, amado, gentil público,
los espíritus llanos que han osado
en indigno tablado presentaros
tan gran tema: ¿podrá esta simple escena
contener los campos de Francia? ¿Oiremos
entre estas tablas, oh, los cascos
que aturdieron los aires de Agincourt? […]
Pensad cuando os hablemos de caballos
que los veis imprimiendo sus altivas
pezuñas en la receptiva tierra;
pues son los pensamientos los que deben
coronar nuestros reyes, y llevarlos
de un lado a otro; saltar por los tiempos,
cumpliendo el transcurrir de muchos años
en una sola hora: y para ello
admitidme por coro de esta historia;
quien, como un prólogo os pide con paciencia
gentiles escuchar, juzgar benignos.1
El teatro es un juego que sólo puede construirse con la complicidad del espec-tador.
En cualquier sociedad la representación por parte de actores de unos
confl ictos que suceden a personajes requiere que el público esté dispuesto a
dejarse engañar e incluso a poner de su parte toda la fantasía necesaria para que la
magia de la fi cción se materialice ante sus ojos.
El aprovechamiento máximo de las posibilidades de este principio, que acepta-mos
como universal, defi ne la singularidad del teatro español del siglo de oro. Su
complejo sistema de convenciones permitía y exigía un dinamismo en la imagina-ción
del espectador que iba mucho más allá de la simple asunción de la fi cción: que
un actor signifi ca un personaje, un escenario un lugar, una representación un breve
periodo de tiempo. Las condiciones en que se desarrolló esta tradición dramática
favorecieron un teatro en que se sucedían vertiginosamente acciones, personajes,
situaciones de lo más variado en el breve espacio de una tarde. El testimonio irónico
de un espectador contemporáneo da cuenta de esta condición.
30 Cuadernos del Ateneo
Sale un farsante a representar una Magdalena, o la que hace y representa una
Madre de Dios, y un representante, un Salvador, etc.; y lo primero, veréis que esta
muger lo más del auditorio conoce que es una ramera y el hombre es un rufi án;
¿puede haber mayor inocencia en el mundo? Lo otro, acabado de hacer una Nues-tra
Señora, sale un entremés en que hace una mesonera o ramera solo con ponerse
una toca y regazar una saya, y sale un baile deshonesto y a cantar y bailar una ca-rretería,
que llaman, Lavandería de Paños, donde se representan cuantas rufi nerías
(sic.) se hacen en un lavadero.2
No es ya que sepamos que la actriz-ramera no es Magdalena ni la Madre de
Dios, sino que se nos exige una rapidez de adaptación y aceptación incondi-cional
de lo que sucede en el escenario. No necesitamos creer en la identidad
entre actor y personaje, obviamente, ni nos parece inmoral que una ramera
interprete a una santa: el espectador conoce un código que le permite aceptar
instantáneamente bruscos cambios de identidad en un único espectáculo, lo
que parece no aceptar del todo el autor de este comentario. ¿Puede haber ma-yor
inocencia en el mundo?
Si comparamos el teatro español de la Edad Moderna con otras tradiciones
de su tiempo, nos encontramos con que este dinamismo alcanza un grado de
exacerbación único, lo que constituye su principal especifi cidad y sienta las bases
para toda la invención barroca. Nos proponemos analizar algunas de las circuns-tancias
histórico-culturales que lo condujeron a su singularidad, unas caracterís-ticas
cuyo arraigo y pervivencia se han mantenido a lo largo de los siglos.
El origen de la tradición teatral europea moderna hay que buscarlo en
la recuperación por parte de los humanistas italianos de los autores teatrales
grecorromanos a los que propusieron como referente para las nuevas genera-ciones
de dramaturgos, después de una Edad Media que desconoce la posibi-lidad
de un teatro de texto, y en la que toda actividad dramática se reduce a
los espectáculos ambulantes o a la representación sacra en las iglesias. Aunque
la tradición popular siempre mantuvo su presencia en las calles y plazas, esta
nueva corriente de literatura dramática culta le dio la espalda para centrarse
en la composición y representación de textos que creían estar siguiendo las
preceptivas latina y griega cuyo origen se remontaba a la Poética de Aristóteles.
Sin embargo, el acercamiento fi lológico real a los textos griegos fue muy tardío
y la adaptación de este fi lósofo pasó necesariamente por sucesivas reinterpre-taciones
que se olvidaban cada vez más de la naturaleza de la tragedia griega
y ponían como modelo a Séneca, del mismo modo que los referentes para la
comedia fueron más Plauto y Terencio que Aristófanes.
Como podemos apreciar en las siguientes imágenes, el gusto renacentista
se acercó mucho más al latino que al griego. La tercera (el teatro Olímpico de
Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger
Cuadernos del Ateneo 31
Vicenza) y la cuarta (el Farnese de Parma) refl ejan espacios cerrados y combi-nan
estudios sobre perspectiva y pintura, y permiten una mayor complejidad
escénica, construidos a partir de modelos romanos como la segunda (Mérida)
más que griegos como la primera (Epidauro).
