EL TIPO REZAGADO Y LA CIENCIA ESPAÑOLA
(Una lectura crítica de El árbol de la ciencia de Pío Baroja)
JUANF RANCISMCOA RT~DNEL CASTILLO
SEHTC (1 JNETl-Idas Palmas)
RESUMEN
En este artículo. ofrecemos una lectura1 inusual de EZ Árbol de la Ciencia (191 1). A tra-vés
de una pieza clave, el «tipo rezagado», realizamos una interpretación crítica y moderna
de la obra, donde la ciencia juega un importante papel.
ABSTRACT
In this article, we give an unusual reading of ~l Árbol de la Ciencia (191 1). On a touchs-tone,
the «tipo rezagado», we make a modem and critica1 interpretation, in which the science
plays an important role.
«Si veíamos la Alemania de Sadowa,
de Bismarck y de Molke, ignorábamos
que detrás de ésta o, mejor dicho,
como sustentáculo de ésta había la
de Siemens y Krupp. Si nos
fascinaban las empresas de la
Francia napoleónica, apenas recordá-bamos
la Francia de Biot. Laplace,
Monje y Fourcroey. Si nos infundía
asombro el poder marítimo de
Inglnt~rrn,n o snhínmo.o que aquellos
navíos fuesen los mastines o
guardianes de las manufacturas y
carbones de Manchester y Cardiff ..
Los métodos pedagógicos aquí
imperantes y la atmósfera común de
la sociedad española susbstrajeron
todo ese hemisferio de la realidad
contemporánea a1 examen, al aprecio
y a la emulación de la juventud.»
(M. S. Oliver, La literatura del desastre, 1907).
Bajo este epígrafe, como reclamo general, irán sucediéndose los apéndice4 rela-tivos
al comento de la situación educativa, académica y, en parcela mayor, de la
ciencia espaiíola en su reflejo literario de E1 &bol de lu cicwcin ' de Bd i - ~ ~Edn.
buena cortesía, se hace patente adelantar el suficiente interés, a más de un prudente
comienzo. Con tal requerimiento, principiamos por echar un vistalo gencral al
panorama exterior a la España ochocencisra.
La Europa de la ciencia
Supongamos que estamos hablando de un período cronológico extendido entre
los años finales de la tercera centuria pasada y los extertores de ésta. Esto es una
demarcación no precisa, porque en justicia, solamente queremos hacer llegar las
grandes líneas fuerza de un movimiento. Pues bien, dicho esto, la Europa de aquellos
tiempos bulle en animación intelectual y científica. Los individuos. preocup,'I d os en
actividades difusas. leen con inusitada curiosidad los nuevos prodigios de los sabios.
Estos, desperezados por las Luces de negruras pretéritas, pasan del anonimato abso-luto
a la popularidad rabiosa. Es un sentimiento de renovación civilizatoi-ia; el
Progreso, en una palabra 2. La paleontología, antes rama de nadie sabe qué ciencia,
es discutida en lugares públicos como la cosa más normal. Es el París de los 30 a 30.
Cuvier, el sabio pluriem- pleado de la ciencia, impone su férula en los terrenos de la
Academia Francesa. El Origen de las especies (1859), junto con sus precursores
galos (Lamarck), impacta decisivamente en las mentes estrechas de los puritanos.
Darwin es acusado del delito de lesa a la humanidad (el R. Wilberforce). Los periódi-cos
vuelan en tomo a la noticia: un debate tiene lugar en la aulas de la Universidad
para juzgar la solidez científica de los postulados darwinianos. La p«lSmica nace.
Karl Marx, gran visionario, reconoce en Darwin al nuevo Newton de las ciencias de
la vida; y aún es estudiado el paralelo de las doctrinas del Carlos inglés sobre las del
Carlos alemán. Por si esto fuese poco. las innovaciones teóricas se pisotean entre sí:
el ferrocanil por fin recorre las tierras británicas. Watt, o mejor la «civilización de
Watt», ha triunfado. Hasta los matemáticos y la lógica luchan por no quedar a la
7aga. Fregei Rn!zanni Gaus son las antorchas <pie iliiminan el camino.
El movimiento se hace imparable. Al grito europeo de jP~ ~ g r e . ~y ojF!e licidrid!
responden diferentes naciones del mundo. Y América, en especial los Estados Unidos.
sale al encuentro de la modernidad, aunque su avance será mucho más industrial y
tecnológico que puramente de índole científica.
' PÍo BAROJAE:l árbol de lu ciencia.M adrid: Alianza, 198 1, 18." ed. Adc, en adelante.
Sobre la idea de Progreso ha escrito el británico John Bury un farnow libr-o dcl riiisnio ruhro
(Madrid: Alianza). En España, el Progreso, sobre todo, a finales del 800, Sue un vocablo ba\tuiiie cxten-dido
en las publicaciones de régimen periódico como revistas y diarios.
EL TIPO REZAGADO Y LA CIENCIA ESPANOLA 55
Y en importante ocasión de acudir a la unión con las naciones civilizadas, ¿que
hace España?
El tipo rezngado
Baroja utiliza la expresión para definir a un estudiante de medicina, compañe-ro
dc AndrCs Hurtado, quc nsacaba los años de carrera en dosn. Sin embargo, creo
que puede hacerse extensiva al colectivo español decimonono. Esto es:
«( ...) eia un iezagado en tudu: eii
la carrera y en las ideas. Discurría
como un hombre de principios de
siglo. La concepción mecánica
actual del mundo y de la sociedad
para él no existía.» (Adc, 46).
Así era, exactamente, la particular configuración de la sociedad en este país del
800. Rezagada en todo: en cuestiones sociales, políticas, etc. La carrera nacional bri-llaba
por su ausencia. España estaba en retroceso, políticamente y geográficamen-te.
