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Cuadernos del Ateneo 113 EEL DESEO Y LA PALABRA (II) LITERATURA El marasmo en que Europa había entrado con la crisis económica y el colapso de las comunicaciones, condicionante indudable de las carac-terísticas de la literatura altomedieval, llega a su fi n alrededor del año 1000 con la paulatina estabilización mercantil y política. Desde ese punto de infl exión, el progreso social que acompaña a estas transformaciones eco-nómicas marca a su vez la literatura y en concreto la forma en que el deseo se expresa en ella. La tecnología de la escritura y de su difusión, que había permitido la aparición de una línea privada en la voz del poeta, especialmente en el mundo grecolatino, recupera su presencia en algunas tradiciones líricas que surgen en esta época. El desarrollo de la literatura europea en adelante estará marcado por la progresiva hipertrofi a de esa privacidad y por su inclu-sión en los mecanismos de poder. Lo más representativo de este nuevo impulso es la aparición, quizá vincu-lada con tradiciones musulmanas y hebreas, de la poesía trovadoresca en las cortes provenzales del siglo XII. La traslación de los códigos del vasallaje a las relaciones amorosas, sobre todo fuera del matrimonio, dan lugar a una lírica en que el poeta trata de hacerse merecedor de la atención de la mujer amada (servizio), llamada “señor”, necesariamente casada y con un noble, sin iden-tifi carla por su nombre. Contra lo que se ha convertido en un tópico, este ascenso hasta la consecución de la unión no excluye el sexo, sino que lo cons-tituye en su meta, sólo que la contención es forzosa como prueba de amor. La condición adulterina de este erotismo puede explicarse por oposición al matrimonio de conveniencia y permite una dimensión espiritual refi nada y nueva. Este sistema de convenciones amorosas se recogería años después en un singular libro de Andrés el Capellán inspirado por la corte de Leonor de Aquitania, el Libro del Amor Cortés, que evidencia la coherencia de este códi-go y permitió su difusión y persistencia a lo largo de varios siglos. Miguel Martín Echarri Mª Victoria Toajas Roger 114 Cuadernos del Ateneo I Tengo mi corazón tan lleno de alegría, que todo me lo transforma. El frío me parece una fl or blanca, roja y amarilla, pues con el viento y la lluvia me crece la felicidad, por lo que mi mérito aumenta y sube y mi canto mejora. Tengo en el corazón tanto amor, tanto gozo y dulzura que el hielo me parece fl or y la nieve, hierba. II Puedo ir sin vestido, desnudo de camisa, pues el amor puro me da fuerza contra la fría brisa. Pero está loco quien se excede y no se comporta como es debido: por eso he tenido cuidado conmigo desde que requerí de amor a la más bella, de la que espero tal honor que en vez de su riqueza no quiero tener a Pisa. III Me aleja de su amistad pero mantengo la esperanza pues he conquistado su hermoso semblante; y, al dejarla, tengo tanta felicidad, que el día que la veo no siento pesadumbre. Mi corazón está cerca de Amor y hacia allí corre mi espíritu, pero el cuerpo está aquí, lejos de ella, en Francia. IV Sigo confi ando: poco me aprovecha, pues me tiene en balanceo como la ola a la nave. De la pesadilla que me asalta no sé dónde esconderme. Toda la noche me da vueltas y me sacude al borde de la cama: sufro más pena de amor que Tristán, el enamorado, que padeció muchos sufrimientos por Iseo, la rubia. V ¡Ay, Dios! ¿Por qué no soy golondrina que volase por el aire y llegase en la profunda noche allí, dentro de su morada? Buena señora alegre, ¡se muere vuestro enamorado! Temo que el corazón se me funda si esto dura mucho. Señora, por vuestro amor junto las manos y adoro. ¡Gentil cuerpo de fresco color, gran dolor me hacéis padecer! VI En el mundo no hay asunto del que me preocupe tanto que, cuando oigo cantar algo de ella, mi corazón no se me vuelva y mi rostro no se me ilumine, de forma que cualquier cosa que me oigáis os parecerá inmediatamente que tengo ganas de reír. La amo tanto con buen amor que muchas veces lloro, por lo que mejor sabor tienen para mí los suspiros. VII Mensajero, ve y corre y dile a la más gentil la pena, el dolor y el martirio que padezco.1 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 115 Bernart de Ventadorm describe los estados de ánimo del enamorado en su en-fermedad, deseoso de ascender (volar) hasta la amada y de hacer méritos que ella conozca para lograrlo. Símbolos como el del pájaro que entra en su oscura morada o la naturaleza primaveral son muestra de un potencial compartido con la lírica tra-dicional. Se puede ver que aunque el camino que distingue la cortesía de la locura es la contención sexual, el objetivo del enunciador es la unión carnal con la amada. En el poema alemán de Walter von der Vogelweide, que está en la estela de la lírica tro-vadoresca aunque no recoge todos sus tópicos, las referencias a un encuentro sexual son todavía más explícitas: I Bajo el tilo, en el campo, allí donde estuvo nuestro lecho, podréis encontrar con gracia rotas las fl ores y la hierba. En un valle, junto al bosque, tandaradei cantaba, bello, el ruiseñor. II Fui andando a la pradera y ya estaba allí mi amor. Allí fui recibida como gentil dama, por lo que estaré siempre contenta. ¿Me besó? ¡Más de mil veces! Tandaradei, mirad cómo tengo de roja la boca. III El había hecho allí un lecho muy rico, de fl ores, aún sonreirá de corazón quien vaya por aquel sendero: entre las rosas, tandaradei, reconocerá dónde apoyaba yo la cabeza. IV Lo que hizo conmigo, si lo supiera alguien (¡no quiera Dios!), me avergonzaría. Cuál fue su comportamiento conmigo nadie lo sabe, sino él y yo y un pajarillo: tandaradei, fi elmente nos guardará el secreto.2 El enunciador femenino recuerda el encuentro con el amado, secreto que espera le guarde el pajarillo que fue el único testigo bajo el tilo, otro posible símbolo de la virilidad. También hay algunos ejemplos de mujeres trovadoras, como la Condesa de Día que en absoluto se muestran más tímidas en la explicitud del deseo. Obviamente, su expresión refl eja la circunstancia inversa a la de los trovadores, pues sigue siendo ella la casada que debe burlar al marido, y la concreción de los cuerpos es mayor. Literatura 116 Cuadernos del Ateneo Otra vertiente de esta situación cultural es una nueva mística, la que se dio algo más tarde en algunos monasterios femeninos del norte de Europa, como el de Ma-tilde de Magdeburgo, quien habla de la unión con Cristo en términos abiertamente sexuales. Entonces la muy amada va hacia el Muy Hermoso, en las habitaciones ocultas de la invisible Divinidad. Allí encuentra el lecho y el placer del amor, y a Dios, que la espera más allá de lo humano. Y Nuestro Señor le dice: —Quedaos, Dama Alma. —¿Qué ordenáis, Señor? —Que os desnudéis. —Oh, Señor, ¿qué me sucederá? —Hasta tal punto, Dama Alma, os haré parte de mi naturaleza, que nada de nada subsistirá entre vos y yo. Jamás a ningún ángel se le concedió por una hora el honor que a vos os es dado eternamente. Por eso, debéis despojaros de estas dos cosas: el miedo y la vergüenza, así como de todas las virtudes exteriores. Son únicamente las que portáis en vos misma por natu-raleza las que os es preciso experimentar eternamente: es vuestro noble deseo y vuestra ansiedad sin fondo lo que colmaré eternamente con mi sobreabundancia infi nita. Señor, ahora ya soy un alma desnuda, y tú en ti mismo un Dios ricamente engalanado. Nuestra comunión es vida eterna desprovista de muerte. Hay un silencio bienaventurado según su mutua voluntad. Él se da a ella y ella se da a él. Lo que le ocurre ahora, ella lo sabe, y es esto lo que hace mi consuelo, pero esto no puede durar mucho tiempo, pues cuando dos amantes se unen en secreto, deberán a menudo separarse sin siquiera despedirse. —Querido amigo de Dios, para ti he descrito este camino de amor. Que Dios lo conceda a tu corazón. Amén.4 I He estado muy angustiada por un caballero que he tenido y quiero que por siempre sea sabido cómo le he amado sin medida; ahora comprendo que yo me he engañado, porque no le he dado mi amor, por eso he vivido en el error tanto en el lecho como vestida. II Cómo querría una tarde tener a mi caballero, desnudo, entre los brazos, y que é1 se considerase feliz con que solo le hiciese de almohada; lo que me deja más encantada que Floris de Blancafl or: yo le dono mi corazón y mi amor, mi razón, mis ojos y mi vida. III Bello amigo, amable y bueno, ¿cuándo os tendré en mi poder? ¡Podría yacer a vuestro lado un atardecer y podría daros un beso apasionado! Sabed que tendría gran deseo de teneros en el lugar del marido, con la condición de que me concedierais hacer todo lo que yo quisiera.3 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 117 En un lenguaje bastante detallado y sin muchos remilgos, la fusión de los tres erotismos adopta un nuevo enfoque. Mientras las hierogamias cósmicas que vimos en la primera parte ven la realidad como algo divino y sus fenómenos como algo sexual, aquí la realidad parece estar desacralizada y es el dios encarnado el que apare-ce ante el alma de una mujer concreta para una unión que comparte mucho con las sexuales. También los místicos musulmanes hablan de sexo, pero su simbolismo de la embriaguez los aleja de esta narratividad que marca el desembocar de lo histórico en la eternidad. Se encuentra un desarrollo ulterior de lo cortesano en la prosa novelesca que se pone de moda a partir de las “novelas” de Chrétien de Troyes y el ciclo artúrico, que se prolongará hasta el s.XV y que recrea todo un universo de fantasía cuya ética erótica reproduce sublimada la de los trovadores. Sin embargo, nos vamos a ocupar ahora de un nuevo género, el cuentístico, que gana en popularidad en esta época sobre todo por infl uencia de las traducciones de los libros de cuentos árabes. En ellos se percibe una visión desenfadada del deseo, y sobre todo del deseo del otro, no siempre asociado a una simpatía. Se trata de una pasión inevitable en el sujeto amante que busca desenvolverse a menudo burlando las convenciones sociales, en especial el matrimonio. En este fragmento de las Mil y una Noches, obra que compila gran parte de los textos que fueron traducidos y circularon por Europa en aquella época, encontramos una visión bastante menos burlesca y mejor intencionada que en otros textos a los que nos referiremos después, pero muestra un enfoque de la sexualidad bastante des-provisto de prejuicios: un príncipe se ha enamorado de su esclava, pero es separado de ella por azarosas circunstancias. Al cabo del tiempo ella, bajo el aspecto y ropas de un hombre se ve convertida en rey de un país lejano al que llega el príncipe. Lo reconoce y le obliga a tener relaciones que él cree homosexuales con ella. Tras una larga defensa y argumentación en torno al tema de la superioridad o inferioridad de las relaciones homosexuales, cede ante los deseos del que cree rey. Se inclinó sobre él, lo besó y abrazó y entrelazó sus piernas. Le dijo: “mete tu mano entre mis piernas y coge lo que está indicado, pues tal vez se levante de su postración”. El príncipe se puso a llorar y dijo: “yo no sirvo para esto”. “¡Por vida mía! ¡Haz lo que te mando!” Él alargó la mano con el corazón inquieto: acarició el muslo, que era más suave que la manteca, más resbaladizo que la seda, y sintió placer al tocarlo. Movió la mano en todas direcciones hasta que llegó a una cúpula, rica en bendiciones y capaz de todos los movimientos. Se dijo: “Tal vez este rey sea hermafrodita, y no sea ni macho ni hembra”. Dijo: “¡Rey! No encuentro en ti el instrumen-to propio de los hombres. ¿Qué te ha inducido a hacer esto?” La reina Budur estalló en carcajadas y le contestó: “¡Amado mío! ¡Qué pronto has olvidado las noches que hemos pasado juntos!” El príncipe reconoció que se trataba de su esposa, la reina Budur, hija del rey al-Gayur, señor de islas y mares. Se abrazaron, se besaron, se extendieron en el lecho de la unión y recitaron: Cuando un brazo, cual ramo de vid, lo invitó a unirse conmigo, y con dulzura abrevó la du-reza de su corazón, terminó por acceder después de haberse negado.5 Literatura 118 Cuadernos del Ateneo En esta órbita encontramos textos como los del Decamerón o los Cuentos de Can-terbury, así como del Libro de Buen Amor, en los que se propone una visión condes-cendiente y socarrona del deseo sexual y sus vicisitudes sociales, desde una óptica externa que no expone en absoluto las propias debilidades sino que se mofa de las de los demás. Algo posterior, y mucho más marcado por la misoginia y rigidez moral de su au-tor, lo que le lleva a un pesimismo que pone como protagonista la ilimitada lujuria de las peligrosísimas mujeres, es este fragmento del Libro del Arcipreste de Talavera, o Corvacho, que de algún modo adelanta una tendencia que se afi anzará después, la de la culpabilidad del sexo, un énfasis en lo sórdido de la carne y de los excesos y peligros que arrostra. El quinto mandamiento es: “No matarás a ninguno ni alguna”. Pues dime, ¿oíste, viste, en-tendiste que hombre que amase alguna mujer, o alguna mujer hombre amase, que hiciese matar a alguno por esta razón? Dígote que innumerables son los que son muertos por este caso, o los matan o hacen matar: lo uno, porque alguno descubridor era de sus amores, o de él en algún lugar mal hablara, o a su coamante deshonrara por plaza o por oculto, o andaba por sonsacarle la que más amaba, o por alguna manera de diez maneras que son de celosías, las cuales omito y dejo de decir por no ser prolijo y avisador de mal hacer. ¿Y viste, u oíste que alguna matase marido, hermano, primo u otro cualquier pariente, por haber a su voluntad a su coamante? ¿Y viste nunca madre consentir en muerte de hijo o hija por no ser descubierta, por cuanto el hijo o hija le había el tal pecado sentido o visto? Dentro en Tortosa yo vi hacer justicia de una mujer que consintió que su amigo matase a su hijo porque no los descubriese. Yo la vi quemar porque dijo el hijo: “Yo lo diré a mi padre, en buena fe, que dormistes con Irazón el pintor”. Díjolo la madre al amigo, y ambos determinaron que muriese el niño de diez años; y así lo mató el amigo, y la madre y él lo soterraron en un establo. Fue descubierto por un puerco después, y así se supo. ¿Viste quién su padre matase por robarlo e irse con su coamante? Yo vi una mujer que se llamaba la Argentera, presa en Barcelona, que ahogó a su padre y metió al amante en casa, y le robaron y dijeron otro día que se era ahogado de esquinancia. Después la vi colgar por este crimen que cometió, y era una de las hermosas mujeres de aquella ciudad –la historia de cómo fue, de cómo se supo y cómo fue sentenciada, sería luenga de contar– y aun en postremo el verdugo, cuando la descolgó, se echó con ella. Y mandábanle matar, y por ruegos de algunos fue públicamente azotado por Barce-lona, año de 28. Y aun en esto deben tomar ejemplo los que quieren a veces porfi ar con Dios y su justicia, que esta por este crimen estuvo mucho presa y por ruegos de muchos querían soltarla. Y yo hablé con ella en la cárcel, y rogué y puse rogadores, y ella nunca quiso sino salir por sentencia, hasta que fue después su amigo hallado y preso y tormentado, y confesó la verdad, y huyó de la cárcel. Y ella fue colgada; que fue juicio de Dios donde ella hubiera de haber toda la culpa de la muerte de su padre. Y Dios quería que aun ella viviese e hiciese penitencia y ella no quiso, y así acabó. Y aun después de muerta fue causa de la deshonra del verdugo; que hay personas que en vida y en muerte siempre hacen mal o son causa de todo mal, que en tal signo nacieron.6 La tradición misógina, cuyos albores se pueden encontrar en los textos más an-tiguos conservados, se ha refi nado en el medioevo por el camino ideológico del pe-cado, que en el discurso cristiano viene al hombre por la mujer. El sujeto masculino que se expresa en la mayor parte de los textos medievales, en su temor de caer en el Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 119 pecado de la carne, siente la necesidad de anular la sexualidad potencialmente infi ni-ta de la mujer. Su retrato de la mujer llevada de un deseo irreprimible pone siempre de manifi esto las aberraciones morales a las que la aboca necesariamente la lujuria. Este intento de recluir el sexo dentro de la cárcel de la legitimidad matrimonial tiene la contrapartida de una imagen sublimada del amor que en la literatura está contenida en la obra de Petrarca, quien recoge la tradición trovadoresca haciendo desaparecer de ella el objetivo claramente carnal que ya hemos explicado. En su lu-gar aparecen temas que se convertirán en tópicos en el “petrarquismo” de los siglos siguientes: el sufrimiento complaciente por el desdén de la amada, la idealización de su belleza, la idea de origen platónico de que el amor perfecciona al sujeto sin más objetivo… El poeta se niega a sí mismo la esperanza de alcanzar la unión con Laura para regodearse en un sufrimiento del que no sabe ni quiere liberarse. 59. Aunque lo que me trajo a amar primero sienta a tuerto quitarme, de mi fi rme querer no he de mudarme. Que Amor entre el cabello de oro fi no un lazo había escondido y un rayo de aquel hielo cristalino fl echó que me ha rendido, con resplandor tan presto y tan subido, que en dél sólo acordarme de todo otro querer puede privarme. Mas ¡ay!, que de los ojos y cabellos quitado me han la vista. Ni se crea de mí que por no vellos renuncie la conquista. Y pues de un buen morir honor se aquista, en ello he de afi rmarme, ni de tal ñudo quiero desatarme.7 Otras veces su visión es más optimista porque ve en su amor sin esperanza una fuerza que lo perfecciona. 