Esta revitalización del gusto clásico se pudo desarrollar en la práctica tea-tral
gracias a una situación socioeconómica nueva que encuentra su máximo
exponente en la consolidación de las ciudades, así como en la efervescencia
cultural de las cortes de las poderosas familias italianas rivales primero, y, más
tarde, de las grandes monarquías europeas. Sólo así fue posible la utilización
de grandes recursos para la construcción de espacios teatrales y de compañías
estables. Los diferentes gustos de las cortes y las novedades técnicas de estos
edifi cios a su vez marcarían la posterior diferenciación de las diversas tradicio-nes
teatrales europeas.
La velocidad de la difusión de todas estas novedades se debe sin duda a la
imprenta, generalizada a partir de principios del siglo XVI, y que marcó una
homogeneización de las modas culturales en las cortes europeas. Por otro lado,
obligó a los autores cultos a plantearse la necesidad de una redacción defi nitiva
de sus obras, aquella destinada a la publicación y por lo tanto más cuidada, lo
que distancia aún más el teatro de texto culto de aquél de los cómicos calleje-ros,
improvisado en los tablados a partir de prototipos. La escritura de textos
siguiendo unos criterios más poéticos que dramáticos impuso una voluntad de
estilo a menudo alejada de la práctica teatral.
A partir de las últimas décadas del siglo, coincidiendo con la Contrarre-forma,
tanto la Iglesia como las monarquías absolutas de los tres grandes rei-nos
europeos (España, Francia e Inglaterra) aprenden a utilizar la apariencia
espectacular con fi nes propagandísticos. Las apariciones públicas de la corte,
los reyes y los papas en palacios y plazas de las recién instituidas capitales (Ma-drid,
Roma, París, etc.) se convierten en representaciones teatrales basadas en
complejas simbologías. Las artes del Barroco, uniéndose pintura, escultura y
arquitectura, buscan un juego de engaño a los sentidos muy cercano a la ilu-sión
escénica. Uno de los ideales de la representación barroca es engañar y su
más peculiar expresión es el trampantojo (desde la manzana que debe parecer
tan real que el espectador desee cogerla con la mano hasta la pintura que fi nge
Teatro
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un cielo lleno de ángeles en una cúpula). Múltiples intervenciones de urbanismo
fi cticio en madera y toldos fi ngían arcos del triunfo, fachadas de palacios inexistentes
a lo largo del recorrido del cortejo real, estatuas, fuentes. Teatralización de la vida
pública que alcanzaba también a la muerte de los soberanos: a la muerte de Felipe II
en 1598 se le construyó un edifi cio fúnebre en Sevilla del que Cervantes se burla en
este famoso soneto:
AL TÚMULO DEL REY FELIPE II EN SEVILLA
“¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla!
Porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
“Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla!,
Roma triunfante en ánimo y nobleza.
“Apostaré que el ánima del muerto,
por gozar este sitio, hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente”.
Esto oyó un valentón y dijo: “Es cierto
cuanto dice voacé, seor soldado,
y el que dijere lo contrario miente”.
Y luego, in continente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
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La idea del mundo como representación, tan frecuente entre los autores de la época
(Shakespeare, Calderón, etc.) está intrínsecamente relacionada tanto con la especta-cularización
del poder como con el asombroso desarrollo del teatro en las cortes más
importantes de Europa.
En principio, todos los países europeos bebieron directamente de la recién creada
tradición de teatro humanista italiano, si bien en cada uno se buscaron fórmulas
específi cas y siguieron caminos parcialmente diversos. En una época en que las ciu-dades
crecieron asombrosamente y las cortes de los reyes fueron abandonando su
itinerancia para asentarse en las recién instituidas capitales, el ejemplo de obra litera-ria
culta tuvo un éxito creciente y se impuso en las cortes. A partir de una tradición
textual de diálogos poéticos más pensados para ser leídos que para una auténtica
representación teatral, los poetas encontraron en esta estabilización cortesana la po-sibilidad
de llevar sus obras a la escena de un modo cada vez más profesional. Así, las
compañías de “representantes” (como se llamaron en España) pudieron establecerse
también en sedes fi jas, edifi cios a veces adaptados para su uso dramático (tablados,
antiguos corrales), y otras veces, andando el tiempo, de creación específi camente
teatral (corrales de comedias, coliseos).
El referente culto de estos autores de fi nales del siglo XVI, un Séneca pasado por los
poetas humanistas italianos, se transforma y adapta en cada caso según las singularida-des
y gustos específi cos nacionales. A diferencia de un teatro griego clásico en el que la
acción era un continuo, probablemente a consecuencia de las condiciones impuestas
por un espacio escénico sin salidas, el autor latino, con la comedia nueva de Menandro
y los cómicos Plauto y Terencio, sigue una división en cinco actos, si bien no relacio-nada
con cambios de lugar, que pasará a la literatura posterior como referencia clásica.
