DOS DOCUMENTOS PARA LA LITERATURA
CANARIA DEL XIX
ANTONIO BECERRA BOLAÑOS
Fecha de recepción: 16 de febrero de 2007
I
La bibliografía del siglo XIX canario es amplia aunque poco co-nocida.
Este trabajo es una breve aportación a los inventarios bi-bliográficos
de esta época, entre los que destacan la Tipografía
canaria: descripción bibliográfica de las obras editadas en las islas
Canarias desde la introducción de la imprenta hasta el año 1900
de Antonio Vizcaya Cárpenter1 y la Contribución a la historia de
la imprenta en Canarias de Manuel Hernández Suárez2, que su-pone
una profundización en la labor emprendida por el primero.
Mención aparte merecen los trabajos que sobre la imprenta y el
mundo del libro en Canarias ha venido realizando Santiago de
Luxán.
Cartas diferentes. Revista canaria de patrimonio documental, n. 3 (2007), pp. 215-227.
1. Santa Cruz de Tenerife: Instituto de Estudios Canarios, 1964.
2. La Palmas de Gran Canaria: Mancomunidad de Cabildos de Las Palmas,
1977.
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Daré noticia de dos obras que no aparecen en estos libros: un
nuevo texto atribuible al doctoral Graciliano Afonso y un opús-culo
de la desconocida poeta Matilde Cabrera; ambas en El Mu-seo
Canario.
Entre las nuevas incorporaciones bibliográficas a los fondos de
El Museo Canario, gracias a la donación de la biblioteca canaria
de Angelines Hernández Millares y Lothar Siemens Siegmund,
hay dos obras vinculadas a la figura del doctoral Graciliano Afon-so:
la tesis de Alfonso Armas Ayala, Graciliano Afonso, un prerro-mántico
español, que se publicó por entregas en la Revista de his-toria
de La Laguna, entre 1957 y 1961, y que reunió su propio
autor, con dedicatoria a Agustín Millares Carlo, y un impreso de
58 páginas de 1822 intitulado Examen de la nota pasada por el
E[xcelentísi]mo. señor nuncio de S[u]. S[antidad]. al Ministerio a
consecuencia del decreto de las Cortes de 1º de noviembre próximo
pasado por el que se manda al Consejo de Estado propusiese a S[u].
M[inisterio]. Personas que ocupasen las sillas de los obispos extra-ñados
o que se extrañen en adelante. Por un nieto de don Roque Le-al,
editado en Madrid, en la imprenta de don León Amarila.
En el ejemplar aparece, bajo la confusa autoría del libreto, es-crita
a mano, con letra del siglo XIX, la siguiente nota: «o sea el di-putado
de Canarias Afonso, canónigo de aquella catedral. Regala-da
a Busanya [¿Ramón Bussaña?] por el mismo».
La curiosidad del bibliotecario de El Museo Juan Gómez-Pa-mo
hizo que el raro ejemplar llegara a mis manos por ver si real-mente
se trataba de una obra del doctoral Graciliano Afonso, en
cuyo caso se trataría de la primera impresa del autor, que hasta
el momento era El beso de Abibina, junto con la traducción de al-gunas
anacreónticas y de Los amores de Leandro y Hero, de Mu-seo,
obra publicada en Puerto Rico en 1838.
El texto resulta interesante por varias razones: en primer lu-gar,
se trata de un documento valioso para entender el momento
en que surge, en pleno Trienio Liberal; ayuda a comprender las
difíciles relaciones con la Santa Sede en aquellos tiempos y la lu-cha
entre dos movimientos ideológicos que se mantendrá duran-
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te todo el siglo XIX en España. Pero, sobre todo, ofrece un nuevo
ejemplo del choque entre las dos facciones de la Iglesia españo-la,
que caracterizará la centuria, y viene a aumentar la bibliogra-fía
de la época.