61. Benditos sean el día, el mes y el año, y la estación y tiempo y hora y punto, y la tierra y lugar do me vi junto a los ojos raíz de bien tamaño. Y sea bendito el dulce afán extraño que con Amor me ha hecho tan conjunto, y el arco por quien cuasi soy difunto y las jaras qu´en mí causan tal daño. Benditas sean las voces que llamando de mi señora el dulce nombre he dado, las lágrimas, suspiros y el deseo. Y sea bendito cuanto voy cantando de que fama le adquiero, y el cuidado que en ella sola de contino empleo.8 La línea que empezó Petrarca tuvo un asombroso éxito en toda Europa, con-virtiéndose en hegemónica en los siglos XVI y XVII, y supuso la delimitación casi defi nitiva del erotismo de los corazones. Ya veíamos en la lírica latina una tendencia clara hacia la exclusión de lo religioso de la concepción del anhelo amoroso, por más que hubiera quedado aletargada en la primera Edad Media, pero el triunfo del petrarquismo en el Renacimiento llevó a la imposibilidad de tratar el deseo de la Literatura 120 Cuadernos del Ateneo manera indistinta de las sociedades antiguas. El sexo ya no será manifestación de la divinidad, ni será compatible con el amor que cabe en la poesía, del mismo modo que a medida que se pierda la pureza del platonismo de Petrarca el erotismo de los corazones no permitirá ninguna ingerencia seria del sentir religioso. Si seguimos la línea de los poetas renacentistas y barrocos veremos que la sistematización de los topica petrarquistas suponen el abandono de la vivencia del amor en favor de una estilización de conceptos y juegos verbales. Buen ejemplo de esto es la lírica amorosa manierista y barroca (recordemos el soneto “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, de Quevedo, o “El testamento”, de John Donne: Antes que expire, permitid que exhale, Amor, unos legados; aquí dejo mis ojos a Argos, si es que pueden ver, si fueran ciegos, a ti solo, Amor; mi lengua a Fama; a los espías, oídos; a las mujeres o a la mar mis lágrimas. Tú, Amor, me has enseñado hasta aquí mismo, haciendo que ame a quien los tiene a cientos, que no he de dar sino a quien ya tenía dema-siado. Mi constancia la doy a los planetas; mi hablar sincero al que vive en la corte; mi ingenuidad y falta de prejuicios al jesuita; al bufón mi seriedad; al que ha vivido lejos mi silencio; dinero al capuchino. Tú, Amor, me has enseñado, al obligarme a amar donde ningún amor se acepta, a dar a quien no puede ser capaz de recibir. A los católicos de Roma doy mi fe; mis buenas obras lego a los cismáticos de Ámsterdam; mis buenos modos y cortesía a una universidad; doy mi modestia al soldado desnudo; repartan mi paciencia entre ludópatas. Tú, Amor, me has enseñado, haciéndome amar en el desprecio de mi amada, a dar solo a quien tiene mis dones por indignos. Reputación les puedo dar a aquellos que fueron mis amigos; mis astucias al que me odió; y al escolar mis dudas; mi enfermedad al médico, o excesos; a Natura lo que escribí con rima; mi ingenio a los que iban conmigo. Tú, Amor, haciéndome que adore a quien ya había engendrado en mí este amor, me enseñaste a fi ngir que daba, y sólo restituyo. A aquél por el que doble la campana le doy mis libros médicos; mis rollos de consejos morales, al loquero; mis medallas de bronce a los que viven necesitando pan; al que deambula entre extranjeros doy mi lengua inglesa. Tú, Amor, que haces que yo ame a la que cree su amor el alimento a otros más jóvenes, haz que crezcan sin proporción mis dones. Así que no doy más; y con mi muerte destruyo el mundo; pues amor me sigue. Y tu belleza no valdrá ya más que el oro de las minas no excavadas; y tus gracias más uso no tendrán que un cuadrante solar en una tumba. Tú, Amor, me has enseñado, haciendo que ame a aquella que me olvida y te desprecia, a dar con el camino, y realizarlo, de aniquilar los tres.9 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 121 Frente a la inabarcable cantidad de textos que, como el que acabamos de ver, necesariamente escogen una sola de las vertientes del deseo, llamaremos la atención ahora sobre algunos que se sitúan todavía en los frágiles límites. En la literatura cas-tellana, mientras Garcilaso, Herrera, Lope, Góngora o Quevedo solo cantan al amor en su sublime pureza o como burla chusca, Aldana, un poeta sin escuela, encuentra un espacio en algunos de sus poemas para un amor a la vez emocional y carnal. La sábana después quietamente levanta, al parecer no bien seguro, y como espejo el cuerpo ve luciente, el muslo cual aborio limpio y puro; contempla de los pies hasta la frente las caderas de mármol liso y duro, las partes donde Amor su cetro tiene, y allí con ojos muertos se detiene. Admirado la mira y dice: “¡Oh cuánto debes, Medor, a tu ventura y suerte!” Y más quiso decir, pero entre tanto razón es ya que Angélica despierte, la cual con breve y repentino salto, viéndose así desnuda y de tal suerte, los muslos dobla y lo mejor encubre, y por cubrirse más, más se descubre. Confusa, al fi n, halló nueva manera, que a su Medor abraza enternecida y con la blanca mano por defuera trabaja de quedar toda ceñida; dijo después la ninfa placentera: “Paz y dichosa luz tengas, mi vida” y él, sin hablar, con alegría no poca, paz de su luz tomó dentro en la boca.10 Esta escena, sacada del Orlando Furioso de Ariosto, condensa en la narración de un episodio convencional la frágil tensión sexual de un momento de incertidumbre que habría quedado en suspensión casi lírica de no ser por la explosión del beso fi nal. También Shakespeare se mueve en ese equilibrio entre lo carnal y lo emocional en Romeo y Julieta, dando por supuesto el acto sexual (en la escena en que la alondra los despierta en la cama de Julieta). Su imposible amor, que incluye el matrimonio oculto, sólo los llevará a la muerte; por medio de un delicado simbolismo en torno al veneno que sus bocas comparten y a la daga de Romeo que encuentra su vaina en el cuerpo de Julieta para oxidarse en él, la desaparición de los amantes trasciende la tragedia para sublimarse como unión. Romeo: Lo haré, sin duda. Veamos esta cara. ¡El paje de Mercutio, el noble Paris! ¿Qué dijo él, cuando mi alma zarandeada no le atendió como debía? Que Paris debía haberse casado con Julieta: ¿No lo dijo? ¿O acaso lo soñé? ¿O estoy loco, y le oigo hablar de Julieta, al pensarlo? Dadme la mano: ¡somos un mismo escrito en el libro del llanto! Os entierro en una tumba triunfal; ¿tumba? ¡Oh, no!, una linterna, joven muerto, pues yace aquí Julieta, y su belleza vuelve esta cripta en fi esta luminosa. Reposad, Muerte, herida por un muerto. (Tumbando a Paris en la tumba) ¡Cuántas veces, al borde de la muerte se ha sido feliz! Lo que llaman los médicos relámpago previo a la muerte: oh, ¿cómo Literatura 122 Cuadernos del Ateneo llamarlo relámpago? ¡Amor! ¡Mi esposa! La muerte, aspirado tu dulce aliento, no ha podido dañar a tu belleza: no ha vencido; el pendón de tu belleza es carmín en tus labios y mejillas, y aún no ha clavado su bandera pálida. ¿Yacéis ahí, Teobaldo, en vuestra sábana sangrienta? ¿Qué otro favor puedo haceros, sino matar, con mano que os segó la juventud, al antiguo enemigo? ¡Perdonad, primo! Ah, querida Julieta, ¿por qué tan bella aún? ¿Debo creer que te ama la muerte inmaterial, y que, monstruo espantoso, te reserva aquí en la oscuridad para su amante? Por miedo de eso restaré contigo; y nunca dejaré ya este palacio de densa noche: aquí, aquí permanezco con las larvas que son tus camareras; he de encontrar mi eterna paz aquí, y sacudirme el yugo de los astros de esta carne cansada. ¡Ojos, una última mirada! ¡Brazos, un adiós! ¡Y labios, las puertas del aliento, selle un beso su pacto eterno con la avara muerte! ¡Ven, amargo conducto, fatal guía! ¡Piloto sin futuro, de una vez estrella el viejo y mareado bajel! ¡Por mi amor! (bebe) ¡Oh, sincero farmacéu-tico de efi caces drogas! Me mata un beso. (Muere). (Entra por el otro lado de la iglesia el hermano Lorenzo con una linterna, X y una espada). […] Hermano Lorenzo: ¡Romeo! (avanza) ¿Qué sangre es ésta, que mancha la pétrea entrada de esta sepultura? ¿Qué indican estas espadas sin dueño que yacen en este lugar pacífi co? (Entra en la tumba). ¡Romeo! ¡Oh, pálido! ¿Y quién? ¿También Pa-ris? ¿Y embadurnado en sangre? ¡Oh, ingrata hora culpable de este trance lamentable! La dama vuelve en sí. (Julieta se despierta) Julieta: ¡Oh, amable fraile! ¿Dónde está mi esposo? Recuerdo dónde debía esperarle, y aquí estoy. Pero ¿dónde está Romeo? (Rui-do). Hermano Lorenzo: Oigo algún ruido. Venid de ese nido de muerte y antinatural descanso: Un poder que no podemos negar Burla nuestros intentos. Ven, vayámonos. Vuestro marido yace muerto en vuestra tumba, y también Paris. Ven, dispondré de ti entre una hermandad de santas monjas: No me preguntes, pues el guardia viene; Ven, ve, buena Julieta, (más ruido) tengo mie-do… Julieta: Ve, aléjate de aquí, yo no me voy. (Se va el hermano Lorenzo) ¿Qué es esto? ¿Una copa presa en la mano que amo? Veneno fue su fi n sin tiempo. ¿Lo apuró, y no dejó una gota amiga Para ayudarme? Besaré tus labios; felizmente, hay veneno aún en ellos, para que mate un reconstituyente. (Lo besa). Tu boca está caliente. Primer guardia (Dentro): Niño, guíame. Julieta: ¿Sí, ruido?, pues deprisa ¡Oh feliz daga! (cogiendo la daga de Romeo) Esta es tu vaina. (Se la clava). Permanece en ella y déjame morir. (Cae sobre el cuerpo de Romeo, y muere).11 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 123 Aunque en estos ejemplos hemos visto manifestarse el amor en conjunción con el deseo, sólo algunas manifestaciones tardías y excepcionales del eros místico podrán fundir todavía los tres erotismos. El arrebatado clímax que constituye “Llama de amor viva”, de san Juan de la Cruz, lejos de la imaginería convencional del petrar-quismo, alcanza una intensidad emocional a partir de la fusión del deseo carnal, amoroso y de Dios, que encuentra parentesco con el entusiasmo místico de los poe-tas sufíes comentados en la primera parte de este trabajo. La herida que conmueve al sujeto lírico da lugar a un placer tan profundo que conduce a la aniquilación del yo en un fogonazo de luz que cede su lugar inmediatamente a una idílica y serena escena entre los amantes satisfechos. ¡Oh llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! Pues ya no eres esquiva acaba ya si quieres, ¡rompe la tela de este dulce encuentro! ¡Oh cauterio süave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado que a vida eterna sabe y toda deuda paga! Matando, muerte en vida has trocado. ¡Oh lámparas de fuego en cuyos resplandores las profundas cavernas del sentido, que estaba oscuro y ciego, con estraños primores color y luz dan junto a su querido! ¡Cuán manso y amoroso recuerdas en mi seno donde secretamente solo moras, y en tu aspirar sabroso de bien y gloria lleno, cuán delicadamente me enamoras!12 Exceptuando, como decíamos, a estos pocos autores, se puede decir que los dis-cursos sobre el deseo se han especializado a partir de la época de Petrarca. Por un lado encontramos una línea de la pureza del “amor” en un sentido ya bastante parecido al actual; por otro un consumo creciente de literatura “erótica” cada vez más cerca-na a lo que hoy consideramos “pornográfi co” (producto cuya función es producir excitación sexual); por último, un discurso burlesco que trata el sexo como motivo de escarnio con una acidez inusual hasta el momento. La religión no volverá a con-fundirse con el deseo. Esta nueva separación puede explicarse por la especialización de todos los as-pectos de la vida que sucede a la explosión de este primer capitalismo del s. XV. La avanzada tecnología que se pone en funcionamiento en estos años (la imprenta, las comunicaciones, etc.), el crecimiento de las ciudades y el fortalecimiento del estado y su administración condujeron a un reparto mucho más preciso de las funciones de cada individuo. Estos cambios en la vida social afectaron necesariamente también al ámbito de lo privado: en lo relativo a la sexualidad, se trata de una época que delimi-ta con claridad el espacio de lo lícito, lo consentido y lo prohibido. La normalización Literatura 124 Cuadernos del Ateneo legal de la prostitución, así como la legitimación ideológica del matrimonio por el amor, constituyen algunos de los aspectos más signifi cativos de la nueva situación. Como señala Foucault13, los cambios sociales derivados de la economía y de los avances científi cos permitieron la aparición de un ámbito nuevo de posibilidades que el poder en su sentido más amplio (como estructura poliédrica en que toman parte todas las fuerzas de la sociedad) tiende a asumir y ocupar. La posibilidad que está al alcance de la nueva organización social de controlar la vida privada de los individuos conlleva una estricta caracterización de lo que es propio a cada tipo de relación íntima: nunca cabe explicitar el sexo dentro del matrimonio, que se da por supuesto, del mismo modo que el sexo explícito siempre signifi ca pecado, adulterio. A la mujer “honesta”, que porta la honra de su familia, se le negará en adelante la posibilidad de desear, de modo que no conocerá el sexo si no es con fi nes repro-ductores en el seno del matrimonio. La tradición petrarquista se incluiría dentro de este amor lícito, así como la profusión de argumentos en los que la noche de bodas tiene lugar justo después del fi nal (pensemos en el teatro español del siglo de oro, en el que el sexo siempre es violación, seducción, etc.). En el otro lado se encuentra la burla, la vergüenza (entretenimiento exclusivo de los hombres), y sobre todo la aparición de un discurso sexual cada vez más minucioso que incluye la confesión, el relato libertino, etc. Este placer nuevo de contar, lo que Foucault llama la “puesta en discurso”, se ma-nifi esta tempranamente en esa peculiar obra que es la Celestina, que aun reconociendo la fuerza del deseo en todo ser humano, expone las difi cultades que encuentra dentro de las normas sociales y cómo sólo en el ejercicio de la prostitución puede defenderse con libertad. Si bien Melibea se ve forzada a esconder su pasión irracional y asocial por Calisto, al sujeto masculino se le estimula a gozar del placer de exhibirlo. Celestina.- Sin prudencia hablas, que de ninguna cosa es alegre possessión sin compañía. No te retrayas ni amargues, que la natura huye lo triste e apetece lo delectable. El deleyte es con los amigos en las cosas sensuales e especial en recontar las cosas de amores e comunicarlas: esto hize, esto otro me dixo, tal donayre passamos, de tal manera la tomé, assí la besé, assí me mordió, assí la abracé, assí se allegó. ¡O qué fabla!, ¡o qué gracia!, ¡o qué juegos!, ¡o qué besos! Vamos allá, boluamos acá, ande la música, pintemos los motes, cantemos canciones, inuenciones, justemos, qué cimera sacaremos o qué letra. Ya va a la missa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su carta, vamos de noche, tenme el escala, aguarda a la puerta. ¿Cómo te fue? Cata el cornudo: sola la dexa. Dale otra buelta, tornemos allá. E para esto, Pármeno, ¿ay deleyte sin compañía? Alahé, alahé: la que las sabe las tañe. Este es el deleyte; que lo al, mejor lo fazen los asnos en el prado.14 Es preciso observar que se refl exiona en este fragmento sobre la diferencia que hay entre sexo (eso que hacen los asnos) y erotismo (el placer de contar) Por oposición a Melibea, las prostitutas que aparecen en la obra defi enden su profesión sobre todo como medio para evitar la condición servil, y no muestran Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 125 remilgo alguno por jugar con varios hombres y disfrutar de todas las posibilidades que ofrece el sexo. Otro ejemplo todavía más extremo que representa este discurso se encuentra en esta defensa de la prostitución que hace Nanna en Las seis jornadas, del polémico Pietro Aretino. Antonia: Mi parecer es que hagas a tu Pippa puta: porque la monja traiciona sus votos, y la casada ofende al santo matrimonio; la puta, en cambio, no la emprende ni con el monasterio ni con su marido: más bien hace como el soldado que se le paga para hacer el mal, y haciéndolo no se considera que lo haga, porque su tienda vende lo que tiene que vender; y el primer día que un mesonero abre una taberna, aunque no ponga una enseña se sabe que allí se bebe, se come, se juega, se jode, se reniega y se engaña: y quien fuese a orar o a ayunar, no encontraría ni altar ni cuaresma. Los huertanos venden las hortalizas, los especieros, las especias, y los burdeles, blas-femias, falsedades, chismes, escándalos, afrentas, robos, suciedades, odios, crueldades, muertes, males franceses, traiciones, mala fama y pobreza; pero dado que el confesor es como el médico que cura antes el mal que se le aparece de forma palmaria que aquel que se le oculta, vente sin dudarlo con Pippa y hazla puta sin pensártelo dos veces: que con una pequeña penitencia con dos gotitas de agua bendita, cualquier emputecimiento será borrado del alma; y además, por lo que he creído colegir de tus palabras, los vicios de las putas son virtudes.15 Este autor, que destacó en su época por una habilidad para ridiculizar y extor-sionar a sus contemporáneos con la amenaza de publicar sus intimidades, lo que le permitió vivir en el lujo a su costa, produjo una obra que se interna con insolencia en el terreno de la pornografía. Nanna: Luego, la prudente abadesa le cogió la reliquia y, acercando su boca, la besaba y, atraída por ella, la chupaba y mordisqueaba al igual que un perrito con una pierna o una mano, con lo que disfrutamos con sus mordiscos, que nos hacen llorar riendo. De tal manera, el pícaro fraile, al sentir los mordiscos de la señora, todo risueño decía: “¡Ay, ay!”. Antonia: ¡Qué estúpida! ¡Debería haberle quitado un pedazo con los dientes! Nanna: Mientras la bondadosa abadesa jugueteaba con su ídolo, llamaron suavemente a la puerta por lo que se quedaron ambos en suspenso y, prestando oídos, escucharon un silbido muy débil; comprendieron que era el criado del confesor y le abrieron al momento y, ya que éste conocía sus secretos, no se preocuparon para nada, más bien al contrario, porque la traidora aba-desa, abandonando el pinzón del padre, cogió por las alas el jilguero del hijo, y estremeciéndose al rozar el arquillo del muchacho por su lira, dijo: “Amor mío, concédeme una gracia, por favor” y el mal fraile le respondió: “De acuerdo, ¿qué deseas?”; “Quiero –añadió ella– rallar este queso con mi rallador y que tú, mientras tanto, le des con tu maza en el timbal de tu hijo espiritual y, si el placer te place echaremos a galopar los caballos; si así no fuera, probaremos otras maneras e indudablemente una será de nuestro gusto”. Mientras tanto, la mano de fray Galazo ya había calado las velas del esquife del muchacho y la señora abadesa, al darse cuenta, se sentó, abrió de par en par su jaula, puso dentro el ruiseñor, y se echó encima la carga con gran alegría de todos; puedo decirte solamente que estuvo a punto de reventar con tan gran mapamundi sobre su vien-tre que la bataneó como es bataneado por un batán un trozo de paño. Por último, ella se libró de la carga y ellos de las ballestas y, acabado el juego, tragaron más vino y devoraron más dulces de lo que pudiera yo contarte.16 Literatura 126 Cuadernos del Ateneo Con esta misma intención de frivolizar el sexo sin renunciar al estilo, este soneto anónimo recrea las características del soneto barroco, originalmente elevado y con-ceptual, para llevarlo a un terreno que no le es habitual. Sorprende, dentro del con-junto de obras con sexo explícito, por su atrevimiento estilístico, que tiene su cota más alta en la escisión de la palabra “menearte” como consecuencia muy ilustrativa del orgasmo. Los ojos vueltos, que del negro dellos muy poco o casi nada parecía, y la divina boca, helada y fría, bañados en sudor rostro y cabellos, las blancas piernas y los brazos bellos, con que al mozo en mil lazos envolvía, ya Venus fatigados los tenía, remisos, sin mostrar vigor en ellos. Adonis, cuando vio llegado el punto de echar con dulce fi n cosas aparte, dijo: “No ceses, diosa, anda, señora, no dejes de mene…”, y no dijo “arte”, que el aliento y la voz le faltó junto, y el dulce juego feneció a la hora.17 Y en un tono humorístico y burlesco no exento de ingenio, ofrece otra versión del erotismo chusco el conde de Villamediana, otro singular personaje, libertino y jugador, que murió asesinado al parecer entre otras razones por el odio generado por sus letrillas maledicentes, como estas dos estrofas de unos ovillejos para una dama: Fue un tiempo vuestro varón Capón, y es el que os goza al presente, Impotente, amén de otro monje añejo Viejo. Señora, mi mal consejo es que corráis buen caballo y no busquéis para gallo Capón, Impotente o Viejo. Vos, tenéis, señora polla, Argolla, y en Castro contemplo solas Bolas, y en el capón solo y fl aco, Taco; y de aquí, señora, saco que uno de estos solo y vos nunca juntaréis los dos Argolla, Bolas y Taco.18 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 127 Fuera de lo risible, las escasas referencias a lo sexual en el siglo XVII son siem-pre culpables, pecaminosas. Con una exuberante riqueza estilística que difi culta la comprensión, Pedro Soto de Rojas esconde en los fragmentos de Adonis una escena de violación incestuosa en un entramado sinuoso de ramajes de jardín, llevando al extremo la estética barroca de su maestro Góngora, que en su Fábula de Polifemo y Galatea también había introducido una breve y velada escena erótica entre el pastor Acis y la ninfa Galatea, que concluía con el trágico aplastamiento del joven por el brutal cíclope. Soto de Rojas emplea todos sus medios para amplifi car la sensualidad de la carne, reproduce el cúmulo de sensaciones lascivas de la escena con un desplie-gue de fi guras del lenguaje en torno al estímulo sensitivo (colores, olores, texturas, sonidos, etc.). A esta sazón luchando, y aun rendido, con insultos estaba pensamientos, entre determinado, entre dudoso, el padre enamorado que, algo siempre apartado, la dulce causa de su error seguía. Llegó tan cerca de ella, que fácilmente pudo una centella ser traída del viento al pecho fulminado, donde, de la ocasión fi era atizado, el corazón doliente descubre ya su incendio dilatado. Ya siente que discurren por sus venas exalaciones de lascivo fuego; ya la razón se afl ige y desvaría con la temeridad del accidente que el apetito cría; ya –¡cuán en vano!