La poética de Aristóteles quedó de este modo supeditada a la experiencia teatral de este
clasicismo apócrifo. Las tres unidades que los preceptistas creían leer en él tenían un
sentido en el continuo teatral griego, pero lo perdían al pasar a un espacio escénico que
permitía las elipsis entre actos. Por eso sería necesario plantear el arbitrario límite de un
día, así como un espacio más realista, múltiple pero limitado, frente al enfoque un tanto
abstracto del espacio único griego. La última imposición de los preceptistas, la unidad
de acción, tiene más que ver con el gusto personal de Aristóteles, que juzgaba superiores
las obras en que el asunto central no se desdibujaba entre peripecias paralelas.
Las primeras tentativas de adaptar este sistema a las literaturas nacionales en el si-glo
XVI consiste en ampliar el espectro temático a argumentos locales o más cercanos
en el tiempo: acontecimientos históricos, legendarios, etc., aparte de la continuada
presencia de asuntos clásicos. Poetas como Trissino (Sofonisbe), Jodelle (Cleopatra
cautiva), Garnier (Bradamante, los Judíos), Kyd (Tragedia española), o Marlowe (El
gran Tamerlán) son buenos ejemplos de esta fase de búsqueda de las posibilidades de
un teatro serio y culto pero representable.
Teatro
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En España también aparecen intentos semejantes dentro del ámbito universi-tario,
en concreto de los jesuitas. Después de las tragedias de Vasco Díaz Tanco de
Fregenal y de Pérez de Oliva, algunos autores creyeron en la capacidad de la tragedia
para educar, y escribieron obras a veces parcialmente en latín, entre las que destaca
la anónima Tragedia de San Hermenegildo. Pero fue la generación de escritores naci-dos
a mediados de siglo la que alcanzó el auge en este sentido. Cristóbal de Virués,
Lupercio Leonardo de Argensola, Juan de la Cueva y el mismo Cervantes, aun sin
llegar a encontrar una fórmula sufi cientemente fértil, intuyen la importancia que el
espectáculo teatral, esa forma de expresión artística que parecía relegada a lo popular,
puede dar cabida a manifestaciones literarias de la más alta calidad, y se aplican en su
búsqueda y experimentación. Nunca lograron verdadero éxito, en gran medida por-que
no alcanzaron un equilibrio entre el dramatismo y una poesía cargada de moral,
que a menudo difi cultaba la acción y entorpecía la arquitectura. Según Ruiz Ramón,
nuestros trágicos no llegaron a asimilar el aliento trágico, sino que se limitaron a
presentar monstruosos personajes que caían en las pasiones más perversas3.
Entretanto, desde fi nales del siglo XV, los salones de príncipes y nobles albergaban en-tre
sus cortesanos a poetas, músicos y en general profesionales capaces de organizar fi estas
en que las representaciones tenían un espacio cada vez más signifi cativo. A menudo com-binaban
en ellas temas religiosos con alabanzas de sus señores y temas profanos: obras
pastoriles (como las églogas de Juan del Enzina y Lucas Fernández) o las ya más comple-jas
de Gil Vicente (de tema caballeresco) y Torres Naharro. Estos autores escriben menos
para una lectura académica que para entretener a un público, si bien culto y refi nado,
a veces cosmopolita, como el asistente a estas fi estas. Su teatro, por lo tanto, se acerca a
la comedia intrascendente, se ríe de los villanos por medio de un convencional dialecto
“sanabrés”, utiliza una métrica basada sobre todo en el octosílabo y los pies quebrados
(alejándose del arte mayor latinizante utilizado por los seguidores de Juan de Mena).
De todos ellos, Batorlomé Torres Naharro es el que con mayor intensidad y cons-ciencia
buscó fórmulas teatrales que le permitieran dirigir la atención de su público
hacia temas más comprometidos y vinculados con la realidad. En su Comedia Solda-desca,
por ejemplo, se representa a un capitán encargado de reclutar una compañía
por las calles de una ciudad italiana, lo que le permite denunciar los posibles excesos
de los militares con la población civil. Argumentos como éste alejados de conven-cionalismos
cortesanos no le impiden proponer algunos planteamientos que serían
recogidos y sistematizados por los autores del barroco: de su Comedia Himenea,
la comedia posterior recogió la efi caz relación amo-criado como complementarios
tragicómicos o su concepción del honor (planteado como necesidad social, frente
a la que el autor asume una posición ambigua). También defendió la necesidad de
permitir descansos para el público entre las cinco “jornadas”, así llamadas por él
aludiendo al esfuerzo del espectador.
