CONTRIBUCIÓN A LA BIBLIOGRAFÍA SOBRE
LA IMAGEN DE LAS BIBLIOTECAS
EN LA LITERATURA
Félix Pintado Pico*
Fecha recepción: 21 de noviembre de 2015
Fecha de aceptación: 2 de febrero de 2016
Resumen: El mundo de las bibliotecas ha sido una constante fuente de inspi-ración
para los narradores, ha estado presente como espacio físico y como institu-ción
en sus publicaciones, y su personal ha sido descrito de acuerdo a un estereo-tipo
que difiere de la realidad en bastantes ocasiones. Se recoge una selección de
obras en la que las bibliotecas aparecen de un modo u otro.
Palabras claves: Bibliotecas; Bibliotecarios; Imagen pública; Estereotipos; Litera-tura.
Abstract: The library world has been a constant source of inspiration for story-tellers,
it has been present as space and as an institution in their publications and
their staff has been described according to a stereotype that differs from reality
on many occasions. A selection of works in which libraries appear in one way or
another is collected.
Keywords: Libraries; Librarians; Public image; Stereotypes; Literature.
El término bibliotecario parece invitar en la práctica a imaginar a un perdedor
cargado de hombros, con los calcetines de pares distintos, los ojos cerrados en un
guiño permanente causado por la lectura de demasiadas microfichas.
La isla de los mapas perdidos.
¡Vaya, si que tenéis suerte con vuestro trabajo! —dijo Rodrigo—, Bibliotecas
míticas, investigaciones de antiguas civilizaciones. Todo huele a aventuras, a misterio.
Y yo, mientras tanto, con mi aburrido trabajo de economista.
Puerta de Indias.
Cartas diferentes. Revista canaria de patrimonio documental, n. 10 (2014), pp. 91-199.
* Biblioteca de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.
92 Félix Pintado Pico
En poco más de una década hemos podido constatar cómo
han ido proliferando los trabajos de investigación de toda índole
tendentes a dar a conocer la imagen que de la biblioteca, y de
quienes en ella desempeñan su labor profesional, se tiene en los
medios de comunicación, la literatura y la cinematografía.
Si hasta comienzos del siglo xxi estos estudios, muchos de
ellos auspiciados y coordinados por asociaciones profesionales,
universidades y bibliotecas públicas, tenían su principal origen
en el mundo anglosajón, donde abundaban casi en la misma pro-porción
los artículos publicados en las principales revistas espe-cializadas
como en páginas web, en las que tenían cabida las in-vestigaciones
destinadas a profundizar sobre el estereotipo y la
presencia de las bibliotecas en obras literarias, cómics, cine, etc.,
ahora evidenciamos cómo los profesionales del mundo hispano
se han ido paulatinamente incorporando a esta línea de investi-gación1,
divulgando los resultados en distintos y variados medios,
entre los que podemos encontrar abundantes blogs y tableros de
Pinterest2.
El propósito del presente trabajo es presentar una bibliografía
de obras escritas o traducidas en cualquiera de las lenguas oficia-les
de España, como continuación y ampliación de la publicada
en 2000 en la revista Parabiblos: cuadernos de biblioteconomía y
documentación, donde habíamos podido recopilar un total de 303
referencias bibliográficas centradas en la imagen del profesional
de la documentación y su representación en la literatura3. Al igual
1. Luis Iturbe Fuentes, Elsa M., Ramírez Leyva, Claudia Paz Yanes, Juan Gar-cía
Armendáriz, Plácido Guardional Jiménez, Manuel Hernández Pedreño, Ana
Garralón, Claudia Laudano, Francisco Solano, Concha Soler Monreal, Ileana Me-jía
Sandoval, son sólo una muestra de este amplio abanico de investigadores.
2. Se ha incluido en la bibliografía consultada una breve relación de blogs y
tableros de Pinterest que recogen bibliografía sobre la presencia de las bibliote-cas
en la literatura y el cine.
3. Pintado Pico, Félix; González Pérez, Pedro B. «El profesional de la docu-mentación
y la ficción: bibliografía». Parabiblos: cuadernos de biblioteconomía y
documentación, n. 12 (Las Palmas de Gran Canaria, 2000), pp. 45-57. Disponi-ble
en: http://acceda.ulpgc.es/handle/10553/2583.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 93
que hicimos en el anterior trabajo, junto a las bibliotecas y centros
de documentación hemos incluido el mundo de los archivos y li-brerías.
Y como cualquier repertorio bibliográfico, éste se muestra
incompleto desde el mismo instante en que es dado a conocer.
Junto con las publicaciones dotadas de pie de imprenta de las
que hemos tenido conocimiento hemos recopilado igualmente
aquellas otras que son accesibles exclusivamente a través de in-ternet
o bien comparten disponibilidad de acceso con su versión
impresa.
Nos hemos valido de la valiosa herramienta que es el Index
translationum4, para verificar la existencia de traducción en cual-quiera
de las lenguas oficiales de España de las obras contenidas
en los repertorios elaborados por la Asociacione Italiana Biblio-teche:
Biblioteche e bibliotecari nella letteratura italiana5 (http://
www.aib.it/aib/clm/lett1..htm) y Biblioteche e bibliotecari nella
letteratura straniera6 (http://www.aib.it/aib/clm/lett2-e.htm). De
igual modo se ha procedido con el repertorio de la Wayne State
University (Michigan), Librarians in fiction: a discusión, donde se
recogen obras literarias y películas con los bibliotecarios como
protagonistas, junto con el confeccionado por Clemson Univer-sity
Libraries (Carolina del Sur), Bibliomysteries, que hace lo pro-pio
con las obras sobre misterio y bibliotecas en Norteamérica
(http://www.bibliomysteries.com/webnews.htm).
Se ha acompañado el trabajo con una muestra de citas entre-sacadas
de las publicaciones incluidas en la bibliografía. No se ha
querido hacer ningún tipo de interpretación ni valoración crítica
del contenido literario.
4. Repertorio de obras traducidas en todo el mundo, constituyendo una
bibliografía internacional de traducciones. Su creación data de 1932. Dispo-nible
en: http://portal.unesco.org/culture/es/ev.php-rl_id=7810&url_do=do_
topic&url_section=201.html.
5. Recopila autores italianos.
6. Recopila autores europeos y americanos.
94 Félix Pintado Pico
Pese a que el número de títulos incluidos en esta nueva bi-bliografía
ha aumentado de modo considerable7, la biblioteca y
el bibliotecario continúan siendo un elemento complementario
en la narración; escasos son los ejemplos en los que constituyen
el eje principal de la historia, y cuando lo son, la autoría suele
corresponder a escritores vinculados estrechamente con el mun-do
bibliotecario, bien a nivel profesional8 o de usuario. Garralón
(2005) plantea si la escasa presencia de la biblioteca, como es-pacio
físico, en calidad de protagonista y pieza clave, se debe a
que no constituye un lugar lo suficientemente atractivo para que
un escritor pueda utilizarla como base argumental, y concluye
que no lo es según los textos analizados en su estudio. Si bien su
trabajo está centrado en la imagen de las bibliotecas en los libros
infantiles y juveniles, es extrapolable a la literatura adulta.
Las descripciones detalladas, tanto del aspecto físico como de
su carácter, sigue copando el mayor número de citas cuando el
bibliotecario sale a escena, como si nada o poco hubiera cambia-do
en muchos años, llegando, como apuntábamos en 2000, a ser
incluso hirientes, ejemplo del desconocimiento que muchos au-tores
han tenido o tienen de nuestra realidad9. Parece existir una
tendencia innata de los novelistas a exagerar los defectos más que
las cualidades y habilidades de estas personas, tal como señala el
catedrático de Filosofía Daniel Innerarity en un artículo de opi-nión
publicado en el suplemento cultural Babelia del periódico El
país en 2015, donde habla del oficio bibliotecario10.
Innerarity lo justifica en base a que «el justo medio jamás ha
sido ni pintoresco ni novelable y a las exageraciones se les saca un
mayor partido narrativo». Y tal como apuntan Iturbe y Ramírez
7. Se han recogido un total de 860 referencias bibliográficas.
8. Nuria Amat es fiel exponente de ello.
9. Según Paz, la literatura ofrece una visión menos estereotipada de los bi-bliotecarios
que la industria cinematográfica.
10. Innerarity, Daniel. «El oficio bibliotecario». Disponible en: http://
cultura.elpais.com/cultura/2015/10/23/babelia/1445594014_418825.html.
(Consultado el 14 de diciembre de 2015).
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 95
(2014) «con frecuencia se destacan aspectos que resultan negativos,
e incluso llega a la caricaturización de los personajes»11.
Walker (1993), haciéndose eco de una encuesta realizada en
los Estados Unidos a comienzo de la última década del pasado
siglo, identifica al bibliotecario como una persona bastante tran-quila
de ánimo, tímida e insegura en sus relaciones con el sexo
opuesto, severa en el trato, soltera, aburrida, conservadora y pro-vista
de gafas. Nada ha de extrañarnos si esa es la imagen que de
nosotros ha tenido buena parte de la población a la que brinda-mos
servicios.
Tanto Tevis (2005) como Radford (2003) llegan a la conclu-sión
de que el estereotipo asignado —en este caso se ciñen a la
mujer bibliotecaria— es de una mujer de edad indefinida, apo-cada
y provista de gafas, desconoce la sonrisa y su vestimenta va
poco más allá de una blusa de manga larga abotonada al cuello y
extremadamente obsesionada por el orden12. Paz (2002) percibe
al hombre bibliotecario como soltero, sin parientes, compañeros
y amigos, de vida monótona y mezquina.
Sin embargo, aunque en número bastante reducido, podemos
encontrar citas donde el carácter y apariencia física del personal
no sale tan mal parado, sobre todo en el mundo de la literatura
infantil y juvenil.
Porque la señora Luisa, la bibliotecaria, que tenía los cabellos
castaños y los ojos muy verdes, usaba un perfume de flor de verbe-
11. Vieja bibliotecaria, feúcha bibliotecaria, bibliotecaria miope, pusilánime
bibliotecario, cuarentón de aspecto anodino, demonio plomizo de ojos melan-cólicos,
enano bibliotecario, siniestro bibliotecario. Son sólo una muestra del
catálogo de definiciones recogidas en la bibliografía.