– reducir procura siquiera a lucha nueva el ánimo en errar determinado del pervertido padre que su lustrosa calidad le lleva: mas queda desmayada y vergonzosamente atropellada. En tanto, pues, la descuidada ninfa usurpada del baño entre un, si avaro, delicado paño, la plata de sus miembros escondía, por ellos deslizándose caía la agua templada y pura, cual por mármoles tersos o columnas de cándido alabastro; y a la linfa menor que se escondía rehacía en sus molduras torneadas, perezosa en sus hoyos –abismo, si abundancia de hermosura–, dulcemente la apura aplicando la mano delicada –el cendal interpuesto– hacia la parte que sintió mojada. Fuese apartando un poco del ordinario paso, que ya la esperan con placer no escaso rústicas almohadas de tomillos sobre tapetes verdes y amarillos. Recostóse do el pueblo de las fl ores besando alegre sus piadosas plantas en aras naturales, aromas mil le ofrece, porque gozar su vecindad merece; y allí, con el celebro humedecido, los miembros delicados, del gustoso ejercicio fatigados, entregaron del alma las espías al blando hermano de la blanda muerte que, con sus alas de piedad movido, dulce sombra le hizo al sol dormido. Ya de la lucha bárbara, dudosa, el falso padre, el desmentido amante, a su conceto vencedor se estima; juzgaba victoriosa la determinación, infame esclava, y el adúltero paso apresurando llega a su hija, que durmiendo estaba. Llega atrevido, calla temeroso, quiere embestir y queda desmayado, intenta acometer y atrás se vuelve; Literatura 128 Cuadernos del Ateneo Esconder, especializar, sofi sticar: el camino de la sensualidad queda marcado por su reclusión en ese ámbito privado y clandestino, por lo tanto punible. Como ya se atisba en el Adonis y quedará aún más de manifi esto en la literatura dieciochesca, la obligación de ocultar lo sensual conlleva una necesidad de afi narlo hasta extremos antes insospechados, tanto en su expresión literaria como en la propia vivencia. Para adecuar la realización del deseo a unos códigos de conducta cada vez más restrictivos, resulta necesario desarrollar unos rituales sociales acordes con ellos, que constituirán fuentes de deleite en sí mismos. El placer de la seducción tiene su correlato también hipertrofi ado en la exploración de detalles inusuales dentro de la materialización del juego sexual. Pero por otro lado, el dominio de estas convenciones dará el triunfo social y un espacio de poder a unos, para controlar o, llegado el momento, victimizar a los otros. La trasgresión es tenida por vulgaridad, bajeza, debilidad, y más tarde, con el tratamiento que darán los románticos a la mujer, suciedad, contaminación, enfer-medad. Todavía en el s. XVII, La Rochefoucauld intuyó en parte esta dirección que to-maba lo amoroso cuando escribió sus Máximas. 68. Es difícil defi nir el amor: lo que puede decirse es que en el alma es una pasión de reinar; en el entendimiento es una simpatía; y en el cuerpo no es más que un deseo oculto y delicado de de una mujer dormida tiembla determinado, que es cobarde la fuerza del pecado; más el poder, el cetro, la riqueza –carga del alma, espuela del sentido, disolución infame, descarada, si en ignorantes toca–, los autos justos del temor revoca, y le arroja en el suelo a chupar los claveles de una boca. No de otra suerte susurrante abeja calar se deja al romeral fl orido tras su goloso humor que está escondido. Salteada la ninfa en el paso lascivo, aún de su pensamiento no tocado, despierta y duda si será soñado caso tan peregrino: ve su padre mudado, no de hombre en fi era, mas de fi era en mons-truo en el acto y el rostro; duda, suspensa, y, en su duda extraña, el falso que le arguye, por amado, o temido, el silogismo de su error concluye y, pisada la cándida azucena, vïola negra ya quedó de suerte que concibió, cual víbora, su muerte. El bien contento amante, viéndose poseedor de su esperanza, a su resolución reconocido, daba las gracias y a su buena suerte; ya deja de ser padre y es esposo, galantea solícito y cuidoso con máscara de amor su hija y dama; ella, con sus fatigas vueltas gusto, dulce le corresponde, dulce se enlaza del paterno cuello y por lo vergonzoso, o por lo bello, purpúreas rosas deshojadas llueve –triunfo de amor, y de su madre fama– de entre el jazmín ejemplo de la nieve.19 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 129 poseer lo que se ama después de muchos misterios. 77. El amor presta su nombre a un número infi nito de relaciones que se le atribuyen, y con las que tiene tan poco que ver como el dogo con lo que pasa en Venecia.20 Pero es aún más consciente la existencia de este nuevo ámbito de poder, el de la opinión de los demás, en La princesa de Clèves, de Madame de La Fayette. La protagonista se ve acorralada cuando el hombre al que ama se toma una licencia en presencia de otros que ella no puede evitar ni delatar porque cualquiera de las dos opciones pondrían su ilícito deseo en evidencia. Hacía mucho tiempo que Monsieur de Nemours deseaba poseer el retrato de Madame de Clèves. Cuando vio el que era propiedad de Monsieur de Clèves, no pudo resistir la tentación de sustraerlo a un marido a quien creía tiernamente amado, pensando que, entre tantas personas como se habían reunido en aquel lugar, no había de ser él más sospechoso que cualquier otro. Madame la Delfi na estaba sentada sobre el lecho hablando en voz baja con Madame de Clèves, y ésta, que se hallaba de pie delante de ella, pudo ver, a través de una rendija de los mal cerrados cortinajes, a Monsieur de Nemours de espaldas a la mesa colocada a los pies de la cama, que se apoderaba cautelosamente de algo que estaba encima de aquella mesita. No le costó gran trabajo adivinar que aquello era su retrato y turbóse de tal manera que Madame la Delfi na de que no la escuchaba y preguntóle qué era lo que estaba mirando. Monsieur de Nemours volvióse al oír estas palabras, y sus ojos se encontraron con los de Madame de Clèves, fi jos todavía en él, pensando que era muy posible que ella hubiese visto el acto que acababa de ejecutar. Madame de Clèves se hallaba, ciertamente, en una situación muy embarazosa; sentía, en justicia, que tenía derecho a reclamar su retrato, pero pedirlo públicamente signifi caba descubrir a todos los presentes los sentimientos del príncipe hacia ella, y, por otra parte, pedírselo, hallán-dose a solas con él, era obligarle, en cierto modo, a declararle su pasión. Creyó, al fi n, que era lo más conveniente dejarle poseer el retrato y no le costó gran trabajo hacerle un favor semejante, sin que él supiera que se lo había otorgado. Monsieur de Nemours, que adivinó perfectamente la situación en que se encontraba Madame de Clèves y que comprendía muy bien la causa de la misma, acercóse a ella y le dijo en voz baja: —Si habéis visto lo que me he atrevido a hacer, señora, tened la bondad de dejarme creer que lo ignoráis; no me atrevo a pediros más.21 Lo que en Madame de La Fayette era sólo una posibilidad, un ámbito potencial de presión, se somete al poder efectivo en el s. XVIII. Las amistades peligrosas, com-plejo análisis sobre la intromisión avasalladora y a menudo cruel en la privacidad ajena, es un muestrario perfecto tanto de los códigos como de su violación. El placer carnal, raras veces explícito, que en la novela es instrumento de la dominación, cede su protagonismo al placer de la propia dominación que lo utiliza. La misma técnica epistolar utilizada por Choderlos de Laclos representa una irrupción del ojo del lector que ejerce su poder sobre los personajes, ratifi cando su derrota. Así, en el siguiente fragmento, tenemos ocasión de participar de las intenciones que Valmont sólo revela a su confi dente, la marquesa de Merteuil, rival a quien fi nalmente traicionará hacien-do públicas sus cartas. De momento, su triunfo social pasa por doblegar la resistencia Literatura 130 Cuadernos del Ateneo de una virtuosa y religiosa casada sin utilizar técnicas de seducción por el engaño. Mi proyecto es, al contrario, que conozca y sienta bien el valor y la importancia de cada uno de los sacrifi cios que me hará; no llevarla tan deprisa que el remordimiento no pueda seguirla; hacer que su virtud expire en una lenta agonía; forzarla a tener siempre a la vista este espectáculo; y no concederle la dicha de tenerme entre sus brazos hasta haberla obligado a no disimular sus vivos deseos. (Carta LXX).22 O lo vemos ejercer su magisterio en materia de seducción como si fuera un ilus-trado. Confía en la apoteosis orgiástica de su poder sobre los demás cuando muestre en sociedad las “caídas” que se propone causar, bien para lograr la humillación de terceros (el viejo que planea casarse con la jovencita virgen a la que él pervertirá) o para devastar la vida de la presidenta Tourvel. Tranquilícese vmd.; pues no volveré a presentarme al público, sino más célebre que nunca, y siempre más digno de vmd. Espero que no despreciará la aventura de la chiquita Volanges, de la que parece hacer vmd. poco caso (como si no fuera nada el de robar en una noche una jovencita a su querido amante, disponer de ella a su antojo, y como si fuera suya, y sin incomodarse; lograr de ella lo que no osaríamos aun exigir de todas las mujeres del partido, y esto sin turbar en nada su tierno amor, sin hacerla inconsciente, ni aun infi el: pues que yo no ocupo ni aun su cabeza; de suerte que pasado mi capricho la pondré entre los brazos de su amante, por decirlo así, sin que ella haya notado nada. ¿Es este por ventura un paso ordinario? Además, créame vmd.; los principios que le he inspirado no dejarán por eso de desenvolverse, y pronostico que la tímida discípula dará bien pronto tanto vuelo a sus pasiones que hará honor a su maestro. ¡Si no obs-tante se prefi ere el género heroico, mostraré a la presidenta citada como un modelo de todas las virtudes! ¡Respetada hasta de nuestros mayores libertinos! ¡Tal en fi n que se había perdido hasta la idea de atacarla! La presentaré digo, olvidando sus deberes y su virtud, sacrifi cando su reputación y dos años de juicio, para correr tras la dicha de agradarme, para embriagarse con la de amarme, creyéndose sufi cientemente indemnizada de tantos sacrifi cios con una palabra, una mirada, que aun no logrará siempre. Haré más, la abandonaré; y si tuviese sucesor, digo que no conozco a esta mujer. Ella resistirá a la necesidad de consolarse, al hábito del placer, y aun al deseo de venganza. En fi n no habrá existido sino para mí; y por larga o corta que sea su carrera, yo habré sido el único que haya abierto y cerrado la barrera. Conseguido una vez este triunfo, diré a mis rivales: ¡Aquí tenéis mi obra, dadme en el siglo un segundo ejemplo!23 La otra cara de la sofi sticación dieciochesca está en la exploración sin límites del placer (que llegará al extremo de la depravación antisocial en las geometrías de la crueldad de Sade), que encuentra una suerte de manifi esto en la defensa de la experiencia sensorial que hace Giaccomo Casanova en el prólogo de Mi vida y mis amores. Al evocar los placeres gozados los renuevo, los disfruto una segunda vez y me río de las duras penas que ya no padezco. Miembro del Universo, hablo al aire y me parece que doy cuenta de mi gestión como un mayordomo la rinde a su amo antes de marcharse. Por lo que a mi porvenir se refi ere, nunca he querido preocuparme en calidad de fi lósofo, porque nada sé de él; y en calidad de cristiano, la fe debe creer sin razonar, y la más pura guarda profundo silencio. Sé que he exis- Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 131 tido porque he sentido, y al enseñarme tal el sentimiento, he aprendido que no existiré cuando haya dejado de sentir. Si ocurre que después de muerto continúo sintiendo, ya no volveré a dudar de nada; pero daré un mentís a cuantos vengan a decirme que estoy muerto.24 La receptiva actitud ilustrada frente a los placeres, fruición consciente en ellos, entrará en crisis, como todos los valores del siglo XVIII con el estallido de la doble revolución: la industrial y la política (burguesa). La fuerza y empuje de la burguesía como clase transformadora de la realidad y creadora de riquezas antes insospechadas la llevará a desear, a necesitar apoderarse también de la organización política que antes le estaba vedada. Las convulsiones sociales envolverán el medio siglo que sigue a la Revolución Francesa, hasta el colapso de los revolucionarios de 1848, lo cual no pudo dejar de determinar la posición de los individuos frente al mundo, las aspira-ciones de trascendencia y el deseo mismo de la alteridad: nunca antes se había dado una transformación tan brusca de la estética como la que se dio desde los años del prerromanticismo y que inauguró la necesidad de innovar como requisito del genio individual, a menudo incomprendido y desesperado por el terrible don divino de anticiparse al futuro. Se trata de un correlato de la marcha de la sociedad burguesa que funda su progreso en el cambio, en la inversión de las ganancias en nuevas em-presas, lo cual en pocos textos se comprende con mayor amplitud como en el pacto entre Mefi stófeles y Fausto, verdadero manifi esto del deseo de infi nito, de una belle-za siempre postergada y nunca lograda en plenitud (mito del vagabundo siempre en busca de absolutos y abismos). Fausto: Si un día en paz me tiendo en lecho de ocio, me da igual lo que pueda ser de mí. Si un día con halagos me seduces de tal modo que a mí mismo me agrade; si me puedes mentir con el placer, ¡sea mi último día entonces! ¡Vaya la apuesta! Mefistófeles: ¡Acepto! Fausto: ¡Dame acá la mano! Si a un instante le digo alguna vez: “¡detente, eres tan bello!”, puedes atarme entonces con cadenas.25 Uno de los aspectos que se someten a esta nueva visión del anhelo de unión es el de la sexualidad, cuya plenitud deja de estar al alcance de la mano. Ya no es posible la satisfacción del deseo en libertad, sino sólo dentro del matrimonio o en la culpabili-dad y el delito teñido de repugnancia. La ingerencia del poder en la vida privada, que estudiábamos como novedad en textos anteriores, se ha camufl ado en su presencia Literatura 132 Cuadernos del Ateneo absoluta, conllevando la especialización de los discursos: el del amor, el del sexo, los otros. De ahí que, fuera de lo estrictamente sexual o pornográfi co (que también en esta época va adquiriendo su mayoría de edad), el amor, idealizado hasta sus últi-mas consecuencias, solo es posible en otros estadios que no son la vida cotidiana: la deseada unión con lo otro solo sabe manifestarse desde la insatisfacción cósmica o desde la posesión más cruel de un cuerpo, de un espíritu. La mujer deseada sale de su dimensión humana para convertirse en la encarnación misma de la belleza del universo y del amor como sentimiento sublime que es capaz de redimir o de perder al individuo-hombre. Entre estos extremos parece debatirse Werther, individuo consciente de su so-ledad única e irrepetible pero zarandeado sin piedad por las fuerzas de su propia sentimentalidad. A lo largo de la novela, fi cción de diario que se convirtió en insignia de los románticos, vemos en el enunciador-protagonista un carácter bipolar que de estímulos externos similares (música, anécdotas, otros personajes, paisajes) extrae estados de ánimo opuestos: entusiasmo, alegría, fi lantropía, superioridad, amor, al principio; desesperación, misantropía, autocompasión, desengaño, al fi nal. Su deseo de unión toma como objeto a una mujer que ya desde el principio está comprometi-da con otro, pero está tan sublimado en armonías cósmicas que nada necesita de un referente humano real. En consecuencia, es tan apropiado como motivo de felicidad y vida como de angustia y suicidio. Su atracción es un fantasma que conduce a tan alto grado de frustración que es preferible la muerte a la desposesión. Cabe incluso sentirlo como la fascinación del abismo, el deseo de desaparecer que utiliza a Carlota como mera excusa. —Werther –dijo con una sonrisa que me traspasó el corazón–, muy malo debes estar cuando tu música predilecta te desgarra así. Retírate, te lo suplico, y trata de recuperar la calma. Me separé de ella y… ¡Dios mío! Tú que ves mi sufrimiento, tú debes terminarlo. 6 de diciembre Su imagen me persigue: que duerma o que vele, ella sola llena toda mi alma. Cuando cierro los ojos, en el cerebro, donde se halla la potencia de la vista, distingo con claridad sus ojos negros. No puedo explicarme esto. Me duermo y los veo también: siempre están ahí, fascinantes como el abismo. Todo mi ser, todo, no puede separarse de ellos. ¿Qué es el hombre, ese semidiós ensalzado? ¿No le falta la fuerza cuando más la necesita? Y cuando abre las alas en el cielo de los placeres, lo mismo que cuando se sumerge en la desespera-ción, ¿no se ve siempre detenido y condenado a convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba perderse en el infi nito?26 El hombre se siente minúsculo y rodeado por una naturaleza que ejerce sobre su espíritu una fuerza avasalladora, o se trata más bien de una sublimación de la nostalgia por aquella vida gobernada por universales en la naturaleza, desde una Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 133 irreversible transformación en la soledad del egoísmo frío y calculador en el horror de la nueva ciudad. De otro modo más cercano a la euforia y el arrebato místico, Novalis expresa la excelsitud de la noche infi nita en el cosmos como casa acogedora de las criaturas en un ambiente de amor ardiente o como divinidad protectora. La oscuridad es el mismo tálamo de un encuentro sexual (apenas símbolo de unión, no obstante), pero en densa confl uencia metafórica de sentido mágicamente refl ejado, deviene también el ara del sacrifi cio a esa divinidad e incluso el encuentro defi nitivo con la verdad al caer el velo que la escondía en una dulce defl agración. Más celestial que esos astros fúlgidos en las lejanías nos parecen los ojos infi nitos que la noche abre en nosotros. Miran más hondo que los más claros astros de esos innumerables ejércitos; sin necesidad de luz, miran a través de las profundidades de un amante corazón, que llena un más profundo espacio de indecible felicidad. ¡Gloria de la reina del universo, mundo sagrado de la alta mensajera, venturoso amor de nuestra cuidadora! Vienes, amada… La noche está aquí… Arrebatada está mi alma… allá lejos queda el camino terrenal, y tú eres de nuevo mía. Te contemplo en los profundos, oscuros ojos; nada veo sin amor y bienaventuranza. Descendemos al altar de la noche, al suave lecho… El velo cae, y, encendida de la cálida presión, arde de la dulce víctima el puro fuego.27 En el otro extremo, la aparición de la más estricta precisión en el tratamiento lite-rario de lo sexual, un decir el sexo cada vez más explícito que supone la intromisión de una mirada, la del lenguaje mismo, en el ámbito de lo más íntimo, en forma de necesidad interior de confesar. Son muchos los ejemplos de esa creciente atención a lo “sicalíptico”, entre autores que tratan de “dignifi car” lo sexual por medio de un discurso propio y a la altura de los demás temas, lo que en el fondo signifi ca tratar de dejarlo bien recogido en su reducto prohibido y alternativo, como si fuera un mun-do aparte: ante todo poetas, ya que se trata de una literatura necesariamente al mar-gen del gran negocio que permiten teatro y novela, al menos hasta que el mercado editorial alcance un margen de benefi cios sufi ciente en lo subterráneo. Cuando eso ocurra, será porque haya un público deseoso de recibir textos que exciten su imagi-nación y su libido, aunque prefi eran enmascararlo con la falsa pátina de lo literario. Entre ellos, Gamiani, de Alfred de Musset es un buen ejemplo que disimula la fa-bricación de