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Hay que sumar a estas dos corrientes del teatro cortesano y la tragedia culta una
creciente demanda popular de teatro de calle, cuyo más logrado exponente en Espa-ña
es Lope de Rueda. En tablados instalados al aire libre, y con unos recursos muy
limitados, toda clase de público contemplaba escenas costumbristas en que la comi-cidad
alcanzaba unos niveles más explícitos. La comunicación con el público estaba
más abierta y permitía a los autores cambiar casi sobre la marcha los textos prepa-rados.
La teatralidad se basa por lo tanto más en una efi caz puesta en escena que en
un texto elaborado, si bien sus pasos y comedias abundan en momentos de diálogo
feliz y efi caz dramatismo, fórmula cuyo éxito tendrá importantes consecuencias en
la concepción del teatro barroco. A la izquierda de este grabado anónimo del siglo
XVII, conservado en el Museo Municipal de Madrid, se observa uno de aquellos ta-blados
de cómicos instalado frente al Alcázar con ocasión de los festejos organizados
para recibir al príncipe de Gales en 1623.
En la segunda mitad del siglo XVI, la concentración urbana de la población y la
necesidad de racionalizar los espacios públicos afecta también al teatro. Un público
creciente y heterogéneo da lugar a una demanda nueva e insólita de espectáculos de
entretenimiento. Ya no sólo en las cortes se habilitan espacios especiales para repre-sentar,
sino que también se construyen para uso del público en general, desde los
primitivos patios interiores de algunas casas de viviendas a los corrales de comedias
españoles como el del Príncipe y el de la Cruz en Madrid, o el de Almagro, recupe-rado
en la actualidad, o el famoso edifi cio de The Globe londinense en que Shakes-peare
estrenó sus obras. El gusto teatral alcanzó también a las grandes monarquías
europeas, como la reina Isabel de Inglaterra, lo que llevó a la inversión más decidida
de grandes recursos en la construcción de coliseos en los palacios, de lo que es claro
ejemplo el del Buen Retiro en Madrid, que incluía un estanque preparado para desa-
Teatro
36 Cuadernos del Ateneo
rrollar espectáculos acuáticos como las naumaquias. En las imágenes, la reconstruc-ción
actual del Globe a orillas del Támesis más o menos en la zona en donde estuvo,
el estado actual del Corral de Almagro y un grabado de 1888 en el que se recrea el
desarrollo de una representación en el Corral del Príncipe de Madrid.
Son estos factores los que llevan a los poetas a buscar soluciones modernas y efi ca-ces
para sus públicos en las condiciones determinadas en que se veían. Encontramos
por toda Europa escritores que de una manera consciente ensamblan las tradiciones
cultas de diversa procedencia a las que ya nos hemos referido, para lograr un teatro
que aúne la altura y dignidad artística y la efi cacia como espectáculo. De ahí la apari-ción
de los llamados “teatros nacionales”, entre los que destacan el inglés, el español
y el francés, estados característicos de las nuevas monarquías absolutas y su asen-tamiento
en ciudades-capital (en comparación con el relativo marasmo del teatro
alemán e italiano en esta época). Ya antes nos referíamos a la espectacularización de
la vida pública y del poder que acompañaba a las apariciones reales y religiosas.
Tampoco esta modernización y dignifi cación es específi ca del teatro: se trata de
una época de experimentación manierista en muchos de los ámbitos de la cultura.
Como ejemplos, Cervantes explora las posibilidades de la prosa de fi cción en sus
Novelas Ejemplares y el Quijote, Monteverdi las del teatro musical, los pintores en
su ascenso de la artesanía a la máxima dignidad artística (Miguel Ángel, Tintoretto,
Rubens, Velázquez…). Antes de hablar de las soluciones aportadas por los dramatur-gos
españoles de la época, no podemos olvidar que también Shakespeare, tomando
elementos de otros autores, sistematizó una manera de hacer teatro basada en rasgos
como la trasgresión de las unidades de tiempo, lugar y acción en una sucesión de
escenas variadas que se agrupan en cinco actos, la mezcla de lo trágico y lo cómico o
una alternancia de prosa y endecasílabo blanco que le permite un discurso delicado
y refl exivo.
En España, el autor que realiza la síntesis de todos los recursos de su época de
una manera totalizadora es Félix Lope de Vega Carpio, que alcanzó un éxito tal en
las tablas con su teatro que se impuso en todos los autores contemporáneos y poste-riores
al menos hasta mediados del siglo XVIII. A diferencia de otros países, en que
la sistematización tuvo un alcance relativo (pensemos en la indecisión que se percibe
en Moliére a la hora de adoptar una única línea en su obra), las propuestas de Lope
se universalizaron adaptándose con mínimas variaciones por todos los autores en
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Cuadernos del Ateneo 37
todos los géneros. La clave de su éxito podemos encontrarla, como apuntábamos al
comienzo, en una ágil combinación de lo popular y de lo culto posibles sólo gracias
a la pericia dramática que da la práctica y en un dinamismo que hace de la palabra
la garantía de la acción.