12. Chaintreau explica este fenómeno como el castigo al que sometieron
los novelistas norteamericanos a la mujer bibliotecaria, que debía abandonar
la profesión al contraer matrimonio debido a una ley que prohibía trabajar a
las mujeres casadas en los años treinta en los Estados Unidos. Será a partir de
ahí cuando aparezca como una funcionaria inflexible que lanza continuamente
prohibiciones.
96 Félix Pintado Pico
na que se mezclaba con los otros olores de la biblioteca. Un amor
de libro.
La siguió por el pasillo hasta una sala donde había un proyector
y unas cajas de cartón etiquetadas con nombres. Se tranquilizó. In-cluso
advirtió que la bibliotecaria tenía buen tipo y andares ligeros,
y que lo observaba con ojos vivaces que se burlaban amablemente
de su nerviosismo. Amores en fuga.
Jaqui Tomaso era el bibliotecario más irreductible del mundo.
Ángeles y demonios.
La bibliotecaria, una señora de cierta edad seria y de tan rígi-da
estirada, lo contemplaba ocasionalmente con una mezcla de
curiosidad y de cierto desasosiego, básicamente debido al caótico
desorden que reinaba en la mesa de trabajo. El anticuario.
Todos ellos (mapas) permanecieron a disposición del público
hasta que una bibliotecaria miope y bastante torpe, ansiosa por
terminar sus tareas de tarde para consagrarse por entero a una tó-rrida
aventura con uno de los supervisores en prácticas, se equivo-có
al archivar la colección en la biblioteca Bodleian en 1972; desde
entonces no se han vuelto a tener noticias de ellos. La biblioteca
del cartógrafo.
Peggy Cort, bibliotecaria de un pequeño pueblo, se siente defrau-dada
por la vida y el amor, y lleva una existencia cínica y amarga.
La casa del gigante.
Cuando me preguntó las razones de mi renuncia, recordé la mi-rada
escrutadora del bibliotecario. El cementerio de sillas.
El inconveniente mayor de este divertimento se llamaba señorita
Ágata, la bibliotecaria, gorda y con anteojos muy gruesos. Ágata
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 97
salía de la biblioteca bufando y bamboleando su imponente trase-ro.
El ciego perfecto.
El bibliotecario emigrado, feroz y anticlerical. Compadre lobo.
A veces, iba a la biblioteca del ayuntamiento, donde me encon-traba
con Lorenzo, un bibliotecario con cara de niño zangolotino.
Con pocos, pero doctos libros juntos.
Pero no apareció ningún dragón. Sólo una mujer regordeta y
canosa, de unos cincuenta años, que empujaba una mesilla con
silenciosas ruedas de goma, llena de libros. Su cabello blanco en-marcaba
un rostro agradable y sin arrugas, formando cuidadosos
rizos de salón de belleza. Las cuatro después de medianoche.
Un cuarentón de aspecto anodino, que se estaba quedando calvo
y que se parapetaba tras el mostrador, se mostró poco receptivo a
la petición de Javier. La deuda de tu sangre.
Germán, un pusilánime bibliotecario al que el matrimonio se le
había caído encima. Después de Praga.
Al volverme para disculparme, veo que es la feúcha bibliotecaria
que tiempo atrás había intentado comprar mis servicios sexuales.
Diario íntimo.
Una vez dentro vemos a Mercedes, la bibliotecaria, una joven
con una sonrisa dibujada en los labios y un rizado cabello algo
rebelde. Lleva unas gafas metálicas, tipo antiguo, que parecen a
punto de caerse de la nariz. Doña Pupas.
La bibliotecaria, que estaba sola, se había adormecido en su silla
detrás del mostrador. Era una mujer muy simpática, cuando no
dormía. Duelo en la biblioteca.
98 Félix Pintado Pico
Siempre soñaba lo mismo, ella, la bibliotecaria fea, chumba, fla-ca,
era rescatada por Abned en toalla, que se la llevaba desde los
anaqueles hasta su cuarto. Dulce pesadilla.
Tienen nalgas las solteras de profesión, cajeras en una vieja fe-rretería
de Postas o Carretas, funcionarias municipales y señoritas
del Cuerpo de Archiveras y Bibliotecarias. Lo de nalgas es palabra
que suena a galgas, fonéticamente floja, que sugiere culos abolsa-dos,
caídos. Además al hablar de culo en plural, nalgas se le parte
en dos...Y el culo nos gusta más que sea una unidad, un valor
intransferible y personal, un singular, como el alma. Elogio y me-moria
de los glúteos.
La vieja bibliotecaria pone una mano mustia sobre una copia
ajada de Víctor Hugo como si le acariciara el cuello a un antiguo
novio. El enigma del cuatro.
Vilen andaría por sus treinta y cinco años, y era un hombre
tímido y modesto, mal vestido y de aspecto descuidado, con una
chaqueta remendada y un par de anteojos, tras cuyas lentes revo-loteaban
y flotaban sus perdidos ojos. Ex libris.
¿A usted le parece que este señor tiene aire de ser el director de
la biblioteca de Londres? Fantomas contra los vampiros multi-nacionales.
Don Octavio tenía ángel, carisma. Hacía sonreír a todos, fuera
cual fuera su edad. Daba la impresión de que nada lograba apla-car
su entusiasmo. La fiesta de don Octavio.
Me atendió la bibliotecaria del instituto, una chica de lentes grue-sos,
algo pálida. Filosofía y letras.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 99
El bibliotecario —moreno, enjuto, amable hasta la exaspera-ción—
anota con letra clara un número de código, una fecha. La
fragancia de una planta de maíz.
No sé si era de Rubens, pero eran unos sátiros, sí. Pues el archi-vero
tenía un cuerno como el del que mira de frente con cara de
borrachín. El gabinete de las maravillas.
El pelo del señor Dewey le crecía tieso en la cabeza como hierba
blanca. Su cara estaba más arrugada que el sucio pañuelo blanco,
pero sus ojos claros e intensos brillaban como si supieran cosas que
nadie más sabía. El guardián de las palabras.
Fran Zweig, la bibliotecaria del Historisches Museum der Stadt
Wien, no era en absoluto como la había imaginado. Tendría poco
menos de treinta años, llevaba botas negras de caña y tacón alto,
falda escocesa de adolescente y un jersey azul eléctrico ajustado
que resaltaba su envidiable figura. Los guardianes del libro.
Pero me encontraba ya ante la puerta que conduce a la biblioteca
misma. Sin duda la abrí, pues instantáneamente surgió, como un
ángel guardián, cortándome el paso con un revoloteo de ropajes
negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado,
amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome señal
de retroceder, que no se admite señoras en la biblioteca más que
acompañadas o provistas de presentación. Una habitación propia.
La señora Pince, la bibliotecaria, era una mujer delgada e iras-cible
que parecía un buitre mal alimentado. Harry Potter y la
cámara secreta.
Confiaba en que alguno de los aburridos bibliotecarios me oiría
y vendría a silenciarnos. La historiadora.
100 Félix Pintado Pico
El restaurante que había elegido estaba lo bastante lejos del
campus para sentirme fuera del alcance del siniestro bibliotecario
(quien no debía abandonar su puesto de trabajo, pero probable-mente
hacía un alto para comer en algún sitio). La historiadora.
Por ahí va el hombre libro, o Mister Book, solían decir los veci-nos
del barrio cuando cada amanecer veían perfilarse la silueta
del muchacho entre los rostros de los ronquidos de las marmotas
invernales. La frontera de papel.
Una mañana, cuando Ludovina preparaba el desayuno escuchó
la voz del bibliotecario. Entonaba con acento grave el «Ave María».
Por fin la puerta estaba abierta y podría contemplar su faena de
limpieza. Se encontró al director como un mandarín de las dinas-tías
antiguas, haciendo reverencias continuas ante el manojo de
papeles. El hacedor de novelas ejemplares.
Se interrumpió al ver la resuelta expresión negativa dibujada en
la cara del bibliotecario, y al punto sus facciones de chivo adquirie-ron
un aire de astucia. El horror de Dunwich.
Ahora intentaba protegerme de la bibliotecaria Espinell, directo-ra
de la biblioteca, así como del bibliotecario documentalista Vi-lardaval,
bibliotecario jefe. La primera tenía aspecto de enfermera
de la muerte, caminaba con la cara torcida y como si padeciera
continuos retortijones en el vientre. La intimidad.
Isabelita era una obsesa del polvo y el rigor metodológico. Con-diciones
esenciales para ser bibliotecaria. Sufría una especie de tic
nervioso que le llevaba a agitar constantemente en la palma de la
mano todas las motas de polvo imaginarias que suponía encontrar
en las superficies lisas que le salían al paso. La intimidad.
La primera vez que entré en contacto con Menges por teléfono, me
sonó exactamente como cabía esperar que sonara un bibliotecario,
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 101
desde la voz nasal hasta la forma precisa, incluso quisquillosa, de
juntar las palabras. Pero cuando viajé a Seattle para mantener
una entrevista con él en el campus de la Universidad de Washing-ton,
me saludó un hombre muy diferente del que había imaginado.
Lejos de ser un biblioburócrata tibio, Menges parecía lleno de vita-lidad
y finalidad. La isla de los mapas perdidos.
El joven tiene un rostro de facciones menudas. Más que guapo
sería más exacto calificarlo de hermoso. Lleva una camisa blanca
de algodón de manga larga y unos pantalones de color verde oliva.
Ambos sin una arruga, Las gafas son de montura fina y delicada
y le sientan bien a sus facciones. Es diferente a cualquiera de los
bibliotecarios que he conocido. Kafka en la orilla.
Cuando Visto quería rescatar un recuerdo recóndito, realizaba
la petición utilizando un altavoz. Su bibliotecario rezongaba, sor-prendido,
y decía «¿Y ahora qué quiere?». Luego iba arrastrando
los pies a consultar la petición, mascullando imprecaciones. El la-drón
de arte.
Alejandro, un tímido librero de Cádiz, sólo tiene por amigo a un
viejo marinero. El librero de la Atlántida.
Se recriminó el descuido, ya que tendría que pagar una multa al
bibliotecario dichoso. El libro.
De repente, dio una cabezada y sentí cómo una maraña de pelos
caía de golpe sobre mí y me dejaba sin visión. —Su peluca, señor
bibliotecario— dijo el otro hombre quitándome de encima aquel
mazacote de polvo y cabello y entregándoselo a su dueño. Un libro
de 400 años.