fantasías libertinas para lectores aburridos precisamente bajo la temática de la búsqueda de lo infi nito que se difi ere hasta el momento mismo de una muerte confundida con el orgasmo. Es un prototipo de mujer pantera y cruel que tendrá Literatura 134 Cuadernos del Ateneo gran éxito en la mitología decimonónica el que aparece en este texto de estilo pegajo-so, personaje que no encuentra un límite para su deseo, tildado de “detestable furia” por su avidez de excitación sexual más allá de lo racional, más allá de toda justifi ca-ción y consecuencia, incluso en el dolor físico, la tortura. Es un horror en el exceso de aquello que en menor medida puede parecer natural al hombre, si bien el texto parece condenar, pero es en su ambigüedad precisamente donde reside su riesgo. Si bien por momentos parece apoyar la libertad de la mujer, en otros la condena como monstruo del placer que una vez desatado no es capaz de controlarse en un abismo furioso (por oposición al hombre, que sí conoce saciedad). De romántico tiene esa búsqueda de infi nitos, si bien se trata de infi nitos de condenación, antes de que el malditismo sea mirado como principio estético y única salvación del poeta, que no puede concordar con la armonía del mundo. A medida que la condesa se excita, va acentuando la intensidad de sus ardientes caricias. A los besos suaves y a las caricias cosquilleantes siguen luego los mordiscos atormentadores y gratos y los pellizcos excitadores. De pronto, Fanny no puede sufrir el amoroso martirio y deja escapar un ligero grito de dolor. Gamiani acude presta con el remedio. Hundiendo la cara entre los muslos de Fanny, busca la lengua de la condesa el clítoris de su amada. Fanny se deja vencer y las dos hembras quedan un instante rendidas de placer. Gamiani vuelve presta a su labor sin separar su ardiente boca del cáliz del amor de Fanny, la que, excitada hasta el paroxismo, grita suplicante y angustiada. Fanny: ¡No puedo más! ¡Me matas! Gamiani: ¡Toma y recobrarás las fuerzas! Es un elixir de vida; bebe. La condesa ofrece a Fanny un frasquito, después de apurar la mitad de su contenido. Fanny, obediente, bebe ansiosa la otra mitad del líquido que la condesa derrama en la entre-abierta boca de su querida. —¡Por fi n –dice Gamiani con júbilo–, ya eres mía para siempre! Los ojos de la condesa están ahora animados por un brillo demoníaco. Colocándose de rodillas entre los muslos de Fanny, se sujeta, nerviosa, el falo descomunal que antes había mostrado a Fanny. A su vista la muchacha se excita de nuevo y se mueve intranquila y codiciosa. Gamiani empieza a operar con el brutal instrumento, y las carnes de Fanny se desgarran y se agitan. En silencio sufre el tormento a que complacida se somete. Un instante después de empezado el monstruoso simulacro se siente Fanny agitada por extra-ña convulsión. Salta y se agita en el lecho como una endemoniada. Fanny: No sé qué siento. El licor que me has dado me está quemando las entrañas. ¡Me muero, pero soy tuya! Gamiani, sin hacer caso de los gritos de Fanny, acentúa sus acometidas. El falo, enorme y rígido, va penetrando en las carnes de la enloquecida Fanny. El brutal instrumento desgarra y va penetrando entre oleadas de sangre. Súbitamente Gamiani deja de acometer y de torturar a Fanny. Los ojos de la condesa se extra-vían; hace unas horribles muecas; sus miembros se retuercen con violencia y sus dedos crujen. Adivino lo que ha ocurrido. Gamiani ha dado a Fanny, después de tomarlo ella, un enérgico veneno. Horrorizado, corro a prestar auxilio a las dos mujeres. Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 135 Violento la puerta y entro asustado en la alcoba. Fanny había ya expirado. Las piernas y los brazos de la desdichada niña estaban entrelazados con los de la condesa, que se retorcía atormentada luchando con la muerte. —No, déjanos –suplicó Gamiani con voz muy queda–. Esta mujer es mía. ¡Vete, déjanos solas con la muerte! —¡Es horrible! –respondí angustiado y enloquecido. Gamiani: Es hermoso. Ya he conocido todos los placeres de la carne. Sólo me faltaba conocer éste, necesitaba saber si uniendo mi agonía a la agonía de otra mujer, era posible encontrar un nuevo deleite. Es atroz, pero es posible este placer. Muero como quería, joven, hermosa y gozan-do… Fanny, perdóname; yo te amaba. Te amo… ¡Ay! Salió de su garganta un prolongado ronquido y la despreciable furia cayó pesadamente sobre el cadáver de Fanny, quedando rígida con los brazos extendidos.28 La metamorfosis demoníaca mujer-vampiro-muerte que atrae hasta el abismo, como fuerza oscura e incomprensible, como tentación y trampa, es vista por Baude-laire en el siguiente poema desde un esteticismo precursor de la vanguardia que, sin compromiso político, ofrece al burgués la posibilidad de buscar fuera de las conven-ciones una “verdad” subjetiva y multívoca, difícil de alcanzar pero susceptible de ser traducida a palabras. A través de ellas crea una atmósfera simbolista, de límites difu-sos entre lo real y lo irreal, cargada de intensidad visionaria cercana a la estética de la ruptura. Esta fe en la posibilidad de traducir todo a palabra, que está en el origen de muchas de las grandes creaciones artísticas de las últimas décadas del siglo XIX (ópera, poemas sinfónicos, etc.), sumada al fuerte subjetivismo y a la originalidad como fuente de la estética de la ruptura anticipa la vanguardia. “Las metamorfosis del vampiro” La mujer, entretanto, con su boca de fresa, retorciéndose igual que una serpiente al fuego, y moldeando el seno en su férreo corsé, decía estas palabras impregnadas de almizcle: —“Húmedo el labio tengo, y domino la ciencia De perder en un lecho la conciencia remota. En mis senos triunfantes seco todos los llantos, Y hago al viejo reír con la risa del niño. ¡Reemplazo, para quien me contempla desnuda, A la luna y al sol, al cielo y las estrellas! Soy, mi querido, sabio, tan docta en los deleites, Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos, O cuando a los mordiscos abandono mis pechos, Tímidos, libertinos, delicados, robustos, Que sobre estos colchones, de emoción desmayados Impotentes los ángeles, ¡por mí se perderían!” ¡Cuando toda la médula sorbió ya de mis huesos, Y yo lánguidamente me volvía hacia ella Literatura 136 Cuadernos del Ateneo Para ofrecerle un beso de amor, yo no vi más Que a otra de viscosos costados purulentos! En mi frío pavor yo cerré los dos ojos, Y al abrirlos de nuevo en la vívida luz, A mi lado, en lugar del fuerte maniquí Que pareció haber hecho su remesa de sangre, En confusión temblaban desechos de esqueleto, Que por sí mismos daban un grito de veleta O cartel al extremo de un vástago de hierro, Que en las noches de invierno el viento balancea.29 En el siguiente fragmento de Tristán e Isolda encontramos otra vez la densidad metafórica de Novalis, esta vez alcanzando dimensiones alegóricas en las que la antítesis Noche/Día connota intimidad, verdad, amor, unidad y muerte, frente a sociedad, mentira, interés, separación y vida. Recuperando viejos tópicos del medievo, el escapismo romántico no presenta la muerte como sacrifi cio sino como la suprema posibilidad de una verdad revelada y trascendente: nada importa salvo el amor entendido así. Tristán ¡Oh, nosotros estábamos consagrados a la noche! El pérfi do día, propicio a la envidia, con su engaño pudo separarnos, ¡pero su mentira no pudo ya engañarnos! De su vano esplendor, de su brillo engañoso ríese aquel a quien la noche ha consagrado su mirada: ya no nos ofuscan los rayos fugaces de su luz vacilante. Aquel que amando contempla la noche de la muerte, aquel a quien la noche confía su profundo secreto: ¡ante ése se han disipado, cual vano polvo de los soles, las mentiras del día, la gloria y el honor, el poder y la riqueza, por muy grande y noble que sea su brillo! En las vanas ilusiones del día le queda a ése un único anhelo, ¡el anhelo de la santa noche, donde le sonríen las eternas delicias del amor, únicas que son verdaderas! […] Isolda, ¿quieres seguir a Tristán, al sitio adonde ahora va a partir? En el país del que Tristán está hablando no brilla la luz del sol: es el país oscuro, nocturno, del que mi madre me envió cuando muriendo hizo salir a la luz al que en la muerte había concebido. Aquel sitio que, cuando ella me dio a luz, fue para ella su asilo amoroso, el maravilloso reino de la muerte, del que me desperté en otro tiempo, eso es lo que Tristán te ofrece, a ese sitio va él por delante de ti; si con lealtad y nobleza, a ese sitio va a seguirle, ¡dígaselo ahora Isolda a Tristán! Isolda Cuando el amigo en otro tiempo la invitó a partir para un país extranjero, Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 137 Isolda tuvo que seguir con lealtad y nobleza al hombre innoble. Ahora que me conduces a tu propio país, para mostrarme tu herencia, ¿Cómo iba yo a rehuir el país que envuelve el mundo entero? Adonde están la casa y la patria de Tristán, allá irá Isolda: para que con lealtad y nobleza, ella te siga, ¡muestra ahora a Isolda el camino!30 En esta dualidad decimonónica que se mueve entre la suprema idealización del amor y de la mujer y la máxima depravación de los abismos clandestinos y culpables en los que la mujer es demonio y tentación no cabe un eros inocente. La búsqueda de nuevos caminos irá cada vez más lejos. Si Isolda manifi esta seguir ciegamente a Tristán más allá de la vida, Leopold von Sacher-Masoch elige perderse en la voluntad de Wanda von Dunajev, otra vez la mujer veleidosa y cruel, a cuyo arbitrario poder se somete. La desposesión de la identidad en el otro no ocurre por una pérdida de la voluntad fruto de la fuerza del deseo, que otorga poder al seductor, como habíamos visto en el siglo XVIII, sino por una decisión enfermiza y resulta difícil saber si mo-vida por el sexo o por el amor, dentro de esa exploración extremosa de nuevas vías en la línea del llamado decadentismo. Contrato entre Sacher-Masoch y Wanda von Dunajev Esclavo mío, las condiciones bajo las que os tomo como esclavo y os permito estar a mi lado son las si-guientes: renuncia completa e incondicional a vuestro yo. No tendréis otra voluntad que la mía. Seréis en mis manos un instrumento ciego, que cumplirá sin resistirse todas mis órdenes. Si olvidaseis que sois un esclavo y no me prestaseis incondicional obediencia en todas las cosas, tendré derecho a castigaros y a corregiros a mi gusto, sin que oséis quejaros de ello. Todas las cosas amables y felices que os conceda son una gracia de mi parte y serán tomadas por vos, con agradecimiento, como tales; no tengo ninguna deuda, ningún deber con vos. No seréis ni mi hijo, ni mi hermano, ni mi amigo, no seréis otra cosa que mi esclavo, que yace en el polvo. Así como me pertenece vuestro cuerpo, así también me pertenece vuestra alma; y por mucho que sufráis, habréis de subordinar vuestros sentimientos y vuestras emociones a mi dominio. Me estará permitida la máxima crueldad; y si os mutilo, lo soportaréis sin quejaros. Habréis de trabajar para mí como esclavo; y si yo nado en la abundancia y a vos os hago pasar miserias y os pisoteo, habréis de besar sin rechistar el pie que os pisa. Podré despediros en cualquier momento pero a vos nunca os será lícito marcharos de mi lado sin mi voluntad; y si huyeseis, me concedéis el poder y el derecho de torturaros hasta la muerte con todos los tormentos imaginables. Literatura 138 Cuadernos del Ateneo No tendréis nada fuera de mí, yo seré para vos todo, vuestra vida, vuestro futuro, vuestra felicidad, vuestra infelicidad, vuestro tormento y vuestro placer. Habréis de cumplir cualquier cosa, buena o mala, que yo pida, y si os exijo que cometáis crímenes, habréis de convertiros en un criminal, para obedecer a mi voluntad. Me pertenecerá vuestro honor, igual que me pertenecen vuestra sangre y vuestro trabajo; yo soy la dueña de vuestra vida y vuestra muerte. Si algún día no podéis seguir soportando mi dominio y se os vuelven demasiado pesadas mis cadenas, entonces habréis de mataros. Jamás os devolveré la libertad. Me comprometo bajo palabra de honor a ser el esclavo de la señora Wanda von Dunajev, tal como ella quiera, y a someterme sin resistencia a todo lo que ella me imponga. Doctor Leopold, caballero de Sacher-Masoch.31 En la sociedad burguesa capitalista en la que el poder aspira a controlar todo mediante la profesionalización y especialización, también en la literatura, se han se-parado defi nitivamente los tres erotismos. En el último fragmento de esta antología el anónimo autor de Mi vida secreta manifi esta su incertidumbre ante la necesidad de poner en discurso sus deseos y experiencias sexuales, vividos en la solitaria intimidad de cada hombre, y parece criticar la hipocresía que subyace en este oscurantismo que conduce a una hipertrofi a de la importancia del sexo. Acalla sus temores con la es-peranza de que compartir esas experiencias rompa ese cerco de aislamiento culpable que el orden social ha impuesto al deseo. He leído todo mi manuscrito. […] Al leerlo, lo que me choca es la monotonía de la relación con las mujeres que no pertenecían a la clase alegre; ha sido tan análogo y repetitivo como el joder mismo; ¿actúan así todos los hombres, besando, engatusando, sugiriendo impudicias, hablando después de forma indecente, echando un tiento, oliéndose los dedos, asaltando y venciendo, igual que yo? ¿se ofenden todas las mujeres, diciendo “no”, después “oh” sonrojándose, enfadándose, cerrando los muslos, resistiéndose, abriéndolos y entregándolos y entregándose a su lujuria, como han hecho las mías? Sólo un cónclave de putas que dijeran la verdad y de sacerdotes romanos podrían aclarar este punto. ¿Han tenido todos los hombres esas extrañas calenturas que me han embelesado, avanzada la vida, aunque en días tempranos su misma idea me repugnase? Nunca lo sabré; mi experiencia, si se imprime, permitirá quizás a otros comparar, cosa que yo no puedo hacer. ¿Debe quemarse, o imprimirse? ¿Cuántos años han pasado en esta indecisión? ¿Por qué te-mer? Si se preserva, será por el bien de otros, no por el mío.32 Creemos que la supuesta apertura que ha tenido lugar en el siglo XX, lejos de devolvernos a la desprejuiciada libertad sexual que suponemos a los homínidos an-teriores al Neolítico, ha introducido en la esfera del erotismo nuevos factores que lo complican todavía más. Para dar a estas nuevas complejidades el espacio que mere-cen no basta la longitud de este trabajo, razón por la cual hemos preferido reservarlas para otra ocasión. Sin embargo, podemos señalar sucintamente que el psicoanálisis, la liberación sexual de los años sesenta y el desaforado crecimiento económico y tecnológico (sobre todo por lo que respecta a los medios de comunicación de masas) Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 139 han ido imponiendo un cúmulo de obligaciones al individuo en lo que respecta a su sexualidad, forzándole a desear imágenes virtuales cuya posesión nunca se concede y al mismo tiempo a ocultar su deseo bajo una sensualidad de diseño desprovista de carne real. La utilización de la libido como reclamo comercial, promesa de placer nunca cumplida por el anunciante, no se contradice con los múltiples discursos a favor y en contra de la liberación que conviven en el espacio virtual. Así pues, nunca como ahora estuvieron tan desunidas la necesidad de unión sexual, la amorosa y la espiritual. Nunca como ahora nos hemos visto sometidos a un deseo tan público y a la vez solitario, tan acuciante y a la vez ilusorio, tan aparentemente gratuito y a la vez claramente orientado al benefi cio económico de desconocidos. Nunca como ahora hemos visto nuestra sexualidad tan subordinada a los mecanismos del poder y de la economía. Nunca como ahora el anhelo de unión ha tenido tan pocas probabilida-des de éxito. Nuestro deseo es contribuir con este trabajo y con nuestra propuesta de análisis a romper esa terca especialización que ha encerrado a los textos literarios en celdas en las que, sin duda, no caben, así como recordar y poner de manifi esto unas concep-ciones en la relación del individuo con lo otro que creemos más sanas y que están en trámite de perderse en la vorágine de las complicadísimas relaciones sociales de hoy. Notas: 1 En Alvar, Carlos: Poesía de Trovadores, Trouvères y Minnesinger (de principios del siglo XII a fines del siglo XIII), Madrid, Alianza Editorial 1981, págs. 123-125. 2 Ídem., págs. 349-351. 3 Martinengo, Marirí: Las trovadoras, poetisas del amor cortés, Madrid, Horas y horas, Cuadernos inacabados nº 28, 1997, pág. 62. 4 En Georgette Épiney-Burgard y Émilie zum Brunn: Mujeres Trovadoras de Dios: una tradición silenciada de la Europa medieval. Barcelona, Paidós Ibérica, 2007, págs. 110-111. 5 Las Mil y una noches (traducción de Juan Vernet), Barcelona, Planeta, 2005, tomo I, págs. 849-850. 6 Martínez de Toledo, Alonso: Arcipreste de Talavera o Corbacho. Madrid, Clásicos Castalia, 1970, págs. 92-93. 7 Petrarca, Francesco: Cancionero. Barcelona, Planeta, 1985, pág 49. 8 Ídem., pág. 51. 9 Donne, John: Poesía completa-Edición bilingüe. Barcelona, Ediciones 29, 1986. Vol. I, págs. 134-138. (Traduc-ción propia). 10 Aldana, Francisco: Poesías castellanas completas, edición de José Lara Garrido, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 1985, págs. 496-497. 11 Shakespeare, William: Romeo y Julieta. Traducción propia a partir de The Alexander text of the complete Works of William Shakespeare, Collins London and Glasgow, 1978, págs. 936-937. 12 San Juan de la Cruz: Llama de amor viva. Madrid, Clásicos Castalia, 1991. Págs. 310-311. 13 Michel Foucault: Historia de la sexualidad, tomos 1-3, Madrid, Siglo xxi de España editores, 2006. 14 Rojas, Fernando de: La Celestina. Madrid, Clásicos Castalia, 1993. Pág. 262. 15 Aretino, Pietro: Las seis Jornadas, La cortesana, Madrid, Cátedra Letras Universales, 2000, pág. 267. Literatura 140 Cuadernos del Ateneo 16 Ídem., pág. 140. 17 Anónimo, en Antología de la poesía erótica española e hispanoamericana, edición de Pedro Provencio, Madrid, Edad, 2003, pág. 166. 18 Conde de Villamediana: “Ovillejos”, en Ídem., pág. 228. 19 Soto de Rojas, Pedro: Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Los fragmentos de Adonis. Edición de Aurora Egido, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 1981. Págs., 159-162. 20 François de la Rochefoucauld: Máximas, reflexiones o sentencias y máximas morales. Barcelona, Planeta, Clásicos Universales, 1984. págs. 18 y 19. 21 Madame de la Fayette: La princesa de Clèves, Barcelona, Planeta, 1983, págs. 60-61. 22 Choderlos de Laclos, Pierre: Las amistades peligrosas. Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 114. 23 Ídem., págs. 317-318. 24 Casanova, Giacomo: Mi vida y mis amores. Barcelona, Planeta, 1984, pág. 10. 25 Goethe, J.W. von: Fausto, Barcelona, Planeta, 1982, págs. 49-50. 26 Goethe, J.W. von: Las penas del joven Werther, Madrid. Alianza Editorial, 1984, pág. 114. 27 Novalis: Himnos a la noche, en Riquer, Martín de y Valverde, José María: Historia de la literatura universal con textos antológicos y resúmenes argumentales, vol. 7, Barcelona, Planeta, 1985, pág. 106. 28 Musset, Alfred de: Gamiani. Dos noches de quimera. Barcelona, Tusquets. La sonrisa vertical, 1988, págs. 97-99. 29 Baudelaire, Charles: Las flores del mal. Madrid, Cátedra, 2000, pág. 529. 30 Wagner, Richard: Tristán e Isolda. 31 “Contrato entre Sacher-Masoch y Wanda von Dunajev”, en Leopold von Sacher-Masoch: La Venus de las pieles, Barcelona, Tusquets. La sonrisa vertical, 1993, págs. 186-187. 32 Anónimo: Mi vida secreta. Barcelona, Tusquets. La sonrisa vertical, 1984, págs. 45-46. Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger
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Calificación | |
Título y subtítulo | El deseo y la palabra (II) |
Autor principal | Miguel Martín Echarri /Mª Victoria Toajas Roger |
Numeración | Número 26 |
Sección | Literatura |
Tipo de documento | Artículo |