Había acabado, hacía ya bastante tiempo, el aura del ostento español, del Quijote
valeroso: era la hora de sacudirse el polvo de la historia y enfrentar el futuro. Empero,
no supieron entenderlo así quienes obligados estaban por situación, ingenio o poder.
El rezagado será de ahora en adelante el nuevo estigma que avisa de la condición
de un pueblo, el hispano '.
Entre los «caracteres nacionales» (idea partida de Gobineau), ya hay uno nue-vo,
que no hace sino confirmar la leyenda negra patria. Baroja nace a esta incuria
española y escribe.. .
Lo extranjero
La perspectiva no queda bien encuadrada, salvo que haya un correlato interno
que asevere el «desastre». (Aunque bien es verdad. que tomo la expresión del títu-lo
de un libro de un prestigioso periodista, de época un tanto posterior [M. S. Oliver
y su obra La literatura del desastre, 19071, he de decir, en favor mío y de esta licen-cia
histórica, que el desastre que tuvo como punto foca1 los sucesos de 1898, viene
Ya en el año de sus comienzos literarios ( 18 99), decía Baroja, al opinar sobre el 98 literario: <<..(. )
los españoles son hombres del pasado, y en su literatura, en su arte, en la guerra, en todas las manifesta-ciones
manifiestan [sic] un espíritu y una inteligencia superiores cuando emplean las viejas fórmulas,
que cuando emplean las nuevas)) (Textos de Historia Moderna y Contemporánea (siglos xcr~!~-xrxe)n,
Historia de España, t. XII, dir. Manuel Tuñón de Lara, Barna: Labor, 1985, pág. 298).
56 JUAN FRANCISCO MARTIN DEL CASTILLO
conducido muy de antes por la nefasta política española en todos los márgenes de
la p-&-ticu, c e m ~r e c ~ f i ~ncuee sire ilustre piSunG,N icG!&E st&~junreLf i
sus Memorias (1 899). Quede aquí mi explicación) '.
Es decir, España a ojos europeos era un sinfín de calamidades y descdlabros.
Incluso en la centuria anterior Goethe ratificaba el supuesto. Pero, ahora queremo\
desarrollar la versión interna (intrahistórica) de la situación. En definitiva, ¿Cómo
vería el español medio de la época el país en sí y en su entorno? Baroja da de nue-vo
ia pauta.
e( . . . )lo s periódicos daban una idea
incompleta de todo; la tendencia
general era hacer creer que lo
grande en España podía ser
pequeño fuera de ella, y al
contrario, por una especie de mala
fe internacional. (...) España
entera, y Madrid sobre todo, vivía
en un ambiente de optimismo
absurdo: todo lo español era lo
mejor (...) Esa tendencia natural a
la mentira, contribuía al
estancamiento, a la fosilizaci6n de
las ideas (...).n (Adc, 1 3).
Reconozcamos, pues, cn la mcntalidsid gcncrd un sicomplcjsimiento cstupido y
sin base racional aparente. La cultura española escondía la cabeza cual avestruz gigai-i-tesco
y perdía la vista al esfuerzo regenerador que por doquier realizábase. Es más:
la poca fuerza que llegaba de tierras iorárieas riu colrriaba la urgerik riecesidad dc
un salto histórico ( «( ...) la acción de la cultura europea en España era realmente res-tringida
y localizada a cuestiones técnicas», ihid.).
Esta localizacion hizo o logro -pongo por caso- que el Puerto de la Lu¿ fue-ra
construido siguiendo modelos y ténicas inglesas, o que, extrañamente, Ilt>, (man
ingenieros polacos a Canarias y otros puntos del territorio nacional '; sin eiiibai-go
no accionó como agente propulsor de la adormecida cultura académica de las
Universidades. Estas últimas eran pasto del bache general: «aquel ambiente de inino-
"nade las razones por las que traemos al recuerdo la obra de este inallorquín ( 1853- 1970). viene
expuesta por Gregon Mir en la Introducción (pág. 43) a la aritología, Lu lirercitrrrcr t l t4 clc~.\tr.\frc('r ,id.
Bibliografía):« El será el primero en denominar literatura del desastre al conjunto de obras q~i cdu i ante
aquellos años aparecieron*; incluso antes que los famosos artículos de Azoríti.
* C ~FKran cisco Quintana Navarro: Pequeña hi~tor iade l Pucrto rlí. Kcj4ificgio rlc la Lir:, Lac Palmas:
Mancomunidad de Cabildos, 1985, págs. 33-4; B. Orlowski: dngenieros polacos en E\pañ;i durante el
siglo xix», Llull, vol. 10, núms. 18-19 (1987), págs. 125-137, esp. 132.
EL TIPO REZAGADO Y LA CIENCIA ESPANOLA 57
vilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras» (ibid.). La educación que era lo
-------- ---- A-- -1 -:..- 1- . - . l , ~ ' . - ..~- -3 - -. Ú I ~ ; L ~ ~ I L L III IGG L ~ L U ~pUal a uai GI i iu~vug iiu -1~ucs ia auituu puiitim pucuc c;aiii-biar
prontamente- no tenía salida inmediata. Era cúmulo de despropósitos y ama-neramiento~
d ecadentes.
El genio patrio (Catedráticos y tertulias)
El falso genio de los eruditos hispanos es un error que hemos padecido tiempo
ha. Ya Fr. Benito Jerónimo Feijóo, espejo de la 'insuficiente' Ilustración española 6,
advirtió de la mala senda que llevan estos pseudopersonajes de la historia. Ocupan
un inflado lugar dentro de ella, apenas dejando espacio a los verdaderos sabios. Es
una característica -una entre más- del horno hispanus, que, cuando se cree sus pro-pias
ínfulas, arrambia con todo io que se ie ponga por cieiante, sea esto bueno o maio.
Baroja dirige sus acerbas palabras a tan distinguida corte, retratando a uno de
ellos, don José de Letamendi '.