Las orejas del bibliotecario crecieron desmesuradamente. Como
tenía la probóscide que había emitido para extraer los libros de la
segunda fila, parecía Dumbo visto por El Bosco. El libro infierno.
102 Félix Pintado Pico
Pero en esta Biblioteca Infierno sólo hay un demonio, el biblio-tecario,
y los condenados son los propios libros. El libro infierno.
Puedes pedirme cualquier libro –me dijo el bibliotecario, un de-monio
plomizo de ojos melancólicos. El libro infierno.
Tito, un bibliófilo empedernido que come con la boca abierta y
adora las arañas porque lo protegen de los mosquitos que lo dis-traen
en sus lecturas. El libro salvaje.
Hablaron mucho y de todo hasta que Ling se quedaba dormido
sobre el gran libro y la bibliotecaria renegona le despertaba al qui-társelo
siempre entre gritos y refunfuños. Ling y el hada del loto
azul.
Nuestra bibliotecaria es un encanto. Lucrecia, una enredadera
curiosa.
Érase que se era un hombre callado que se llamaba Sergio. Tra-bajaba
para una biblioteca. Su trabajo era limpiar la biblioteca y
devolver los libros. Magia en la biblioteca.
Nadia era una librera que follaba como una estrella del porno; su-pongo
que se pueden aprender muchas cosas de los libros. El método.
La bibliotecaria estaba siempre demasiado ocupada leyendo u
ordenando libros como para importarle lo que hicieran. Molly
Moon y el increíble libro del hipnotismo.
Ostenta el título de bibliotecario desde 1945 don Antonio Matu-sero,
hombre bisiesto y emprendedor que enternece a los gorriones y
luego se los zampa. Mi pueblo.
Escuchamos el soliloquio de un siniestro personaje, Enrique Sil-va,
que tras la apariencia de un bibliotecario bastante culto escon-
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 103
de a un déspota soberbio, machista y salvaje al que la violencia y
la sangre excitan sobremanera. Monólogo de un canalla.
Estos libros que se encuentran en la biblioteca de los Moradores
están custodiados, cómo no, por una bibliotecaria, una mujer de in-calculable
antigüedad y en cuyos ojos puede advertirse una expre-sión
de pesada fatiga. Ella es también la encargada de transmitir
a los libros la información que cada uno de ellos debe contener; y
su ayudante, muy joven, y aún no desarrollado, es el encargado de
devolver a sus estanterías los libros que se sacan de la biblioteca.
El mundo subterráneo.
Me pregunto —se dijo Carmine— qué es lo que da a las biblio-tecarias
ese aspecto de bibliotecarias. ¿Los ácaros del papel? ¿Las
bolas de pelusa? ¿La tinta de impresora? On, off.
Neptalí dio un respingo, estornudó zanahorias y con gesto vago
digno de bibliotecario jefe del Gran Elector de Sajonia, alzó ambas
manos y dijo sorprendido… El país según Cabrujas.
Frecuentemente la ventanilla de préstamos estaba desatendida y
había que ir a buscar a Karloff, quien se hallaba en algún rincón
de la sala frente a una pila de libros. Echaba chispas de indigna-ción
cuando se le venía a solicitar sus servicios. Algunos burlones
lo hacían sólo para oírle ¡Aquí no hay quien se concentre! ¡Esto no
es una biblioteca, esto es un burdel! Paseo del príncipe.
El bibliotecario, un ser globular con mil ojos y una boca, bajó algu-nos
de sus ojos hacia el doctor Thaddeus. La pesadilla del teólogo.
En el mostrador de los archivos de historiales médicos había un
empleado panzudo de mediana edad con una estridente camisa de
estampado hawaiano y unos desastrados pantalones caqui. Miró
a Ricky con asombro cuando éste le explicó el motivo de su visita.
El psicoanalista.
104 Félix Pintado Pico
Annette es una bibliotecaria de unos treinta años, independiente,
culta e inteligente, emancipada, delicada, que disimula su creciente
soledad con amoríos insignificantes. Al conocer el amor pasional,
en un hombre ‘de brutal vitalidad’, abandona su vida indepen-diente
y se deja encerrar en una jaula dorada. La puerta secreta.
Me fui para allá y, cuando ya estaba sentándome, llegó una de
esas horribles bibliotecarias y me susurró, con voz de gallina es-trangulada,
que aquellos sitios estaban reservados para los estu-diantes
de Derecho. Queridos apandadores.
La chica, a todas luces sin novio, sonrió ante la ocurrencia mos-trando
unos dientes un tanto dispares. Renazimiento.
Como era verano, el centro había contratado en prácticas a tres
o cuatro becarios, y uno de ellos había sido destinado al puesto de
control del archivo. Se trataba de una joven de unos veinte años,
normalita, de caderas algo escuálidas, con sus gafas de secretaria
y su melenita morena lacia; vestida de calle sin mayores preten-siones.
Una víctima fácil para el ladino Fernando. Renazimiento.
Pero existe cierta angustia que la atractiva bibliotecaria del pue-blito
de Hillsboro no consigue sacarse de la cabeza: Necesita una
pareja. Ha llegado el momento de romper con la rutina de su solte-ría
y para ello tendrá que dar un vuelco radical a su vida. Aunque,
¿cómo podrá transformarse la eficiente directora de una biblioteca
en una mujer seductora e irresistible? Se abre la veda.
Tras la contestación del enano bibliotecario, me quedé pensando
si debía enfadarme o no, y el grado de enfado que tendría que al-canzar.
El sendero de los monosílabos.
Fui a la biblioteca a hablar con el desdentado y sordo biblioteca-rio
quien, indiferente al tumulto del asedio, viste cada día su traje
de ceremonia. El sitio de Constantinopla.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 105
El librero puede parecer un ser extraño. Un personaje inclasifica-ble
que mutó en las bibliotecas en eras pasadas para reptar hasta
la calle y convertirse hoy en día en una pieza más del engranaje del
mercado. Soldados de cerca de un tal Salamina.
Prendió su pipa y se recostó en el butacón del escritorio, deleitán-dose
en su aspecto mefistofélico. La sombra del viento.
Supongo que el señor Mortman hacía todo lo que podía, aunque
también él echaba para atrás. Lo que más detestábamos todos los
chicos era que siempre tenía las manos húmedas. Te miraba con
unos ojillos que parecían cuentas de azabache brillando en su re-choncha
y calva cabeza. Terror en la biblioteca.
Ante la sorpresa de Remigio avisa a su padre Lucio, el agrio bi-bliotecario
de un pueblo donde nadie lee. El último lector.
Siempre temida la presencia de don Andrés Sobejano, el Biblio-tecario,
sombrero verde y cartera, dispuesto a imponer silencio por
las bravas y dejarnos sin respiración. La Universidad de Murcia
y yo: memorias de una alumna de los años 50.
Cuando veíamos a la señora Lisbon, buscábamos en vano al-guna
señal de belleza que alguna vez debió poseer. Pero los brazos
regordetes, el pelo de lana de acero cortado brutalmente y las gafas
de bibliotecaria siempre nos frustraron. Las vírgenes suicidas.
Enrique era quien más me había impresionado desde que habla-ra
con él en la biblioteca. Era un muchacho desgarbado, hijo de un
ayudante de forense, pálido siempre, como si se le hubiese pegado
ese color del trato que su padre tenía con los muertos. Sus ojos eran
tristes y melancólicos y de todos nosotros era el que siempre sugería
interpretaciones más descabelladas a cuantos asuntos proponía-mos.
Yo, Robinson Sánchez, habiendo naufragado.
106 Félix Pintado Pico
Continúan siendo escasas las referencias reunidas en las cuales
el trabajador de las bibliotecas, de manera clara y contundente,
toma la palabra, expresa sus opiniones y criterios, dándose a co-nocer13.
Se mantiene en un discreto segundo plano, testigo mudo
del devenir de la narración, y cede este cometido a los protagonis-tas
principales de las obras, usuarios ocasionales o involuntarios
de la biblioteca en la mayoría de las situaciones. Serán éstos quie-nes
detallarán con todo lujo de detalles las instalaciones.
Es una lástima que los libros tengan que alimentarse de los po-cos
chavales que, como vosotros, tienen imaginación. Y, como cada
vez hay menos, nosotros los bibliotecarios tenemos que atraer a los
pocos que la conservan. 19 cuentos contados al oído.
En aquella casa —la futura Fundación—, había una bibliote-ca
de veinte mil ejemplares y él necesitaba una profesional que
la ordenara. Le dije que honradísima, pero que ya trabajaba en
Archivos, Bibliotecas y Museos del Ayuntamiento de Madrid…
le respondí que me gustaba descansar y tener tiempo para mis
cosas y que no estaba dispuesta a morir por un salario de más…
Cuando iba a levantarme, alzó una mano regordeta y un poco or-dinaria:
¿Cien mil pesetas a la semana? Ya no pude levantarme y
de milagro no me traicionaron mis ojos. Hice mis cálculos. Apenas
pude articular palabra: aquel hijo de puta, mal nacido, maricón,
hortera, me había ganado por donde siempre se gana. Los aman-tes
encuadernados.
Como bibliotecario ejerzo un poder sobre otras personas, controlo
el acceso del material que desean ver. El archivero.
Las bibliotecarias se vuelven locas por sus socios regulares, por la
buena gente, por los lectores. Pierden la cabeza por ellos. Especial-mente
cuando son como James. La casa del gigante.
13. Cooley, Martha. El archivero. Barcelona: Cice, 2000; García Sánchez,
Javier. Dios se ha ido. Barcelona: Planeta, 2003.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 107
No sé por qué he actuado así. Me refiero a que él es famoso en
el mundillo de los libros. Y yo no soy más que un bibliotecario del
Gobierno. Los coleccionistas.
Por irónico que resulte, a veces los bibliotecarios no tenemos mu-cho
tiempo para leer. Los coleccionistas.
Como quien cuida de las tumbas de los muertos, yo cuido de los
libros. Los limpio, les hago pequeños arreglos, los mantengo en buen
estado. El cuento número trece.
Soy bibliotecario, creo no haberlo dicho aún. Y traduzco para que
nadie extraiga conclusiones erróneas: eso de bibliotecario suena
bastante seductor, lo sé, y hasta romántico, también lo sé, pero en
realidad hago poco más que aguantar heroicamente a una tribu
de críos y adolescentes a los que habría que dar un par de hostias
bien dadas día sí día no, o al menos un bocinazo de vez en cuando
para que aprendan educación. Dios se ha ido.
