Don Agustín Millares Carlo :
evocación de la persona
JosÉ PASCUABLU XÓ
Un haz luminoso -amarillos, azules y rojos matizados- añadía brillan-tez
y color al rostro perlado de nuestro apacible profesor de latín. No era la
hora más propicia: las tres en punto de una de aquellas tardes veraniegas del
Valle de México; el lugar, ciertamente insólito: una amplia sala porfiriana de
hermosos ventanales emplomados convertida -por urgencias del exilio- en
salón de clase. "Proca rex Albanorum duos filios Numitorem et Amulium
habuit. . . ", leía con reposo la voz insinuante y melancólica del profesor.
-"¿Está claro?", preguntaba y nadie respondía. Nuestros ojos no repasaban la
hoja latina, ni mucho menos se fijaban en los párpados apesadumbrados de
nuestro profesor. Mientras él leía, mirábamos absortos los movimientos
incomprensibles de sus labios, pero en cuanto él levantaba la vista hacia nos-otros,
nuestras miradas se esparcían como pajarillos azorados que no encuen-tran
escape entre los barrotes de la jaula. -" ¿No está claro. . . ?", repetía,
ahora con entonación teatralmente desolada. Claro que no estaba claro y el
desalentado profesor tomaba una vez más el enorme pañuelo que se desborda-ba
del bolsillo pectoral de su anticuada americana y lo frotaba sin piedad en
mejillas y cuello, como si deseara -no tanto limpiarse las gotas amarillas y
azules y rojas que emperlaban su rostro, sino zafarse de un íncubo vesperal, de
una de aquellas pesadillas de la siesta en que se mezclan empecinadamente las
perturbadoras imágenes del ensueño y la inerme conciencia del soñador. Al
cabo, el profesor parecía resignarse con nuestras astucias y nos miraba un buen
rato sin miramos, los blandos ojos castaños perdidos en una interior lejanía
¿Qué miraría entonces don Agustín? ¿Cuál sería el tema de su visión instantá-nea?
" A ver. . . " y tomaba a decir: "Procas, rey de los albanos, tuvo dos hijos.
48 José Pascua1 Buxó
. ." Ante nuestras estúpidas miradas, perdía la paciencia -o hacía más bien
como que la perdía- y nos lanzaba una amenaza intolerable: "Para la próxi-ma
clase, todo el mundo ha de saberse la segunda declinación. . . que es la más
fácil de todas".
Años después, algunos de aquellos alumnos que pasamos por sus clases
como encantados, pudimos saber bien a bien quién era don Agustín Millares
Carlo: una de los intelectuales más sólidos del exilio español en México. No
es éste el lugar oportuno para las biografías ni las bibliografias, pues entre los
presentes a este homenaje no habrá quien no recuerde la variada e infatigable
producción de este polígrafo canario. Suele citársele en los diccionarios como
el mayor experto en paleografía, diplomática y latín medieval y como un fide-lísimo
y elegante traductor de los clásicos, Cicerón, Livio y Salustio entre los
principales. Su labor como bibliógrafo fue también incansable, yo diría que "7
D
monumental; a él se debió la creación y sostenimieqto de la sección bibliográ- E
fica de la Revista de Historia de Amkiica. Feliz historiador del libro y las O n bibliotecas, como quien dice, de sus casas y sus bártulos. Editor, anotador y -
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comentarista de los clásicos nuestros: Cervantes, Lope de Vega y Ruiz de O
E
Alarcón y, en un lugar muy especial, de los tratados indigenistas de Bartolomé E
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E de las Casas. Ya cerca del final de sus días, desentrañó la riqueza de los archi- =
vos venezolanos del período colonial y los primeros años de la independencia, 3
hasta entonces poco menos que ignorados. -- 0
Pero yo no deseo presentar aquí una ficha biobibliográfica de don Agustin, m
E
cosa que ya han hecho otros con mayor dedicación y espacio, sino sólo evocar O
su persona en algunas circunstancias que me permitieron estar cerca de él. n
Por aquellos mismos años de sus caniculares clases de latín en el Instituto E a- Luis Vives, y ya comenzando a despertarse en mí el gusto por la literatura, l
solía ir a las librerías de viejo de la Avenida Hidalgo para sumergirme en el n