Lugar de publicación | La Laguna |
Editorial | Ateneo de La Laguna |
Fecha | 2008-12 |
Páginas | pp. 113-140 |
Materias | Arte y literatura ; Humanidades ; Publicaciones periódicas |
Copyright | http://biblioteca.ulpgc.es/avisomdc |
Formato digital | |
Tamaño de archivo | 149343 Bytes |
Texto | Cuadernos del Ateneo 113 EEL DESEO Y LA PALABRA (II) LITERATURA El marasmo en que Europa había entrado con la crisis económica y el colapso de las comunicaciones, condicionante indudable de las carac-terísticas de la literatura altomedieval, llega a su fi n alrededor del año 1000 con la paulatina estabilización mercantil y política. Desde ese punto de infl exión, el progreso social que acompaña a estas transformaciones eco-nómicas marca a su vez la literatura y en concreto la forma en que el deseo se expresa en ella. La tecnología de la escritura y de su difusión, que había permitido la aparición de una línea privada en la voz del poeta, especialmente en el mundo grecolatino, recupera su presencia en algunas tradiciones líricas que surgen en esta época. El desarrollo de la literatura europea en adelante estará marcado por la progresiva hipertrofi a de esa privacidad y por su inclu-sión en los mecanismos de poder. Lo más representativo de este nuevo impulso es la aparición, quizá vincu-lada con tradiciones musulmanas y hebreas, de la poesía trovadoresca en las cortes provenzales del siglo XII. La traslación de los códigos del vasallaje a las relaciones amorosas, sobre todo fuera del matrimonio, dan lugar a una lírica en que el poeta trata de hacerse merecedor de la atención de la mujer amada (servizio), llamada “señor”, necesariamente casada y con un noble, sin iden-tifi carla por su nombre. Contra lo que se ha convertido en un tópico, este ascenso hasta la consecución de la unión no excluye el sexo, sino que lo cons-tituye en su meta, sólo que la contención es forzosa como prueba de amor. La condición adulterina de este erotismo puede explicarse por oposición al matrimonio de conveniencia y permite una dimensión espiritual refi nada y nueva. Este sistema de convenciones amorosas se recogería años después en un singular libro de Andrés el Capellán inspirado por la corte de Leonor de Aquitania, el Libro del Amor Cortés, que evidencia la coherencia de este códi-go y permitió su difusión y persistencia a lo largo de varios siglos. Miguel Martín Echarri Mª Victoria Toajas Roger 114 Cuadernos del Ateneo I Tengo mi corazón tan lleno de alegría, que todo me lo transforma. El frío me parece una fl or blanca, roja y amarilla, pues con el viento y la lluvia me crece la felicidad, por lo que mi mérito aumenta y sube y mi canto mejora. Tengo en el corazón tanto amor, tanto gozo y dulzura que el hielo me parece fl or y la nieve, hierba. II Puedo ir sin vestido, desnudo de camisa, pues el amor puro me da fuerza contra la fría brisa. Pero está loco quien se excede y no se comporta como es debido: por eso he tenido cuidado conmigo desde que requerí de amor a la más bella, de la que espero tal honor que en vez de su riqueza no quiero tener a Pisa. III Me aleja de su amistad pero mantengo la esperanza pues he conquistado su hermoso semblante; y, al dejarla, tengo tanta felicidad, que el día que la veo no siento pesadumbre. Mi corazón está cerca de Amor y hacia allí corre mi espíritu, pero el cuerpo está aquí, lejos de ella, en Francia. IV Sigo confi ando: poco me aprovecha, pues me tiene en balanceo como la ola a la nave. De la pesadilla que me asalta no sé dónde esconderme. Toda la noche me da vueltas y me sacude al borde de la cama: sufro más pena de amor que Tristán, el enamorado, que padeció muchos sufrimientos por Iseo, la rubia. V ¡Ay, Dios! ¿Por qué no soy golondrina que volase por el aire y llegase en la profunda noche allí, dentro de su morada? Buena señora alegre, ¡se muere vuestro enamorado! Temo que el corazón se me funda si esto dura mucho. Señora, por vuestro amor junto las manos y adoro. ¡Gentil cuerpo de fresco color, gran dolor me hacéis padecer! VI En el mundo no hay asunto del que me preocupe tanto que, cuando oigo cantar algo de ella, mi corazón no se me vuelva y mi rostro no se me ilumine, de forma que cualquier cosa que me oigáis os parecerá inmediatamente que tengo ganas de reír. La amo tanto con buen amor que muchas veces lloro, por lo que mejor sabor tienen para mí los suspiros. VII Mensajero, ve y corre y dile a la más gentil la pena, el dolor y el martirio que padezco.1 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 115 Bernart de Ventadorm describe los estados de ánimo del enamorado en su en-fermedad, deseoso de ascender (volar) hasta la amada y de hacer méritos que ella conozca para lograrlo. Símbolos como el del pájaro que entra en su oscura morada o la naturaleza primaveral son muestra de un potencial compartido con la lírica tra-dicional. Se puede ver que aunque el camino que distingue la cortesía de la locura es la contención sexual, el objetivo del enunciador es la unión carnal con la amada. En el poema alemán de Walter von der Vogelweide, que está en la estela de la lírica tro-vadoresca aunque no recoge todos sus tópicos, las referencias a un encuentro sexual son todavía más explícitas: I Bajo el tilo, en el campo, allí donde estuvo nuestro lecho, podréis encontrar con gracia rotas las fl ores y la hierba. En un valle, junto al bosque, tandaradei cantaba, bello, el ruiseñor. II Fui andando a la pradera y ya estaba allí mi amor. Allí fui recibida como gentil dama, por lo que estaré siempre contenta. ¿Me besó? ¡Más de mil veces! Tandaradei, mirad cómo tengo de roja la boca. III El había hecho allí un lecho muy rico, de fl ores, aún sonreirá de corazón quien vaya por aquel sendero: entre las rosas, tandaradei, reconocerá dónde apoyaba yo la cabeza. IV Lo que hizo conmigo, si lo supiera alguien (¡no quiera Dios!), me avergonzaría. Cuál fue su comportamiento conmigo nadie lo sabe, sino él y yo y un pajarillo: tandaradei, fi elmente nos guardará el secreto.2 El enunciador femenino recuerda el encuentro con el amado, secreto que espera le guarde el pajarillo que fue el único testigo bajo el tilo, otro posible símbolo de la virilidad. También hay algunos ejemplos de mujeres trovadoras, como la Condesa de Día que en absoluto se muestran más tímidas en la explicitud del deseo. Obviamente, su expresión refl eja la circunstancia inversa a la de los trovadores, pues sigue siendo ella la casada que debe burlar al marido, y la concreción de los cuerpos es mayor. Literatura 116 Cuadernos del Ateneo Otra vertiente de esta situación cultural es una nueva mística, la que se dio algo más tarde en algunos monasterios femeninos del norte de Europa, como el de Ma-tilde de Magdeburgo, quien habla de la unión con Cristo en términos abiertamente sexuales. Entonces la muy amada va hacia el Muy Hermoso, en las habitaciones ocultas de la invisible Divinidad. Allí encuentra el lecho y el placer del amor, y a Dios, que la espera más allá de lo humano. Y Nuestro Señor le dice: —Quedaos, Dama Alma. —¿Qué ordenáis, Señor? —Que os desnudéis. —Oh, Señor, ¿qué me sucederá? —Hasta tal punto, Dama Alma, os haré parte de mi naturaleza, que nada de nada subsistirá entre vos y yo. Jamás a ningún ángel se le concedió por una hora el honor que a vos os es dado eternamente. Por eso, debéis despojaros de estas dos cosas: el miedo y la vergüenza, así como de todas las virtudes exteriores. Son únicamente las que portáis en vos misma por natu-raleza las que os es preciso experimentar eternamente: es vuestro noble deseo y vuestra ansiedad sin fondo lo que colmaré eternamente con mi sobreabundancia infi nita. Señor, ahora ya soy un alma desnuda, y tú en ti mismo un Dios ricamente engalanado. Nuestra comunión es vida eterna desprovista de muerte. Hay un silencio bienaventurado según su mutua voluntad. Él se da a ella y ella se da a él. Lo que le ocurre ahora, ella lo sabe, y es esto lo que hace mi consuelo, pero esto no puede durar mucho tiempo, pues cuando dos amantes se unen en secreto, deberán a menudo separarse sin siquiera despedirse. —Querido amigo de Dios, para ti he descrito este camino de amor. Que Dios lo conceda a tu corazón. Amén.4 I He estado muy angustiada por un caballero que he tenido y quiero que por siempre sea sabido cómo le he amado sin medida; ahora comprendo que yo me he engañado, porque no le he dado mi amor, por eso he vivido en el error tanto en el lecho como vestida. II Cómo querría una tarde tener a mi caballero, desnudo, entre los brazos, y que é1 se considerase feliz con que solo le hiciese de almohada; lo que me deja más encantada que Floris de Blancafl or: yo le dono mi corazón y mi amor, mi razón, mis ojos y mi vida. III Bello amigo, amable y bueno, ¿cuándo os tendré en mi poder? ¡Podría yacer a vuestro lado un atardecer y podría daros un beso apasionado! Sabed que tendría gran deseo de teneros en el lugar del marido, con la condición de que me concedierais hacer todo lo que yo quisiera.3 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 117 En un lenguaje bastante detallado y sin muchos remilgos, la fusión de los tres erotismos adopta un nuevo enfoque. Mientras las hierogamias cósmicas que vimos en la primera parte ven la realidad como algo divino y sus fenómenos como algo sexual, aquí la realidad parece estar desacralizada y es el dios encarnado el que apare-ce ante el alma de una mujer concreta para una unión que comparte mucho con las sexuales. También los místicos musulmanes hablan de sexo, pero su simbolismo de la embriaguez los aleja de esta narratividad que marca el desembocar de lo histórico en la eternidad. Se encuentra un desarrollo ulterior de lo cortesano en la prosa novelesca que se pone de moda a partir de las “novelas” de Chrétien de Troyes y el ciclo artúrico, que se prolongará hasta el s.XV y que recrea todo un universo de fantasía cuya ética erótica reproduce sublimada la de los trovadores. Sin embargo, nos vamos a ocupar ahora de un nuevo género, el cuentístico, que gana en popularidad en esta época sobre todo por infl uencia de las traducciones de los libros de cuentos árabes. En ellos se percibe una visión desenfadada del deseo, y sobre todo del deseo del otro, no siempre asociado a una simpatía. Se trata de una pasión inevitable en el sujeto amante que busca desenvolverse a menudo burlando las convenciones sociales, en especial el matrimonio. En este fragmento de las Mil y una Noches, obra que compila gran parte de los textos que fueron traducidos y circularon por Europa en aquella época, encontramos una visión bastante menos burlesca y mejor intencionada que en otros textos a los que nos referiremos después, pero muestra un enfoque de la sexualidad bastante des-provisto de prejuicios: un príncipe se ha enamorado de su esclava, pero es separado de ella por azarosas circunstancias. Al cabo del tiempo ella, bajo el aspecto y ropas de un hombre se ve convertida en rey de un país lejano al que llega el príncipe. Lo reconoce y le obliga a tener relaciones que él cree homosexuales con ella. Tras una larga defensa y argumentación en torno al tema de la superioridad o inferioridad de las relaciones homosexuales, cede ante los deseos del que cree rey. Se inclinó sobre él, lo besó y abrazó y entrelazó sus piernas. Le dijo: “mete tu mano entre mis piernas y coge lo que está indicado, pues tal vez se levante de su postración”. El príncipe se puso a llorar y dijo: “yo no sirvo para esto”. “¡Por vida mía! ¡Haz lo que te mando!” Él alargó la mano con el corazón inquieto: acarició el muslo, que era más suave que la manteca, más resbaladizo que la seda, y sintió placer al tocarlo. Movió la mano en todas direcciones hasta que llegó a una cúpula, rica en bendiciones y capaz de todos los movimientos. Se dijo: “Tal vez este rey sea hermafrodita, y no sea ni macho ni hembra”. Dijo: “¡Rey! No encuentro en ti el instrumen-to propio de los hombres. ¿Qué te ha inducido a hacer esto?” La reina Budur estalló en carcajadas y le contestó: “¡Amado mío! ¡Qué pronto has olvidado las noches que hemos pasado juntos!” El príncipe reconoció que se trataba de su esposa, la reina Budur, hija del rey al-Gayur, señor de islas y mares. Se abrazaron, se besaron, se extendieron en el lecho de la unión y recitaron: Cuando un brazo, cual ramo de vid, lo invitó a unirse conmigo, y con dulzura abrevó la du-reza de su corazón, terminó por acceder después de haberse negado.5 Literatura 118 Cuadernos del Ateneo En esta órbita encontramos textos como los del Decamerón o los Cuentos de Can-terbury, así como del Libro de Buen Amor, en los que se propone una visión condes-cendiente y socarrona del deseo sexual y sus vicisitudes sociales, desde una óptica externa que no expone en absoluto las propias debilidades sino que se mofa de las de los demás. Algo posterior, y mucho más marcado por la misoginia y rigidez moral de su au-tor, lo que le lleva a un pesimismo que pone como protagonista la ilimitada lujuria de las peligrosísimas mujeres, es este fragmento del Libro del Arcipreste de Talavera, o Corvacho, que de algún modo adelanta una tendencia que se afi anzará después, la de la culpabilidad del sexo, un énfasis en lo sórdido de la carne y de los excesos y peligros que arrostra. El quinto mandamiento es: “No matarás a ninguno ni alguna”. Pues dime, ¿oíste, viste, en-tendiste que hombre que amase alguna mujer, o alguna mujer hombre amase, que hiciese matar a alguno por esta razón? Dígote que innumerables son los que son muertos por este caso, o los matan o hacen matar: lo uno, porque alguno descubridor era de sus amores, o de él en algún lugar mal hablara, o a su coamante deshonrara por plaza o por oculto, o andaba por sonsacarle la que más amaba, o por alguna manera de diez maneras que son de celosías, las cuales omito y dejo de decir por no ser prolijo y avisador de mal hacer. ¿Y viste, u oíste que alguna matase marido, hermano, primo u otro cualquier pariente, por haber a su voluntad a su coamante? ¿Y viste nunca madre consentir en muerte de hijo o hija por no ser descubierta, por cuanto el hijo o hija le había el tal pecado sentido o visto? Dentro en Tortosa yo vi hacer justicia de una mujer que consintió que su amigo matase a su hijo porque no los descubriese. Yo la vi quemar porque dijo el hijo: “Yo lo diré a mi padre, en buena fe, que dormistes con Irazón el pintor”. Díjolo la madre al amigo, y ambos determinaron que muriese el niño de diez años; y así lo mató el amigo, y la madre y él lo soterraron en un establo. Fue descubierto por un puerco después, y así se supo. ¿Viste quién su padre matase por robarlo e irse con su coamante? Yo vi una mujer que se llamaba la Argentera, presa en Barcelona, que ahogó a su padre y metió al amante en casa, y le robaron y dijeron otro día que se era ahogado de esquinancia. Después la vi colgar por este crimen que cometió, y era una de las hermosas mujeres de aquella ciudad –la historia de cómo fue, de cómo se supo y cómo fue sentenciada, sería luenga de contar– y aun en postremo el verdugo, cuando la descolgó, se echó con ella. Y mandábanle matar, y por ruegos de algunos fue públicamente azotado por Barce-lona, año de 28. Y aun en esto deben tomar ejemplo los que quieren a veces porfi ar con Dios y su justicia, que esta por este crimen estuvo mucho presa y por ruegos de muchos querían soltarla. Y yo hablé con ella en la cárcel, y rogué y puse rogadores, y ella nunca quiso sino salir por sentencia, hasta que fue después su amigo hallado y preso y tormentado, y confesó la verdad, y huyó de la cárcel. Y ella fue colgada; que fue juicio de Dios donde ella hubiera de haber toda la culpa de la muerte de su padre. Y Dios quería que aun ella viviese e hiciese penitencia y ella no quiso, y así acabó. Y aun después de muerta fue causa de la deshonra del verdugo; que hay personas que en vida y en muerte siempre hacen mal o son causa de todo mal, que en tal signo nacieron.6 La tradición misógina, cuyos albores se pueden encontrar en los textos más an-tiguos conservados, se ha refi nado en el medioevo por el camino ideológico del pe-cado, que en el discurso cristiano viene al hombre por la mujer. El sujeto masculino que se expresa en la mayor parte de los textos medievales, en su temor de caer en el Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 119 pecado de la carne, siente la necesidad de anular la sexualidad potencialmente infi ni-ta de la mujer. Su retrato de la mujer llevada de un deseo irreprimible pone siempre de manifi esto las aberraciones morales a las que la aboca necesariamente la lujuria. Este intento de recluir el sexo dentro de la cárcel de la legitimidad matrimonial tiene la contrapartida de una imagen sublimada del amor que en la literatura está contenida en la obra de Petrarca, quien recoge la tradición trovadoresca haciendo desaparecer de ella el objetivo claramente carnal que ya hemos explicado. En su lu-gar aparecen temas que se convertirán en tópicos en el “petrarquismo” de los siglos siguientes: el sufrimiento complaciente por el desdén de la amada, la idealización de su belleza, la idea de origen platónico de que el amor perfecciona al sujeto sin más objetivo… El poeta se niega a sí mismo la esperanza de alcanzar la unión con Laura para regodearse en un sufrimiento del que no sabe ni quiere liberarse. 59. Aunque lo que me trajo a amar primero sienta a tuerto quitarme, de mi fi rme querer no he de mudarme. Que Amor entre el cabello de oro fi no un lazo había escondido y un rayo de aquel hielo cristalino fl echó que me ha rendido, con resplandor tan presto y tan subido, que en dél sólo acordarme de todo otro querer puede privarme. Mas ¡ay!, que de los ojos y cabellos quitado me han la vista. Ni se crea de mí que por no vellos renuncie la conquista. Y pues de un buen morir honor se aquista, en ello he de afi rmarme, ni de tal ñudo quiero desatarme.7 Otras veces su visión es más optimista porque ve en su amor sin esperanza una fuerza que lo perfecciona. 