El día empezaba lo mismo que cualquier otro. Atrincherado tras
mi mostrador de la planta principal, me puse a mirar a las chicas
de pechos erguidos subir con agitación la amplia escalera de már-mol
que conducía a la sala de lectura principal. La escalinata era
imitación de una que había en Versalles, vaya usted a saber dónde,
pero estas chicas, hijas de curtidores italianos, obreros polacos de
la cerveza o peleteros judíos, no eran precisamente marquesas, con
sus taleguillas de torero y sus jerséis. Tampoco eran Brenda: cual-quier
impulso sexual que ellas me provocaran había de considerar-se
meramente académico, para pasar el espantoso día. Goodbye,
Columbus.
Como pude, llegué hasta la comisaría. La mayoría de los agen-tes
habían salido a defender la ciudad con los pocos medios de
que disponían. El agente de guardia me dijo «¿Quién va a querer
jugarse la vida para salvar un montón de chismes viejos?» Pero
108 Félix Pintado Pico
cuando me vio decidido a ir de cualquier modo, aunque tuvie-ra
que hacerlo solo, reunió un par de «voluntarios» para que me
acompañasen. Dijo que no podría permitir que la gente comentara
que un sucio bibliotecario tenía más agallas que la policía. Los
guardianes del libro.
De allí pasamos al tema de la política de museos en general
y después a cotillear sobre temas laborales más picantes: la vida
amorosa de los bibliotecarios o sexo en las estanterías. De eso ha-blamos
durante el resto de la noche. Los guardianes del libro.
Esta mañana, un ejército de bibliotecarios se reúne en la Gran
Biblioteca. Entre sus filas va el Rey Cerilla, cómo no. Los bibliote-carios
se reúnen de vez en cuando, para llevar a cabo profundas
reflexiones, tales como si los subtítulos de los libros debieran escri-birse
en el catálogo con o sin mayúscula. Malditos bibliotecarios
o Cómo cambiar el mundo tras un mostrador.
¿A qué se debe el honor de tan grata visita? Veréis —se precipitó
Luscinda—, nos hablaron en Viena de que os hallabais hospedado
en este castillo ejerciendo la oscura labor de bibliotecario, vos, esa
luminaria de las letras. Muerte del bibliotecario ilustrado.
Recuerdo un año en los noventa en el que Juan Pablo II visitó
Guatemala, cuando le pregunté a la Hermana Kim si le iría a ver,
me respondió: ¿para qué?, si el quiere verme, que venga aquí, a mi
lugar, a la biblioteca, hay muchos libros que le vendría bien leer. El
puente de Brooklyn.
De Swerthe celebró la inauguración de su nueva biblioteca invi-tando
a estudiantes y magísteres de toda la ciudad a tomar vino y
comer asado. Scholarium.
Hace treinta y cinco años que prenso libros y papel viejo, trein-ta
y cinco años que me embadurno con letras, hasta el punto de
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 109
parecer una enciclopedia, una más entre las muchas de las cuales,
durante todo este tiempo, habré comprimido alrededor de treinta
toneladas, soy una jarra llena de agua viva y agua muerta, basta
que me incline un poco para que me rebosen los más bellos pensa-mientos,
soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé qué ideas son
mías, surgidas propiamente de mí, y cuáles he adquirido leyendo.
Una soledad demasiado ruidosa.
Decide que no se pondrá de pie para saludarlo, pues en su escala
vale más un bibliotecario que un oficial de la ley. El último lector.
…un melodrama propio de los folletines publicados en las revis-tas
de los cuales abominaba su amigo el bibliotecario, afirmando
que eran ridiculeces que ablandaban el seso de los lectores y no
aportaban nada al intelecto, más bien todo lo contrario. La uni-versal.
Pese a los cambios que las bibliotecas han experimentado en
los últimos años, la «biblioteca tradicional» continúa ocupando el
puesto de protagonista indiscutible frente a los centros de docu-mentación
y bibliotecas especializadas, ejemplo de ese misterio-so
influjo que el mundo de las bibliotecas ha ejercido sobre los
autores de cualquier época. La biblioteca escolar hace lo propio
cuando las obras analizadas forman parte de la literatura infantil
y juvenil.
Entre otras personas, la «fauna de la biblioteca» estaba compues-ta
por padres que, en un desesperado intento de tener un atisbo
de tranquilidad, intentaban dejar a sus hijos a cargo de las bi-bliotecarias
que trataban de poner un poco de calma. 19 cuentos
contados al oído.
No hay simples lectores. En una biblioteca se está o no se está.
El polvo de los libros llena el aire. Al inhalarlo fortalece los huesos
del hombre, le ilumina la mirada, le afina el oído. Así, respirando,
110 Félix Pintado Pico
el hombre se renueva mientras nada en las profundidades de la
biblioteca, donde numerosas criaturas ciegas esperan. Algo más
que equipaje.
Ana junto a Mateo, su amigo, descubre en la biblioteca de su
colegio, un antiguo y misterioso libro. Irish, la nueva e intrigante
bibliotecaria, advierte a los niños que no pueden tocarlo. Ana y el
libro mágico.
Las bibliotecas me seducen menos que las bibliotecarias, sin em-bargo,
tengo por estos recintos casi monásticos, cierta calculada pa-sión.
Bibliotecas.
No puedo trabajar en las bibliotecas públicas por la prohibición
de fumar. Bibliotecas llenas de fantasmas.
Sentados alrededor de la magnífica mesa de la biblioteca, acom-pañados
por miles de años de historia y saber. Los crímenes del
número primo.
Más, apenas entrado este aspirante a lector en las inhóspitas cá-maras
bibliotecarias, le empezaba el enfriamiento de su entusiasmo,
porque una cierta omnipresente frialdad, emanada de los muros, de
los techos, de las personas, se apoderaba de él y le hacía sentirse foras-tero.
Todo ajeno, cerrado, hostil en aquel mundo donde él iba a bus-car
intimidad, ancha y generosa compañía. Defensa de la lectura.
Desde que vivía en Junction City, Sam había pasado frente a la
Biblioteca cientos de veces, pero ésta era la primera que la miraba
de verdad, y al hacerlo descubrió una cosa sorprendente: odiaba el
lugar a primera vista. Después de medianoche.
Era una tarde muy calurosa de agosto. El aire inmóvil pesaba
sobre la ciudad como un largo sueño luminoso. En la Biblioteca
Municipal hasta los libros sudaban. Duelo en la biblioteca.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 111
Julien se acordó que de pequeño su padre lo llevaba a menudo a
la biblioteca y allí se aburría en medio de este religioso silencio de
los libros, del andar quedo, de los murmullos inaudibles. El engaño.
Para entonces surgió algo familiar. Percibí un viejo olor que im-pregnaba
la habitación. Un olor que conocía mejor, y amaba más
que cualquier perfume. Me di la vuelta nuevamente levantando la
mirada, distinguí unas filas de estanterías de libros que cubrían lo
que parecía ser cada centímetro de pared. Ex libris.
En realidad, la disposición de los legajos en los estantes se aseme-jaba
a la de los nichos en los cementerios y esa imagen funeraria
promovía a la conciencia de enterradores en los funcionarios del
archivo, con frecuencia dotados de un adusto escepticismo, de una
tristeza sepulcral. El expediente del náufrago.
El cálido y roñoso lugar en que mi madre había hallado refugio
era un mausoleo de libro, un museo de tesoros olvidados, un ce-menterio
de lo no leído y lo ilegible. Firmin.
Richard se acercó a los estantes de los libros. Los pasillos pare-cían
interminables. Puede que nunca encontrara la salida. Empe-zaron
a temblarle las rodillas. El guardián de las palabras.
No estoy hablando de una escuela rural. Quiero un centro es-pléndidamente
dotado, con una biblioteca moderna donde no fal-ten
las mejores enciclopedias ni las publicaciones más prestigiosas.
Quiero que un experto se preocupe de la compra de materiales de
consulta sin reparar en gastos. El inventor de historias.
El inventario de esta tenebrosa biblioteca escolar. Juliana los mira.
Por doquier, libros tumbados sobre la mesa o bien de pie, miles
de centinelas silenciosos en las estanterías de madera. El librero
Vollard.
112 Félix Pintado Pico
De vez en cuando iba a pasar la noche en la biblioteca pública
para leer. Eso era como ocupar un palco en el paraíso. Los libros
de mi vida.
A pesar de ser un chico muy travieso y cara dura nunca faltaba a
la escuela, ni a la biblioteca pública. Ling y el hada del loto azul.
Cuando mis padres ya no nos oían, reconocí que yo casi no iba a
la biblioteca pública, y cuando lo hacía, le pedía a la bibliotecaria
libros que a ella le parecían poco apropiados para mi edad. Ma-nual
de caza y pesca para chicas.
Cuando los dedos de Bartolomeo Della Rocca se cierran sobre el
pomo dorado de la puerta de su biblioteca, advierte a su invitado:
lo que va a ver es el resultado de muchas vidas entregadas por
completo a la pasión por los libros. Manuscrito ms408.
¿Dónde estoy? ¡Maldito mausoleo! Me llevas en la sangre.
En el balneario no había biblioteca pero esta carencia nunca
había servido de ocasión para la queja de los clientes. Existía una
sala de lectura a la que los periódicos llegaban con uno o dos días
de retraso. A pesar de atractivos tan escasos, la sala solía hallarse
muy concurrida pues en ella se hablaba de dinero, se cerraban
algunos tratos y además estaba permitido fumar. Las medias ver-dades.
Puso la radio, la emisora local daba breves noticias, que se abrí-ran
paso entre cada pasillo, cada estante, cada libro de la silencio-sa
y oscura biblioteca. Todo ofrecía a esa hora un aspecto tétrico,
terrible y mudo como un camposanto. Murder tk.
Cósimo se encontraba ese día en una de las bibliotecas del cru-cero,
una modesta sala de lectura con una treintena de pantallas.
Allí no había archivos, las informaciones procedían de los enlaces
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 113
establecidos con las estaciones o los planetas visitados. El peregri-no
del tiempo.
Un muelle apestoso a pescado y marisma, un prostíbulo clandes-tino
y una biblioteca mal iluminada y casi sin libros era el mejor
atractivo. El niño del pífano.