En la defensa que hace de su fórmula teatral frente a la academia en su Arte nuevo
de hacer comedias (1609), Lope demuestra ser consciente de todos los recursos que
venía empleando en sus “comedias” y de las razones que motivan su empleo. En
algunos aspectos se muestra claramente contrario a las normas clásicas en la medida
en que entorpecen el desarrollo de la acción y el espectáculo: se opone a la necesidad
de separar lo trágico y lo cómico (justifi cándose por el realismo y por el éxito de la
mezcla), así como al respeto de las unidades, que atenazaban el argumento obligán-dolo
a deformarse innecesariamente. Tampoco se muestra partidario de mantener
una forma métrica durante toda la obra, pues el cambio de ritmo permite una viveza
mucho mayor además de la adecuación a los temas y momentos.
Sin embargo, su labor no es solamente destructiva. Muchos de los rasgos que
aparecían apuntados en obras anteriores se recogen en un modelo fácil de adoptar:
la misma polimetría, que ya aparece en las obras de los trágicos renacentistas, sirve a
Lope para imponer el romance (una forma popular, fácil de escuchar y reconocible
por el público por su continuada tradición) como vehículo en el que se engastan
formas líricas más sofi sticadas y propias de la poesía culta italianizante; asume la
conveniencia del descanso del público entre las jornadas (lo que favoreció la inclu-sión
de piezas breves como los entremeses) pero se diferencia del mencionado Torres
Naharro al reducir su número a tres, con la clara idea de asignar a cada una plan-teamiento,
nudo y desenlace; por último, propone un esquema de personajes claro
que se repite y que el público identifi ca con facilidad, pero que es al mismo tiempo
fl exible para adaptarse a cualquier argumento. La dualidad galán-criado (“gracioso”)
y su pareja simétrica dama-criada permite que incluso cuando la obra se acerca a lo
trágico sea posible un entramado cómico paralelo. La presencia de estos estereotipos
relacionados, a menudo duplicados para dar lugar a enredos múltiples, se adapta con
la misma asombrosa facilidad a la comedia de capa y espada, la mitológica, el drama
de honor, etc., y evita las explicaciones detalladas sobre circunstancias psicológicas
o ambientales en aras de una rápida comprensión por parte del espectador que le
permite involucrarse inmediatamente en la acción y en la trama.
Más allá de todas estas novedades o sistematizaciones, el descubrimiento clave de
Lope y sus contemporáneos es haber percibido con claridad que sólo un texto cohe-rente
podía ser el punto de partida de ese espectáculo teatral. El inmenso caudal de
obras que se escriben y representan, pero también se plagian, se difunden apócrifas,
se imitan, se imprimen autorizadas, es una evidencia de la importancia que esa época
dio en España al texto dramático. En él está contenido el movimiento, la acción, la
Teatro
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espera, todo el ritmo de la función, mediante continuas acotaciones implícitas o el
relato que los personajes hacen de acontecimientos anteriores o incluso simultáneos.
De ahí que se pueda prescindir de una puesta en escena especialmente precisa, ya que
el público acepta de entrada que todo aquello que nombren los personajes (bosques,
montes, palacios, etc.) asume la misma realidad que si se estuviera viendo, aunque el
Barroco posterior preferirá cuando sea posible una tramoya a la altura de los textos.
(Salen Teodoro, con una capa guarnecida de noche, y Tristán, criado. Vienen huyendo.)
Teodoro: Huye, Tristán, por aquí
Tristán: Notable desdicha ha sido.
Teodoro: ¿Si nos habrá conocido?
Tristán: No sé; presumo que sí.
(Váyanse y entre tras ellos Diana, condesa de Belfl or.)
Diana: ¡Ah, gentilhombre! ¡Esperad!
¡Teneos! ¡Oíd! ¿Qué digo?
¿Esto se ha de usar conmigo?
Volved, mirad, escuchad.
¡Hola! ¿No hay aquí un crïado?
¡Hola! ¿No hay un hombre aquí?
Pues no es sombra lo que vi,
ni sueño que me ha burlado.
¡Hola! ¿Todos duermen ya?
(Sale Fabio, criado.)
Fabio: ¿Llama vuestra señoría?
Diana: Para la cólera mía
gusto esa fl ema me da.
Corred, necio, enhoramala,
pues merecéis este nombre,
y mirad quién es un hombre
que salió de aquesta sala.
Fabio: ¿Desta sala?
Diana: Caminad,
y responded con los pies.
Fabio: Voy tras él.
Diana: Sabed quién es.
¿Hay tal traición, tal maldad?
(Sale Otavio.)