« (...) Letamendi era de estos
hombres universales que se tenían
en ia Espana de hace anos;
hombres universales a quienes no
se les conocía ni de nombre
pasados los
Pirineos (...) En San Carlos corría
como una verdad idiscutible que
Letamendi era un genio» -N(...)
Leyó de nuevo el libro de
Letamendi, siguió oyendo sus
explicaciones y se convenció de
que ... no eran más que juegos de
prestidigitadores, unas veces
ingeniosos, otras veces vulgares ... »
La ilustración hispana ha sido tildada de «insuficiente» (E. Subirats) por no satisfacer las ansias
y p e r ~ p & ~& ~fisn m &mien!n trm~na&nl! de in&!e p! f i i c~y cii!?iirn!, Lar !!iir!rnciniies eurnpenr
sí que llegaron a este tope mínimo de cambio de estructuras. En la España del 18, lo máximo que se
alcanzó fue una leve brisa de «europeización». Hasta tal punto es así, que Américo Castro, en Sobre el
nombre y el quién de los españoles (Madrid: 1973), presenta un Setecientos desastroso, por cierto
recordando a Menendez Peiayo en esto. Feijoo, ia hgura, queda en un plano marginal, pese al esfuerzo
que realizó por poner a «sus compatriotas en la escuela de Europa*; pero «aprender y saber no es inven-tar
y producir» (Idem., 256).
Al contrario de lo que pueda parecer, Don José de Letamendi y Manjarrés existió, y además era
un personaje muy nombrado en discusiones y tertulias (lo cita Oliver, op. cit., pág. 106). Nacio en
Barcelona (1828) y murió en la capital de España en 1897. Escribió un centenar de artículos, varios
Estos catedráticos de pacotilla ('botarates de los mediterráneos'), que son flor
Úe un día, 110 aporian riada especiai~rieriieb ueiiu a l a cieiicia, ~i i iuiu úu iu cüiiíi ai iü.
Ineptos, calvatruenos son la contraimagen de aquellos otros, pocos pero valerosos,
que supieron estar a la altura de los círculos más adelantados de la Europa ansiada
y odiada. Santiago Ramón y Caja1 es el ejemplo clásico que viene a la mente cuan-do
pensamos en esos sabios honrados y de buena fe, quijotes de la ciencia. A la esca-sez
de medios enfrentaban el ánimo e ingenio mediterráneos, convirtiendo penali-dades
y miserias en auxiiios de ia ciiscipiina y aesarroiianao una acriviciaci profe-sional
-científica o educativa- de un nivel respetabilísimo. Y tanto que el extran-jero,
ese conjunto confuso de países del Norte, reconoció al fin la existencia de tales
cerebros, que en su misma nación eran oscurecidos por la morralla universitaria de
costumbre, con el Premio Nobel a uno de ellos, el citado neurofisiólogo aragonés.
Continuando con las cátedras, y, en general, con la educación universitaria, es
menester hacer advertir que no todos correspondían a la imagen de un Letamendi. Los
había, como digo, honrados y benevolentes y también rancios y un rato largo desfa-sado~
C. omo en botica, había de todo. Pero, por reducir el conjunto a un género o regla
manejable, la verdad es que «el catedrático era un hombre sin ninguna afición a lo que
explicaba» (Adc, 34), que mascullaba una retahíla de conocimientos y prácticas que
ni él mismo había digerido; allá ideas germanas, acá experiencias francesas, en un bati-burrillo
que después era impreso y utilizado como libro de texto. El mayor perjudica-do,
por supuesto, era el estudiante que asistía - e s un decir, por lo general desprecia-ban
estas clases aburridas y pesadas- pasmado ante la hueca representación de sabe-res
y novedosas experimentaciones. Y así discurría asignatura tras asignatura.
«Las asignaturas eran para marear
a cualquiera, los libros, muy
voluminosos, apenas había tiempo
de enterarse bien (...) El libro de
texcv era un libr-o estúpido, hecho
con recortes de obras francesas y
escrito sin claridad y sin
entusiasmo; ieyéndoio no se podía
formar una idea clara ... »
Faltan claridad y entusiasmo, dos de los ingredientes básicos de la enseñanza,
sea el nivel que sea. Claridad de ideas y de exposición con lo que significa esto de
deficiencia en los futuros graduados, que ven maltratadas sus vocaciones. La falta
fo!!etns y dos !ihrns snhre Sr! disriplin~a radémira, la Patolngía G ~ n ~ r n1 ln s rrnnirtx de la Epoca
hablan de un hombre de gran actividad y en múltiples campos, destacando por su poder de persuasión
entre las masas juveniles, precisamente una de las faltas de este personaje, al decir de Augusto Pi Suñer
y... Baroja. (Cfr: F. Bujosa, Diccionario histórico de la ciencia moderna en España, t. 1, 1983, págs.
525-6). Su posición sobre el danvinismo, la nueva ciencia, puede leerse en el Discurso sobre la
Naturaleza y el origen del hombre pronunciado en el Ateneo Catalán ... (1867); cfr. Diego Núñez (ed.),
Eldarwinismo en España, págs. 91 -93 (vid. Bibliografía)
EL TIPO REZAGADO Y l.A CIFNCTA ESPAÑOLA 59
de entusiamo, además produce desgana y desinterés entre el alumnado por mejorar
y zhondür cn !os conocimientos íidqükidas. %!o se piensa en teminar y cc~ánteu ntes
mejor. Así era difícil sacar partido de los jóvenes meritorios.
Un intento de suplir esta carencia educativa fueron las Tertulias, a las que tan-to
apego tiene el español. Aunque Baroja le dedique al asunto apenas unas páginas
(Adc, 31 SS.), nosotros vamos a estudiar en brevedad la importancia de estas reu-niones.