Empezó por Hilda Silverman, la bibliotecaria de investigación,
que reinaba sobre una habitación inmensa repleta de estanterías
de acero e hileras de cajones que guardaban libros, fichas, publica-ciones,
compendios, reediciones de publicaciones, artículos, extrac-tos
selectos de tomos. On, off.
Por fin el filósofo y genial inventor Julio Karloff dejaba su trabajo
de peón de albañil para pasar a ejercer la más intelectual función
de ayudante en la Biblioteca Provincial Francisco Villagrosa. Pa-seo
del príncipe.
Sí, por todos los medios había que impedir que un sitio tan si-niestro
como la Biblioteca de la Ciudad tuviera tan abominables
objetos en sus estanterías que provocaban la fantasía y la imagi-nación.
La próxima vez no fallaremos.
Por navidad, la biblioteca abre sus puertas a los curiosos que, pro-vistos
de lupas, echan vistazos a su polvoriento interior. Mi pueblo.
Pobre bibliotecaria. Aquí viene. El incendio ya ha sido controla-do,
pero ella aún no lo sabe. Ha hecho todo el camino desde su casa
con el pie hundido en el acelerador. ¡Arde la biblioteca! Es como
si le quemase el alma. Le tiemblan las piernas del susto y baja los
ojos porque no quiere ver el estrago que ha hecho el fuego entre sus
queridos libros. ¿Quién ha incendiado la biblioteca?
Una vez dentro, descubrieron que la biblioteca había sufrido un
enorme cambiazo. Todos los libros estaban puestos en los estantes,
114 Félix Pintado Pico
las ventanas tenían cortinas, y alegres carteles adornaban las pa-redes.
Y esperando para darles la bienvenida, había una joven son-riente.
Hola, soy Mercedes, la bibliotecaria. Ratón de biblioteca.
Era una tarde de diciembre, en la Biblioteca Nacional. A mi al-rededor,
cuerpos decrépitos sobre la mesa, cráneos relucientes bajo
las lámparas e interminables paredes de libros cerrados, mundos
impenetrables. Un engrudo viscoso y sórdido coagulaba la sala
principal de la biblioteca en un silencio inerte. Nada se movía. Ha-bía
un olor estancado a polvo limpio, de ese que uno sacude todas
las mañanas. La secta de los egoístas.
Tan anodina era su vida que la vieja Sarah sólo tenía un pa-satiempo,
acudir a la biblioteca del barrio y leer al azar un libro.
Toda la soledad.
La señora Amelia era una mujer que parecía muy seria y que
nunca veía cuando la gente la estaba mirando. Además hablaba
bajito como si estuviera en el interior de una iglesia. Y lo hacía así
para no molestar a los que estaban leyendo o estudiando en las
mesas de la biblioteca. Un trasgo risueño en la biblioteca.
En los textos analizados podemos advertir que el usuario que
acude a la biblioteca desconoce en buena medida el funciona-miento
de ella, no se trata de un usuario con la suficiente autono-mía
para desenvolverse con soltura entre la colección14. Requiere
de manera constante la presencia física del personal en demanda
de información, si bien es verdad que se dan casos donde este
mismo usuario es un consumado experto en la consulta de catá-logos
y hemerotecas15.
14. Zweig, Stefan. Mendel el de los libros. Barcelona: Acantilado, 2009.
15. Tena, María. Todavía tú. Barcelona: Anagrama, 2007.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 115
Guiada por unos extraños sueños y con la ayuda del bibliotecario
buscará el rastro del pasado hasta desentrañar el secreto familiar
que ha permanecido escondido durante siglos. El azul de la virgen.
Aurora, la bibliotecaria de su Facultad y una de las mujeres más
agradables e inteligentes del gremio, se ofreció a realizar gratuita-mente
este delicado trabajo. La biblioteca fantasma.
Sofía estaba enamorada del tacto, el olor del papel, de las posibi-lidades
que aguardaba en las páginas de oscuros volúmenes donde
aprende los secretos de los boticarios, el tamaño y el aspecto de los
cielos, donde puede deambular por la Inglaterra victoriana o por
las llanuras de la España del siglo xvi. El cartógrafo.
Vienen de consultar el catálogo general y revolver entre los ana-queles
de la sala de préstamo, donde el lector puede escoger su libro
en plan autoservicio. El club Lovecraft.
Clara llegó al mostrador. No podía mirar a Inés a los ojos, la
maravillosa Inés que contaba cuentos todos los sábados; la ma-ravillosa
Inés que siempre la ayudaba a encontrar sus libros; la
maravillosa Inés a quien iba a decepcionar terriblemente. Dónde
está el libro de Clara.
Lo primero que hice fue dirigirme al bibliotecario. Me sorprendió
ver la misma persona de cuatro o cinco años atrás atendiendo el
mostrador, y me sorprendió más ver que, todavía, parecía que no
se enteraba de nada. Dulce pájaro de juventud.
La entrada a la biblioteca es libre. Si quieres leer un libro puedes
cogerlo y llevártelo a la sala de lectura. Ahora bien, por lo que
respecta a los ejemplares valiosos que llevan un sello rojo, antes
de leerlos tienes que rellenar una solicitud. Encontrarás ficheros
de tipo manual y ordenadores. Si los necesitas puedes utilizarlos
libremente. Kafka en la orilla.
116 Félix Pintado Pico
En la jungla rebelde de los libros extraviados, era el mejor explo-rador.
El librero de la Atlántida.
El viejo lector trabaja con fanática paciencia. Nada podría dis-traerle,
en su inmensa soledad, de la tarde. La bibliotecaria se
muestra solícita con él, le trae los libros que pide y es incluso ama-ble.
Materiales para una expedición.
Por entonces yo estaba realizando una investigación sobre el
médico y magnetizador paracélsico Mesmer, aún hoy poco conoci-do.
Por cierto, con poco éxito, pues la bibliografía sobre el tema en
cuestión se reveló insuficiente, y el bibliotecario, al que yo, cándi-do
neófito, había pedido información, me gruño en términos poco
amables que la documentación era cosa mía, no suya. Mendel el
de los libros.
El lector, en cambio, nunca ha pedido nada complementario a los
libros, sólo, a veces, con una voz muy baja, como si temiera ofen-der,
se ha decidido a cambiar, en el último momento, una edición
en cartoné por otra más barata de bolsillo. Pero en esas ocasiones
le asomaba una mancha de rubor, y siempre pedía disculpas. La
trama de los desórdenes.
A él le gustaban los libros gruesos que sacaba en préstamo de la
biblioteca, novelas que duraban semanas y entretenían sus horas
libres, que no eran muchas. El bibliotecario, un hombre enjuto y con
cara de pocos amigos, pese a ser una persona amable y servicial, le
aconsejaba qué leer y ambos habían llegado a mantener una especie
de relación cómplice, como de maestro y alumno. La universal.
Yo recibo muchos manuscritos, sólo para que dé mi opinión, me
dicen, pues imaginan que yo, pasando tantas horas como paso en
las bibliotecas, rodeada de libros de todas clases, entiendo casi de
todo y puedo dar consejos a todo tipo de autores. Una vida ines-perada.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 117
Las citas con las manifestaciones de muestras de agradeci-miento
de los usuarios, pese a lo que pudiera parecer, no es-casean.
Hacen mención al trato recibido en las bibliotecas, el
sentirse cómodos y a gusto en ellas así, como el valoran la im-portancia
que supone el poder contar con una biblioteca que
reúna las condiciones necesarias para prestar servicios a la co-munidad,
junto con el eterno reconocimiento por el hecho de
haber podido localizar aquella información y/o documentación
que tanto necesitaban16.
Lo que al principio me sorprendió del bibliotecario fue su huma-nidad.
Sólo lo vi de frente pero de todas las personas con las que me
había chocado, éste era el que más humanamente se había portado
conmigo. A un dios verdadero.
Al principio quiso volver a Bibliopolis sólo por extasiarse con lo
que pudo ser y no había sido. Anhelaba tocar aquellos libros que
no escribiría, oler sus páginas jamás abiertas, palpar una realidad
inexistente a la que nunca iba a tener acceso. Bibliopolis.
El bibliotecario, de quien no podía esperar otra cosa que erudi-ción,
me transmitió su vasta experiencia. El bibliotecario.
Ese día había llegado. ¡Por fin podría leer los libros de la biblio-teca!
Aprendería todo lo que ellos contenían y mantendría con su
padre conversaciones de hombre. La calle de la Judería.
16. Y aunque no sea ficción literaria sino realidad, incluimos el emotivo
escrito de una compañera publicada en un medio de comunicación. «Mi puesto
de trabajo es de auxiliar y creo que precisamente mi labor es esa: auxiliar al usua-rio
despistado o atascado en una búsqueda. Tras veinte años de profesión, aún me
sigue motivando la sonrisa o un simple ¡gracias! proveniente de esa persona a la
que auxilias en su afán de entretenerse o de aprender». Viz Blanco, María José.
«Cartas al director». El país (Madrid, 19 de agosto de 2015).
118 Félix Pintado Pico
La alegría de comer es como la alegría de aprender y cada ban-quete
es como un libro. Los platos son palabras que deben ser sa-boreadas,
disfrutadas y digeridas. El catavenenos.
Aquel soldado luchó conmigo en la Ciudad Universitaria, detrás
de las barricadas formadas por libros preciosos, quizás incunables,
obras rarísimas que sirvieron como parapeto para una guerra ab-surda.
Cuando había una tregua entre la pólvora y la muerte, el
poeta sacaba algún libro de la improvisada y valiosa barricada.
El club de la memoria.
Resultaba reconfortante ver a bibliófilos como Jewell y Norman
Juanklow leyendo con detenimiento aquellos libros antiguos, hacía
que el mundo pareciese un lugar más cuerdo de lo que en realidad
era. Los coleccionistas.
Mi padre nunca me puso un libro en las manos, pero tampoco me
prohibió ninguno. Me dejaba deambular y acariciarlos, elegir uno
u otro con más o menos acierto. El cuento número trece.
Me sentía cómoda en las bibliotecas y en los archivos y jamás
había entrevistado a un escritor vivo. Estaba más a gusto con los
muertos y, a decir verdad, los vivos me daban miedo. El cuento
número trece.
He resuelto situaciones conflictivas entrando y saliendo del cemen-terio.