El texto es, como su nombre informa, el examen de un co-municado
del nuncio papal español al Gobierno de la época en
el que se critica su decisión de elegir a quienes debían ocupar
aquellas sillas dejadas vacantes por los obispos que se habían ne-gado
a jurar la Constitución. Estamos ante un texto que se plan-tea,
desde el Derecho, las pretensiones del nuncio —si realmen-te
se trataba de aquel, algo que se pone en duda en el texto, por
lo que se censura, si bien es cierto que en aquella época las rela-ciones
del Vaticano con la España liberal nunca fueron buenas—
y fundamenta la decisión del Ministerio de Estado.
¿Cuáles son los indicios que me pueden conducir a creer que
realmente, como aparece escrito a mano en la portada del libre-to,
se trate de un texto del doctoral Afonso?
Graciliano Afonso Naranjo (1775-1861) pasa por ser uno de
los autores más influyentes de su época en las Islas, tal como lo
atestiguan, entre otros, Álvarez Rixo, Millares Torres o el doctor
Chil. Nacido en La Orotava (Tenerife), pronto parte para Gran
Canaria para comenzar sus estudios en el Seminario Conciliar de
Las Palmas de Gran Canaria, donde destaca en las diversas mate-rias
que allí se imparten y en muy poco tiempo pasa a formar
parte del claustro de profesores de la institución, desempeñando
diversas cátedras. Acaba sus estudios de Derecho en Alcalá de
Henares y se vincula a la vida política de las Islas, además de ocu-parse
de los asuntos legales del episcopado, al obtener la canon-jía
doctoral de la catedral. Significado por sus ideales liberales,
tras el alzamiento del teniente coronel Riego (1820), Afonso,
junto con gran parte del Cabildo Catedral y los sectores más pro-gresistas
de las Islas, abrazará la Constitución y considerará la ne-cesidad
de que el clero propague los ideales de la libertad como
parte de su labor pastoral. A fines de 1821 es elegido diputado a
Cortes. Más tarde, con la llegada de los Cien Mil Hijos de San
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Luis, se verá obligado, como el resto de los diputados del Trienio,
a iniciar el camino del exilio, que él elegirá americano. Es consi-derado
por algunos estudiosos como uno de los introductores del
romanticismo en Hispanoamérica.
El doctoral Afonso estaba en Madrid por el año 1822 ejer-ciendo
su cargo de diputado y, a juzgar por la «Advertencia al lec-tor,
que si la omite no le hace falta» de este Examen, llevando una
vida mucho más tranquila (por la cantidad de obligaciones que
tenía) que en la isla: «Mi vida está distribuida entre la comedia, la
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ópera, leer únicamente el Espectador por la noche; y en las mañanas
ir a la galería de Cortes, a donde me gusta oír todo, todo lo que sa-le
de aquellas bocas de ángeles».
El autor del texto es «nieto de don Roque Leal». Roque Leal era
el seudónimo empleado por el clérigo liberal doceañista Joaquín
Lorenzo Villanueva (1757-1837), que también fue diputado a
Cortes durante el Trienio y embajador de Roma, como (escribe
Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles) «si
la corte romana hubiera de recibir nunca con tan alta investidura a
un clérigo díscolo, turbulento y cismático». Con ese seudónimo pu-blica
en Madrid Cartas a un amigo suyo sobre la representación del
arzobispo de Valencia a las Cortes a fecha 20 octubre 1820, entre
otras, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid, lo
que no sucede, que tenga constancia, con el impreso que nos
ocupa. Es plausible que Afonso, más joven que Villanueva e in-cluso
con ideas más avanzadas que aquel, se erigiera en descen-diente
del primero.
Indudablemente el autor del Examen tiene profundos conoci-mientos
de derecho eclesiástico, algo que coincide con Afonso. El
uso de alguna referencia a San Gregorio Nacianceno principal-mente
es, tal vez, la única característica reconocible del doctoral,
aunque también el tono sea muy propio de él.