El español tiende a expresarse en círculos de amigos-no muy grandes, pero
tampoco demasiado reducidos; cuaLru u cinco es iu iiabiiuai. Suti Uiscu~iuiit;s dcei-ca
de lo cotidiano, aunque también se extienden a temas científicos o intelectuales
de moda. En concreto. la pasional tertulia de Andrés Hurtado va encaminada a glo-n
a a los grandes genios musicales de Mozart y Wagner, sobre todo este último. Sus
resultados no sobrepasan el puro divertimento; mas hubo otras, celebradas en los
famosos Cafés del Madrid antiguo, que proponían casi una alternativa a la enseñanza
universitaria al uso: oyendo a los contertulios-buenos oradores en su mayona-uno
no echaba de menos a los fastidiosos discursos de las Aulas, a los ridículos y absur-dos
pastiches que eran los libros de texto, etcétera. Pero, por el contrario, la suges-tión
de la voz hacía de paladín del fatuo intelectualismo, del palabrón no documen-tado;
en una palabra, el entusiasmo corría a manos llenas, sólo que la ciencia que-daba
en la superficie, como era de temer.
Al presente, llegamos a nuestro punto de destino. La ciencia española -o lo
que había de ella- en el siglo del Progreso. De nuevo, retornamos a esquemas ya
aprendidos y síntesis trilladas: dejadez, falta de de recursos, ceguera de propósitos
y de futuro. Malestar de la cultura. En una era de grandes obras y asentamiento filo-sófico
e ideológico de las ideas expuestas por los philnsnph~s,E spaña comen7aba
el «siglo de la pérdida)), si se permite la expresión.
Universidad e intentos de reforma
T-A,..:, -, ,1:., .,,, A, ,,:.l1, ,A,-.,,, ,,,t;t;,, mr\,innmnmp7.,nAno nn,. -1 l u u a v I U CID 1 ~ 5 ~ L1U1I L ~ U I L ub IU I I I U L V I I U ~ ~ U I I U ~ I I C L ~ UIII VUVLIIU, UI I I ~VUUI IUV VI VI
viejo erudito montañés, don Marcelino, cuestionase el porqué de la elección de las
doctrinas krausistas al objeto ser traídas a la España Restauradora. Sanz del Río, el
joven huraíío becado en Alemania, creyó su deber y, lo que es más importante dcs-de
hoy, muy útil recoger los puntos centrales del Krausismo para llevarlos a la tie-rra
íbera. Digo, sigue siendo tema de interés y duda histórica (Julián Marías escri-bió
sobre ei panicuiarj '. Otra cosa es, evidenternenie, ia reaii~aciórid euiúgica dc
«El pensador de Illescas» (octubre 1950), aparecida en Ensayos de Teoría de Julián Marías,
Madrid: Revista de Occidente, 1966, 3." ed., págs. 239-264. Tiene el acierto de ofrecemos variados
ese conjunto de pensamiento importado del Norte. Los profesores -catedi-áticos la
m2yd2- que intredcjeren y pcparcierin !ir i d e ~ksj msistax, en un primer n?or??r!?-
to, desde la Universidad Central de Madrid y a través de los cursos de Derecho, oca-sionaron
un movimiento de y hacia la libertad de educación, no menos que de refor-ma.
Los postulados, impresos fielmente en los estatutos de la veterana Institución
Libre de Enseñanza, la popular ILE (1876), y animados por el talento personal dcl
pedagogo don Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), van más allá de la mera
reforma educaiiva, seniaririo ias bases Ut: iu que, eii ia ilciuciiidad, eiiieiideiiius piii
educación integral del individuo. Esta iniciativa, como era previsible, atrajo perso-nas
preocupadas por el progreso y el adelanto de la nación en el grupo de países civi-lizados,
y también fue motivo de ojerizas y quebrantos mayúsculos. Uno de ellos
fue la segunda Cuestión Universitaria (1875), que tuvo, desgraciadamente, de pro-tagonistas
a los jóvenes catedráticos (Augusto González de Linares, Laureano
Calderón), afectos a las novedades karusistas -o darwinianas-, que se resistían a
someter programas y decisiones académicas a las prerrogativas gubernamentales. y
a determinados sectores ministeriales (Manuel Orovio).
Un tira y afloja que venció el progresismo de las ideas renovadoras de los cate-dráticos
réprobos. [El detalle de la discusión puede seguirse en un interesante y ame-no
artículo del sobrino de Pío Baroja, don Julio, que está editado, formando nnto-logía
con otros, bajo el título de Vidas poco paralelas (con perdo'n de Plutrrrco), cn
Madrid].
Según el antropólogo vasco -del que nos dejamos gniar-, es indisociahle la
Cuestión Universitaria de la introducción de la Nueva Ciencia en España, en con-creto
del darwinismo y teorías afines. En este trabajo, mantenemos esta hipótesis:
afirmando la inseparabilidad histórica de la peti ción de reformas en la enseñanza
superior con la llegada de los principios transformistas ". Es lo curioso, por el inhe-fragmentos
de la literatura relacionada con Sanz del Río. Especialmente, una caria de Aniiel. del 15 dc
agosto de 1844, en la que manifiesta éste su amistad por el español y adeniás dice algo relevante \obre la
condición del profesor hispano en Alemania (Heidelberg): K( ...) le philowphe Julian Sanz clrl Rio, qui
étudie la philosophie de Krause, en mission su governrrrrent pour le rrc.oii.rritirtio)~rk . I'Uirii~o.tit? r l ~
Madrid» (cit. en pág. 247, subrayado mío). Por lo demás, la influencia germana sobre España pucdc wi-ceoiiirln
en e1 lihrn de Unge Kphrpr, A!em<iniri m 7 F i p i r i l i (ir$ilJ'o\ " - -a. . - -. . - .. - .- .. - . m r i f ~ i < ~ f n11 \ f.> zii.dv IIP lo\ v i g l o \ 1.
Madrid: Alianza, 1966, págs. 1 12- 1 13.