Entrando y saliendo de bibliotecas. Tal vez el cementerio le ha
salvado de vivir encerrada en un manicomio. Acaso la biblioteca le ha
abierto los otros caminos a la vida. Deja que la vida llueva sobre mí.
A los ocho, nueve, doce y catorce años, no había nada más emo-cionante
para mí que correr a la biblioteca cada lunes por la noche,
mi hermano siempre delante para llegar primero. Una vez dentro, la
vieja bibliotecaria (siempre fueron viejas en mi niñez) sopesaba el
peso de los libros que yo llevaba y mi propio peso. Fuego brillante.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 119
Quizás por no cruzarse con ella, esa mañana fue directamente
a la biblioteca. En aquel espacio se encontraba bien, y la contem-plación
de algunos de aquellos volúmenes le producía un bienestar
especial. La hembra del centauro.
A Rosa y Rafael, encantados por los frutos que al fin premiaban
su labor, no les importó hacer de sus libros biblioteca pública, y cul-tivaban
las inquietudes de cada discípulo recomendándole una lec-tura
apropiada a su nivel y sus inclinaciones. Historia de un libro.
Sus libros volverían ahora a abrir los horizontes de cuantos acu-diesen
con ojos ávidos a aprender de ellos, a tratar de comprender,
a gozar, a mejorarse, como él lo hubiese querido, tal como lo prac-ticara
en vida abriendo su casa y regalando todo su tiempo a sus
discípulos. Historia de un libro.
A los pocos días circulaban por los dos pueblos los préstamos
de libros de la Biblioteca regalada por las Misiones. Un milagro
—repetíamos— Aunque muchos se limitaban a hojearlos, es un
milagro. Historia de una maestra.
La biblioteca era, por supuesto, una de las joyas de la universi-dad.
Desde aquel día inocente he visto casi todos esos colegios y
conocido algunos de ellos íntimamente, paseado por sus bibliotecas,
capillas y refectorios, dando conferencias en sus salas de semina-rios
y tomado té en sus salones sociales. Puedo decir que no hay
nada comparable a aquella primera biblioteca universitaria que
vi, salvo quizá la capilla del Colegio de la Magdalena, con su divi-na
ornamentación. La historiadora.
La biblioteca era como mi segunda casa. En realidad, es posible
que fuera mi verdadero hogar. A fuerza de ir cada día acabé cono-ciendo
de vista a todas las bibliotecarias. Ellas sabían mi nombre, me
saludaban al verme y me dirigían frases cariñosas, aunque yo pocas
veces respondía porque soy terriblemente tímido. Kafka en la orilla.
120 Félix Pintado Pico
Lo dijo en voz alta, las palabras se derramaron por la habitación
llena de libros y frío. ¡Libros por todas partes! No había pared
que no estuviera forrada de abarrotadas e impecables estanterías.
Apenas se veía la pintura. Las letras impresas en los lomos de los
libros grises, de cualquier color, eran de todos los tamaños y estilos
imaginables. Era una de las cosas más bellas que Liesel Meminger
había visto nunca. La ladrona de libros.
Sólo en el silencio de la librería en la que trabajaba entre ana-queles
y libros, encontraba el remanso de paz que le confería algo
de seguridad y confianza. El librero de la Atlántida.
Tenía un lugar donde alojarme y estuve de empleada de limpieza
durante dos años, trabajando por las noches, y pasaba todo mi
tiempo libre en la biblioteca leyendo sobre encuadernación y sobre
el negocio de los libros y aprendiendo lo que necesitaba saber para
falsificar un currículo. El libro del aire y de las sombras.
Cerré los ojos para dejarlas fuera. Era como si todos los libros de
la biblioteca de pronto clamaran: ¡léeme, léeme! Ya que sólo poner
la vista en sus páginas les insuflaba vida. Los lectores del país de
las aceitunas.
¿Quién sabrá en un futuro no demasiado lejano, lo que repre-sentaban,
para gentes como yo, los libreros y las librerías? Lo que
significaba, en una ciudad, grande o pequeña, la presencia de estos
lugares en los que se podía entrar con la esperanza de una revela-ción.
¿Quién recordará el modo apacible con el que se penetraba
en estos antros con olor a papel y tinta? El librero Vollard.
Como por arte de magia, aparecieron unos fondos, una donación
para armar la biblioteca y cinemateca. Volví a los libros. Y con
ellos de a poquito, a la curiosidad. ¡Cuántas cosas se ocultaban
entre dos delgadas tapas de cartón! Había algunos en una sala
agonizante. Trajeron más. La llorona.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 121
Pues el hecho de poder tener un valioso libro entre las manos
significaba para Mendel lo que para otros el encuentro con una
mujer. Mendel el de los libros.
Has tenido suerte —dijo mamá con un suspiro—. Tus hijos se
han criado en los buenos tiempos de antaño, cuando las bibliotecas
eran aún bibliotecas. Ojos saltones.
Perdió un rato en la biblioteca. ¿Qué libro de los que le habían
acompañado a lo largo de su vida se tenía que llevar? Era una
elección complicada. Cada volumen representaba un descubri-miento.
Mientras pasaba las páginas, el olor a la tinta y la textura
del papel le devolvían antiguas imágenes. Pasiones romanas.
Habíamos estado tratando de fabricar una alarma contra robos
para su habitación. Finalmente conseguimos hacerla funcionar con
la ayuda de un libro de la biblioteca. Querido señor Henshaw.
¿Qué has estado haciendo tú en la biblioteca? –preguntó. Docu-mentarme,
como tú. Quería averiguar todo lo posible de Lizzie. El
secreto de Darwin.
Al margen de estas peculiaridades, Barceló poseía una memoria de
elefante y una pedantería que no desmerecía en porte o sonoridad,
pero si alguien sabía de libros extraños, era él. La sombra del viento.
Los ratos libres los pasaba en la biblioteca de la Escuela, leyendo
libros de arquitectura, mirando fotos, dibujos, planos, intentaba
aprender de los maestros. Todavía tú.
Al enterarse de que son mis amigos y que vengo para juntarme
con ellos, se ha mostrado muy dispuesto. Y hasta se ha alegrado de
nuestro encontronazo. El tío está que echa las campanas al vuelo
con la biblioteca que ha venido a montarse para la escuela. Todo
lo que se llevó el diablo.
122 Félix Pintado Pico
Buena idea se tendrá de un pueblo donde los libros se leen mucho
y se conservan limpios y cuidados. Todo lo que se llevó el diablo.
Me gustaban, con todo, las visitas que hacíamos a casa de mis
tíos. En una de las habitaciones había una pequeña biblioteca que,
durante años, a mí se me antojó lo más vasta posible...de allí salie-ron
los primeros libros que escogí por capricho y no por indicación
escolar o paterna. Mi padre hacía bien en obligarme a leer, pero
además yo hacía bien en resistirme. La vida en las ventanas.
No siempre la biblioteca se contempla como un remanso de
paz y tranquilidad donde los usuarios pasan plácidas horas en-frascados
en la lectura y estudio, y los bibliotecarios como seres
anodinos ceñidos a funciones meramente rutinarias. La biblioteca
se puede transformar en un lugar misterioso y mágico, repleto de
aventuras, en el que bajo la apariencia de un apocado bibliote-cario
podemos encontrar a un asesino despiadado o espía. Pero
también se puede convertir en un lugar insalubre y peligroso para
visitantes y trabajadores en el que los bibliotecarios intentan lle-var
un control y vigilancia tanto de sus colecciones como de los
usuarios17.
Langdon había estado en cámaras herméticas muchas veces,
pero siempre era una experiencia inquietante, algo parecido a en-trar
en un contenedor hermético donde un bibliotecario regulaba a
su antojo el oxígeno. Ángeles y demonios.
17. En ocasiones la vida real supera a la ficción. http://www.elmundo.es/
america/2011/11/17/estados_unidos/1321490599.html.
http://www.telecinco.es/informativos/sociedad/universitaria-propio-eroti-co-
biblioteca-facultad_0_1932525509.html.
http://www.elmundo.es/elmundo/2007/10/21/cultura/1192925256.html.
https://cnnespanol.wordpress.com/2014/05/04/las-cintas-de-una-bibliote-ca-
podrian-resolver-un-crimen-de-1972/.
http://www.elmundo.es/cronica/2015/05/03/5543b60ae2704ef34d8b45
6b.html-crimen-de-1972/.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 123
La primera vez que lo vio, la bibliotecaria se sintió, incluso in-dignada
por lo que parecía una presencia ultrajante: un jovencito
enfundado en unos vaqueros ajustadísimos marcando paquete y
con una camisa tan repleta de flores que hacía daño a la vista. El
anticuario.
Ya sabe cómo son los archiveros: no pueden desprenderse de
nada. Así que cuando encuentran algo, ¿cómo diría? Algo de tipo
delicado. Como no pueden llevárselo para deshacerse del material,
entonces lo ocultan. Descaradamente. Es algo sin duda diabólico.
Assassini.
¿Qué haces aquí? Susurró a Camel. Estoy leyendo un libro su-puestamente
pornográfico —explicó Camel—. Hay que rellenar
una solicitud especial y leerlo aquí, bajo la nariz del bibliotecario.
Para asegurarse que no te masturbas, me imagino. La caída del
Museo Británico.
Sofía nunca está sola ¿Qué podría ocurrirle a una muchacha
dentro de una biblioteca? El cartógrafo.
Leonard Word, quedó hemipléjico al recibir cinco tomos de la
Enciclopedia Británica en la cabeza, desprendidos de un estante de
su biblioteca. La casa de papel.
Otro amigo de Buenos Aires enfermó de tuberculosis en los sóta-nos
de un archivo público. La casa de papel.
Las catacumbas de Bibliopolis estaban llenas de esqueletos de
cazadores de libros con un hacha clavada en su pálido cráneo. La
ciudad de los libros soñadores.
¿Insinúas que alguien de la Biblioteca del Congreso se dedica a
poner claves y secretos en libros raros? Los coleccionistas.
124 Félix Pintado Pico
La petición fue respondida afirmativamente con dos condiciones:
la primera, que tanto el dormitorio como la biblioteca de monseñor
quedarían cerrados y su uso excluido para los alojados. Conjura
en Madrid.
En la biblioteca de la Universidad de Salzburgo, el bibliotecario
se ha ahorcado de la gran araña de la sala de lectura porque, como
escribe en una nota que ha dejado, de pronto, después de veintidós
años de servicios, no podía soportar ya ordenar libros y prestar
libros que sólo habían sido escritos para causar desgracias, con lo
que se refería a todos los libros jamás escritos. Dos notas.