No se trataría, sin embargo, del único texto de índole política
que ha sido atribuido al doctoral. Además de algún folleto firma-do
por los «Patriotas de la botica» y que Alfonso Armas Ayala no
dudó en conceder a Afonso, el propio Museo conserva un cua-dernillo
manuscrito intitulado Examen político de la Europa en
1825, con una nota a lápiz probablemente debida a Aurina Ro-dríguez,
archivera que fue de la institución: «Creo que escrito por
don Graciliano Afonso». En el interior del cuadernillo aparece la
siguiente «Advertencia de los editores»: «Esta obra componía par-te
del primer número de un nuevo Examen político y literario que de-bía
darse a la luz en el mes de enero; pero habiéndose retardado es-ta
empresa, hemos creído oportuno no demorar más tiempo la
publicación de un artículo tan importante como es este que ahora
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ofrecemos al público y cuyo autor sentimos nos esté prohibido nom-brar
».
La autoría de este último texto, a pesar de la nota de la archi-vera,
no es fácilmente atribuible al doctoral, si tenemos en cuen-ta
que en diversas ocasiones los estudiosos han optado por darle
la paternidad de algunas composiciones que son obra de otras
plumas, como ocurre con el poema «A la luna», de Mercedes Le-tona
de Corral, o «La incertidumbre», que Agustín Millares le
atribuyó. Han ido, por tanto, perpetuándose en la transmisión
textual de Afonso.
II
En el mismo Museo Canario se custodia un raro folleto que
está vinculado con el doctoral. Se trata de los Versos dedicados por
un amante al objeto de su cariño, en un viaje de éste al concierto da-do
en Santa Cruz de Tenerife, obra de Matilde Cabrera, que se en-cuentra
dentro de un archivador metálico con la siguiente refe-rencia
«Rafael Bento y Travieso». Carece de portada y, por tanto,
de indicaciones tipográficas. La autora de los Versos es Matilde
Cabrera, como aparece escrito a mano en estos versos [Matildita
Cabrera]. En una de las copias de Padilla a la obra de Graciliano
Afonso, aparece la composición bajo el siguiente epígrafe: «A la
señorita doña Matilde Cabrera». Se puede afirmar que se trata de
un texto publicado con anterioridad a 1850. En el fondo Padilla
de El Museo Canario, se encuentra una copia manuscrita del elo-gio,
en la que se pone la fecha de su redacción: 1840.
De Matilde Cabrera se sabe nació en 1824, probablemente en
Las Palmas de Gran Canaria, hija del escribano y teniente de gue-rra
Francisco Cabrera Doreste (1790-?) que, al parecer, también
sintió pasión por las musas y de hecho las trató de conjurar, si
bien, por los poemas que le dedica Antonio Doreste, con bastan-te
poca fortuna:
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Un consejo sano vaya,
Cabrera compositor:
Recobra tu antiguo honor
y vuélvete a La Atalaya.
Lleva a Pepa con su zaya,
que los potajes te guise
y los buques te divise
interim que tu nariz,
do sopla el viento, te avise.
*
Es para mí un gran dolor
que el escribano Cabrera
con su infeliz calavera
se haya metido a escritor:
si el casco de este doctor
se llega a descomponer,
como suele suceder
al que es bobo y majadero,
abandonará el tintero
y no tendrá qué comer.
Si nos atenemos al Padrón General de la ciudad correspon-diente
al año 1835, Matilde Cabrera vivía en Triana junto con sus
padres: era la segunda de cinco hermanos. La nota que escribe el
médico (pero antes que nada amanuense vinculado a El Museo
Canario) Juan Padilla al final de la copia que hizo de los Versos
dedicados al objeto de su amor nos da información acerca de la
muerte de la poeta: «Esta Srta. Dª Matilde Cabrera falleció en Ma-drid
por los años de 1858 o 1860 más o menos». Apenas unas pis-tas
para lograr hacernos una imagen de quién fue esta autora.