Un testimonio: en el año del boom de la Cuestión Universitaria ( 1875). escribía Emilio Ca\telar.
alegando como profesor catedrático de la Universidad Central: «( ...) V. 1. sabe que yo he coniagrndo
todos mis desvelos a la defensa de dos libertades fundamentales: de la libertad religiosa y de la liherrnd
científica, necesarias a todas las naciones, indispensables a nuestra España. Pues yo crzo que esta\ do\
manifestaciones de la libertad han sido vulneradas al poner por límite de la ciencia, no sólo ciei-tas insti-tnciones.
sino tamhién los dogmas de la religión del Estado. (...) Si es necesario sujetar la ciencia a la
religión del Estado, ¿cómo podrá explicar geología un Catedrático que profese la doctrina de Darwin o
Wallace; Derecho y Moral un Catedrático que profese la doctrina de Vischer; Filosofh o Historia un
Catedrático que profese la doctrina de Hegel? (...) Yo estoy por la libertad, por el derecho, y cuando en
el curso de la historia veo que cualquier secta combate eatos principiob, coriibalu yo rbla arctii. LCó~iiü
quiere, pues, V. 1. que me someta a la censura de una estrecha ortodoxia...?» (Carta al Ilmo. Sr. Rector
de la Universidad Central de Madrid, 19-111-1 875, en Textos y Documentos ..., cit., págs. 239.240).
EL TIPO REZAGADO Y LA CIENCIA ESPANOLA 6 1
rente paralelismo, que las doctrinas fijistas o vitalistas coincidan con la defensa a
machamartillo del ideal católico, y que, en oposición, la recepción de Darwin (o inclu-so
Krause) aúne voluntades en pos de una mayor cota de libertades en la universi-dad,
para luego extenderse a todos los ámbitos de la educación.
Ciencia vs. Vida
Retomando la obra barojiana, entramos a dilucidar una dicotomía que, para dar
muestra de la importancia que le daba el escritor, ocupa en El árbol de la ciencia
un capítulo entero. El capítulo rubricado «Inquisiciones», que es un diálogo profundo
entre Andrés Hurtado y su alter ego, el tío Iturrioz.
Lo primero que hay que serialar, antes de nada, es que la tipología caracteriza-da
por medio del elemento rezagado, proviene en cl tcxto de Baroja, de una distin-ción
honda. No es, aunque se halla en el espíritu de la época, la derivación gobi-neuniana
de la separación y jerarquía de razas o nacionalidades, cuanto una reali-dad
muy pensada. Es más: el alegato barojianu, en contra de lo que pueda parecer,
arraiga directamente en una reflexión- dejando de lado el aspecto de convicción,
que lógicamente, tampoco falta pero en un segundo plano. Es decir, las inquisicio-nes
de ltunioz y su sobrino manifiestan un supuesto o real diálogo interior del autor
consigo mismo, del cual nos hace patícipes merced a los personajes, que en este
momento de El árbol de la ciencia pierden valor literario, semejando títeres en una
representación. Por un sí por un no, la novela gana en densidad y sentido y se deva-lúa
artísticamente. (Baroja, consciente de ello, ordenó las partes de la obra con el
fin de que la cuarta -a la que nos referimos- quedara ubicada en el entremedio
de las siete restantes).
Al movernos en el terreno resbaladizo de los pensamientos originales, hemos
intentado describir y analizar lo más correcta, detallada y precisamente las páginas
escritas por don Pío.
La dicotomía árbol de la ciencia /árbol de la vida está tomada de la Biblia, en
cnncretn del Génesis, según es admitido en las palabras de Iturrioz (Adc, 131). El
árbol de la vida comprende los actos vitales, de raigambre instintiva en el ser huma-no,
que no están necesitados de esfuerzo y erguimiento conceptual; por ende, el hallar-se
en el segmento de la vida es visto de manera optimista. El hrhnl de la riencia
adquiere significado al conquistar nuevas modalidades de la realidad; el datum vital
no es un logro, sino un hecho que hay que ir superando paulatinamente. Es una con-tinua
brega por dar sentido a nuestro alrededor, una aspi- ración no mediata, o un
efugio hacia la inmortalidad: el estado de la conciencia. El pesimismo, pues.
La antropología que origina esta visión es bastante peculiar. De una parte, el hom-bre
que engaña y se engaña a sí mismo, cl pcsimista consciente, el tipo semítico de
la cultura, casi un monstruo: «El semitismo, con sus imposturas, ha dominado al mun-do,
ha tenido la oportunidad y la fuerza; en una época de guerras dio a los hombres
un dios de las batallas; a las mujeres y a los débiles, un motivo de lamentos, quejas
y de sensiblerías» (Adc, 132-1 33). Por otro lado, el tipo ibérico, ajeno a tales supues-
62 JUAN FRANCISCO MARTIN DEI. CASTILLO
tos, «destructor de la mentira grecosemítica» (ibiú.), y que renueva el anhelo vital.
mas ofreciendo la mirada crítica del hombre.
Siendo simplistas, podemos esquematizar lo expuesto en favorecedores de la vida
y pensadores de la ciencia. BióJilos y filósofos (Ibid, 134). Pero no sería correcto;
como tampoco lo es poner en iin platillo inteligencia y en el otro voluntad. El ~anti-semitismo
filosófico» de Baroja "' no es del tenor de un pasquín callejero: claro es
que su punta acerada va dirigida a «esos buenos judíos, con sus narices corvas»,
aunque no el sentido racista, sino con el matiz epistémirn 1.: r 1wt11r:di e Schopenh:iiier.
el maestro de Nietzsche, flota en el ambiente. La reconstrucción filosótica iniciada
por el tándem germano es lo que aquí se ventila y no los resultados del tal debate ' l .