0
laberinto inescrutable de aquellas accesorias milagrosas. Allí había de todo,
desde El Caballero Audaz hasta Cervantes, Dostojevsky y Galdós, pasando 3
O
por el teatro de Maeterlink y de Casona -que siempre le pisaba los talones-y
los fascículos de aventuras de Bill Barnes y Doc Savage. Ya yo me sentía
más atraído por los versos que por las prosas: me entusiasmaban Juan Ramón
Jiménez y Federico García Lorca, y hasta me incitaban alguna vez al inocente
plagio. Pero entre el polvo incierto de algún estante, cogí al azar un tomo en
cuarto especialmente atractivo, encuadernado en chagrin azul marino e impre-so
en papel satinado; era El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha,
volumen tercero de la colección "Laberinto" de la Editorial Séneca, impreso
en México en 1941, cuidado por José Bergamín y Emilio Prados, "con las
notas originales y las seleccionadas de los comentaristas más autorizados" por
el profesor Agustin Millares Carlo. Por supuesto, en algunas clases del
Colegio Madrid o el Instituto Luis Vives algún bienintencionado profesor nos
Don Agustin Millares Carlo 49
había hablado del Quijote; digo bien, "hablado", pero no ciertamente leído, por
más que ninguno de nosotros -esos jovenzuelos españoles que iniciaban su
vida consciente en el México del general Lázaro Cárdenas- ignorara quien
era el Caballero de la Triste Figura ni su esencial semejanza con aquellos espa-ñoles
-padres nuestros- que también habían combatido animosa e inútil-mente
contra la España negra. El libro llevaba una visible dedicatoria que
decía:
El Señor Presidente de la República de México
D. Manuel Avila Camacho
ha patrocinado esta nueva edición del
Q U I J O T E .
Editorial Séneca le dedica su publicación
Como RECUERDO y HOMENAJE de
gratitud española
Fue lo primero que me movió de ese libro: aquellos refugiados españoles,
apenas dos años después de su derrota, ya estaban restituyendo el sentido de
sus vidas en el exilio por medio del trabajo particular de cada uno de ellos en
un país que les ofrecía solar y esperanza. Me sentí orgulloso de mi condición
de exiliado y preví entonces lo que sería mi futuro -mi presente- mexicano.
Lo segundo, que aquel fatigado profesor de latín quien pocos años antes había
intentado persuadimos del beneficio que nos traería el conocimiento de la len-gua
del Lacio, no era un maestro desencantado y perezoso, sino un intelectual
esperanzado que quizá como el mismo don Quijote en la Sierra Morena- se
disponía a cumplir en el exilio de su amada patria las hazañas que le permitie-ran
"ganar perpetuo nombre y fama en todo lo descubierto de la tierra".
También los más jóvenes pudimos probar alguna vez ese sentimiento de
soledad y lejanía que aquejaba a nuestros padres. De mí sé decir que, llevan-do
bajo el brazo el Cervantes de Millares, me iba a deshoras a la Alameda de
Santa María y leía ahí un buen rato algunas de sus páginas, entre suspiros rea-les
e inducidos, mirando de tanto en tanto una secreta ventana que celaba el
rostro nunca visto de Dulcinea.
Fue en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM -donde don Agustín
dirigía el Seminario de Lenguas Clásica- cuando pude verlo otra vez. Me
saludó con muestras de aprecio, quizá olvidando piadosamente que yo nunca
me conté entre sus mejores alumnos, pero quizá recordando también que
-vencida mi timidez- me atreví a decirle una tarde: -"Maestro, ¿no le
parece a usted que ese Numitor y ese Amulio, hijos del rey de los albanos,
repiten la historia de Caín y de Abel?" -" ¿ y tú conoces esa historia?", repli-có.
-"No, Maestro, pero la cuenta mi padre y dice que en España la lucha fra-tricida
ha continuado hasta nuestros días". Contestó: -"Bueno, bueno. . . " y
50 José Puscual Buxó
entró entonces en un comprometido silencio que duró tan solo el corto lapso
de una evocación fragmentaria: " ¿Nacerán, acaso, de otra Rea los Rómulos y
Remos que devuelvan la justicia a su patria?". y luego, de golpe: " ¿ Te gusta-ría
hacer alguna reseña para la Revista de Historia de América?"