Que tengamos constancia, Matilde Cabrera dejó escritos dos
poemas: los Versos y uno dedicado a su amiga Dolores Tongue
con motivo de su casamiento, en 1843. Dolores Tongue, Dolores
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Gerónima de Santa Ana, era hija de Ana Tongue, una comer-ciante
inglesa de la calle Peregrina, y se casó con Bernardo Mar-tín
y Fernández en la iglesia de San Francisco. Era la abuela del
pintor Néstor Martín Fernández de la Torre.
Los Versos dedicados por un amante al objeto de su cariño, en un
viaje de éste al concierto dado en Santa Cruz de Tenerife resultan
interesantes por varios motivos: el fundamental, porque nos pro-porcionan
el primer retrato del romántico que se da en las Islas;
además, están acompañados en la publicación (un folleto de seis
páginas sin referencias bibliográficas) por dos composiciones lau-datorias.
Los poetas que apoyan esta primera publicación, que no
aparecen mencionados, son Carlos de Grandy y Graciliano Afon-so.
Los textos son los siguientes:
Elogio a la autora.
Si viviera, considero
que en la presente ocasión
con justísima razón
hiciera tu elogio Homero:
diría que verdadero
tu mérito desmedido
ha realizado y cumplido
en tus victorias completas
cuando los grandes poetas
de sus héroes han fingido.
Contestación a los versos anteriores.
Señores ¿quién lo creyera
que por un feliz evento
se reproduzca el talento
de una doña María Viera?
Si Matildita Cabrera
lo luce en la poesía,
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y aunque hablan con ironía
todos los aficionados,
creo están equivocados
en decir que es tontería.
Yo sólo diré en cuarteta
votando por separado
ser versos de pie quebrado
o de cabeza incompleta.
Las composiciones indican que la poesía de la autora es ver-dadera;
el segundo, que María Joaquina Viera y Clavijo era cono-cida
y considerada un modelo para las poetas de la época. ¿Y el
poema? Como advierte el título, estamos ante la despedida de
una enamorada de su amor. No se trata de una despedida por un
largo viaje: la separación es por un tiempo breve; sin embargo,
para la joven es una ausencia casi insoportable:
La joven. Ya que partes al concierto,
ídolo de mi cuidado,
ése tu retrato amado
dejádmelo por piedad.
Al verlo recordaré,
esa frente despejada
esa halagüeña mirada
y ese bello sonreír.
Veré tus bucles hermosos,
que ondean tu cuello amante
y adornan ese talante
y esa postura gentil.
El joven. Es corta, mi bien, la ausencia
para que tanto te inquietes:
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cuando me digas ya vete,
de vuelta yo aquí estaré.
Adiós, bella flor de abril,
adiós, ángel seductor,
ya se acerca la barquilla
y éste es el postrer adiós.
La joven. Cruel ausencia,
así desgarras
mi afligido corazón
y la inicua soledad
se burla de mi pasión.
Oigo que me llaman
con voz balbuciente
y busco en mi mente
la voz, ¿de quién es?
Vuelvo la cabeza,
busco con la vista:
horrible entrevista,
¿qué figura es?
¿Se huyó del sepulcro
ese espectro helado?
Con paso agitado,
se acerca hacia mí.
A la tumba fría
vuélvete, cruel duende,
y di ¿qué pretendes
antes de partir?
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El joven. Mi Venus amada,
¿qué a tu bien constante
y a tu fiel amante
así desconoces?
La joven. Sí: es su voz, su acento,
las mismas facciones,
¿los tirabuzones
quién te arrebató?
Todo fue desastre
en ese concierto,
todo desacierto,
todo execración.
Quizás esa araña
cuando desprendió
tus poblados bucles,
te los chamuscó.
A un romántico yo quise
con pelo, bigote y pera,
y ahora tengo que amar
tan sólo una calavera.
El joven. Si cotejarlo queréis,
lo mismo me sucedió,
cuando con pelo patrás
te veía también yo.