Con todo, a la destrucción de las mixtificaciones ~~grecosemíticasI,tu~r,r ioz (Ba-roja)
opone el discurso de la esperanza; Arbol de la vida y Arbol de la cirncia deben
estar unidos para apoyarse el uno al otro. En palabras del personaje: «yo no puedo
aceptar esa teoría de la duplicidad (...) lo que quiero decir es que no creo que la volun-tad
sea sólo una máquina de desear y la inteligencia una máquina de reflejar (...) sonios
hombres que al mismo tiempo piensan, trabajan, desean, ejecutan ... << (Adc, 135- 1 36).
Esta postura filosófica, tremendamente epocal, tiene implicaciones sobre el con-junto
de la ciencia. De hecho, la gran mayoría de las palabras que Iturrioz descai-ga
en su sobrino, tiene la función de desquitarle del amodorramiento intelectualista.
<<Ei1n telectualismo, el criticismo, cl anar- quismo, van en baja», le dice, con el fin
de que reflexione y alcance la madurez. Pero esto, que es una admonición iridivi-dual,
pasa a ser -si me apuran- el punto nodal del pensamiento barojiano. Este
iriismo deseo de despertar, de recobrar voluntades y deslegañarsc dc sucños patrios
es lo que da viveza a su pluma. Ahora, se entienden su extraño antisemitismo. su
odio a la intolerancia y el derrotismo y la esperanza en un porvenir. En un térn-iino:
su noventayochismo.
El perfil de la generación del 98 es, grosso modo, pesimista, aunque de gran por-te
intelectual. Es la literatura, la reflexion, la historia de un fracaso, no por más cono-cido
menos angustiante. Una élite de intelectuales y literatos tras un misterio. Algo
"' Sobre este fenómeno, dice Góme ~de la Serna (vid.,Bibliografía, piíg. 539), con su acostuinhra-do
cinismo: «El antisemitismo de Baroja es graciosísimo. El es una especie de judío errante ... pero tiene
una idea de los judíos absurda, panorámica, como si los trazase en una plancha al aguafuerte y al reve-lárselas
a sí mismo en la prueba se revolviese contra sus concepciones de pesadilla».
I i Es sabida la gran importancia que tuvieron los filósofos alemanes de corte pesimkta en la inie-lectualidad
del 98. A Nietzsche dedica J. L. Abellan, en su obra Sociología tíel 98 (en Bibliografía), la
siguiente sentencia: «Nietzsche es, entre todas las influencias que recibieron los del 98, la más impor-tante
y decisiva* (pág. 29). No obstante, Baroja cita a gusto a otros personajes de la cultura aleinana, a
partir de la página 41 del relato (Kant o Fichte). Incluso. en ambientes alejados de la literatura, se hacía
perceptible esta ((embajada alemana», cf~ Ramón y Cajal, Mi infancia y juventud, en Bibliografía,
página 193).
EL TIPO REZAGADO Y LA CIENCIA ESPANOLA 63
se había roto en el mosaico, hasta ese instante, no digamos perfecto pero sí rotundo
de la españolidad. La esencia del alma hispana se resqiiehrajaha: los historiadores
aportaron luces sobre el cuestionamiento, y surgió la polémica Albornoz-Castro. La
historia de criterios geográficos frente a una historia antropológica. Tierra o sangre.
O, en la bella lengua barojiana, el hombre ibérico o el hombre semítico. Mas, con
todo, con los ensayos históricos de intención alumbradora, aun persistía la oscuri-dad.
Y este es el marco en el que se fraguó El árbol de la ciencia, en 191 1.
El ideal roto.
Los vaticinios del destino habían sido dados siglos atrás. El Siglo de Oro espa-ñol
termina allí donde comienza la era del método científico-experimental de
Descartes y Galileo, de 1630 a 1640. Espana cantaba sus antiguas gestas en obras
de genialidad, que por sí solas merecen un lugar privilegiado en el acervo común,
mientras, en cambio, la Europa del Norte adivinaba un nuevo mundo de mercancí-as
y tecnología. La España del «después» de la época áurea languidece en medio de
la mediocridad; la Ilustración -o su intento hispano- no puso remedio al proble-ma,
sin embargo tampoco lo agravó.
Sobraban muchas cosas ...
«( ...) Sobraban también un poco
de sol, un poco de ignorancia y
bastante de la protección del Santo
Padre, que generalmente es muy
útil para el alma, pero muy
perjudicial para la ciencia y para la
industria» (Adc, 238).
Y faltaban dos al menos: Reforma y Enseñanza. La una o la otra, o las dos jun-tas
-qué mejor-, harían del país del exotismo una nación de prosperidad. El Conde
Campomanes (Discurso sobre el fomento de las industrias populares, 1774;
Sinapia), Feijóo (Causas del atraso de las ciencias ... , 1745), las Reales Sociedades,
la Prensa (El Pcnsadol; de Clavijo y Fajardo), etc., emprendieron la marcha; pero ...
La Academia
Mediante un sencillo ejercicio de comparación de textos creo llegar a ilustrar la
deficiente situación académica de las universidades espaííolas. Se trata de un trozo de
párrafo de El árbol de la ciencia y un fragmento de una carta de don Marcelino Menéndez
Pelayo, dirigida a su amigo Leopoldo Alas Clarín, fechada en Santander, el 26 de julio
de 1895. (N.B. Estimo que don Marcelino, aparte polígrafo y erudito famoso, es hom-bre
de la menor sospecha de progresismo, lo que da más valor al testimonio).
Baroja.
«( ...) Los profesores nn sirven mis
que para el embrutecimiento
metódico de la juventud estudiosa.
Es natural. El español todavía no
sabe enseñar; es demasiado
fanático, demasiado vago y casi
siempre farsante
Los profesores no tienen más
finalidad que cobrar su sueldo, y
lucgo pcscnr pcnsiones para pasar
el verano.» (Adc, 124).
Menéndez Pelayo.