Por esos mismos años, hacia 1951 o 52, don Agustín dirigía la sección
lexicográfica del Diccionario Enciclopédico Gonzalez Porto, y como mi rese-ña
bibliográfica no debió parecerle tan mal -sobre todo después de las correc-ciones
que él mismo tendría que hacerle- en otro encuentro fortuito en el
patio de fray Alonso, me invitó a colaborar en ese Diccionario. Fui a buscar-lo,
sin mucha convicción, a la propia editorial. Al fondo de una atestada gale-ría
de galeotes, estaba don Agustín sentado muy a sus anchas ante un escrito-rio
atiborrado de cuantos libros, papeles y papeletas se puedan imaginar. Sobre
su rostro rosáceo no caían ahora las luces gloriosas de un emplomado vespe- "7
D
ral, sino la cal seca y ofensiva de una lámpara de neón. Me presentó con un E
señor Sapiña y o h mi lagro ya tenía yo un escritorio y una tarea: la de redac- O
n tar las fichas de algunos pintores de segunda o tercera fila. Lo hice con dedi- -- m
cación: mientras aprendía la lengua, revisaba primero las fichas correspon- O
E
dientes de la Grande Enciclopedia Italiana sí, la de Mussolini, quién lo dije- E
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E ra- y con base en unas notas hipotéticas redactaba la nueva ficha en español. -
Antes de que yo las entregara a los despiadados hacía lo mismo con las de 3
otros las revisaba don Agustín, que colaboradores mucho mas avezados que --
yo. Trabajé allí poco tiempo, pero dejé algunas fichas sobre pintores corres- 0
m
E
pondientes a las letras R y S, que acabaron siendo orgullosamente firmadas por O
Juan Sapiña.
n No volví a ver a don Agustín por unos años, los mismos que pasé en -E
Guanajuato y Jalapa como incipiente profesor en sus Escuelas de Letras. Para a
2 adelantar en la carrera no bastaba ser pasante, había que escribir la tesis para n
optar al grado de Maestro, y decidí hacerlo sobre la influencia de Góngora en n
los poetas novohispanos. Me alentaban a ello los libros -recién leídos enton- 3o
ces- de Dámaso Alonso y Alfonso Méndez Plancarte. Me iba bien de la mano
de esos sabios pioneros, que siempre me ponían en la ruta correcta. Pero no me
entendía a mí mismo cuando, por seguirlos a ellos, me extraviaba en los veri-cue
to~de los acusativos a la griega y los ablativos absolutos. No lo pensé mas:
me fui a ver a don Agustín, que por entonces ya había escapado de los cómi-tres
voraces de la empresa privada y era investigador de la Biblioteca Nacional
en la UNAM. La Biblioteca Nacional tenía su sede en el "pericolante" templo
de San Agustín y hasta allí me fui en su busca. Lo encontré rodeado de viejos
libros, antiguos amigos y nuevos compañeros (Ignacio Mantecón, Manuel
Alcalá, Roberto Moreno de los Arcos, el jovencísimo Ignacio Osorio. . . ), pero
ahora todos ellos de mayor nobleza que los que antaño lo circundaban en las
oficinas de la Unión Tipográfica Editorial Hispanoamericana. Una vez más,
como por penitencia, don Agustín aceptó ver mis papeles; seguí sus consejos
Don Agustín Millares Carlo 5 1
y 10s utilicé de la manera más parca que me fue posible: con llaneza, huyendo
de toda afectación y pedantería.
El que por fin se halla en posesión de un grado académico ha de celebrar
esa trabajosa victoria en unión de sus mejores amigos, tal como se celebra la
aparición del primer libro de poemas que quizá logre asentar nuestro nombre
en las sagradas páginas de los suplementos culturales. Don Agustín asistió a la
fiesta: -"Sé que se va usted a Venezuela ... Haga lo posible por llevarme". No
sé quién le dio la noticia, quizá yo mismo en mis apuros por obtener lo antes
posible la fecha de examen. El hecho fue que, una tarde del 59, el Vicerrector
de la Universidad del Zulia, un doctor Humberto Laroche, nos convocó por
teléfono a Adolfo García Díaz ya mí para que cenáramos con él y aceptáramos
hacemos cargo de la dirección de las Escuelas de Filosofía y Letras, respecti-vamente.