61. Benditos sean el día, el mes y el año, y la estación y tiempo y hora y punto, y la tierra y lugar do me vi junto a los ojos raíz de bien tamaño. Y sea bendito el dulce afán extraño que con Amor me ha hecho tan conjunto, y el arco por quien cuasi soy difunto y las jaras qu´en mí causan tal daño. Benditas sean las voces que llamando de mi señora el dulce nombre he dado, las lágrimas, suspiros y el deseo. Y sea bendito cuanto voy cantando de que fama le adquiero, y el cuidado que en ella sola de contino empleo.8 La línea que empezó Petrarca tuvo un asombroso éxito en toda Europa, con-virtiéndose en hegemónica en los siglos XVI y XVII, y supuso la delimitación casi defi nitiva del erotismo de los corazones. Ya veíamos en la lírica latina una tendencia clara hacia la exclusión de lo religioso de la concepción del anhelo amoroso, por más que hubiera quedado aletargada en la primera Edad Media, pero el triunfo del petrarquismo en el Renacimiento llevó a la imposibilidad de tratar el deseo de la Literatura 120 Cuadernos del Ateneo manera indistinta de las sociedades antiguas. El sexo ya no será manifestación de la divinidad, ni será compatible con el amor que cabe en la poesía, del mismo modo que a medida que se pierda la pureza del platonismo de Petrarca el erotismo de los corazones no permitirá ninguna ingerencia seria del sentir religioso. Si seguimos la línea de los poetas renacentistas y barrocos veremos que la sistematización de los topica petrarquistas suponen el abandono de la vivencia del amor en favor de una estilización de conceptos y juegos verbales. Buen ejemplo de esto es la lírica amorosa manierista y barroca (recordemos el soneto “Cerrar podrá mis ojos la postrera”, de Quevedo, o “El testamento”, de John Donne: Antes que expire, permitid que exhale, Amor, unos legados; aquí dejo mis ojos a Argos, si es que pueden ver, si fueran ciegos, a ti solo, Amor; mi lengua a Fama; a los espías, oídos; a las mujeres o a la mar mis lágrimas. Tú, Amor, me has enseñado hasta aquí mismo, haciendo que ame a quien los tiene a cientos, que no he de dar sino a quien ya tenía dema-siado. Mi constancia la doy a los planetas; mi hablar sincero al que vive en la corte; mi ingenuidad y falta de prejuicios al jesuita; al bufón mi seriedad; al que ha vivido lejos mi silencio; dinero al capuchino. Tú, Amor, me has enseñado, al obligarme a amar donde ningún amor se acepta, a dar a quien no puede ser capaz de recibir. A los católicos de Roma doy mi fe; mis buenas obras lego a los cismáticos de Ámsterdam; mis buenos modos y cortesía a una universidad; doy mi modestia al soldado desnudo; repartan mi paciencia entre ludópatas. Tú, Amor, me has enseñado, haciéndome amar en el desprecio de mi amada, a dar solo a quien tiene mis dones por indignos. Reputación les puedo dar a aquellos que fueron mis amigos; mis astucias al que me odió; y al escolar mis dudas; mi enfermedad al médico, o excesos; a Natura lo que escribí con rima; mi ingenio a los que iban conmigo. Tú, Amor, haciéndome que adore a quien ya había engendrado en mí este amor, me enseñaste a fi ngir que daba, y sólo restituyo. A aquél por el que doble la campana le doy mis libros médicos; mis rollos de consejos morales, al loquero; mis medallas de bronce a los que viven necesitando pan; al que deambula entre extranjeros doy mi lengua inglesa. Tú, Amor, que haces que yo ame a la que cree su amor el alimento a otros más jóvenes, haz que crezcan sin proporción mis dones. Así que no doy más; y con mi muerte destruyo el mundo; pues amor me sigue. Y tu belleza no valdrá ya más que el oro de las minas no excavadas; y tus gracias más uso no tendrán que un cuadrante solar en una tumba. Tú, Amor, me has enseñado, haciendo que ame a aquella que me olvida y te desprecia, a dar con el camino, y realizarlo, de aniquilar los tres.9 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 121 Frente a la inabarcable cantidad de textos que, como el que acabamos de ver, necesariamente escogen una sola de las vertientes del deseo, llamaremos la atención ahora sobre algunos que se sitúan todavía en los frágiles límites. En la literatura cas-tellana, mientras Garcilaso, Herrera, Lope, Góngora o Quevedo solo cantan al amor en su sublime pureza o como burla chusca, Aldana, un poeta sin escuela, encuentra un espacio en algunos de sus poemas para un amor a la vez emocional y carnal. La sábana después quietamente levanta, al parecer no bien seguro, y como espejo el cuerpo ve luciente, el muslo cual aborio limpio y puro; contempla de los pies hasta la frente las caderas de mármol liso y duro, las partes donde Amor su cetro tiene, y allí con ojos muertos se detiene. Admirado la mira y dice: “¡Oh cuánto debes, Medor, a tu ventura y suerte!” Y más quiso decir, pero entre tanto razón es ya que Angélica despierte, la cual con breve y repentino salto, viéndose así desnuda y de tal suerte, los muslos dobla y lo mejor encubre, y por cubrirse más, más se descubre. Confusa, al fi n, halló nueva manera, que a su Medor abraza enternecida y con la blanca mano por defuera trabaja de quedar toda ceñida; dijo después la ninfa placentera: “Paz y dichosa luz tengas, mi vida” y él, sin hablar, con alegría no poca, paz de su luz tomó dentro en la boca.10 Esta escena, sacada del Orlando Furioso de Ariosto, condensa en la narración de un episodio convencional la frágil tensión sexual de un momento de incertidumbre que habría quedado en suspensión casi lírica de no ser por la explosión del beso fi nal. También Shakespeare se mueve en ese equilibrio entre lo carnal y lo emocional en Romeo y Julieta, dando por supuesto el acto sexual (en la escena en que la alondra los despierta en la cama de Julieta). Su imposible amor, que incluye el matrimonio oculto, sólo los llevará a la muerte; por medio de un delicado simbolismo en torno al veneno que sus bocas comparten y a la daga de Romeo que encuentra su vaina en el cuerpo de Julieta para oxidarse en él, la desaparición de los amantes trasciende la tragedia para sublimarse como unión. Romeo: Lo haré, sin duda. Veamos esta cara. ¡El paje de Mercutio, el noble Paris! ¿Qué dijo él, cuando mi alma zarandeada no le atendió como debía? Que Paris debía haberse casado con Julieta: ¿No lo dijo? ¿O acaso lo soñé? ¿O estoy loco, y le oigo hablar de Julieta, al pensarlo? Dadme la mano: ¡somos un mismo escrito en el libro del llanto! Os entierro en una tumba triunfal; ¿tumba? ¡Oh, no!, una linterna, joven muerto, pues yace aquí Julieta, y su belleza vuelve esta cripta en fi esta luminosa. Reposad, Muerte, herida por un muerto. (Tumbando a Paris en la tumba) ¡Cuántas veces, al borde de la muerte se ha sido feliz! Lo que llaman los médicos relámpago previo a la muerte: oh, ¿cómo Literatura 122 Cuadernos del Ateneo llamarlo relámpago? ¡Amor! ¡Mi esposa! La muerte, aspirado tu dulce aliento, no ha podido dañar a tu belleza: no ha vencido; el pendón de tu belleza es carmín en tus labios y mejillas, y aún no ha clavado su bandera pálida. ¿Yacéis ahí, Teobaldo, en vuestra sábana sangrienta? ¿Qué otro favor puedo haceros, sino matar, con mano que os segó la juventud, al antiguo enemigo? ¡Perdonad, primo! Ah, querida Julieta, ¿por qué tan bella aún? ¿Debo creer que te ama la muerte inmaterial, y que, monstruo espantoso, te reserva aquí en la oscuridad para su amante? Por miedo de eso restaré contigo; y nunca dejaré ya este palacio de densa noche: aquí, aquí permanezco con las larvas que son tus camareras; he de encontrar mi eterna paz aquí, y sacudirme el yugo de los astros de esta carne cansada. ¡Ojos, una última mirada! ¡Brazos, un adiós! ¡Y labios, las puertas del aliento, selle un beso su pacto eterno con la avara muerte! ¡Ven, amargo conducto, fatal guía! ¡Piloto sin futuro, de una vez estrella el viejo y mareado bajel! ¡Por mi amor! (bebe) ¡Oh, sincero farmacéu-tico de efi caces drogas! Me mata un beso. (Muere). (Entra por el otro lado de la iglesia el hermano Lorenzo con una linterna, X y una espada). […] Hermano Lorenzo: ¡Romeo! (avanza) ¿Qué sangre es ésta, que mancha la pétrea entrada de esta sepultura? ¿Qué indican estas espadas sin dueño que yacen en este lugar pacífi co? (Entra en la tumba). ¡Romeo! ¡Oh, pálido! ¿Y quién? ¿También Pa-ris? ¿Y embadurnado en sangre? ¡Oh, ingrata hora culpable de este trance lamentable! La dama vuelve en sí. (Julieta se despierta) Julieta: ¡Oh, amable fraile! ¿Dónde está mi esposo? Recuerdo dónde debía esperarle, y aquí estoy. Pero ¿dónde está Romeo? (Rui-do). Hermano Lorenzo: Oigo algún ruido. Venid de ese nido de muerte y antinatural descanso: Un poder que no podemos negar Burla nuestros intentos. Ven, vayámonos. Vuestro marido yace muerto en vuestra tumba, y también Paris. Ven, dispondré de ti entre una hermandad de santas monjas: No me preguntes, pues el guardia viene; Ven, ve, buena Julieta, (más ruido) tengo mie-do… Julieta: Ve, aléjate de aquí, yo no me voy. (Se va el hermano Lorenzo) ¿Qué es esto? ¿Una copa presa en la mano que amo? Veneno fue su fi n sin tiempo. ¿Lo apuró, y no dejó una gota amiga Para ayudarme? Besaré tus labios; felizmente, hay veneno aún en ellos, para que mate un reconstituyente. (Lo besa). Tu boca está caliente. Primer guardia (Dentro): Niño, guíame. Julieta: ¿Sí, ruido?, pues deprisa ¡Oh feliz daga! (cogiendo la daga de Romeo) Esta es tu vaina. (Se la clava). Permanece en ella y déjame morir. (Cae sobre el cuerpo de Romeo, y muere).11 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 123 Aunque en estos ejemplos hemos visto manifestarse el amor en conjunción con el deseo, sólo algunas manifestaciones tardías y excepcionales del eros místico podrán fundir todavía los tres erotismos. El arrebatado clímax que constituye “Llama de amor viva”, de san Juan de la Cruz, lejos de la imaginería convencional del petrar-quismo, alcanza una intensidad emocional a partir de la fusión del deseo carnal, amoroso y de Dios, que encuentra parentesco con el entusiasmo místico de los poe-tas sufíes comentados en la primera parte de este trabajo. La herida que conmueve al sujeto lírico da lugar a un placer tan profundo que conduce a la aniquilación del yo en un fogonazo de luz que cede su lugar inmediatamente a una idílica y serena escena entre los amantes satisfechos. ¡Oh llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro! Pues ya no eres esquiva acaba ya si quieres, ¡rompe la tela de este dulce encuentro! ¡Oh cauterio süave! ¡Oh regalada llaga! ¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado que a vida eterna sabe y toda deuda paga! Matando, muerte en vida has trocado. ¡Oh lámparas de fuego en cuyos resplandores las profundas cavernas del sentido, que estaba oscuro y ciego, con estraños primores color y luz dan junto a su querido! ¡Cuán manso y amoroso recuerdas en mi seno donde secretamente solo moras, y en tu aspirar sabroso de bien y gloria lleno, cuán delicadamente me enamoras!12 Exceptuando, como decíamos, a estos pocos autores, se puede decir que los dis-cursos sobre el deseo se han especializado a partir de la época de Petrarca. Por un lado encontramos una línea de la pureza del “amor” en un sentido ya bastante parecido al actual; por otro un consumo creciente de literatura “erótica” cada vez más cerca-na a lo que hoy consideramos “pornográfi co” (producto cuya función es producir excitación sexual); por último, un discurso burlesco que trata el sexo como motivo de escarnio con una acidez inusual hasta el momento. La religión no volverá a con-fundirse con el deseo. Esta nueva separación puede explicarse por la especialización de todos los as-pectos de la vida que sucede a la explosión de este primer capitalismo del s. XV. La avanzada tecnología que se pone en funcionamiento en estos años (la imprenta, las comunicaciones, etc.), el crecimiento de las ciudades y el fortalecimiento del estado y su administración condujeron a un reparto mucho más preciso de las funciones de cada individuo. Estos cambios en la vida social afectaron necesariamente también al ámbito de lo privado: en lo relativo a la sexualidad, se trata de una época que delimi-ta con claridad el espacio de lo lícito, lo consentido y lo prohibido. La normalización Literatura 124 Cuadernos del Ateneo legal de la prostitución, así como la legitimación ideológica del matrimonio por el amor, constituyen algunos de los aspectos más signifi cativos de la nueva situación. Como señala Foucault13, los cambios sociales derivados de la economía y de los avances científi cos permitieron la aparición de un ámbito nuevo de posibilidades que el poder en su sentido más amplio (como estructura poliédrica en que toman parte todas las fuerzas de la sociedad) tiende a asumir y ocupar. La posibilidad que está al alcance de la nueva organización social de controlar la vida privada de los individuos conlleva una estricta caracterización de lo que es propio a cada tipo de relación íntima: nunca cabe explicitar el sexo dentro del matrimonio, que se da por supuesto, del mismo modo que el sexo explícito siempre signifi ca pecado, adulterio. A la mujer “honesta”, que porta la honra de su familia, se le negará en adelante la posibilidad de desear, de modo que no conocerá el sexo si no es con fi nes repro-ductores en el seno del matrimonio. La tradición petrarquista se incluiría dentro de este amor lícito, así como la profusión de argumentos en los que la noche de bodas tiene lugar justo después del fi nal (pensemos en el teatro español del siglo de oro, en el que el sexo siempre es violación, seducción, etc.). En el otro lado se encuentra la burla, la vergüenza (entretenimiento exclusivo de los hombres), y sobre todo la aparición de un discurso sexual cada vez más minucioso que incluye la confesión, el relato libertino, etc. Este placer nuevo de contar, lo que Foucault llama la “puesta en discurso”, se ma-nifi esta tempranamente en esa peculiar obra que es la Celestina, que aun reconociendo la fuerza del deseo en todo ser humano, expone las difi cultades que encuentra dentro de las normas sociales y cómo sólo en el ejercicio de la prostitución puede defenderse con libertad. Si bien Melibea se ve forzada a esconder su pasión irracional y asocial por Calisto, al sujeto masculino se le estimula a gozar del placer de exhibirlo. Celestina.- Sin prudencia hablas, que de ninguna cosa es alegre possessión sin compañía. No te retrayas ni amargues, que la natura huye lo triste e apetece lo delectable. El deleyte es con los amigos en las cosas sensuales e especial en recontar las cosas de amores e comunicarlas: esto hize, esto otro me dixo, tal donayre passamos, de tal manera la tomé, assí la besé, assí me mordió, assí la abracé, assí se allegó. ¡O qué fabla!, ¡o qué gracia!, ¡o qué juegos!, ¡o qué besos! Vamos allá, boluamos acá, ande la música, pintemos los motes, cantemos canciones, inuenciones, justemos, qué cimera sacaremos o qué letra. Ya va a la missa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su carta, vamos de noche, tenme el escala, aguarda a la puerta. ¿Cómo te fue? Cata el cornudo: sola la dexa. Dale otra buelta, tornemos allá. E para esto, Pármeno, ¿ay deleyte sin compañía? Alahé, alahé: la que las sabe las tañe. Este es el deleyte; que lo al, mejor lo fazen los asnos en el prado.14 Es preciso observar que se refl exiona en este fragmento sobre la diferencia que hay entre sexo (eso que hacen los asnos) y erotismo (el placer de contar) Por oposición a Melibea, las prostitutas que aparecen en la obra defi enden su profesión sobre todo como medio para evitar la condición servil, y no muestran Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 125 remilgo alguno por jugar con varios hombres y disfrutar de todas las posibilidades que ofrece el sexo. Otro ejemplo todavía más extremo que representa este discurso se encuentra en esta defensa de la prostitución que hace Nanna en Las seis jornadas, del polémico Pietro Aretino. Antonia: Mi parecer es que hagas a tu Pippa puta: porque la monja traiciona sus votos, y la casada ofende al santo matrimonio; la puta, en cambio, no la emprende ni con el monasterio ni con su marido: más bien hace como el soldado que se le paga para hacer el mal, y haciéndolo no se considera que lo haga, porque su tienda vende lo que tiene que vender; y el primer día que un mesonero abre una taberna, aunque no ponga una enseña se sabe que allí se bebe, se come, se juega, se jode, se reniega y se engaña: y quien fuese a orar o a ayunar, no encontraría ni altar ni cuaresma. Los huertanos venden las hortalizas, los especieros, las especias, y los burdeles, blas-femias, falsedades, chismes, escándalos, afrentas, robos, suciedades, odios, crueldades, muertes, males franceses, traiciones, mala fama y pobreza; pero dado que el confesor es como el médico que cura antes el mal que se le aparece de forma palmaria que aquel que se le oculta, vente sin dudarlo con Pippa y hazla puta sin pensártelo dos veces: que con una pequeña penitencia con dos gotitas de agua bendita, cualquier emputecimiento será borrado del alma; y además, por lo que he creído colegir de tus palabras, los vicios de las putas son virtudes.15 Este autor, que destacó en su época por una habilidad para ridiculizar y extor-sionar a sus contemporáneos con la amenaza de publicar sus intimidades, lo que le permitió vivir en el lujo a su costa, produjo una obra que se interna con insolencia en el terreno de la pornografía. Nanna: Luego, la prudente abadesa le cogió la reliquia y, acercando su boca, la besaba y, atraída por ella, la chupaba y mordisqueaba al igual que un perrito con una pierna o una mano, con lo que disfrutamos con sus mordiscos, que nos hacen llorar riendo. De tal manera, el pícaro fraile, al sentir los mordiscos de la señora, todo risueño decía: “¡Ay, ay!”. Antonia: ¡Qué estúpida! ¡Debería haberle quitado un pedazo con los dientes! Nanna: Mientras la bondadosa abadesa jugueteaba con su ídolo, llamaron suavemente a la puerta por lo que se quedaron ambos en suspenso y, prestando oídos, escucharon un silbido muy débil; comprendieron que era el criado del confesor y le abrieron al momento y, ya que éste conocía sus secretos, no se preocuparon para nada, más bien al contrario, porque la traidora aba-desa, abandonando el pinzón del padre, cogió por las alas el jilguero del hijo, y estremeciéndose al rozar el arquillo del muchacho por su lira, dijo: “Amor mío, concédeme una gracia, por favor” y el mal fraile le respondió: “De acuerdo, ¿qué deseas?”; “Quiero –añadió ella– rallar este queso con mi rallador y que tú, mientras tanto, le des con tu maza en el timbal de tu hijo espiritual y, si el placer te place echaremos a galopar los caballos; si así no fuera, probaremos otras maneras e indudablemente una será de nuestro gusto”. Mientras tanto, la mano de fray Galazo ya había calado las velas del esquife del muchacho y la señora abadesa, al darse cuenta, se sentó, abrió de par en par su jaula, puso dentro el ruiseñor, y se echó encima la carga con gran alegría de todos; puedo decirte solamente que estuvo a punto de reventar con tan gran mapamundi sobre su vien-tre que la bataneó como es bataneado por un batán un trozo de paño. Por último, ella se libró de la carga y ellos de las ballestas y, acabado el juego, tragaron más vino y devoraron más dulces de lo que pudiera yo contarte.16 Literatura 126 Cuadernos del Ateneo Con esta misma intención de frivolizar el sexo sin renunciar al estilo, este soneto anónimo recrea las características del soneto barroco, originalmente elevado y con-ceptual, para llevarlo a un terreno que no le es habitual. Sorprende, dentro del con-junto de obras con sexo explícito, por su atrevimiento estilístico, que tiene su cota más alta en la escisión de la palabra “menearte” como consecuencia muy ilustrativa del orgasmo. Los ojos vueltos, que del negro dellos muy poco o casi nada parecía, y la divina boca, helada y fría, bañados en sudor rostro y cabellos, las blancas piernas y los brazos bellos, con que al mozo en mil lazos envolvía, ya Venus fatigados los tenía, remisos, sin mostrar vigor en ellos. Adonis, cuando vio llegado el punto de echar con dulce fi n cosas aparte, dijo: “No ceses, diosa, anda, señora, no dejes de mene…”, y no dijo “arte”, que el aliento y la voz le faltó junto, y el dulce juego feneció a la hora.17 Y en un tono humorístico y burlesco no exento de ingenio, ofrece otra versión del erotismo chusco el conde de Villamediana, otro singular personaje, libertino y jugador, que murió asesinado al parecer entre otras razones por el odio generado por sus letrillas maledicentes, como estas dos estrofas de unos ovillejos para una dama: Fue un tiempo vuestro varón Capón, y es el que os goza al presente, Impotente, amén de otro monje añejo Viejo. Señora, mi mal consejo es que corráis buen caballo y no busquéis para gallo Capón, Impotente o Viejo. Vos, tenéis, señora polla, Argolla, y en Castro contemplo solas Bolas, y en el capón solo y fl aco, Taco; y de aquí, señora, saco que uno de estos solo y vos nunca juntaréis los dos Argolla, Bolas y Taco.18 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 127 Fuera de lo risible, las escasas referencias a lo sexual en el siglo XVII son siem-pre culpables, pecaminosas. Con una exuberante riqueza estilística que difi culta la comprensión, Pedro Soto de Rojas esconde en los fragmentos de Adonis una escena de violación incestuosa en un entramado sinuoso de ramajes de jardín, llevando al extremo la estética barroca de su maestro Góngora, que en su Fábula de Polifemo y Galatea también había introducido una breve y velada escena erótica entre el pastor Acis y la ninfa Galatea, que concluía con el trágico aplastamiento del joven por el brutal cíclope. Soto de Rojas emplea todos sus medios para amplifi car la sensualidad de la carne, reproduce el cúmulo de sensaciones lascivas de la escena con un desplie-gue de fi guras del lenguaje en torno al estímulo sensitivo (colores, olores, texturas, sonidos, etc.). A esta sazón luchando, y aun rendido, con insultos estaba pensamientos, entre determinado, entre dudoso, el padre enamorado que, algo siempre apartado, la dulce causa de su error seguía. Llegó tan cerca de ella, que fácilmente pudo una centella ser traída del viento al pecho fulminado, donde, de la ocasión fi era atizado, el corazón doliente descubre ya su incendio dilatado. Ya siente que discurren por sus venas exalaciones de lascivo fuego; ya la razón se afl ige y desvaría con la temeridad del accidente que el apetito cría; ya –¡cuán en vano!