«( ...) Yo también he tenido carta
del pobre Farinelli ... Si en España
hubiera más sentido común y
menos rutina, ¡cuánto se ganaría
haciendo entrar en nuestra
enseñanza a este y a otros jóvenes
extranjeros, para que sirvieran de
modelo y estímulo
a tanto zángano como puebla
nuestras cátedras sin tener idea
siquiera de lo que es el método
científico!»
(apud M. Menéndez Pelayo,
Epistolario [XIII: junio 1894-junio
18961, ed. Manuel Revuelta
Sañudo, F.U.E., Madrid, 1987.
carta núm. 419, página 325).
Según don Pío, el profesorado, por lo general, es vago, conformista, fancítico y
bastante apegado al dinero para ser buenos enseñantes. Don Marcelino, amén de ruti-nario,
inserisaío y fallu dt: iiiktudu, dicz que hay que buscar fuerd de España lo quc
en ella parece no haber: buenos y estimulantes educadores. La sentencia es unánime:
la Academia sufre del mal del «zanganismo», lo que demuestra, irrefragablemente,
la ineficacia de las instituciones universitarias espaÍíula\ e11 la dkciida de lus 90.
Estructuras y arbitrariedades
Siempre ha corrido la idea de que España es un país proclive a la picaresca. No
estaría de más, explicar la razón y continuidad de un consenso tan poco favorable.
Giaccomo Casanova, el famoso flirteador de tantos cuentos y ficciones, que pasó por
EL TIPO REZAGADO Y LA CIENCIA ESPANOLA 65
Madrid, Sierra Morena (Córdoba) y otros puntos de la geografía española, atestigua
con rotunciidaci este «defecto», en un relato del viaje que forma parte de su monu-mental
Historia de mi vida (1790 SS.), redactada en francés. No es este el sitio ade-cuado
para extenderse sobre los asuntos del veneciano, pero quede de manifiesto que
a la vista de Casanova: éramos una nación, que sí, que luchaba desde las alturas por
la reforma (el ordenancismo), que intentaba sumarse al carro de los países civiliza-dos
de Europa, que en fin, deseaba la ilustración, aunque hundida en la miseria social
y economica. Tierra más que abonada para la suspicacia, el gateo y la picaresca.
Ese «éramos» del que hablamos está contextualizado en el Setecientos. Ahora
cabe una pregunta: jseguiría siendo la situación en el Ochocientos la misma?; ha
pasado una centuria y seríalo razonable pensar de la manera contraria, o - e s lo
menos- admitir cierta evolución con respecto a la imagen presentada por Casanova
de ciudades sin fondas habitables, pobladas de chinches, y de un odio visceral a lo
extranjero I L . Ciertamente en 1800, las fondas son ya mínimamente decentes, la aver-sión
a lo extranjero no es tanta, aunque perdure latente, las ciudades han crecido y
España toda encara la era industrial. Sin embargo, la corrupción y la picaresca con-tinúan
impidiendo un cambio de raíz.
«( ...) La inmoralidad -dice Baroja-dominaba
dentro del vetusto edificio.
Desde los administradores de la
Diputación Provincial hasta una
sociedad de internos que vendían la
quina del hospital en la botica de la
calle Atocha, había seguramente todas
las formas de filtración» (Adc, 54-55).
Estas tristes palabras tienen por destino un hospital madrileño de la época. En
rigor, la superficie tolera los cambios, mas las estructuras, anquilosadas y compto-ras,
permanecen inmutables en el Siglo del Progreso. Una mancha, que igual que la
de aceite, descompone cualquier iniciativa. La inmoralidad hacía perder la bondad
de los nuevos e ilusionados proyectos. «Pero a ministros como [éstos] vaya Ud. a
hacerles entender esto», decía Menéndez Pelayo en la carta citada. Este «vetusto edi-ficio
»del que escribe Baroja es la Vieja España en corrosión.
La realidad de un país abocado a la penuria, ese es el dictamen de don Pío.
I Z Un testimonio: «En 1776, Voltaire comentaba al yiajero inglés Sherlock: 'Es un país del que
sabemos tan poco como de las más salvajes regiones de Africa, pero no vale la pena conocerlo. Si un
hombre quiere viajar por él debe llevar su propia cama, etc. Cuando llega a una ciudad, en una calle
tiene que comprar una botclla dc vino, cn otra un trozo de mulo, en una tercera encuentra mesa y, entoii-ces,
puede cenar'» (Ana Clara Guerrero, «Los viajeros ingleses y la España ilustrada», Revista de
Occidente, 89 (1988). págs. 21-36: cita: pág. 55).
Problemas y salidas
A la par que el defecto estructural de la Vieja España, la ciencia española esta-ba
postrada teóricamente, y en la práctica también. «¿Por qué no había experimen-tadores
en España, cuando la experimentación para dar frutos no exigía más que dedi-carse
a ello?» (Adc, 23Q se preguntaba Andrés Hurtado. Los únicos recursos exis-tentes
eran dispuestos por unos pocos, no siempre los mejores. La ciencia debía tomar
un camino distinto al entonces practicado. El procedimiento a seguir, se nos antoja
difícil, complejo y requerido de gran energía y empuje, incluso de las propias ins-tituciones.
La realidad científica, distribuida en campos o por disciplinas, era penosa. A
excepción de los genios de la ciencia, pocos grupos trabajaban en líneas de investi-gación
innovadoras. Por lo demás, el «científico», aquí ser rarísimo, tiene que habér-sclas
con la rncntalidad rcfractaria dc gcncracioncs hacia cl cjcrcicio de la cicncia.
De esta guisa, el sabio debe reunir en su persona las condiciones de un pedagogo
social: ha de saber explicar y aplicar sus conocimientos en la sociedad y a la socie-dad
-algo de este curioso fenómeno hemos referido al tocar el Krausismo y la ILD.