Tal vez no hubiera tal y yo estuviese en efecto equivocado al con-siderar
la muerte sangrienta de un archivero como algo más que
un incómodo contratiempo. El gabinete de las maravillas.
Carlos María Tucci, bibliotecario y asesino a sueldo para más
datos. Entre el horror y la locura.
A menudo los responsables de los robos no parecían delincuentes,
en ciertos casos, de hecho, habían sido profesores, incluso bibliote-carios.
La isla de los mapas perdidos.
Y las cosas podían haber continuado así de no haber sido por
el intruso, el odiado que entró en la biblioteca un día, se sentó en
una de las mesas preferidas de Brown y mientras que el espectro
revoloteaba impotente por encima, comenzó a rebanar libros. La
isla de los mapas perdidos.
Las víctimas eras apasionados coleccionistas de libros antiguos y
los dos, en el momento de lo que usted llama muerte, seguían muy
de cerca un manuscrito de la Edad Media. Manuscrito ms408.
Deja el libro en manos de la bibliotecaria, que le devuelve su
carnet junto con un folleto sobre los accidentes en las bibliotecas
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 125
públicas a causa de la infraestructura deficiente. Me llevas en la
sangre.
¡El aire acondicionado! —gritó— ¡Por fin esta biblioteca dejará
de parecer una sauna durante el verano! El monstruo y la biblio-tecaria.
En primera página del informativo local se leía en grandes letras
«Bibliotecaria asesinada, el asesino podría ser un usuario desaten-dido
». Murder tk.
Procure no desordenarlos –pidió–. Así no tendré que archivarlos
de nuevo uno a uno. Y vaya con cuidado con todas las entradas, por
favor; no mezcle los documentos y las notas de un expediente con los
de otro. No es que piense que alguien quiera volver a consultarlos,
desde luego. No sé ni porqué los guardamos. Pero yo no dicto las nor-mas.
¿Usted sabe quién dicta las normas? El psicoanalista.
En las ciudades caravaneras de Mauritania tiempo tendremos
de hablar de manuscritos y bibliotecas perdidas, también robadas.
La ruta de las caravanas.
Los socios de Alí pensaban revender esa biblioteca en el mercado
negro de los manuscritos. Siempre hay algún millonario árabe fo-rrado
de petrodólares dispuesto a comprar bibliotecas antiguas. La
ruta de las caravanas.
A partir de entonces, sólo entraba en su despacho bajo orden ex-presa.
Era el imperio de los libros prohibidos y de un respeto extinto
por su marido. Scholarium.
Aquí lo tienes —dijo Roland—. Si tocas algo, vuelve a ponerlo
exactamente donde estaba. Dispones de una hora, que es cuando
regresa el supervisor, y por el amor de Dios, si oyes al otro bibliote-cario,
escóndete. El secreto de Darwin.
126 Félix Pintado Pico
Años atrás Lucio asistió en Monterrey a una reunión estatal de
directores de bibliotecas; ahí se enteró de todo lo que aparecía entre
las páginas de los libros: flores, mariposas, uñas mordisqueadas,
apuntes, recados amorosos, direcciones y, sobre todo, comida: re-frescos
derramados, manchas de grasa; también lo que en el acta
de esa junta quedó asentado como residuo nasal, para lo cual se
recomendó que cada biblioteca adquiriera una pequeña espátula;
por último se comentó que, aunque con poca frecuencia, algunas
novelas eróticas eras inseminadas, cosa que, a decir del jefe de bi-bliotecarios,
no es accidente sino provocación, pues ningún libro se
lee a la altura de las gónadas. El último lector.
Los ejemplos donde se plasma la elección de la profesión por
motivos vocacionales son mínimos18, mientras que por el con-trario
los hay como una huida, el evitar el contacto con el resto
de la sociedad —situación que no deja de ser paradójica dada la
función y misión de una biblioteca—, o bien el buscar refugio
rodeado de libros y silencio, ocasionado por la carencia de vida
privada, sin lazos familiares y en continuo enfrentamiento con los
usuarios19.
Mi sentido del orden y mi condición de bibliotecaria tozuda se
rebelaban una vez más frente al confuso don Ramón. Si yo hubiera
mandado en la Fundación, habría puesto patas arribas la bibliote-ca
hasta conseguir un orden general e incluso lógico. Los amantes
encuadernados.
Ariel Conceiro, bibliotecario y bibliófilo empedernido, vive ancla-do
en el doloroso recuerdo de un amor pasado. Su vida se limita
a la pasión por los libros y por Miles Davis, y a las visitas a su
madre en la residencia geriátrica. El asesino de Bécquer.
18. Belle, Logan. La bibliotecaria. Barcelona: Planeta, 2013; Bravo, Luis.
Vivencias de un bibliotecario. Lima: El autor, 2015; Puértolas, Soledad. Una
vida inesperada. Barcelona: Anagrama, 1997.
19. Gómez Yebra, Antonio. El devorador de libros. Sevilla: Algaida, 1994.
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 127
La vida del bibliotecario transcurre monótona, entre peticiones de
libros y la rutina del orden. Sin embargo, cuando una guapa y miste-riosa
lectora atrapa su atención las obras cobran vida. La biblioteca.
Cuando llegué, me instalé en La Bienhereuse y me convertí en bi-bliotecaria
por unos meses. Fueron los más felices de aquel tiempo.
Una biblioteca de verano.
Nunca pasó por una fase en la que quisiera ser profesora, ve-terinaria
o bailarina. Para ella su sueño había sido siempre con-vertirse
en bibliotecaria. Deseaba trabajar rodeada por el olor de
los libros, ser responsable de hileras y más hileras de ordenados
estantes, de la meticulosa catalogación y de ayudar a la gente a
descubrir la siguiente gran novela que leerían o el libro que los
ayudaría en el proyecto de investigaciones con el que lograrían su
título o solucionarían un enigma intelectual. La bibliotecaria.
Durante sus años de bibliotecaria, Carla ha soñado a menudo
en su futura existencia como pensionista: pasará por fin a ejercer
como lectora, dedicando como siempre ha deseado largas horas a
esa actividad, cómodamente apoltronada en su butaca y sin que
nadie la moleste. Bienes y codicias.
Andy ocupó el puesto de Brooksie; fue bibliotecario de la cárcel
veintitrés años. Empleó la misma voluntad firme que le habíamos
visto utilizan con Byron Hadley para conseguir todo lo que quería
para la biblioteca y poco a poco fue convirtiendo un cuarto pequeño
(que olía todavía a aguarrás porque había sido cuarto de pintura
hasta 1922 y no se había ventilado bien) lleno de «Libros conden-sados
» del Reader’s Digest y de National Geographics, en la mejor
biblioteca carcelaria de Nueva Inglaterra. Cadena perpetua.
Después de todo, es una mujer hecha y derecha y le encanta
ser útil, pasar las mañanas ayudando a catalogar los libros que
reciben de los Estados Unidos, Inglaterra y España. El cartógrafo.
128 Félix Pintado Pico
Traicionó a muchos amigos para conseguir quedarse en su pues-to,
como bibliotecario, pero no quiero hablar más de él. Ya es sólo
un mal sueño lejano de mi vida. El club de la memoria.
Y pensar que había elegido la profesión de bibliotecario, detesta-ba
la presión. Tal vez debería solicitar un puesto en la CIA para
ponerse al día. Los coleccionistas.
Mira Lucy, te voy a decir lo que tienes que hacer primero, dejar
lo de la biblioteca y buscarte un trabajo mejor. Después, mandar
artículos a todos los periódicos. Eres más inteligente que la mayoría
de las bibliotecarias. El devorador de libros.
Si a mis veintidós años yo era la encargada de la sección infantil,
se debía tan sólo a mi disposición en trabajar más horas que las
otras dos bibliotecarias, dos mujeres mucho mayores que parecían
tomarse la biblioteca como una especie de voluntariado, de come-dor
de beneficencia. El devorador de libros.
Olmo no es un bibliotecario como los demás. Incapaz de poner
nombre a sus propios sentimientos, huye de un pasado siniestro y
busca consuelo en los brazos de la mujer policía que siguió su ras-tro.
El escondite de Grisha.
Tabares llevaba más de quince años recolectando los restos de
aquel naufragio, con esa pasión obstinada y arqueológica que sólo
practican los célibes. Las esquinas del aire.
Eran muy raros, mis compañeros de la biblioteca; y, en realidad,
había muchas horas en que no acababa de entender muy bien
cómo había ido a parar a ese sitio, ni por qué seguía aquí. Goo-dbye,
Columbus.
Le gustaba ser muy discreto y pasar desapercibido por los pa-sillos
de palacio, casi como si fuera una sombra. Para ello vestía
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 129
siempre con colores neutros, con largas capas con capucha que le
protegían del frío y le permiten al calársela, hacerse casi invisible,
como si fuera uno más de los monjes orantes que recorren la ciu-dad.
El guardián de los libros secretos.
A la Montse siempre se le han dado bien los libros, de pequeña
prefería leer cuentos antes que jugar con los amigos. Y si le pregun-tabas
qué quería ser de mayor, respondía: bibliotecaria, para poder
leer todos los libros del mundo. El mapa del creador.
Como os reconozco interesadas, os mostraré la biblioteca. Ha-cía
ostentación de ésta como de algo propio, como el salariado por
cuenta ajena que pese a lo ingrato de su condición siente apego a lo
que significa su labor. Muerte del bibliotecario ilustrado.
Después de rehacer su vida tras una devastadora traición, Kate
Ballantyne regresa pueblo natal. Allí lleva una existencia tranqui-la
y solitaria como bibliotecaria municipal. Palabras para ti.
Es que el trabajo de la biblioteca no me deja leer, se quejaba
abiertamente, no me dejan en paz. Paseo del príncipe.
Los viejos genes del bibliotecario que fue acuden en manada,
hurgando de vez en cuando en la vertiente más taciturna del per-sonaje
cada vez que se ven abocados a ejercitar por obligación el
buen trato, aunque en medio de tamaño esfuerzo de sobrehumana
cordialidad, pueden aprender a ejercitar las relaciones humanas
y a veces reconocer que brindan gratificantes resultados. Soldados
de cerca de un tal Salamina.