– reducir procura siquiera a lucha nueva el ánimo en errar determinado del pervertido padre que su lustrosa calidad le lleva: mas queda desmayada y vergonzosamente atropellada. En tanto, pues, la descuidada ninfa usurpada del baño entre un, si avaro, delicado paño, la plata de sus miembros escondía, por ellos deslizándose caía la agua templada y pura, cual por mármoles tersos o columnas de cándido alabastro; y a la linfa menor que se escondía rehacía en sus molduras torneadas, perezosa en sus hoyos –abismo, si abundancia de hermosura–, dulcemente la apura aplicando la mano delicada –el cendal interpuesto– hacia la parte que sintió mojada. Fuese apartando un poco del ordinario paso, que ya la esperan con placer no escaso rústicas almohadas de tomillos sobre tapetes verdes y amarillos. Recostóse do el pueblo de las fl ores besando alegre sus piadosas plantas en aras naturales, aromas mil le ofrece, porque gozar su vecindad merece; y allí, con el celebro humedecido, los miembros delicados, del gustoso ejercicio fatigados, entregaron del alma las espías al blando hermano de la blanda muerte que, con sus alas de piedad movido, dulce sombra le hizo al sol dormido. Ya de la lucha bárbara, dudosa, el falso padre, el desmentido amante, a su conceto vencedor se estima; juzgaba victoriosa la determinación, infame esclava, y el adúltero paso apresurando llega a su hija, que durmiendo estaba. Llega atrevido, calla temeroso, quiere embestir y queda desmayado, intenta acometer y atrás se vuelve; Literatura 128 Cuadernos del Ateneo Esconder, especializar, sofi sticar: el camino de la sensualidad queda marcado por su reclusión en ese ámbito privado y clandestino, por lo tanto punible. Como ya se atisba en el Adonis y quedará aún más de manifi esto en la literatura dieciochesca, la obligación de ocultar lo sensual conlleva una necesidad de afi narlo hasta extremos antes insospechados, tanto en su expresión literaria como en la propia vivencia. Para adecuar la realización del deseo a unos códigos de conducta cada vez más restrictivos, resulta necesario desarrollar unos rituales sociales acordes con ellos, que constituirán fuentes de deleite en sí mismos. El placer de la seducción tiene su correlato también hipertrofi ado en la exploración de detalles inusuales dentro de la materialización del juego sexual. Pero por otro lado, el dominio de estas convenciones dará el triunfo social y un espacio de poder a unos, para controlar o, llegado el momento, victimizar a los otros. La trasgresión es tenida por vulgaridad, bajeza, debilidad, y más tarde, con el tratamiento que darán los románticos a la mujer, suciedad, contaminación, enfer-medad. Todavía en el s. XVII, La Rochefoucauld intuyó en parte esta dirección que to-maba lo amoroso cuando escribió sus Máximas. 68. Es difícil defi nir el amor: lo que puede decirse es que en el alma es una pasión de reinar; en el entendimiento es una simpatía; y en el cuerpo no es más que un deseo oculto y delicado de de una mujer dormida tiembla determinado, que es cobarde la fuerza del pecado; más el poder, el cetro, la riqueza –carga del alma, espuela del sentido, disolución infame, descarada, si en ignorantes toca–, los autos justos del temor revoca, y le arroja en el suelo a chupar los claveles de una boca. No de otra suerte susurrante abeja calar se deja al romeral fl orido tras su goloso humor que está escondido. Salteada la ninfa en el paso lascivo, aún de su pensamiento no tocado, despierta y duda si será soñado caso tan peregrino: ve su padre mudado, no de hombre en fi era, mas de fi era en mons-truo en el acto y el rostro; duda, suspensa, y, en su duda extraña, el falso que le arguye, por amado, o temido, el silogismo de su error concluye y, pisada la cándida azucena, vïola negra ya quedó de suerte que concibió, cual víbora, su muerte. El bien contento amante, viéndose poseedor de su esperanza, a su resolución reconocido, daba las gracias y a su buena suerte; ya deja de ser padre y es esposo, galantea solícito y cuidoso con máscara de amor su hija y dama; ella, con sus fatigas vueltas gusto, dulce le corresponde, dulce se enlaza del paterno cuello y por lo vergonzoso, o por lo bello, purpúreas rosas deshojadas llueve –triunfo de amor, y de su madre fama– de entre el jazmín ejemplo de la nieve.19 Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 129 poseer lo que se ama después de muchos misterios. 77. El amor presta su nombre a un número infi nito de relaciones que se le atribuyen, y con las que tiene tan poco que ver como el dogo con lo que pasa en Venecia.20 Pero es aún más consciente la existencia de este nuevo ámbito de poder, el de la opinión de los demás, en La princesa de Clèves, de Madame de La Fayette. La protagonista se ve acorralada cuando el hombre al que ama se toma una licencia en presencia de otros que ella no puede evitar ni delatar porque cualquiera de las dos opciones pondrían su ilícito deseo en evidencia. Hacía mucho tiempo que Monsieur de Nemours deseaba poseer el retrato de Madame de Clèves. Cuando vio el que era propiedad de Monsieur de Clèves, no pudo resistir la tentación de sustraerlo a un marido a quien creía tiernamente amado, pensando que, entre tantas personas como se habían reunido en aquel lugar, no había de ser él más sospechoso que cualquier otro. Madame la Delfi na estaba sentada sobre el lecho hablando en voz baja con Madame de Clèves, y ésta, que se hallaba de pie delante de ella, pudo ver, a través de una rendija de los mal cerrados cortinajes, a Monsieur de Nemours de espaldas a la mesa colocada a los pies de la cama, que se apoderaba cautelosamente de algo que estaba encima de aquella mesita. No le costó gran trabajo adivinar que aquello era su retrato y turbóse de tal manera que Madame la Delfi na de que no la escuchaba y preguntóle qué era lo que estaba mirando. Monsieur de Nemours volvióse al oír estas palabras, y sus ojos se encontraron con los de Madame de Clèves, fi jos todavía en él, pensando que era muy posible que ella hubiese visto el acto que acababa de ejecutar. Madame de Clèves se hallaba, ciertamente, en una situación muy embarazosa; sentía, en justicia, que tenía derecho a reclamar su retrato, pero pedirlo públicamente signifi caba descubrir a todos los presentes los sentimientos del príncipe hacia ella, y, por otra parte, pedírselo, hallán-dose a solas con él, era obligarle, en cierto modo, a declararle su pasión. Creyó, al fi n, que era lo más conveniente dejarle poseer el retrato y no le costó gran trabajo hacerle un favor semejante, sin que él supiera que se lo había otorgado. Monsieur de Nemours, que adivinó perfectamente la situación en que se encontraba Madame de Clèves y que comprendía muy bien la causa de la misma, acercóse a ella y le dijo en voz baja: —Si habéis visto lo que me he atrevido a hacer, señora, tened la bondad de dejarme creer que lo ignoráis; no me atrevo a pediros más.21 Lo que en Madame de La Fayette era sólo una posibilidad, un ámbito potencial de presión, se somete al poder efectivo en el s. XVIII. Las amistades peligrosas, com-plejo análisis sobre la intromisión avasalladora y a menudo cruel en la privacidad ajena, es un muestrario perfecto tanto de los códigos como de su violación. El placer carnal, raras veces explícito, que en la novela es instrumento de la dominación, cede su protagonismo al placer de la propia dominación que lo utiliza. La misma técnica epistolar utilizada por Choderlos de Laclos representa una irrupción del ojo del lector que ejerce su poder sobre los personajes, ratifi cando su derrota. Así, en el siguiente fragmento, tenemos ocasión de participar de las intenciones que Valmont sólo revela a su confi dente, la marquesa de Merteuil, rival a quien fi nalmente traicionará hacien-do públicas sus cartas. De momento, su triunfo social pasa por doblegar la resistencia Literatura 130 Cuadernos del Ateneo de una virtuosa y religiosa casada sin utilizar técnicas de seducción por el engaño. Mi proyecto es, al contrario, que conozca y sienta bien el valor y la importancia de cada uno de los sacrifi cios que me hará; no llevarla tan deprisa que el remordimiento no pueda seguirla; hacer que su virtud expire en una lenta agonía; forzarla a tener siempre a la vista este espectáculo; y no concederle la dicha de tenerme entre sus brazos hasta haberla obligado a no disimular sus vivos deseos. (Carta LXX).22 O lo vemos ejercer su magisterio en materia de seducción como si fuera un ilus-trado. Confía en la apoteosis orgiástica de su poder sobre los demás cuando muestre en sociedad las “caídas” que se propone causar, bien para lograr la humillación de terceros (el viejo que planea casarse con la jovencita virgen a la que él pervertirá) o para devastar la vida de la presidenta Tourvel. Tranquilícese vmd.; pues no volveré a presentarme al público, sino más célebre que nunca, y siempre más digno de vmd. Espero que no despreciará la aventura de la chiquita Volanges, de la que parece hacer vmd. poco caso (como si no fuera nada el de robar en una noche una jovencita a su querido amante, disponer de ella a su antojo, y como si fuera suya, y sin incomodarse; lograr de ella lo que no osaríamos aun exigir de todas las mujeres del partido, y esto sin turbar en nada su tierno amor, sin hacerla inconsciente, ni aun infi el: pues que yo no ocupo ni aun su cabeza; de suerte que pasado mi capricho la pondré entre los brazos de su amante, por decirlo así, sin que ella haya notado nada. ¿Es este por ventura un paso ordinario? Además, créame vmd.; los principios que le he inspirado no dejarán por eso de desenvolverse, y pronostico que la tímida discípula dará bien pronto tanto vuelo a sus pasiones que hará honor a su maestro. ¡Si no obs-tante se prefi ere el género heroico, mostraré a la presidenta citada como un modelo de todas las virtudes! ¡Respetada hasta de nuestros mayores libertinos! ¡Tal en fi n que se había perdido hasta la idea de atacarla! La presentaré digo, olvidando sus deberes y su virtud, sacrifi cando su reputación y dos años de juicio, para correr tras la dicha de agradarme, para embriagarse con la de amarme, creyéndose sufi cientemente indemnizada de tantos sacrifi cios con una palabra, una mirada, que aun no logrará siempre. Haré más, la abandonaré; y si tuviese sucesor, digo que no conozco a esta mujer. Ella resistirá a la necesidad de consolarse, al hábito del placer, y aun al deseo de venganza. En fi n no habrá existido sino para mí; y por larga o corta que sea su carrera, yo habré sido el único que haya abierto y cerrado la barrera. Conseguido una vez este triunfo, diré a mis rivales: ¡Aquí tenéis mi obra, dadme en el siglo un segundo ejemplo!23 La otra cara de la sofi sticación dieciochesca está en la exploración sin límites del placer (que llegará al extremo de la depravación antisocial en las geometrías de la crueldad de Sade), que encuentra una suerte de manifi esto en la defensa de la experiencia sensorial que hace Giaccomo Casanova en el prólogo de Mi vida y mis amores. Al evocar los placeres gozados los renuevo, los disfruto una segunda vez y me río de las duras penas que ya no padezco. Miembro del Universo, hablo al aire y me parece que doy cuenta de mi gestión como un mayordomo la rinde a su amo antes de marcharse. Por lo que a mi porvenir se refi ere, nunca he querido preocuparme en calidad de fi lósofo, porque nada sé de él; y en calidad de cristiano, la fe debe creer sin razonar, y la más pura guarda profundo silencio. Sé que he exis- Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 131 tido porque he sentido, y al enseñarme tal el sentimiento, he aprendido que no existiré cuando haya dejado de sentir. Si ocurre que después de muerto continúo sintiendo, ya no volveré a dudar de nada; pero daré un mentís a cuantos vengan a decirme que estoy muerto.24 La receptiva actitud ilustrada frente a los placeres, fruición consciente en ellos, entrará en crisis, como todos los valores del siglo XVIII con el estallido de la doble revolución: la industrial y la política (burguesa). La fuerza y empuje de la burguesía como clase transformadora de la realidad y creadora de riquezas antes insospechadas la llevará a desear, a necesitar apoderarse también de la organización política que antes le estaba vedada. Las convulsiones sociales envolverán el medio siglo que sigue a la Revolución Francesa, hasta el colapso de los revolucionarios de 1848, lo cual no pudo dejar de determinar la posición de los individuos frente al mundo, las aspira-ciones de trascendencia y el deseo mismo de la alteridad: nunca antes se había dado una transformación tan brusca de la estética como la que se dio desde los años del prerromanticismo y que inauguró la necesidad de innovar como requisito del genio individual, a menudo incomprendido y desesperado por el terrible don divino de anticiparse al futuro. Se trata de un correlato de la marcha de la sociedad burguesa que funda su progreso en el cambio, en la inversión de las ganancias en nuevas em-presas, lo cual en pocos textos se comprende con mayor amplitud como en el pacto entre Mefi stófeles y Fausto, verdadero manifi esto del deseo de infi nito, de una belle-za siempre postergada y nunca lograda en plenitud (mito del vagabundo siempre en busca de absolutos y abismos). Fausto: Si un día en paz me tiendo en lecho de ocio, me da igual lo que pueda ser de mí. Si un día con halagos me seduces de tal modo que a mí mismo me agrade; si me puedes mentir con el placer, ¡sea mi último día entonces! ¡Vaya la apuesta! Mefistófeles: ¡Acepto! Fausto: ¡Dame acá la mano! Si a un instante le digo alguna vez: “¡detente, eres tan bello!”, puedes atarme entonces con cadenas.25 Uno de los aspectos que se someten a esta nueva visión del anhelo de unión es el de la sexualidad, cuya plenitud deja de estar al alcance de la mano. Ya no es posible la satisfacción del deseo en libertad, sino sólo dentro del matrimonio o en la culpabili-dad y el delito teñido de repugnancia. La ingerencia del poder en la vida privada, que estudiábamos como novedad en textos anteriores, se ha camufl ado en su presencia Literatura 132 Cuadernos del Ateneo absoluta, conllevando la especialización de los discursos: el del amor, el del sexo, los otros. De ahí que, fuera de lo estrictamente sexual o pornográfi co (que también en esta época va adquiriendo su mayoría de edad), el amor, idealizado hasta sus últi-mas consecuencias, solo es posible en otros estadios que no son la vida cotidiana: la deseada unión con lo otro solo sabe manifestarse desde la insatisfacción cósmica o desde la posesión más cruel de un cuerpo, de un espíritu. La mujer deseada sale de su dimensión humana para convertirse en la encarnación misma de la belleza del universo y del amor como sentimiento sublime que es capaz de redimir o de perder al individuo-hombre. Entre estos extremos parece debatirse Werther, individuo consciente de su so-ledad única e irrepetible pero zarandeado sin piedad por las fuerzas de su propia sentimentalidad. A lo largo de la novela, fi cción de diario que se convirtió en insignia de los románticos, vemos en el enunciador-protagonista un carácter bipolar que de estímulos externos similares (música, anécdotas, otros personajes, paisajes) extrae estados de ánimo opuestos: entusiasmo, alegría, fi lantropía, superioridad, amor, al principio; desesperación, misantropía, autocompasión, desengaño, al fi nal. Su deseo de unión toma como objeto a una mujer que ya desde el principio está comprometi-da con otro, pero está tan sublimado en armonías cósmicas que nada necesita de un referente humano real. En consecuencia, es tan apropiado como motivo de felicidad y vida como de angustia y suicidio. Su atracción es un fantasma que conduce a tan alto grado de frustración que es preferible la muerte a la desposesión. Cabe incluso sentirlo como la fascinación del abismo, el deseo de desaparecer que utiliza a Carlota como mera excusa. —Werther –dijo con una sonrisa que me traspasó el corazón–, muy malo debes estar cuando tu música predilecta te desgarra así. Retírate, te lo suplico, y trata de recuperar la calma. Me separé de ella y… ¡Dios mío! Tú que ves mi sufrimiento, tú debes terminarlo. 6 de diciembre Su imagen me persigue: que duerma o que vele, ella sola llena toda mi alma. Cuando cierro los ojos, en el cerebro, donde se halla la potencia de la vista, distingo con claridad sus ojos negros. No puedo explicarme esto. Me duermo y los veo también: siempre están ahí, fascinantes como el abismo. Todo mi ser, todo, no puede separarse de ellos. ¿Qué es el hombre, ese semidiós ensalzado? ¿No le falta la fuerza cuando más la necesita? Y cuando abre las alas en el cielo de los placeres, lo mismo que cuando se sumerge en la desespera-ción, ¿no se ve siempre detenido y condenado a convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba perderse en el infi nito?26 El hombre se siente minúsculo y rodeado por una naturaleza que ejerce sobre su espíritu una fuerza avasalladora, o se trata más bien de una sublimación de la nostalgia por aquella vida gobernada por universales en la naturaleza, desde una Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 133 irreversible transformación en la soledad del egoísmo frío y calculador en el horror de la nueva ciudad. De otro modo más cercano a la euforia y el arrebato místico, Novalis expresa la excelsitud de la noche infi nita en el cosmos como casa acogedora de las criaturas en un ambiente de amor ardiente o como divinidad protectora. La oscuridad es el mismo tálamo de un encuentro sexual (apenas símbolo de unión, no obstante), pero en densa confl uencia metafórica de sentido mágicamente refl ejado, deviene también el ara del sacrifi cio a esa divinidad e incluso el encuentro defi nitivo con la verdad al caer el velo que la escondía en una dulce defl agración. Más celestial que esos astros fúlgidos en las lejanías nos parecen los ojos infi nitos que la noche abre en nosotros. Miran más hondo que los más claros astros de esos innumerables ejércitos; sin necesidad de luz, miran a través de las profundidades de un amante corazón, que llena un más profundo espacio de indecible felicidad. ¡Gloria de la reina del universo, mundo sagrado de la alta mensajera, venturoso amor de nuestra cuidadora! Vienes, amada… La noche está aquí… Arrebatada está mi alma… allá lejos queda el camino terrenal, y tú eres de nuevo mía. Te contemplo en los profundos, oscuros ojos; nada veo sin amor y bienaventuranza. Descendemos al altar de la noche, al suave lecho… El velo cae, y, encendida de la cálida presión, arde de la dulce víctima el puro fuego.27 En el otro extremo, la aparición de la más estricta precisión en el tratamiento lite-rario de lo sexual, un decir el sexo cada vez más explícito que supone la intromisión de una mirada, la del lenguaje mismo, en el ámbito de lo más íntimo, en forma de necesidad interior de confesar. Son muchos los ejemplos de esa creciente atención a lo “sicalíptico”, entre autores que tratan de “dignifi car” lo sexual por medio de un discurso propio y a la altura de los demás temas, lo que en el fondo signifi ca tratar de dejarlo bien recogido en su reducto prohibido y alternativo, como si fuera un mun-do aparte: ante todo poetas, ya que se trata de una literatura necesariamente al mar-gen del gran negocio que permiten teatro y novela, al menos hasta que el mercado editorial alcance un margen de benefi cios sufi ciente en lo subterráneo. Cuando eso ocurra, será porque