No en vano, a este final de siglo se le conoce como un período de resurgimiento
profesoral, de las labores docentes y pedagógicas de un reducido círculo de hom-bres
de ciencia (Cajal, el inolvidable Rodl-íguez Carracido, etc.).
Empero, dos eran los grandes escollos psicoideológicos que se oponían al desa-rrollo
y práctica de la ciencia en España. Claro es que analizamos superestructuras,
o más apropiadamente, mentalidades.
El primer escollo, el Escila hispano, comienza por hacer de menos a los sabios
científicos, desposeyéndolos de la primera y vital fuerza en el tejido social, la con-fianza
en su trabajo, y termina por arruinar la credibilidad gracias al cinismo.
«( ...) he querido hacer primero una
prueba en Espana, y me voy
desalentado, descorazonado; aquí
no se puede hacer nada ... ¿Dónde
se va a estudiar en España el
proceso evolutivo de un
descubrimiento? ¿Con qué
medios? ¿En qué talleres? ¿En
qué laboratorios? -En ninguna
parte. -Pero, en fin, a mí esto no
me indigna ... lo que me indigna es
la suspicacia, la mala intención. la
petulancia de esta gente ... »
(Adc, 207; fragmento de un
diálogo entre Fermín Ibarra y
Andrés Hurtado).
EL TIPO KEZAGADO Y LA CIENCIA ESPANOLA 67
El segundo escollo, el Caribdis, es simple pero profundo. Háblanos de la ignorancia
e incredulidad de las gentes. Ahora, como antes y después, el español desconfía de los
éxitos de la ciencia. No los cree; ya sea por no achicarse en un mundo en constante
movimiento, ya sea por falta declarada de conocimiento, la general postura pertenece
al absurdo. Reproducimos dos textos significativos: el primero (A), ejemplo de incre-dulidad;
el segundo (B),teatro de la petulancia que insiste en viejos patrones.
(A) ííLa Uicta&ira cieiiiifica que Aiidiés
Hurtado pretendía ejercer no se
reconocía en la casa ... la criada no le
obedecía.
..........................
-¿No ha oído usted decir que hay unos
gérmenes ..., una especie ae cosas vivas
que andan por el aire y que producen las
enfermedades?
-¿Unas coas vivas en el aire? Serán las
moscas.
-Sí; son como las moscas, pero no son
las moscas.
-No; pues no las he visto.
-No; si no se ven; pero existen. Esas
cosas vivas están en el aire, en
el polvo, sobre los muebles ... ¿Ha
comprendido usted?
-Sí, sí, señor.
(...) Y la criada vieja contaba a las otras
que el señorito estaba loco, porque decía
que había unas moscas en el aire que no
se veían y que las mataba el sol.»
(Adc, 115-116).
(B) « (...) Varias veces discutían acerca de la
religión, de política, de la doctrina
evolucionista. Estas cosas del
darwinismo, como decía él, le parecían a
don Blas cosas
inventadas para divertirse. Para él, los
datns rnmprnbados no significahan nada.
Creía en el fondo que se escribía para
demostrar ingenio no para exponer ideas
con claridad, y que la investigación de un
sabio se echaba abajo con una frase
graciosa» (Adc, 176).
La salida, o salidas, a esta situación de penuria es la educación, la información,
el didoctismo. Compete directamente o la acción ejecutiva de los estados; pero mien-tras
no cambien las estructuras arbitrarias y corruptas de la administración poco ha
de hacerse. La información también puede ser ejercida en los medios de comunica-ción
a través dc la difusión, aunque éstos debcn conseguir un grado mayor de res-ponsabilidad
y actualización (« ... pero cojo un periódico español y me da asco; no
habla más que de políticos y de toreros. Es una vergüenza», Adc, 207; fragmento de
F. Ibarra).
En fin, los sabios deben ocuparse de estar al tanto de las últimas novedades, no
cejando en su preparación y en la preparación de otros. No desmayar en las tareas
y eii el áiiiiiiu puique «la cieiicia marcha adelante, arrollándolo todo» (Baroja).
IV. CONCLUSI~N
Escribía el famoso James A. Joyce, hacia el 1900, cuando contaba dieciocho años
de edad, que el drama es la vida, y la vida es, perpetuamente, un drama. En esto segula
a su caro maestro danés Ibsen, al cual dedicó luminosas páginas. Pues bien, esta sen-tencia
del irlandés toma encarnadura en la ciencia española: es un poema trágico
observar a los pocos científicos dedicados abnegadamente a la práctica de su cono-cimiento
en un medio miserable como el Ochocientos.
Y no podía ser menos en un país que consideraba a los hombres de ciencia «seres
groseros y vulgares». Tal vez haya en este desprecio un rasgo remanente de la acti-tud
aristotélica en respecto de las actividades técnico-manuales, pero, sea lo que fue-re,
en nada beneficia a la colectividad. Pío Baroja en este, su triste libro, El árbol de
la ciencia la emprende con la sociedad y sus ridículas estructuras que obstruyen la
labor entusiasta o de alcance. El tono pesimista de la narración es un atizar cuasi-mesiánico
en las conciencias al efecto de la denuncia y búsqueda de alternativas.
Este es el mensaje de Baroja.
ABELLÁNJ., L.: Sociología del Y& Eds. Peninsula, Bama.1973; cc. 1 y 3.
CAROB AROJAJ.:, Vidasp oco paralelas (conp erdón de Plutarco), Eds. Turner, Madrid. 198 1.
Ultimo capítulo.
-El ciccrwiriisrnu eri Espuria, (sel., introd. y ed. D. Núñez), Gd. Castalia, Madrid, 1977.
ESTÉVANMEZU RPHYN, .: Mis Memorias, con prólogo de J-L Fernández-Rúa, Eds. Giner,
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UNAMUNMO,. de: Reru~rdovP i n t imi h h s , con pról. de J. Marías, Eds, Giner, Madrid, 1975.
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