Otavio: Aunque su voz escuchaba,
a tal hora no creía
que era vuestra señoría
quien tan aprisa llamaba.
Diana: ¡Muy lindo santelmo hacéis!
¡Bien temprano os acostáis!
¡Con la fl ema que llegáis!
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Cuadernos del Ateneo 39
¡Qué despacio que os movéis!
Andan hombres en mi casa
a tal hora, y aun los siento
casi en mi propio aposento
(que no sé yo dónde pasa
tan grande insolencia, Otavio),
y vós, muy a lo escudero,
cuando yo me desespero,
¿ansí remediáis mi agravio?
El inicio de El perro del hortelano4 de Lope de Vega es uno de los infi nitos ejem-plos
de escenas de gran dinamismo en que el movimiento escénico y las acciones no
requieren acotaciones especiales porque todo viene dicho por los personajes.
Lope había percibido que la preceptiva clásica (que podemos llamar “arte viejo”)
aburría al “vulgo”, mientras que el teatro más del gusto popular era “monstruos”
carentes de todo interés literario. De ahí que se decidiera a dar la espalda al gusto
académico para proponer, “dorando el error del vulgo”, un teatro que sin respetar las
aburridas normas clásicas aporte calidad poética y dramática. Reprocha a los autores
anteriores no haber sabido devolver al teatro la dignidad artística que merece y que
él persigue: puesto que la mayor parte del teatro es de muy baja calidad, incluso los
autores de mérito se identifi can en la época con una profesión despreciable,
que, quien con arte agora las escribe,
muere sin fama y galardón, que puede,
entre los que carecen de su lumbre,
más que razón y fuerza, la costumbre.5
El eclecticismo lopesco conduce a una fórmula que logra dignifi car el teatro y
que será asumida por otros dramaturgos que ya no tendrán que enfrentarse más al
escepticismo de los cultos. Como prueba de esta transformación podemos recordar
que mientras que Lope (o su contemporáneo Cervantes) escribió textos de todos los
géneros, incluyendo los de tradiciones más cultas, como el poema épico, la égloga,
la novela bizantina, etc., los dramaturgos de la siguiente generación pudieron dedi-carse
con exclusividad al teatro sin que eso les restara en absoluto su condición de
autores cultos y prestigiosos. El caso más claro de esto es Calderón de la Barca, pero
la especialización fue algo generalizado en todo el siglo XVII: Tirso de Molina, Rojas
Zorrilla, Ruiz de Alarcón, Juan Vélez de Guevara, etc, dedicaron la casi totalidad de
sus esfuerzos literarios al teatro.
Por esta razón, y por el hecho de que el éxito de la fórmula lopesca se extendiera
a la corte y al rey (recordemos la afi ción de Felipe IV y de la reina Isabel de Borbón),
Teatro
40 Cuadernos del Ateneo
en esa segunda generación fue posible dar cabida a unas aspiraciones cultistas sin
menoscabo de su éxito tanto en la corte como en los corrales.
Pedro Calderón de la Barca es el autor en el que se reúnen con mayor claridad los
rasgos de esta etapa: la asunción de esa fórmula de éxito con la libertad y variedad
temática y estilística de un intelectual barroco. Partiendo de un público ya fi el, cono-cedor
y cómplice de las convenciones, lleva al extremo la construcción de tramas com-plejas
con una arquitectura de tensiones dramáticas de una gran perfección técnica. En
sus obras, el planteamiento, desarrollo y conclusión de la trama obedecen a una bien
meditada construcción en la que los elementos dramáticos (personajes, escenografía,
ritmo de la acción) mantienen un pulso fi rme y decidido y convergen en un fi nal único
necesario, sin arbitrarias concesiones al entretenimiento gratuito del público.
Pero esta perfección técnica no se limita a un género, sino que supone una especie
de gramática que se adapta en sus manos a cualquier temática. En su posición de
dramaturgo ofi cial de la corte de Felipe IV, tuvo ocasión de llevar hasta el extremo las
posibilidades específi cas de algunos géneros que ya se apuntaban con anterioridad:
el drama de honor, la comedia de santos, la comedia mitológica, la de capa y espada,
la caballeresca, y los autos sacramentales para las fi estas del Corpus. Para algunos de
estos géneros, tuvo a su disposición las últimas novedades teatrales importadas de
Italia respecto a tramoyas y complejidad escenográfi ca.
Sin embargo, aunque la maquinaria barroca fuera sufi cientemente sobrecogedora
para asombrar a cualquier público, para aquel entonces la tradición teatral de texto
había alcanzado ya un nivel de confi anza y autosufi ciencia tal que no aceptó con
facilidad doblegarse ante la mera espectacularidad de la ingeniería italiana. En sus
últimos años, ya Lope de Vega se quejó del exceso de tramoya con motivo de una
escenografía de Cosme Lotti, pero en esta “Carta de don Pedro Calderón (30-IV-
1635) sobre representaciones en la fi esta de Don (sic.) Juan del Buen Retiro”, se lee
con más claridad el orgullo del escritor que se niega a someterse a los dictados del
tramoyista pese a su prestigio y el de su escuela italiana.