haya un público deseoso de recibir textos que exciten su imagi-nación y su libido, aunque prefi eran enmascararlo con la falsa pátina de lo literario. Entre ellos, Gamiani, de Alfred de Musset es un buen ejemplo que disimula la fa-bricación de fantasías libertinas para lectores aburridos precisamente bajo la temática de la búsqueda de lo infi nito que se difi ere hasta el momento mismo de una muerte confundida con el orgasmo. Es un prototipo de mujer pantera y cruel que tendrá Literatura 134 Cuadernos del Ateneo gran éxito en la mitología decimonónica el que aparece en este texto de estilo pegajo-so, personaje que no encuentra un límite para su deseo, tildado de “detestable furia” por su avidez de excitación sexual más allá de lo racional, más allá de toda justifi ca-ción y consecuencia, incluso en el dolor físico, la tortura. Es un horror en el exceso de aquello que en menor medida puede parecer natural al hombre, si bien el texto parece condenar, pero es en su ambigüedad precisamente donde reside su riesgo. Si bien por momentos parece apoyar la libertad de la mujer, en otros la condena como monstruo del placer que una vez desatado no es capaz de controlarse en un abismo furioso (por oposición al hombre, que sí conoce saciedad). De romántico tiene esa búsqueda de infi nitos, si bien se trata de infi nitos de condenación, antes de que el malditismo sea mirado como principio estético y única salvación del poeta, que no puede concordar con la armonía del mundo. A medida que la condesa se excita, va acentuando la intensidad de sus ardientes caricias. A los besos suaves y a las caricias cosquilleantes siguen luego los mordiscos atormentadores y gratos y los pellizcos excitadores. De pronto, Fanny no puede sufrir el amoroso martirio y deja escapar un ligero grito de dolor. Gamiani acude presta con el remedio. Hundiendo la cara entre los muslos de Fanny, busca la lengua de la condesa el clítoris de su amada. Fanny se deja vencer y las dos hembras quedan un instante rendidas de placer. Gamiani vuelve presta a su labor sin separar su ardiente boca del cáliz del amor de Fanny, la que, excitada hasta el paroxismo, grita suplicante y angustiada. Fanny: ¡No puedo más! ¡Me matas! Gamiani: ¡Toma y recobrarás las fuerzas! Es un elixir de vida; bebe. La condesa ofrece a Fanny un frasquito, después de apurar la mitad de su contenido. Fanny, obediente, bebe ansiosa la otra mitad del líquido que la condesa derrama en la entre-abierta boca de su querida. —¡Por fi n –dice Gamiani con júbilo–, ya eres mía para siempre! Los ojos de la condesa están ahora animados por un brillo demoníaco. Colocándose de rodillas entre los muslos de Fanny, se sujeta, nerviosa, el falo descomunal que antes había mostrado a Fanny. A su vista la muchacha se excita de nuevo y se mueve intranquila y codiciosa. Gamiani empieza a operar con el brutal instrumento, y las carnes de Fanny se desgarran y se agitan. En silencio sufre el tormento a que complacida se somete. Un instante después de empezado el monstruoso simulacro se siente Fanny agitada por extra-ña convulsión. Salta y se agita en el lecho como una endemoniada. Fanny: No sé qué siento. El licor que me has dado me está quemando las entrañas. ¡Me muero, pero soy tuya! Gamiani, sin hacer caso de los gritos de Fanny, acentúa sus acometidas. El falo, enorme y rígido, va penetrando en las carnes de la enloquecida Fanny. El brutal instrumento desgarra y va penetrando entre oleadas de sangre. Súbitamente Gamiani deja de acometer y de torturar a Fanny. Los ojos de la condesa se extra-vían; hace unas horribles muecas; sus miembros se retuercen con violencia y sus dedos crujen. Adivino lo que ha ocurrido. Gamiani ha dado a Fanny, después de tomarlo ella, un enérgico veneno. Horrorizado, corro a prestar auxilio a las dos mujeres. Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 135 Violento la puerta y entro asustado en la alcoba. Fanny había ya expirado. Las piernas y los brazos de la desdichada niña estaban entrelazados con los de la condesa, que se retorcía atormentada luchando con la muerte. —No, déjanos –suplicó Gamiani con voz muy queda–. Esta mujer es mía. ¡Vete, déjanos solas con la muerte! —¡Es horrible! –respondí angustiado y enloquecido. Gamiani: Es hermoso. Ya he conocido todos los placeres de la carne. Sólo me faltaba conocer éste, necesitaba saber si uniendo mi agonía a la agonía de otra mujer, era posible encontrar un nuevo deleite. Es atroz, pero es posible este placer. Muero como quería, joven, hermosa y gozan-do… Fanny, perdóname; yo te amaba. Te amo… ¡Ay! Salió de su garganta un prolongado ronquido y la despreciable furia cayó pesadamente sobre el cadáver de Fanny, quedando rígida con los brazos extendidos.28 La metamorfosis demoníaca mujer-vampiro-muerte que atrae hasta el abismo, como fuerza oscura e incomprensible, como tentación y trampa, es vista por Baude-laire en el siguiente poema desde un esteticismo precursor de la vanguardia que, sin compromiso político, ofrece al burgués la posibilidad de buscar fuera de las conven-ciones una “verdad” subjetiva y multívoca, difícil de alcanzar pero susceptible de ser traducida a palabras. A través de ellas crea una atmósfera simbolista, de límites difu-sos entre lo real y lo irreal, cargada de intensidad visionaria cercana a la estética de la ruptura. Esta fe en la posibilidad de traducir todo a palabra, que está en el origen de muchas de las grandes creaciones artísticas de las últimas décadas del siglo XIX (ópera, poemas sinfónicos, etc.), sumada al fuerte subjetivismo y a la originalidad como fuente de la estética de la ruptura anticipa la vanguardia. “Las metamorfosis del vampiro” La mujer, entretanto, con su boca de fresa, retorciéndose igual que una serpiente al fuego, y moldeando el seno en su férreo corsé, decía estas palabras impregnadas de almizcle: —“Húmedo el labio tengo, y domino la ciencia De perder en un lecho la conciencia remota. En mis senos triunfantes seco todos los llantos, Y hago al viejo reír con la risa del niño. ¡Reemplazo, para quien me contempla desnuda, A la luna y al sol, al cielo y las estrellas! Soy, mi querido, sabio, tan docta en los deleites, Cuando sofoco a un hombre en mis brazos temidos, O cuando a los mordiscos abandono mis pechos, Tímidos, libertinos, delicados, robustos, Que sobre estos colchones, de emoción desmayados Impotentes los ángeles, ¡por mí se perderían!” ¡Cuando toda la médula sorbió ya de mis huesos, Y yo lánguidamente me volvía hacia ella Literatura 136 Cuadernos del Ateneo Para ofrecerle un beso de amor, yo no vi más Que a otra de viscosos costados purulentos! En mi frío pavor yo cerré los dos ojos, Y al abrirlos de nuevo en la vívida luz, A mi lado, en lugar del fuerte maniquí Que pareció haber hecho su remesa de sangre, En confusión temblaban desechos de esqueleto, Que por sí mismos daban un grito de veleta O cartel al extremo de un vástago de hierro, Que en las noches de invierno el viento balancea.29 En el siguiente fragmento de Tristán e Isolda encontramos otra vez la densidad metafórica de Novalis, esta vez alcanzando dimensiones alegóricas en las que la antítesis Noche/Día connota intimidad, verdad, amor, unidad y muerte, frente a sociedad, mentira, interés, separación y vida. Recuperando viejos tópicos del medievo, el escapismo romántico no presenta la muerte como sacrifi cio sino como la suprema posibilidad de una verdad revelada y trascendente: nada importa salvo el amor entendido así. Tristán ¡Oh, nosotros estábamos consagrados a la noche! El pérfi do día, propicio a la envidia, con su engaño pudo separarnos, ¡pero su mentira no pudo ya engañarnos! De su vano esplendor, de su brillo engañoso ríese aquel a quien la noche ha consagrado su mirada: ya no nos ofuscan los rayos fugaces de su luz vacilante. Aquel que amando contempla la noche de la muerte, aquel a quien la noche confía su profundo secreto: ¡ante ése se han disipado, cual vano polvo de los soles, las mentiras del día, la gloria y el honor, el poder y la riqueza, por muy grande y noble que sea su brillo! En las vanas ilusiones del día le queda a ése un único anhelo, ¡el anhelo de la santa noche, donde le sonríen las eternas delicias del amor, únicas que son verdaderas! […] Isolda, ¿quieres seguir a Tristán, al sitio adonde ahora va a partir? En el país del que Tristán está hablando no brilla la luz del sol: es el país oscuro, nocturno, del que mi madre me envió cuando muriendo hizo salir a la luz al que en la muerte había concebido. Aquel sitio que, cuando ella me dio a luz, fue para ella su asilo amoroso, el maravilloso reino de la muerte, del que me desperté en otro tiempo, eso es lo que Tristán te ofrece, a ese sitio va él por delante de ti; si con lealtad y nobleza, a ese sitio va a seguirle, ¡dígaselo ahora Isolda a Tristán! Isolda Cuando el amigo en otro tiempo la invitó a partir para un país extranjero, Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 137 Isolda tuvo que seguir con lealtad y nobleza al hombre innoble. Ahora que me conduces a tu propio país, para mostrarme tu herencia, ¿Cómo iba yo a rehuir el país que envuelve el mundo entero? Adonde están la casa y la patria de Tristán, allá irá Isolda: para que con lealtad y nobleza, ella te siga, ¡muestra ahora a Isolda el camino!30 En esta dualidad decimonónica que se mueve entre la suprema idealización del amor y de la mujer y la máxima depravación de los abismos clandestinos y culpables en los que la mujer es demonio y tentación no cabe un eros inocente. La búsqueda de nuevos caminos irá cada vez más lejos. Si Isolda manifi esta seguir ciegamente a Tristán más allá de la vida, Leopold von Sacher-Masoch elige perderse en la voluntad de Wanda von Dunajev, otra vez la mujer veleidosa y cruel, a cuyo arbitrario poder se somete. La desposesión de la identidad en el otro no ocurre por una pérdida de la voluntad fruto de la fuerza del deseo, que otorga poder al seductor, como habíamos visto en el siglo XVIII, sino por una decisión enfermiza y resulta difícil saber si mo-vida por el sexo o por el amor, dentro de esa exploración extremosa de nuevas vías en la línea del llamado decadentismo. Contrato entre Sacher-Masoch y Wanda von Dunajev Esclavo mío, las condiciones bajo las que os tomo como esclavo y os permito estar a mi lado son las si-guientes: renuncia completa e incondicional a vuestro yo. No tendréis otra voluntad que la mía. Seréis en mis manos un instrumento ciego, que cumplirá sin resistirse todas mis órdenes. Si olvidaseis que sois un esclavo y no me prestaseis incondicional obediencia en todas las cosas, tendré derecho a castigaros y a corregiros a mi gusto, sin que oséis quejaros de ello. Todas las cosas amables y felices que os conceda son una gracia de mi parte y serán tomadas por vos, con agradecimiento, como tales; no tengo ninguna deuda, ningún deber con vos. No seréis ni mi hijo, ni mi hermano, ni mi amigo, no seréis otra cosa que mi esclavo, que yace en el polvo. Así como me pertenece vuestro cuerpo, así también me pertenece vuestra alma; y por mucho que sufráis, habréis de subordinar vuestros sentimientos y vuestras emociones a mi dominio. Me estará permitida la máxima crueldad; y si os mutilo, lo soportaréis sin quejaros. Habréis de trabajar para mí como esclavo; y si yo nado en la abundancia y a vos os hago pasar miserias y os pisoteo, habréis de besar sin rechistar el pie que os pisa. Podré despediros en cualquier momento pero a vos nunca os será lícito marcharos de mi lado sin mi voluntad; y si huyeseis, me concedéis el poder y el derecho de torturaros hasta la muerte con todos los tormentos imaginables. Literatura 138 Cuadernos del Ateneo No tendréis nada fuera de mí, yo seré para vos todo, vuestra vida, vuestro futuro, vuestra felicidad, vuestra infelicidad, vuestro tormento y vuestro placer. Habréis de cumplir cualquier cosa, buena o mala, que yo pida, y si os exijo que cometáis crímenes, habréis de convertiros en un criminal, para obedecer a mi voluntad. Me pertenecerá vuestro honor, igual que me pertenecen vuestra sangre y vuestro trabajo; yo soy la dueña de vuestra vida y vuestra muerte. Si algún día no podéis seguir soportando mi dominio y se os vuelven demasiado pesadas mis cadenas, entonces habréis de mataros. Jamás os devolveré la libertad. Me comprometo bajo palabra de honor a ser el esclavo de la señora Wanda von Dunajev, tal como ella quiera, y a someterme sin resistencia a todo lo que ella me imponga. Doctor Leopold, caballero de Sacher-Masoch.31 En la sociedad burguesa capitalista en la que el poder aspira a controlar todo mediante la profesionalización y especialización, también en la literatura, se han se-parado defi nitivamente los tres erotismos. En el último fragmento de esta antología el anónimo autor de Mi vida secreta manifi esta su incertidumbre ante la necesidad de poner en discurso sus deseos y experiencias sexuales, vividos en la solitaria intimidad de cada hombre, y parece criticar la hipocresía que subyace en este oscurantismo que conduce a una hipertrofi a de la importancia del sexo. Acalla sus temores con la es-peranza de que compartir esas experiencias rompa ese cerco de aislamiento culpable que el orden social ha impuesto al deseo. He leído todo mi manuscrito. […] Al leerlo, lo que me choca es la monotonía de la relación con las mujeres que no pertenecían a la clase alegre; ha sido tan análogo y repetitivo como el joder mismo; ¿actúan así todos los hombres, besando, engatusando, sugiriendo impudicias, hablando después de forma indecente, echando un tiento, oliéndose los dedos, asaltando y venciendo, igual que yo? ¿se ofenden todas las mujeres, diciendo “no”, después “oh” sonrojándose, enfadándose, cerrando los muslos, resistiéndose, abriéndolos y entregándolos y entregándose a su lujuria, como han hecho las mías? Sólo un cónclave de putas que dijeran la verdad y de sacerdotes romanos podrían aclarar este punto. ¿Han tenido todos los hombres esas extrañas calenturas que me han embelesado, avanzada la vida, aunque en días tempranos su misma idea me repugnase? Nunca lo sabré; mi experiencia, si se imprime, permitirá quizás a otros comparar, cosa que yo no puedo hacer. ¿Debe quemarse, o imprimirse? ¿Cuántos años han pasado en esta indecisión? ¿Por qué te-mer? Si se preserva, será por el bien de otros, no por el mío.32 Creemos que la supuesta apertura que ha tenido lugar en el siglo XX, lejos de devolvernos a la desprejuiciada libertad sexual que suponemos a los homínidos an-teriores al Neolítico, ha introducido en la esfera del erotismo nuevos factores que lo complican todavía más. Para dar a estas nuevas complejidades el espacio que mere-cen no basta la longitud de este trabajo, razón por la cual hemos preferido reservarlas para otra ocasión. Sin embargo, podemos señalar sucintamente que el psicoanálisis, la liberación sexual de los años sesenta y el desaforado crecimiento económico y tecnológico (sobre todo por lo que respecta a los medios de comunicación de masas) Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger Cuadernos del Ateneo 139 han ido imponiendo un cúmulo de obligaciones al individuo en lo que respecta a su sexualidad, forzándole a desear imágenes virtuales cuya posesión nunca se concede y al mismo tiempo a ocultar su deseo bajo una sensualidad de diseño desprovista de carne real. La utilización de la libido como reclamo comercial, promesa de placer nunca cumplida por el anunciante, no se contradice con los múltiples discursos a favor y en contra de la liberación que conviven en el espacio virtual. Así pues, nunca como ahora estuvieron tan desunidas la necesidad de unión sexual, la amorosa y la espiritual. Nunca como ahora nos hemos visto sometidos a un deseo tan público y a la vez solitario, tan acuciante y a la vez ilusorio, tan aparentemente gratuito y a la vez claramente orientado al benefi cio económico de desconocidos. Nunca como ahora hemos visto nuestra sexualidad tan subordinada a los mecanismos del poder y de la economía. Nunca como ahora el anhelo de unión ha tenido tan pocas probabilida-des de éxito. Nuestro deseo es contribuir con este trabajo y con nuestra propuesta de análisis a romper esa terca especialización que ha encerrado a los textos literarios en celdas en las que, sin duda, no caben, así como recordar y poner de manifi esto unas concep-ciones en la relación del individuo con lo otro que creemos más sanas y que están en trámite de perderse en la vorágine de las complicadísimas relaciones sociales de hoy. Notas: 1 En Alvar, Carlos: Poesía de Trovadores, Trouvères y Minnesinger (de principios del siglo XII a fines del siglo XIII), Madrid, Alianza Editorial 1981, págs. 123-125. 2 Ídem., págs. 349-351. 3 Martinengo, Marirí: Las trovadoras, poetisas del amor cortés, Madrid, Horas y horas, Cuadernos inacabados nº 28, 1997, pág. 62. 4 En Georgette Épiney-Burgard y Émilie zum Brunn: Mujeres Trovadoras de Dios: una tradición silenciada de la Europa medieval. Barcelona, Paidós Ibérica, 2007, págs. 110-111. 5 Las Mil y una noches (traducción de Juan Vernet), Barcelona, Planeta, 2005, tomo I, págs. 849-850. 6 Martínez de Toledo, Alonso: Arcipreste de Talavera o Corbacho. Madrid, Clásicos Castalia, 1970, págs. 92-93. 7 Petrarca, Francesco: Cancionero. Barcelona, Planeta, 1985, pág 49. 8 Ídem., pág. 51. 9 Donne, John: Poesía completa-Edición bilingüe. Barcelona, Ediciones 29, 1986. Vol. I, págs. 134-138. (Traduc-ción propia). 10 Aldana, Francisco: Poesías castellanas completas, edición de José Lara Garrido, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 1985, págs. 496-497. 11 Shakespeare, William: Romeo y Julieta. Traducción propia a partir de The Alexander text of the complete Works of William Shakespeare, Collins London and Glasgow, 1978, págs. 936-937. 12 San Juan de la Cruz: Llama de amor viva. Madrid, Clásicos Castalia, 1991. Págs. 310-311. 13 Michel Foucault: Historia de la sexualidad, tomos 1-3, Madrid, Siglo xxi de España editores, 2006. 14 Rojas, Fernando de: La Celestina. Madrid, Clásicos Castalia, 1993. Pág. 262. 15 Aretino, Pietro: Las seis Jornadas, La cortesana, Madrid, Cátedra Letras Universales, 2000, pág. 267. Literatura 140 Cuadernos del Ateneo 16 Ídem., pág. 140. 17 Anónimo, en Antología de la poesía erótica española e hispanoamericana, edición de Pedro Provencio, Madrid, Edad, 2003, pág. 166. 18 Conde de Villamediana: “Ovillejos”, en Ídem., pág. 228. 19 Soto de Rojas, Pedro: Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Los fragmentos de Adonis. Edición de Aurora Egido, Madrid, Cátedra Letras Hispánicas, 1981. Págs., 159-162. 20 François de la Rochefoucauld: Máximas, reflexiones o sentencias y máximas morales. Barcelona, Planeta, Clásicos Universales, 1984. págs. 18 y 19. 21 Madame de la Fayette: La princesa de Clèves, Barcelona, Planeta, 1983, págs. 60-61. 22 Choderlos de Laclos, Pierre: Las amistades peligrosas. Barcelona, Bruguera, 1984, pág. 114. 23 Ídem., págs. 317-318. 24 Casanova, Giacomo: Mi vida y mis amores. Barcelona, Planeta, 1984, pág. 10. 25 Goethe, J.W. von: Fausto, Barcelona, Planeta, 1982, págs. 49-50. 26 Goethe, J.W. von: Las penas del joven Werther, Madrid. Alianza Editorial, 1984, pág. 114. 27 Novalis: Himnos a la noche, en Riquer, Martín de y Valverde, José María: Historia de la literatura universal con textos antológicos y resúmenes argumentales, vol. 7, Barcelona, Planeta, 1985, pág. 106. 28 Musset, Alfred de: Gamiani. Dos noches de quimera. Barcelona, Tusquets. La sonrisa vertical, 1988, págs. 97-99. 29 Baudelaire, Charles: Las flores del mal. Madrid, Cátedra, 2000, pág. 529. 30 Wagner, Richard: Tristán e Isolda. 31 “Contrato entre Sacher-Masoch y Wanda von Dunajev”, en Leopold von Sacher-Masoch: La Venus de las pieles, Barcelona, Tusquets. La sonrisa vertical, 1993, págs. 186-187. 32 Anónimo: Mi vida secreta. Barcelona, Tusquets. La sonrisa vertical, 1984, págs. 45-46. Miguel Martín Echarri y Mª Victoria Toajas Roger |
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