Adolfo me decía: " ¿Qué sabes tú de Maracaibo?" y antes de que yo
atinara a responderle, mostró una vez más su súbita erudición literaria: "Sí,
hombre, el lago de Morgan y sus piratas". y allá nos fuimos, ahora no impor-ta
cómo. Lo que sí importa es que me quedé perplejo con la petición de don
Agustín. Pensé que se trataba de una manera refinada e insólita de felicitarme
por un destino que él consideraría promisorio. Pero pronto se encargó de des-vanecer
las ambigüedades de mi interpretación: en efecto quería ir a
Maracaibo o, por mejor decir, quería irse de México. Muchos problemas eco-nómicos
parecían atenacearle, muchas complicaciones familiares que nunca
me propuse averiguar.
Por supuesto, el entonces rector de la Universidad del Zulia no sabía quien
era don Agustín Millares ni tenía por qué saberlo: era un médico de liberal
rudeza empeñado en sacar adelante una universidad pública en los peligrosos
tiempos de la restitución de la democracia venezolana. (Todavía recuerdo el
fervor oratorio con que convocaba a los profesores para que nos alistáramos a
combatir el alzamiento del general Castro León en las montañas de Táchira).
No habían pasado seis meses de haber iniciado mis tareas en Maracaibo, cuan-do
logré convencer a las autoridades universitarias de que la presencia de don
Agustín sería crucial para garantizar el éxito de aquella Facultad de
Humanidades y Educación que habían decidido fundar, nunca supe bien si por
conveniencia política o por conciencia académica. Se le contrató no sólo como
profesor de latín en la Escuela de Letras, sino como director de una Biblioteca
universitaria que era herencia de los afanes civilizadores de uno de los más
nobles hijos de la zona tórrida: don Rafael María Baralt. Lo primero que hizo
don Agustín fue dar sus sabios consejos para que tomase buen rumbo la edi-ción
de las obras completas de Baralt que por entonces empezaban a impri-mirse,
y aunque había una Comisión Nacional compuesta por un buen núme-ro
de ilustres venezolanos, resultó muy conveniente que don Agustín se incor-porara
a ella como Coordinador especial.
52 José PLZSCUBUuÓ~
Tampoco pasó niuclio tiempo sin que don Agustín desahogase en
Maracaibo su incontenible pasión bibliográfica. Se propuso que todos los pro-fesores
de la Facultad de Humanidades nos convirtiéramos en los redactores
cautivos de una revista de Recensiones, y lo logró en efecto: pese a publicar-se
en una provincia poco menos que remota, fue notable entre las de su géne-ro
por su universalidad y pulcritud. Deseosos ambos de que la Universidad del
Zulia contara lo antes posible con publicaciones que le ganaran crédito a los
estudios humanísticos recién iniciados, don Agustín fundó un bien abastecido
Boletín de la Biblioteca General y yo proseguí editando el An~lurio de
Filologia que concebí desde mi llegada a Maracaibo con el propósito de no
combatir a solas con los fantasmas de la crítica literaria.
No puedo detenerme ahora en detalles más particulares: aquellas charlas
nocturnas -después de clase- en algún establecimiento refrigerado donde
aliviábamos el permanente sofoco de la jornada; las sueltas rernembranzas de
México y España; los acuciantes proyectos; las sabrosas trivialidades de nues-tra
Barataria. Después de siete años de sofoco, gané en 1968 el derccho al dis-frute
de un sabático (no digo dónde, porque esta no es mi historia). Al retorno,
supe con alegría que don Agustín había sido nombrado Director del Museo
Canario y que se proponía alternar sus estancias entre las universidades del
Zulia y de La Laguna. Pero en realidad no fue así: ambos volviinos, casi por
los mismos años, a nuestras verdaderas patrias: él a sus "lnsulas afortunadas"
y yo a la que era todavía la más transparente región de mis recuerdos.