Yo he visto una memoria que Cosme Loti hizo del teatro y apariencias que ofrece ha-cer
a Su Majestad en la fi esta de la noche de San Juan; y aunque está trazada con mucho
ingenio, la traza de ella no es representable, por mirar más a la invención de las tramoyas
que al gusto de la representación. Y habiendo yo, señor, de escribir esta comedia, no es
posible guardar el orden que en ella se me da; pero haciendo elección de alguna de sus
apariencias, las que yo habré menester de aquéllas para lo que tengo pensado, son las
siguientes:
El teatro ha de ser en el Estanque. La primera vista el bosque oscuro con todo el ador-no
que él le pinta de formas humanas, en vez de árboles, con trofeos de armas y caza.
El carro plateado que ha de venir sobre el agua y la senda para que anden junto a él los
que le han de venir acompañando con música.
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La nave de manera que de él se pueda saltar al tablado.
La nube en que ha de venir Mercurio o un arco del cielo, en que venga como emba-jador
de Júpiter.
El trocarse todo el monte en palacio con jardines y edifi cio suntuoso, fuentes y co-rredores.
El confundirse todo esto a su tiempo y quedar todo destruido; correr fuego las fuentes
y abrasarse todo, volviendo a servir la nave.
La diversidad de animales vivos o imitados de que se ha de llenar a su ocasión el ta-blado.
La mesa que se ha de aparecer cubierta de viandas, saliendo muy suntuosa de debajo
de la tierra.
El juguete del cochino en que se ha de transformar el gracioso y la mona para el otro
gracioso. El gigante. Advirtiendo vuesa merced que yo no doy orden para obrar esto, ni la
disposición de las luces, ni pinturas de la fábrica, ni perspetivas, porque todo esto queda
a su ingenio (de Lotti), que lo sabrá disponer y ejecutar mejor que yo lo sabré decir. Lo
que suplico a vuesa merced es que si esto ha de tener efeto se me dé, desde luego, la orden,
porque yo me desocupe de otras cosas y acuda a la de más obligación, que es servir a vuesa
merced, a quien nuestro Señor guarde como deseo.
Abril, 30 de 1635 años.
Don Pedro Calderón de la Barca.
Parece que a Calderón se le había dado un programa para informarle de los ar-tefactos
diseñados por Lotti que él debía incluir en su texto con la ocasión de unas
fi estas de san Juan, lo que nos revela su nueva condición al servicio de la corte, pero
ratifi ca la dignidad del texto, que está dispuesto a enfrentarse a la escenografía a la
hora de decidirse cuál de los dos ha de ser el hilo que guíe el espectáculo. Este tipo
de confl ictos está documentado a lo largo de toda la colaboración con Lotti y con su
sucesor Baccio del Bianco, que sin embargo dieron excelentes resultados artísticos.
Vista del Palacio y jardines del Buen Retiro, por J. Leonardo, (1601-1656), Palacio Real (Madrid).
Teatro
42 Cuadernos del Ateneo
Del mismo modo que se encargó de las escenografías de obras de Calderón y
otros, Lotti sería el responsable de la construcción del Coliseo del Buen Retiro en
1640, parte principal de este palacio de recreo construido por empeño de Felipe IV
en gran medida para albergar todas las fi estas cortesanas y las representaciones que
las acompañaban. A diferencia del Coliseo del Alcázar, una antigua estancia adap-tada
para la representación y que no permitía la utilización de alardes técnicos a la
altura de su época, este nuevo coliseo fue el primer teatro a la italiana construido
en España, un espacio que albergó producciones muchísimo más caras y ambiciosas
que las comedias de corral, incluyendo tramoyas, “periacti”, globos que se abrían,
carros voladores, naves que atravesaban estanques, fuegos artifi ciales, efectos de luz y
sonido, “máquinas de truenos”, olas, etc. También permitió la fusión más coherente
y completa entre poesía y música, dando lugar a las primeras óperas y zarzuelas, lo
que supuso el acercamiento al ideal barroco de un espectáculo total, un completo
engaño a los sentidos.
El otro tipo de espacio teatral común en este tiempo sirvió para la espectaculari-zación
de misterios religiosos. Los autos sacramentales se representaban sobre varios
carros preparados al efecto que desfi laban en las procesiones y desembocaban en una
plaza pública encajados en un tablado para la apoteosis de la fi esta del Corpus. Aun-que
se trata de un tipo de obra temáticamente más limitado (puesto que está forzado
a terminar con la exaltación del misterio de la transubstanciación), la imaginación
barroca de Calderón y otros dramaturgos logró dotarlos de una riqueza alegórica
insólita y tratar multitud de temas asociándolos a ése.