Mi familia desde luego ha mirado con desconfianza este trabajo
mío en la Biblioteca; ellos más que nadie, deben de pensar que no
me lo merezco, no entienden, cómo he conseguido un trabajo así,
un puesto que parece importante, hasta se diría que no me creen,
que sospechan que todo esto es invención mía, pero tampoco se han
130 Félix Pintado Pico
molestado en comprobarlo, ningún miembro de la familia ha ido a
la Biblioteca. Una vida inesperada.
El caso es que por una u otra causa yo algunos días no siento
ninguna simpatía por los visitantes de la Biblioteca, los seres que le
dan el aliento y la vida y sin los cuales este gran edificio carecería
de sentido. Una vida inesperada.
Por primera vez, yo hacía un viaje, atravesaba el océano en un
trayecto de ocho horas y me dirigía a una ciudad desconocida don-de
asistiría a un curso organizado con la colaboración de la Bi-blioteca.
Luego vieron que el que yo no viajara tenía sus ventajas,
porque aunque eso significaba que estaba siempre en la Biblioteca,
su régimen de vida, sus horarios y sus hábitos no se modificaron,
yo no me pasaba todo el tiempo haciéndoles venir a mi despacho
ni vigilándoles y en seguida, además, empecé a proponerles que
fueran ellos a los cursos, a los coloquios, a los congresos y a las ex-posiciones,
lo cual, asombrosamente les encantó, porque a todos los
empleados de la Biblioteca, según he podido comprobar hasta la
saciedad, le gusta mucho viajar, conocer nuevos países y ciudades,
volver a los conocidos, y sobre todo establecer nuevos contactos per-sonales
y quizá, salir de sus casas y perder de vista por unos días
a sus familias. Una vida inesperada.
De mi vida fuera de la biblioteca nadie sabe nada, de manera
que si quieren imaginarme tienen que atenerse a esa parte. Una
vida inesperada.
Por eso nunca dejo de asombrarme, cada día que pasa, de que mi
trabajo en la biblioteca haya sido tan constante, casi imperecedero,
el pilar de mi vida, aun cuando nunca he sabido bien cuál era mi
cometido allí. Una vida inesperada.
Gabriel es un muchacho que vive desorientado pues no logra
encontrar una vocación que lo llene plenamente. Cuando al final
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 131
se decide a estudiar en la universidad como bibliotecólogo, además
de sentirse realizado, vive experiencias inesperadas. Vivencias de
un bibliotecario.
El recelo y el temor hacia los libros, las ideas contenidas en
ellos y lo que puede representar la biblioteca, como lugar de en-cuentro
y cultura para el desarrollo de una sociedad en libertad,
también ha tenido sus manifestaciones.
Para la señora Green era poco menos que un delito que un hom-bre
casado y con tres hijos saliese de casa a media mañana, y ni
siquiera para a trabajar, sólo para ir a sentarse en una biblioteca
y leer libros. La caída del Museo Británico.
El Ateneo, su Ateneo ha sido clausurado después del asalto que
sufrió los primeros días del presente año. Sus instalaciones fueron
expoliadas y todos su libros, más de 6.000 volúmenes, fueron arro-jados
por las ventanas. ¿Te imaginas? Nuestro Jaume aprendió a
vivir a través de esas páginas. No, no lo habría soportado. Cartas
desde la ausencia.
Predicábamos en templos improvisados, en catedral que eran las
bibliotecas que dejábamos en los pueblos. Pero terminamos siendo
herejes. Tras la guerra, quemaron aquellos libros, todo el legado de
las Misiones, cualquier rastro de los profetas de un mundo nuevo.
Al final nos convertimos en mártires olvidados. El club de la me-moria.
¿Y qué le importarán al pueblo estos libros? Hubo un tiempo en
el que creí en el pueblo. Ya no. He vivido demasiado como para
ver que el pueblo se ha convertido en masa. Que ignora hasta su
ignorancia. El club de la memoria.
De momento sólo eran libros, sólo palabras sagradas lo que se
consignaban al fuego, no eran las personas que las copiaban, no
132 Félix Pintado Pico
había sangre, carne y hueso, pero el preludio de un drama mayor.
La comerciante de libros.
En la noche del 15 de julio de 1936, en una pequeña ciudad de
la costa gallega, una cuadrilla de cinco falangistas incendia la bi-blioteca
municipal. Los escasos libros que sobreviven a las llamas
son arrojados a las aguas del puerto y arrastrados mar adentro
por la marea. Del viento y la memoria.
Por tanto, ahora que era emperador, probablemente haría incine-rar
todos los libros de Praga, también porque todos los gobernantes
celebran sus conquistas aplicando la antorcha a la biblioteca más
próxima. Ex libris.
En otra camioneta, algo más aseada que la suya, iban deposi-tando
sin orden ni concierto un sinfín de legajos, carpetas, archivos
y documentos sin enlegajar que los soldados estibadores apretuja-ban
para aprovechar al máximo la capacidad del vehículo. Otros
documentos se utilizaban para alimentar una hoguera que crepita-ba
en el centro de patio donde, discriminadamente, iban arrojando
los papeles que unos civiles seleccionaban. Los girasoles ciegos.
Recuerdo mi aldea silenciosa y pobre ajena a todo menos al mie-do
que cerró sus ojos cuando mataron a don Servando, mi maestro,
quemaron todos sus libros y desterraron para siempre a todos los
poetas que él conocía de memoria. Los girasoles ciegos.
Entre los templarios siempre ha habido rumores de que la Iglesia
tiene un depósito secreto de libros prohibidos y si eso es cierto, seguro
que intentarán hacerse con él. El guardián de los libros secretos.
Era esa hora fría que precede al amanecer. Contemplé las llamas
y pensé en pergaminos consumiéndose en un auto de fe medieval;
en rostros de jóvenes nazis, iluminados por montañas de páginas
en llamas; en el esqueleto de la biblioteca de Sarajevo; destruida
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 133
por la artillería. La quema de libros siempre precedía a las hogue-ras,
los hornos, las fosas comunes. Los guardianes del libro.
Los domingos por la tarde, después del Rosario, venían muchos
a la escuela a oír música. También organizamos charlas en torno
a los libros y lecturas en voz alta para los que no podían leer los
pasajes más difíciles. El milagro llegó a arrancar un comentario
zumbón al cura, «a mí, mientras no me pongan la cultura a la hora
del Rosario». Historia de una maestra.
Es tu curiosidad por los libros prohibidos lo que te ha traído aquí
tan temprano, lo que no te deja dormir. El inquisidor.
Había unas personas llamadas guardianes de los libros, me co-mentó
que se ofrecían voluntarios para inspeccionar la biblioteca
con regularidad a fin de asegurarse de que sus visitantes sólo pa-saban
allí tres o cuatro horas seguidas y nunca en el horario de la
empresa. Los lectores del país de las aceitunas.
Mártires —dije con ferocidad—. Toda esta gente fue ejecutada
tras sorprenderlas en posesión de libros. No caerá en el olvido. Nos
estamos quedando sin sitio y tendremos que encontrar un lugar nue-vo
para crear otra biblioteca. No son sólo los libros: tenemos miles de
textos almacenados en bits de antigua tecnología y estamos tratando
de interpretarlos. Algunos nos estamos planteando construir otra bi-blioteca
bajo tierra, pero si todo sale conforme al plan es posible que
no sea necesario. Los lectores del país de las aceitunas.
Iluminado por los reflejos rojizos, el bibliotecario seguía entre los
mercenarios. Tenía el ceño fruncido y su rostro y ropajes estaban
marcados por el hollín. El libro prohibido de Córdoba.
Y mientras él se solazaba con la dama sobre mullidos cojines,
sus bereberes han desvalijado la biblioteca y han apaleado a los
bibliotecarios. El libro prohibido de Córdoba.
134 Félix Pintado Pico
Ardieron montones de libros. Bibliotecas enteras. Las mejores.
Los libros arden mal.
Podría haber mandado prender fuego al edificio, bibliotecarias
incluidas. Queridos apandadores.
Los libros encuadernados depositados encima era preciosos y
le habría gustado guardarse uno a escondidas debajo del vestido
para contemplarlo a sus anchas en el desván de Fenoglio, pero las
abrazaderas que sujetaban las cadenas estaban casi remachadas
con las tapas de madera de los libros. Sangre de tinta.
Cuídate bien. Normalmente está en la biblioteca, como un perro
atado a su cadena. Lo que tiene que llevarse atado con correa, es
porque o bien puede morder o bien puede confundir el pensamiento
de los hombres. Scholarium.
Y así, llegué a leer y a escribir con bastante soltura en poco tiem-po
y, sólo entonces me enseñó los libros que mantenía ocultos que
eran algunos de los prohibidos por el Índice de Quiroga de 1584,
de mal recuerdo para mí. Me dijo que se imprimían en los países
luteranos en castellano, que los traían los contrabandistas extran-jeros.
Tierra firme.
Pero le recomendé que aprovechara el tiempo sobrante leyendo
algunos de los libros de la biblioteca de Rémy, sobre todo porque no
la había visto tocar uno desde que la conocía (misal y devociona-rio
al margen) De hecho su reacción fue total escándalo… ¡Libros
franceses! Franceses, ingleses, españoles, alemanes ¡qué más da! El
caso es que leas. Ya tienes edad suficiente para conocer el pensa-miento
y la obra de gentes que han visto el mundo desde puntos de
vistas diferentes. Debes alimentarte de vida o te perderás muchas
cosas interesantes y divertidas. Todo bajo el cielo.
Aunque, si quieren que les diga lo que pienso, con la mano en
el corazón, creo que se equivocan de todas. Los libros no son para
Contribución a la bibliografía sobre la imagen de las bibliotecas... 135
campesinos que no tienen otra cultura que la de la patata. ¿De ver-dad
consideran ustedes que a un entendimiento rústico, sin forma-ción
de ninguna clase, es posible hablarle de los grandes hombres?
Todo lo que se llevó el diablo.
¡Hay que acabar con la ponzoña que va en estas cajas! Gritaba
sin dejar de lanzar paquetes contra las piedras. Estos libros son
peores que el veneno que mata a las cabras y las ovejas de estos
campos. Todo lo que se llevó el diablo.
He venido para pedirte que me dejes sacar de la escuela, por lo
menos, los libros, antes de que lo hagas polvo todo. Quiero sacar
todos los libros, la biblioteca entera. Todo lo que se llevó el diablo.
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