La joven. Es buena reconvención,
si bien he reflexionado
y conozco que si he amado
es a vuestro corazón.
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Lo que nos cuenta el poema es, en apariencia, sencillo: una en-amorada
le solicita a su amado su retrato para que, mientras se
encuentre ausente, ella pueda tenerlo presente: la imagen mues-tra
al joven en su mejor momento, inalterado; responde a la idea
que la joven tiene de él; es, por tanto, la apariencia que identifi-ca
con su sentimiento. Se produce la despedida y esta se nos
muestra como si de la misma muerte se tratara. Ahora bien: pa-sa
el tiempo (no sabemos cuánto, no se nos dice) y la joven pa-dece
el dolor ante la ausencia prolongada del amado. Y mientras
se lamenta de su infortunio, cree que los sentidos se burlan de
ella: el amado aparece, pero no tal como lo recordaba: el tiempo
(un suceso fortuito, la caída de una araña mientras se hallaba en
la sala del concierto) ha hecho mella en el amado (el romántico
típico: con pelo, bigote y pera); su fisonomía ha cambiado por un
azaroso destino. Pero, en el fondo, lo que no ha mudado es su
esencia: ella lo que amaba no era esa apariencia que le mostraba
el retrato; la idea es lo que se ama.
Los románticos fundan su discurso poético en el conocimien-to
directo de las doctrinas sensualistas de Locke, pero sobre todo
del discurso del abate francés Condillac, que conocen de prime-ra
mano y cuya alegoría de la estatua estará como trasfondo de
sus poemas. En Canarias, Graciliano Afonso había hecho lo pro-pio
en diversas composiciones. En la alegoría de Condillac, el fi-lósofo
toma una estatua y comienza a despertar en ella uno por
uno los sentidos corporales del hombre y comprueba que, al des-pertar
estos, va adquiriendo todo lo que nos hace humanos. Vie-ne
a afirmar con ello que somos seres materiales y que conoce-mos
el mundo a través de las sensaciones. Lo creamos, por tanto,
a través de los sentidos. Dios, como potencia ordenadora del
mundo, desaparece: huérfanos de Dios, somos quienes ordena-mos
el mundo. Arrojados a él, hemos de construirlo; a través del
placer y del dolor, llegamos a su conocimiento.
Russell P. Sebold subraya sobre el dolor romántico que «la tris-teza
del poeta puede caracterizarse únicamente en términos de la
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tristeza del mundo; el poeta no tiene comunicación sino con la reali-dad
material, por lo demás está solo».
El retrato del amado es la realidad a la que se aferra la joven.
Es el elemento que dota de sentido el mundo de la joven —el re-sorte
por el que sigue sintiendo una vez ha sido arrojada a la au-sencia
del estímulo sensorial (el amado)—.
El retrato es el reflejo del amado como el poema es el reflejo
del mundo. Esa es la identificación que plantea el texto. Una vez
la joven constata que la imagen deja de ser reflejo del mundo, ad-quiere
un nuevo conocimiento. El poema es el relato del recorri-do
que va hacia ese conocimiento.
Matilde Cabrera escribe una alegoría sobre el paso del tiempo
y la adquisición de la madurez. La poeta trata de resolver un pro-blema
de tipo ontológico. El pensamiento en las Islas ha estado,
a falta de filósofos, en manos de los poetas. La reflexión sobre el
paso del tiempo o sobre los objetos cotidianos, que lo es también
sobre el propio cuerpo, preocupa a los poetas insulares desde el
segundo cuarto del siglo XIX. Graciliano Afonso con su poema
«Mi lámpara» o Bartolomé Martínez de Escobar en «A unas bo-tas
viejas», son los dos ejemplos que he hallado en la literatura in-sular
de esa poesía al cuerpo que relacionamos con Domingo Ri-vero.
Aquí nos encontramos ante otro extraordinario ejemplo.
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