Lejos de extinguirse con Calderón, la tradición del teatro lopesco-barroco conti-nuó
durante todo el siglo XVII y gran parte del XVIII, y se interrumpió solamente
cuando los ministros ilustrados lo prohibieron (desde el plan de reforma del Con-de
de Aranda en 1763 que trataba de sustituirlo por un teatro clásico traducido o
inspirado por el francés), pero nunca porque perdiera el favor del público. De ahí
1. Esquema del escenario del Coliseo del Buen Retiro con
el arco de proscenio, bastidores laterales y telón de fondo.
2 .Representación de La fi era, el rayo y la piedra de
Calderón de la Barca.
Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger
Cuadernos del Ateneo 43
que el Romanticismo rescatara con facilidad muchos aspectos del gusto barroco que
pervivieron en el teatro más popular indefi nidamente.
La asombrosa universalidad longevidad de una fórmula teatral es probablemente
el aspecto más llamativo y singular del teatro del siglo de oro. Las riquísimas tradi-ciones
europeas más o menos contemporáneas se distinguen, comparadas con la es-pañola,
por la falta de homogeneidad. Incluso la tradición del clasicismo francés, de
una gran vocación universal por medio de códigos normativos (poéticas como la de
Boileau, autores totalizares como Racine), no logró una aceptación semejante a la de
Lope de Vega, que sin embargo nunca mostró un deseo homogeneizador y se limita-ba
a seguir su propio criterio. Autores de la talla de Moliére y Corneille no asumen
necesariamente la fórmula de los neoclásicos como Racine; quizás la receptividad de
Lope al aceptar al “vulgo” como juez de su obra literaria sea la clave para entender
su éxito popular y la diferencia con una preceptiva impuesta al público desde la
elevada posición del autor culto al servicio de un poder absolutista. Por otro lado,
en Inglaterra, la tradición del teatro isabelino, tan fértil como variada en la primera
mitad del siglo XVII, quedó truncada con el progresivo ascenso del puritanismo y la
prohibición y clausura de todos los teatros en 1642, y su recuperación tras la restau-ración
fue bajo signo diferente.
El teatro europeo de esa época tiene un sentido mucho más individual que el
español (con la excepción de la commedia dell´arte, código de improvisación que no
excluye la existencia de un teatro de texto contemporáneo en Italia), de modo que
los textos de cada autor tienen características que destacan por motivos específi cos.
1. Imagen de Tarasca para la fi esta del Corpus de 1667 en Madrid y carro para la celebración de las fi estas de la
Inmaculada en 1663 en Valencia. Imágenes de archivo de la Villa de Madrid.
Teatro
44 Cuadernos del Ateneo
En el teatro español, aun con los rasgos de cada autor, lo que destaca por encima
de ellos es una necesaria predominancia del espectáculo dinámico y un dramatismo
puro, sacrifi cando a menudo la originalidad y sorpresa que habría permitido un có-digo
más libre, o la poesía y análisis psicológico de un Shakespeare, el brillo cómico
de Moliere, o la majestuosidad de Racine.
Representado en la actualidad, este teatro resulta evidentemente poco realista en
su codifi cación de los tipos y espacios, y sobre todo impone al espectador la condi-ción
de conocer y asimilar sus convenciones. Sin embargo, aceptadas éstas, la efi cacia
dramática de la fórmula que hace al público cómplice de una fi cción teatral que
sucede ante sus ojos y la maestría con la que texto y espectáculo se han hermanado
sigue funcionando con el público contemporáneo. Es necesario tener en cuenta que
la historia del teatro occidental empieza con estos autores que desde el siglo XVI se
propusieron “recuperar” la tradición grecorromana. Más allá de las transformaciones
que después ha sufrido, incluidos los fascinantes experimentos de las vanguardias del
siglo XX, seguimos aceptando los principios que nacieron con ellos, sobre todo la
necesidad de un texto sobre el que basar la construcción del espectáculo teatral. En
este sentido, la fuerza y acción que viven en los textos del siglo de oro, encerradas en
su intensa arquitectura interior, perviven en el tiempo.
Notas
1 Shakespeare, W.: El rey Enrique V.
2 En E. Cotarelo y Mori: Bibliografía de las controversias de la licitud del teatro en España. Madrid, Tipografía de
Revistas y Archivos, 1904, pág. 218b.
3 Ruiz Ramón, F.: Historia del Teatro Español. Madrid, Alianza Editorial, 1971, págs. 107-131.
4 Vega Carpio, F. L. de: El perro del hortelano. Madrid, Acento Editorial, 1999, págs 7 y 8.
5 Rozas, J. M.: Significado y doctrina del arte nuevo de Lope de Vega. Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cer-vantes,
2002.
Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger